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4 de diciembre de 2024

LAS PRIORIDADES EN LOS DÍAS APOCALÍPTICOS

 


Imagen generada con IA


Con la noche apenas instalándose, me encontraba tirada de panza en mi puesto de espía. Comprobé en mi cuaderno, donde plasmaba una rayita diaria, que se cumplían mil días de haberse desatado el infierno en la Tierra. Observaba a través de una mirilla sin rifle… lo había perdido en mi última huida. Con agudeza inspeccionaba los detalles agrandados en la lentilla. Era un grupo nutrido, tal vez treinta o cuarenta personas. Refugiados en las ruinas de un edificio sin techo y con las paredes mordisqueadas por las bombas. Al igual que el resto de cadáveres de concreto. Festejaban alrededor de una fogata, en la que se cocinaba un enorme jabalí sobre improvisadas parrillas. Desafiaban a la hambruna con la abundante caza. Por el rabillo del ojo descubrí en ambos flancos a otros oportunistas como yo, escondidos y acechando entre las ruinas. Eso podría ser un problema, pero no me preocupé demasiado: todos solían viajar con pesadas armas y con enormes mochilas donde cargaban todas sus inútiles pertenencias.

-Pura basura inservible -murmuré para mí-, en épocas apocalípticas lo único que esta chica necesita es un cigarro y un buen revolcón.

Conseguir comida en el campo me resultaba muy fácil, ya fuera una pequeña presa o una recolección de frutos, incluso algún supermercado aún sin ser violado. Pero conseguir un cigarro o una buena sesión de sexo consensuado era de verdad complicado en días apocalípticos. Por eso yo sólo cargaba un viejo bate de beis y un pequeño morral con agua, pantaletas limpias, mi cuaderno y las sobras de una ratilla cocida. ¡Oh sí!, también llevaba una generosa dotación de tampones: la menstruación en días apocalípticos era un verdadero fastidio. No veía nada que me interesara. Estuve a punto de abandonar mí puesto y alejarme, pero un puntito naranja refulgió en la oscuridad a unos cien metros de la fogata. Era un flaco larguirucho que fumaba nervioso mientras vigilaba. De pronto, un oscuro caballero cabalgando sobre un corcel muerto apareció de la nada con gran estruendo. Era uno de los cuatro malditos que habían incendiado al mundo. El jinete azotó al grupo de gente con ferocidad; los pobres hombres apenas pudieron reaccionar realizando un tiro por aquí y por allá. En poco tiempo el jinete oscuro había arrasado el campamento. Había dejado a la congregación de supervivientes al borde de la muerte, con grotescas erupciones en la piel y sangrando a raudales por cada orificio de sus cuerpos. Su caricia y su aliento eran mortales, era el jinete de la peste. Busqué al larguirucho y vi que permanecía hecho un ovillo, inmóvil. Al parecer la peste no lo había notado. Guarde la mirilla y salí corriendo hacia allá, no habría mejor oportunidad: la noche espesa y los restos de la batalla atraerían a toda clase de carroñeros. En mi carrera vi que de todas direcciones salían los otros ladrones como yo, eran por lo menos ocho. Mi menudo cuerpo y la liviandad de equipaje me sirvieron para aventajarlos. Pronto comencé a escuchar el conocido zumbido de balas surcando el aire cerca de mí. No me detuve. Pasé corriendo por el campamento, esquivando cuanto apestado se me atravesaba. Pude ver que el grupo de gente recién atacado cargaba con mucha chatarra. Pasé de largo la comida en las parrillas y llegué hasta el larguirucho, que continuaba en posición fetal con los párpados apretados. Sin pedir permiso tantee sus bolsillos en busca del paquete deseado. Lo encontré: una clara cajetilla de cigarros se sentía a través de la mezclilla. Los demás cazadores comenzaron a llegar y, en una especie de silenciosa tregua entre todos, fueron tomando todo lo que alcanzaban.

-¿Tienes más? -le pregunté al larguirucho.

Sacó la cabeza, me vio y luego miró hacia donde los otros cazadores ya comenzaban a romper la tregua y se balaceaban entre ellos. Estaba confundido y asustado, era un chico de no más de veinte.

-No, son los últimos -me contestó tembloroso.

La balacera campal arreció, los zumbidos de balas pasaban muy cerca. Tomé al chico de los brazos y lo obligué a incorporarse.

-¡Sígueme! -lo apuré, ya corriendo.

El flaco larguirucho no lo pensó y salió disparado detrás de mí; lo llevaba pegado, pisándome los talones, por poco me hace tropezar. Corrimos en la oscuridad por kilómetros hasta llegar a un terreno nauseabundo y muy irregular, donde unos blandos bultos perdían firmeza con el peso y otros crujían apenas pisar. El chico iba tan cerca que sentía su pesada respiración en mi nuca. Y la seguí sintiendo con satisfacción por el resto de la noche, incluso cuando ya habíamos llegado a buen resguardo.

El amanecer nos encontró desnudos y exhaustos sobre una extensa fosa repleta de cadáveres amontonados con diferentes grados de descomposición; algunos muy viejos con los huesos expuestos y otros tan recientes que ni el rigor mortis se había dado cuenta que estaban muertos. Compartíamos el último cigarro.

-Me llamo Tabias -me dijo el chico con una enorme sonrisa-. ¿Y tú?

-Llámame simplemente Jane.

 

FIN

 Relato de Paya Frank @ Blogger

20 de noviembre de 2024

Un gato sin nombre {Relatos}

 



Un Gato sin Nombre


 

Era un gato, un gato persa color gris. No tenía nombre y se hallaba cuidadosamente sentado sobre la crecida hierba del extremo de la pista. Observaba a unos cazas que aterrizaban en Francia por primera vez.

El gato no se asustaba cuando las diez toneladas de los cazas a reacción pasaban rugiendo confiadamente, con la rueda de morro todavía en el aire y los paracaídas de frenado esperando para saltar de sus pequeños casilleros bajo los tubos de escape. Sus ojos amarillos miraban tranquilamente y apreciaban la calidad de los aterrizajes con las orejas inclinadas a la espera del débil ¡paf! del tardío florecer de los paracaídas; después de cada aterrizaje volvía serenamente la cabeza para seguir la aproximación final y el aterrizaje del siguiente. A veces, cuando el piloto no había hecho la corrección necesaria para enfrentar el viento de costado, algunos de ellos tocaban tierra con demasiada violencia y los ojos del gato se empequeñecían ligeramente al sentir en las patas el choque entre el avión y la pista, y ver los grandes jirones de humo azul que se desprendían de las torturadas ruedas.

En el frío de esa tarde de octubre, el gato permaneció tres horas observando los aterrizajes hasta que los veintisiete aviones hubieron descendido y el cielo quedó vacío y se hubo apagado el quejido del último motor que se detenía en los aparcamientos, al otro lado de la pista. Luego el gato se levantó repentinamente y sin ni siquiera estirar su grácil cuerpo felino, se alejó corriendo hasta desaparecer entre la hierba. El 167 Escuadrón Táctico de Cazas había llegado a Europa.

Cuando se reactiva un escuadrón de cazas después de quince años, se presentan algunos problemas. Con un núcleo mínimo de aviadores experimentados en un escuadrón de treinta, los problemas del 167 se centraban en torno a la pericia de los pilotos. Veinticuatro de los miembros de la tripulación habían salido de escuelas de artillería, en el curso del año anterior a la reactivación.

-Podemos hacerlo, Bob, y hacerlo bien -dijo el mayor Carl Langley al comandante de su escuadrón-. No es la primera vez que soy oficial de operaciones y puedo decirte que nunca he visto un grupo de pilotos tan impacientes por aprender su oficio como los que tenemos aquí.

El mayor Robert Rider dio un ligero golpe con el puño contra la áspera pared de madera del que iba a ser su despacho.

-En eso estoy de acuerdo contigo -dijo-, pero nos espera un trabajo difícil. Esto es Europa y tú conoces el clima en invierno. Aparte de nuestros comandantes, el joven Henderson es el que tiene más horas de vuelo con mal tiempo en todo el escuadrón, y son sólo once. ¡Once! ¿Carl, te sientes realmente ansioso de guiar una formación de estos pilotos, en viejos F-84, a 6.000 metros de mal tiempo? ¿O a un aterrizaje con control desde tierra sobre una pista mojada, con viento de costado? -Miró por una ventana. La suciedad había formado estrías sobre los vidrios. Nubes altas, buena visibilidad abajo, advirtió inconscientemente-. Voy a dirigir este escuadrón y voy a dirigirlo bien, pero no puedo dejar de pensar que antes de que el 167 sea una verdadera unidad de combate, un par de nuestros muchachos van a estar desparramados en la falda de alguna montaña. No es algo que tenga muchos deseos de ver.

Los ojos azules de Carl Langley chispeaban con el desafío. Daba lo mejor de sí haciendo un trabajo que todo el mundo hubiese considerado imposible.

-Tienen los conocimientos. Probablemente saben volar con instrumentos mejor que tú y yo; acaban de salir de la escuela. Todo lo que necesitan es experiencia. Tenemos un Link. Podemos hacerlo funcionar diez horas diarias y enseñar a nuestros pilotos la aproximación por instrumentos para todas las bases de Francia. Todos se presentaron como voluntarios para incorporarse al 167 y quieren trabajar por el escuadrón. De ti y de mí depende que reciban el entrenamiento que necesitan.

El comandante del escuadrón sonrió de pronto y dijo:

-Cuando hablas así casi puedo acusarte de impaciencia. -Luego hizo una pausa y continuó lentamente-: Recuerdo el antiguo 167, en Inglaterra, en 1944. Entonces teníamos el nuevo Thunderbolt y le pintamos nuestro pequeño gato persa a un lado. No temíamos a nada de lo que la Luftwaffe pudiera hacer volar. Supongo que la impaciencia en la paz es el valor en la guerra. -Miró a su oficial de operaciones e hizo un gesto afirmativo-. No puedo decir que crea que no tendremos nuestra cuota de emergencias en los vuelos con estos viejos aviones, o que no necesitaremos mucha buena suerte antes de que los muchachos comiencen a darle sentido nuevamente al escuadrón. Pero prepara el Link e inicia los horarios de vuelo a partir de mañana, y veremos si estos muchachos son realmente tan buenos como parecen.

Un momento después el mayor Robert Ridero quedaba solo en la incipiente oscuridad de su despacho. Pensó con tristeza en el antiguo 167: en el teniente John Buckner, atrapado en un Thunderbolt incendiado, que siguió atacando y alcanzó a un par de incautos Focke-Wulf y arrastró a uno de ellos hasta precipitarse sobre el duro suelo de Francia; en el teniente Jack Bennett, con seis aviones derribados y la gloria asegurada, que deliberadamente chocó contra un ME-109 que se acercaba a destruir un B-17 averiado, sobre Estrasburgo; en el teniente Alan Spencer, que volvió con un Thunderbolt tan dañado por el fuego enemigo que tuvo que ser rescatado de los escombros de su accidentado aterrizaje por un grupo equipado con sopletes para cortar. Rider había visitado a Spencer después del accidente.

-Fue el mismo 190 que liquidó a Jim Park -había dicho desde su blanca cama en el hospital-, uno con serpientes negras a un lado del fuselaje. Y yo me dije: Hoy tendrás que ser tú o él, pero uno de nosotros no va a volver. Yo fui el afortunado.

Cuando fue dado de alta, Alan Spencer se presentó como voluntario para volver a los combates y no regresó de su primera misión. Nadie le escuchó llamar ni vio cómo derribaban su avión. Simplemente no regresó. A pesar de que la insignia era un gato, los pilotos del 167 no tenían siete vidas. Ni siquiera dos.

La impaciencia en la paz es el valor en la guerra, pensó Rider, mirando distraídamente la cicatriz que mostraba el dorso de su mano izquierda, la mano del acelerador. Era ancha y blanca, el tipo de cicatriz que sólo queda después de un encuentro con una bala de una ametralladora calibre treinta de un Messerschmitt. Pero la impaciencia no basta; si queremos pasar el invierno sin perder un piloto, vamos a necesitar algo más. Tenemos que conseguir pericia y experiencia. Pensando en eso, se alejó bajo la encapotada noche.

Los días transcurrían veloces para el teniente segundo Jonathan Heinz. Toda esta preocupación por el tiempo y el clima europeo en invierno eran tonterías, nada más que tonterías. Noviembre se presentaba luminoso y lleno de sol. Diciembre estaba listo para apoderarse del calendario y en la base sólo habían tenido dos días de cielo bajo. Los pilotos los habían pasado respondiendo el último examen sobre instrumentos preparado por el oficial de operaciones. Los exámenes de instrumentos del mayor Langley se habían convertido en una norma del escuadrón: uno cada tres días, veinte preguntas, sólo se permitía un error. Los que no aprobaban debían permanecer tres horas más estudiando los manuales hasta que conseguían salir bien en un segundo examen, en el que también se permitía sólo un error.

