Las olas rompían con furia contra la
escollera. El Mediterráneo había perdido su calma bonachona de señor que se
mece tranquilamente en su columpio y ahora agitaba furioso su cabellera de
algas. Ráfagas huracanadas combaban las pelucas crespas de los olivos y de los
almendros y el polvo reseco del verano subía en torbellinos.
La pareja avanzaba, forcejeando contra el
viento, sobre las arenas grises de la playa. Él era un hombre de mediana
estatura, pelirrubio, cejijunto y algo achaparrado de espaldas. Su mandíbula
maciza mordía las posaderas de la tempestad. Ella parecía una muñeca recién
comprada en una vieja droguería en donde se venden polvos raticidas y juguetes
de plástico. Había en su marcha algo de amanerado, de presuntuoso, como si
aquel paseo fuese una excursión dirigida por monjitas de toca ancha y mente
estrecha. Las rubias walkirias y los mocetones del norte de Europa que habían
salido de sus tiendas para afianzar los postes y las cuerdas de sus nidos de
verano, dirigieron una mirada perpleja a la pareja de españoles.
-¿No te gusta luchar contra el viento?
-Es uno de mis placeres favoritos -afirmó
Alberto desafiante, mientras una larga bocanada le llenaba las fauces de un
sabor a yodo y a cenizas plutónicas.
-El mar está magnífico. Parece que se ha
enfadado con nosotros -añadió Gertrudis. Y había en su contestación un resabio
de lecturas románticas.
Alberto miró el mar. Había dejado de ser
el marino que baldea la cubierta de un portaaviones, y parecía hincar sus uñas
saladas en la tierra desfallecida de calor. Pensó un momento, al percibir los
millones de hoyos que se hacían y se deshacían en la superficie del mar, en una
diversión que él acababa de inventar: en cualquier feria alguien podría
instalar una superficie que se moviese incesantemente, arrojando al suelo a los
ingenuos. Pero -pensó- si él pudiera andar sobre las aguas como Jesucristo, habría
vomitado hasta la última gota de bilis.
La pareja trepó a la escollera. El,
galante, le tendió una mano a ella para auparse a una roca de la que partía un
camino de cabras. Vieron, una vez más, el «I LOVE YOU», que unos turistas
habían grabado sobre una roca, y esta expresión le hizo torcer el gesto, como
si acabara de recibir un escupitajo.
Llevaban ya
tres años de casados, y esta era ocasión que él había esperado. Iba a quedar,
por fin, libre de aquel cilicio que le intentaba enseñar todos los días la
tabla de multiplicar de la virtud. En torno suyo seguía desarrollándose la
cinta dorada de la existencia, pero ella le había calzado con coturnos
estrechos para que caminara, sin pérdida alguna, sobre el asfalto gris. Es
cierto que le había ayudado a terminar su doctorado, pero apresurándose
inmediatamente a pasarle el recibo: un recibo que, desde hacía ya tres años, él
estaba pagando con el tuétano de su vida joven.
Alberto había
intentado el divorcio, pero aquella santita dulzurrona había apretado más sus
rodillas en torno al cuello de él hasta hacerle pedir clemencia. Gertrudis era
casta; ninguna evidencia se hubiera podido presentar a un Tribunal español, a
no ser contra él. La opulenta matrona de la Justicia le habría roto la cabeza
de un golpe de balanza. Quedaba, pues, sólo el recurso del crimen, el del
asesinato perfecto. Pasó por su mente el verso de Zorrilla: «Llamé al Cielo y
no me oyó, y si sus puertas me cierra…» y no pudo disimular la sonrisa. ¡Qué
ideas más absurdas se nos ocurren cuando nos hallamos en los momentos más
críticos de nuestra vida!
