El comandante Argüello, que ocasionado por la guerra civil
se había vuelto militar como tanto otro estanciero, para defender su propiedad
al frente de los peones, hasta alcanzar de este modo la efectividad sobre el campo
de batalla, traficaba con Buenos Aires durante las treguas, conduciendo
personalmente su tropa de carretas en cuatro meses de viaje redondo: corambre,
cerda y tejidos caseros, a consignación y trueque de mercadería general.
No fuese porque el diverso motivo de esta narración me
obliga a ahorrar pormenores que la retarden, contaría, pues vale la pena,
aquellas expediciones a tranco de buey por los campos peligrosos en su
desamparo, amenazador de salteos y malones (1) para los cuales formaban
codiciado botín, tanto la boyada de hasta ochenta cabezas, como la carga de
retorno, que solía contener el surtido de una y más tiendas; con lo que, al
requerir el pastoreo y la seguridad jornadas precisas, en la que podían
resultar funestos la rotura de un eje o el atasco de una rueda, la peonada
desempeñaba también funciones de escolta y ronda de campamento, bala en boca
esas tercerolas de la apropiada dotación, que cuando era de tropa grande
incluía su cañoncito de a libra.
Vea que, en ocasiones, debían acampar hasta una semana por
los temporales, los indios sitiadores o las disparadas nocturnas que el tigre
solía causar, dispersándoles el ganado.
Pues bien, sucede que en uno de los paraderos más temibles
por ser cruce de los ranqueles, (2) sobre la frontera de Córdoba y Santa Fe,
hacía como tres años que, según los troperos, asomaba de entre el monte, luego
que, al entrarse el sol, armaban el real y disponían la cena, un perro bayo
flaquísimo, cubierto, que daba compasión, de cazcarria y garrapatas.
Acobardado, sin duda, por la habitual hostilidad de sus congéneres de las
tropas, quedábase allá lejos, temblando de hambre y miedo a la vez, para arrimarse
con encogido disimulo, como haciéndose perdonar la demasía, únicamente cuando
aquéllos dormitaban, hartos ya de las sobras siempre copiosas, porque en esos
tiempos la carne abundaba hasta el despilfarro, no sin sufrir aun tal cual
embestida; pero entonces, si alguien lo protegía del agresor o le tiraba aparte
un zoquete de buen comer al amparo de su rebenque, observaban asombrados que
lejos de echarse con avidez sobre esa pitanza o arrebatar presuroso el rezago
que lo atraía, buscaba con su mirada los ojos de su eventual defensor, y
emprendía una y otra vez hacia el monte cortos trotecitos de visible invitación
a seguirlo, quién sabe para qué, aunque afligido, eso sí, hasta descoyuntarse
la cola de tanto menearla suplicando. Qué haría en semejante abandono, a quince
leguas de la población más cercana, sin otro recurso que el desecho de las
tropas o algún conejo que cazaría por ahí; pues no se trataba, a buen seguro,
de un cimarrón (3) cualquiera, ya que éstos solían alejarse poco de la gente, o
merodeaban en cuadrillas que sí metía miedo topar por los desiertos, con
peligro -sépase- hasta de la vida, nunca frecuentaban, gracias a Dios, aquella
travesía por tanta otra faz riesgosa.
Todo eso sabíalo el comandante, sin que le despertara grande
interés el episodio, curioso, si se quiere, pero insignificante entre las
exigencias de tan duro trajían, que aun cuando más no fuese por el cansancio, a
nadie dejaba suficiente humor para ocuparse de un perro; mas, como en la última
pasada por allí, de tránsito a Buenos Aires, creciera su lástima del animal y
lo llamase junto a él, prefiriéndolo con las sobras, no sólo repitió aquél la
consabida indicación, sino que, animado por su bondad, llegó a tirarle
suavemente del poncho. Hízolo de nuevo, y volvió a hacerlo hasta no dejar duda,
mordiendo apenas la prenda y mirando con evasivo temor, no fuesen a entender
mal y pegarle como otras veces.
Fue tan convincente, por decirlo así, esa actitud, que el
comandante, despierta ya su atención, decidió seguir al perro cuando parasen
allá de vuelta, si llegaban con buen tiempo y temprano, pues no debía quedar
lejos la guarida del animal, dada su extrema flacura; y como lo pensó lo hizo,
llevando consigo al peón de mano y al capataz, pues quién sabe en qué daría el
asunto, bien que tampoco se tratara, a ojos vistas, de un perro de indio, aun
cuando por la facha lo pareciera.
No más de a dos cuadras, ya entre lo tupido del matorral,
donde por los residuos y el limpión se conocía el dormidero, reanimado el
perro, de pronto, con empeño febril, púsose a arañar desesperadamente el suelo.
