Charles Dickens
Era una auténtica casa antigua de muy curiosa descripción,
en la que abundaban las viejas tallas las vigas, los tablones, y que tenía una
excelente antigua caja de escalera con una galería o escales superior separada
de la primera por una curiosa estacada de roble viejo o de caoba de Honduras.
Es y seguirá siendo durante muchos años una casa de notable pintoresquismo; y
en la profundidad de los viejos tablones de caoba habitaba un misterio grave,
como si fueran lagunas profundas de agua o,, cura, como las que sin duda habían
existido entre ellos cuando eran árboles, dando al conjunto un carácter muy
misterioso a la caída de la noche.
Cuando nada más bajar del coche el señor Goodchild y señor
Idle se presentaron por primera vez en la puerta y penetraron en el sombrío y
hermoso salón, fueron recibidos por media docena de ancianos silenciosos
vestidos de negro, todos exactamente igual, que se deslizaron escaleras arriba
junto a los serviciales propietario y camarero, pero sin que pareciera que se
estuvieran entrometiendo en su camino, o les importara si lo estaban haciendo
no, y que se apartaron hacia la derecha y la izquierda de la vieja escalera
cuando los huéspedes entraron en la sala de estar. Era un día claro y brillante,
pero al cerrar la puerta el señor Goodchild dijo: -¿Quién demonios son esos
ancianos?
Y poco después, cuando ambos salieron y entraron, no
observaron que hubiera anciano alguno. Desde entonces los ancianos no volvieron
a reaparecer, ni siquiera uno de ellos. Los dos amigos habían pasado una noche
en la casa pero no habían vuelto a verlos. El señor Goodchild paseó por la
casa, revisó los pasillos y miró en las puertas, pero no encontró ningún
anciano; por lo visto, ningún miembro del establecimiento echaba en falta a
anciano alguno ni lo esperaba.
Otra circunstancia extraña llamó la atención de los dos
amigos. Era que la puerta de la sala de estar no se quedaba quieta un cuarto de
hora entero. La abrían con titubeos, o confiadamente, la abrían un poco, o
mucho, pero siempre la volvían a cerrar de golpe sin una palabra de
explicación. Los dos amigos estaban leyendo, o escribiendo, o comiendo,
bebiendo, hablando o dormitando; la puerta se abría siempre en un momento
inesperado y ambos miraban hacia ella, la volvían a cerrar de nuevo y no veían
a nadie. Cuando esto había sucedido ya unas cincuenta veces, el señor Goodchild
le dijo a su compañero en tono de broma:
-Tom, empiezo a pensar que había algo raro en aquellos seis
ancianos.
Llegó la segunda noche y ellos estaban escribiendo desde
hacía dos o tres horas; escribían una parte de las perezosas notas de las que
se han sacado estas perezosas páginas. Habían dejado de escribir, depositando
las gafas sobre la mesa, entre ellos. La casa estaba cerrada y tranquila.
Alrededor de la cabeza de Thomas Idle, que estaba acostado en su sofá, se
hallaban suspendidas guirnaldas de humo fragante Las sienes de Francis
Goodchild se hallaban similarmente decoradas mientras estaba recostado hacia,
atrás en su sillón, con las dos manos entrelazada: tras la cabeza y las piernas
cruzadas.
Habían estado hablando de varios temas, sin omitir el de los
extraños ancianos, y se encontraban ocupados todavía en esa conversación cuando
el señor Goodchild cambió de actitud abruptamente a tiempo que se ponía a darle
cuerda a su reloj.
Empezaban a sentirse lo bastante adormecidos como para,
dejar de hablar por una actividad tan ligera. Thomas Idle, que estaba hablando
en ese momento, se detuvo y preguntó:
-¿Qué hora es?
-La una-contestó Goodchild.
Y como si hubiese ordenado algo a uno de los ancianos, y la
orden fuera ejecutada con prontitud (y a decir verdad todas las órdenes eran
obedecida, así en aquel excelente hotel), se abrió la puerta i apareció en ella
uno de los ancianos. No entró, sino que se quedó en pie con la mano en la
puerta.
-¡Tom, por fin, uno de los seis! -exclamó el señor Goodchild
con un susurro de sorpresa-. ¿En qué puedo servirle, señor?
-¿En qué puedo servirle, señor? -repitió el anciano.
-Yo no llamé.
-La campana lo hizo -replicó el anciano.
Dijo campana de un modo profundo y potente, como si se
estuviera refiriendo a la campana de la iglesia.
-Creo que tuve el placer de verle ayer-comentó Goodchild.
-No puedo estar seguro de ello -fue la respuesta del ceñudo
anciano.
-Creo que me vio, ¿no le parece?
-¿Le vi? -preguntó el anciano-. Claro que le vi. Pero veo a
muchos que nunca me ven a mí.
Era un anciano reservado, lento, terroso y estable. Un
anciano cadavérico de lenguaje calibrado. Un anciano que parecía incapaz de
pestañear, como si le hubieran clavado los párpados a la frente. Un anciano
cuyos ojos, dos puntos de fuego, no tenían más movimiento que el que le
permitiría el hecho de tenerlos unidos con la nuca por unos tornillos que le
atravesaran el cráneo y estuvieran remachados y sujetos por el exterior, entre
su cabello gris.
La noche se había vuelto tan fría para la capacidad
sensorial del señor Goodchild que se estremeció. Comentó a la ligera, como
excusándose:
-Me da la impresión de que hay alguien caminando sobre mi
tumba.