Estaban ya en
lo alto de la lengua pétrea que se afilaba sobre el mar, adoptando la forma de
un reptil prehistórico al acecho. Allá abajo se veían, como si fuese un
campamento de indios motorizados, los wing-wang de los turistas. Dentro de
ellos estarían haciendo el amor las hermosas muchachas que a él tanto le
gustaban. Muchachas que, aquella misma mañana, se habían tumbado perezosamente
en la playa para recibir el lametazo lúbrico del sol celtibérico sobre sus
epidermis medio desnudas. Y esas muchachas francesas, suecas, alemanas… se
habían convertido en fruta prohibida para él, por obra y gracia de aquella
carcelera que castraba con la gumía de su vista o de sus mohines de desprecio.
-¡Eres un
cerdo! -le había dicho unos días antes, al sorprenderle entablando conversación
con una de las turistas.
Y, sin
embargo, «aquello» iba a terminar. Sufriría quizá unos meses de molestias y
algún que otro remordimiento inútil. Pero al año siguiente y en aquella misma
playa estaría allí, y otras muchachas vendrían a sustituir a las que él ahora
se limitaba a acariciar con la mirada. Y no tendría necesariamente que volver
al mismo lugar, para que los escasos miembros de la colonia española le miraran
con pena, y las jóvenes casaderas le inscribieran en la lista de los partidos
excelentes. El mundo era para él una inmensa máquina tragaperras con muchos
botones.
Otro embate
del viento le hizo gozar anticipadamente de la libertad. Pensó que era un
pájaro que iba de un momento a otro a romper los barrotes de su jaula,
fabricada con jaculatorias de beatas. Pronto la rosa de los vientos sería la
única guía de sus vuelos.
-Vamos al
sitio de siempre, si te parece -insinuó Alberto-. Espero que no nos quedemos
empapados como la otra vez.
Era la única
infidelidad que Gertrudis le toleraba: el que una ola más audaz le envolviese
como la sábana de un tálamo nupcial o como el cuerpo de una hembra
extraterráquea que quisiera absorberle hasta el último átomo de su virilidad.
La caricia de las espumas era fría, y hasta producía un dolor tenue. Era
aquello no un jugar con fuego, sino con agua, con agua embravecida. Unas veces
la ola caía como un abanico de nácar delante de sus ojos, restallando sus
pequeños tentáculos de pulpo en el basalto. Otras surgían como un puño
enguantado de cabritilla que pegaba con ira contra el punch de piedra,
dejándole k. o., aunque él supiera que aquel puñetazo había sido dirigido
contra su mandíbula. Finalmente, después de haberles cercado por todas partes,
la mojadura se producía inesperadamente: era un geyser salado que explotaba de
repente bajo sus pies y no le daba tiempo a escapar. Reían entonces los
ocasionales espectadores. Reía él con una risa de circunstancias.
Pasaron por
delante del torreón. Aquel torreón se habían dirigido siglos atrás contra las
incursiones de los piratas argelinos. Ahora era obligado evacuatorio de los
turistas. Un manotazo del aire llevó a sus fosas nasales un olor a excrementos.
Más abajo estaba el Gran Purificador, y hacia él se dirigió la pareja.
Bajaban ahora
despacio. Las piedras eran resbaladizas. Por allí pasaban muchos pescadores
amateurs y otros profesionales que sacaban de aquella artesa común las
proteínas con que complementaban su pobre ración alimenticia. Poco a poco iban
descendiendo.
-Ten cuidado,
no vayas a resbalar -le dijo él. Porque convenía que el descenso hasta la
muerte fuese lo más suave posible.
-No te
preocupes. Te apuesto cualquier cosa a que tú te resbalas antes que yo -le
contestó ella. Y Alberto pensó que aún en estas cosas triviales, Gertrudis le
tenía que hacer sentir su superioridad.
Bajo el rudo
embate del viento de Levante, los ángeles de la guarda de Gertrudis hacían
grotescos equilibrios, procurando no entrar en barrena.
Llegaron al
límite de la escollera, en un punto en donde la roca quedaba cortada a pico.
