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2 de junio de 2025

Las Casas Prohibidas {Relato de Paya Frank}

 



Habréis oído a los adultos recriminar a los niños por andar metiendo las narices donde no deberían.

Cuántos pequeños, con una honda en las manos, solían recorrer las calles del lugar, en busca de jilgueros, tordos, gorriones, ruiseñores, estorninos, cardenales, tarde tras tarde.

Como los chicos rápidamente se daban por satisfechos, con dos o tres disparos certeros, buscaban después alguna empresa más osada en qué mantener prendido el fuego de su ánimo de dragones. Es así que se largaban a merodear alrededor de las mansiones de altas verjas, o de las casonas de fachadas como sombras nocturnas donde hacían nidos los murciélagos.

Esas viejas construcciones eran custodiadas por horribles mastines y alanos impacientes por acabar de una vez con las figuras distraídas.

A veces nos sentíamos prisioneros de las calles vacías y en tren de huida planeábamos meternos en aquellas enormes casas, nunca ojivales, por supuesto, de relucientes claraboyas y escalinatas de mármol, con salida al viento del caracol del mar. ¡El mar!

¡Cuántas tentaciones!

Y es que imaginábamos curiosidades: ¿Quién saldría, furioso, para ordenarnos que nos largáramos al abrirse la puerta pesada y rechinante? ¿Cómo era la gente que vivía en su interior; cómo eran las mujeres, ya que sólo se las veía, con las mantillas sobre sus rostros, y los escapularios en el pecho, una vez a la semana, mientras iban a misa?

En cierta oportunidad, me sentí tentado a entrar a una casona. Tenía grandes aleros; parecía querer echarse a volar. Una curiosidad: Después de fuertes lluvias y temporales, el techo seguía perdiendo gotas durante mucho tiempo como si estuviera demasiado triste y no se pudiera contentar.

Una mujer encorvada, que había perdido el brazo derecho en un accidente y usaba un capote de color violáceo sobre los hombros, hacía diariamente la limpieza del patio delantero, con el brazo que le quedaba.

Era ella la hora cinco de la tarde en figura.

Le gustaba conversar conmigo.

- ¿A qué vas al colegio? - me dijo un día.

- Pues a aprender - contesté.

- ¿Y qué aprendes?

- Muchas cosas. Sé la tabla del siete. Redacto cartas y esquelas. No me salgo de las líneas. Hago en el papel castillos, árboles, caminos, animales, nubes, arbustos y lagunas. Además dibujo arlequines y la diosa Minerva.

- Todo eso es una enorme tontería. ¿Qué harías si una tormenta lluviosa te sorprendiera en pleno campo? ¿Cómo regresarías a tu casa antes del anochecer?

¿Eh?

Me quedé pensando durante un largo rato. Ponía los ojos de quien medita con comodidad mientras se rasca la comezón de la cabeza. Al cabo de un tiempo me rendí. Le confesé, confundido, que no sabía cómo hacer para retornar a mi casa si una lluvia tormentosa me sorprendía en el campo.

- Ya ves. Así pues te verás en apuros, con los rayos cayendo cada vez más y más cerca de ti, mientras en tu hogar tu desgraciada madre elevará sus plegarias al cielo para que regreses sano y salvo.

- Ay, doña China, tiene usted razón - suspiré.

La dama continuó barriendo la hojarasca. Deseaba seguir conversando con ella. Pero, sobre todo, entrar a su casa.

No solamente yo, sino otros niños de la vecindad hubiéramos dado nuestra libertad por conocer el sitio donde vivía.

Doña Mercedes escribió una tiza y media de palabras en las paredes antes de morir: “Por todas partes se me aparecen los sillones cuyos respaldos se van abajo con la primera intención de mecerse, el ropero de tres lunas con aliento a polvo y cucarachas cuando abro sus puertas, la hucha en la que sólo se meten ya las arañas, los espejos sin memoria de mi rostro así como los cuadros donde una borrosidad, una bruma y una niebla pintadas por el paso del tiempo, cubre - para siempre - lo que fue un colorido paisaje de gran imaginación”.

Meter los pies en su casona y otras más del lugar, se fue convirtiendo en una perturbación y en un desafío.

¿Qué pequeño, después de todo, no se ha sentido tentado de perderse dentro de un sitio prohibido?

Algunos chicos decían que habían visto el rostro de la dueña de la dirección número 22. La de los terranovas ciegos. Ella jamás abrió la puerta delantera de su casa; mucho menos salió a la calle.

“Es una mujer fea como la propia muerte, tiene la nariz atravesada por una verruga y los ojos saltones. Le faltan los dos dientes delanteros. Una mañana se asomó por la ventana y me acusó con el dedo”, solía contar Pedro, malvado, gastado por la suciedad y travieso; acostumbraba, al sentirse ocioso y desganado, disparar su honda contra las gallinas y las guineas.

“Tiene los ojos azules y las manos largas y blancas. Cuando desata su rodete, se le cae la cabellera. No usa maquillaje, sin embargo suele ponerse una rosa oscura en el pozo de su pelo rubio. Parece estar siempre distraída y pensativa. La tristeza le desarregla la cara”, decía Blanca; era ella pecosa y su voz sonaba débil y asmática.

Así pues, como los relatos no coincidían, los demás niños empezábamos a tramar, también, por nuestra cuenta, versiones distintas (y exageradas) en torno a la aparición de la mujer en la ventana.

Las murmuraciones, por su vicio, se convertían en el motivo de las sospechas; esa circunstancia nos mantenía cautelosos a todos, pues aunque nos acusábamos de mentirosos, cada uno permanecía clavado con la profundidad de una aguja en su propio relato.

Había casas que daban la impresión de que se desmoronarían de un momento a otro.

Nos parecía que un ligero cambio de viento arrojaría al suelo sus veletas echadas a perder por la herrumbre, sus rejas sin ventanas, y sus columnas cilíndricas cubiertas por las malezas y los murciélagos.

Una, en especial, apenas podía tenerse en pie. Se nos antojaba imposible que hubiesen seres humanos viviendo dentro de aquellas paredes que parecían sostenidas sólo por el ir y venir incesante de las laboriosas hormigas. Pensábamos que los fantasmas moraban, furiosos, en ella.

Sin embargo, al echarse la fría tarde sobre el lugar, un grueso y largo humo azulado, producto de la combustión de los leños, brotaba por la chimenea, en la dirección apostada por el viento. Y a veces, ciertas veces, se escuchaban alegres notas de una capilla musical, acompañadas por un divertido coro de voces que cantaba letras populares. ¡Cómo giraba en la lejanía la tonada bulliciosa salida de aquella borrachera!

Al dar la medianoche cesaba la música.

Hubiéramos podido ser felices jugando a lo que juegan los demás niños. Y eso hacíamos, ciertamente. No había hazaña de chicos que no intentáramos nosotros.

Y también, como los otros, íbamos a las clases, y nos sentábamos a hacer los deberes en nuestras casas, diariamente. El reloj de péndola de la pared se nos antojaba un dios severo hasta que su aguja quedaba clavada en el número tres y un gong de su péndulo ponía fin a nuestra esclavitud. Al rato ya éramos los pibes ruidosos de la cuadra.

El caso es que cuando la diversión se apagaba débil, lánguidamente, posábamos nuestros ojos en esas mansiones sin jazmines, sin polen, sin aves, sin aljibe, de altas verjas convertidas en hierro con espinas de fuego bajo la luz solar, y donde la vida parecía haberse secado, perdiendo su ventilación.

Qué no daría yo, por ejemplo, por ganarme siquiera la confianza de un perro flaco y feroz que ponía diligencia en una casona de color azul, cuyas puertas y ventanas permanecían cerradas con enormes candados.

Se decían tantas y tan descabelladas historias de la casa aquella; yo las andaba repitiendo a mi madre día tras día, machacando su sesera, hasta que ella, haciéndome jurar que guardaría el secreto, me contó la verdad: “Ay, hijo mío; se ve que no conoces el sol. Dentro de esas paredes de piedras pasa sus días una afable anciana. La viuda del capitán Avellaneda es una mujer cuya salud se va diluyendo como un incienso asiático; se dedica sólo a tejer y a bordar; al fallecer su esposo juró no salir nunca más a la calle, ni siquiera para ir a misa. Dicen que borda hermosas esclavinas”.

- ¿Y cómo se puede saber si sus esclavinas son hermosas, ya que nadie puede verlas, madre? - pregunté.

Ella hizo un gesto de agotamiento con la cabeza. Se quedó observando durante un largo rato las gypsophilas del jardín del patio y luego suspiró con el suspiro de quien, viendo a las hormigas ir y venir con una hoja de ligustrina sobre sus lomos, parece perder la dirección del mundo. Se conformó, sin embargo, con esta confesión: “Pues el caso es que dicen que las prendas son preciosas; las historias contadas en este sitio están escondidas al entendimiento humano.

Hijo amado, no te miento si te digo que hay mucha oscuridad por deshilar, por sacar a luz en lo que la gente habla”.

Y a modo de broma agregó: “Acaso por esa razón las mujeres matamos nuestro tiempo bordando”.

Se mantenían firmes a través del tiempo, ciertas casonas de las que se hablaba con sospecha, y que aún a la gente mayor intrigaba.

Empezaré contando que en el lugar, a las siete de la mañana, las campanas de la iglesia solían tañer, con doce golpes de badajo. Era común, entonces, que las gentes dejaran sus ocupaciones, salieran al exterior y se quedaran paradas frente a las puertas de sus viviendas, haciendo una reverencia con la cabeza.

Dos casas, una muy alta y ubicada al lado del hospicio de los albañiles, y otra, de paredes de piedra, oscura, con la forma de la sombra de la gente pasando frente al lugar, despertaban la curiosidad de los lugareños.

Sus dueños vestían suciamente, tenían la barba crecida hasta el pecho y el cabello sin cortar. Se los veía solamente cuando las campanas repicaban. Apenas terminaban de hacer la señal de la cruz, subían encima de sus escuálidos alazanes y se dirigían al galope en dirección al monte como si intentaran huir.

Usted, lector, pensará que aquella gente era ingenua al echarse a hacer conjeturas en torno a las dos casas citadas, en lugar de poner bajo sospecha a los hombres de barba larga y oficio desconocido que - también - cité. Y acaso no se equivoca. Pero no se conocía otra manera de existir ni otro modo de pensar por esos sitios, desde que las primeras casas se levantaron sobre sus cimientos y las gentes empezaron a tomar conciencia de que aquella viguería, aquellas bisagras, aquellos techos, con ellos debajo, se iban volviendo pueblo.

Por mi parte, medio sitio conocía mi casa.

Puedo jurar que los espejos estaban en regla, o sea, relucientes y limpios, para quedar a tono con los rostros alegres que lucían una barba recién afeitada y unos bigotes acabados de teñir.

La habitación destinada a las visitas contaba con un precioso cuadro ubicado en el lado izquierdo de la ventana principal. Su marco estaba recubierto de guardas y rosetas de yeso dorado. Podía contemplarse el lugar, con sus casas ilustres agrupadas alrededor de la iglesia mayor. Las moradas estaban pintadas con colores sepia, blanco y verde camalote.

Una foto de mi primera infancia, que descansaba sobre la consola del comedor, me mostraba vestido con un traje de marinero confeccionado por mi tía Consuelo.

La típica expresión de susto en mi rostro, ante el disparo del flash del fotógrafo, anunciaba el llanto amargo y desconsolado que vendría después.

Sobre una mesa de ébano se podía apreciar un jarrón de loza fina, clara y lustrosa. Las pasionarias, canelas, calas y narcisos, que diariamente se renovaban, lucían como armas hermosas en su ramo, y casi tan eternas como las casas gemelas, con sendos pararrayos, pintadas por un artista italiano ( Enzo Distéfano) en la pieza arquitectónica.

En fin, todo el conjunto (comedor, sala, pasillos, gabinete y amplias ventanas) abría suntuosamente las alas de la armonía y de la gracia; cuando mis tíos venían de la capital en tren de visita, se quedaban observando emocionados la arquitectura artística de nuestra casa; sus admiraciones pasaban por ser la rosa que faltaba para terminar de adornar el lujoso traje blanco de la morada.

Las casas de mis amigos de la infancia también tenían su lustre y su esplendor.

Lo común y lo corriente en mi hogar era, desde luego, honrar las fotografías, ubicándolas en un lugar importante de la sala, de modo que el visitante se quedara suspendido en la admiración de las facciones singulares y los abanicos de sándalo en el momento de abrirse para echar vida en los rostros de aquellas dos abuelas muertas hace tiempo.