Mas no era mucho, claro está, lo que cavaba, aunque algo
fofa parecía allá la tierra, y el comandante hizo traer al punto la pala y el
azadón.
Apenas profundizaron, que ni vara sería, asomó un sórdido
andrajo. A poca distancia el perro, dando lugar, permanecía sentado, rígidas
las orejas, frenéticos los ojos, tiritante y gimiente. Pronto, un azadonazo
desprendió de la tierra cadavérico hedor. Saltó envuelta en el terrón una
espuela rota. No cabía duda: restos humanos que era imprudente mover,
denunciaban allí el sitio de un crimen. Fácil iba a resultar indagarlo, por el
perro del difunto. Ya la espuela, nazarena de hierro tosco, indicaba un peón, quizá
domador…
Y así fue. Denunciado el caso a la autoridad más próxima, no
hubo tardanza en averiguar que se trataba de un vecino del mismo lugar donde
aquélla residía, desaparecido con su caballo y su perro, iba para cuatro años,
ni descubrir al asesino que consiguieron prender, si la memoria no me falla,
-entre unos desertores del fortín de La Carlota. (4)
Pero esto no es lo mejor, aunque salga bueno también porque
así triunfó la justicia.
Cuando se mandó exhumar y conducir los huesos al campo santo
en seguida, no los fuesen a desparramar las alimañas y continuase penando el
alma, tal vez carecida de bendición y de cruz, el perro intentó seguir la
carreta que los llevaba, retobados de prisa en un cuero de potro, a usanza
campera; mas, comprendiendo que no había de aguantar la marcha, dada su
extenuación, ordenó al comandante alzarlo también, como lo merecía, por cierto,
su consecuencia, y así llegaron todos juntos al cementerio.
Ya estaba el hoyo abierto; el responso fue corto, como de
pobre, y todos abreviaron la obra de misericordia, ayudando cada cual a echar
la tierra.
Entonces, al abandonar el recinto, advirtieron desde la
puerta que el perro había ido a echarse sobre la sepultura.
Y de ahí no se levantó. En balde le llevaron comida los
deudos del finado. Agradecía, meneando la cola, pero no la probaba, ni
conseguían apartarlo del lugar halagos ni llamamientos. Conque así lo hubieron
de hallar muerto allí mismo al tercer día.
Muchos vecinos acudieron a cerciorarse de aquel ejemplo;
mas, como no podían dar sagrado a un animal, aunque lamentaran tener que
separarlo de su dueño, tiráronlo de una pata por encima del tapial; y eso fue
todo.
FIN
Notas:
*En La Nación. Buenos Aires, domingo 25 de abril de 1937,
sec. 2a, p. 1. Ilustración de Alejandro Sirio.
1- Malón: maloca, irrupción de los indios en territorio de
los blancos o de otros indios con propósitos de robo y saqueo, y acompañándose
de incendios, matanzas y todo tipo de atrocidades. Igualmente habrán de
denominarse “malones” o “malocas” las incursiones de blancos en territorios
indios. Lo han descrito Echeverría, Ascasubi, Hernández, Gármendia, etcétera.
2- Ranqueles: indios del “carrizal o cañaveral”, que es lo
que significa la voz en lengua pampa. También se los llama “ranculches”, en
araucano. .Habitaban un ámbito que iba desde el SO. de Córdoba, S. de San Luis
hasta el S. de La Pampa. Sus incursiones penetraban hasta el sur de Santa Fe y
centro de Córdoba. Una de las mejores obras de nuestra literatura del siglo XIX
narra una visita a sus tolderías: Una excursión a los indios ranqueles, de
Lucio V. Mansilla.
3- Cimarrones: salvaje, alzado, silvestre. Aquí, perros que
descendían de los traídos por los españoles; se procrearon en libertad de
manera pasmosa, adquiriendo características de animal salvaje. Se reunían en
jaurías de más de cien perros, que asolaban los campos y aun invadían los
pequeños poblados. Hay relatos escalofriantes sobre ellos. Representaban tal
peligro comunitario que las autoridades debían organizar periódicamente batidas
para combatirlos. Atacaban al ganado vacuno, a las ovejas y a los hombres.
4- La Carlota: cabecera del departamento de Juárez Celman,
prov. de Córdoba. A mediados del s. XVIII fue levantado el fuerte del Sauce
como defensa contra las correrías de los indios pampas y ranqueles, y, en los
tiempos del marqués de Sobremonte, gobernador de Córdoba, se fundó a su abrigo
y en las inmediaciones el pueblo de La Carlota (178 9).
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