kirwi

Publicaciones de Paya Frank en Amazon

freelancer

PF

La Nostalgia del Pasado

LG

Buscador

1

11 de marzo de 2024

EL PERRO FLACO* Leopoldo Lugones

 


 

El comandante Argüello, que ocasionado por la guerra civil se había vuelto militar como tanto otro estanciero, para defender su propiedad al frente de los peones, hasta alcanzar de este modo la efectividad sobre el campo de batalla, traficaba con Buenos Aires durante las treguas, conduciendo personalmente su tropa de carretas en cuatro meses de viaje redondo: corambre, cerda y tejidos caseros, a consignación y trueque de mercadería general.

No fuese porque el diverso motivo de esta narración me obliga a ahorrar pormenores que la retarden, contaría, pues vale la pena, aquellas expediciones a tranco de buey por los campos peligrosos en su desamparo, amenazador de salteos y malones (1) para los cuales formaban codiciado botín, tanto la boyada de hasta ochenta cabezas, como la carga de retorno, que solía contener el surtido de una y más tiendas; con lo que, al requerir el pastoreo y la seguridad jornadas precisas, en la que podían resultar funestos la rotura de un eje o el atasco de una rueda, la peonada desempeñaba también funciones de escolta y ronda de campamento, bala en boca esas tercerolas de la apropiada dotación, que cuando era de tropa grande incluía su cañoncito de a libra.

Vea que, en ocasiones, debían acampar hasta una semana por los temporales, los indios sitiadores o las disparadas nocturnas que el tigre solía causar, dispersándoles el ganado.

Pues bien, sucede que en uno de los paraderos más temibles por ser cruce de los ranqueles, (2) sobre la frontera de Córdoba y Santa Fe, hacía como tres años que, según los troperos, asomaba de entre el monte, luego que, al entrarse el sol, armaban el real y disponían la cena, un perro bayo flaquísimo, cubierto, que daba compasión, de cazcarria y garrapatas. Acobardado, sin duda, por la habitual hostilidad de sus congéneres de las tropas, quedábase allá lejos, temblando de hambre y miedo a la vez, para arrimarse con encogido disimulo, como haciéndose perdonar la demasía, únicamente cuando aquéllos dormitaban, hartos ya de las sobras siempre copiosas, porque en esos tiempos la carne abundaba hasta el despilfarro, no sin sufrir aun tal cual embestida; pero entonces, si alguien lo protegía del agresor o le tiraba aparte un zoquete de buen comer al amparo de su rebenque, observaban asombrados que lejos de echarse con avidez sobre esa pitanza o arrebatar presuroso el rezago que lo atraía, buscaba con su mirada los ojos de su eventual defensor, y emprendía una y otra vez hacia el monte cortos trotecitos de visible invitación a seguirlo, quién sabe para qué, aunque afligido, eso sí, hasta descoyuntarse la cola de tanto menearla suplicando. Qué haría en semejante abandono, a quince leguas de la población más cercana, sin otro recurso que el desecho de las tropas o algún conejo que cazaría por ahí; pues no se trataba, a buen seguro, de un cimarrón (3) cualquiera, ya que éstos solían alejarse poco de la gente, o merodeaban en cuadrillas que sí metía miedo topar por los desiertos, con peligro -sépase- hasta de la vida, nunca frecuentaban, gracias a Dios, aquella travesía por tanta otra faz riesgosa.

Todo eso sabíalo el comandante, sin que le despertara grande interés el episodio, curioso, si se quiere, pero insignificante entre las exigencias de tan duro trajían, que aun cuando más no fuese por el cansancio, a nadie dejaba suficiente humor para ocuparse de un perro; mas, como en la última pasada por allí, de tránsito a Buenos Aires, creciera su lástima del animal y lo llamase junto a él, prefiriéndolo con las sobras, no sólo repitió aquél la consabida indicación, sino que, animado por su bondad, llegó a tirarle suavemente del poncho. Hízolo de nuevo, y volvió a hacerlo hasta no dejar duda, mordiendo apenas la prenda y mirando con evasivo temor, no fuesen a entender mal y pegarle como otras veces.

Fue tan convincente, por decirlo así, esa actitud, que el comandante, despierta ya su atención, decidió seguir al perro cuando parasen allá de vuelta, si llegaban con buen tiempo y temprano, pues no debía quedar lejos la guarida del animal, dada su extrema flacura; y como lo pensó lo hizo, llevando consigo al peón de mano y al capataz, pues quién sabe en qué daría el asunto, bien que tampoco se tratara, a ojos vistas, de un perro de indio, aun cuando por la facha lo pareciera.