Era considerado una especie de delito sentimental no mantener diariamente renovadas las rosas de los floreros, lujosos criaderos de mosquitos, colocados sobre las mesas de mármol.

El más distraído visitante se llevaba una impresión de colores, aromas y hasta cierto rumor, al abandonar el recinto. Y al estar ya en la calle se sentía como tocado por una flor, una corola, un cáliz, pues su cuerpo despedía un grato olor.

En los comedores lucía la luz que se metía con la corriente del aire por las ventanas abiertas hacia el patio trasero.

Cuando íbamos de travesura, mis amigos y yo, dábamos varias vueltas por el sitio, comíamos las frutas de los árboles caídas en las aceras y luego contábamos enredadas historias de moradas extrañas y misteriosas.

Nos frustraba no poder entrar en ellas. Si observábamos el buen semblante de la señora María, quien solía sacar a su lebrero, con el rabo siempre inquieto, para que aspirara un poco de calle, pensábamos que bastaría con pedir permiso a la dama para meternos en su patio. Cuántos limones bajaríamos de su limonero, en el caso de obtener su licencia.

Pero nadie se atrevía a hablar.

Yo, menos.

Y ella no era de conversar con la gente, aunque una permanente sonrisa de cordialidad, subrayada con un lápiz labial de precioso color bermejo, le daba una amigable apariencia.

Bien. Contaré ahora el caso de la casa prohibida.

Estaba edificada en lo alto de una colina. Los buitres y los cuervos solían, al mediodía, volar encima del campo en que hallaba continuidad la colina, en busca de carroñas.

La construcción era enorme; tenía un corredor que le ceñía la cintura, y el blanco de su cal acentuaba el verde de los árboles (jacarandaes, chivatos, eucaliptos, gomeros, mangales, cítricos ) que le daban sombra.

Era imposible, pensar siquiera, meterse en ella.

Una larga e infranqueable alambrada desvanecía toda tentación de pasar al otro lado; la piel de la espalda quedaría colgada de los alambres de púa en el intento suicida de cruzar aquella barrera.

En su interior vivían hombres que habían sido traídos de la prisión para pasar lo que les quedaba de su vida allí. La propiedad pertenecía a un militar adinerado que tenía amigos y algún que otro compadre en la jefatura de la penitenciaría nacional.

Aquellos infelices hacían las tareas propias de los peones de estancia. Solíamos verlos, desde la distancia, montados sobre sus caballos, cuando iban a llevar a las vacas a la aguada. O cuando las traían al estercolero, siguiendo el rastro de las boñigas. Las codornices, entonces, levantaban un vuelo escandaloso a su paso.

Alguien echó a rodar la historia de que eran hombres sin alma, y que al caer la noche, acostumbraban contar historias de jinetes sin cabeza, y de un gran baúl lleno de perlas de agua dulce custodiado por un fantasma que finalmente acabó atrapado dentro de un pequeño cofre de anillo, y de muertos desenterrados por gatos.

Decían que así, bajo el goteo de aquellos cuentos largos, terminaban quedándose dormidos frente a la fogata encendida.

Nadie sabía quién fue la persona que reveló cómo vivían aquellos forajidos, pero eso a la gente no le importaba, pues era ir contra la corriente querer saber más.

Corría la historia de que los perros, temerosos de sus puntapiés, se esfumaban en menos de un parpadeo ante el primer movimiento de una sombra.

Uno de los peones, empujado por una profunda exhalación del malsano viento norte, había dado muerte a una labradora preñada, clavando su cuchillo hasta el mango en el vientre de la bestia.

“Ya son muchos los perros en este sitio. Ellos son once y nosotros, doce”, dicen que dijo entre maldiciones; ninguno de sus compañeros pareció darse por enterado.

Se contaba que solían tocar la guitarra junto al fogón, al caer el anochecer, y aparecer los primeros cocuyos. Y que mientras mateaban, al amanecer, antes de salir en dirección al campo, juraban que no era cosa de hombres quedarse indefensos. Y que había que matar, pues, Zoilo, el de mayor edad, había asesinado a una mujer, para robar sus joyas (un dije, collares de familia, pulseras y medallones de oro ). La hija de la infortunada, al encontrarse cara a cara con el ladrón que se daba a la huida, se apoderó de un cuchillo de mesa y alcanzó a darle un tajo profundo en la oreja y en el ojo izquierdo. Cayó después abatida por el disparo del revólver de Zoilo.

El asesino se jactaba de tener un solo ojo. Se envanecía, pues, en su aspecto mitológico de cíclope.

En su fealdad de gente malvada y en el limbo de sus destinos torcidos por su arma disparada fatalmente al pecho de un hombre, aquellos individuos hallaban motivo para estar serios, cabizbajos y pensativos. Y para mantener el ceño enjuto.

Era humanidad que no sabía leer ni escribir. Y que bebía de cuando en cuando, alguna caña, pero siempre se mantenía en el límite de la conversación de los hombres que no están demasiados bebidos para ponerse alegres e irse de risas y de tomaduras de pelo.

Solía mirar la casa prohibida con admiración. Y no porque en su interior vivían asesinos. La admiración salía de mis adentros pues aquellos seres humanos nunca obtendrían su libertad. Jamás llegarían a conocer la existencia, ocupada y despreocupada, de cuantos vivíamos en el otro lado de la alambrada.

Sólo para nuestras almas sonaban las campanas.

Me inspiraban respeto esos individuos de quienes tenía solamente la visión lejana de un sombrero llevado por el viento.

A las cinco de la tarde iban, montados sobre sus caballos, a traer las vacas de la loma verde en pastura para meterlas en el corral.

Eran de lanzar gritos al aire como si fueran disparos.

Hubiera dado todas mis piedras (algunas como granizo grueso) de colección, y mis esculturas diseñadas en yeso de Guillermo Tell y de Moisés salvado de las aguas, por oír su conversación. Mi morada misma por observar sus ojos y hacerles un guiño, una apuesta, un desafío. A decir verdad, trabar amistad con un asesino me convertiría ante mis amigos en dios.

Rosa, una niña pecosa de trece años, se enamoró de uno de esos hombres. El muchacho que encandiló su corazón tenía dieciocho años y montaba un caballo chusco, brioso, renegrido, de cerdas y crines espejeantes. Acostumbraba acercarse a un árbol de tamarindo, plantado a sólo diez metros de la alambrada.

Nadie podía estar enterado de su rostro. Tampoco Rosa. Sin embargo, ella crecía para él. Calzaba sandalias blancas y su figura llamaba la atención de las gentes pues tenía el cabello del color del trigo rubión, liso y largo, a la medida de su vestido de tafeta que cubría sus rodillas.

Solía caminar con el cuidado de quien no quiere alzar arena con sus zapatos, a pasos de aquellos alambres de púa. A las cuatro de la tarde, Rosa era la imagen del viento agitando la cabellera de una mujer.

El joven, dicen, sabía de aquel querer. Vestía camisa blanca, un pañuelo rojo al cuello, y pantalones de los que habitualmente visten los peones. Montado sobre su caballo negro, despejaba de codornices el pastizal, pues le gustaba galopar enfurecido. La niña le contagió la pasión, la vehemencia, la perturbación, cuando aun lloviendo, o cayendo una garúa impertinente, o desmoronándose un sol de fuego sobre la tarde, se acercaba a la alambrada.

Rosa estaba todos los días de su vida, a la hora en que las campanas de la iglesia daban las cuatro de la tarde, en el sitio. Jugaba al “cierra tu casa” con las hojas sensitivas.

El diablo perdía su paz deseando saber qué pensaban del idilio los asesinos. ¡Quién pudiera conocer cuantas cosas decían o callaban, mientras arrojaban leños de árboles de paraísos y de gomeros al fogón encendido!

Hubo contagio de espina con sangre. Él venía a todo galope, sin aparejo, dando latigazos al caballo, que relinchaba, enojado, hasta el tamarindo. Se quedaba durante un largo tiempo contemplando a la niña. No podía saber, desde luego, de qué color eran sus ojos, cómo eran sus formas, hasta dónde le llegaba la cabellera, qué especie de flor iba deshojando.

Cuentan que una tarde de octubre ella le dejó una carta. Y en la carta le pedía, por amor a su madre, que se escaparan. Ya se sabe que a las mujeres, así como a los caballeros, cuando se enamoran, les viene la idea de fugarse, y son de poner cruz a la fecha de la fuga pasando las noches en vela pues en el sacrificio se apasionan.

“Fugarse es lo mejor que tiene el amor”, solía repetir, melancólicamente, mi madre a sus amigas, mientras tomaba un té de un misterioso color verde botella, muy bueno para combatir la litiasis.

Un día desapareció del lugar. Nadie supo nada de la chiquilla. Ni sus padres, siquiera.

Dos versiones corrieron al tercer día de su desaparición, pero ninguna de ellas parece acercarse a la verdad. La una sostenía que cruzó la alambrada, una noche oscura, de ocultación del satélite lunar tras la mampara del Sol. Es posible.

La otra cuenta que desapareció y nada más.

Cierto es que algunas mujeres contaban que solían divisar a la niña montada sobre un zaino, con un niño pequeño en los brazos, en los alrededores de la colina.

Sin embargo, los hombres suelen comentar que a las mujeres no hay que prestar oídos pues acostumbran narrar las historias del modo y de la manera que querrían que ocurriese, porque quieren envanecerse de los finales felices.

Quien dijo verla en ese pueblo donde la gente tiene el mal hábito de decir “Dicen que …”, miente, miente, miente.

Jamás se supo nada.

Pero pasó el tiempo. Mucho tiempo. Demasiado.

La casa permanece en su sitio. Tiene el aspecto de una casona por cuyos cimientos sube, lo mismo que la hiedra, la lepra de la humedad.

Hace pocos días, se vino abajo un eucalipto, que saneaba una zona pantanosa, desmoronándose sobre su enclenque tejado.

Buscaban a un médico para salvar la vida de Zoilo; tenía la cabeza rota; un gajo del árbol cayó sobre él.

Paré la sangre del accidentado. Los asesinos, mientras me observaban pasar una mixtura de desinfectante y cicatrizante sobre su cráneo y cubrir con un esparadrapo la herida, parecían sofocados por el paso tan cuidadoso, tan lento, tan solícito, de mi auxilio.

No veían la hora de que me marchara del sitio. A los desconocidos se desprecia, aun cuando vengan a ofrecer sus mejores servicios y atenciones.

Creí ver a una mujer. Estaba de espaldas. Habría dado mi existencia porque aquella figura volviera el rostro hacia mí. Distinguiría el rostro de Rosa, a pesar de los años que ya han pasado desde su desaparición.

Pero aquella mujer, de ser quien creía que era, no se mostraría a un intruso.

Pertenecía a la fila peligrosa de quienes son tachados después de haberse perdido su paradero.

Cuando regresé me invadió la tristeza.

Ahora se me hace hábito echar una mirada, cada atardecer, al sitio. Cierto es que la morada ya no es la misma. Y que los asesinos han envejecido, como yo, como la gente del lugar.

No hay mayor dicha en los últimos días de mi existencia, que ver caer el sol sobre la copa de sus árboles donde asoman las flores rojas y blancas, al clarear el día. Y sentir el crepúsculo vagar entre sus plantas gramíneas.

Hasta el ladrido de sus perros inquieta alegremente mi corazón.

Una señal de vida de la casa prohibida me recuerda, diariamente, que sigo vivo.

 

FIN

Relato de Paya Frank  @ 2025 Blogger

 


1 de junio de 2025

EX FUTUROS .- Héctor Abad Faciolince

 



 

Si yo jamás hubiera salido de mi villa,

con una santa esposa tendría el refrigerio

de conocer el mundo por un solo hemisferio.

Tendría entre corceles y aperos de labranza,

a Ella, como octava bienaventuranza.

Quizá tuviera dos hijos, y los tendría

sin un remordimiento ni una cobardía.

Quizá serían huérfanos, y cuidándolos yo,

el niño iría de luto, pero la niña no.