Había sólo cuatro metros de altura entre el borde y el mar, un buen trampolín
para los aficionados al salto. Ahora las olas intentaban remontar la pendiente,
produciendo suaves visillos de nylon que el viento deshacía arrastrando sus
jirones a mucha distancia. Allí abajo el agua era un globo de goma que se
hinchaba y se deshinchaba. La atmósfera era tan gris que no se veía el fondo en
el que, otras veces, bandadas de peces de varios colores organizaban minúsculas
regatas.
-Vas a pasar
dos o tres minutos muy duros -pensó-. Luego, la Nada. Hubiera deseado para ti
una muerte mas dulce.
Y al pensar
esto sintió en su garganta el nudo de la asfixia, la sensación terrible del
agua que desaloja el aire de los pulmones y quizá cien imágenes espantosas que
nadie podrá jamás relatar al resto de los hombres, porque aparecen sólo en los
umbrales de la muerte.
Bastó sólo un
pequeño empujón. El cuerpo de Gertrudis era tan pequeño que lo extraño era que
el mismo viento no hubiera sido el asesino. Cayó sin que las faldas se abrieran
en forma de campana, como él había visto una vez en una fotografía de un
incendio. Y Alberto pensó que hasta en el momento de la muerte ella seguía
manteniendo su decencia, como si temiera que algún espectador situado en la
superficie del agua quisiera aprovecharse de la ocasión.
Sonó un grito
y luego el golpe de un cuerpo que deglute el agua. Luego sonó el del cuerpo de
él.
Todo lo había
calculado con sumo detalle. Pero quedaba el azar, que podía obrar contra su
propia vida. Porque ahora tenía que fingir que se había precipitado para
socorrer a su esposa. Y, claro está, ni siquiera un buen nadador se hubiese
atrevido a saltar con aquel mar embravecido. Pero el riesgo de que la policía
sospechara de él disminuiría con ello, que nunca se había aventajado en
natación.
Luchó con el
agua, que se introducía por su nariz y por su boca. A pocos metros de él, el
cuerpo de ella aparecía y desaparecía, como si se tratara del corcho que
utilizan los pescadores. Por supuesto, Gertrudis no sabía nadar, y por eso sus
posibilidades de supervivencia era nulas en aquella ocasión en que faltaba
cualquier ayuda humana, salvo, paradójicamente, la de él, que había planeado su
muerte.
Empezaron a
pedir auxilio. Primero sonaron las voces de los dos. Luego sonó sólo la de él.
Había
calculado perfectamente la dirección de las corrientes acuáticas una semana
antes y con motivo de una marejada parecida. Las olas chocaban oblicuamente
contra las rocas, y por la ley de la composición de fuerzas, cualquier cuerpo
que pudiese mantenerse a flote tendría necesariamente que ser arrastrado hacia
la punta de la escollera. Allí flotaban un gran número de troncos, de cañas y
de restos de todo tipo. Porque en aquella punta las rocas se incurvaban como el
extremo de una cimitarra.
Todo era
cuestión de mantenerse a flote durante unos cinco minutos, cosa que caía fuera
de las posibilidades de Gertrudis, que, como todos los no nadadores, ignoraba
que el cuerpo humano tiene necesariamente que subir a la superficie del agua si
no absorbe un exceso de líquido. Y, por supuesto, cuando acudieron a
socorrerlos, el mar había cumplido su misión de verdugo y de sepulturero. Se
dejó, pues, arrastrar por las aguas, cerrando cuidadosamente la boca y
conteniendo la respiración cada vez que las olas, al refluir de su embate con
las rocas, lo arrastraban contra el fondo, y aupándose sobre el lomo de ellas
siempre que el movimiento vibratorio chocaba con su cuerpo.
* * *
La noche era
tibia en el otoño madrileño. Tan tibia como la música que goteaba el gramófono.