No más de a dos cuadras, ya entre lo tupido del matorral, donde por los residuos y el limpión se conocía el dormidero, reanimado el perro, de pronto, con empeño febril, púsose a arañar desesperadamente el suelo.

Mas no era mucho, claro está, lo que cavaba, aunque algo fofa parecía allá la tierra, y el comandante hizo traer al punto la pala y el azadón.

Apenas profundizaron, que ni vara sería, asomó un sórdido andrajo. A poca distancia el perro, dando lugar, permanecía sentado, rígidas las orejas, frenéticos los ojos, tiritante y gimiente. Pronto, un azadonazo desprendió de la tierra cadavérico hedor. Saltó envuelta en el terrón una espuela rota. No cabía duda: restos humanos que era imprudente mover, denunciaban allí el sitio de un crimen. Fácil iba a resultar indagarlo, por el perro del difunto. Ya la espuela, nazarena de hierro tosco, indicaba un peón, quizá domador…

Y así fue. Denunciado el caso a la autoridad más próxima, no hubo tardanza en averiguar que se trataba de un vecino del mismo lugar donde aquélla residía, desaparecido con su caballo y su perro, iba para cuatro años, ni descubrir al asesino que consiguieron prender, si la memoria no me falla, -entre unos desertores del fortín de La Carlota. (4)

Pero esto no es lo mejor, aunque salga bueno también porque así triunfó la justicia.

Cuando se mandó exhumar y conducir los huesos al campo santo en seguida, no los fuesen a desparramar las alimañas y continuase penando el alma, tal vez carecida de bendición y de cruz, el perro intentó seguir la carreta que los llevaba, retobados de prisa en un cuero de potro, a usanza campera; mas, comprendiendo que no había de aguantar la marcha, dada su extenuación, ordenó al comandante alzarlo también, como lo merecía, por cierto, su consecuencia, y así llegaron todos juntos al cementerio.

Ya estaba el hoyo abierto; el responso fue corto, como de pobre, y todos abreviaron la obra de misericordia, ayudando cada cual a echar la tierra.

Entonces, al abandonar el recinto, advirtieron desde la puerta que el perro había ido a echarse sobre la sepultura.

Y de ahí no se levantó. En balde le llevaron comida los deudos del finado. Agradecía, meneando la cola, pero no la probaba, ni conseguían apartarlo del lugar halagos ni llamamientos. Conque así lo hubieron de hallar muerto allí mismo al tercer día.

Muchos vecinos acudieron a cerciorarse de aquel ejemplo; mas, como no podían dar sagrado a un animal, aunque lamentaran tener que separarlo de su dueño, tiráronlo de una pata por encima del tapial; y eso fue todo.

 

FIN

 

Notas:

*En La Nación. Buenos Aires, domingo 25 de abril de 1937, sec. 2a, p. 1. Ilustración de Alejandro Sirio.

1- Malón: maloca, irrupción de los indios en territorio de los blancos o de otros indios con propósitos de robo y saqueo, y acompañándose de incendios, matanzas y todo tipo de atrocidades. Igualmente habrán de denominarse “malones” o “malocas” las incursiones de blancos en territorios indios. Lo han descrito Echeverría, Ascasubi, Hernández, Gármendia, etcétera.

2- Ranqueles: indios del “carrizal o cañaveral”, que es lo que significa la voz en lengua pampa. También se los llama “ranculches”, en araucano. .Habitaban un ámbito que iba desde el SO. de Córdoba, S. de San Luis hasta el S. de La Pampa. Sus incursiones penetraban hasta el sur de Santa Fe y centro de Córdoba. Una de las mejores obras de nuestra literatura del siglo XIX narra una visita a sus tolderías: Una excursión a los indios ranqueles, de Lucio V. Mansilla.

3- Cimarrones: salvaje, alzado, silvestre. Aquí, perros que descendían de los traídos por los españoles; se procrearon en libertad de manera pasmosa, adquiriendo características de animal salvaje. Se reunían en jaurías de más de cien perros, que asolaban los campos y aun invadían los pequeños poblados. Hay relatos escalofriantes sobre ellos. Representaban tal peligro comunitario que las autoridades debían organizar periódicamente batidas para combatirlos. Atacaban al ganado vacuno, a las ovejas y a los hombres.

4- La Carlota: cabecera del departamento de Juárez Celman, prov. de Córdoba. A mediados del s. XVIII fue levantado el fuerte del Sauce como defensa contra las correrías de los indios pampas y ranqueles, y, en los tiempos del marqués de Sobremonte, gobernador de Córdoba, se fundó a su abrigo y en las inmediaciones el pueblo de La Carlota (178 9).

 

 


No hay comentarios: