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4 de abril de 2025

EL DINOSAURIO y La Mascota [Relato de Paya Frank]

 



Cuando Julio vio que en el patio de su casa se levantaba el piso formándose una montaña, soltó el triciclo y el oso colorado y corrió a la cocina a buscar a su mamá.

-¡Mamá, mamá -gritó-, ya está llegando la cordillera de los Andes!

La señora se enjuagó las manos, las secó en el delantal y fue a ver.

El perro Jamperes ya había estado escarbando y sobre la montaña se veía algo blanco tapado por la tierra.

-¡Dios mío! -exclamó la mamá y llamó al abuelo que estaba leyendo el diario en la sala.

Con picos y palas se subieron todos y comenzaron a cavar.

Al rato apareció un huevo. Un huevo enorme.

-Es un huevo de vaca -dijo Julio-.

 de elefante?.

Se quedaron atentos los tres, muy quietos, en silencio, por si el huevo hacía algún movimiento sospechoso. Pero como nada ocurría, trajeron la pava y se pusieron a tomar mate cebado mientras esperaban.

Por la tarde, el huevo empezó a cascarse hasta que se rompió un pedazo y salió la cabeza de un bicho horrible con aire desorientado.

-¿Podemos quedarnos con él? - preguntó Julio en seguida.

-¡Es un marciano! -dijo la mamá asustada-. ¡Nos está invadiendo!

El abuelo lo miraba serenamente fumando su pipa.

-No, señor -dijo al fin-. Es un dinosaurio.

-¿Un qué? -preguntaron al mismo tiempo Julio y la mamá.

-Los dinosaurios son animales que vivieron hace mucho. Ya no existen - explicó el abuelo.

-¿Son de tu época, abuelito? -preguntó Julio.

-¡Está vivo! -gritó la mamá-. ¡Se mueve! Voy a buscar el insecticida.

Pero se detuvo al ver que el dinosaurio bebé los observaba a todos con gran curiosidad. Tal vez creía que se trataba de su familia. Tenía ojos muy grandes y la cabeza se movía temblando de un lado a otro porque el cuello era flaquito y débil.

-¡Guro! -gruñó emocionado.

El perro se asustó y empezó a ladrarle.

-¡Jamperes! -llamó Julio para hacerlo callar. Jamperes volvió jadeando adonde estaba la familia.

-Bueno -dijo la mamá-. ¿Qué vamos a hacer con este animal tan horrible?

-Podemos criarlo -propuso Julio-. Yo le armaría una jaulita en el fondo.

La mamá no estaba de acuerdo y quería echarlo a la calle; pero el abuelo dijo que era muy chiquito e indefenso y no sabría qué hacer ni cómo sobrevivir en una ciudad.

-Puede vagabundear y comer cualquier cosa por ahí -sentenció la mamá, que no deseaba tenerlo en su casa-. A la noche la gente lo confundirá con un perro más.

El abuelo decidió que lo mejor sería cuidarlo hasta que creciera, porque también existía el peligro de que lo atraparan los paleontólogos.

Julio preguntó quiénes eran los paleontólogos.

-Son unos hombres que juntan huesos de dinosaurios -explicó el anciano.

La mamá quedó muy impresionada pensando que alguien podía sacarle los huesos a ese bicho que era feo, pero que empezaba a resultarle simpático.

-Está bien -aprobó la mamá-. Se quedará hasta que crezca. Después lo soltaremos en el monte.

Así, se decidió que el dinosaurio permaneciera en la casa por un tiempo.

Al principio, como no sabían con qué alimentarlo, le acercaron varias cosas: un apio de la huerta, la media sandía que había sobrado del almuerzo, el recado recién hecho para las empanadas de la cena, una goma de camión gastada, una bufanda vieja, dos tazas de porcelana rotas y una silla sin patas. El animalito abrió la boca y empezó a masticar y a tragar. Se comió todo y lo que más le gustó fueron los flecos de la bufanda, porque eran azules.

Con el pasar de los días, se hizo amigo de Jamperes. Jugaban juntos con una pelotita que les tiraba el abuelo.

A los tres meses el dinosaurio había crecido tanto que asomaba la cabeza hacia afuera por encima de la tapia del fondo.

Tuvieron que poner dos filas más de ladrillos para que la gente no lo viera. Si se conocía el secreto, podía llegar a los oídos de algún paleontólogo.

La mamá se había puesto impaciente y pensaba que ya se acercaba el momento de llevar el dinosaurio al monte para que se las arreglara solo.

-Este bicho nos va a traer problemas - decía.

Pero como Julio lloraba y el abuelo afirmaba que todavía no era tiempo, la mamá tuvo que conceder… dos años más.

En esos dos años, el dinosaurio creció muchísimo. La pared del fondo ya estaba alta como un edificio de departamentos y los vecinos se preguntaban extrañados para qué le agregaban dos o tres filas de ladrillos cada semana.

Una noche, cuando todos se habían acostado, entró en la casa un ladrón. Con mucho trabajo, escaló el muro y bajó al patio. El pobre hombre creía que la familia tenía solamente un perro chico que ladraba pero no mordía.

Así, cuando Jamperes lo vio y quiso avisar, el ladrón le tiró con un aerosol y lo dejó dormido. Confiadamente cruzó el jardín para pasar a los cuartos y de pronto, descubrió que algo enorme se le venía encima. A la luz de la luna pudo distinguir nítidamente la cabeza de un animal espantoso, lleno de dientes grandes como botellas.

-¡Guro! -escuchó que decía el monstruo.

Echó a correr gritando:

-¡Auxilio! Yo sólo quería cometer un robo sencillo.

Pero el dinosaurio lo agarró con la boca de los pantalones y lo alzó en el aire. Ahí se quedó el ladrón sin poder zafarse, hasta que el abuelo, la mamá y Julio fueron a ver qué pasaba.

-Por favor, díganle que me suelte- pedía el hombre-. Voy a confesar todo desde que le robé a mi tía el vuelto del almacén.

Había resultado ser un dinosaurio guardián.

Las luces del vecindario se habían prendido. La gente quería saber a qué se debían tantos ruidos y gritos y se agolpaba en la puerta de la casa.

Se armó tal escándalo que vino la policía y el cuerpo de bomberos para poner orden.

Al final, el secreto no pudo mantenerse más. Todos se enteraron de que en el patio un monstruo horripilante había atrapado a un ladrón.

Había detectives que tomaban declaraciones y periodistas que sacaban fotos con flashes y hacían reportajes a la familia. Los bomberos se subían a las escaleras para rescatar al ladrón, que seguía colgando de los pantalones; los vecinos iban y venían con vasos de agua para socorrer a los que se desmayaban. Jamperes se había despertado y ladraba feliz, creyendo que se trataba de una fiesta. Los chicos le preguntaban a Julio si les prestaría el dinosaurio por una tarde a cambio de dos bichos bolita, una figurita difícil y un yo­yo luminoso.