Heinz presionó el botón de arranque de su viejo Thunderstreak, se estremeció con la sacudida del motor y se dirigió a la pista siguiendo al avión de Bob Henderson. Pero ésa es la manera de llegar a conocer los instrumentos, pensó. Al comienzo todo el mundo tenía que quedarse durante esas tres horas y maldecían el día en que se habían ofrecido como voluntarios para el Escuadrón Táctico de Cazas. Lo llamaban el Escuadrón Táctico de Instrumentos. Luego uno aprendía la maña y de algún modo parecía que empezaba a saber cada vez más respuestas. Y finalmente raras veces le tocaban las tres horas.

Cuando Heinz replegó las persianas antes del despegue, advirtió un ligero golpe sordo en el zumbido del motor, pero todos los instrumentos indicaban normalidad y no es raro escuchar ruidos extraños y suaves golpes en un F-84. Sin embargo, resultó curioso que en un momento en que habitualmente no advertía otra cosa que no fueran los instrumentos y el avión del guía sacudiéndose por la aceleración y los frenos trabados, Jonathan Heinz viera un gato persa color gris sentado tranquilamente al extremo de la pista, a unos pocos cientos de pies delante de su avión. Ese gato debe ser completamente sordo, pensó. Su motor unido al grueso y negro acelerador bajo su guante izquierdo crepitó y rugió, y lanzó un fuego azul a través de las paletas de acero de la turbina para desencadenar siete mil ochocientas libras de empuje.

Estaba listo para rodar, e hizo un gesto a Henderson. Luego, sin motivo alguno, presionó el botón del micrófono, bajo su pulgar izquierdo en el acelerador.

-Hay un gato al extremo de la pista -dijo al micrófono instalado en su máscara de oxígeno de goma verde.

Se produjo un breve silencio.

-Roger, hemos visto el gato -dijo Henderson con serenidad.

Heinz se sintió estúpido. Vio al oficial de control móvil en su pequeña torre, al lado derecho de la pista, coger sus prismáticos. ¿Por qué dije una tontería como esa?, pensó. No volveré a abrir la boca durante ese vuelo. ¡Disciplina en la radio, Heinz, disciplina! Soltó los frenos ante una señal del casco blanco de Henderson y los dos aviones reunieron una enorme reserva de velocidad y se levantaron hacia el cielo.

Ocho minutos más tarde, Heinz volvía a hablar.

-Sahara Jefe, se ha encendido la luz del indicador de recalentamiento y las rpm fluctúan en un cinco por ciento. Compruebe si despido humo, por favor. -Qué voz tan calmada tienes, pensó. Hablas mucho, pero por lo menos conservas la calma. Llevas sesenta horas en el F-84 y debes conservar la calma. No te pongas nervioso y trata de no parecer un niño por la radio. Daré una vuelta y dejaré caer los depósitos externos, haré una trayectoria de incendio simulado y aterrizaré. No puedo estar incendiándome.

-No hay señales de humo, Sahara Dos. ¿Cómo van las cosas?

Con voz calmada, Heinz.

-Sigue la fluctuación. El flujo del aceite y la temperatura del tubo de escape cambian junto con ella. Voy a dejar caer los depósitos y aterrizar.

-De acuerdo, Sahara Dos, me mantendré atento para ver si hay humo y me encargaré de dar las indicaciones por radio, si quieres. Debes estar listo para saltar si el aparato comienza a incendiarse.

-Roger.

Estoy listo para saltar, pensó Heinz. Sólo tengo que levantar el brazo del asiento proyectable y apretar el disparador. Pero creo que no tendré problemas para aterrizar con el avión. Escuchó como Henderson anunciaba que se había producido una emergencia. Mientras descendía lentamente, siguiendo la trayectoria, vio las rojas bombas de incendios salir disparadas de sus garajes y dirigirse hacia sus puestos de alerta junto a las pistas. Podía sentir en el acelerador la agitación del motor. Esto va a ser difícil de decidir. Dejaré caer los depósitos en la aproximación final antes de llegar a los 150 metros, llevaré el morro hacia arriba y saltaré. A menos de 150 metros, tendré que seguir adelante sea como sea. Llevó el acelerador hacia atrás para dar al motor una velocidad de 58 por ciento de rpm y el pesado avión descendió con mayor rapidez. Flaps abajo. Conseguiré aterrizar estoy seguro… Mandos abajo. Las ruedas en su lugar. Descendió a menos de 120 metros. Un golpe, otro. Una brusca subida en el indicador.

-Empieza a salir humo de tu tubo de escape, Sahara Dos.

¡Lo que faltaba! Esto va a explotar y yo estoy demasiado bajo para saltar. ¿Qué hago ahora? Oprimió el botón para soltar los depósitos y el avión se sacudió un poco al dejar caer cuatro mil libras de combustible. El motor rechinó ásperamente y Heinz advirtió de pronto que la presión del aceite era cero.

¡Se ha parado el motor! No puedes controlar el vuelo con un motor detenido. ¿Qué vas a hacer ahora? ¿Qué? La palanca de mando se endureció bajo sus guantes, no podía moverla.

El oficial del control móvil no sabía lo del motor detenido. No sabía que Sahara Dos giraría suavemente hacia la derecha y caería a tierra dando vueltas y que Jonathan Heinz no podía hacer nada y estaba destinado a morir.

-Tienes un gato en la pista -dijo el oficial de control, con el tranquilo humor del que sabe que ha pasado el peligro.

¡Y de pronto Heinz recordó y fue como una explosión de luz! La bomba hidráulica de emergencia, la bomba eléctrica. El avión comenzaba a balancearse a 30 metros. Su guante golpeó el interruptor de la bomba y lo colocó en EMERG, y la palanca de mando recuperó rápidamente la movilidad. Enderezar las alas, levantar el morro y conseguir un maravilloso aterrizaje frente a la torre. Por lo menos, pareció maravilloso. Cerrado el mando de gases, el paracaídas afuera, cortado el aceite y la batería, descorrida la cubierta de la cabina y listo para saltar fuera de esto. Las gigantescas bombas de incendio, con las luces rojas brillando encima de sus cabinas, rugían a su lado mientras reducía la velocidad a cincuenta nudos. El avión estaba completamente silencioso y Heinz podía oír el rugido de las bombas, que sonaban como los grandes motores internos de un crucero funcionando a alta velocidad. En un momento, había detenido el aparato, salido de la cabina y saltado a tierra para quedar detrás de una bomba que lanzaba una densa espuma blanca sobre una gran mancha de aluminio descolorido en la parte posterior de la base del ala.

El avión parecía desamparado y como si no quisiera ser el centro de tan concentrada atención. Pero estaba en tierra y entero. Jonathan Heinz se sentía lleno de vida, y un poquitín famoso.

-Te portaste bien, as -solían decirle los otros pilotos, y le preguntaban qué había sentido, qué había pensado y hecho en cada momento. Habría una investigación rutinaria, pero no podía haber otra conclusión que ¡Bien hecho, teniente Heinz! Nadie podía adivinar que había estado a pocos segundos de morir porque había olvidado completamente, como un piloto novato, la bomba hidráulica de emergencia. La había olvidado completamente… ¿y qué se la había recordado? ¿Qué había llevado bruscamente su pensamiento al interruptor rojo en el último instante cuando todavía podía salvarse? Nada. Simplemente había acudido a su mente.

Heinz reflexionó un poco más. No había sido así. El control me dijo que había un gato en la pista y yo me acordé de la bomba. Eso sí que es curioso. Me gustaría conocer a ese gato. Examinó la larga pista blanca y no lo vio. Incluso el oficial de control tampoco podía haberlo visto con sus prismáticos, Más tarde el escuadrón lo iba a fastidiar sin compasión por su infortunado gato, pero en ese momento, ni en la pista ni en la base había un gato persa color gris.

Menos de una semana después le ocurrió a otro teniente segundo. Jack Willis estaba a punto de terminar su primera misión de combate simulado después de completar su vuelo de comprobación en el F-84. Había sido una buena misión, pero en ese momento durante la trayectoria de aterrizaje, estaba preocupado. Viento de costado de veinte nudos. ¿De dónde había salido? Eran diez nudos en la dirección de la pista y se habían convertido en veinte de través. Estabilizó el avión y lo llevó hacia la aproximación final.

-Torre, el viento otra vez, por favor -llamó.

-Roger… -el resto de la explicación era completamente innecesario. El viento soplaba tan de costado como era posible.

-Bien, Dos, no perdamos de vista ese viento -dijo el mayor Langley y comunicó-: Águila Jefe vuelve a la base, tren de aterrizaje abajo, presión y frenos verificados.

-Vía libre para aterrizar -replicó el operador de la torre.

Willis extendió el brazo izquierdo y con fuerza colocó la palanca del tren de aterrizaje en ABAJO. Bien, bien, pensó, no habrá problemas. Me limitaré a mantener muy inclinada el ala derecha durante el giro, toco tierra con la rueda derecha y sigo adelante manejando el timón de dirección, manejando cuidadosamente el timón de dirección.

Giró hacia la pista y presionó el botón del micrófono. Hasta el momento nunca me he salido de una pista y no tengo ninguna intención de hacerlo ahora.

-Águila Dos vuelve a la base…

El indicador de la rueda derecha, la luz verde que debía estar brillando, no se había encendido. La izquierda estaba en su lugar, la del morro también, pero la derecha no había bajado. La luz roja de alarma brillaba detrás del plástico transparente del mango de la palanca del tren de aterrizaje y el chillido de la bocina de alarma llenaba la cabina. La escuchó en sus propios audífonos cuando presionó el botón del micrófono. Los operadores de la torre lo habrían escuchado también. Levantó el pulgar y luego volvió a presionar el botón.

-Águila Dos va a hacer una pasada a baja altura. Pide a control móvil una inspección del tren de aterrizaje.

Algo le ocurría al avión, qué extraña sensación le producía eso. El tren de aterrizaje siempre había funcionado muy bien. Se enderezó a 30 metros sobre la pista y voló frente a la pequeña torre de vidrio. El oficial de control móvil se encontraba afuera, en medio del oleaje que provocaba el viento en la hierba de otoño. Willis lo observó durante un segundo a la pasada. El oficial de control móvil no estaba utilizando los prismáticos. Y de pronto había desaparecido y el solitario F-84 se alejó hacia el extremo de la pista, volando sobre Águila Jefe, que ya se encontraba a salvo en tierra.

-El tren de aterrizaje permanece trabado arriba -dijo el control con voz monótona.

-Roger, intentaré bajarlo.

Willis quedó satisfecho con su tono de voz. Ascendió lentamente hasta los 300 metros, levantó la palanca y la volvió a bajar. La luz verde correspondiente al lado derecho permaneció obstinadamente apagada y la luz de alarma del mango de plástico continuó roja. Quedaba combustible para quince minutos. Willis repitió la operación cuatro veces sin obtener mejores resultados. Tiró del mango, lo levantó media pulgada y lo llevó a EMERG ABAJO. Se escuchó un golpe seco y débil al costado derecho, pero la situación permaneció igual. Estaba preocupado. No había tiempo para que las bombas extendieran una franja de espuma sobre la pista, si se veía obligado a aterrizar sin la rueda derecha. Aterrizar sin ella sobre una pista dura y con viento de costado sería exponerse a estrellarse, porque en cuanto el ala que no está sostenida por la rueda tocara el hormigón, el aparato daría un salto mortal hacia un lado. La única alternativa era saltar en paracaídas. Toda una decisión que tomar, pensó. Pero luego agregó irracionalmente: en una pasada más quizás la rueda haya bajado.

-Está arriba todavía -dijo el oficial de control antes de que Willis hubiese pasado ante la torre.

La verde hierba ondeaba vigorosamente y de pronto advirtió un pequeño punto gris al final de la pista. Con sobresaltada sorpresa se dio cuenta de que era un gato. El gato de la suerte, pensó, y sin motivo alguno sonrió bajo su máscara de oxígeno. Se sintió mejor y de alguna parte le llegó una idea.

-Torre, Águila Dos declara una emergencia. Voy a pasar una vez más e intentaré dar bote sobre la rueda izquierda para conseguir que baje la derecha.

-Comprendida declaración de emergencia -replicó la torre.