-No -repuso el extraño anciano-. No hay nadie allí.
El señor Goodchild miró a Idle, pero éste estaba con la
cabeza envuelta en humo.
-¿Que no hay nadie allí? -dijo Goodchild.
-No hay nadie en su tumba, se lo aseguro -contestó el
anciano.
Había entrado y cerrado la puerta, y ahora se sentó. No se
dobló para sentarse como hacen las otras personas, sino que dio la impresión de
hundirse mientras estaba erguido, como si cayera en un cuerpo de agua, hasta
que la silla le detuvo.
-Mi amigo, el señor Idle -dijo Goodchild, deseoso de
introducir a una tercera persona en la conversación.
-Estoy al servicio del señor Idle -dijo el anciano sin
mirarle.
-Si vive usted aquí desde hace tiempo -empezó a decir
Francis Goodchild.
-Así es.
-Entonces quizá pueda aclararnos una cuestión acerca de la
cual mi amigo y yo dudábamos esta mañana. Han ahorcado criminales en el
castillo, ¿no es así?
-Así lo creo -contestó el anciano.
-¿Les colocan con el rostro vuelto hacia esa noble vista?
-Te colocan la cabeza de cara al muro del castillo -repuso
el otro-. Cuando estás colgado, ves que sus piedras se expanden y contraen
violentamente, y una expansión y contracción similares parecen tener lugar en
tu propia cabeza y en tu pecho. Luego se produce una acometida de fuego y un
terremoto, y el castillo salta por el aire y tú caes por un precipicio.
Daba la impresión de que le molestaba la corbata. Se llevó
la mano a la garganta y movió el cuello de un lado a otro. Era un anciano cuya
cara estaba como hinchada, y la nariz vuelta e inmóvil hacia un lado, como si
tuviera un pequeño gancho insertado en esa ventanilla. El señor Goodchild se
sentía muy incómodo y empezó a pensar que la noche era calurosa, en lugar de
fría.
-Una potente descripción, señor -comentó.
-Una sensación potente -le corrigió el anciano.
El señor Goodchild volvió a mirar al señor Thomas Idle, pero
Thomas estaba boca arriba con el rostro atento y vuelto hacia el anciano, sin
hacer señal alguna de reconocimiento. En ese momento le pareció al señor
Goodchild que unos hilos de fuego salían de los ojos del anciano en dirección a
los suyos, y que se quedaban allí. (El señor Goodchild, al escribir el presente
relato de su experiencia, afirma con la mayor solemnidad que tenía la poderosa
sensación de que desde ese momento le obligaban a mirar al anciano a través de
esos dos hilos de fuego).
-Debo decírselo -afirmó el anciano con una mirada pétrea y
fantasmal.
-¿Qué? -preguntó Francis Goodchild.
-Usted sabe dónde sucedió. ¡Ahí!
El señor Goodchild no pudo saber en ese momento, ni nunca lo
sabrá, si el anciano señalaba a la habitación de arriba, o a la de abajo, o a
cualquier habitación de la antigua casa, o una habitación de alguna otra casa
antigua de esa vieja ciudad. Se sintió confundido por la circunstancia de que
el índice de la mano derecha del anciano parecía introducirse en uno de los
hilos de fuego, encenderse el propio dedo y hacer una embestida de fuego en el
aire, como si señalara hacia algún lugar. Y tras señalar, deshizo el gesto.
-Usted sabe que ella era una novia -dijo el anciano.
-Sé que todavía envían tarta nupcial -comentó el señor
Goodchild titubeando-.
Esta atmósfera me resulta oprimente.
Ella era una novia, había dicho el anciano. Era una joven
hermosa, de cabellos blondos y ojos grandes que no tenía carácter ni propósito.
Una nada débil, crédula, incapaz e indefensa. No como su madre. No, no. Lo que
reflejaba era el carácter del padre.
La madre se había preocupado de asegurárselo todo para ella,
para su propia vida, cuando el padre de esta joven (una niña en aquel momento)
murió (de un desvalimiento total, no de otra enfermedad) y entonces él renovó
la amistad que en otro tiempo había tenido con la madre. Por dinero había
dejado el campo libre al hombre de cabellos blondos y ojos grandes (o la no
entidad). Pudo tolerar eso por dinero. Y quería una compensación en dinero.
Por ello regresó al lado de aquella mujer, la madre, volvió
a enamorarla, bailó a su alrededor y se sometió a sus caprichos. Ella descargó
sobre él todo capricho que tuviera, o pudiera inventar. Y él lo soportaba. Y
cuanto más lo soportaba, más quería una compensación en dinero, y más decidido
estaba a obtenerlo.
¡Pero ay! Antes de que la obtuviera, ella le engañó. En uno
de sus estados imperiosos, se quedó congelada y no volvió a descongelarse. Una noche
se llevó las manos a la cabeza, lanzó un grito, se quedó rígida, permaneció en
esa actitud varias horas y murió. Y él no había obtenido, todavía, una
compensación en dinero. ¡Qué el infierno se la llevase! Ni un solo penique.
La había odiado durante toda esa segunda relación y había
ansiado vengarse de ella. Falsificó entonces la firma de ella en un documento
en el que dejaba todo lo que tenía a su hija, de diez años entonces, a quien
traspasaba absolutamente todas sus propiedades, y se designaba a sí mismo como
el tutor de la hija.