Los grandes querían saber dónde lo habían hecho entrenar.

Por fin, como todas las cosas de este mundo, pasó también esa noche. A la madrugada, la policía se llevó al ladrón, la gente se retiró y el abuelo, la mamá y Julio se fueron a dormir. Estaban rendidos y despertaron a mediodía, sobresaltados por unos golpes en la entrada.

El abuelo fue a atender y al abrir, apareció un hombre de pantalones cortos, con una lupa del tamaño de una sartén en la mano.

Llevaba puesto un sombrero de safari en las piernas y medias tres cuartos sobre la cabeza, perdón, un sombrero de safari sobre la cabeza y medias tres cuartos en las piernas. Es que cualquiera se pone nervioso cuando llega… ¿Saben quién era este hombre? ¿Este hombre, saben quién era? ¿Quién era, este hombre, saben? Era un paleontólogo que había escuchado la noticia de la noche anterior en la radio.

Con bastante desconfianza, el anciano lo hizo pasar y el dinosaurio, no bien lo vio a través del ventanal que daba a la galería, comenzó a temblar de miedo como una hoja.

Se habían levantado también Julio y la mamá.

-¿Va a sacarle los huesos? -preguntó Julio asustado.

-Debería darle vergüenza -rezongó la señora-. Pretender hacerle daño a un animal inocente.

El paleontólogo se largó a reír y les aseguró que no deseaba molestar al dinosaurio para nada.

Más tranquilos, lo invitaron a comer y les contó que lo enviaba un museo y que sólo necesitaba tomarle unas fotos y hacerle algunas radiografías con un aparatito que llevaba en su valija. Además, si ellos se lo permitían, podría visitarlos una vez por semana y escribiría apuntes sobre las costumbres del animalito.

La familia aceptó la propuesta del científico y así comenzó una nueva amistad que benefició sobre todo a Julio, al dinosaurio y a Jamperes, porque el hombre, las veces que iba, les regalaba un chupetín a cada uno.

Con la ayuda del abuelo, el paleontólogo anotó observaciones tan interesantes y revolucionarias como esta: “El dinosaurio, si alguien le arroja una pelotita, va a buscarla y la trae de vuelta”.

De esta manera, ya sin temores, no hubo necesidad de ocultar más nada y a menudo se veía pasear a toda la familia por las veredas del barrio, llevando con collar y correa a sus dos mascotas.

Desde entonces, el abuelo, la mamá, Julio, el paleontólogo, Jamperes y el dinosaurio vivieron felices y comieron perdices, aunque alguno de ellos prefiriera los flecos de bufanda; azules, por supuesto.

 

Fin

 

@ 2025 Relato de Paya Frank - Blogger

31 de marzo de 2025

Luces y Sombras {Relato de Paya Frank}

 


Debe haber alguna especie de sentido o ¿Qué vendrá después? -son cosas así las que pienso por las tardes, parado aquí en esta ventana, frente a los interminables tejados de zinc donde a veces se posan palomas, y dicho de esa forma enseguida te imaginas poéticas palomitas que revolotean, arrulladoras. Son grises, las palomas, y el ruido que hacen es siniestro como el de alas de murciélago. Conozco bien a los murciélagos, sus grititos agudos, estridentes. Pero no me quiero apurar. Pienso que si consigo darle algún tipo de orden a esto que voy diciendo habrá, en consecuencia, también algún tipo de sentido. Y pienso al mismo tiempo, o después de un rato, no lo sé muy bien, que pasados ese orden y ese sentido debe venir algo más.

¿Qué vendrá después? -le pregunto entonces a la tarde sucia detrás de los vidrios, y me siento reconfortado como si hubiera algo así como un futuro esperándome. Así como si después del té me fumara lentamente un cigarrillo mentolado, mirando a lo lejos, entibiado por el té, tranquilizado por el cigarrillo, extasiado por lo distante y principalmente atento a lo que vendrá después de este momento. Hace tiempo no tomo té, y controlo tanto los cigarrillos que, cada vez que enciendo uno, la sensación es de culpa, no de placer, ¿me entiendes?

No, no me entiendes. Sé que no me entiendes porque no estoy pudiendo ser suficientemente claro, y por no ser suficientemente claro, además de que no me entiendas, no voy a poder darle un orden a nada de esto. Por lo tanto no habrá sentido, por lo tanto no habrá después. Antes de que me haga entender, si es que lo consigo, quería por lo menos que comprendieras antes, antes de cualquier palabra, borra todo, haz de cuenta que comenzamos ahora, en este segundo y en esta próxima frase que voy a decir. Así: es un terrible esfuerzo para mí. Si me quedo aquí, parado junto a esta ventana, estoy seguro de que sucederá algo grave -y cuando digo grave quiero decir muerte, locura, que parecen leves dichas así. Necesito algo que me saque de esta ventana y enseguida, aún, del después. Querer un sentido me lleva a querer un después, los dos vienen juntos, si es que me entiendes.

Hablaba de la ventana. Podría comenzar por ella, entonces.

Es una ventana grande, de vidrio. Desde el techo hasta el suelo, vidrio que no abre, compacto. La sala es muy pequeña, no hay nada en ella a no ser una alfombra verde musgo, que me asquea hasta el vómito. Y ahora se me ocurre algo nuevo: creo que fue para no vomitar tanto ni tan frecuentemente que empecé a mirar por la ventana, dándole la espalda a la alfombra.

Entonces, los tejados.

No me preguntes cómo ni por qué, pero la ventana no da hacia una calle, como la mayoría de las ventanas suele dar. La ventana da hacia aquellos interminables tejados de zinc de los que ya hablé. Sí, sí, traté de interesarme por las manchas del zinc, sus pequeños surcos, las ondulaciones y todas esas cosas. Y realmente me interesé, durante algún tiempo. Pero los tejados son interminables, lo sabes. No, no sabes, no sabes cómo traté de interesarme por interesante . Entonces comenzó nuevamente esa sensación de náusea: los tejados se extienden hasta el horizonte, como una enorme alfombra verde. Antes de comenzar a vomitar mirando los tejados, por suerte llegaron las palomas. Pero como ya dije: son grises, el ruido que hacen es como el de alas de murciélago. Sus picos golpean frecuentemente contra el vidrio de la ventana. Si no hubiese vidrio, tocarían mi rostro. Para no vomitar, trato de mirar hacia más allá de los tejados que se funden en el infinito. No veo nada, sólo el gris pesado del cielo y el hollín que se deposita de a poco en las orillas de la ventana. Al atardecer el hollín adquiere unos tonos rosados, y después, cuando baja la oscuridad, llega el momento de encogerme sobre la alfombra para finalmente dormir.