La torre estaba fundamentalmente preocupada de cumplir con una responsabilidad, la cual consistía en tocar un timbre que haría que los equipos de accidentes se precipitaran a las bombas. Cumplida su obligación, la torre se convertía en un observador interesado que proporcionaba muy poca ayuda.

Curiosamente, Jack Willis se sintió una persona renovada y con una tremenda confianza en sí mismo. Dar botes sobre la rueda izquierda con un viento que sopla del costado derecho era un truco de coordinación reservado para pilotos con miles de horas de vuelo, y Willis sólo tenía un poco más de 4.000 horas en el aire y 68 en el F-84.

Los que vieron la maniobra la calificaron como la actuación de un piloto veterano. Con el ala izquierda abajo, con firmeza en el timón de dirección, con unos controles que sólo respondían moderadamente a la velocidad de aterrizaje, el teniente segundo Jack Willis hizo rebotar su avión de 20.000 libras seis veces sobre el tren de aterrizaje izquierdo. A la sexta vez, la rueda derecha bajó bruscamente y quedó trabada en su lugar. La tercera luz verde se encendió.

En comparación, el aterrizaje con viento de costado que siguió fue muy simple y el avión tocó suavemente la pista con la rueda derecha, luego con la izquierda y finalmente con la del morro. Timón de dirección a la izquierda durante el desplazamiento sobre la pista y una ligera aplicación del freno izquierdo cuando el avión disminuía la velocidad y el viento amenazaba convertirlo en una veleta. Había terminado la emergencia. Los equipos de salvamento en sus blancos y abultados trajes de amianto resultaron innecesarios y fuera de lugar en la normalidad que siguió.

-Buen trabajo, Águila Dos -dijo el control simplemente.

El gato persa color gris, que había observado el aterrizaje con un interés muy poco felino, casi podríamos decir profesional, había desaparecido. El 167 Escuadrón Táctico de Cazas comenzaba paulatinamente a ponerse en condiciones de combatir.

Vino el invierno. Las nubes llegaron desde el mar y se convirtieron en compañeras inseparables de las cumbres de las colinas que rodeaban la base. Llovía mucho y a medida que avanzaba el invierno la lluvia se convertía en hielo y luego en nieve. La pista estaba helada y se necesitaban paracaídas y un cuidadoso uso de los frenos para mantener esos pesados aviones sobre el hormigón. La hierba esmeralda adquirió un aspecto pálido y sin vida. Pero un escuadrón de cazas no suspende su misión todos los inviernos; siempre hay que volar y entrenarse. Se producían algunos incidentes a medida que los pilotos enfrentaban algunos insólitos problemas de los aparatos y los cielos bajos, pero habían recibido un buen entrenamiento en el uso de instrumentos, y de algún modo el gato persa se las arreglaba para estar sentado al extremo de la pista cuando aterrizaba alguno de los aviones afectados. Los pilotos empezaron a llamarlo simplemente “el gato”.

Una helada tarde, en que Wally Jacobs acababa de aterrizar sin problemas después de una falla en el sistema hidráulico y un descenso sin flap ni freno de velocidad a través de un techo de quinientos pies, el capitán Hendrick, de turno como oficial de control móvil, intentó capturar el gato. El animal estaba tranquilamente sentado mirando hacia el comienzo de la pista, absorto en la contemplación del avión de Jacobs. Hendrick se acercó por atrás y lo cogió suavemente. Apenas lo tocó el gato se convirtió en un relámpago gris que arañó a Hendrick en la mejilla. Saltó velozmente al suelo y desapareció entre la hierba.

Cinco segundos después fallaban los frenos del avión de Jacobs y salía de la pista con un brusco viraje, rodando a setenta nudos por el barro, que no se había congelado completamente. La rueda de morro se enterró de inmediato y el avión desapareció bajo una nube de barro. El aparato se desvió de tal manera que plegó la rueda derecha, partió el depósito exterior y se deslizó hacia atrás otros 60 metros. Jacobs abandonó la cabina de inmediato, olvidando incluso cerrar el mando de gases. En un segundo, y mientras Hendrick observaba, el avión estalló en brillantes llamas. Ardió furiosamente, y junto con el aeroplano quedó destruido un récord de seguridad de vuelo que no había sido igualado por ningún otro escuadrón en Europa.

El resultado de las investigaciones señaló que el teniente Jacobs era culpable por haber permitido que el avión saliera de la pista y por haber olvidado cerrar el mando de gases, permitiendo de ese modo que el motor originara el fuego. Si no hubiera descuidado, como un piloto tremendamente inexperto, efectuar esa operación, el avión habría quedado en condiciones de volver a volar.

La decisión del comité no fue muy popular en el escuadrón: se hizo responsable al piloto de la destrucción del avión. Hendrick mencionó el gato y el escuadrón recibió una orden, no escrita, pero oficial: nadie debe volver a acercarse al gato. Desde entonces, pocas veces se volvió a hablar de él.

Pero de vez en cuando algún joven teniente tenía dificultades con su avión y cuando volvía a la base en medio de un cielo encapotado, preguntaba:

-¿Está el gato ahí?

Y el oficial de control móvil escudriñaba el final de la pista en busca del animal, cogía el micrófono y decía:

-Sí, ahí está.

Y el avión aterrizaba.

El invierno seguía su curso. Los pilotos jóvenes adquirieron experiencia y se hicieron veteranos. A medida que pasaban las semanas, el gato se veía con menos frecuencia en el extremo de la pista. Norm Thompson aterrizó con un aeroplano que tenía el parabrisas y la parte superior de la cabina cubiertos de hielo. El gato no estaba esperándolo junto a la pista, pero su aproximación controlada desde tierra fue profesional, producto del entrenamiento y la experiencia. Aterrizó a ciegas, desprendió la cubierta de la cabina para poder ver y rodó hasta detener el avión, sin problemas. Jack Willis, que ahora tenía una experiencia de 130 horas de vuelo en el F-84 volvió con un avión seriamente dañado por los rebotes que recibió después de disparar sobre un campo de tiro situado sobre una base de roca. Sin embargo aterrizó sin ningún problema. El gato no fue visto en ninguna parte.

La última vez que el gato apareció en la pista fue en marzo. Una vez más era Jacobs el que aterrizaba. Comunicó que disminuía la presión del aceite y que intentaría volver a la base.

El mayor Robert Ridero se había dirigido precipitadamente hacia el control móvil al enterarse de que se había declarado una emergencia. De ésta no se escapa, pensó, voy a ver morir a Jacobs. Cerró la puerta de vidrio tras de sí en el momento en que el piloto preguntaba:

-¿Estará ahí el gato por casualidad?

Ridero cogió los prismáticos y escudriñó el extremo de la pista. El gato persa esperaba tranquilamente sentado.

-El gato está aquí -dijo seriamente el comandante del escuadrón al oficial de control móvil, y con la misma seriedad la información fue transmitida a Jacobs.

-Presión del aceite cero -dijo con calma el piloto. Luego agregó-: Se ha parado el motor, la palanca de mando está trabada. Intentaré aterrizar con la bomba hidráulica de emergencia. -Un momento después dijo repentinamente-: No lo conseguiré. Voy a saltar.

Hizo girar el avión hacia el bosque del Oeste y salió expulsado de la carlinga. Dos minutos después se encontraba tendido sobre el barro congelado de un campo arado, su paracaídas se posó alrededor suyo como una blanca mariposa cansada. Había sido cuestión de minutos.

Más tarde el consejo de investigación descubrió que el avión se había estrellado con los dos sistemas hidráulicos completamente trabados. La bomba de emergencia para el aceite había fallado antes de llegar a tierra y los controles se hallaban totalmente fijos y era imposible moverlos. Jacobs fue felicitado por su buen criterio al no intentar aterrizar.

Pero todo eso iba a suceder después. Mientras el paracaídas de Jacobs desaparecía tras una suave colina, Ridero enfocó los prismáticos en dirección al gato persa color gris, que de repente se puso de pie y se estiró con placer, enterrando las garras en la congelada tierra. Advirtió que el gato no era una escultura perfecta. Por su lado izquierdo, desde las costillas al hombro, se extendía una ancha cicatriz blanca que la piel gris batalla no podía esconder mientras se estiraba. La hermosa cabeza se volvió y los ojos color ámbar miraron directamente al comandante del 167 Escuadrón Táctico de Cazas.

El gato parpadeó una vez, lentamente, casi se podría decir divertido, y se alejó caminando para desaparecer por última vez entre la hierba.

 

FIN

 

1988 Relato de Paya Frank -Blogger-

18 de septiembre de 2024

Nunca apagaba la luz

 



 

(Argentina, Buenos Aires)

 

 

Noche tras noche me resistía a mirar en dirección a la ventana. Nunca apagaba la luz, y detrás de aquel vidrio la oscuridad exterior era un telón negro. Cerraba los párpados e intentaba dormir, y en tanto no llegaba el sueño yo rezaba. Le suplicaba a Dios no estar despierto cuando llegara el momento.

 

¡Cómo me costaba sustraerme a la vigilia y encontrar refugio en la inconsciencia del sueño más profundo! Muchas noches de invierno sentía por allá afuera, girando alrededor de la casa, la queja del viento. En ocasiones me daba por imaginar que el viento penaba por su propio desamparo, por no serle permitida la entrada a los hogares. Daba por seguro que de noche, cualquier ser, objeto o elemento que estuviese a la intemperie debía de vivir atormentado: de noche el mundo externo era un terrible abismo. En cambio, ¡era tan cálido mi cuarto! En las paredes, de color azul celeste, mamá había pintado conejitos, jirafas y elefantes. El cielo raso también era de color azul, aunque era un azul más luminoso. Paseaba mis ojos por aquellas superficies amables y me empeñaba en apartarlos de la negrura de la ventana desprovista de cortinas. Me abrazaba a mi osito tibio peludo y gordinflón, y entonces él y yo nos sumergíamos en el amigable mundo que hay debajo de las mantas. Pero al cabo de un tiempo sacaba la cabeza y no podía evitar que mis ojos se fijaran en la ventana. Entonces veía ese rostro que cada noche asomaba desde un ángulo y se ponía a espiar. Era una visión fugaz, pues el mirón, al sentirse descubierto, rápidamente volvía a esconderse entre las sombras del abismo. Sin embargo, aun cuando no alcanzaba a descubrir su identidad, no Podía dejar de ver el brillo ansioso de sus ojos acechantes. Algunas veces también creí ver su brazo, y su puño sosteniendo el relámpago de una hoja de metal.

 

Las primeras noches grité y reclamé la presencia de mi madre, pero dejé de hacerlo al cabo de muchas reprimendas. Ella amenazó con apagar la luz si insistía en inventar historias; eso fue lo que dijo.

 

Si alguna vez hubo algo o alguien allí afuera yo lo esperé en vano, pues pasaron los años y nunca vino a por mí. Termine convenciéndome de que lo que había creído ver no existía fuera de mi imaginación. Después me hice adulto y enfilé por los carriles trazados para nuestra especie: me casé y tuve un hijo. Mi hijo también empezó a ver cada noche el rostro del espía tras los cristales de su ventana.

 

Cierto atardecer salí de casa y quedé a la espera, El puñal que llevaba conmigo daría cuenta de cualquiera que se dedicara a asustar a mi niño. Pasaron la, horas y al final me asomé a la ventana del cuarto iluminado. Era enternecedor ver a mi hijo abrazado a su osito de peluche. De pronto sus ojos se encontraron con los míos, y antes de que pudiera esconderme, en los suyos alcancé a descubrir el terror.

 



29 de agosto de 2024

AHORA SÍ QUE MUERO {Relatos}


 


 

Cristina Aguas Marco

 

En la población de Calanda, al noreste de la comarca española del Bajo Aragón, se cultivan unos afamados melocotones de maduración tardía, hay en sus inmediaciones una laguna salada de rico valor ecológico y conmemoran la Pasión de Cristo tocando durante varios días tambores y bombos por las calles, pero lo que definitivamente me llevó a considerarla como localización de exteriores fue que allí había nacido el director Luis Buñuel, y algo tendría el lugar, pensé. Lo encontré por intercesión de Santo Google y la conjunción del azar con una asociación de ideas un poco surrealista. Me propuse investigar sobre el terreno apostando por esa intuición mía que en otras ocasiones me había dado buenos resultados. La nueva película de Guillermo Samuel Romero requería un marco atemporal, inespecífico y maleable a voluntad. También existía una buena razón, cosas del cine: a veces es más barato rodar a miles de kilómetros y el ahorro considerable para la compañía se puede derivar a preproducción o a imprevistos. Debía viajar para ojear dónde, cómo, cuánto y si ok.