El whisky tintineaba en los vasos y las parejas bailaban con los rostros
juntos. Alberto había pasado unas semanas desagradables. Primero las
declaraciones en el cuartel de la Guardia Civil, luego en el Juzgado, y, por
supuesto, todos los tragos amargos del sepelio y de las condolencias. Pero
nadie había sospechado de su crimen. ¡Había sido siempre un matrimonio muy bien
avenido y el gozaba de una reputación de persona respetable! Nunca se le había
ocurrido murmurar de su esposa, ni ante sus mejores amigos. Y para mayor
ironía, muchos le habían envidiado su felicidad conyugal.
Además, las
aristas de las rocas habían arañado como zarpas de felino todo su cuerpo. Aún
quedaban huellas de aquellas caricias en su epidermis. El mar enfurecido, la
roca resbaladiza, los gritos de él y su chapuzón arriesgadísimo, habían ahogado
las últimas sospechas. Todo había sido cuestión de trámites y de firmas, poner
cara de compungido y recibir los pésames.
Ahora el
otoño estaba a punto de extinguirse y pronto las heladas acabarían con los
últimos restos del calor veraniego. Ellas arrojarían una gruesa costra sobre
los recuerdos. Y tras el filo de navaja de las Navidades se abría un nuevo año.
Dentro de él resplandecía aquel brillante destino en París. Por eso había
querido celebrar el acontecimiento en compañía de aquellos amigos y amigas a
cuyo trato renunció, unos meses antes, por haber sido anatematizados por
Gertrudis como personas poco respetables. Pero, en realidad, su único delito
era el de haber querido sacarle de aquel féretro al que le había condenado
ella.
Sobre todo
estaba Anita, que era su amante desde hacía dos semanas. Ahora estaba bailando
apretada contra él.
¡Cómo no
habría conocido a aquella mujer antes de dar el mal paso! Anita era todo lo
contrario que Gertrudis: una colmena densa con el rumor de la vida. Flotaba en
el aire soleado como una libélula y era al mismo tiempo naranja madura que está
deseando ser picoteada por los pájaros para verter en la tierra el fruto de su
vientre meloso.
Sonó el
teléfono. A todos les extrañó aquella llamada por lo avanzado de la hora.
Alberto descolgó el auricular. Se oyeron a lo lejos unas palabras
ininteligibles. Luego el clic del corte de comunicación.
-Se trata,
seguramente, de una equivocación -afirmó él.
La fiesta
continuó, y a la mañana siguiente el recuerdo de aquella llamada había
desaparecido, como el resto de whisky en el fondo de los vasos y las colillas
con un collarete de rouge en los extremos. Sólo permanecía en la memoria de él,
flotando en la bruma del humo de los cigarrillos y en el esplendor sangriento
de las lámparas rojas la imagen de las piernas y de las caderas de Anita,
agitándose rítmicamente al compás de la música. Y luego el contacto caliente de
su cuerpo en el lecho y las palabras entrecortadas por la embriaguez y por la
pasión.
Pero la
llamada volvió a repetirse a los dos días, y luego a los tres, hasta hacerse
diaria.
-Debes dar
parte a la policía -le había aconsejado Anita.
Y,
efectivamente, había hablado con un amigo suyo. Pero, ¿qué enemigo podría
tener? A nadie había causado ningún perjuicio, ni tampoco era el líder de la
opinión pública famoso que expone doctrinas o toma medidas que no siempre
satisfacen a todos. Su posición económica era confortable, pero no tan
sobresaliente como para despertar las envidias.
La hora en la
que se producía la llamada variaba continuamente, pero siempre coincidía con la
presencia de él en casa. Lo terrible de aquello era el silencio del
interlocutor desconocido. Pero pronto comenzó a aguzar su oído. ¿No eran jadeos
lo que se sentía al otro extremo del hilo? Era como una respiración
entrecortada, mejor dicho, como si «algo» le impidiese a aquella persona
respirar normalmente. Luego empezó a oír el rugido del mar, como si el teléfono
fuese una caracola marina.
