Julio Cortázar
Maravillosas ocupaciones
Qué maravillosa ocupación cortarle la pata a una araña,
ponerla en un sobre, escribir Señor Ministro de Relaciones Exteriores, agregar
la dirección, bajar a saltos la escalera, despachar la carta en el correo de la
esquina.
Qué maravillosa ocupación ir andando por el bulevar Arago
contando los árboles, y cada cinco castaños detenerse un momento sobre un solo
pie y esperar que alguien mire, y entonces soltar un grito seco y breve, girar
como una peonza, con los brazos bien abiertos, idéntico al ave cakuy que se
duele en los árboles del norte argentino.
Qué maravillosa ocupación entrar en un café y pedir azúcar,
otra vez azúcar, tres o cuatro veces azúcar, e ir formando un montón en el
centro de la mesa, mientras crece la ira en los mostradores y debajo de los
delantales blancos, y exactamente en medio del montón de azúcar escupir
suavemente, y seguir el descenso del pequeño glaciar de saliva, oír el ruido de
piedras rotas que lo acompaña y que nace en las gargantas contraídas de cinco
parroquianos y del patrón, hombre honesto a sus horas.
Qué maravillosa ocupación tomar el ómnibus, bajarse delante
del Ministerio, abrirse paso a golpes de sobres con sellos, dejar atrás al
último secretario y entrar, firme y serio, en el gran despacho de espejos,
exactamente en el momento en que un ujier vestido de azul entrega al Ministro
una carta, y verlo abrir el sobre con una plegadera de origen histórico, meter
dos dedos delicados y retirar la pata de araña, quedarse mirándola, y entonces
imitar el zumbido de una mosca y ver cómo el Ministro palidece, quiere tirar la
pata pero no puede, está atrapado por la pata, y darle la espalda y salir,
silbando, anunciando en los pasillos la renuncia del Ministro, y saber que al
día siguiente entrarán las tropas enemigas y todo se irá al diablo y será un
jueves de un mes impar de un año bisiesto.
Fin del mundo fin
Como los escribas continuarán, los pocos lectores que en el
mundo había van a cambiar de oficio y se pondrán también de escribas. Cada vez
más los países serán de escribas y de fábricas de papel y tinta, los escribas
de día y las máquinas de noche para imprimir el trabajo de los escribas.
Primero las bibliotecas desbordarán de las casas, entonces las municipalidades
deciden (ya estamos en la cosa) sacrificar los terrenos de juegos infantiles
para ampliar las bibliotecas. Después ceden los teatros, las maternidades, los
mataderos, las cantinas, los hospitales. Los pobres aprovechan los libros como
ladrillos, los pegan con cemento y hacen paredes de libros y viven en cabañas
de libros. Entonces pasa que los libros rebasan las ciudades y entran en los
campos, van aplastando los trigales y los campos de girasol, apenas si la
dirección de vialidad consigue que las rutas queden despejadas entre dos
altísimas paredes de libros. A veces una pared cede y hay espantosas
catástrofes automovilísticas. Los escribas trabajan sin tregua porque la
humanidad respeta las vocaciones, y los impresores llegan ya a orillas del mar.
El presidente de la república habla por teléfono con los presidentes de las
repúblicas, y propone inteligentemente precipitar al mar el sobrante de libros,
lo cual se cumple al mismo tiempo en todas las costas del mundo. Así los
escribas siberianos ven sus impresos precipitados al mar glacial, y los
escribas indonesios etcétera. Esto permite a los escribas aumentar su
producción, porque en la tierra vuelve a haber espacio para almacenar sus
libros. No piensan que el mar tiene fondo, y que en el fondo del mar empiezan a
amontonarse los impresos, primero en forma de pasta aglutinante, después en
forma de pasta consolidante, y por fin como un piso resistente aunque viscoso
que sube diariamente algunos metros y que terminará por llegar a la superficie.