Dediqué un mes del pasado año a entrevistarme con diversas autoridades del país y en ningún despacho me recomendaron el sitio de mi elección. Cuando lo proponía, notaba incredulidad porque no entendían el interés que la industria americana podía tener en ese pequeño pueblo y sus alrededores; sin embargo, el dinero que ofrecí asegurando pronto pago y el que imaginaron ingresar en sus arcas a medio plazo por la promoción turística posterior los animó… y a mí. Había posibilidades. Pero el trato no estaba cerrado. Comprobaría sobre el terreno por qué el recelo inicial se había convertido a los pocos minutos en una insistencia casi sospechosa sobre la idoneidad de ese plató natural. Quizá, quise creer, una vez se les abrieron los ojos pasaron a interpretar el papel de ofendidos, menospreciando otras opciones mencionadas de soslayo, mis ases en la manga, por presionar mientras negociábamos, aunque secundarios. Llegando a este momento, yo estaba decidido a continuar y totalmente convencido.

La furgoneta con conductor puesta a mi disposición rodó desde la capital por una autovía con tráfico fluido. En el último tramo del camino mal asfaltado ya no se cruzó con otro vehículo. Un vecino de Calanda, Juan el Pico, esperaba en la puerta de un bar. Sería mi guía.

-Cuando yo era un niño, vi llover ranas en esta misma plaza -dijo tras saludarnos, desvelando lo más insólito que le vino a la cabeza, por lo visto-. Un grupo de científicos explicó que subirían a las nubes desde la Salada.

-¿La Salada es el lago de este mapa? -pregunté señalando la pantalla.

-Sí. ¿Quiere ir?

-Se lo agradecería.

-Antes le voy a llevar al monte Tolocha. Desde allí se ve el embalse y todo el valle. Le dará una idea general. Es mejor ver esas cosas de día.

Era un hombre de agradable conversación y muy atento. Disfruté con ese trabajo. Durante las excursiones, me desveló anécdotas de incalculable valor y algunas advertencias, a las que tal vez no presté la atención adecuada, a pesar de recalcar al despedirnos una en especial.

-Algunos han visto luces y sonidos extraños en el pantano. Yo no sé nada, pero se lo cuento porque usted no es de aquí y si me tiene por loco, pues no me importa. Cuidado.

Hice infinidad de tomas, anoté mucho, transmití a la productora el material lo antes posible y dejé Calanda, sus melocotones, la luz milagrosa capaz de devolverle a uno la energía perdida en los miembros inferiores y las cenizas de Buñuel que, al alba, parecían impregnar todavía la bruma del valle, mientras una mariposa calavera entraba por la ventanilla.

La película comenzó a rodarse en primavera. Con la llegada de las grullas, vinieron también los peliculeros, como decían los del pueblo. Fue una pequeña revolución, para bien, por las repercusiones que supuso en el desarrollo económico del comercio y la hostelería locales. También contrataron a figurantes entre los vecinos de la zona, tanto es así que hasta los más ancianos del lugar participaron en la película y no pocos fingieron estar enfermos para ganarse unos euros por el simple esfuerzo de permitir que los caracterizasen al más puro estilo retrofuturista. En el colegio declararon cierre obligado por las circunstancias excepcionales. Fue el centro de todo, la novedad, lo fascinante, un tapiz de ilusiones en un municipio que, irónicamente, no tenía sala de proyección. Se trataba de un largometraje de fantasía oscura y tintes melodramáticos de sofisticada poesía visual, con un exterminador bello como un ángel y repulsivo como un demonio, según le daba al guionista. No ganó ningún premio, aunque tuvo un aceptable éxito de taquilla a nivel mundial… y puso al Bajo Aragón en el firmamento de celuloide. Poco tiempo después, las visitas de curiosos eran constantes. Había que ofrecerles algo más que identificar los decorados reales en lo que se basaba el trucaje de la gran pantalla o fotografiarse delante de los edificios restaurados gracias a los fondos providenciales. La corporación municipal nombró encargado de efectos especiales a Juan el Pico para que se moviese dando sustos a los frikis en los alrededores de la laguna, el pantano o en la cima del monte, pero no hizo falta.

El ente creado por infografía ha impregnado el lugar. O tal vez se haya aliado con alguna fuerza que ya pululaba latente entre los juncos y el esparto del páramo, los árboles de la plaza y del bosque o el croar de las ranas y los ruidos telúricos transmitidos por el vértice geodésico del cerro. Cada semana de luna llena reclama nuevamente ser el protagonista. Jugará haciéndote vagar por la montaña hasta que, aburriéndose de tu torpeza, te deje descender o chupará toda tu sangre, fresquita, nada de atrezo, como ahora le gusta, según le da. En el segundo caso, no podrás pronunciar como últimas palabras de despedida ni las del título.

 

Ahora sí que muero

 

FIN

 

Tomado de “Revista Penumbria”


 

26 de agosto de 2024

El terrible anciano {Relatos}







El anciano vive a solas en una casa muy antigua de la Calle Walter, próxima al mar, y se le conoce por ser un hombre extraordinariamente rico a la vez que por tener una salud extremadamente delicada… lo cual constituye un atractivo señuelo para hombres de la profesión de los señores Ricci, Czanek y Silva, pues su profesión era nada menos digno que el latrocinio de lo ajeno.



Los vecinos de Kingsport dicen y piensan muchas cosas acerca del Terrible Anciano, cosas que, generalmente, lo protegen de las atenciones de caballeros como el señor Ricci y sus colegas, a pesar de la casi absoluta certidumbre de que oculta una fortuna de incierta magnitud en algún rincón de su enmohecida y venerable mansión. En verdad, es una persona muy extraña, que al parecer fue capitán de veleros de las Indias Orientales en su día. Es tan viejo que nadie recuerda cuándo fue joven, y tan taciturno que pocos saben su verdadero nombre. Entre los nudosos árboles del jardín delantero de su vieja y nada descuidada residencia conserva una extraña colección de grandes piedras, singularmente agrupadas y pintadas de forma que semejan los ídolos de algún lóbrego templo oriental. Semejante colección ahuyenta a la mayoría de los chiquillos que gustan burlarse de su barba y cabello, largos y canosos, o romper las ventanas de pequeño marco de su vivienda con diabólicos proyectiles. Pero hay otras cosas que atemorizan a las gentes mayores y de talante curioso que en ocasiones se acercan a hurtadillas hasta la casa para escudriñar el interior a través de las vidrieras cubiertas de polvo. Estas gentes dicen que sobre la mesa de una desnuda habitación del piso bajo hay muchas botellas raras, cada una de las cuales tiene en su interior un trocito de plomo suspendido de una cuerda, como si fuese un péndulo. Y dicen que el Terrible Anciano habla a las botellas, llamándolas por nombres tales como Jack, Cara Cortada, Tom el Largo, Joe el Español, Peters y Mate Ellis, y que siempre que habla a una botella el pendulito de plomo que lleva dentro emite unas vibraciones precisas a modo de respuesta. A quienes han visto al alto y enjuto Terrible Anciano en una de esas singulares conversaciones, no se les ocurre volver a verlo más. Pero Ángelo Ricci, Joe Czanek y Manuel Silva no eran naturales de Kingsport. Pertenecían a esa nueva y heterogénea estirpe extranjera que queda al margen del atractivo círculo de la vida y tradiciones de Nueva Inglaterra, y no vieron en el Terrible Anciano otra cosa que un viejo achacoso y prácticamente indefenso, que no podía andar sin la ayuda de su nudoso cayado, y cuyas escuálidas y endebles manos temblaban de modo harto lastimoso. A su manera, se compadecían mucho del solitario e impopular anciano, a quien todos rehuían y a quien no había perro que no ladrase con especial virulencia. Pero los negocios, y, para un ladrón entregado de lleno a su profesión, siempre es tentador y provocativo un anciano de salud enfermiza que no tiene cuenta abierta en el banco, y que para subvenir a sus escasas necesidades paga en la tienda del pueblo con oro y plata españoles acuñados dos siglos atrás.


Los señores Ricci, Czanek y Silva eligieron la noche del once de abril para efectuar su visita. El señor Ricci y el señor Silva se encargarían de hablar con el pobre y anciano caballero, mientras el señor Czanek se quedaba esperándolos a los dos y a su presumible cargamento metálico en un coche cubierto, en la Calle Ship, junto a la verja del alto muro posterior de la finca de su anfitrión. El deseo de eludir explicaciones innecesarias en caso de una aparición inesperada de la policía aceleró los planes para una huida sin apuros y sin alharacas.


Tal como lo habían proyectado, los tres aventureros se pusieron manos a la obra por separado con objeto de evitar cualquier malintencionada sospecha a posteriori. Los señores Ricci y Silva se encontraron en la Calle Walter junto a la puerta de entrada de la casa del anciano, y aunque no les gustó cómo se reflejaba la luna en las piedras pintadas que se veían por entre las ramas en flor de los retorcidos árboles, tenían cosas en qué pensar más importantes que dejar volar su imaginación con manidas supersticiones. Temían que fuese una tarea desagradable hacerle soltar la lengua al Terrible Anciano para averiguar el paradero de su oro y plata, pues los viejos lobos marinos son particularmente testarudos y perversos. En cualquier caso, se trataba de alguien muy anciano y endeble, y ellos eran dos personas que iban a visitarlo. Los señores Ricci y Silva eran expertos en el arte de volver volubles a los tercos, y los gritos de un débil y más que venerable anciano no son difíciles de sofocar. Así que se acercaron hasta la única ventana alumbrada y escucharon cómo el Terrible Anciano hablaba en tono infantil a sus botellas con péndulos. Se pusieron sendas máscaras y llamaron con delicadeza en la descolorida puerta de roble.


La espera le pareció muy larga al señor Czanek, que se agitaba inquieto en el coche aparcado junto a la verja posterior de la casa del Terrible Anciano, en la Calle Ship. Era una persona más impresionable de lo normal, y no le gustaron nada los espantosos gritos que había oído en la mansión momentos antes de la hora fijada para iniciar la operación. ¿No les había dicho a sus compañeros que trataran con el mayor cuidado al pobre y viejo lobo de mar? Presa de los nervios observaba la estrecha puerta de roble en el alto muro de piedra cubierto de hiedra. No cesaba de consultar el reloj, y se preguntaba por los motivos del retraso. ¿Habría muerto el anciano antes de revelar dónde se ocultaba el tesoro, y habría sido necesario proceder a un registro completo? Al señor Czanek no le gustaba esperar tanto a oscuras en semejante lugar. Al poco, llegó hasta él el ruido de unas ligeras pisadas o golpes en el paseo que había dentro de la finca, oyó cómo alguien manoseaba desmañadamente, aunque con suavidad, en el herrumbroso pastillo, y vio cómo se abría la pesada puerta. Y al pálido resplandor del único y mortecino farol que alumbraba la calle aguzó la vista en un intento por comprobar qué habían sacado sus compañeros de aquella siniestra mansión que se vislumbraba tan cerca. Pero no vio lo que esperaba. Allí no estaban ni por asomo sus compañeros, sino el Terrible Anciano que se apoyaba con aire tranquilo en su nudoso cayado y sonreía malignamente. El señor Czanek no se había fijado hasta entonces en el color de los ojos de aquel hombre; ahora podía ver que era amarillos.


Las pequeñas cosas producen grandes conmociones en las ciudades provincianas. Tal es el motivo de que los vecinos de Kingsport hablasen a lo largo de toda aquella primavera y el verano siguiente de los tres cuerpos sin identificar, horriblemente mutilados -como si hubieran recibido múltiples cuchilladas- y horriblemente triturados -como si hubieran sido objeto de las pisadas de muchas botas despiadadas- que la marea arrojó a tierra. Y algunos hasta hablaron de cosas tan triviales como el coche abandonado que se encontró en la Calle Ship, o de ciertos gritos harto inhumanos, probablemente de un animal extraviado o de un pájaro inmigrante, escuchados durante la noche por los vecinos que no podían conciliar el sueño. Pero el Terrible Anciano no prestaba la menor atención a los chismes que corrían por el pacífico pueblo. Era reservado por naturaleza, y cuando se es anciano y se tiene una salud delicada la reserva es doblemente marcada. Además, un lobo marino tan anciano debe haber presenciado multitud de cosas mucho más emocionantes en los lejanos días de su ya casi olvidada juventud.

Relato de Paya Frank  @blogger

12 de julio de 2024

EL JARDÍN DE SAL Margaret Atwood

 



 

Alma sube el fuego, remueve el agua de la olla esmaltada en rojo, añade más sal, remueve, añade. Está preparando una solución sobresaturada: volviéndola a preparar. Ya lo había intentado a la hora de comer, con Carol, pero no se acordaba de que había que hervir el agua y utilizó el agua caliente del grifo. No ocurrió nada, pese a que Alma había prometido que se formaría un árbol de sal en el hilo que introdujeron en el agua, suspendido de una cuchara colocada de través en la parte superior del vaso.