Un día
destrozó a patadas el teléfono. La Compañía Telefónica indagó y tuvo que
rescindir el contrato. Se quedó incomunicado. Y gracias a eso pudo disfrutar
algunos días de tranquilidad.
Pero
comenzaron entonces a llamarle a la oficina. Era toda una persecución en regla.
Empezó a perder peso, a sentirse nervioso, a sufrir de insomnio. Su dulzura con
Anita se había convertido en aspereza, a pesar de que todos los amigos
comentaban que era muy corriente el caso de personas que se equivocan de número
al marcar y no quieren presentar excusas al escuchar una voz extraña.
Pero sí, él
estaba completamente seguro de que aquel sonido del teléfono era el sonido del
agua que gorgotea en los pulmones. Se oían, además, los gemidos del huracán y
el clamor de las olas grises que embisten contra las rocas.
Y un día
empezó a escuchar la voz de Gertrudis. Le llamaba «asesino» y se reía de sus
amores con Anita, a los que calificaba de repugnantes, con un fondo de risitas
de superioridad.
Más de una
vez Alberto le había largado el teléfono a su secretaria, pero ésta no había
escuchado más que el clic del auricular que se cuelga. ¡Gertrudis seguía viva,
acusándole de sus inclinaciones carnales, y reprochándole todo lo que había
hecho por él en una época en que necesitaba una mano fuerte que le empujara
hacia adelante!
-Estoy seguro
de que ella me llama -le confesó un día a Anita.
Y poco a poco
fue saliendo a trompicones, como un cubo que se atasca al girar sobre su polea,
el agua corrompida de aquel secreto que había permanecido hasta entonces en el
pozo de su alma. Anita lo comprendió todo, lo perdonó todo.
-Debemos
marcharnos cuanto antes a Francia. Adelanta tu viaje todo lo que puedas -le
aconsejó Anita-, así te librarás de esa obsesión, suponiendo que no sea alguien
que quiera molestarte.
-¿Quién me
iba a molestar? ¿Quién puede desear perjudicarme? Es ella la que me llama. No
sabemos casi nada sobre la vida y la muerte. Ahora he comprobado que son
ciertas todas esas historias que hablan de asesinados que volvieron a la tierra
para vengarse de sus verdugos.
Hablaron
durante mucho tiempo, y poco a poco se fue imponiendo en el cerebro de Alberto
la decisión de luchar contra aquella presencia, real o imaginaria, que seguía
sosteniendo en sus dedos los hilos de su existencia. Volvería a matar a
Gertrudis una segunda vez, aunque ahora sólo fuese con el desprecio. Tendría
que conseguir lo que no había logrado durante la vida de ella: someterla a
fuerza de devolverle la humillación con la humillación y ridiculizarla, hasta
convertirla en un animal inofensivo.
Pasaron unos
días sin que sonara la llamada misteriosa. Pero un día volvió a sonar y él ya
no permaneció mudo de terror ante lo desconocido, ante aquella interrogación
clavada al otro extremo del hilo telefónico.
-Querida mía.
Estás muy bien en donde estás: en el cementerio. Y cien veces que resucitaras,
cien veces más te volvería a matar. Tengo para ti otros cien crímenes
perfectos.
• fue ahora
él el que colgó sin esperar a que la «otra» lo hiciera antes.
Al día
siguiente se presentaron en su domicilio una pareja de inspectores de policía
con una orden de arresto.
• cuando
Alberto preguntó, temblando, quién le había acusado del crimen, el comisario
contestó imperturbable entre chupada y chupada de cigarrillo:
-Es una
vecina de usted, una solterona que está bastante mal de la cabeza. Estaba
enterada de todas sus idas y venidas, y, por supuesto, de la muerte de su
esposa en circunstancias muy trágicas. Se conoce que un buen día usted se
olvidó de darle las buenas tardes en la escalera. Desde entonces, y como no
tenía otra cosa que hacer, se ha divertido molestándole por teléfono.
FIN
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