Los psiquiatras califican entre los
sentimientos y las tendencias eso que ellos denominan «impulsos obsesivos»,
esto es, aquellas fuerzas que de una manera más o menos irresistible, nos
incitan a hacer algo que sale del marco de nuestros prejuicios o normas
morales, pero que al mismo tiempo cae dentro de nuestros deseos y pasiones
habituales.
¿Quién no ha sentido la tentación -como
ha dicho más de un psicólogo- de arrojar a un pozo a cualquier persona apoyada
casualmente en su brocal? ¿Quién no se ha visto turbado alguna vez en su vida
por la patológica sugerencia de apretar el timbre de alarma, sin motivo alguno,
de un tren en plena carrera? Y así en este mismo tono podríamos citar ejemplo
tras ejemplo, acaecidos en personas normales, pero sin que por eso dejemos de
subrayar el carácter altamente raro de este fenómeno.
Pues bien, pese al calificativo de
infrecuente con que la psicología moteja a esta «vivencia», ésta es tan usual
en mí que me voy a sentir otro hombre cuando el doctor X logre extirparla de mi
espíritu (suponiendo que lo consiga).
Pero, ¡por Júpiter!, lector mal pensado,
no te vayas a creer que el que escribe esto es un loco de remate. Lo juro por
mi honor. Un poquito fantástico sí que lo soy, y un algo mucho de mentalidad
analizadora y prolija también poseo. Pero éste no es suficiente motivo para que
me considere un enajenado (me está entrando ahora la tentación de escribir aquí
unas palabras soeces para que mis lectores se sientan ofendidos).
Y volviendo a nuestro tema: me parece que
había dicho que aquel «demonio de la perversidad» (así lo llama ese otro
maniático que fue Allan Poe) era casi mi pan cotidiano. Tentaciones de este
tipo, como la de gritar en medio de una audición sinfónica, o la mucho más
truculenta de ocurrírseme asesinar a seres tan queridos como mis propios
padres, sin que mediasen, como es de suponer, motivos, me asaltaban con
frecuencia. Puedo referir también el caso de aquella novia que tuve hace ya dos
años, y de la que en los momentos cumbres de nuestra pasión me veía precisado a
apartarme, víctima de extraños afanes de estrangularla. Pero no quiero
extenderme demasiado en contarles los antecedentes de mi «caso».
Porque, efectivamente, debo referir que
hasta hace apenas seis meses, aquel fenómeno no habría presentado un cariz
patológico, y de cualquier forma, no habría dejado de ser una mera inclinación
fácilmente reprimible, sin traducción en el mundo externo. Creo conveniente a
este respecto resumir aquí la historia clínica que el doctor X guarda en sus
archivos. Emprendiendo, pues, esta tarea, he de decir a mis lectores que desde
la edad de 14 años hasta los 19 esos síntomas aparecían en casos excepcionales,
aunque con más frecuencia que en la mayoría de las personas. Pero, en realidad,
este proceso no hizo más que seguir una progresión aritmética a lo largo de
aquellos cinco años. Me refiero más bien (y empleo términos psicológicos porque
yo siempre he sido aficionado a la psicología) a la fecha en que esa tendencia
obsesiva se proyectó en un plano real.
La memoria me falla desde entonces: los
electroshocks aplicados a mi cerebro me han hecho olvidar muchas de las cosas
sucedidas durante estos últimos meses. Sólo creo recordar que entonces me
hallaba en una continua pesadilla. Cualquier circunstancia o cualquier objeto
creaba en mí ese estado patológico. Cada vez le era más difícil a mi voluntad
poner el veto a la exteriorización de aquellos impulsos. Esto debió prolongarse
cinco o seis meses.
Recuerdo también, aunque de una manera
muy borrosa y como muy lejana, aquella blasfemia (yo soy muy religioso), que en
medio de una sala de espectáculos abarrotada de público lancé a pleno pulmón. Y
ahora rememoro (una imagen se vincula a otra) aquella boda en la que ambos
contrayentes eran buenos amigos míos. El sacerdote había ya solicitado por dos
veces a los testigos a la ceremonia que comunicasen antes de anudar el vínculo
sacramental si encontraban algún impedimento en aquella unión. La potencia de
mi voluntad ya se hallaba a punto de derrumbarse. Y efectivamente, al repetir
la amonestación por tercera vez, exclamé con voz estentórea que sí, que existía
un impedimento. Claro que tuve la buena ocurrencia de fingirme víctima de un
ataque epiléptico, por lo que aquella estupidez no tuvo ninguna consecuencia.