RAMÓN LÓPEZ VELARDE

 

Siempre he pensado que la pasión literaria, el gusto por imaginar historias, por sumergirnos en ellas y encarnar en personajes que no somos nosotros, tiene un parentesco estrecho con la esquizofrenia, con la demencia de desdoblarse en otro o en otra que no somos, y oír sus voces y sentir su olor y ver su cara, que tal vez no existen. Escribir ficciones tiene algo de locura controlada. La frase más famosa de esta despersonalización se cita siempre y es muy hermosa si se la oímos decir a un hombre gordo, enfermo y ojeroso: «madame Bovary, c’est moi». Aunque autor y personaje no son la misma cosa, todos sabemos o al menos sospechamos que muchas bondades humanas de don Quijote eran también bonhomía de Miguel de Cervantes, y que muchos embelesos de madame Bovary eran cursilerías amorosas que el solterón Flaubert no se permitía del todo sentir. Escribir es despersonalizarse, dejar de ser lo que somos y pasar a ser lo que podríamos ser, lo que casi fuimos, o lo que podríamos haber sido. Al fin y al cabo, como en alguna parte dijo una Ofelia desquiciada, «we know what we are, but know not what we may be», «sabemos lo que somos, pero no lo que seremos».

 

Creo que el primer requisito para poder escribir una historia ficticia (y también la primera condición para leerla con gusto) consiste en la capacidad de desdoblarse, de salirse del soso yo que nos habita. Voy a recordar una de las frases más populares de la cultura literaria hispanoamericana. No es más que un breve y triste cuento de Borges: «Yo, que tantos hombres he sido, no he sido nunca aquel en cuyo abrazo desfallecía Matilde Urbach». No he sido el que quise ser, el amado, el que abrazó su cuerpo, pero algo me queda y entonces me vuelco a la escritura, ese consuelo miserable, pero consuelo al fin, cuyos «instrumentos de trabajo son la humillación y la angustia». Reemplazar el nombre de Matilde Urbach por otro nombre que solamente nosotros conocemos, es reconocer que también la humillación y la angustia pueden ser los instrumentos de trabajo de un lector.

Muchas veces, quizá siempre, para un escritor es mucho más deseable ser otros que ser él mismo. Eso es lo que me gusta de este trabajo: que en los personajes podemos poner todos nuestros temores y nadie puede estar seguro de que son nuestros. Es delicioso poder trasladarle a una máscara toda nuestra ira, nuestra envidia, nuestra cobardía, nuestra sed de venganza, pero también, quizá, toda la bondad, toda la fuerza y toda la valentía que no tenemos. Concentrar en alguna adúltera imaginaria la infinita cursilería que es capaz de destilar nuestro pensamiento, o en algún solterón empedernido todas nuestras quisquillosas manías de quien no tolera el menor desajuste doméstico; darle al de más allá la inteligencia o la agudeza mental que nosotros nunca fuimos capaces de manifestar en el momento oportuno.

Una cosa distinta a la anterior es querer ser otra persona por completo, otra persona que ya existe en el mundo real. Este es un ejercicio mental inane y sin interés, por imposible. Borges examinó una vez, con maravillosa ironía, esta posibilidad. Su burla está recogida en uno de los textos recobrados después de su muerte, pero fue publicado por primera vez en 1932 en una oscura revista de Santa Fe. El ensayo se titula «El querer ser otro», y en su parte central se ríe de la frase «Quisiera ser Alvear», que traducida al presente es lo mismo que decir «Quisiera ser Uribe», en Colombia, o «Quisiera ser Berlusconi», en Italia. Analiza Borges: «Quisiera ser Alvear no significa Quisiera ser Alvear. Significa Quisiera ser quien soy, pero con las oportunidades que tiene Alvear y que no aprovecha, porque sólo es Alvear. Significa, en último análisis: Alvear quisiera ser yo… Quisiera ser Joan Crawford [que trasladado a hoy es como decir Quisiera ser Angelina Jolie], en cambio, puede significar Yo quisiera habitar ese glorioso cuerpo de Joan y cobrar sus espléndidos honorarios de adoración y de oro y de competentes fotógrafos, pero puede querer decir también Quisiera ser, cuerpo y alma, Joan Crawford. Este deseo es el que más me interesa en verdad: que B quiera ser N». Y concluye Borges: «Nada me impide suponer que esos secretos cambios están aconteciendo continuamente y que un modesto Dios se complace con estos pudorosos milagros. La desconcertante falta de asombro en el segundo preciso de la transformación, es una prueba de la perfección del ajuste. Arribo a esta conclusión melancólica: B no puede llegar a ser N, porque si llega a serlo, no se darán cuenta ni N ni B».[2]

 

La despersonalización que ocurre en el ejercicio de la literatura es muy distinta a la anterior. En la fantasía literaria no hay una sustitución de A por B, sino un traslado, un experimento mental por el que, provisionalmente, nos convertimos en otro que no es de carne y hueso sino de palabras e imaginación. Y ese otro, para que pueda funcionar bien en un libro, para que sea creíble y convincente, tiene que habitar ya dentro de nosotros mismos; tiene que ser una parte nuestra. Si Borges escribió «Funes, el memorioso» fue porque de algún modo él mismo tenía una memoria prodigiosa, que bastaba solamente llevar un poco más allá, hasta sus últimas consecuencias, para toparse de frente con el absurdo terrenal y metafísico de la memoria infalible.

Dejemos por un momento la literatura y vengamos a la vida diaria. Hay un tipo de gusto y de tormento mental que consiste en pensarnos a nosotros mismos, no como somos, sino como podríamos haber sido. En este ejercicio podemos ver un yo parecido al yo que somos, pero con cambios en las decisiones y en las circunstancias, las cuales, en mayor o menor medida, producirían una radical o leve transformación de lo que somos. No es necesario imaginar el cambio brutal que significa crecer en otra familia o irnos a otro país; basta pensar en un cambio de casa, de barrio, y los encuentros que ganamos y perdimos con esa mudanza.

Como casi nadie tiene una copia genética de sí mismo, un clon, o un gemelo idéntico, este experimento mental -aunque mucho más imperfecto- lo podemos hacer, o se produce espontáneamente, cuando nos volvemos a ver después de mucho tiempo con un viejo amigo que siguió en la vida por un camino distinto, por un camino que alguna vez fue el nuestro y del que nos desviamos en una encrucijada. Un encuentro así nos pone de frente con eso que se ha llamado «los yos ex futuros», es decir, con los yos que pudimos llegar a ser y que no fuimos. Le debo al mismo amigo, Manuel Martín, con quien pasé algunos días después de años de no vernos, tanto el enfrentamiento personal con uno de mis yos ex futuros (los buenos amigos tienen algo de espejo) como el concepto y la feliz expresión de «ex futuros» esbozada por don Miguel de Unamuno en alguno de sus escritos, pero nunca desarrollada a cabalidad. La idea quedó plasmada también en uno de sus poemas:

 

¿A dónde fue mi ensueño peregrino,

a dónde aquel mi porvenir de antaño?

¿A dónde fue a parar el dulce engaño

que hacía llevadero mi camino?

 

«Si te hubieras quedado en Turín, hoy ya serías catedrático», me dijo Manuel una noche, después de la copita de grapa con que siempre terminamos nuestras comidas: «Si te hubieras quedado en Turín, hoy ya serías catedrático». Si aprieto los párpados y me miro con los ojos de la imaginación me puedo ver, si no como catedrático, al menos sí como Ricercatore (investigador) o como Professore Associato en una universidad del sur de Italia. Haría talleres sobre el romancero, sobre la poesía del Siglo de Oro, estudiaría la estructura de las vocales en Quevedo, las aliteraciones en Lope y los quiasmos en Góngora, en fin, cosas que sabía hacer y que luego olvidé.

Ese fue uno de los muchos caminos que se me abrieron y que no tomé en la vida, a pesar de que alguna vez, hace más de dos decenios, harto de la barbarie colombiana, yo había resuelto cancelar mi pasado, borrar del afecto y de la memoria a mi infame país, y volverme italiano. Intenté conseguirlo durante años, hasta que tuve que rendirme ante la evidencia de mi terco tropicalismo, del irremediable troquel cultural de haber pasado en las montañas del trópico los primeros veintidós años de mi vida. Pero no quiero hablar de mi ex futuro de italiano, al que nunca hubiera podido acceder realmente.

Es la noción general de ex futuro la que me interesa. Veámosla en la descripción original de Unamuno: «Siempre me ha preocupado el problema de lo que llamaría mis “yos ex futuros”, lo que pude haber sido y dejé de ser, las posibilidades que he ido dejando en el camino de mi vida. Sobre ello he de escribir un ensayo, acaso un libro. Es el fondo del problema del libre albedrío. Proponerse un hombre el asunto de qué es lo que hubiese sido de él si en tal momento de su pasado hubiera tomado otra determinación de la que tomó, es cosa de loco. Tiemblo de tener que ponerme a pensar en el que pude haber sido, en el ex futuro llamado Unamuno, que dejé hace años desamparado y solo…». Y en otra parte sostiene la sugestiva tesis de que uno de los Goethes posibles fue Werther. Lo dice así: «Werther es el ex futuro suicida de Goethe».

Yo me pregunto si buena parte de la literatura no será en últimas, entonces, una manera de lidiar con nuestros ex futuros: con eso que no somos, pero que podríamos llegar a ser o que pudimos haber sido. Aunque en mis brazos nunca desfalleciera Matilde Urbach, ¿no puedo al menos hacer que desfallezca en los brazos de otro que se parece mucho a mí salvo en la infelicidad?

Quizá uno de los tantos motivos por el que nos fascina el juego del ajedrez -tan parecido a la vida- tiene que ver con que después de jugada la partida (una vez ya ganada, perdida o dejada en tablas) nos podemos devolver a analizar las variantes: si hubiéramos retrocedido ese caballo, al final de la apertura, postergado uno o dos movimientos el enroque, si al mover el alfil nos hubiéramos apoderado de cierta posición en el centro del tablero, quizá nuestra suerte no habría sido tan aciaga y sería el negro quien se hubiera visto condenado ineluctablemente a la derrota. El análisis de las variantes es un ejercicio interminable y lleno de encanto porque el rumbo del juego se modifica siempre, por poco que cambien nuestras decisiones, pues una variación tan leve como mover el peón uno o dos escaques puede significar la muerte o el empate. En una partida de ajedrez, como en la vida, no se puede rectificar; pero una vez jugada la partida, se pueden analizar las variantes. La literatura analiza las variantes de la vida.

Volvamos al problema de no ser lo que pudimos haber sido. Todos nos preguntamos lo que hubiera sido de nuestra vida si aquella vez hubiéramos aceptado ese trabajo, si hubiéramos seguido el impulso de aquel primer beso que no llegó a la cama ni mucho menos al altar. Si en el ajedrez todo parece obedecer al cálculo y a la voluntad, en la vida tenemos la sensación de que también intervienen el destino y el azar. En nuestra manera de entender cómo se construyen o desarrollan nuestras vidas creo que hay tres actitudes diferentes que hablan mucho de nuestro talante y del peso que le damos a la libertad:

La primera actitud es la de los deterministas, que creen en el destino, en el hado, en la predestinación (o en la genética inflexible de nuestras más hondas inclinaciones, esa especie de psicología protestante que ahora se impone en los países anglosajones). La segunda es la de los azarosos, que creen que todo aquello que nos pasa al cabo de los años no está gobernado por nuestra elección, sino por el azar, por esa serie de muy improbables casualidades que llamamos la vida. Y la tercera es la de los voluntariosos, es decir, la de aquellos que creen en la Voluntad con mayúsculas, y en nuestra capacidad de dirigir nuestras vidas como Palinuro dirigía el barco de Eneas por entre las olas del Mediterráneo, a puerto seguro contra viento y marea, salvo alguna tormenta fatídica.

El destino (genético o divino), el azar o la voluntad. Cuando se tiene la sensación de destino, no podemos admitir otros ex futuros, pues todo en la vida estaría dirigido a ser lo que somos, y no habría otro camino ni otro resultado posible. Las personas exitosas (lo mismo que sus biógrafos), en especial, suelen creer que su presente había sido anunciado de un modo premonitorio en cada acto, palabra y omisión de sus vidas. El garabato infantil anunciaba al gran pintor, el balbuceo en el colegio era el prólogo obvio del escritor, el juego de médico para tocar a la prima anunciaba sin dudas al eminente cirujano. Con el azar, nuestros yos futuros dependen de la mera casualidad. Hay quienes se ven como veletas empujadas en cierta dirección solamente por el capricho de los vientos. Soy escritor porque un día me encontré en un café con el editor Equis; sin ese encuentro seguiría siendo ganadero. Con la fe en la voluntad, al contrario, la que prefieren los manuales de autoayuda, creemos que al menos en parte gobernamos nuestro destino, que querer es poder, que nos ponemos metas incluso inalcanzables y las conseguimos, y también que al elegir, cerramos consciente y deliberadamente otras vidas y nos metemos por una única posible.