Por la mañana, todos los días, alguien metió un pedazo de pan por la hendija de la puerta, una lata con agua, como si yo fuera un perro, y un atado de cigarrillos. No sé quién es. Escucho que constantemente rechina los dientes, lo que tal vez sea sólo un modo de sonreír. Creo que al principio fumaba mucho, por lo menos el cuarto está lleno de cenizas, de colillas, ya que no existen ceniceros y es imposible abrir la ventana, ¿me estás escuchando?

No importa. En días muy calurosos, suelo tener una visión. No sé si es una memoria o una visión. De cualquier manera, en días muy calurosos, veo claramente algo.

Son las tres de una tarde de enero. Estoy sentado en un escalón de cemento. Hay tres escalones de tierra apisonada y algunas hierbas dañinas, tal vez ortigas, hasta el umbral de una vieja puerta muy alta, con la pintura marrón medio descascarada. Estoy sentado en el segundo escalón de esa puerta. Sé que son las tres de la tarde porque las sombras son cortas y la luz del sol muy clara. Sé que es enero porque hace mucho calor. No hay ninguna nube en el cielo. La calle está desierta. La calle está cubierta por una capa de tierra suelta, roja. Del otro lado de la calle hay un muro de piedras. Nada sucede.

Puedo ver las copas de algunos paraísos al otro lado de la calle, pero están inmóviles. No hay viento. Sé que más allá del muro de piedras, más abajo, existe un río. La tarde está tan calurosa y clara que me gustaría ir hasta el río. Para eso tendría que levantarme de este escalón. Hay una leve sombra sobre mi cabeza, que alcanza para que el sol no la caliente demasiado. Estoy descalzo. No sé qué edad tengo, pero no debo haber llegado ni siquiera a la adolescencia, ya que mis piernas desnudas no tienen pelos todavía. Por estar descalzo, tal vez, no me atrevo a pisar la tierra suelta y roja del medio de la calle.

Hay pedazos de vidrio también, pedazos verdes de vidrio en medio de la tierra de la calle, de los que el sol arranca reflejos que me duelen en los ojos. A veces yo me protejo con la mano sobre la frente. Estoy bien, así. Hay tanta luz que tengo que entrecerrar un poco los ojos para mirar las cosas de frente. El calor de enero me entibia el cuerpo. Cruzo las manos sobre las rodillas. Eso me parece bueno. Estoy casi seguro de que, del otro lado de la puerta marrón, alguien prepara algo así como un baño fresco o un café nuevo. Y aunque la calle esté desierta, no me siento solo aquí en este escalón, en esta tarde.

En las noches calurosas de esos días calurosos, suelo tener otra visión. Ya no estoy en el escalón, sino detrás de aquella misma puerta, dentro de la casa. Tal vez hayan pasado años, tal vez sea sólo la noche de aquel mismo día. No hay luz. El piso es muy frío. Imagino que es un cuarto, hay mosquiteros suspendidos del techo. No estoy seguro si son mosquiteros porque no me muevo. También pienso que pueden ser telas de araña, pero prefiero no extender la mano y tocarlos -los tules, las telas- para asegurarme. Prefiero no asegurarme de nada. A través de alguna persiana abierta entra en el cuarto un fino frío de luz azulada. Hay voces allá afuera. Imagino que existan personas sentadas frente a la casa, en la cálida noche de verano. De vez en cuando, supongo, cae alguna estrella. Estoy bien así, tan bien como en el escalón.

No sé cuánto tiempo dura, ni cómo todo comienza. De a poco mis oídos van separando de las voces de allá afuera los chillidos agudos cada vez más fuertes, y después siento un rozar de alas en mi rostro. Viniendo no sé de dónde, los murciélagos invaden el cuarto. Sin querer, pienso en el techo. No puedo verlo en la oscuridad, pero de alguna forma sé que está hecho de vigas finas de madera, que sostienen ladrillos pintados de blanco. Los murciélagos revolotean alrededor, yo no me muevo. Algunos se chocan contra las paredes, después caen al suelo gritando estridentemente, finito. Entonces soy yo quien comienza a gritar. Sin moverme, los ojos cerrados, grito grito y grito hasta que todo pase, y nuevamente me encuentro encogido sobre la alfombra verde, el rostro pegado a la ventana, mirando los tejados interminables a través del vidrio.

A esa hora, casi siempre el hollín del cielo tiene esos tonos rosados. Está amaneciendo. En la puerta, el pan, la lata con agua, el atado de cigarrillos. Para recogerlos, aunque mire al frente o hacia arriba, el verde de la alfombra me invade los ojos y siempre vomito. No siempre soy lo suficientemente ágil como para, con un movimiento de cintura, evitar que el vómito caiga sobre el pan, el agua, los cigarrillos. Y cuando vomito sobre ellos, siempre escucho el rechinar de dientes atrás de la puerta. En esos días no como, no bebo, no fumo. Solo camino hasta la ventana y, desde el momento en que el rosa se deshace y el gris baja otra vez, y las palomas picotean mi rostro protegido por el vidrio, repito siempre así -debe haber alguna especie de sentido o ¿Qué vendrá después?

No lloro más. En realidad, ni siquiera entiendo por qué digo más, si no estoy seguro de haber llorado alguna vez. Creo que sí, un día. Cuando había dolor. Ahora sólo queda una cosa seca. Dentro, afuera.

Por momentos cierro los ojos y tengo la impresión de que esos tejados interminables son la única cosa que existe dentro mío, ¿me entiendes ahora? ¿Qué? Sí, tengo ganas de tirarme por la ventana, pero nunca fue posible abrirla. No, no sé qué me gustaría que me dijeras. Duerme, quién sabe, o está todo bien, o hasta olvida, olvida. No puedo. Cuando vomito sobre el pan, no consigo comer ni vomitar después. Me gusta vomitar, es un poco como si pudiera llorar. Quién sabe ¿podrías por lo menos enseñarme una forma de vomitar sin tener que comer? A pesar de mis uñas crecidas, todavía no están suficientemente largas ni afiladas como para que pueda clavarlas en mi propia garganta. Sí, debo haber leído eso en algún libro. Aun dicho así, tal vez sea esa la única salida. Me gustaría evitarla.

Dentro de mí, no puedo dejar de pensar que hay alguna especie de sentido. Y un después. Cuando pienso en eso, es entonces como si alguien danzara sobre esos interminables tejados dentro de mí. Sobre los tejados grises alguien completamente vestido de amarillo. No sé por qué exactamente amarillo, pero brilla. El viento hacía volar sus ropas y cabellos. En un gran salto abierto, ese alguien que danza alcanzaría la ventana y la abriría con un leve toque de las puntas de los dedos. Casi siempre estoy seguro de que eres ese alguien.

