Con blandor de pereza, que enredaba en el lloviznado cielo
lánguida madeja de humo, despertábase aquella antigua estancia de San José,
como arrebujando entre los cerros turbios de garúa su terrón de adobe y paja.
Formábanla tres habitaciones de dos aguas y corredor al
frente; la cocina, la despensa, todo sobre una línea. En ángulo recto, el
galpón de los enseres y una ramada (1) donde, según la estación, disponían el
telar u oreaban los quesos. A este costado, levantábanse detrás dos frondosos
algarrobos. Al otro, el rancho del capataz, el horno, una higuera.
El espacio así contenido, resultaba un ancho patio abierto
en declive al campo montañoso, pero que interrumpía sesenta varas más allá el
primer reventón de piedra enteramente cubierto de maleza bravía. Desde la casa,
dominábase por encima un paisaje de lomas verdes sobre los cuales tupíanse a
ratos jirones de temporal. El silencio del ya bien entrado día, sin un canto de
gallo ni un trino de chingolo, anunciaba que no iba a componer por lo menos hasta
las doce.
Seguros del indicio, atardábanse los peones en la cocina,
reparando entre mate y mate tal cual prenda de apero, mientras allá dentro el
patrón, sentado ante la puerta de la pieza central, que le daba vista al campo,
asumía la forzosa quietud en la pausa idéntica de su pucho.
Había conservado puesto el serenero de dormir, (2) calzando
las botas sobre el pantalón y embocando el poncho también, por precaución que
ante esa primera humedad de otoño inclemente, explicaban desde luego sus
patillas blancas, su boca sumida bajo una larga nariz que más lo parecía con la
rasura del bigote, y sus párpados -dijera la ponderación local- más arrugados
que codillo de quirquincho. (3)
Junto a su sillón de vaqueta claveteado de bronce, calentaba
el brasero de barro cuyo abrigo buscara, adormilándose allá, su gato barcino; (4)
privilegio consentido al animal por su vejez y su apego, pues era y que
mientras pudo, acostumbraba seguirlo cuando salía de a pie, hasta lejos entre
el monte. Este afecto, nada habitual en la especie, conservábalo a pesar del
reuma que lo tullía, vedándole franquear ya sin mucho esfuerzo el alto umbral
de algarrobo, hasta donde solía acompañar a su amo con quejoso maullido, para
verlo alejarse desde allá como asombrado de su achacoso impedimento.
Mas, no era día, aquél, de que nadie anduviese afuera: y
barruntándolo sin duda, acortada con un sueñito el animal la hora en que, a eso
de las nueve, sirvieran al patrón el churrasco de tentempié (5) cuyas piltrafas
tocaríanle por cierto.
Entre uno y otro cigarrillo de chala, (6) que armaba con
despacio, hacía lo propio aquél, en tanto que por las demás habitaciones
cumplían las mujeres su diario trajín, rumoroso de regaño y escoba.
Infundíale una placidez como vegetal la contemplación de
aquellos campos natales que fueron merced del rey, pero cuya posesión respetó
la Patria en su persona de buen contribuyente; y su paz casi octogenaria de
vecino sin chismes ni malquerencias, patrón probo y cumplido feligrés, cobijaba
a ratos con mirada tranquila el sueño de ese gato viejo en el cual compadecía
acaso su propia ancianidad; viejo, sí señor, hasta ser tronco ya de la séptima
lechigada (7) que allá en el corredor revolvíase jugueteando sobre una bolsa
rota.
A todo esto, y como el churrasco demorara por cualquier
contratiempo inherente al día lluvioso, el barcino acababa de enderezarse para
reclamarlo con gemidito regalón, enarcado el lomo, erguida la cola, puesto en
su protector el ojo sumiso. Como nada obtuviera de él, repitióle al cabo de un
rato la pantomima, deslizándose esta vez contra el brasero, hasta metérsele
entre las piernas y arañarle suavemente una bota. . .
Desatendido aún, sin más resultado que una sonrisa jovial
ante aquella exigencia de su apetito, dirigióse a la puerta con insólita
decisión que provocó en su amo cierto explicable interés.
Pero no intentó salir. Asomó la cabeza sobre el umbral,
lanzando un breve maullido.
El mayor de los que sobre la bolsa se regodeaban, lindo
cachorro de año, barcino como él, acudió entonces, aunque sin premura.
Olfateáronse, umbral por medio, los hocicos, gruñendo ligeramente; y mientras
el baldado volvió a su sitio habitual, el otro, con trote resuelto, atravesó el
patio en dirección al pedregal bajo cuya maleza lo vio internarse el patrón,
curioso ya de veras ante esa andanza de gatos, por lo esquivos que son para el
agua, y más cuando llueve. Quién vio nunca, ni en la sorpresa de un susto,
mojarse un micho (8) por su propia voluntad. ..
No mucho después, advirtió que regresaba, pero con presa:
uno de esos conejitos de matorral que serán para los gatos -decía amenizando su
narración- lo que el pollo para el cristiano. Entró al corredor con ella, y
depositándola cerca del umbral, maulló a su vez cariñosamente.
El gato viejo volvió a venir hasta la puerta; pero ahora
empeñóse en pasar, lográndolo al fin con penoso esfuerzo. Entretanto, los
juguetones habiánse allegado también; mas el cazador ahuyentólos sin
dificultad, sacudiendo sobre ellos la garúa que lo erizaba.
Mantuvo, vigilante, aquel desparramo, mientras el otro
engullía la presa con la trabajosa lentitud de sus dientes romos, echado frente
a él, fruncidos los ojos, roncando bajito, oscilante a compás la punta del
rabo, como en acecho.
Sólo cuando una hora después concluyó la prolongada
merienda, con lo que, satisfecho su antojo, hubo el obsequiado de regresar
junto al brasero, allegóse a las insignificantes sobras, nada inapetente, según
se vio, pues no quedaron muy luego allá sino algunos pelos ensangrentados.
Todo acababa de volver a la anterior calma lluviosa. De las
piezas interiores no llegaba un rumor. Sobre la cocina, seguía torciéndose como
exprimido en garúa, el andrajo de humo.
En el ambiente adelgazado parecía flotar una frescura tierna
de choclo. (9) Allá por las lomas cerraba otra vez el temporal abrumando los
campos verdes. Y el viejo patrón, feliz con lo que había visto, gozaba en
silencio aquella perfección de paz, sintiendo sin pensarlo, como es propio de
las almas sencillas, que la belleza y la bondad no precisan gran cosa para
manifestarse.
FIN
Notas:
*En La Nación. Buenos Aires, domingo 8 de marzo de 1936,
sec. 2a, p. 1.
1- Ramada: especie de cobertizo levantado sobre cuatro o
seis palos, sin paredes y con techo de totora; se destina a la protección de
algunos animales del sol y la lluvia y para guardar enseres y herramientas. Se
construye a alguna distancia del rancho.
2- Serenero: pañuelo grande que el gaucho ataba a su cabeza,
cubriéndola y dejando sólo libre el rostro; sobre él calzaba el sombrero. Lo
protegía del sol y de los insectos. El nombre le viene porque, de noche, lo
protegía del sereno cuando dormía.
3- Codillo: en los animales cuadrúpedos, coyuntura de las
manos y el pecho, y también, la zona comprendida entre esa articulación y la
rodilla. Quirquincho: denominación genérica, en las provincias del N. y NO.
para el “armadillo”. Corresponde al “tatú” en la designación del litoral y NE.
También se lo denomina “peludo”, “tatú guazpu”, “quircho”, etcétera.
4- Barcino: pelaje de color rojizo, con manchas
transversales negras o negruzcas, que se da en el ganado vacuno, en perros y
gatos.
5- Tentempié: corto refrigerio o alimento que se toma para
reparar las fuerzas. Los criollos suelen comer un churrasco a media mañana.
6- Chala: voz quichua. Se llama así a las hojas que cubren
la mazorca del maíz, verdes o secas. Las más tiernas, que son las próximas a la
espiga, se las corta del tamaño de papel de fumar para liar cigarrillos.
7- Lechigada: conjunto de animales cuyo nacimiento se da en
el mismo parto, como en el cerdo, el perro, el gato.
8- Micho: gato. “Michi” es el gato, en lengua pampa. Con
esta forma es que se lo llama cariñosamente, pronunciando la ch a la francesa.
9- Adelgazado: purificado, depurado. En' Poemas solariegos
del mismo Lugones, se lee: “Y en el frescor de choclo tierno de la mañana /
rompe a cantar la roldana” (“El pozo”, O. P. C., ed. cit., página 860).
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