«Tarda bastante -dijo Alma-. Se habrá formado cuando llegues a casa.» Carol volvió confiada al colegio, mientras Alma intentaba descubrir en qué se había equivocado.

Es un experimento nuevo. Alma no está segura de dónde lo ha aprendido Carol. En el colegio, no, desde luego: solo está en segundo. Pero cada vez son más precoces. Le disgusta verlas con tacones altos y los labios pintados, aunque sabe que se trata de un simple juego. Menean las caderas imitando lo que han visto en la televisión. Quizá los experimentos sean también obra de la televisión.

Alma se ha devanado los sesos, como siempre que Carol manifiesta interés por algo, buscando información que esperaba tener pero que, como de costumbre, no tenía. Alma fomenta cualquier actividad en la que ambas puedan participar y que evite las preguntas sobre la forma en que viven; sobre el paradero de Mort, por ejemplo. Ha probado las visitas al zoo, la confección de vestidos para muñecas, el cine los sábados. Todo ha funcionado, pero durante poco tiempo.

Recuerda que los experimentos empezaron cuando mezcló vinagre con bicarbonato de sodio para hacerlo burbujear; fue un éxito. Luego probó otras cosas. Le viene a la memoria que su padre, un hombre de ideas avanzadas, le regaló un juego de química cuando tenía diez años. Su padre opinaba que las chicas debían recibir casi la misma educación que los chicos, tal vez porque no tenía hijos varones. Alma es hija única. También quería que consiguiera lo que él no pudo lograr. Realizaba un trabajo por debajo de sus posibilidades, en la oficina de correos, y se sentía frustrado. No quería que Alma se sintiera frustrada: por eso intentó disuadirla de que contrajera matrimonio tan joven y abandonase la universidad para ayudar a costear los estudios de Mort en la facultad de arquitectura trabajando de secretaria en una empresa de envasado de alimentos. «Un día te despertarás y te sentirás frustrada», le dijo. Alma se pregunta a veces si la palabra «frustrada» define lo que siente, pero por lo general concluye que no.

Mucho antes de esa época, su padre intentó que se interesara por el ajedrez, las matemáticas y la filatelia, entre otras cosas. Esas actividades dejaron poca huella en Alma, al menos que ella sepa. A la edad previsible se obsesionó con el maquillaje y la ropa, y sus calificaciones de álgebra bajaron en picado. Con todo, conserva una imagen nítida del juego de química, con los tubos de ensayo en miniatura, la abrazadera de alambre para sostenerlos, la mecha para calentarlos y las botellitas con tapón de corcho, tan fascinantes como la cristalería de una casa de muñecas, llenas de sustancias misteriosas: cristales, polvos, soluciones, pociones. Seguro que algunas debían de ser venenosas; es probable que ya no se vendan juegos de química como aquel para niños. Alma se alegra de haberlo tenido, pues a fin de cuentas se trataba de alquimia, y como magia lo presentaba el manual de instrucciones: «Sorprende a tus amigos. Convierte el agua en leche. Convierte el agua en sangre». También recuerda la terminología, aunque el significado de las palabras se ha vuelto confuso con el tiempo. «Precipitado.» «Sublimación.»

Había una sección dedicada a la realización de trucos con objetos domésticos corrientes, por ejemplo, cómo meter un huevo duro en una botella de leche, cuando aún no había botellas de leche. (Alma piensa en ellas y ve la nata flotando en la superficie, saborea los tapones de cartón que suplicaba que le dejaran lamer, huele las deyecciones de los caballos que tiraban de los carros; se está haciendo vieja.) Cómo agriar la leche en un instante. Cómo hacer tinta invisible con zumo de limón. Cómo evitar que las manzanas peladas se oscurezcan. De esta sección del manual de instrucciones -la mejor, pues ¿quién puede resistirse a la idea de que los objetos corrientes que nos rodean encierren poderes misteriosos?- ha extraído la solución sobresaturada y el epígrafe «Cómo crear un jardín de sal mágico». Era uno de sus favoritos.

La madre de Alma se quejaba de que su hija desperdiciaba la sal, pero el padre argumentaba que valía la pena pagar un precio tan insignificante a cambio de estimular la curiosidad científica de Alma. Creía que Alma estudiaba los espacios que separan las moléculas, pero no era así, como ella y su madre sabían sin decir nada. Su madre era irlandesa, en sombrío contraste con su padre, un inglés de carácter seco y amargura jovial; leía las hojas de té a sus vecinas, que lo consideraban una diversión inofensiva. Tal vez Alma haya heredado de ella sus días de mal humor, los arranques de fatalismo. Su madre no estaba de acuerdo con las teorías de su marido acerca de Alma e impedía los experimentos siempre que tenía oportunidad. Para ella, los entretenimientos de Alma en la cocina no eran sino una excusa para no hacer los deberes, pero Alma ni siquiera pensaba en eso. Le encantaban las nevadas en miniatura, el mundo cerrado y protegido que había tras el vidrio, los cristales que se formaban en el hilo, como las ilustraciones del palacio de la Reina de las Nieves en el libro de Hans Christian Andersen del colegio. No recuerda que asombrara a ninguna de sus amigas con los trucos del manual de instrucciones. Le bastaba con asombrarse a sí misma.

El agua de la olla hierve de nuevo; aún es transparente. Alma añade más sal, remueve mientras se disuelve, agrega más sal. Cuando la sal se posa en el fondo de la olla, remolineando, en lugar de desleírse, apaga el fuego. Introduce otra cuchara en el vaso antes de verter el agua caliente, pues de lo contrario se rompería. Lo sabe porque de esta forma rompió varios vasos de su madre.

Levanta la cuchara que lleva el hilo atado y empieza a sumergirlo en el vaso. Mientras lo hace, se produce un súbito destello blanquecino y la luz hace desaparecer la cocina. Su mano se desvanece, y luego aparece de nuevo, negra, como una imagen accidental en la retina. El contorno de la ventana no se altera, enmarca su mano, todavía suspendida sobre el vaso. Después la ventana se resquebraja hacia dentro, en fragmentos, como un parabrisas inastillable. Lo siguiente será la pared, que se curvará hacia ella como un globo que se hincha. Dentro de un segundo Alma percibirá el enorme y brevísimo estrépito que hace estallar sus oídos hasta ensordecerla, y luego una ráfaga de viento se la llevará.

Cierra los ojos. Puede aguantarlo o tratar de detenerlo, mantener la calma, recobrar la cocina. No es una experiencia desconocida. Le sucede una vez por semana desde hace tres meses o más, pero, pese a que es capaz de predecir la frecuencia, nunca sabe cuándo ocurrirá. Puede suceder en cualquier momento, cuando ha llenado la bañera y se dispone a meterse en el agua, cuando desliza los brazos en las mangas del abrigo, cuando está haciendo el amor con Mort o con Theo, le ha ocurrido con los dos. Siempre le pasa cuando está pensando en otra cosa.

No se trata de una especulación: es algo más cercano a una alucinación. Nunca ha sufrido alucinaciones, excepto hace mucho tiempo, cuando era estudiante y tomó ácido en un par de ocasiones. Entonces todo el mundo lo hacía, y a ella no le interesó demasiado. Contempló de forma desapasionada luces que se movían y figuras geométricas. Después se preguntó a qué venía tanta cháchara acerca de la profundidad cósmica, aunque se abstuvo de hacer el menor comentario. En aquel tiempo la gente se mostraba muy puntillosa respecto al significado de sus viajes con ácido.

Pero lo de ahora no tiene ni punto de comparación. Ha pensado que tal vez sean productos residuales del ácido, pero parece improbable que hayan tardado quince años en manifestarse, sin haberlo vuelto a probar en ese período. Al principio se asustó tanto que se planteó consultar con alguien: un médico, un psiquiatra. Tal vez sufra alguna forma de epilepsia. Quizá se esté volviendo esquizofrénica o loca. Con todo, no advierte más síntomas, solo el destello y el estrépito, la sensación de ser arrastrada por el viento y de precipitarse en las tinieblas.

La primera vez terminó tendida en el suelo. Estaba con Mort, cenando en un restaurante, durante una de sus interminables conversaciones sobre la forma más apropiada de arreglar las cosas. A Mort le encanta la palabra «arreglar», que no se cuenta entre las favoritas de Alma. Ella es una romántica: si quieres a alguien, ¿para qué se necesitan arreglos? Y si no le quieres, ¿para qué esforzarse? Mort, por otra parte, ha leído libros sobre Japón; también opina que deberían redactar un contrato matrimonial. En aquella ocasión, Alma señaló que ya estaban casados. No estaba muy segura de dónde encajaba Japón: si él quería que le frotara la espalda, de acuerdo, pero no deseaba ser la Esposa Número Uno, sobre todo si implicaba un montón de números más, en orden sucesivo o simultáneamente.

Mort tiene una novia, o así la llama Alma. La terminología se ha puesto difícil en nuestros días: «querida» ya no es una palabra apropiada, pues evoca negligés de color melocotón ribeteados de pieles y zapatillas de tacón, que ya nadie utiliza; nadie, ni tampoco la novia de Mort, una joven robusta, con el cabello cortado al estilo paje y pecas. Y «amante» no parece corresponder a las emociones que Mort experimenta con esa mujer, que se llama Fran. Fran no es nombre de querida ni de amante, sino más bien de esposa, pero resulta que la esposa es Alma. Tal vez sea el nombre lo que ha confundido a Mort. Quizá por eso no siente pasión, ternura o devoción por esa mujer, sino una mezcla de angustia, sentimiento de culpa y rencor, o eso le dice a Alma. Se desembaraza de Fran para ver a Alma y llama a Alma desde cabinas telefónicas, y Fran no lo sabe; es al revés de lo que sucedía en los viejos tiempos. Alma siente pena por Fran, lo que probablemente es una forma de defensa.

Alma no se opone a Fran, sino a la racionalización de Fran, a que Mort argumente que hay una razón justificable e incluso moral para hacer lo que hace; que los hombres son polígamos por naturaleza, y cosas por el estilo. Esto es lo que Alma no soporta. Ella también hace lo que hace porque sí, pero al menos no va predicando.

La cena resultó más difícil para Alma de lo que había previsto, y por eso bebió en exceso. Se levantó para ir al cuarto de baño y entonces sucedió. Recobró el conocimiento empapada de vino y cubierta por parte del mantel. Mort le dijo que se había desmayado. Aunque no lo expresó con estas palabras, ella adivinó que lo atribuía a un ataque de histeria, consecuencia de sus problemas con él, que hasta el momento ninguno de los dos ha definido con precisión pero que Mort piensa que son problemas de ella, no de él. Alma también adivinó que él creía que lo había hecho a propósito, para llamar la atención, para despertar su compasión e interés, para obligarlo a escucharla. Estaba enfadado. «Si estabas mareada -le dijo Mort-, haber salido a tomar el aire.»

Theo, por su parte, se sintió halagado cuando ella se desvaneció en sus brazos. Lo atribuyó a un exceso de pasión sexual, consecuencia de su técnica, aunque tampoco lo expresó con estas palabras. Complacido con ella, le acarició las manos y le ofreció un vaso de agua.

Theo es el amante de Alma, aquí no hay duda acerca de la terminología. Lo conoció en una fiesta. Él se presentó preguntándole si le apetecía otra copa. (Mort se había presentado preguntándole si sabía que los gatos no pueden caminar sobre las vallas si les cortan los bigotes; fue todo un aviso para Alma, pero no lo captó.) Ella tenía problemas con Mort, y Theo parecía estar en una situación similar con su esposa, de modo que, en comparación, se sintieron a gusto juntos. Ocurrió antes de que empezaran a acumular historia, y antes de que Theo se marchara de casa. Hasta aquel momento se habían limitado a darse achuchones, sobre todo en pasillos y vestíbulos, a besarse entre abrigos colgados y filas de chanclos.

Theo es dentista, aunque no es el dentista de Alma. Si fuera su dentista, Alma duda que hubiera terminado manteniendo con él lo que todavía no considera una aventura amorosa. Le parece que el interior de su boca, y en especial de sus dientes, es muy íntimo, de una manera antisexual; es probable que un hombre retrocediera ante tamaña evidencia de imperfección corporal, de putrefacción. (Alma no tiene los dientes feos; no obstante, un simple vistazo con ese espejito, la simple terminología, «orificio», «cavidad», «mandíbula», «molar»…)

Para Theo, ser dentista no es una vocación. No sintió la llamada de los dientes; le dijo a Alma que se había decantado por la odontología porque no sabía qué otra cosa hacer; poseía una excelente coordinación motriz, y era una forma de ganarse la vida, cuando menos.

«Podrías haber sido gigoló -le dijo Alma en aquella ocasión-. Te ganarías buenas propinas.» Theo, que no tiene un gran sentido del humor y es muy minucioso respecto a la limpieza de la ropa interior, estuvo a punto de sobresaltarse, lo que divirtió a Alma. Le gusta hacerle sentir más sexual de lo que es, porque de rebote lo hace más sexual. Ella le mima.

De manera que cuando se encontró tendida en la moqueta de Theo, que se inclinaba sobre ella, satisfecho y solícito, y le preguntaba: «Perdona, ¿he sido demasiado brusco?», no hizo nada para corregir su impresión.

«Ha sido como una explosión nuclear», respondió, y él pensó que estaba utilizando un símil. Theo y Mort tienen una cosa en común: ambos se han elegido a sí mismos como causa de esas pequeñas manifestaciones que sufre ella. Eso, o la química del cuerpo femenino, otra buena razón para no permitir que las mujeres piloten aviones, una opinión que cierta vez Alma oyó en labios de Theo.

El contenido de sus alucinaciones no sorprende a Alma. Sospecha que otras personas tienen experiencias similares o quizá idénticas, del mismo modo que, en la Edad Media, mucha gente veía, por ejemplo, a la virgen María o presenciaba milagros: chorros de sangre que cesaban con solo tocar un hueso, imágenes que hablaban, estatuas que sangraban. En nuestros tiempos no cuesta nada encontrar centenares de personas que juran haber visitado naves espaciales y conversado con extraterrestres. Alma sostiene que este tipo de delirios se produce por oleadas, como epidemias. Los súbitos fogonazos y desvanecimientos que ella tiene son tan comunes como el sarampión, pero la gente no desea admitirlo. Lo más probable es que hagan lo que ella debería hacer: correr al médico y conseguir recetas de Valium o cualquier otro comprimido que reblandezca el cerebro. No quieren que nadie piense que son inestables, pues, aunque la mayoría estaría de acuerdo en que es lógico tener miedo de aquello de lo que ella tiene miedo, existe unanimidad respecto a la intensidad de ese miedo. Sentir demasiado es anormal.

Mort, por ejemplo, cree que todo el mundo debería firmar peticiones y participar en manifestaciones. Firma todas las peticiones que caen en sus manos y se las lleva a Alma para que las firme cuando la visita legítimamente. Si ella las firmara durante alguna de sus escapadas furtivas, Fran ataría cabos, algo que ahora ni siquiera Alma desea. Mort le gusta más desde que lo ve menos. Que Fran le lave la ropa, para variar. Sin embargo, Mort va a las manifestaciones con Fran, ya que son más bien como acontecimientos sociales. Por este motivo ella evita ir a las manifestaciones; no quiere incomodar a Fran, ya muy susceptible en lo tocante a Alma. Mort tiene permiso para acompañar a Alma en determinadas circunstancias, como las reuniones de padres y profesores, pero no en otras. Mort se muestra avergonzado ante estas restricciones, pues uno de los motivos que esgrimió para dejar a Alma fue que se sentía demasiado atado.

Alma coincide con Mort en la necesidad de firmar peticiones y acudir a manifestaciones. Si todos los habitantes del mundo firmaran peticiones y fueran a manifestaciones, la catástrofe no se produciría. Ha llegado la hora de salir a la calle y dar la cara, de enfrentarse con todos los medios a la fuerza devastadora, como hace Mort mediante donativos a grupos pacifistas y cartas a políticos, a cambio de los cuales recibe comprobantes fiscales y cartas pulcramente mecanografiadas. Alma sabe que el comportamiento de Mort es sensato, o tan sensato como cualquier otra cosa, pero ella nunca ha sido una persona muy sensata. Eso era lo que su padre más le reprochaba. Nunca fue capaz de apretar entre las manos a los pájaros que chocaban contra el cristal de la ventana y se lastimaban, como su padre le había enseñado, a fin de colapsarles los pulmones. Al contrario, se empeñaba en meterlos en cajas llenas de algodón y alimentarlos con un cuentagotas, con lo que, según su padre, les causaba una larga y dolorosa agonía. De modo que él se encargaba de colapsarles los pulmones, y Alma se negaba a mirar y luego se sentía apesadumbrada.

Casarse con Mort no fue sensato. Liarse con Theo no fue sensato, como tampoco lo es ni lo ha sido nunca la ropa de Alma y en especial los zapatos. Alma sabe que, si un día se declarase un fuego en la casa, esta ardería hasta los cimientos antes de que ella fuera capaz de tomar una decisión, aun cuando tuviera toda clase de posibilidades (extintores, el teléfono de los bomberos, paños húmedos para cubrirse la nariz). Así pues, ante el exuberante optimismo de Mort, se encoge de hombros por dentro. Se esfuerza en creer, pero es una incrédula y no se enorgullece de serlo. La triste verdad es que en el mundo hay mucha más gente como ella que como Mort. De todos modos, hay mucho dinero invertido en las bombas. Sin embargo, no quiere llevarle la contraria ni decir nada negativo. Las peticiones son tan constructivas como cualquier otra afición, y las manifestaciones lo mantienen activo y feliz. Es un hombre musculoso, de rostro rubicundo, propenso a engordar, que necesita quemar energía para evitar un infarto, según le ha dicho el médico. Es una buena forma de pasar el tiempo.

Theo, por su parte, aborda la cuestión no abordándola en absoluto. Vive su vida como si no la tuviera, con un talento para el olvido que Alma le envidia. Se limita a empastar dientes, uno tras otro, como si todos y cada uno de los pequeños ajustes que realiza en la boca de la gente fueran a importar dentro de diez años, de cinco, o incluso de dos. En sus momentos de mayor cinismo, Alma piensa que tal vez utilicen las fichas dentales de Theo para identificar cadáveres, si queda algo para identificar, si la identificación merece alguna prioridad, cosa que ella duda. Alma ha intentado hablar del tema un par de veces, pero Theo ha dicho que no cree que se saque nada de los pensamientos negativos. Sucederá o no sucederá, y, si no sucede, la principal preocupación será la economía. Theo hace inversiones. Theo está planificando su jubilación. Theo es una persona estrecha de miras y Alma, no. Ella no confía en la capacidad de la gente para salir de este agujero y carece de valor para meter la cabeza en él. La cosa está ahí, en un rincón de todos los lugares a los que va, como un desconocido cuyo rostro se podría ver perfectamente con solo volver la cabeza, pero Alma no vuelve la cabeza. No quiere mirar. Se dedica a sus asuntos, casi siempre, excepto durante estos lapsos sin importancia.

A veces se dice que no es la primera vez que la gente piensa en la inminencia del fin del mundo. Ya ocurrió antes, durante la peste negra, por ejemplo, que Alma recuerda como uno de los puntos culminantes del segundo curso de la facultad. El mundo no se terminó, por supuesto, pero creer que iba a acabarse produjo casi el mismo efecto.

Algunas personas decidieron que era culpa suya y se dedicaron a flagelarse, o a flagelar a quien tenían más a mano. Otros empezaron a rezar muchísimo, lo que resultaba más sencillo entonces, pues tenían una idea de a quién se dirigían. Alma cree que ahora no es un hábito mental en el que se pueda confiar, pues existen las mismas posibilidades de que apriete el botón un maníaco religioso norteamericano deseoso de jugar a ser Dios y contribuir al Apocalipsis al mismo tiempo, alguien que crea que él y otros pocos elegidos resucitarán incorruptibles, y que todos los demás se pudrirán. Mort dice que es un error en el que no es probable que caigan los rusos, quienes han desechado la otra vida y han de tomarse esta muy en serio. Mort dice que los rusos juegan mejor al ajedrez, pero eso no es un gran consuelo para Alma. Los esfuerzos de su padre por enseñarle a jugar al ajedrez fueron infructuosos, pues Alma tenía la costumbre de personificar las piezas y lloraba cuando se comían a su reina.

Otra posibilidad sería levantar una tapia alrededor, arrojar los cuerpos fuera y llevar siempre encima naranjas con clavos de olor hincados. Construir refugios subterráneos. Publicar manuales de instrucciones.

O robar objetos de las casas abandonadas, arrancar los collares de los cadáveres.

O hacer lo que hace Mort. O hacer lo que hace Theo. O hacer lo que hace Alma.

Ella cree que no hace nada. Se acuesta por la noche, se levanta por la mañana, cuida de Carol, comen, hablan, a veces ríen, ve a Mort, ve a Theo, busca un trabajo mejor, pero de una manera que no la convence. Rumia la idea de volver a la universidad y obtener la licenciatura: Mort dice que correrá con los gastos, ambos están de acuerdo en que es justo, pero Alma duda que vaya a aceptar cuando llegue el momento. Ella tiene emociones: quiere a la gente, se irrita, se alegra, se deprime. Sin embargo, no puede considerar estas emociones con la misma solemnidad de antes. Su vida nunca le había parecido tan muelle, como si la hubieran desembarazado de toda responsabilidad. Flota. En la televisión pasan un anuncio, probablemente de leche, que muestra a un hombre sobre la cresta de una ola, en una tabla de surf: se mueve, pero está inmóvil, como si el tiempo no existiera. Así se siente Alma: fuera del tiempo. El tiempo presupone un futuro. Unas veces experimenta este estado como apatía; otras, como alborozo. Puede hacer lo que quiera, pero ¿qué quiere?

Recuerda otra cosa que hizo la gente durante la peste negra: abandonarse a sus instintos. Se zampaban las provisiones para el invierno, robaban comida y se atiborraban, bailaban en las calles, copulaban indiscriminadamente, con el primero que pasaba. ¿Es ahí adonde se dirige sobre la cresta de su ola?

Alma apoya la cuchara sobre el borde del vaso. El agua se está enfriando y de la solución empieza a surgir la sal. Forma en la superficie pequeñas islas transparentes que se espesan conforme se crean los cristales, luego se rompen y descienden hacia el fondo, como nieve. Una fina capa blanca de sal recubre el hilo. Se arrodilla para tener los ojos al nivel del vaso, apoya la barbilla y las manos en la mesa, observa. Sigue siendo mágico. Cuando Carol regrese del colegio, el vaso contendrá un auténtico invierno. El hilo semejará un árbol después de una cellisca. Le parece increíble la belleza del resultado.

Al cabo de un rato se incorpora y pasea por la casa. Atraviesa la blancuzca sala de estar, que Mort considera de estilo japonés «dentro de lo que cabe», pero que a ella siempre le ha recordado un dibujo para colorear en el que solo se ha pintado una cuarta parte; llega a la pared desnuda del final y sube por la escalera de la que Mort quitó el pasamanos. También eliminó demasiadas paredes, omitió demasiadas puertas; quizá fue eso lo que falló en su matrimonio. La casa es una de las más grandes de Cabbagetown. Mort, especializado en remodelaciones, se encargó de las obras, y le gusta llevar a gente para enseñársela. Todavía la considera el equivalente de un folleto de propaganda. Alma, que empieza a hartarse de ir a abrir la puerta con su segunda mejor bata y el cabello envuelto en una toalla para toparse con cuatro hombres trajeados, encabezados por Mort, está pensando en cambiar las cerraduras. Pero sería demasiado definitivo. Mort aún piensa que la casa es suya, y a ella la ve como una parte de la casa. De todos modos, ahora que la construcción de viviendas ha caído en picado, y teniendo en cuenta quién paga las facturas, debería alegrarse de colaborar siquiera una pizca, aunque Mort evite con todo cuidado mencionarlo.

Entra en el cuarto de baño, de un blanco inmaculado, abre los grifos, llena la bañera de agua, que tiñe de azul con un chorrito de un gel alemán, se mete dentro, suspira. Algunas amigas suyas se introducen en tanques de aislamiento y flotan en total oscuridad durante horas y horas; afirman que es muy relajante y que permite entrar en contacto con el yo más profundo. Alma ha decidido pasar de esa experiencia. Sin embargo, en la bañera es donde se siente más a salvo (nunca se ha desmayado en ella) y al mismo tiempo más vulnerable (si se desmayara en la bañera, podría ahogarse).

Cuando Mort todavía vivía con ella y Carol era más pequeña, solía encerrarse con llave en el cuarto de baño, por la sencilla razón de que la puerta podía cerrarse, y se dedicaba a lo que llamaba «pasar el tiempo conmigo misma», que equivalía a soñar despierta. Es una costumbre que conserva.