En las relaciones sentimentales esto se manifiesta con mucha claridad. Las novias, los amoríos, las esposas o amantes que hemos tenido, ¿nos escogieron o las escogimos por una misteriosa fuerza irresistible, fueron fruto del azar, o nos las impusimos como un acto de voluntad? Quién no ha pensado que bastaría no haber ido a tal fiesta, a tal paseo, a tal restaurante (como en algún momento pensamos hacer) para no haber conocido jamás a la persona que nos arregló o nos arruinó la vida. Eso es creer que el azar construye un futuro y destruye varios ex futuros. Hay quienes piensan que existe la mitad perdida de la que habla Platón en su diálogo sobre el amor, que alguien o algo nos la pone en el camino, y que solo a esa otra mitad estábamos destinados. Como en el poema de López Velarde: «¿Existirá? ¡Quién sabe!/ Mi instinto la presiente;/ dejad que yo la alabe/ previamente». Quien no la encuentra errará por el mundo hasta la muerte, como un alma en pena e incompleta. Otros más consideran que creemos elegir, pero que la economía, la biografía, las experiencias infantiles o los mismos genes nos llevan a escoger, si no a una persona en particular, sí al menos a una persona de determinadas características. Que somos fanáticos comunistas o fanáticos fascistas, fanáticos ateos o fanáticos teístas, porque nacimos con genes de fanáticos. Los que se creen dueños de su voluntad dirán que ellos escogieron exactamente lo que querían, lo que estaba en sus planes encontrar, que uno es «el arquitecto de su propio destino», como en el verso cursi de Amado Nervo.

No tengo sobre esto ninguna conclusión, sino una hipótesis que, por mi talante conciliador, sigue un camino intermedio. Yo creo que escojo, según las cartas que me reparte el azar, siguiendo un programa genético (mi carácter) y cultural (mis experiencias), con una aparente decisión de la voluntad, que en realidad no es más que la justificación, a posteriori, de lo que no decidió solo mi cabeza, sino sobre todo mi intuición. Al elegir (elegir es descartar), sin embargo, veo pasar los despojos de los yos que pude haber sido, unos yos que eran tan reales y tan probables como el yo que soy. Soy este, pero tengo la firme convicción de que pude haber sido otro, otros.

 

Los personajes de novela, como los ex futuros, llevan una curiosa existencia de fantasmas. Estos no son lo que son ni lo que fueron los escritores, sino lo que podrían haber llegado a ser. «Werther es el ex futuro suicida de Goethe.» Conjuro este fantasma y sigo vivo, provisionalmente, postergo el yo muerto suicida que por un instante pude ser. Postergo el fantasma.

También los demás son presencias fantasmagóricas que se van precisando con la observación y con el tiempo. Hasta la persona amada, sobre todo la persona amada, es un jeroglífico que no acaba de despejarse nunca del todo. Por como se tarda Fulano en contar el dinero para pagar la cuenta, le atribuimos una personalidad, un fantasma de avaro; por cómo nos mira o no nos mira Zutana, le damos su fantasma de coqueta, de santurrona, de madre, de puta, de pura, de calculadora, de buena, de falsa buena, de rica, de tonta, de peligrosa, etc. ¿Y en últimas quién es esta mujer, cualquier mujer, es ella o sus fantasmas y cuál de todos sus posibles futuros llegará a ser? Puede ser humilde y puede ser arrogante; puede ser modesto y, peor, falso modesto. La fantasía simula las encarnaciones que parirá el porvenir de esa persona, hace predicciones, y comprueba si es así o no es así, si corresponde a eso que nos imaginábamos. ¿Llegará a ser Mónica como la madre de Mónica? En eso se nos va la vida, en tratar de entender y de conocer a los otros, a esa inmensa cantidad de gente con su ejército de fantasmas. He encontrado mujeres en la vida que me gustan, pero a las que he dejado a un lado porque sé que aunque me gustan ahora, después no me gustarán.

Y fuera de todo lo anterior, para añadir caos y fantasmas a esta explosión de fantasmagoría que es la vida, el ser humano se inventó ese juguete fantástico de la literatura. ¿Habrá una persona más real que Celestina, aunque nunca haya existido? Y madame Bovary, y Ana Karenina, y Ulises y Aureliano Buendía y Joseph K., Adán y Eva, el Comendador de Fuenteovejuna, Macbeth, Funes el memorioso, Juvencio Nava, o los infinitos, inagotables personajes de Bolaño que brotan como hongos de sus libros, profesores, poetas, escritores, fanáticos, torturadores, asesinos… ¿Para qué seguir? Hay más personajes en la literatura que personas en la China. Los seres humanos somos insaciables: queremos presencias, presencias, buscamos evadir nuestra definitiva soledad, no hacemos otra cosa que luchar por no estar solos, y como los vivos no nos dan abasto, entonces vivimos en perpetua conversación con los fantasmas, con el niño que fuimos y hasta con el hombre que ya no seremos. Por ese gusto de conversar con lo inexistente -o que existe en otra dimensión- leemos novelas y para eso vemos películas y telenovelas.

Creo que es bastante común que todos, hombres y mujeres, nos entreguemos a veces a una misma fantasía, a un mismo ejercicio de memoria. En una noche solitaria o aburrida, en una espera inútil en la sala del dentista o en un aeropuerto, nos entregamos a hacer el recuento de los amantes o las amantes del pasado. Listas mentales, nombres en una libreta. Volvemos a verlas y a abrazarlas en la memoria, repetimos los gestos, los besos, las palabras. De algunos fantasmas, a veces, no nos queda nada: basura, cenizas, polvo, asco. Otras veces esos fantasmas resucitan e incluso -como dicen los padres de la Iglesia- son capaces de nuevo de encendernos la carne. Y es una maravilla, es como si uno recordara un plato insuperable que se comió hace quince años en Barcelona y de repente las papilas volvieran a sentir ese favor del buen sabor del vino, la precisa consistencia y sensación del bogavante. Pero no; los fantasmas culinarios son lábiles. Los fantasmas eróticos, en cambio, si no encienden la carne, no cabe duda de que encienden la imaginación. Son, sí, fugaces, evanescentes, difíciles de abrazar, pero a veces se encarnan en la fantasía, como en los sueños, y parecen tan reales como la realidad, e incluso mejores en ocasiones, con la piel más tersa, sin las humillaciones del envejecimiento, con el aliento de los mejores días, con menos inconvenientes prácticos (no hay que cuidarse mucho por el papiloma, no hay que levantarse a acompañarla a la casa a las tres de la madrugada).

Los diferentes hombres presentes que hemos sido, esos otros que fuimos y que también se llamaban con nuestro mismo nombre; los futuros que seremos o los ex futuros que día a día dejamos abandonados a la vera del camino, todos, todos, tarde o temprano no seremos otra cosa que fantasmas. Lo realizado y lo no realizado será lo mismo: fantasmas. Quizá para no espantarnos, y como un homenaje a los fantasmas que seremos, nos gusta pensar en los fantasmas que no fuimos. Si no me equivoco, este es, en parte, el gran encanto de la literatura.

 

«Nuestros yos ex futuros son los demás», dice Unamuno. Yo digo que los demás son demasiados, y más bien que lo que más se parece a nuestros yos ex futuros (si no tenemos un hermano gemelo) son nuestros amigos. Hablando con este amigo que no cambió de camino, Manuel Martín, que hoy sigue viviendo su destino en Turín (una ciudad que fue mía), que persistió en ese camino que yo también estuve a punto de tomar (el académico), y viéndolo al lado de su esposa, con sus hermosos hijos, con una carrera buena y una vida feliz, me pregunto si no habría podido también yo ser ese buen profesor, especializado hasta el fondo en unos pocos temas de investigación, ese buen marido y ese mejor partido. No es que me queje del yo que soy (que no sé si dependa del azar, del hado o de la voluntad), pero ese ex yo que veo en el espejo de mi amigo no me molesta para nada y a ratos casi lo envidio. Yo me pregunto si a él a ratos no le pasa lo mismo, mirándome a mí, con lo maduros y rojos que parecen casi siempre los frutos del cercado ajeno, y con mayor razón si alguna vez tuvo veleidades literarias (que no es su caso) y las abandonó.

En una novela reciente, de Mark Sarvas, Harry Revised, hay un episodio que podría ayudar a aclarar lo que muchos hemos sentido algunas veces. En su difícil vida conyugal, una vida en la que Anna, su esposa, se avergüenza un poco de él, a Harry se le ha permitido tener un cuarto arrinconado en el sótano, donde van a parar las cosas de él que a la mujer no le gustan, que no soporta ni siquiera ver. Estas cosas enviadas al exilio por su esposa (una guitarra, unos afiches, un tablero de ajedrez, cierto estilo de camisas y zapatos) son los distintos sí mismos (selves) que él hubiera querido ser o que soñó en algún momento con ser. Cuántos deseos truncados, cuántas vocaciones relegadas al sótano, por complacer o al menos por no contrariar a nuestra pareja, a nuestros familiares, a nuestros padres o a las costumbres de nuestro tiempo y de nuestro país.

Todos esos que no soy y que pude haber sido están en alguna parte que tal vez no quede mucho más allá de las paredes de mi cráneo. Porque no todos los ex futuros están muertos, según Unamuno: «No creo -es decir, no quiero creer- en la muerte definitiva e irrevocable de ninguno de nuestros yos posibles». En alguna otra dimensión, así sea la de la fantasía o la del sueño, yo soy ahora profesor de literatura española, especialista hasta en la pierna coja de Quevedo, y estoy casado con una bonita ex muchacha de nombre Lorenza (con la que ese ex futuro yo mío tuvo un niño y una niña), a la que alguna vez, hace veinte años, no fui capaz de dirigirle la palabra.

 

FIN

 


26 de mayo de 2025

Camino Equivocado {Relato}



Yo mecía ante mis ojos, como un péndulo, el reloj del arzobispo. Iba a venderlo, o por lo menos iba a vender la cadenita, pero antes trataba de recordar el nombre exacto de la tal cadenita. Era un reloj de bolsillo, de oro macizo, hecho en Suiza aunque marca Ferrocarril de Antioquia, con unas loras o guacamayas labradas en las tapas, en medio de una selva lujuriosa. Le había dado cuerda y después de mecerlo lo abrí para mirar el segundero y tomarme el pulso. Íbamos al unísono, como siempre, el reloj y mi corazón: yo sesenta pulsaciones y él sesenta segundos por minuto. ¿Cómo iba yo a vender el reloj de mi tío el arzobispo?

Hambre, lo que se dice hambre, no estábamos pasando. Lo cierto es que la carne nos resultaba tan cara que nos habíamos vuelto vegetarianos a la fuerza y ya no comprábamos libros ni queso parmesano; que yo leía La Estampa en el bar (con la vergüenza de no poder pedir siempre un expreso mientras la miraba), que no habíamos vuelto a cine y que mi hija jugaba siempre con el mismo juguete (una finca de plástico). Mi hija tenía casi dos años y acababa de salir de Colombia; en Colombia su pasión habían sido las fincas porque le encantaban los animales: los perros, los caballos, las vacas, las gallinas. Le hacía mucha falta el campo, los espacios verdes, abiertos, despoblados, que son lo mejor de Colombia y lo más escaso en Europa, y por eso le habíamos comprado una granja de plástico y ella jugaba todo el día con la granja. Me parece que jugando ella volvía con la imaginación o con el recuerdo a la finca que mi familia tenía cerca de Medellín. La finca de plástico era para ella como el reloj de oro para mí: la muestra de que en otro tiempo -apenas unos meses antes- habíamos sido más felices y más ricos.

Vivíamos en Borge San Paolo, el barrio obrero de Turín, donde una amiga, Emiliana Bolfo, nos había cedido su apartamento alquilado por la tarifa del Equo cantone, es decir, por un arriendo baratísimo, muy inferior al del mercado. Esta amiga, una comunista fervorosa, se había ido como trabajadora voluntaria a Cuba, la patria del socialismo, y mientras tanto -por solidaridad con estos prófugos del Tercer Mundo- nos había cedido su apartamento barato. Había, sin embargo, un grave riesgo de regreso: en cada carta que llegaba de La Habana (nosotros las abríamos con terror) su fervor comunista se veía disminuir, y en la última anunciaba que ya Fidel la tenía hasta la coronilla, que ya no podía más de vivir sin agua corriente, sin queso, sin aspirinas, sin frío, sin periódicos, sin todas esas cosas que en Cuba hacían falta. Si nuestra amiga llegaba a desencantarse del todo del socialismo real, si le daba por volver de Cuba, quedábamos en la calle. Yo hubiera querido escribirle apelando a su conciencia revolucionaria e insistirle en que por la causa tenía que resistir, hubiera querido invocar incluso el glorioso recuerdo de la Resistencia italiana, decirle que los suyos eran los sacrificios que imponía el infame bloqueo norteamericano, pero mi hipocresía no llegaba a tanto y solo le contestaba que si tenía que volver, pues tranquila, que volviera, qué se le iba a hacer, nosotros le entregaríamos su apartamento barato.

Así que yo mecía el reloj del arzobispo ante mis ojos, cogiéndolo por el gancho de la cadenita y haciéndolo mover en forma de péndulo, como hacen los hipnotizadores y magos de los circos y la televisión. Al frente del apartamento quedaba una joyería que tenía un letrero: «Si compra oro e argento». En el mostrador de esa joyería ya habíamos dejado, en semanas anteriores, las dos monedas de oro heredadas del abuelo de mi esposa que, como un viático, nos había entregado mi suegra al salir de Medellín. También allí había quedado una medalla milagrosa de Nuestra Señora del Perpetuo Socorro, que nos había dado una tía piadosa la tarde de la fuga. El viático que nos había dado mi mamá era el reloj de oro del arzobispo. Me hipnotizaba con el reloj, tratando de que el vaivén me ayudara a tomar una decisión sensata.

El joyero ya me había hecho un avalúo: «Per quest’orologio gli darei anche un milione di lire, è un bel orologio». Un millón de liras daba para vivir cómodamente un mes. ¿Y al mes? Al mes ya veríamos. Pero en mi casa no me habían entregado ese reloj heredado de generación en generación para que lo vendiera; mi mamá me lo había entregado con solemnidad, como quien entrega un estandarte y al mismo tiempo un escapulario. Sí, era una especie de reliquia o amuleto de la buena suerte. Yo no creo en escapularios ni en amuletos, tampoco en la buena suerte, y por eso no había tenido reparos en vender la medallita milagrosa de la Virgen del Perpetuo Socorro, pero no quería vender el reloj. Me parecía bonito, y latía al mismo ritmo que mi corazón. Es verdad que cualquier otro reloj latiría al mismo ritmo, pero para mí era distinto, su tictac se parecía hasta en el ruido al bombeo de mis sístoles y de mis diástoles. Además, era un recuerdo de familia. Había sido un regalo del bisabuelo al arzobispo. Mi abuela se lo había dado a mi papá el día de la muerte del arzobispo. Y mi mamá me lo había dado a mí el día que mataron a mi papá. Así se lo había dicho yo a mi amigo Alberto Aguirre, un escritor que había tenido que escaparse también de los sicarios, y él me había dicho casi con desprecio: «eso es puro animismo, no seás pendejo, vendé ese reloj». Está bien, yo sabía que lo que él decía era verdad, pero sea por lo que sea, me resistía a vender el reloj. Venderlo era como aceptar que ya sí estábamos en las últimas, era tirar los restos.

¡Leontina! La palabra que estaba buscando era leontina. La buscaba porque es una de esas palabras que me fascinan por exactas, pero que siempre se me olvidan porque las uso poco. Palabras como pabilo, conticinio, badajo, palabras de gran sonoridad y precisión, pero que siempre tengo que hacer un esfuerzo mental para poder recordarlas, porque los idiomas se vuelven cada vez más un instrumento rápido, de lenguaje televisivo, elemental, útil, pragmático, en el que los nombres de todas las cosas son reemplazados por la palabra cosa, y casi nadie se toma el trabajo de usar la palabra exacta para decir la cosa exacta, pues puede señalar y decir cosa o hacer el dibujito o mostrar la cosa en la pantalla.

Yo estaba buscando la palabra con el único fin de tomar una decisión definitiva sobre si vender la cadenita del reloj o no. Sabía que era fácil vender una cadenita; pero también sabía que era más difícil vender una cosa que se llamara con esa palabra exacta con que se llamaba la cadenita. No es lo mismo vender una leontina que una cadenita. Pero la palabra leontina no me pareció tampoco tan respetable, así que decidí venderla de todas maneras, y mejor sería apurarme porque era sábado por la tarde y en cualquier momento cerraban la joyería.

-¡Ya vengo! ¡Torno subito! -avisé en español. Desprendí la leontina del reloj, lo guardé en el cajón y salí con la cadena en el bolsillo.

A Bárbara, mi mujer, la enfurecía que yo vendiera las cosas. No le parecía que la situación estuviera para tanto. A ella nada, ni lo más grave, le parecía nunca demasiado grave. Una vez en Medellín yo la vi salir de la cocina de la casa caminando y, sin alzar siquiera la voz, me dijo: «Creo que la cocina se está incendiando». Yo me asomé y salían llamaradas rojas por las ventanas. Era así; nada podía alterar su serenidad. Era, y sigue siendo, una persona tranquila, parsimoniosa, mansa. Aunque no tuviera ni una moneda en el bolsillo, no se sentía mal. Sonreía, siempre sonreía. Pero yo no soportaba sentirme día tras día sin una sola lira en el bolsillo. Yo, en Colombia, no había sido nunca pobre. Rico tampoco, pero nunca pobre.

-Si la niña se enferma y hay que salir corriendo para el hospital, entonces qué, ¿con qué pagamos el taxi?

 

-Ella no se va a enfermar, tranquilo -contestaba Bárbara-, o si se enferma llamamos a algún amigo para que nos lleve, aquí el hospital es gratis, paga la mutua, ¿o si no para qué nos vinimos a vivir en un país civilizado?

Pero yo no estaba tranquilo sin un peso, sin una lira, y fui a la joyería a vender la leontina del reloj del arzobispo. La leontina, me daba cuenta al tocarla en el bolsillo, no me importaba nada. El joyero se puso duro, como siempre que el negocio se le planteaba en serio. Sin mirarme ni una vez a los ojos, pesó la cadena, la frotó contra una piedra esmerilada, luego le echó un líquido a la ralladura de oro, observó los cambios en el color, pareció satisfecho. Al fin, después de regatear un poco, me dio setenta mil liras. Fui al bar, pedí un vino blanco frío, de Custoza, y leí sin complejos y sin prisa La Estampa. Vi que estaban dando una película de Woody Allen, Zelig, que parecía buena. Volví corriendo al apartamento y dije todo contento:

-Hoy tenemos programa. Pizza y cine. Dan una nueva de Woody Allen, Zelig.

Mi mujer sonreía con todos los dientes blancos, blanquísimos, extrañamente animada. Sabía que yo había vendido algo, pero no preguntaba qué. Ella se enfurecía si yo le consultaba o le contaba que iba a vender algo. Pero una vez vendido, sabía que ya no había nada qué hacer; además, le encantaba ir a cine y llevábamos semanas sin ver una película. Tal vez por eso, solamente dijo:

-Ojalá a la niña no le dé por llorar en el cine. Si no, nos toca salirnos, como la otra vez.

Pero ella casi nunca lloraba en el cine. Le gustaban las películas casi más que a nosotros, las veía con una fijeza y una atención alucinada, aunque seguramente no entendía nada: tenía menos de dos años.

 

2

Yo había llegado a Turín en enero y sin ropa de invierno. Mi mujer y mi hija llegarían un mes más tarde. Al salir del aeropuerto, al montarme al bus, tembloroso, lleno de frío y de nervios, se me había caído, sin que me diera cuenta, un maletín de mano en el que llevaba mi pasaporte, una carpeta con proyectos y borradores de cuentos, y unos tres mil dólares en billetes -el fruto de la venta del carro y de los muebles en Colombia- que debían servirnos para sobrevivir los primeros meses, mientras yo encontraba algún trabajo. Cuando llegué al hotel la primera noche, un hotelito barato en Piazza Lagrange, en el momento en que iba a registrarme y me pidieron un documento, me di cuenta de que se me había perdido todo: pasaporte, billetes de verdes dólares, cuentos. Llevaba muchos días sin llorar, pero ahí, frente al conserje del hotel, se me salieron las lágrimas. ¿Lamentaba la pérdida del pasaporte, me preocupaba por los cuentos perdidos? No, francamente creo que lloraba por la plata. El conserje se apiadó y me dejó dormir en un sofá apartado del vestíbulo, contraviniendo la ley y sin cobrarme. Al otro día madrugué con el ánimo deshecho, y con la plata de bolsillo compré un tiquete de tranvía para ir hasta la questura de Turín a poner el denuncio.

Los funcionarios se murieron de risa. Dijeron: «È la prima volta che questo accade, non un colombiano che ruba, ma un colombiano che è stato derubato, incredibile!». Tenían mucha experiencia con los colombianos que robaban, pero nunca les había ocurrido que le robaran a un colombiano. No podían creerlo y se reían. Se reían, pero al mismo tiempo me miraban con recelo, no acababan de confiar en mi versión. Pensaban que yo ponía un denuncio falso para poder cobrar un seguro, o para engañar al banco o para algo en todo caso turbio y truculento. Tanto que me pasaban de funcionario en funcionario haciéndome interrogatorios cada vez más largos y llenos de sospechas. Eso me salvó. En la oficina del cuarto funcionario al que me llevaron, encima de su escritorio, intacto, perfecto, estaba mi maletín de mano. Me abalancé sobre él dando gritos de júbilo. Me lo arrebataron furiosos de las manos. Pero describí tan bien su contenido, papel por papel, billete por billete, hoja por hoja, letra por letra de mis cuentos, que tuvieron que aceptar que era mío. Además el tipo de la foto del pasaporte se parecía a mí y mis huellas digitales coincidieron con las del papel. Ese golpe de suerte me salvó del desastre y me dio confianza de haber llegado a un país menos tremendo. Alguien había devuelto el maletín sin tocar su contenido, sin abrirlo siquiera.

Hacía frío. Tenía los nombres de algunas personas de Amnistía Internacional, que me había mandado por carta un señor de Boston al que no conocía, Gary Emmons, y gracias a cuyos dólares, enviados también por carta, en travellers checks, pude comprar la finca de plástico de mi hija. Gracias a esos datos me puse en contacto con el grupo de Amnesty de Turín, cuyos miembros fueron muy generosos conmigo desde el primer día. Generosos en todo, hasta en la ropa de invierno.

 

Un militante de Amnistía Internacional, Edoardo Cupolo, me regaló un viejo abrigo de paño de camello, que tal vez había sido de su padre, un hombre corpulento, seguramente muy alto y muy gordo, mucho más alto que yo, eso seguro, e incluso también más gordo. El abrigo era color camello y olor de camello. Yo me acordé de un chiste de la infancia: «¿A qué huelen las gibas del camello? A culo de árabe». Seguramente había estado guardado por años en un sótano. Pero era caliente. Lo llevé a una lavandería y salió un poco más viejo, con menos pelos, pero sin olor. Me lo puse, me lo puse siempre durante cuatro inviernos, y aunque me quedaba nadando de ancho y muy muy largo, como una sotana de cura, de ahí en adelante lo llevaba siempre. Es más, seguí guardando el abrigo durante muchos más años, incluso cuando ya casi nunca me lo ponía. Era como una máscara y un recuerdo de lo que yo había sido, del disfraz que fui yo durante mucho tiempo. Anna, una amiga, cada vez que me veía llegar con el abrigo, me decía: «Sembri un esule sovietico», y se moría de risa de que yo pareciera un refugiado soviético. Creo que por ese chiste de mi amiga me ponía siempre el abrigo; me gustaba parecer un refugiado soviético. O mejor dicho: prefería parecer un exiliado soviético. Siempre había sentido repudio por los exiliados latinoamericanos, con esa mirada triste, ese aire miserable, esas ganas morbosas de ser compadecidos, esas historias interminables, desoladoras, inconsolables, sobre los milicos y los desaparecidos, esas quenas eternas en las esquinas, con el lamento perpetuo de la música andina. Toda una evocación permanente de nuestras lacras, de nuestros dolores, de nuestro destino de derrotados, de nuestros Tristes Trópicos y nuestros tristes tópicos. No, no decían mentiras y denunciaban de verdad cosas atroces, pero parecía que se les hubiera rayado el disco de la vida, siempre en la misma parte, repitiendo siempre el mismo sonsonete. Y por supuesto la misma música: Inti-Illimani, Mercedes Sosa, Atahualpa Yupanqui, Víctor Jara, la nueva trova cubana. Yo estaba hasta aquí. Eran, casi todos, argentinos y chilenos, llevaban decenios de exilio en Italia, y yo les sacaba el cuerpo como si fueran leprosos. Mejor dicho: yo también era leproso, y tanto como ellos. Pero no por eso me gustaba convivir con los leprosos.