Cuando deslizó el documento bajo la almohada de la cama en
la que yacía ella, se inclinó sobre un oído sordo de la muerta y susurró:
-Orgullosa amante, hace tiempo que había decidido que, viva
o muerta, me compensarías con dinero.
Y así sólo quedaban ya dos. Él y la hermosa y estúpida hija
de cabellos blondos y ojos grandes, que después se convertiría en la novia.
Él la sometió a disciplina. En una casa retirada, oscura y
oprimente, la sometió a disciplina con una mujer vigilante y poco escrupulosa.
-Mi digna dama -le dijo-: tiene ante usted una mente que ha
de ser formada, me ayudará a formarla?
Aceptó el encargo. Pues también quería compensación en
dinero, y la había obtenido.
La joven fue formada para que tuviera miedo de él, y en la
convicción de que no podría escaparse. Desde el principio se le enseñó a
considerarlo como a su futuro esposo, al hombre que debía casarse con ella, el
destino que la ensombrecía, la certidumbre resignada de que nunca podría
escapar. La pobre tonta era como cera blanca y blanda en las manos de ellos, y
adoptó la forma con la que la modelaron. se endureció con el tiempo. Se
convirtió en parte de si misma. Inseparable de sí misma hasta el punto de que
esa forma sólo se separaría de ella si le quitara la vida.
Durante once años había habitado en la casa o: cura y su
tenebroso jardín. Él tenía celos incluso de la luz y el aire que llegaban hasta
ella, y procuraba mantenerla apartada. Cegó las amplias chimenea: ocultó las
pequeñas ventanas, dejó que una hiedra de fuertes tallos se esparciera a su
capricho por la fachada de la casa, que el musgo se acumulara en lo frutales
sin podar que había en el jardín de muro rojos, que la hierba creciera sobre
sus senderos verdes y amarillos. La rodeó de imágenes de pena y desolación.
Procuró que estuviera llena de miedo hacia el lugar y las historias que sobre
él le contaban, luego, con el pretexto de corregirla, la dejaba sola y la
obligaba a que se encogiera en la oscuridad Cuando la mente de la joven se
encontraba más deprimida y llena de terrores, entonces salía él de uno de los
lugares en los que se ocultaba para vigilarla, se presentaba como su único
recurso.
Así, siendo desde su niñez la única encarnación que se
presentaba ante su vida con el poder de obligar y el poder de aliviar, el poder
de atar y el poder de soltar, quedaba asegurada la ascendencia sobre la
debilidad de la joven. Tenía ella veintiún años y veintiún días cuando él llevó
a la tenebrosa casa a su boba, asustada y sumisa novia de tres semanas.
Para entonces había despedido ya a la institutriz, lo que le
faltaba por hacer lo haría mejor solo, y una noche lluviosa llegaron al
escenario de su prolongada preparación. Ella se volvió hacia él en el umbral
con la lluvia goteando desde el porche y dijo:
-¡Ay, señor, ahí está el reloj de la muerte sonando para mí!
-¡Muy bien! ¿Y qué si así fuera? -respondió él. -¡Ay, señor!
¡Tráteme amablemente y tenga piedad de mí! Le suplico que me perdone. ¡Si me
perdona haré cualquier cosa que usted quiera!
Eso se había convertido en la cantinela constante de la
pobre tonta: « le suplico que me perdone». «Perdóneme».
No merecía ni que la odiara, sólo sentía desprecio por ella.
Pero ella había estado mucho tiempo en su camino, y hacía también tiempo que él
ya se había cansado, el trabajo estaba cerca del final y tenía que realizarlo.
-¡Estúpida, sube las escaleras! -exclamó él.
Ella obedeció inmediatamente, murmurando: «haré todo lo que
usted desee». Cuando entró en el dormitorio de la novia, habiéndose retrasado
un poco por las fuertes cerraduras que tenía la puerta principal pues estaban
solos en la casa, ya que había dispuesto que el personal de servicio tuviera
libre el día), la encontró acobardada en la esquina más lejana, y allí de pie
se apretaba contra las tablas de la pared como si quisiera meterse entre ellas.
Tenía su cabello blondo alborotado sobre el rostro, y sus ojos grandes le
miraban con un terror vago.
-¿De qué tienes miedo? Ven y siéntate a mi lado. -Haré todo
lo que quiera. Le suplico que me perdone, señor. ¡Perdóneme! -le dijo con su
monótona cantinela, tal como acostumbraba.
-Ellen, mañana tendrás que escribir esto, de propio puño y
letra. También procurarás que otros te vean atareada en hacerlo. Cuando lo
hayas escrito todo perfectamente, y corregido todos los errores, llama a dos
personas que haya en la casa y firma con tu nombre delante de ellos. Después
métetelo en el pecho para que esté a salvo, y cuando mañana por la noche me
vuelva a sentar aquí, me lo das.
Así lo haré todo, con el máximo cuidado. Haré todo lo que
usted desee.
-Entonces no tiembles ni vaciles.
-Haré todo lo posible para evitarlo… ¡si usted me perdona!
Al día siguiente ella se sentó en el escritorio e hizo todo
tal como se lo habían pedido. Con frecuencia él entraba y salía de la habitación,
para observarla, y la veía siempre escribiendo lenta y laboriosamente:
repitiéndose en voz alta las palabras que copiaba, con una apariencia
totalmente mecánica, y sin preocuparse ni esforzarse por entenderlas, salvo de
cumplir el encargo. Él vio que seguía las órdenes que había recibido en todos
los aspectos; y por la noche, cuando estaban a solas de nuevo en el mismo
dormitorio de la novia, él acercó su silla junto al hogar, ella se le acercó
tímidamente desde su distante asiento, sacó el papel del pecho y se lo puso a
él en la mano.