Durante una época que ahora parece muy lejana, pero que en realidad se remonta a dos meses atrás, Alma se entregaba de vez en cuando a una fantasía relativamente agradable. En esta fantasía, ella y Carol vivían en una granja, en la península de Bruce. Estuvo allí de vacaciones en cierta ocasión, con Mort, antes de que Carol naciera, cuando el matrimonio parecía ir bien. Recorrieron en coche la península y visitaron la isla de Manitoulin, en el lago Hurón. Fue entonces cuando se fijó en las granjas, en lo pobres y marginales que eran, en la cantidad de piedras que se habían arrancado de los campos y amontonado a modo de señales y demarcaciones. Eligió una de esas granjas para su fantasía, suponiendo que nadie más la querría.

Mientras lavaban los platos después de comer en la cocina de la granja, Carol y ella se enteraban por la radio del inminente ataque aéreo. (Algo improbable, ahora se da cuenta: sería demasiado rápido para que pudiera saberse en la radio.) Por suerte, cultivaban sus propias hortalizas, de modo que tenían muchísimas. Alma no sabía exactamente cuáles. Al principio incluía, por error, el apio, hasta que comprendió que el apio no podía crecer en un suelo como aquel.

Las fantasías de Alma son ricas en detalles. Primero las bosqueja, luego las repasa, les añade botones y cremalleras. Para esta en particular necesitaba comprar las semillas apropiadas y pedir consejo al dueño de la ferretería. «¿Apio?», dijo él. (Era el típico comerciante de pueblo, calvo y paternalista, con los pantalones sujetos con tirantes y la camisa blanca manchada de sudor en las axilas. Sin embargo, su cordialidad era engañosa. Probablemente la despreciaba. Probablemente contaba chismes sobre ellas a sus compinches en la cervecería, una mujer soltera con una hija, viviendo sola en aquella granja. Los compinches pasarían con sus grandes coches de segunda mano por delante de la casa y la observarían con atención. Ella se lo pensaría dos veces antes de salir en pantalones cortos y agacharse para arrancar las malas hierbas. Si la violaban, todo el mundo sabría quién era el culpable pero nadie lo diría. El hombre diría después de unas cuantas cervezas que ella se lo había buscado. Alma ha de reflexionar con toda seriedad sobre este aspecto de la vida rural antes de dar el paso.)

«¿Apio? -dijo-. ¿Aquí? Señora, está usted de broma.» Por lo tanto, Alma se olvidó del apio, que tampoco se habría conservado muy bien.

Pero había remolachas, zanahorias y patatas, productos que podían almacenarse. Cavaron una gran bodega en la ladera de la colina; tenía una puerta inclinada, con una buena capa de suciedad en la parte exterior. La bodega era mucho más que una simple bodega: contaba con varias estancias, por ejemplo, y con luz eléctrica (pero ¿de dónde provenía la electricidad? Detalles como este, cuando se examinaban con detenimiento, contribuían a destruir la fantasía, pero Alma inventó para la electricidad un pequeño generador alimentado por un flujo de agua procedente del estanque).

Sea como fuere, Carol y ella no se asustaron cuando oyeron la noticia por la radio. Caminaron sin prisa hacia la bodega, entraron y cerraron la puerta. No se olvidaron de la radio, que era un transistor, aunque no serviría para nada después del primer ataque, que destruiría todas las emisoras. Había hileras e hileras de agua embotellada en los estantes que cubrían una pared. Allí se quedaron, comiendo zanahorias, jugando a las cartas y leyendo libros entretenidos, hasta que pasó el peligro y pudieron salir a un mundo en el que lo peor ya había sucedido y, por lo tanto, nada había que temer.

Esta fantasía ya no se sostiene. No podía mantenerse durante mucho tiempo, con los detalles concretos que Alma considera necesarios, antes de que empezaran a irrumpir preguntas prácticas sin respuesta (¿y la ventilación?). Por añadidura, Alma solo tenía una idea aproximada de cuánto tiempo deberían permanecer en la bodega hasta que el peligro pasara. Y también estaba el problema de los refugiados, los merodeadores, que se enterarían de la existencia de las patatas y las zanahorias e irían por ellas (¿con palos, con fusiles?). Como Carol y ella estaban solas, era preciso armarse. Alma se equipó primero con un rifle, luego con varios, para hacer frente a los saqueadores, pero siempre la superaban en número y en armamento.

No obstante, el punto más débil residía en que, aun en el caso de que todo saliera bien y fuera posible escapar y sobrevivir, Alma consideraba que no podía marcharse así como así y abandonar a los demás a su suerte. Quería incluir a Mort, pese a que se había portado mal y no estaban lo que se dice juntos, y si le hacía un sitio a él no podía negárselo a Theo. Sin embargo, este no iría sin su mujer y sus hijos, por supuesto, y además estaba Fran, la novia de Mort, a quien no sería justo excluir.

Esta situación duró bastante, sin las disputas que Alma preveía. La perspectiva de una muerte inminente templa los ánimos, y Alma disfrutó una temporada de la gratitud que su generosidad inspiraba. Sostenía conversaciones íntimas con las otras dos mujeres sobre sus respectivos hombres y se enteraba de algunas cosas que desconocía; las tres estaban a punto de hacerse muy buenas amigas. Por la noche, sentadas a la mesa de la cocina que había aparecido en la bodega, pelaban zanahorias y recordaban la época en que vivían en la ciudad y no se conocían, salvo indirectamente, a través de los hombres. Mort y Theo se sentaban en un rincón y bebían el whisky que habían traído, mezclado con agua de botella. Los niños se entendían de maravilla.

Sin embargo, la bodega era demasiado pequeña y no había forma de ampliarla sin abrir la puerta. Luego se planteó la cuestión de quién dormiría con quién y cuándo. El disimulo era casi imposible en un espacio tan reducido, y había tres mujeres y solo dos hombres. Este aspecto se parecía en exceso a la vida real de Alma, pero sin la ventaja de domicilios diferentes.

Cuando la esposa y la novia insistieron en incluir a sus padres, tíos y tías (¿y por qué había dejado Alma de lado a los suyos?), la fantasía se superpobló y rápidamente se volvió inhabitable. El problema de Alma estribaba en que no tenía elección. Es el problema que ha tenido toda su vida. Es incapaz de fijar límites. ¿Quién es ella para decidir, para juzgar a la gente de esta manera, para decir quién ha de morir y quién merece la oportunidad de vivir?

La colina de la bodega, perforada por infinidad de túneles, completamente minada, se vino abajo y todos perecieron.

Cuando Alma ha terminado de secarse y empieza a friccionarse el cuerpo con loción, suena el teléfono.

-Hola, ¿qué estabas haciendo? -dice la voz.

-¿Quién es? -pregunta Alma, y luego se da cuenta de que es Mort. Le da vergüenza no haber reconocido su voz-. Ah, eres tú. Hola. ¿Llamas desde una cabina?

-He pensado que podría pasar a verte -dice Mort con complicidad-. Si vas a estar en casa, claro.

-¿Con o sin excusa?

-Sin -responde Mort. Lo que esto significa es bastante claro-. He pensado que podríamos tomar algunas decisiones. -Intenta ser suavemente persuasivo, pero solo consigue resultar un poco inoportuno.

Alma no dice que él no necesita su ayuda para tomar decisiones, pues parece tomarlas con bastante rapidez por sí solo.

-¿Qué tipo de decisiones? -pregunta con cautela-. Creía que habíamos acordado una moratoria para las decisiones. Fue tu última decisión.

-Te echo de menos -dice Mort, dejando flotar las palabras, con una voz grave que parece indicar anhelo.

-Yo también te echo de menos -dice Alma, para cubrirse las espaldas-, pero le he prometido a Carol que esta tarde le compraría un equipo de gimnasia de color rosa. ¿Qué tal esta noche?

-Esta noche me es imposible.

-¿Quieres decir que no te dejan salir a jugar?

-No seas sarcástica -dice Mort, un tanto rígido.

-Lo siento -miente Alma-. Carol quiere que vengas el domingo para ver Fraggle Rock con ella.

-Quiero verte a solas.

De todas maneras, queda para el domingo y dice que volverá a llamar para confirmarlo. Alma le dice adiós y cuelga con una sensación de alivio muy diferente de los sentimientos que experimentaba cuando se despedía de Mort por teléfono en el pasado, y que eran, consecutivamente, amor y deseo, negociación de asuntos cotidianos, frustración porque no se decían lo que debían decirse, desesperación y pena, irritación y cierta sensación de que la estaba jodiendo. Continúa friccionándose el cuerpo, prestando especial atención a los codos y las rodillas. Cuando empiezas a parecerte a un pollo de cuatro patas, es ahí donde primero se nota. Aunque se acerca el fin del mundo, Alma prefiere estar en forma.

Decide tomar el tranvía. Tiene coche y sabe conducir, conduce muy bien, pero últimamente apenas lo usa. Se decanta por medios de transporte que no exigen ninguna decisión consciente por su parte. Incluso preferiría que la remolcaran, con un tractor a ser posible.

La parada del tranvía se encuentra delante de una tienda de alimentos dietéticos, con el escaparate lleno de orejones de albaricoque y uvas pasas espolvoreadas de harina de algarroba, mágicos manjares que preservan de la muerte. Alma también ha pasado por la fase macrobiótica: conoce a la perfección los elementos de esperanza supersticiosa que implica consumir tales talismanes. Sería igual de eficaz ensartar las uvas pasas en un hilo y colgárselas del cuello, para ahuyentar a los vampiros. En la pared de ladrillo de la tienda, entre el escaparate y la puerta, alguien ha escrito con aerosol: JESÚS TE ODIA.

Llega el tranvía y Alma sube. Se dirige a la estación de metro, donde bajará y comprará rápidamente un equipo de gimnasia de color rosa y dos pares de calcetines de verano para Carol, bajará por las escaleras y tomará un metro que vaya hacia el norte, utilizando el billete de transbordo que ha guardado en el bolso. Se supone que no se debe utilizar el billete de transbordo si se hace un alto en el trayecto, pero Alma se siente atrevida.

El tranvía va bastante lleno. Se queda cerca de la puerta posterior, mirando por la ventana, sin pensar en nada concreto. Es uno de los primeros días soleados y hace calor; las cosas brillan en exceso.

De repente, algunas personas que están cerca de la puerta posterior empiezan a gritar: «¡Pare, pare!». Alma no las oye al principio, o las oye pero sin comprender: percibe un ruido, pero cree que se trata de adolescentes montando el número, alborotando, como es habitual. El conductor del tranvía debe de pensar lo mismo, porque continúa adelante, a toda pastilla, mientras cada vez más personas gritan y luego chillan: «¡Pare, pare, pare!». Entonces Alma también se pone a chillar, porque ve lo que pasa: la puerta trasera ha atrapado el brazo de una chica, que está siendo arrastrada por el vehículo. Alma no la ve, pero sabe que está ahí.

Alma empieza a patalear como una niña contrariada y grita «¡Pare, pare!» con el resto de los pasajeros, pero el conductor sigue adelante, indiferente. Alma desea que alguien le arroje algo o le golpee, pero ¿por qué no se mueve nadie? Están demasiado apretados, y los de delante no ven lo que ocurre. Transcurren horas que en realidad son minutos, y por fin el conductor aminora la velocidad y frena. Se levanta del asiento y se abre paso hacia la parte de atrás.

Por suerte hay una ambulancia junto al tranvía, y meten en ella a la chica. Alma no puede ver su rostro ni si está malherida, a pesar de que estira el cuello, pero oye los sonidos que emite; no son sollozos ni gemidos, sino algo más animal y lastimero, más aterrorizado. Lo más horrible no habrá sido el dolor, sino la sensación de que nadie la veía ni la oía.

Ahora que el tranvía se ha detenido y el incidente ha terminado, la gente que rodea a Alma empieza a cuchichear. Dicen que deberían despedir al conductor. Deberían quitarle el permiso, o lo que sea. Deberían arrestarlo. El hombre regresa y abre las puertas. Dice que todo el mundo ha de bajar del vehículo. Parece enfadado, como si fuera otro el culpable de la chica atrapada por la puerta y del griterío.

No están lejos de la parada del metro y de la tienda en la que Alma quiere hacer su compra furtiva: puede ir a pie. Mira hacia atrás en el siguiente semáforo. El conductor está junto al tranvía, con las manos en los bolsillos, hablando con un policía. La ambulancia ha desaparecido. Alma se da cuenta de que el corazón le late muy deprisa. «Así sucede en los disturbios -piensa- o en los incendios: alguien empieza a gritar y te encuentras metida en el ajo, sin saber qué pasa. Todo ocurre con gran rapidez y cierras los oídos a las peticiones de auxilio.» Si la gente hubiera gritado «socorro» en lugar de «pare», ¿lo habría oído antes el conductor? De todas formas, la gente gritó y al final él se detuvo.