No, no digas nada. Prefiero no saber que no. Ni que sí. ¿Me desprecias por estar aquí así parado? Y otra vez, no digas nada. No consigo ver nítido tu rostro que las ropas y los cabellos cubren por completo, soplados por el viento. Sé también que, después del salto, me tomarías de la mano para que yo finalmente me levantara de aquel segundo escalón, y atravesara la calle de tierra suelta caliente roja para, quién sabe, sumergirnos juntos en el agua fresca del río. Hasta sé que me sacarías de ese oscuro cuarto, entre velos y telas, y matarías uno por uno a los murciélagos, para que nos sentáramos frente a la casa, sin los demás, espiando la caída vertical de las estrellas en la noche cálida de enero.

Quería pensar que es ese el sentido, que será ese el después. No sé si puedo. Hay días, como hoy, en que por más que mienta ni siquiera consigo verte, ni a tus miembros largos que el viento oculta tras las ropas. Sólo escucho los dientes que rechinan y los ruidos internos de mi propio cuerpo. Todo eso me ciega. Sácame de aquí, pidio. Y cruzo las dos manos sobre el pecho, como si sintiera frío o alejase demonios. Aprieto la cara contra el vidrio. Dos palomas, cada una de ellas picotea uno de mis ojos. Tal vez un día consigan romper el vidrio. Sin querer, me acuerdo de una vieja historia de hadas: dos palomas perforaban los ojos de dos hermanas malas, ¿te acuerdas? Había hadas, en aquella historia. No hay nadie danzando sobre los tejados. Nunca hubo. Para no ver el gris que se transforma en verde, miro por encima.

El día está muy caluroso. Cuando la tarde avance, sé que me encontrará sentado en el escalón. Y después que el gris se haya transformado en rosa y en violeta y en azul profundo y por fin en negro, sé que estaré parado en el centro de aquel cuarto, escuchando los chillidos estridentes y el batir de alas de los murciélagos. Gritaré, entonces. Muy alto, con todas mis fuerzas, durante mucho tiempo. No sé si en ese orden, si será así el después. Pero sé con seguridad que ni tú ni nadie me va a oír.

 

FIN

 

 

@ Paya Frank 2025 Blogger

28 de marzo de 2025

HACIA EL SUR {Relato de Paya Frank}

 

 


El chico se alejó del cadáver de su padre. El extraño lo había cubierto con una manta y ambos lo habían apartado a un lado de la carretera. No iban a malgastar fuerzas en enterrarlo y el chico lo comprendía perfectamente.

Antes de que el extraño volviera de mear, se acomodó el pequeño revólver en los calzoncillos como le había enseñado su padre para que no se notase el bulto.

Solo tenía una bala.

-Vamos -dijo el hombre.

El chico lo miró fijamente. Tenía barba, la cara angulosa y los pómulos marcados y quemados por el frío. Era joven, aunque no lo parecía. Iba bien abrigado y a sus espaldas cargaba una escopeta de caza.

-Tu padre estaba muy enfermo, ¿verdad?

-Sí.

-Bueno, esté donde esté, ahora se encontrará mejor.

-Ya. ¿Los demás están lejos?

-No. Están cerca.

-¿Podré ser amigo de tu sobrino?

-Seguro. Bueno, eso dependerá de ti.

-¿Tenéis comida?

-No mucha. ¿Cuánto hace que no comes?

-Dos días.

-Te daremos algo.

-Gracias.

-¿De dónde veníais?

-De Pittsburgh.

-Caramba, eso está lejos. La carretera no es segura.

-Tampoco es seguro permanecer en un sitio fijo, me lo dijo mi padre.

-¿Lo decía por los caníbales?

El chico asintió y el extraño le tendió la mano. Titubeó unos segundos, se la agarró y continuaron andando juntos por la carretera. La nieve comenzaba a cuajarse de nuevo, apenas unos centímetros, pero lo suficiente para sentir la humedad y el frío a través de las suelas rotas de sus zapatos. Desanduvo parte del camino que había hecho con su padre días antes; los árboles habían ardido y todo estaba desolado. El mundo se había convertido en una hoguera inmensa donde debían purgarse todos los pecados del hombre.

-¿Adónde ibais?

-Al sur, a la costa.

-¿Y luego qué?

El chico se encogió de hombros.

-¿Os habéis encontrado con mucha gente?

-¿En los últimos meses?

-Sí.

-Con dos hombres. Uno intentó robarnos.

-¿Cerca de esta zona?

-No.

-Ven, es por aquí.

Giraron a la derecha por un camino de tierra embarrada que partía de la carretera. Permanecieron varios kilómetros en silencio. El chico lo miraba de vez en cuando con curiosidad. Llegaron a otro cruce y giraron de nuevo a la derecha. A ambos lados se veían restos quemados de granjas, cercados derruidos, coches desguazados.

Después de caminar varios kilómetros más, divisaron una granja encima de una loma.

-Es allí.

El chico contempló la cabaña. Estaba junto a un enorme granero, hecha de troncos robustos de pino. Al lado de un viejo establo vio a un niño de apenas siete años. Corría a lomos de un caballo imaginario mientras agitaba un sombrero de vaquero por encima de su cabeza. Cuando el niño los vio llegar arrojó el sombrero a un lado y corrió hacia ellos.

 tenemos un invitado -dijo el extraño-. Recíbelo aquí mientras yo busco a tus padres y a tu tía.

-Hola -dijo el niño observándole curioso.

-Hola.

-¿Cómo te llamas?

El chico encogió los hombros.

-Mi padre me llamaba hijo.

-¿Sabes jugar a montar a caballo?

El chico negó con la cabeza.

-Estás muy delgado.

-Ya.

En ese momento se abrió la puerta de la cabaña. Después, la mosquitera. Delante de él, bajo el porche, apareció un matrimonio joven y demacrado, permanecían agarrados el uno al otro; también salió la que supuso que sería la mujer del extraño, esquelética, desaliñada.

-Mierda… -dijo esta.

-Lo sé. Pero, ¿Qué podía hacer?

-Tú y tu puta benevolencia.

Los padres del niño volvieron a entrar en la casa, mudos, encogidos. Su mujer lo miró con odio, sin disimular. Después, entró también.

-Ven conmigo, te daré algo de comer y te cambiaremos esa ropa. No tomes a mal su actitud, la comida escasea y están preocupados.

Cenó una lata de pescado mientras el otro niño le hacía preguntas que no sabía responder. Después, le dolió la barriga. No estaba acostumbrado a comer tanto. El extraño le dio una muda de ropa seca unas tallas por encima de la suya y puso sus zapatos junto a la chimenea para que se secasen. Todos durmieron en el salón junto al fuego, bien acurrucados y abrigados con gruesas y roídas mantas, mientras afuera, aquel eterno invierno de ceniza y nieve les traía el constante ulular del viento entre los árboles.

Antes de dormir, mientras su mirada permanecía perdida en las llamas de la hoguera, le vino a la memoria una de las últimas conversaciones que tuvo con su padre.

-¿Crees que quedará gente buena en el mundo, papá?

Permanecían junto a la carretera. Habían podido sacar algo de gasolina de un automóvil abandonado y consiguieron encender un buen fuego aunque la leña estuviera mojada.

-¿Gente buena?

-Sí.

-Debe de haber, aunque no por mucho tiempo.

-¿Por qué?

-Están abocados a extinguirse. Solo quedarán los malos -tosió con fuerza.

-Podemos hacernos malos.

-Quizá ya lo seamos, hijo.

-No creo, lo hubiéramos sabido.

-Muchas veces la frontera entre el bien y el mal no es tan clara.

El chico se quedó mirándolo pensativo.

-No, lo sabríamos.

Poco a poco aquel recuerdo se fue convirtiendo en un sueño y el sueño, en pesadilla: alguien estaba gritando. Rápidamente abrió los ojos. Los rescoldos fríos de la hoguera y la tenue luz que entraba por las dos ventanas del salón le indicaban que ya estaba amaneciendo.

-¡Hijos de puta! ¡Se lo han llevado todo!

Se giró. La mujer gritaba y golpeaba al extraño en el pecho.

-No puede ser…

-¡Todo! ¡Vamos a morir de hambre!

-Tienen que volver, no pueden dejar aquí a su hijo.

-¡Eres un estúpido que no sabe darse cuenta de la realidad! ¡No van a volver y su hijo les da igual!

El niño se acercó a ellos llorando.

-¿Y papá y mamá?

La mujer le golpeó con el puño y lo arrojó a un lado. El extraño permaneció en cuclillas, pasándose las manos por la cara y el pelo, y repitiéndose que aquello no podía ser.

-¡Claro que puede ser! -bramó ella.

El niño volvió a levantarse. Sangraba por el labio inferior. Lloraba. Trató de acercarse a su tío, pero la mujer se interpuso y le volvió a golpear derribándolo al suelo. El chico se acercó al niño y lo abrazó.

-No te muevas o te pegará más -le susurró al oído.

El extraño pareció salir brevemente de su sopor.

-Iremos tras ellos.

-Pero, ¿has visto cómo nieva? ¡La nieve habrá borrado sus huellas, estúpido!

-Pues buscaremos comida o partiremos hacia otro lugar.

-¡No hay comida por aquí, ya hemos buscado cientos de veces! ¡Teníamos que habernos ido hace tiempo!

La mujer se giró hacia el niño.

-¡Todo es por tu culpa!

Antes de que sus patadas alcanzaran al niño, el extraño los llevó a los dos a otra habitación.

-No salgáis.

El chico asintió mientras le limpiaba la sangre a su joven amigo.

Se oyeron más gritos. La mujer estaba histérica. En la habitación, el niño dejó de llorar.

-¿Crees que mis padres volverán?

-No lo sé.

-¿Tú serás siempre mi amigo?

-Siempre.

De repente, el ruido de un disparo hizo temblar cada milímetro de la cabaña. Ambos enmudecieron. Permanecían echados en el suelo, el niño delante, el chico abrazándolo por detrás.

La puerta se abrió. La mujer del extraño empuñaba la escopeta. Lloraba mucho, tenía el pelo revuelto y varios mechones empapados en sudor caían sobre su frente. Detrás de ella, el chico vio al extraño tumbado. Un enorme charco de sangre lo rodeaba.

-Todo… todo es por vuestra culpa…

Levantó el arma. Parecía pesarle demasiado. Seguía llorando. Disparó.

El chico sintió que algo le desgarraba el costado. Comenzó a sangrar. El disparo no le había dado de lleno. Había impactado en su pequeño amigo y le había dejado un agujero enorme en la barriga. Estaba muerto. A él apenas le había rozado.

La mujer abrió la escopeta. Seguía llorando mientras manoseaba nerviosamente unos cartuchos. No se percató de que el chico se había levantado hasta que sintió el ruido del percutor de un revólver al retroceder. Cuando miró, tenía el cañón a pocos centímetros de su cara.

-Dame la escopeta.

Ella continuó gimiendo. No se movió. El chico se agachó y agarró el arma. Retrocedió lentamente hasta el salón sin apartar la vista de ella. Recogió una de las mantas del suelo, los zapatos de su pequeño amigo y salió de la casa corriendo y sin mirar atrás, como su padre le había enseñado.

Cuando llegó a la carretera tenía frío; las zapatillas le quedaban pequeñas, pero incluso así eran mejores que las suyas. Había tirado la escopeta por el camino, entre unos matorrales. Miró hacia ambos lados de la carretera. Esta se extendía en línea recta, eterna, imprevisible, letal. Se echó la manta por los hombros y comenzó a andar bajo la imperturbable nevada. Se dirigiría al sur, siempre al sur, y cuando llegase a la costa, quién sabe…

 

FIN

 

 

Relato de Paya Frank.-  2025@ Blogger

5 de marzo de 2025

EL ESPEJO {Relato} por Paya Frank

 


En la estancia lujosamente amueblada reinaba una calma absoluta.

Además de la araña encendida y de los candelabros pegados a la pared y portadores de numerosas bombillas, las lámparas brillaban bajo sus pantallas un rojo suave.

Sentado cerca del fuego que ardía en el hogar, Wla Jordonoff fumaba cigarrillo tras cigarrillo. El gran cenicero de plata estaba lleno de colillas, y una nube aromática de humo de tabaco flotaba lentamente bajo el techo color crema.

El teléfono sonó, pero Jordonoff permaneció inmóvil. Únicamente sus ojos de jade se volvieron, llenos de inquietud, hacia el ruidoso aparato.

Tras algunas señales obstinadas -Jordonoff contó maquinalmente once-, el timbre enmudeció y el hombre empezó a respirar más profundamente, como si el restablecido silencio le aligerara el corazón.

De las ventanas colgaban espesos cortinajes de terciopelo que no dejaban filtrar el menor rayo de la abundante claridad exterior y que, sin duda, ahogaban al mismo tiempo el rumor de la calle.

Suponiendo, desde luego, que pudiera elevarse algún ruido de aquel callejón desierto, ya que Jordonoff vivía en un lugar muy apartado de Stoke-Newington, en el cual sólo se erguían algunas casas recién construidas y que en su mayor parte continuaban esperando a unos hipotéticos inquilinos.

Su propia morada era nueva, también. Sólo estaban amuebladas las habitaciones en las cuales vivía; el resto del inmueble se hallaba completamente desprovisto de todo mobiliario.