Ese documento le concedía todas las posesiones de la joven
en caso de que muriera. Colocó a la joven ante él, cara a cara, para poder
mirarla fijamente, y le preguntó con numerosas y claras palabras, ni más ni
menos que las necesarias, si sabía lo que iba a pasar. Había manchas de tinta
en el pecho de su vestido blanco, y hacía que su rostro pareciera todavía más
marchito, y sus ojos más grandes, cuando asintió con la cabeza. Había manchas
de tinta en la mano que extendió ante él poniéndose de pie, con la que se alisó
y arregló nerviosamente su falda blanca.
La cogió por el brazo, la miró al rostro todavía con mayor
fijeza y atención, y le dijo:
-¡Y ahora, muere! He terminado contigo.
Ella se encogió y lanzó un grito bajo y reprimido.
-No voy a matarte. No pondré en peligro mi vida por ti.
¡Muere!
Y a partir de ese momento, un día tras otro, una noche tras
otra se sentó delante de ella, en su tenebroso dormitorio, pronunciando la
palabra o transmitiéndosela con la mirada. Siempre que levantaba sus ojos
grandes y carentes de significado desde las manos en las que enterraba la
cabeza hasta la figura rígida que estaba sentada en la silla con los brazos
cruzados y la frente enarcada, leía en los ojos del hombre: «¡muere!» Cuando
caía dormida, agotada, recuperaba estremecida la conciencia oyendo en susurros:
«¡muere!» Cuando caía en su viejo ruego de ser perdonada, la respuesta era aún:
«¡muere!» Después de haber pasado despierta y sufriendo la larga noche, cuando
el sol naciente llameaba en la habitación sombría, oía como saludo:
-¿Un día más y no te has muerto? ¡Muere! Encerrada en la
desértica mansión, apartada de toda la humanidad y entregada a esa lucha sin
respiro alguno, llegó a esta conclusión, que ella, o él, tenían que morir. Él
lo sabía muy bien, y por ello concentró su fuerza contra la debilidad de la
mujer. Una hora tras otra la sujetaba por un brazo hasta que éste se ponía
negro, y le ordenaba que muriera Y sucedió, una mañana ventosa, antes del
amanecer. Él calculó que debían ser las cuatro y media pero no podía estar
seguro porque se había olvidado de darle cuerda al reloj y se había parado.
Ella se había apartado de él durante la noche con gritos repentinos y fuertes,
los primeros que había expresado así, y él tuvo que taparle la boca con las
manos.
Desde ese momento ella se había quedado quieta en la esquina
entablada en la que se había dejado caer,, él la había dejado y había vuelto a
su silla, sentándose con los brazos cruzados y la frente ceñuda.
Más pálida bajo la pálida luz, más incolora que, nunca en el
amanecer plomizo, la vio acercarse arrastrándose por el suelo hacia él: una
ruina pálida deformada por los cabellos, el vestido y los ojos salvajes,
impulsándose hacia delante con una mano doblada e irresuelta.
-¡Ay, perdóneme! Haré cualquier cosa. ¡Ay, señor, le ruego
que me diga que puedo vivir!
-¡Muere!
-¿Tan decidido está? ¿No hay esperanza para mí?
-¡Muere!
Ella tensó sus grandes ojos por la sorpresa y el miedo; la
sorpresa y el miedo se transformaron en reproche; y el reproche en una nada
vacía. Estaba hecho. Al principio él no se sintió muy seguro, salvo de que el
sol de la mañana estaba colgando joyas en los cabellos de la joven. Vio el
diamante, la esmeralda y el rubí brillando en pequeños puntos mientras la
miraba, hasta que la levantó y la dejó sobre la cama.
Fue enterrada enseguida, y ahora todos se habían ido y él
había tenido su compensación.
Tenía pensado viajar. Eso no significaba que quisiera
malgastar su dinero, pues era un hombre ahorrativo y amaba terriblemente el
dinero (en realidad, más que cualquier otra cosa), pero se había cansado de la
casa desolada y deseaba volverle la espalda y olvidarla. Sin embargo, la casa
valía dinero, y el dinero no debía tirarse. Decidió venderla antes de partir.
Para que no pareciera tan en ruinas y obtener así un precio mejor, contrató
algunos trabajadores para que asearan el jardín, cubierto de malas hierbas;
para que cortaran el tronco muerto, podaran la hiedra que caía en enormes masas
sobre las ventanas y el frente de la casa, y para que limpiaran los caminos, en
los que la hierba llegaba hasta la mitad de la pierna.
Él mismo trabajó con ellos. Trabajó más tiempo que ellos, y
una tarde, al oscurecer, se quedó trabajando a solas con el hocejo en la mano.
Era una tarde de otoño y la novia llevaba ya cinco semanas muerta.
«Está oscureciendo demasiado para seguir trabajando -se dijo
a sí mismo-.
Terminaré por hoy». Detestaba la casa y le horrorizaba
entrar en ella. Contempló el porche oscuro, que le aguardaba como si fuera una
tumba y comprendió que era una casa maldita. Cerca del porche, y cerca de donde
él estaba, había un árbol cuyas ramas ondulaban frente al mirador del
dormitorio de la novia, donde todo había sucedido. De pronto el árbol se meció de
sobresalto. Volvió a moverse, aunque la noche era tranquila. Al levantar la
vista y mirar hacia él, vi una figura entre las ramas.
Era la figura de un hombre joven. Miraba hacia abajo,
mientras él levantaba la vista; las ramas crujieron y se movieron; la figura descendió
rápida mente y se deslizó hasta hallarse frente a él. Era u joven esbelto,
aproximadamente de la edad de la novia, de largos cabellos de color castaño
claro.
-¿Qué tipo de ladrón eres tú? -le preguntó cogiendo al joven
por el cuello.
El joven, al moverse para quedar libre, le lanzó un golpe
con el brazo que le dio en la cara y la garganta. Se enzarzaron, pero el joven
se liberó de él, retrocedió gritando con gran ansiedad y horror:
-¡No me toques! ¡Antes preferiría que me toque el diablo!
Se quedó quieto, con el hocejo en la mano, mirando al joven.
Pues la mirada del joven era como complemento de la última mirada de la novia,
y no había esperado volver a verla de nuevo.
-No soy un ladrón. Pero aunque lo fuera, no cogería una sola
moneda de tu tesoro, aunque con ella pudiera comprarme las Indias. ¡Asesino!
-¿Cómo?
-Hace ya casi cuatro años que me subí ahí por primera
vez-dijo el joven señalando hacia el árbol-. Me subí ahí para verla. La vi.
Hablé con ella. Y me he subido al árbol muchas veces para verla y escucharla.
Yo era un muchacho, escondido entre las ramas, cuando desde ese mirador me dio
esto.
Le enseñó una trenza de cabello blondo atada con una cinta
de luto.
-Su vida fue una vida de lamentaciones -siguió diciendo el
joven-. Me dio esto como prenda y señal de que estaba muerta para todos salvo
para ti. De haber tenido más edad, o de haberla visto antes, la habría salvado
de ti. ¡Pero ya estaba atrapada en la tela de araña la primera vez que me subí
al árbol, y no podía hacer ya nada para liberarla!
Al decir estas palabras tuvo un ataque de sollozos y
llantos: débilmente al principio, y luego más apasionados.
-¡Asesino! Estaba subido al árbol la noche en que la
trajiste de nuevo aquí.
Aquí, en el árbol, la oí hablar de la muerte que vigilaba en
la puerta. Por tres veces estuve en el árbol mientras te encerrabas con ella,
matándola lentamente.
Desde el árbol la vi yacer muerta sobre la cama. Desde el
árbol te he vigilado buscando pruebas y rastros de tu culpa. Cómo lo hiciste
sigue siendo un misterio para mí, pero te perseguiré hasta que entregues tu
vida al verdugo. Hasta ese momento no te librarás de mí. ¡La amaba! No puedo
conocer la piedad hacia ti.
Asesino, ¡la amaba!
El joven, que había perdido el sombrero arriba del árbol,
tenía la cabeza pelada.
Se dirigió hacia la puerta. Para llegar hasta ella tenía que
pasar junto al asesino.
Cabían, entre uno y otro, dos carruajes de los antiguos, y
el horror del joven, que se expresa abiertamente en todos los rasgos de su
rostro y todos los miembros de su cuerpo, siéndole muy difícil soportar, le
hacía mantenerse a distancia. Él (me refiero al otro) no había movido ni mano
ni pie desde que se quedó quieto para mirar al muchacho. Ahí giró para seguirle
con la mirada. Cuando vio la mano de color castaño claro ante él, vio también
una curva rojiza que iba desde su mano hasta la cabeza del muchacho. Y vio
también desde el principio dónde había caído, y digo había caído y no caería,
pues percibió claramente que todo había sucedido antes de que él lo hiciera. Le
abrió la cabeza y se quedó allí, y el muchacho cayó boca arriba.
Por la noche enterró el cuerpo, al pie del árbol.
En cuanto salió la luz de la mañana, se dedicó a mover todo
el terreno que había alrededor del árbol a cortar y podar los matorrales y las
hierbas que lo rodeaban. Cuando llegaron los trabajadores, no había allí nada
sospechoso; y por ello nada sospecharon Pero en un momento habían desbaratado
todas sus precauciones destruyendo el triunfo del porque durante tanto tiempo
había preparado y que con tanto éxito había llevado a cabo. Se había
desembarazado de la novia, adquiriendo su fortuna sin poner en peligro su vida;
pero ahora, por una muerte con la que nada había ganado, se vería obligado a
vivir para siempre con una cuerda alrededor del cuello.
Desde ese momento vivió encadenado a la casa de la tristeza
y el horror, que no podía soportar. Temeroso de venderla o abandonarla, para
evitar que pudieran descubrir el cadáver, se vio obligado a vivir en ella.
Contrató como criados a dos viejos, un hombre y una mujer; y habitó en la casa,
temiéndola. Durante mucho tiempo su mayor dificultad fue el jardín. ¿Debía
mantenerlo cuidado, tendría que permitir que volviera a su antiguo estado de
abandono, cuál sería la manera en la que probablemente llamaría menos la
atención?
Tomó una decisión intermedia consistente en trabajarlo él
mismo, en las horas libres de la tarde, pidiendo luego al viejo que le ayudara;
pero nunca le dejaba a éste que trabajara solo. Y él mismo hizo un emparrado
junto al árbol, para poder sentarse allí y ver que estaba a salvo.