Por algunos meses accedí a asistir a algunos actos organizados por Amnesty. Era mi manera de agradecerles su ayuda. Eran jornadas terribles en las que me sentaban al lado de un surafricano del partido de Mandela, de un exiliado rumano o soviético de verdad verdad (con su gorro de piel de oso, no como yo con mi abrigo de camello) y de algún compañero chileno o argentino que inevitablemente me abrazaba y lloraba. A mi turno yo tenía que denunciar la situación de Colombia, los grupos paramilitares, los narcotraficantes, los militares, los asesinatos de defensores de los derechos humanos, toda esa porquería colombiana que es cierta, pero de la que uno no quiere hablar todo el tiempo (en Colombia porque es peligroso, y fuera de Colombia porque quiere olvidar). Yo hablaba y me oía hablar y no me creía lo que estaba diciendo. Yo no decía ninguna mentira, contaba con detalles, por ejemplo, el asesinato de mi papá, sus luchas llenas de sentido y de valor, los asesinatos de sus amigos, los asesinatos y los asesinatos y las amenazas y el miedo y la impunidad y las masacres y todas esas palabras que uno dice y parecen sinónimas de mi país. Pero yo me veía ahí como un payaso, representando un papel trágico ante un auditorio que curaba o intentaba curar toda su mala conciencia con su atención compungida y su mirada solidaria. Al final de mis exposiciones me decían que iban a organizar colectas para enviarle plata a la guerrilla colombiana y en vano yo trataba de explicarles que los de la guerrilla también eran Fuerzas Armadas y que como tales cometían atrocidades, secuestraban gente, mataban campesinos, así que enviarles donaciones era solamente echarle más leña al fuego. Era difícil, muy difícil de explicar quiénes eran los buenos y quiénes eran los malos en Colombia, donde -a diferencia de las películas de vaqueros- todos los malos tienen algo de buenos, y donde a todos los buenos, tarde o temprano, se les sale su ladito malo.

Una vez, con mi amigo Alberto Aguirre, la gente de Amnesty nos invitó a un gran concierto de rock en Turín. Ellos estaban organizando conciertos por los derechos humanos en todo el hemisferio occidental. En el de Turín cantaban Sting, Bruce Springsteen (The Boss), Peter Gabriel, Whitney Houston y un cantante italiano que servía de telonero, es decir, de abrebocas para empezar el espectáculo, Claudio Baglioni. Confieso que ni antes ni ahora he sido un apasionado de la música rock y que mi predilección iba más bien hacia los compositores soviéticos perseguidos por Stalin, como Shostakovich. Nunca recuerdo, en cambio, los nombres de todas estas estrellas de la farándula que mueven multitudes. Incluso en el instante en que escribo esto he tenido que llamar por teléfono a mi amigo Aguirre para preguntarle los nombres de los cantantes de esa noche memorable que he olvidado casi por completo, pero que él recuerda a la perfección gracias a su memoria de elefante y gracias también a que después de haber vivido más de setenta años todavía se actualiza en música y disfruta del rock con la misma intensidad de una adolescente enamorada.

En fin, todos estos cantantes ofrecían su espectáculo a favor de los perseguidos del mundo. Y como se suponía que yo estaba entre esos perseguidos, y me imagino que en cierto sentido lo estaba, entonces la rueda de prensa de los cantantes se hacía también con nosotros. Un montón de jóvenes y jovencitas enardecidas daban alaridos ahí al frente e intentaban tocarlos y medio se desnudaban delante de los cantantes como para seducirlos, pero ellos permanecían impasibles, inmutables ante tanto alboroto (seguramente acostumbrados a esas muestras de histeria colectiva en todas partes), y las muchachitas más empezaban a seducirme a mí que a los cantantes, a mí que ni me miraban, porque yo y los otros fugitivos del mundo estábamos sentados al lado de los ídolos y veíamos más el espectáculo del público que el de los cantantes. Ellos eran los ídolos y se suponía que nosotros éramos los héroes, mártires de todo el mundo y de todos los colores, jodidos, perseguidos, pobres, caritristes, con los ojos rojos, completamente desconocidos, con cara de lunáticos, como leprosos, como ositos panda a punto de extinguirse. Desde ese día comprendí que Amnesty International era una especie de WWF para los jodidos humanos del Segundo y del Tercer Mundo. Nosotros éramos los ositos panda, yo un osito panda con pelo de camello.

Era muy raro estar ahí al lado de esos cantantes por los que la multitud daba alaridos y entraba en una especie de delirio contagioso. Yo con mi abrigo de camello sobre las rodillas y mi mirada perdida, el exiliado soviético con sus ojos tristes que tenían el color del hielo de la tundra, el perseguido surafricano oscuro como la noche, y como la noche, hondo y silencioso, el compañero argentino o chileno haciendo constante alarde de sus horribles recuerdos de tortura y mostrando las cicatrices en los dedos. Me recordaban a esos mendigos de Medellín que se sientan en algunas esquinas del centro, exponiendo, exhibiendo, chantajeando con su terrible llaga fétida, entre roja y amarilla, a todo lo largo de la pierna izquierda. Yo me sentía como en una exposición canina: nosotros éramos los especímenes de todas las razas y nos exhibían ante un público al que, con razón, le interesaban mucho los cantantes y no entendían nosotros qué estábamos haciendo ahí filados, como en un aviso de Benetton. Yo tampoco entendí nunca qué estaba haciendo ahí, pero aproveché para darle la mano a Sting, para palmotear en la espalda a The Boss, para darle un besito en la mejilla a Whitney Houston y otro apretón de mano a Peter Gabriel y a Claudio Baglioni. No lo hice porque me interesaran particularmente, pero como ellos eran íconos de nuestro tiempo, según me habían dicho algunos amigos más enterados del mundo de la farándula, quería poder después, al salir, decirles a los histéricos de la barrera que yo había tocado a Sting, que le había dado la mano a Peter Gabriel, que guardaba en mi mejilla algunas moléculas de saliva de Whitney Houston.

 

 

Con lo difíciles que se han vuelto las cosas en la vida tengo que confesar aquí que esa lista de cantantes del concierto de Turín ha venido inflándose bastante con el tiempo. Los de arriba son los de verdad. Pero yo con los años fui haciendo de ese concierto el más apoteósico y multitudinario espectáculo de rock que ojos humanos vieran. En mi concierto de la imaginación hay casi tantos cantantes como público, por el sencillo motivo de que me di cuenta de que la historia podía serme muy útil para despertar el interés en algunas mujeres. Lo que he hecho es lo siguiente: al conocer a alguien le pregunto qué cantante o qué grupo de rock le gusta. Y como la gente cambia tanto y es tan veleidosa, casi nunca se repiten: unas dicen que Queen, otras que Michael Jackson; unas que Bob Dylan y otras que David Bowie… Y así. Pues yo a todas, sea el que sea el cantante, les digo que lo conocí. Les digo incluso que lo toqué con mis propias manos y que ellos también me ungieron con las suyas. La mentira sirve.

Los prófugos de medio mundo, de todos los continentes salvo Europa occidental y Norteamérica, durante el concierto estuvimos sentados en los puestos más caros, ahí, al lado del escenario, y menos mal que yo me llené los bolsillos (y después los oídos) de motas de algodón porque si no hoy estaría todavía sordo. Gracias al algodón y a los residuos de humo de hachís que me llegaban por el aire de los alrededores, a mitad del concierto ya estaba entre borracho y dormido. Le di un codazo a Aguirre y le dije que me iba. Él se quedó ahí hasta la madrugada y al día siguiente me trataba de idiota, de beato, de atrasado en el tiempo y retrasado en la mente porque no sabía apreciar los verdaderos espectáculos populares y juveniles del mundo contemporáneo, que eran una delicia. Aguirre, además, al final del concierto, había tenido una conversación con uno de los organizadores, que le había preguntado mirándolo con ojos tristes: «¿Usted qué necesita?». Y él, que lo necesitaba casi todo, empezando por un abrigo aunque fuera de camello, le había contestado casi con un grito: «¡NADA!».

La visita de Aguirre, que había sido invitado por los de Amnistía para asistir al concierto, fue clave para mí. Él dormía en la casa de un amigo español, Manuel Martín Morán (de paseo por Asturias), y yo le había entregado, con manos temblorosas, aquellos borradores de cuentos que se habían salvado (con los dólares) del robo que no fue, el día de mi llegada a Italia. De alguna manera yo esperaba un veredicto, no digo sobre mis cuentos, sino sobre mi vida. Aguirre no sabía, y quizás no lo sabe todavía, que si él hubiera pensado que mis borradores no valían nada, lo más probable es que yo hubiera abandonado para siempre la escritura. De unas pocas palabras dependía el camino por el que yo iba a dedicar todos mis esfuerzos en el futuro. Y Aguirre, al fin, me las dijo:

-Héctor, te jodiste para siempre.

-¿Por qué?

-Porque vos sos escritor. Y lo más grave es que no servís para ninguna otra cosa.

Fue con esas palabras, declarándome jodido para siempre, como yo me salvé. Desde entonces -no para ganarme la vida, pero sí para salvarme del mundo y de mí mismo- no he hecho otra cosa que juntar palabras para formar párrafos, ideas, cuentos, recuerdos, libros. Y ya sé que lo haré hasta que me muera o hasta que mi cuerpo o mi mente no me permitan seguir escribiendo. Un año después esos mismos borradores fueron mi primer libro, Malos pensamientos, que otro amigo, Carlos Gaviria, me hizo publicar en la editorial de la Universidad de Antioquia, con una nota suya de encomio. Si hoy releo esos cuentos siento un gran desasosiego; no son muy buenos. Pero esos dos amigos míos, en realidad amigos heredados de mi padre (porque en principio eran amigos suyos) me metieron por este camino de la escritura que, equivocado o no, es mi camino.

 


Después del concierto y de unas cuantas mesas redondas y ruedas de prensa más, resolví no volver a las reuniones de Amnesty, aunque dejaran de pagarme almuerzos y de regalarme abrigos de camello. Gracias a ellos tenía incluso ollas y sillas; recuerdo que otra activista buena, Paola Ramello, me había regalado las ollas de aluminio de su abuela y algunos muebles viejos, ollas y muebles que Bárbara, en su austeridad franciscana, conserva y usa todavía. Eran buenas personas, sin duda, eran todas personas generosas y que luchaban por una causa noble, pero yo odiaba sentirme como una pieza de museo, como un espécimen etnográfico, el joven del Tercer Mundo perseguido injustamente en su país. No sé si logro explicarme bien. Ellos eran un grupo de benefactores benevolentes. Ellos eran amables, encantadores. Necesitaban de nosotros como las Damas de Caridad necesitan de sus pobres. Incluso nosotros necesitábamos de ellos y nos aprovechábamos de ellos. Pero en un lugar oscuro de mi mente yo no aguantaba su clemencia, no soportaba su aire de conmiseración, su generosidad, su bondad, yo no quería que nadie me compadeciera. Además otra ayuda que me daban era brindarme un auditorio para que yo denunciara los atropellos de mi país. Pero a mí no me gustaba denunciar los atropellos de mi país. No porque no creyera en ellos, sino porque lo único que conseguía haciéndolo era confirmar en su conciencia eurocéntrica que yo venía de un sitio bárbaro, salvaje, de alguna manera inferior, indigno, tercermundista y capaz de producir solamente delincuentes salvajes y militares sanguinarios, es decir, ejemplares humanos de tercera categoría. Un sitio de esos que, de tan horrible, casi se le podía hasta negar su derecho a la existencia. Odiaba que me tuvieran compasión, que me vieran como un infeliz. Tal vez odiaba que todo el mundo se diera cuenta de mi miseria, de mi desarraigo, de mi pequeña desgracia íntima. Íntima, eso, pero que por un momento me veía obligado a hacer pública. Aprovecharme de mi desgracia para sobrevivir, eso era lo más horrible, era lo mismo que mostrar una llaga y mendigar en una esquina del centro de Medellín. ¿Habrá algo peor que intentar sacar algún beneficio de la propia miseria?