La pequeña placa de cobre fijada a la puerta llevaba un nombre muy corriente: Ph. Jones. Y nadie, en Stoke-Newington o en Londres, podía adivinar que bajo aquel patronímico vulgar se ocultaba el famoso Wla Jordonoff.

Jorry -como le llamaban sus amigos- había sido una verdadera celebridad en las mayores ciudades de los Estados Unidos. Al frente de una importante pandilla de gangsters, había implantado allí un auténtico régimen de terror.

Robo, asalto a mano armada, chantaje, rapto, incendio voluntario, asesinato… No había un crimen que él no hubiera saboreado.

Merecía cien veces la silla eléctrica. Sin embargo, el brazo vengador de la justicia no se había tendido nunca hacia él, hasta tal punto era temido su poder. Jorry estaba, sobre todo, muy bien protegido.

Luego había desaparecido bruscamente de aquel mundo equívoco. No habían vuelto a encontrarle en ninguna parte de América. Le creyeron muerto, víctima de algún ajuste de cuentas.

En realidad, se había expatriado a Europa y vivía ahora como un pacífico burgués en un rincón perdido de la capital inglesa.

Podía estar tranquilo. Ninguno de sus antiguos amigos o cómplices hubiera podido identificarle. Gracias a una intervención quirúrgica dolorosa, pero perfectamente lograda, los rasgos de su rostro habían sido completamente transformados.

Sin embargo, no había encontrado la paz que esperaba; sentía gravitar sobre él una amenaza misteriosa y alarmante.

¿De dónde podía venir el peligro?

Lo ignoraba, pero no obstante lo percibía claramente y eso le bastaba.

Había hecho instalar el teléfono, pero dado que nadie le conocía en el país no le llamaban nunca. Pero aquella tarde había sonado tres veces seguidas.

-Me han localizado -gruñó, cuando por tercera vez enmudeció el timbre.

La angustia que experimentaba hacía surgir a su alrededor toda clase de imágenes turbadoras y fantasmagóricas: enormes manos empuñando puñales o revólveres, sillas eléctricas, gigantescos patíbulos y siniestras guillotinas.

¿No eran unos pasos los que resonaban en la casa desierta? ¿No crujía la escalera? ¿Y qué mano invisible manipulaba, en aquel momento, en la cerradura de la puerta principal?

No, no era más que el viento insidioso que rozaba las paredes, en el exterior. La escalera gemía porque era nueva y todavía estaba húmeda. En cuanto a la puerta, no podía dejar de quejarse bajo los brutales bofetones de la corriente de aire que hacía estremecer a la vivienda recién construida.

Volvió de nuevo a fumar cigarrillo tras cigarrillo y vació la botella de whisky.

Súbitamente, una sombra ligera cruzó la estancia. Jordonoff se echó a temblar.

Pero no había motivo. Se trataba simplemente de una bombilla que, al fundirse, había hecho nacer en la pared una pequeña mancha oscura.

-¡Tonterías! -murmuró-. ¡Ni más ni menos!

De todos modos, no pudo evitar el deslizar la mano debajo del almohadón de seda de su sillón para comprobar si la pistola cargada continuaba allí.

-¿Por qué me he retirado a este maldito lugar? -se preguntó amargamente-. La soledad no sirve para nada. Sería preferible que me perdiera entre la multitud. En los cines, los teatros, los dancings y los clubs nocturnos no se corre el peligro de encontrar unos fantasmas. Mientras que aquí… Es preciso que abandone este funesto refugio.

Por cuarta vez, el teléfono empezó a llamar. El timbre resonaba con obstinación. Ahora, nada parecía poder pararlo.

Como empujado por una fuerza misteriosa, Jordonoff puso la mano sobre el aparato, descolgó y tendió el oído.

La línea estaba sin duda descompuesta, ya que sólo oyó una serie de crujidos frenéticos. Finalmente percibió una voz desconocida.

Aunque en el otro extremo del hilo alguien hablaba con una gran volubilidad, sólo pudo captar dos o tres palabras que se repetían con frecuencia:

-El espejo…

Luego, la comunicación se interrumpió bruscamente.

-¿El espejo? ¿Qué pasa con el espejo? -gruñó Jordanoff.

En la casa sólo había un espejo, una pieza magnífica que había comprado en el momento de instalarse en aquella nueva vivienda.

Estaba sólidamente fijado a un marco espléndido, y el cristal, ligeramente verdoso, debía ser de origen veneciano.

Jordanoff volvió los ojos hacia su adquisición.

Era un espejo soberbio, desde luego, en el cual se reflejaba la luz a la perfección, sin que una sola sombra viniera a mancharla.

Pero, ¿por qué se sentía súbitamente atraído hacia él?

Temblando con una ansiedad que no hubiera podido explicarse, abandonó su asiento y se acercó al espejo, el cual le devolvió inmediatamente su imagen.

Se inclinó, horrorizado: en la glauca profundidad del cristal acababa de aparecer una figura sombría y amenazadora.

Unos ojos de fuego brillaban en sus órbitas y rictus de ferocidad desfiguraban sus facciones.

Jordonoff profirió un grito y quiso dar un salto hacia atrás, pero sus miembros se negaron a obedecer a su voluntad. Permaneció allí, petrificado, mirándose fijamente en el espejo, donde su imagen se hacía cada vez más espantosa.

Los ojos se apagaron, la nariz se borró. No quedaba más que una boca abierta, de dientes blancos y puntiagudos. Un horror indescriptible se apoderó de Jordonoff, que reconoció el rostro de la Muerte.

-¡Socorro! -gritó.

La abominable cabeza hizo un gesto salvaje que no tardó en trocarse en una risa homérica, aunque inaudible.

-¡No, no quiero! -aulló Jordonoff-. ¡No quiero! ¡La justicia no ha conseguido atraparme nunca, y tú tampoco lo conseguirás! ¡Noooo!

Desesperado, se precipitó contra el espejo con los puños cerrados.

El espejo voló en mil pedazos. Estupefacto, con los brazos levantados, Jordonoff contempló con aire de incredulidad la obra de arte que acababa de destruir.

Esbozó una estúpida sonrisa, mientras contemplaba la sangre que salía a borbotones de las venas abiertas de sus muñecas desgarradas.

Unos instantes después se desplomó sobre la alfombra, muerto…

-Era una pieza rara -se lamentaba el anticuario Boles-, lo que en otros tiempos se llamaba un espejo mágico, uno de esos curiosos objetos de origen puramente veneciano, un cristal maravilloso que, intensamente iluminado, deforma el rostro de un modo extraño… Le he llamado tres veces por teléfono para decirle que no era un espejo ordinario, ya que fue mi empleado quien se lo vendió y entregó.