Conforme cambiaban las estaciones, y con ellas el árbol, su
mente percibía peligros siempre cambiantes. Cuando tenía hojas, pensaba que las
ramas superiores estaban adoptando al crecer la forma de un hombre joven… que
tomaban exactamente la forma de aquel joven, sentado en una horquilla que se
movía con el viento. Cuando caían las hojas, pensaba que al caer del árbol
formaban letras sugerentes, o que tendían a amontonarse, sobre la tumba,
formando un montículo típico de cementerio. Durante el invierno, cuando el
árbol estaba desnudo, creía que las ramas movían hacia él el fantasma del golpe
que había dado al joven, y le amenazaban abiertamente En la primavera, cuando
la savia ascendía por el tronco, se preguntaba si con ella no subían partículas
secas de sangre. De esa manera cada año resultaba más evidente que el anterior
la figura del joven se formaba por hojas y agitándose al viento.
Sin embargo, siguió manejando más y más su dinero. Se
dedicaba a negocios secretos, al negocio d, oro en polvo, y a casi todos los
negocios clandestinos que producían grandes beneficios. En diez año había
multiplicado tantas veces su dinero que los comerciantes y transportistas que
tenían tratos con él no mentían en absoluto cuando decían que había
incrementado su fortuna doce veces.
Hace cien años que poseía esa riqueza, cuando gente podía
perderse fácilmente.
Había oído que uno era el joven, por tener noticia de la
búsqueda que había organizado pero la búsqueda fue abandonada y el joven
olvidado.
La ronda anual de cambios en el árbol se había repetido diez
veces desde que enterrara el cadáver al pie del árbol cuando se produjo en la
zona una gran tormenta. Comenzó a medianoche y azotó la zona hasta la mañana.
Lo primero que oyó decir aquella mañana al viejo criado fue que un rayo había
golpeado el árbol.
Había derribado el tronco de una manerasorprendente,
partiéndolo en dos mitades marchitas, una de ellas descansaba sobre la casa, y
la otra sobre una parte del viejo muro rojizo del jardín, en el que había
abierto un boquete con la caída.
La fisura había abierto el árbol hasta un poco por encima de
la tierra, deteniéndose allí. Existía gran curiosidad por ver el árbol, y al
revivir sus antiguos miedos se sentó en su emparrado, como un anciano, a
observar a la gente que acudía a verlo.
Empezaron a llegar rápidamente, y en tan gran número que
cerró la puerta del jardín y se negó a dejar entrar a nadie. Pero unos
científicos llegaron desde muy lejos para examinar el árbol y en mala hora les
dejó pasar… ¡que el diablo les confunda!
Los científicos querían cavar hasta las raíces para
examinarlas atentamente, lo mismo que la tierra que había encima. ¡Jamás,
mientras él viviera! Le ofrecieron dinero por ello. ¡Ellos! Hombres de ciencia
a los que podría haber comprado por entero con un trazo de su pluma. Les enseñó
de nuevo la puerta del jardín, la cerró y aseguró con una barra.
Pero estaban dispuestos a hacer lo que deseaban, por lo que
sobornaron al viejo criado, un miserable desagradecido que se quejaba siempre
al recibir su salario de que le estaba pagando poco, y se introdujeron en el
jardín por la noche con linternas, picos y palas para cavar junto al árbol. Él
estaba acostado en la habitación de la torreta, al otro lado de la casa, pues
no se había vuelto a ocupar el dormitorio de la novia, pero soñó enseguida con
picos y palas y se levantó.
Acudió junto a una ventana alta de aquel lado, desde donde
pudo ver las linternas, a los científicos, y la tierra suelta formando un
montículo que él mismo en otro tiempo había hecho y había vuelto a poner en el
suelo, y finalmente, surgió a la vista. ¡Lo encontraron! Lo iluminaron un
momento. Se inclinaron sobre él hasta que uno de ellos dijo:
-El cráneo está fracturado.
-Mira aquí los huesos -añadió otro.
-Y aquí la ropa -replicó otro más.
Y entonces el primero de ellos volvió a cavar y exclamó:
-¡Un hocejo oxidado!
Al día siguiente dio cuenta de que estaba sometido a una
vigilancia estricta y de que no podía ir a parte alguna sin que le siguieran.
Antes de que transcurriera una semana fue encarcelado y confinado. Gradualmente
las circunstancias se fueron uniendo en su contra, con desesperada malicia y
terrible ingenio. ¡Vea cómo es la justicia de los hombres, y cómo llegó hasta
él! Acabó siendo acusado de haber envenenado a la joven en su dormitorio.
¡Precisamente él, que cuidadosa y expresamente había evitado
poner en peligro un cabello de su cabeza por causa de la novia, y que la había
visto morir por su propia incapacidad!
Hubo dudas con respecto a cuál de los dos asesinatos debería
juzgársele primero; pero eligieron el auténtico, le consideraron culpable y le
condenaron a muerte. ¡Infelices sedientos de sangre! Le habrían considerado
culpable de cualquier cosa, tan decididos estaban a quitarle la vida.
Su dinero no pudo salvarle y fue ahorcado.
Él soy yo, y fui ahorcado en el castillo de Lancaster de
cara al muro hace ya cien años.
Ante esa afirmación terrible el señor Goodchild trató de
levantarse y gritar.
Pero las dos líneas de fuego que salían de los ojos del
anciano y llegaban a los suyos, le mantuvieron quieto y no pudo emitir un
sonido. Sin embargo, su sentido del oído era agudo y pudo darse cuenta de que
el reloj daba las dos. ¡Y en cuanto el reloj dio esa hora vio ante él a dos
ancianos!
Dos.
Los ojos de cada uno de ellos se conectaban con los suyos
mediante dos películas de fuego; cada una exactamente igual a la otra; cada una
dirigida hacia él en el mismo instante; cada una rechinando los mismos dientes
en la misma cabeza, con la misma nariz torcida por encima, y la misma expresión
difusa a su alrededor.
Dos ancianos. Que no se diferenciaban en nada, igualmente
discernibles, con la copia de la misma intensidad que el original, y el segundo
tan real como el primero.
-¿A qué hora llegó a la puerta de abajo? -preguntaron los
dos ancianos.
A las seis.
-¡Y había seis ancianos en las escaleras!
Después de que el señor Goodchild se limpiara el sudor de la
frente, o intentara hacerlo, los dos ancianos dijeron con una sola voz y
utilizando la primera persona del singular:
-Había sido anatomizado, pero todavía no habían unido mi
esqueleto para colgarlo en un gancho de hierro cuando empezó a susurrarse que
la habitación de la novia estaba encantada. Estaba encantada, y yo estaba allí.
Nosotros estábamos allí.
Ella y yo lo estábamos. Yo, en la silla junto al hogar;
ella, de nuevo una ruina pálida, arrastrándose por el suelo hacia mí. Pero no
era yo el que hablaba ya, y la única palabra que ella me decía desde la
medianoche hasta el alba era:
«¡vive!» » Allí estaba, además, la juventud. En el árbol
plantado junto a la ventana.
Entrando y saliendo con la luz de la luna, mientras el árbol
se inclinaba y estiraba. Desde siempre estuvo él allí, observándome en mi
tormento; revelándoseme a ratos, bajo las luces pálidas y las sombras
pizarrosas por las que entra y sale, con la cabeza pelada y un hocejo clavado
sesgadamente en su cabello.
» En el dormitorio de la novia, todas las noches hasta el
amanecer, exceptuando un mes al año, por lo que ahora le diré, él se esconde en
el árbol y ella viene hacia mí arrastrándose por el suelo, acercándose siempre,
sin llegar nunca, visible siempre como por la luz de la luna, tanto si ésta
brilla como si no, diciendo siempre desde medianoche hasta el alba su única
palabra: «¡vive!» » Pero en el mes en que me obligaron a abandonar esta vida,
este mes presente de treinta días, el dormitorio de la novia está vacío y
tranquilo. Pero no mi antiguo calabozo. No las habitaciones en las que durante
diez años habité inquieto y temeroso. Entonces son éstas las que están
encantadas. A la una de la mañana, soy lo que vio cuando el reloj dio esa hora:
un anciano. A las dos de la mañana, soy dos ancianos. Y tres a las tres. A las
doce del mediodía soy doce ancianos, uno por cada ciento por ciento de mis
beneficios. Y cada uno de los doce con doce veces mi capacidad de sufrimiento y
agonía. Desde esa hora hasta las doce de la noche, yo, doce hombres que
presagian angustia y miedo, aguardan la llegada del verdugo. ¡A las doce de la
noche, yo, doce hombres desconectados, que oscilan invisibles fuera del
castillo de Lancaster, con doce rostros frente al muro!» Cuando el dormitorio
de la novia fue encantado por primera vez, se me hizo saber que este castigo no
cesaría nunca hasta que pudiera dar a conocer su naturaleza y mi historia a dos
hombres vivos al mismo tiempo. Años y años aguardé la llegada de dos hombres
vivos al dormitorio de la novia. Por medios que ignoro entró en mi conocimiento
la idea de que si dos hombres vivos con los ojos abiertos podían estar en el
dormitorio de la novia a la una de la mañana, me verían sentado en mi
silla.»Finalmente, los murmullos según los cuales la habitación estaba
espiritualmente turbada atrajeron a dos hombres a intentar la aventura. Apenas
había aparecido en el hogar a medianoche (me presenté allí como si el rayo me
hubiera lanzado a la existencia), cuando les oí subir las escaleras. Después
les vi entrar. Uno de ellos era un hombre activo, audaz y alegre, en el punto
culminante de su vida, de unos cuarenta y cinco años de edad; el otro, unos
doce años más joven. Llevaban una cesta con provisiones y botellas. Les
acompañaba una mujer joven con leña y carbón para encender el fuego. Una vez
prendido éste, el hombre activo, audaz y alegre la acompañó por el pasillo exterior
a la habitación hasta estar seguro de que había bajado a salvo las escaleras, y
regresó riendo.
» Cerró la puerta, examinó el dormitorio, sacó, los
contenidos de la cesta colocándolos en la mesa situada delante del fuego, llenó
las copas, comió y bebió.
Su compañero, tan alegre y confiado como, él, hizo lo mismo:
aunque él era el jefe. Una vez cenados, colocaron las pistolas sobre la mesa,
se volvieron de cara al fuego y empezaron a fumar pipa de tabaco extranjero.
» Habían viajado juntos, habían pasado junto mucho tiempo y
tenían numerosos temas de conversación comunes. En mitad de la charla y las
risas: el más joven hizo referencia a que el jefe estaba dispuesto siempre para
cualquier aventura; fuera aquella o cualquier otra. Le contestó con estas palabra;
» -No es así, Dick; aunque no tema a nada más me temo a mí mismo.
» Su compañero pareció algo confuso con esa respuesta, y le
preguntó que en qué sentido y cómo, tenía miedo a sí mismo.
» -Es muy fácil, Dick -le replicó-. Hay aquí un fantasma que
debe ser refutado.
¡Pues bien! No puedo responder de lo que provocaría mi
fantasía si me hallara solo aquí, o de qué trucos podrían hacer mi sentidos
para engañarme si estuviera a merced de ellos. Pero en compañía de otro hombre,
y especial mente de ti, Dick, consentiría en retar a todos los fantasmas de los
que en el universo se ha hablado » -No tenía la vanidad de suponer que fuera de
tanta importancia esta noche -respondió el otro. » -De tanta que, por la razón
que te he dado, por nada del mundo me habría ofrecido a pasar aquí la noche a
solas - explicó entonces el jefe, con mayor gravedad de la que había hablado
hasta entonces. » Faltaban pocos minutos para la una. El hombre más joven había
dejado caer la cabeza con su último comentario, y ahora la volvió a dejar caer
más.»
-¡Despierta, Dick! -exclamó el jefe alegremente-. Las horas
pequeñas son las peores.
» Lo intentó, pero la cabeza volvió a caerle sobre el pecho.
» -¡Dick! -le presionó el jefe-. ¡Manténte despierto!
» -No puedo -murmuró el otro confusamente-. No sé qué
extraña influencia me está afectando. No puedo.
» Su compañero le miró con repentino horror y yo, aunque de
una manera diferente, sentí también un horror nuevo; pues estaba a punto de ser
la una y sentí que estaba llegando el segundo vigilante, y que pesaría sobre mí
la maldición de tener que enviarle a dormir.
» -Levántate y camina, Dick -gritó el jefe-. ¡Inténtalo!
» De nada sirvió que se colocara tras la silla del durmiente
y lo agitara. Sonó la una y yo me presenté ante el hombre de más edad, y él
permaneció fijo ante mí.
» Me vi obligado a relatarle la historia a él solo, sin
esperanza de beneficio.
Sólo para él fui un terrible fantasma que hacía una
confesión totalmente inútil. Comprendí que siempre sería igual. Que dos hombres
vivos juntos no llegarían nunca a liberarme Cuando aparezco, los sentidos de
uno de los dos quedan trabados por el sueño; él nunca me verá ni me escuchará;
siempre me comunicaré con un oyente solitario y nunca servirá de nada. ¡Ay
dolor, dolor, dolor Mientras los dos ancianos se frotaban las mano,, con esas
palabras, surgió en la mente del señor Goodchild la idea de que se hallaba en
la situación terrible de estar prácticamente a solas con el espectro, y que la
inmovilidad del señor Idle se explicaba porque el encantamiento le había hecho
quedarse dormido a la una.
En el terror indescriptible que le produjo este
descubrimiento repentino, se esforzó al máximo para liberarse de los cuatro
hilos de fuego, que acabaron por partirse dejando un camino abierto. Como ya no
estaba atado, cogió del sofá al señor Idle y bajó precipitadamente las
escaleras con él.
-¿Qué sucede, Francis? -preguntó el señor Idle-. Mi
dormitorio no está aquí abajo. ¿Por qué diantres me estás transportando? Ahora
puedo andar con un bastón. No quiero que me transporten. Déjame en el suelo.
El señor Goodchild lo dejó en el suelo del viejo salón y le
miró con ojos enloquecidos.
-¿Qué estás haciendo? ¿Lanzándote como un idiota sobre
alguien de tu propio sexo para rescatar le o perecer en el intento? -preguntó
el señor Idle con un tono bastante petulante.
-¡El anciano! -clamó el señor Goodchild aturdido-. ¡Y los
dos ancianos!
-La única anciana a la que pienso que te refieres -empezó a
responder desdeñosamente el señor Idle, al tiempo que a tientas se abría camino
por la escalera con la ayuda de su ancha balaustrada.
-Te aseguro, Tom -empezó a decirle el señor Goodchild
ayudándole a su lado-, que desde que te quedaste dormido…
-¡Ésa sí que es buena! -exclamó Thomas Idle-. ¡Si ni he
cerrado un ojo!
Con la peculiar sensibilidad sobre el tema de la infeliz
acción de quedarse dormido fuera de la cama, destino de toda la humanidad, el
señor Idle persistió en esa declaración. La misma sensibilidad peculiar impulsó
al señor Goodchild, al ser acusado del mismo crimen, a repudiarlo con honorable
resentimiento. Así por el momento resultaba complicada la cuestión del anciano
y de los dos ancianos, y poco después se volvería imposible. El señor Idle dijo
que todo era un lío formado por fragmentos reordenados de las cosas que había
visto y pensado durante el día. El señor Goodchild respondió que cómo iba a ser
así si no se había dormido. El señor Idle añadió que él era el que no se había
dormido, y que nunca se dormiría, mientras que el señor Goodchild, por regla
general, estaba dormido siempre. En consecuencia, se separaron para el resto de
la noche en la puerta de sus respectivos dormitorios, un poco enfadados. Las
últimas palabras del señor Goodchild fueron que en esa real y tangible antigua
sala de estar de la real y tangible posada (y suponía que el señor Idle no
negaría la existencia de ésta), había tenido todas aquellas sensaciones y
experiencias, que estaban ahora a una o dos líneas de completarse, y qué él lo
escribiría todo e imprimiría todas las palabras. El señor Idle replicó que lo
hiciera si ése era su deseo… y lo era, y ahora está ya escrito.
No hay comentarios:
Publicar un comentario