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4 de febrero de 2025

En la Nada .- Relato de Paya Frank



                                         





Me desperté con un sabor dulzón y borracho en la garganta. Vi las luces hirientes de las lámparas del quirófano y no pude parpadear. Ví también las cabezas encapuchadas de los cirujanos, cubiertas con máscaras verdes, inclinadas sobre mi cuerpo. Escuché el choque metálico del instrumental recogido por manos enguantadas de las mesillas. Sobre mi rostro, la presión de la mascarilla de la anestesia. Pero yo no estaba anestesiado: veía, oía, sentía; lo sentía todo, menos el dolor del bisturí rasgando mi carne o el pellizco de las pinzas. No había dolor. Y el sabor dulzón en mi garganta resultaba agradable…


De pronto, sentí unos dedos que bajaban mi párpado izquierdo y unos ojos que se acercaban a los míos. Cuando esos ojos se apartaron, vi al cirujano incorporarse con la frente bañada en sudor. Se volvía ansioso hacia alguien que estaba detrás de mí y sus ojos preguntaban. Y una voz surgió lenta a espaldas mías, una voz apagada por la máscara verde:

-Ha muerto… 

El cirujano bajó la cabeza un momento. Luego se apartó de la mesa de operaciones, indicando sordamente: 

-Cósanlo. 

Sentí unos tirones indoloros en mi cuerpo. Traté de moverme, de mirar hacia algún sitio, de decir algo. Pero no podía. Mis ojos estaban fijos en la lámpara y no podía trasladarlos de un lado a otro para ver todo cuanto me rodeaba. 

Luego, el rostro enmascarado de una monja con gafas se inclinó sobre mí. Se quitó la máscara y vi que sus labios se estaban moviendo. Su mano se posó suavemente sobre mis párpados y me los cerró. Habría querido gritarle que no cerrase mis ojos, que quería ver, pero era inútil. Por más que me esforzaba, ningún sonido pudo salir de mi garganta, llena únicamente de aquel sabor dulzón y borracho. 

Con los párpados cerrados, con mi mundo reducido ahora a las demás sensaciones, los rumores confusos de las voces en torno mío, pensé que debería sentirme aterrado. ¡Aquella gente me estaba dando por muerto! Y, sin embargo, me limitaba a recoger sensaciones y mis pensamientos tomaban objetivamente aquel hecho que, en cualquier otra circunstancia -es decir, en el caso en que yo hubiera estado efectivamente vivo- me habrían vuelto loco. 

Supe que me sacaban de la mesa de operaciones y que me trasladaban, en una camilla rodante, hasta un cuarto que debía de ser grande y frío. El frío lo sentí sobre mi piel; la sensación de grande me llegó a través de las voces de los dos hombres que me dejaron sobre la mesa de mármol, voces que resonaban como en una bóveda. 

No sé cuánto tiempo estuve allí. Sentía frío y mi piel parecía reacia a erizarse. Comencé a tener una conciencia más clara de mi propia situación extraña. Si aquello era efectivamente la muerte, tendría que sentir también, poco a poco, los efectos de la descomposición, hasta que ésta alcanzase mi cerebro y, entonces… todo habría terminado. O bien, en aquel instante, escaparía de mi cuerpo y volaría hacia el lugar donde descansan las almas. En cualquier caso, ahora yo vivía dentro de mi cuerpo muerto, como prisionero de él, sin poder hacer el menor movimiento, encerrado en un molde de carne y de huesos y nervios y vísceras muertas. Dentro de mí -dentro de mi cuerpo inmovilizado, habría tenido que decir- sólo aquel sabor dulzón goteando lentamente en mi garganta tenía gusto a vida caliente. Y era precisamente ese sabor el que me impedía caer presa del pánico, un pánico que, por otra parte, no habría podido hacer nada por evitar. Pero el goteo lento y caliente -¿caliente, por qué?- me confería como una remota esperanza de que no todo hubiera muerto dentro de mí. 