Cerca de mi casa en Medellín -yo recordaba- pedía limosna una señora a la que le faltaban las dos piernas. La señora mendigaba en un puesto fijo, al lado de un semáforo, y algunos vecinos, varias veces, se apiadaron de ella y le compraron piernas artificiales y silla de ruedas. Varias veces la había visto estrenando piernas o silla, pero ella al cabo de un tiempo, indefectiblemente, volvía a quitarse las prótesis y a esconder la silla, pues era exhibiendo sus muñones como más limosna recibía y no dejándose ver en la silla de ruedas. Cuando a uno lo reciben como refugiado, cuando le dan unos muebles y un abrigo, ya tiene su silla de ruedas, su prótesis de Primer Mundo. Seguir yendo a los actos de Amnesty era como volver a mostrar los muñones, como seguir pidiendo limosna.

Que uno haya perdido su felicidad no quiere decir que uno sea un infeliz. Claro que esto difícilmente puede entenderlo la terrible banalidad de los que nunca han sufrido. Yo había perdido la felicidad, pero no era un infeliz. Y confiaba en que algún día volvería a reírme porque lo que me habían enseñado en la casa, lo que me había enseñado ese mismo señor asesinado que tanto dolor me daba, era que la existencia valía la pena de vivirse solo por la alegría, por la risa, y no por los horrores.

 

4

Era invierno otra vez (o todavía) y la vida parecía haber tomado un camino equivocado. Es tan breve el calor en la zona templada. El invierno no se acaba nunca y si se acaba vuelve a llegar ahí mismo. Era invierno, pues, de nuevo (o todavía), y la vida parecía haber tomado un rumbo equivocado. Un repentino mordisco de remordimiento, difundido y al parecer sin causa, me había despertado en mitad de la noche. Con los ojos abiertos miraba el vacío oscuro del cuarto, apenas atenuado por la claridad de la iluminación de la calle que se filtraba a través de las persianas. No porque tuviera ganas, sino por hacer algo que rompiera el sonsonete vacío del insomnio, me levanté a hacer pipí. Al sentarme en la cama, sin prender la luz para no despertar a mi mujer, estuve tanteando un rato en la mesita de noche hasta dar con los anteojos, pero, claro, puse mis dedos en los lentes y me imaginé con desagrado las huellas de niebla que debían haber quedado marcadas en los vidrios. Al acercarme al baño volví a sentir, a revivir, una de las más desagradables sensaciones de la infancia: unos pies descalzos pero con medias que de pronto pisan algo mojado y se impregnan de un líquido frío que luego chapotea a cada paso. Incluso en la penumbra fue fácil entender lo que pasaba pues a poca distancia de la entrada del baño, desde hacía diez o doce meses, caía una gotera permanente de la vieja y dañada tubería de la calefacción. La desidia, el abandono, la falta de iniciativa, más que el poco dinero o la difícil condición de forasteros, habían hecho que, a pesar de decir todas las semanas «tenemos que arreglar esto», la gotera siguiera ahí, obstinada, y por las noches, o poníamos una palangana para que el agua no se regara, o, más probablemente, gota a gota se iba formando un charco que al día siguiente serviría para mojar la trapeadora y fingir que se limpiaba el piso.

Al llegar al baño ya tenía algo más urgente que hacer pipí: escurrir las medias. Encendí la luz, bajé la tapa de la taza y me senté a quitármelas. Es fastidiosa la operación de quitarse unas medias mojadas. Me puse a retorcerlas en el lavamanos para ponerlas a secar en el radiador ya un poco menos empapadas y la mirada me fue a dar, naturalmente, sobre mi misma mirada en el espejo. Para evitar los ojos, fijé mi atención en los lentes, en busca de la huella de mis dedos sobre los cristales. Sí, allí estaban, pero esto no era lo peor. Antes de acostarnos habíamos freído unos pedazos de pollo y, ahora lo recordaba, al poner los trozos en la sartén se había levantado un gran chisporroteo de aceite. Mis gafas estaban llenas de esos pequeños punticos grasosos que deja la fritura, y lo más lamentable era que, durante la lectura que hacía al acostarme para atraer el sueño, ni siquiera me había dado cuenta. Era otro síntoma de la desidia, de que la vida había tomado un camino equivocado. Ser extranjero consiste, entre otras cosas, en que uno deja de limpiar las gafas y de arreglar las goteras.

Fue entonces cuando uno a uno fueron saliendo, nítidos, los temas del remordimiento, del mordisco que me había despertado y que, salvo la prodigiosa intervención química de algún somnífero, me tendría ya desvelado hasta el amanecer. Sí, tal vez la vida había tomado un rumbo equivocado.

Hice un recuento mental de las diligencias postergadas: por supuesto la gotera, pero también el permiso de residencia, vencido hacía dos meses, y no porque fuera imposible conseguirlo sino por pereza, sí, por pereza de comprar en una tal oficina tres pares de estampillas. Una pila de sobres rasgados, cartas sin contestar a todos esos amigos a los que en las despedidas les había jurado recuerdo, noticias, cartas muy frecuentes. Y el problema del trabajo. Que era el problema de la plata. Había vendido la cadena, habíamos visto Zelig y esa madrugada de domingo parecía ser mejor que las anteriores. Pero era igual, dolorosamente igual a todas las anteriores.

Zelig valió la pena. Me dio la clave de lo que debía hacer. Yo no podía dar clases de español. Mejor dicho, sí podía, podía perfectamente, pero los italianos no confiaban en mí. Yo no era español. Yo era colombiano, y los suramericanos hablamos, según ellos, un castellano espurio, feo, inculto, subdesarrollado. Yo ponía todas las semanas avisos en La Stampa: «Lezioni private di spagnolo. Insegnante di madrelingua». Y el teléfono. Llamaban algunas personas, estudiantes, amas de casa desocupadas o hartas de su oficio, comerciantes de corbatas… Todo iba bien, el precio les parecía correcto, el horario adecuado, hasta que preguntaban: «Ma Lei, di dov’è?». Sono colombiano. «Columbiano? Davvero columbiano?». Preguntaban aterrorizados, y hasta ahí llegaban las clases; en pocos segundos ya habían sacado una disculpa y cancelado la primera lección. Algunos llegaban a la primera clase sin hacer la pregunta fatídica, pero en cuanto se enteraban de mi origen suspendían las clases de español. «No, mi spiace, ma io devo imparare uno spagnolo vero, autentico.» Buscaban en mi español el certificado doc, como en los vinos.

Fue en ese momento cuando resolví volverme Zelig. Resolví dejar de ser colombiano y me convertí en español. Incluso, por seguridad, me inventé una biografía. Como sabía que el primer Abad llegado a Colombia, allá por 1780, había sido un pastor de cabras nacido en Palencia, me pareció bien inventar que yo había nacido en Palencia, Castilla la Vieja. Tenía que solucionar también el problema del acento, pero esto no era tan difícil gracias a que en el colegio donde yo había estudiado había sido rector un psicólogo español, don Miguel Briñón, y mi pasatiempo favorito en los primeros años de bachillerato (pasatiempo que una vez casi me cuesta la expulsión) había sido imitar su voz y su manera de hablar. Así que me declaré nacido en Palencia y empecé a hablar como Miguel Briñón.

Vosotros bien sabéis que en las Indias occidentales no solemos usar la segunda persona del plural. Sabéis también que es necesario redondear un poco la pronunciación de la ese y, lo que es más difícil, que se requiere escupir un poco con los dientes al pronunciar las zetas y las ces. Pues vale, si eso es lo que queréis, os daré todas las zetas que queráis, y no diré nunca más muchacho sino chaval, y no manejaré carros sino que conduciré coches, y en vez de medias me pondré calcetines, y no habrá malparidos entre mis conocidos sino solo jilipollas, y la vista del escote de la mujer del prójimo ya no me pondrá arrecho sino cachondo. Era difícil, pero no imposible. Y el efecto fue inmediato, mis alumnos se multiplicaron como por arte de magia. Bastaba dejar de ser colombiano para poder empezar a ganar algo más de dinero en Italia, con un tipo de astucia (el fingimiento) que es una argucia de raíz latina, es decir italiana, cuyos latidos llegaron hasta Colombia por el mismo camino de nuestra lengua.

Aquí debo aclarar que tuve la suerte, la azarosa casualidad, de haber salido con un aspecto más de blanco que de mestizo. Y digo casualidad porque si mi hermana Clara, que es bastante oscura, se hubiera visto en la misma situación que yo, a causa de su pelo negrísimo y su piel cobriza habría tenido más dificultades para hacerse pasar como súbdita española nacida en Palencia. Por azares de la genética de mi tierra y de mi mezcladísima familia yo salí con aspecto blancuzco, el cual jamás me ha enorgullecido, pero que tampoco dejé de aprovechar cuando me tocó disfrazarme de europeo. Tuve la suerte de poder engañarlos y gracias a mi disfraz de español, al poco tiempo ya tenía, en las colinas de Turín, alumnas de las más selectas y acaudaladas familias piamontesas. Llegué incluso a no tener que volver a leer La Stampa en el bar pues una de mis estudiantes privadas era la hija del presidente del periódico, y cuando iba a su casa a darle clases me podía quedar con un ejemplar gratis.

Me resulta difícil pensar en ese período en el que fui español. En realidad, creo que en el fondo yo tampoco quería ser colombiano. Yo odiaba mi país y tenía motivos para no perdonar lo que el régimen que allí dominaba me había hecho a mí y a las personas que yo más quería. Tenía hasta intenciones de volverme italiano y de hacer valer el hecho, muy dudoso, de que un tal Jacopo Faciolince hubiera nacido en Génova hacia 1750, antes de emigrar a la provincia de Antioquia. Pero también me indignaba que por el hecho de ser colombiano (por el azaroso hecho de ser un Homo sapiens nacido en ese caótico país tropical) yo tuviera todas las puertas cerradas. Yo me daba cuenta de que podía fingirme con éxito lo que me diera la gana (español o italiano), y que mientras fuera español o italiano las puertas se me abrían, pero en cuanto admitía que era lo que era por origen (sin que cambiara mi cara, ni lo que sabía, ni mis manos, ni mi cultura, ni la conformación de mi cerebro, ni mi sangre ni nada), aparecía en los otros otra mirada, una sonrisa de condescendencia, unas mal disimuladas palabras de desprecio que venían envueltas en conmiseración. Creo que por esto se me despertó un remoto pundonor. No el orgullo de ser colombiano, porque todos los nacionalismos son idiotas, pero sí la rabia de que a alguien se lo despreciara o rechazara por el solo hecho de su nacionalidad. ¿Qué importa si uno ha nacido en un hueco de la tierra? Es cierto y banal: nadie elige dónde ni de quién nace. ¿Qué importa, más aún, ser hijo de puta? ¿Eligió uno la profesión de su madre o la civilización de su país? Yo odiaba mi país, a mí me parecía salvaje lo que ocurría en mi país, pero también era salvaje que a mí se me juzgara solamente por el hecho de haber nacido en ese país.

Me puse muchas máscaras para no ser despreciado y para no ver jamás, en los otros, los ojos de la lástima. Si te tienen lástima te vuelves lastimoso. Una vez ofrecían un puesto en una fábrica de zapatos, la De Fonseca, lo recuerdo bien. Allí me presenté como colombiano, pero de familia judía; soy un marrano, dije, mis padres llegaron a Suramérica huyendo de Hitler, pero eran sefarditas de la Europa oriental. Era mentira, pero gracias a esto accedieron a hacerme el test de ingreso y después de superado me ofrecieron el cargo. El mismo día en que este judío que no soy iba a empezar a vender zapatos, ocurrió un milagro: me dijeron que tal vez, a pesar de ser colombiano, podría tener -provisionalmente y por tres meses- un puesto como Lector de Español en la Universidad de Verona. Esa misma posibilidad se había abierto y cerrado en Pisa, en Milán, en Cagliari, en Roma… A pesar de los diplomas y cum laudes, pese a las bobadas académicas que yo me había esforzado por obtener, la colombianidad de mi español era una especie de abracadabra al revés que no abría sino que cerraba todas las puertas. Yo solo quería que me dejaran probar un tiempo, ya después decidirían si sabía hablar español o no. Que me dejaran probar si podía enseñar o no el castellano.