Pero no he recibido respuesta a mis llamadas. La cuarta vez descolgó el receptor, pero por lo visto la línea estaba descompuesta, porque resultaba casi imposible entenderse.

 

FIN

 

Relato por Paya Frank @ Blogger

28 de febrero de 2025

EL ÁNGEL NEGRO {Relatos}

 



 

John Flanders

 

La madre del pequeño Dick había muerto. En cuanto a su padre, debía vagar por algún mar de los antípodas; hacía años que no se había oído hablar de él. La familia se preocupaba muy poco de aquel niño rubio que apenas tenía siete años.

-¡Al orfelinato! -decidió el tío Patridge.

Bridge, la nodriza que había cuidado a Dick desde la cuna, lloró aquella decisión con casi todas las lágrimas de su cuerpo.

-Dime, Bridge -preguntó Dick, la víspera de la penosa separación-. ¿Es verdad todo lo que me has contado acerca del Ángel Negro?

Bridge inclinó afirmativamente la cabeza con aire grave. Se trataba de una leyenda irlandesa muy antigua, en la cual creían todos, en su país. Y, siendo así, ¿por qué no tenía que ser cierta?

-Entonces -se obstinó Dick-, cuando los niños son perseguidos por los gigantes, las brujas y los malos espíritus, e invocan al Ángel Negro, ¿responde éste de veras a su llamada?

-Desde luego -respondió Bridge-. Siempre acude en ayuda de los niños que están en peligro.

-¡Oh! -exclamó Dick-. ¡Qué contento estoy! Ahora ya no tengo miedo de ir al orfelinato.

La anciana nodriza alzó su delantal para que el niño no viera sus ojos.

* * *

El orfelinato de M. Bry parecía más una prisión para jóvenes delincuentes que una institución de beneficencia, donde debía conseguirse que los pequeños abandonados por los suyos olvidaran su tristeza.

La comida era mala y escasa, el trabajo pesado y los castigos sumamente duros.

M. Bry era un hombre corpulento de ojos negros y saltones. Su avaricia sólo era superada por su crueldad. Los niños que eran confiados a sus «cuidados paternales» tenían que deshacer cuerdas viejas, pegar papel, confeccionar suelas de zapatillas, exactamente igual que si estuvieran condenados a trabajos forzados.

Aquello significaba para M. Bry un buen dinero, que guardaba en un pesado cofrecillo de hierro, en su habitación, y que contaba y volvía a contar con un morboso placer.

Un día entró subrepticiamente, como un ladrón, en el taller donde se afanaban los pobres huérfanos; y sus ojos sombríos cayeron sobre el joven Dick que, por desgracia, se estaba tomando un pequeño descanso.

-¡Número 51, no haces nada! -gritó, furioso.

-No, señor -respondió ingenuamente el niño-. Estaba contemplando un ratón.

-Un ratón, ¿eh? -aulló M. Bry-. ¿Y ese bicho asqueroso te impide trabajar?

-Es un animalito encantador -aseguró Dick-, y a mí me gusta mucho.

-¡Pues a mí, no! -rugió el director-. ¡Y todavía me gustan menos los gandules!

Agarró al niño por los cabellos y tiró violentamente. -¡Diez latigazos y seis días en el sótano, a pan y agua! Esa fue la sentencia.

* * *

Los sótanos hormigueaban de ratones, a los cuales Dick echaba migas de pan, lo cual les convertía en unos dóciles animalitos.

Lástima que las heridas de su espalda empezaran a infestarse y a hacerle sufrir horrores.

La segunda noche que pasó en aquel horrible sótano, la fiebre provocó en su cerebro toda clase de visiones. Vio a su madre que regresaba de la tienda de la esquina con muchas golosinas. Vio a Bridge…

¡Bridge! ¡Ah, qué tonto había sido al no llamar en su ayuda al Ángel Negro! Pero ahora iba a hacerlo. ¡Sí, inmediatamente!

-Querido Ángel Negro, la espalda me duele mucho, y me siento muy desgraciado…

No tuvo que decir nada más. Oyó rechinar una puerta. Una flecha de luz blanca atravesó las tinieblas. El Ángel Negro se encontraba delante de él.

* * *

Desde luego, era una aparición impresionante. El ser sobrenatural llevaba un traje muy ajustado y un antifaz de terciopelo negro, cuyos agujeros filtraban una terrible mirada de tigre.

Sin embargo, el niño no experimentó el menor temor.

Inmediatamente empezó a contárselo todo. Le habló de su difunta madre, de su querida Bridge, de los malos tratos que le infligía M. Bry y, finalmente, de su esperanza de ver intervenir al Ángel Negro.

-Muy bien, pequeño, estoy aquí para ayudarte. ¡Condúceme a la habitación de Bry!

La voz le pareció muy seca para ser la de un ángel, pero Dick no vaciló un solo instante y tendió su manita hacia la enguantada mano del misterioso personaje.

* * *

Aquella noche, M. Bry se había obsequiado a sí mismo con un enorme filete y una ensalada de langosta, rociados generosamente con un vino de muchos grados. Por eso creyó ser víctima de una pesadilla cuando una mano ruda le sacudió para despertarle y una voz terrible le ordenó que abriera su pesado cofre.

-¡De prisa, canalla! -rugió el desconocido.

M. Bry comprendió entonces que no se trataba de un sueño.

Obedeció y, ahogando un sollozo, vio desaparecer su amado tesoro en una gran cartera de mano.

El Ángel Negro se disponía a marcharse cuando su mirada cayó sobre el pequeño Dick que había observado la escena con un aire asombrado, pero al mismo tiempo satisfecho.

El extraño individuo se inclinó sobre Bry y gruñó:

-¡Esto es por los latigazos, granuja!

M. Bry recibió un solo puñetazo en la cabeza, pero el golpe bastó para deshacerle los sesos.

-Hijo mío -dijo entonces el ser misterioso-, no tienes que decir absolutamente nada de lo que has visto, ¿entendido?

-Desde luego, no diré nada -prometió Dick-. Pero, querido Ángel Negro, ¿querrá usted besar de todo corazón a mi mamá, cuando vuelva al cielo?

Se produjo un largo silencio. Luego, súbitamente, Dick se sintió levantado por un brazo poderoso. Recibió un beso en cada mejilla y notó que algo tibio caía sobre su frente.

-¿Por qué llora usted, querido Ángel Negro? -preguntó.

Pero el Ángel Negro había desaparecido ya, y el pequeño volvió a encontrarse en el sótano, donde varios ratones jugueteaban en medio de un rayo de luna, lo cual le divirtió mucho.

* * *

Llegó un nuevo director, el cual se mostró muy cariñoso con los niños, pero también se presentaron unos hombres de aspecto severo, que formularon a los huérfanos toda clase de preguntas a propósito del difunto M. Bry.