Pasó un tiempo imposible de medir. Se abrieron nuevamente las puertas de aquella habitación tan grande con una resonancia que resbaló por las paredes. Cuatro manos me sujetaron fuertemente por los tobillos y los sobacos. Me depositaron sobre otra camilla, me sacaron de allí y me metieron en un vehículo. El vehículo -debía de ser una ambulancia- recorrió una buena parte de la ciudad. Oía los timbres y los semáforos, los silbatos agudos de los guardias de tráfico, frenazos de otros vehículos y motores que se unían constantemente al del coche que me conducía. Luego se detuvo. Se abrieron las puertas traseras y me llegaron voces confusas de gente que se había aglomerado allí cerca, para verme. Alguien cubrió mi rostro con un paño. Oí mi nombre y me di cuenta de que todos, más o menos, sabían que yo estaba muerto. Sobre unas parihuelas me entraron en la casa. Entonces comenzaron los llantos. Oí el llanto silencioso de mi mujer y los sollozos histéricos de mis hermanas, que parecían querer dejar bien sentado que sentían mi muerte. Oí voces confusas en torno a mí, voces pronunciadas en tono muy bajo, como si temieran despertarme. Voces que me resultaban familiares. En manos de camilleros, me llevaron a través de la casa -y yo habría podido reconocer cada rincón y cada tabique- y se detuvieron en un lugar, cuando la voz de mi mujer dijo: 

-Aquí, por favor… 

Me echaron suavemente sobre la cama, sobre mi cama. La sentí blanda y fría. Oí los pasos de los camilleros, que se alejaban. Y mi mujer -creo- se arrodilló a mi lado y lloró, 

solos los dos. Pensé que debía de haber llevado a los niños a la casa de mis hermanos, para que no me vieran muerto. 

Durante mucho tiempo, pasó gente cerca de mi lecho. Alguien -mi mujer, seguramente- me había cruzado las manos sobre el pecho y me había descubierto el rostro. Reconocí a los que pasaban frente a mí y se detenían un instante. Les reconocí por las voces, por su modo peculiar de sorberse los mocos, por sus pasos- los pasos de Enrique, mi compañero de mesa en la oficina, el cojo; los pasos lentos e importantes de mi jefe; los pasitos menudos de mi tía Catalina, acompañados por el tac-tac de su bastón de puño de plata. 

Sus voces, siempre bajas, hablaron de lo mismo que yo había hablado otras veces, cuando tuve que asistir como espectador a espectáculos como este en el que yo era ahora el protagonista pasivo: de lo inesperado de mi muerte, de cómo ya habría dejado de sufrir, de mis pobres hijos… Y, cada vez que oía algo así, alguna bestialidad como las que yo mismo me había visto obligado a pronunciar en tales circunstancias, me acometía el odio, un odio espantoso por todos ellos. Y me venía a la garganta, más fuerte y más caliente, el sabor aquel. Y sabía ya cual era ese sabor: sabor a sangre caliente, como si estuviera bebiendo la de toda aquella gente hipócrita que me rodeaba y que, de un modo u otro, se habrían de beneficiar con mi muerte. 

Al cabo del tiempo, hubo ruido de maderas depositadas en el suelo, más allá de mi cuarto, golpes de latón y golpear de clavos contra la pared. Manos familiares me sacaron de la cama y me trasladaron hasta el féretro, sentí su fondo almohadillado y frío y, a través de los párpados, la luz de las velas que habían colocado en torno a mí. Oí rezos en voces que no conocía, rezos monótonos que se prolongaron durante horas, entremezclados esporádicamente con los pasos y las voces apagadas de algún otro visitante que habría venido a verme muerto también. Un rosario tras otro, las monjas -tenían que ser monjas, el murmullo de su rezo era inconfundible para mí- y las mujeres de la casa desgranaron el monótono rezo y habrían llegado a producirme sueño -¿sueño, estando ya muerto?- si no hubiera sido por el extraño descubrimiento que hice. De pronto, en medio de uno de aquellos golpes de sangre que se venían a mi garganta, me di cuenta de que podía mover los párpados. Y me di cuenta también, incluso con extrañeza, de que no deseaba que los demás se dieran cuenta de que podía hacerlo. Tal vez otro habría abierto los ojos y habría llamado la atención sobre el hecho de que estaba vivo, no lo sé, porque nunca he estado en el cuerpo de otro. Pero yo no quise. Preferí esperar, tratando de mantener la inmovilidad total de la única parte de mi cuerpo que sentía que podía dominar. Aislado de todo lo demás precisamente por aquel murmullo monótono de rezos incesantes, tuve tiempo de preguntarme por qué quería permanecer así. Podía tratarse de un estado cataléptico producido en mitad de la operación. Pero yo lo único que sentía era un deseo fuerte e inconsciente de permanecer inmóvil, de que nadie se diera cuenta de que estaba vivo. Un deseo que iba más allá de mi razón y que únicamente se explicaba por el agradable y caliente sabor de la sangre que venía a borbotones de vez en vez a mi garganta reseca y que penetraba en mi cuerpo sin que mi garganta hiciera el menor esfuerzo por tragarla. Y digo se explicaba y me doy cuenta de que esa explicación no era más que una excusa: porque el placer de aquel sabor caliente y borracho era ya suficiente para mí y justificaba mi inmovilismo absoluto y el peligro -¿peligro?- de ser enterrado vivo. 