La catedrática de Verona resultó tener menos prejuicios que la mayoría de los hispanistas regados por Italia. Algunos de sus colegas se opusieron, los mismos estudiantes no estaban de acuerdo, pero yo le demostré a voz en cuello que era capaz, si me daba la gana, de imitar a un español, le juré que conjugaría los verbos en vosotros, que usaría un léxico puramente peninsular, que olvidaría mi seseo andino, la fauna de América, los platos de nuestra cocina, que me aprendería la genealogía de los reyes peninsulares, que les inventaría a mis padres un glorioso pasado en la Guerra Civil (del bando bueno o del malo, como gustéis), lo que fuera con tal de no tener que vender zapatos para ganarme la vida. Logré convencerla y me contrataron de modo condicional, hasta que demostrara que no enseñaría el español horrendo de los Andes a los estudiantes veroneses.

En Europa fui informado de que yo no sabía hablar español. Lo único que yo creía dominar, lo que me había esforzado en pulir desde el uso de razón, mi propia lengua, fue declarado ilegítimo, incorrecto, espurio. Todavía hoy, cuando voy a Italia, si me toca hablar en español lo hablo con cautela, como con miedo de que descubran que no soy español. Tengo que controlarme para no volver a la ridícula despersonalización de pronunciar las zetas al modo peninsular, tengo que pensar para no reemplazar el ustedes por el vosotros. Como me tocó hacer, en clase, durante varios años. Me sembraron la duda de que yo hablaba mi propia lengua sin propiedad, como si fuera un extranjero. Era como vivir en un cuerpo prestado, hablar en una lengua que no es la propia, y hablar la lengua propia como si fuera ajena, era como salirse del propio cuerpo. Uno puede dominar los idiomas extranjeros; lo que pasa con la lengua materna es que ella, la lengua, es la que lo domina a uno. Uno puede moverse en esa lengua como en una feliz inconsciencia. Es horrible tener conciencia de la propia manera en que se habla. Como esas personas que llevan a la televisión o se encuentran con alguien que consideran muy culto y empiezan a cambiar su manera correcta y espontánea de hablar por una fingida e irremediablemente incorrecta.

Ser colombiano en Colombia es un riesgo casi suicida. Y ser colombiano fuera de Colombia es de una dificultad tal que a veces le toca a uno fingirse otra cosa para sobrevivir. Ser colombiano no es un acto de fe, como decía Borges. Ser colombiano es algo tan notorio, algo que evoca tantas cosas horrendas, que es igual a tener una cicatriz en la cara. Serlo fuera de Colombia puede ser una maldición porque hasta a los que nos da lo mismo ser colombianos que del Perú, de Italia, de Kenia o de Mongolia, nos recuerdan que lo somos, nos lo refriegan en la cara, nos lo señalan como si fuera una marca de identidad, no sólo indeleble sino también maligna y quizás contagiosa. Y entonces la única solución no es esconder la cicatriz, sino tratar de hacer ver que uno es una persona común y corriente a pesar de la cicatriz. Yo intenté hacer ver esto, disfrazándome, antes, de otra cosa. No tuve otro camino y escogí ese, tal vez no equivocado, pero sí muy largo. Una larga desviación para mostrar que lo único sensato, siempre, es superar la enfermedad mental de los nacionalismos y el terrible prejuicio de juzgar a la gente según ese ridículo criterio geográfico que reparte la bondad o la maldad, la aprobación o el rechazo, por el indiferente sitio de la tierra en donde uno dio el primer grito.

 

5

Se llamaba Lorenza D’Este y la tenía sin cuidado el español. También le importaba un comino que su profesor de castellano no fuera español, aunque yo, con mi suspicacia, al principio, se lo ocultara. La fui conociendo mejor, me di cuenta de que era una mujer libre, sin prejuicios, y una tarde se entusiasmó sin medida cuando yo le confesé mi mentira de meses, su motivo, mi imitación de Zelig y la palabra infame con que se delataba mi verdadera nacionalidad. «¿Davvero colombiano? Non ci posso credere. A me gli spagnoli, in realtà, non piacciono. Parlano così forte, sono così enfatici… Ma tu mi sembravi più dolce, più simpatico. Pensa, io non ho mai avuto un amante colombiano. Spagnoli tanti, anche troppi. Saresti tu, il primo colombiano.» Hasta ese día a mí no se me había pasado por la mente que pudiéramos ser amantes de verdad. Ella era de una belleza tan apabullante que de antemano había descartado cualquier remota posibilidad de acercamiento. Mujeres como Lorenza, en general, entran en la categoría de lo imposible, es más, de lo inavvicinabile. Pero ella tenía sus diversiones, y entre ellas estaba ser coleccionista de amores del mundo entero, me parece, por lo que tuve la inmensa suerte de que en su colección faltara un colombiano. Yo era una laminita que todavía no estaba en su álbum de recuerdos. Lorenza tenía una especie de fantasía sobre algo que podría llamarse la fogosidad del trópico, algo así, y esa misma noche la nacionalidad que tantas puertas me había cerrado me abrió uno de los cuerpos más increíbles que mi cuerpo haya conocido nunca.

Después de su comentario de que yo sería el primero, aunque con un mal pensamiento en la cabeza, yo seguí mi clase sobre los verbos de la segunda conjugación, que en imperfecto tienen la terminación ía, ías, ía, íamos, íais, ían. Mi mal pensamiento (que ella hubiera hablado en serio) yo lo combatía con una respuesta resignada (fue una broma solamente, no te hagas ilusiones, bobito). Pero al final de la hora reglamentaria ella me preguntó si no podía quedarme a cenar. Sí, bastaría una llamada a mi mujer, le dije, y llamé a Bárbara para decirle que no iría a comer. Bárbara me sonrió con sus palabras, como siempre.

Lorenza vivía in collina, que en la lengua de la ciudad quería decir el sitio más elegante de Turín. Yo iba hasta su casa en bicicleta, atravesando el río Po por Piazza Vittorio (la de los cuadros metafísicos de De Chirico) y empezaba a trepar por detrás de la iglesia de la Gran Madre. Trataba de llegar con tiempo, para descansar un rato antes de timbrar, de modo que al entrar ya se me hubiera secado el sudor de la subida. No muy lejos de su casa quedaba la villa de Agnelli, el dueño de la Fiat, y muchas otras ville de no sé cuántos más potentados de la ciudad. Lorenza vivía en una casita apartada, que había sido la residencia de los mayordomos de la villa de sus padres, a la entrada del parque. Ella la había acondicionado para su vida de soltera, aunque a veces dormía también en la casa principal. De hecho esa noche caminamos por el sendero arborizado hasta la casa de sus padres. Estaba solo la madre, donna Giovanna, y cenamos con ella algo que yo no sabía qué era porque lo comía por primera vez: ensalada de pulpo. Me supo delicioso y muchas veces volvimos a llenar las copas con un buen spumante. Era también la primera vez que lo probaba. Yo nunca podía permitirme esos lujos y creo que comí y bebí mucho más de la cuenta, olvidando ese viejo consejo de mi madre que dice: «Cómete todo en la casa de los pobres, pero come muy poco en la casa de los ricos». No. Comí como lo que era en aquel tiempo, un pobre más. Pero donna Giovanna celebró mi apetito con una frase que desde entonces no olvido: «Svogliati a tavola, svogliati a letto». Con lo cual, mediante una fácil permutación silogística, resultaba que los comelones resultábamos también golosos en la cama.

 

Después de la comida, Lorenza me llevó de vuelta a su casita apartada, para una última grapa. Fue ahí, sentados en el sofá blanco que daba la espalda a la ventana, que yo me atreví, con el pretexto de oler su perfume, a acercar mi nariz a su cuello, mi boca a su clavícula, mi mano a su brazo izquierdo y a su axila. La champaña, el pulpo, la grapa, la luz tenue de su casa en esa tarde de finales de la primavera, la frase de Lorenza sobre los colombianos, la clase de gramática, todo conspiraba para que yo esa noche me hundiera ahí, en su cuerpo. Cuando empezamos a besarnos, Lorenza hizo por primera vez ese gesto que en adelante, todas las veces que nos acostamos, siempre hizo: se encaramó a horcajadas sobre mi muslo y empezó a presionar allí con su entrepierna, con una caricia lenta, con un frotar cada instante más intenso. La falda por supuesto se le trepaba siempre casi hasta la pelvis, y dejaba descubierto su par de piernas estupendas, bronceadas, fuertes, sin medias.

No todas las mujeres te buscan con la mano. Ella sí. Ella quería probar qué había allí. Y en adelante siempre fue parecido: una larga caricia por encima de los pantalones, luego una mano hábil que abre el botón y baja la bragueta. Yo mientras tanto, con mis manos, de las axilas pasaba al pecho. Las tetas de Lorenza. Durante algunos años, con el recuerdo, las describí en mis novelas, y a casi todas las mujeres que allí aparecen haciendo el amor les puse siempre las tetas de Lorenza, aunque no las tuvieran. No se usaba todavía la silicona en ese tiempo y sin embargo su firmeza y su tamaño podrían hacer pensar, hoy, que ella estaba operada. Eran perfectas. De un tamaño ideal que apenas rebasaba la palma abierta y cóncava de mi mano, con una areola rosada y suave, muy sensible al tacto, de perfecta textura cuando las lamía, mullidas y duras al mismo tiempo, blandas y firmes, aptas para la caricia y el mordisco leve. Lorenza desnuda era una aparición; algo tan perfecto que me quedé pasmado, mirándola un rato, sin poder reaccionar, mi miembro estupefacto apuntando con su único ojo hacia el techo, con una tensión de fruta madura a punto de estallar. Cuando mis dedos la tocaron debajo del vello, y hallé esa viscosidad tan abundante que una tirita de baba se enredó y colgó de mis dedos como un largo espagueti, no pude contenerme. Quedé como el peor amante tropical que ojos humanos vieran. Me vine allí, afuera, sin haber siquiera insinuado el ademán de penetrarla. Ella se murió de risa, y recogió mi semen con la mano para untárselo alrededor del ombligo. «Fa bene alla pelle», decía, «fa bene alla pelle», mientras se embadurnaba entre carcajadas de burla y de contento. «Mi dispiace, non ce l’ho fatta, sei talmente bella…», intenté disculparme. Tuvimos que esperar un buen rato, pues no soy rápido para segundos asaltos. Tomamos otra grapa, conversamos desnudos tendidos en su cama. Al fin, ya cerca de la medianoche, envueltos en las sábanas y en risas, estuvimos media hora confundidos en ese abrazo y esa sensación que son una de las pocas cosas que justifican todo el dolor de la existencia.

No es fácil volver a la casa de la esposa, de la hija, después de haber hecho el amor con otra mujer, y prefiero evitar un comentario, una nota que si fuera de culpa sonaría de burla, después de haberme acostado tantas veces y sin remordimiento con Lorenza D’Este. Bárbara, dormida, me parecía dulce y triste, metida en su bata blanca, sonriente y segura al saludarme, con una inocencia pura que me enternecía, idéntica casi a la inocencia de la niña que dormía en su colchón, al lado de nuestra cama. Desde ese día, durante varios meses, todos los miércoles traicioné a Bárbara con Lorenza. Mis clases de español se convirtieron en una simple y alegre complicidad erótica, ausente ya de verbos y modo subjuntivo, sin zetas españolas ni yeísmos andinos. Lorenza, sin embargo, siempre me pagaba; ella misma ponía, en un sobre, las diez mil liras de mi hora de español. Yo hubiera pagado lo que no tenía solo por poder ver a Lorenza desnuda, y ella me pagaba porque yo me hundiera en su cuerpo todas las semanas. El curso intensivo duró hasta principios de septiembre, cuando Lorenza se fue a hacer un máster en una universidad americana de la Ivy League. Se habrá quedado o habrá vuelto. No importa. Nunca nos escribimos, y yo jamás he vuelto a verla. La recuerdo con una nitidez perfecta, y no quisiera verla ahora, veinte años después, con otra cara, otra piel y otro cuerpo. Tampoco yo soy el mismo, y espero que en los dos se quede ese recuerdo. Ella vuelve hacia mí, a mi memoria, cada siempre, y la abrazo con estos brazos que ya no se parecen a mis brazos de entonces, pero tomo su cuerpo que sigue igual, idéntico a sí mismo, todavía, en nuestros miércoles furtivos que terminaron mucho antes de gastarse. Su nombre es uno de los pocos que en este libro he cambiado, para no tener nunca la tonta tentación de volver a verla.

 

FIN

 

Relato anónimo "Relato de la Stampa" Periódico  Italiano

Traducido al Castellano 

Paya Frank