El truco del ataque me valió en más de una ocasión para escapar con cierto
decoro de otras situaciones a cual más chuscas.
Por ejemplo, sé que la serie de actos
extravagantes que cometí en aquella época alcanzaba una cifra verdaderamente
alarmante. Vuelvo a repetir que lo he olvidado casi todo, pero creo recordar
cierto puñetazo que di a un pacífico transeúnte y cierto no menos categórico
abrazo a la Dama de Elche en el Museo del Prado.
Voy, pues, a limitarme a referir aquí el
hecho decisivo que me tiene encerrado en esta celda manicomial. Quiero también
justificar ante mis lectores aquella acción absurda que dio pie a tantos
comentarios en la prensa. Son precisamente estos comentarios los que me han
impulsado a escribir estas líneas, porque, francamente, yo ya estoy harto de
verme tratado como un anormal por personas menos inteligentes que yo. ¡Al
diablo con ellos!… Pero volvamos al hilo de nuestro relato.
Desde luego sí que puedo asegurar sobre
todo que aquello ocurrió en una de las estaciones de Madrid, y hacia el
mediodía (estos datos han sido confirmados además por los periódicos que han
llegado a mis manos). Por otra parte, no me pregunte el lector lo que yo estaba
haciendo en aquel sitio y a aquella hora. El caso es que bajo un sol canicular
me paseaba por los andenes vacíos cuando, de repente, me quedé parado ante una
de esas gigantescas locomotoras eléctricas que mis lectores habrán visto alguna
vez arrastrando una fila interminable de vagones. Era, en efecto (así lo dicen
los periódicos), la máquina del expreso preparado ad hoc con destino a no sé
qué ciudad española. Pero estas últimas son reflexiones hechas a posteriori. Me
quedé parado, repito, y como atraído por una fuerza irresistible, me puse a
analizar prolijamente las bielas, las tuercas y en general los mecanismos más
nimios de aquel monstruo de acero.
Todo esto duró, aproximadamente, diez
minutos, porque al tropezar mi mirada con la puertecilla medio abierta del
vehículo me asaltó la súbita e irresistible ocurrencia (la que transformé en
realidad) de introducirme dentro.
Aquí los recuerdos se desvanecen como
jirones de un sueño fantástico que las luces del alba disipa. Conjeturo, desde
luego, que víctima de otra nueva tentación debí poner en marcha el convoy, a
fuerza de manipular las palancas de la maquinaria, porque todo lo que sigue es
una «sensación de movimiento» o, para concretar mejor, una alocada carrera de
dos rieles que se iban estrechando hacia mí a velocidad vertiginosa, sin
concluir nunca. También creo recordar los postes del telégrafo que se
deslizaban a uno y otro lado de la vía, como si quisieran huir.
Conjeturo que el miedo a caer en las
garras de los empleados del ferrocarril (que debían de haberse dado cuenta de
mi «maniobra») impidió que mi mano deshiciera lo que mi mente obsesa había
comenzado, pero no es menos cierto que «entonces» el viento que azotaba mi cara
cuando me asomaba por la ventanilla y la rápida procesión de las copas de los
pinos que se sucedían rápidamente a derecha e izquierda, me inoculaba una
salvaje alegría, muy difícil de descubrir ahora. Luego creo que me cansé (yo me
canso de todo) y a unos cien kilómetros de Madrid dejé abandonado el convoy en
un lugar desierto de donde regresé andando.
Vuelven a difuminarse mis evocaciones en
un grado todavía más intenso, y además no tengo ganas de proseguir este relato.
Pasan confusos por mi memoria la visión de un Tribunal y unos jueces que me
absolvieron (se conoce que cediendo a una nueva tentación di parte a la policía
de mi «hazaña»). El caso es que ahora estoy en este sanatorio (no de locos) en
el que me voy restableciendo.
FIN
No hay comentarios:
Publicar un comentario