Pasé la noche en este estado. Supongo que sería la noche. Al menos, a través de los párpados cerrados, no llegaba otra luz que la de los cirios. Oí pasos una y otra vez, conversaciones que llegaban de lejos, de un cuarto vecino, probablemente de los que me estaban velando. Conversaciones en las que, a retazos, adivinaba más que oía muchos temas distintos: la carestía de la vida, la historia privada de alguien que no podía estar escuchando, los planes para el próximo veraneo. Y, en medio de aquel murmullo inconexo, los ronquidos suaves de alguien que, cerca de mí, se había dormido profundamente. Perdí la noción del tiempo, alterado extrañamente desde que abrí los ojos en medio de la operación. O tal vez se trataba de una contracción de ese tiempo, porque me pareció que la noche se acortaba y, una vez seguro de que nadie se encontraba cerca de mí, abrí los ojos y casi me sentí herido por el resplandor del día que se filtraba a través de la ventana del cuarto vecino, lleno de gente sentada a lo largo de las paredes, como sombras oscuras. 

Luego, los acontecimientos se precipitaron. Al menos, se multiplicaron de tal forma que formaron una sucesión indeterminada y rápida, de cuyo paso apenas puedo darme exacta cuenta. En la memoria atrofiada por la oscuridad y el inmovilismo que me había obligado a mantener, se mezclaron los pasos de la gente, los responsos de un cura, los llantos de mi familia, la llegada de los empleados de la funeraria, que taparon mi féretro y lo levantaron conmigo dentro, lo bajaron por las escaleras y me depositaron en el furgón. Sentí que el furgón se ponía en marcha lentamente, atisbé lejanísimos los cánticos finales de los sacerdotes y, luego de una parada que se me hizo excepcionalmente larga, la aceleración de la marcha, hasta llegar -supuse- al cementerio. Allí me depositaron en alguna parte y otra vez abrieron el féretro. La luz me entró casi dolorosa en los ojos, a través de los párpados. Me mantuve inmóvil, con un único deseo: que mi garganta reseca recibiera nuevamente algunas gotas de sangre, de aquella sangre caliente que desde hacía tanto tiempo no sentía. 

Ahora, por fin, soy libre. Hace horas que depositaron el féretro en el panteón familiar que adquirió mi padre, hace muchos años, en el cementerio local. Ahora sé que puedo mover mi cuerpo y que mis miembros responden a los reflejos cerebrales. Sé también que puedo salir de aquí. Y que saldré en cuanto llegue la noche. Hace horas que no siento el sabor de sangre en mi boca. Y la necesito. Temo que la seguiré necesitando siempre, mientras viva esta existencia extraña de muerto vivo. 

Sé que la tapa del féretro es fácil de abrir desde dentro. Nadie me lo ha dicho, pero lo sé. Sé también que hay un lugar por donde se pueden saltar fácilmente las tapias del cementerio, el mismo lugar por donde regresaré a mi tumba cada amanecer. Ahora voy a comenzar una nueva vida. 

 

FIN 

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