Pero el pequeño Dick cumplió su promesa y no traicionó a su querido Ángel Negro.

 

FIN

 

Relatos por Paya Frank @ Blogger

25 de febrero de 2025

El campo inerte {Relato de Paya Frank}

 




Frente a mí, el campo inerte se extendía hasta donde alcanzaba la vista y más allá, sin nunca encontrar un final, pues ahora todo era así, desolado. No pensaba encontrar algo más en varios kilómetros a la redonda, ni yerba ni hojas ni el atisbo de vida. Si acaso veía una cucaracha me sentiría dichoso, tendría algo que comer. Moría de hambre. En mi cantimplora llevaba la mezcla que mi abuelo me había enseñado a fabricar, de sabor espeso, amargo. Cuando la empecé a tomar me parecía vomitiva, pero hidrataba como ningún otro líquido, los cuales de por sí eran escasos. Cuando no puedes encontrar agua en cientos o miles de millas, y el mundo entero es así, debes aprovechar lo que tienes al máximo. Por desgracia, mi abuelo nunca llegó a ver en qué resultaría su invento ni las condiciones en las que se usaría: murió cuando todo esto apenas se estaba cultivando. Nunca vio el final. 

La tierra crujía a cada uno de mis pasos, con un sonido seco, desagradable, a veces débil. Debía tener cuidado: había puntos en que el piso podía hundirse, dejándome atrapado. La tierra se había convertido en un lugar peligroso. Tenía prisa por encontrar algún refugio. Una nube química se veía a lo lejos. Aún así, constante tras de mis pasos. No tardaría mucho antes de estar sobre mí. Era importante calcular cuánto tiempo podría mantenerme corriendo, pues reservar mi energía era imprescindible, ya que la comida era en extremo escasa, ya no sólo el líquido. Los relámpagos se veían a lo lejos, amenazantes. Era probable que los restos de algún combustible se hubiesen regado, así la tormenta provocaría incendios que no terminarían. De haber algo vivo en estas tierras, ya no lo habría al terminar, incluyéndome si acaso no encontraba dónde ocultarme. Me preguntaba si en algún momento encontraría un lugar dónde pudiera quitarme la máscara de gas: comenzaba a cansarme de traerla apretándome el rostro a cada momento. 

Tras un rato de caminata, con la amenaza casi sobre mí, pude encontrar un refugio: se trataba de una construcción en ruinas, que conservaba casi intacto uno de sus cuartos del ala oeste. Noté la clase de edificio que se hallaba frente a mí, ya que al final, cuando todo sobrevino, hubo quienes trataron de protegerse de la catástrofe: búnkeres, paredes recubiertas de plomo, acero y concreto sólido, almacenes con comida, medicamentos y vacunas, cuartos herméticos, entre otros tantos medios de defensa. Este, en particular, era un cuarto recubierto por materiales protectores: lo justo para estar a salvo. Me apuré en resguardarme, la nube no estaba demasiado lejos. Entré, cerré la puerta tras de mí y encendí mi linterna. No temía que hubiera algo o alguien peligroso adentro, ya nada seguía con vida. Me pregunté si acaso era el último humano en la Tierra. Quizás en lugares lejanos, en otros continentes, o inclusive en este mismo, podía haber alguien en una situación como la mía, incluso un grupo, aun si la posibilidad era mínima. Después de todo, el hecho de que me mantuviera con vida resultaba casi imposible. 

Había pensado vivir en las montañas, pero encontrar comida no parecía factible; de por sí donde me movía apenas podía llegar a encontrar restos enlatados o en frascos que, de alguna forma, no habían sido invadidos por hongos o bacterias. Además, podía hallar materiales para producir la mezcla del abuelo, o incluso insectos, una comida bastante sustanciosa. Por suerte, pareciera que, en alguna parte, alguna presencia parecía haberme escuchado, y frente a mí se movía una pequeña criatura peluda de cuatro patas y una pequeña cola: era el primer mamífero que veía en años, uno asociado con las plagas, uno que probablemente hubiese tenido un papel en la extinción humana. Fuera de los insectos, se trataba de la primera forma de vida que veía. Quizás era el último ejemplar de su especie, o inclusive de todo su género. Vi con atención al curioso roedor, triste, famélico, buscando algún bicho o cualquier cosa de la cual alimentarse, casi me recordaba a mí en esa situación. Pensé por un momento que ella y yo éramos los últimos mamíferos en la Tierra. No tenía la certeza, pero era muy probable. Su final me parecía una lástima. No, más bien una verdadera desgracia: si yo no sobrevivía, entonces los mamíferos habríamos dejado de existir. Era casi seguro. 

No dejó mi mente ese espantoso final. Por más que me doliera, no pude permitir a la rata escapar. Tardé muy poco en atravesarla con mi cuchillo, para después cocinarla. Creo que fue lo más magro y rico que había comido en mucho tiempo. De verdad me esforcé mucho para darle un buen sabor y valió la pena: de verdad la disfruté. 

Era triste ese final para el último espécimen de una especie. No obstante, sirvió para mantenerme con vida, aunque era probable que mi final sería aun peor, aun más trágico. Conmigo se habría acabado un género entero de los vertebrados. El término de otra especie, la que había dominado el planeta; un éxito en cuanto a ambición, un fracaso biológico, pues el tiempo de vida del ser humano en el planeta había sido en extremo corto en comparación con el de otras especies. No conforme, destruimos a varias especies mucho más exitosas que la nuestra, siendo víctimas y partícipes de nuestros actos aberrantes. Creo que hasta el final actué como un humano. 

Salí en cuanto terminó la tormenta, satisfecho y triste, con la máscara de gas ajustada, todavía pensando en la rata. Me preguntaba si en alguna parte quedaba algo más de nosotros con vida, sabiendo en el fondo que no era así. 

 

FIN 

@ 2025 Relato de Paya Frank

 Conclusión

En un mundo desolado, un hombre lucha por sobrevivir mientras busca refugio y comida en un paisaje árido y peligroso.

  • Un paisaje desolado: El protagonista camina por un campo inerte y sin vida, donde la comida y el agua son extremadamente escasas. Lleva una mezcla hidratante creada por su abuelo para sobrevivir.
  • El peligro de la tierra: La tierra cruje bajo sus pies y puede hundirse, atrapándolo. Además, una nube química y relámpagos amenazantes se acercan, forzándolo a buscar refugio rápidamente.
  • Encuentra un refugio: Encuentra un refugio en ruinas, protegido por materiales que lo mantienen a salvo. Se pregunta si es el último humano en la Tierra mientras se resguarda de la tormenta.
  • Supervivencia: El hombre encuentra una rata, el primer mamífero que ve en años, y la mata para comerla. Reflexiona sobre la extinción de los mamíferos y su propia supervivencia