Alma no encuentra un equipo de gimnasia rosa de la talla de Carol, así que le compra uno malva. Eso tendrá repercusiones. Sube al metro, usando el billete de transbordo, y emprende su corto viaje a través de la oscuridad que contempla al otro lado de la ventanilla, viendo su rostro flotar en el cristal que la aísla de ella. Se ha sentado con las manos enlazadas alrededor del paquete que lleva en el regazo y empieza a examinar las manos de la gente sentada frente a ella. Últimamente lo hace a menudo: se fija en cómo son las manos, en que son casi luminosas, incluso las de los ancianos, manos nudosas con venas azules y manchas. Estos síntomas del envejecimiento ya no la asustan como un presagio de su futuro, al contrario que antes; ya no la repelen. Da igual que sean de hombres o de mujeres; las manos que está mirando ahora pertenecen a una mujer de mediana edad normal y corriente; son toscas y deformes, con las uñas mal cortadas pintadas de naranja, y aferran un bolso de cuero marrón.

A veces debe refrenar el impulso de levantarse, cruzar el pasillo, sentarse y agarrar esas manos ajenas. Se producirían malentendidos. Recuerda que se sintió así, hace mucho tiempo, cuando volaba hacia Montreal para reunirse con Mort, que estaba en un congreso. Planeaban disfrutar luego de unas minivacaciones juntos. Alma estaba entusiasmada ante la perspectiva de la habitación de hotel, el aroma a lujo y sexo ilícito que les rodearía. Anhelaba utilizar las toallas de baño y dejarlas caer al suelo sin preocuparse de quién iba a lavarlas después. Pero el avión empezó a dar bandazos y Alma se asustó. Cuando bajó en picado, como un ascensor, agarró la mano del hombre sentado a su lado; en realidad, poco importaba a qué mano se asiera si el avión se estrellaba. De todas formas, le proporcionó una sensación de seguridad. Luego, por supuesto, él intentó ligársela. Fue muy amable hasta el final. Le dijo que vendía bienes raíces.

A veces estudia las manos de Theo, dedo a dedo, uña a uña. Las frota sobre su cuerpo, se introduce los dedos en la boca, enrosca la lengua en torno a ellos. Él cree que es puro erotismo. Cree que es la única persona en cuyas manos ella piensa de esa forma.

Theo vive en un edificio alto cercano a su consultorio, en un apartamento de dos habitaciones. Al menos Alma cree que vive allí. Es donde siempre se citan, porque a Theo no le gusta ir a casa de Alma, y eso hace que se sienta un poco como una call girl, aunque no le desagrada. Theo todavía considera que su casa es territorio de Mort. No piensa en Alma como territorio de Mort, sino solo en la casa, del mismo modo que su propia casa, donde viven su esposa y sus tres hijos, es aún su territorio. Así la llama: «mi casa». Va allí los fines de semana, igual que Mort a casa de Alma. Esta sospecha que Theo y su esposa retozan en la cama, igual que ella y Mort, como estudiantes en las universidades de los años cincuenta, que se juraban guardar el secreto mutuamente. Ambos se dicen que Fran nunca se enterará. Alma no ha sido muy explícita sobre Theo con Mort, si bien ha insinuado que hay alguien. Eso animó a Mort. «Supongo que no tengo derecho a quejarme», dijo.

«Supongo que no», repuso Alma. Es ridículo cómo se comportan los cinco, pero a Alma le parecería igualmente ridículo no acostarse con Mort. Después de todo, es su marido. Siempre lo ha hecho. Además, la situación actual ha obrado maravillas en sus relaciones sexuales. A Alma le sienta bien ser una fruta prohibida. Nunca lo había sido.

Con todo, no quiere saber si Theo sigue acostándose con su esposa. En cierta manera, él está en su derecho, pero se pondría celosa. Por extraño que parezca, no le importa mucho lo que ocurra entre Mort y Fran. Mort ya le pertenece por completo; conoce cada pelo de su cuerpo, cada arruga, cada ritmo. Puede relajarse con él casi sin pensarlo, y complacerle no requiere ningún esfuerzo consciente. Es Theo el territorio inexplorado, es con Theo con quien ha de estar alerta, ir con cuidado, no dejarse engañar por una falsa sensación de seguridad. Theo, que a primera vista parece más amable, más considerado, más vacilante. Para Alma, Theo es un pantano, mientras que Mort es un bosque. Ha de avanzar con cautela, preparada para retroceder. Sin embargo, se muestra posesiva con respecto a su cuerpo, más pequeño, más ligero, más nervudo que el de Mort. No quiere que otra mujer lo toque, en especial la que ha tenido más tiempo que ella para conocerlo. La última vez que vio a Theo -aquí, en el edificio de apartamentos, en cuyo blanco e impersonal vestíbulo ahora entra-, él le dijo que deseaba enseñarle algunas fotos recientes de su familia. Alma se excusó y fue al cuarto de baño. No quería ver una fotografía de la mujer de Theo, pero al mismo tiempo tuvo la sensación de que mirarla constituiría una vulneración de ambas; Theo utiliza a dos mujeres para que se anulen mutuamente. Ha llegado a pensar que ella es a la esposa de Theo lo que la novia de Mort es a ella: la usurpadora, pero también alguien que merece compasión por lo que no se le concede.

Sabe que el actual equilibrio de fuerzas no durará. Tarde o temprano, se ejercerán presiones. A los hombres no se les permitirá ir de una mujer a otra, de una casa a otra. Se levantarán barreras, se colocarán señales: QUÉDATE O LÁRGATE. Y con toda razón; sin embargo, no será Alma quien ejerza esas presiones. Le gusta la actual situación. Ha decidido que prefiere tener dos hombres en lugar de uno: eso mantiene las cosas en equilibrio. Los quiere a ambos, los desea a ambos, y esto significa que, ciertos días, no quiere ni desea a ninguno. Le ahorra angustias, la hace menos vulnerable e invita a pensar en múltiples futuros. Theo puede volver con su esposa o desear vivir con Alma. (Hace poco le hizo una pregunta inquietante -«¿Qué quieres?»-, que ella esquivó.) Mort puede desear volver o decidir quedarse con Fran. Alma puede perder a los dos y quedarse sola con Carol. Este pensamiento, que en otra época la hubiera llevado al pánico y a una depresión no ajena a cuestiones económicas, no la preocupa mucho en este momento. Quiere seguir así para siempre.

Alma entra en el ascensor y sube. La ingravidez la rodea. Es un lujo; toda su vida es un lujo. Theo, que le abre la puerta, es un lujo, sobre todo su piel, suave, bien alimentada, más oscura que la suya, herencia de su parte de sangre griega, de una o dos generaciones atrás, y que huele a productos cosméticos penetrantes y dulzones. Theo la asombra, le quiere tanto que apenas puede verlo. El amor la abrasa, y abrasa las facciones de Theo, de modo que solo distingue en el apartamento escasamente iluminado un contorno, resplandeciente. No está sobre la ola, sino en su seno, cálido y fluido. Esto es lo que quiere. Ni siquiera llegan al dormitorio, sino que se derrumban sobre la alfombra de la sala de estar, donde Theo le hace el amor como si corriera tras un tren que nunca alcanzará.

Pasa el tiempo y los detalles de Theo reaparecen, un lunar aquí, una peca allá. Alma le acaricia la nuca y alza la mano para mirar a hurtadillas el reloj: ha de volver antes de que llegue Carol. No debe olvidar el equipo de gimnasia, que ha dejado tirado dentro de su bolsa de plástico al lado de la puerta, junto con el bolso y los zapatos.

-Ha sido magnífico -dice, y es cierto.

Theo sonríe, le besa la cara interna de la muñeca, que sostiene durante unos segundos como si le tomara el pulso, recoge la combinación del suelo, se la tiende con ternura y deferencia, como si le ofreciera un ramo de flores. Como si ella fuera una dama en el dibujo de una caja de bombones. Como si ella fuera a morirse y solo él lo supiese y quisiera ocultárselo.

-Espero -dice Theo con tono jovial- que cuando esto termine no seamos enemigos.

Alma se queda helada, con la combinación a medio poner. Luego se introduce en ella una corriente de aire, un jadeo silencioso, un chillido al revés, porque se ha dado cuenta enseguida: no ha dicho «si», sino «cuando». En la cabeza de Theo hay un calendario. Durante todo este tiempo en que ella ha negado el tiempo, él ha estado contando los días, haciendo una pequeña cuenta atrás. Theo cree en la predestinación. Cree en la fatalidad. Ella debería haber sabido que, siendo una persona tan ordenada, Theo sería incapaz de soportar la anarquía para siempre. Han de salir del agua, pues, y pisar tierra firme. Ella necesitará más ropa, porque hará frío en ese lugar.

-No seas tonto -dice Alma, mientras se sube hasta la cintura el satén de imitación como si fuera una sábana-. ¿Por qué íbamos a ser enemigos?

-Suele pasar -contesta Theo.

-¿He dicho o hecho algo que te haya llevado a pensar eso? -pregunta Alma. Tal vez Theo vaya a volver con su mujer. O tal vez no, pero haya decidido que ella no le conviene, no para todos los días, no para el resto de su vida. Todavía cree que habrá una. Y ella también, pues de lo contrario no estaría tan disgustada.

-No -dice Theo, rascándose una pierna-, pero son cosas que pasan. -Deja de rascarse, la mira, de esa manera que antes ella creía sincera-. Solo quiero que sepas que te aprecio demasiado para eso.

«Aprecio.» ¿Final o continuación? Como le sucede a menudo con Theo, no sabe muy bien qué está diciendo. ¿Le está expresando devoción o se ha terminado de verdad, sin que ella se diera cuenta? Está acostumbrada a pensar que en una relación como la de ambos se da todo y no se pide nada, pero quizá sea al revés. No se da nada. Nada se da por sentado. Alma se siente de repente demasiado visible, demasiado evidente. Tal vez debería volver con Mort y hundirse de nuevo en la invisibilidad.

-Yo también te aprecio -dice. Acaba de vestirse mientras él continúa estirado en el suelo, mirándola con afecto, como quien dice adiós con la mano a un barco que zarpa, sin dejar de pensar en el momento en que podrá marcharse a cenar. No le importa lo que vaya a hacer ella a continuación.

-¿Pasado mañana? -pregunta Theo, y Alma, que desea estar equivocada, le devuelve la sonrisa.

-Suplícamelo -dice.

-No se me da bien. Ya sabes lo que siento.

En otro momento, Alma ni siquiera se habría detenido a pensar en esto; habría estado segura de que él sentía lo mismo que ella. Ahora llega a la conclusión de que es una cuestión de cortesía fingir que le comprende. O, pensándolo bien, quizá sea una excusa para que Theo nunca se vea obligado a poner las cartas sobre la mesa, a confirmar algo o a dar explicaciones.

-¿A la misma hora? -pregunta Alma.

Se abrocha el último botón. Recogerá sus zapatos en la puerta. Se arrodilla, se inclina para besarle. Entonces se produce un deslumbrante destello luminoso y Alma cae al suelo.

Cuando recobra el conocimiento, está tendida en la cama de Theo. Él está vestido (por si tuviera que llamar a una ambulancia, piensa ella), sentado a su lado, cogiéndole la mano. Esta vez no se muestra complacido.

-Creo que tienes la presión baja -dice, incapaz de achacarlo a la excitación sexual-. Deberías hacerte una revisión.

-Esta vez pensé que iba en serio -murmura Alma, que se siente aligerada, tan aligerada que la cama parece ingrávida, como si flotara en el agua.

Theo no ha comprendido el sentido de la frase.

-¿Te refieres a que hemos terminado? -pregunta, con resignación o con alegría, ella no lo sabe a ciencia cierta.

-No hemos terminado -dice Alma. Cierra los ojos; dentro de un minuto se sentirá menos aturdida, se levantará, hablará, caminará. En este preciso instante la sal se desborda detrás de sus ojos, cae como nieve, se hunde en el océano, deja atrás el coral muerto, se acumula en las ramas del árbol de sal que emerge de las dunas de cristal blanco que hay en el fondo. Diseminadas en la arena se ven las espinas de muchos pececillos. Es muy hermoso. Nadie puede destruirlo. «Cuando todo haya terminado -piensa-, aún permanecerá la sal.»

 

FIN