Entonces muchas aguas invaden muchas tierras, se produce una nueva distribución
de continentes y océanos, y presidentes de diversas repúblicas son sustituidos
por lagos y penínsulas, presidentes de otras repúblicas ven abrirse inmensos
territorios a sus ambiciones etcétera. El agua marina, puesta con tanta
violencia a expandirse, se evapora más que antes, o busca reposo mezclándose
con los impresos para formar la pasta aglutinante, al punto que un día los
capitanes de los barcos de las grandes rutas advierten que los barcos avanzan
lentamente, de treinta nudos bajan a veinte, a quince, y los motores jadean y
las hélices se deforman. Por fin todos los barcos se detienen en distintos
puntos de los mares, atrapados por la pasta, y los escribas del mundo entero
escriben millares de impresos explicando el fenómeno y llenos de una gran
alegría. Los presidentes y los capitanes deciden convertir los barcos en islas
y casinos, el público va a pie sobre los mares de cartón a las islas y casinos
donde orquestas típicas y características amenizan el ambiente climatizado y se
baila hasta avanzadas horas de la madrugada. Nuevos impresos se amontonan a
orillas del mar, pero es imposible meterlos en la pasta, y así crecen murallas
de impresos y nacen montañas a orillas de los antiguos mares. Los escribas
comprenden que las fábricas de papel y tinta van a quebrar, y escriben con
letra cada vez más menuda, aprovechando hasta los rincones más imperceptibles
de cada papel. Cuando se termina la tinta escriben con lápiz etcétera; al
terminarse el papel escriben en tablas y baldosas etcétera. Empieza a
difundirse la costumbre de intercalar un texto en otro para aprovechar las
entrelíneas, o se borra con hojas de afeitar las letras impresas para usar de
nuevo el papel. Los escribas trabajan lentamente, pero su número es tan inmenso
que los impresos separan ya por completo las tierras de los lechos de los
antiguos mares. En la tierra vive precariamente la raza de los escribas,
condenada a extinguirse, y en el mar están las islas y los casinos o sea los transatlánticos
donde se han refugiado los presidentes de las repúblicas, y donde se celebran
grandes fiestas y se cambian mensajes de isla a isla, de presidente a
presidente, y de capitán a capitán.
Camello declarado indeseable
Aceptan todas las solicitudes de paso de frontera, pero Guk,
camello, inesperadamente declarado indeseable.
Acude Guk a la central de policía donde le dicen nada que hacer,
vuélvete a tu oasis, declarado indeseable inútil tramitar solicitud. Tristeza de Guk, retorno a las tierras de
infancia. Y los camellos de familia, y
los amigos, rodeándolo y que
te pasa, y no es posible, por que precisamente tú. Entonces una delegación al Ministerio de
Tránsito a apelar por Guk, con escándalo de funcionarios de carrera: esto no se
ha visto jamás, ustedes se vuelven inmediatamente al oasis, se hará un sumario.
Guk en el oasis come pasto un día, pasto otro día. Todos los camellos han pasado la frontera,
Guk sigue esperando. Así se van el
verano, el otoño. Luego Guk de vuelta a
la ciudad, parado en una plaza vacía.
Muy fotografiado por turistas, contestando reportajes. Vago prestigio de Guk en la plaza. Aprovechando busca salir, en la puerta todo
cambia: declarado indeseable. Guk baja
la cabeza, busca los ralos pastitos de la plaza. Un día lo llaman por el altavoz y entra feliz
en la central. Allí es declarado
indeseable. Guk vuelve al oasis y se
acuesta. Come un poco de pasto, y
después apoya el hocico en la arena. Va
cerrando los ojos mientras se pone el sol.
De su nariz brota una burbuja que dura un segundo mas que él.
Aplastamiento de las gotas
Yo no sé, mira, es terrible cómo llueve. Llueve todo el
tiempo, afuera tupido y gris, aquí contra el balcón con goterones cuajados y
duros, que hacen plaf y se aplastan como bofetadas uno detrás de otro, qué
hastío. Ahora aparece una gotita en lo alto del marco de la ventana; se queda
temblequeando contra el cielo que la triza en mil brillos apagados, va
creciendo y se tambalea, ya va a caer y no se cae, todavía no se cae. Está
prendida con todas las uñas, no quiere caerse y se la ve que se agarra con los
dientes, mientras le crece la barriga; ya es una gotaza que cuelga majestuosa,
y de pronto zup, ahí va, plaf, deshecha, nada, una viscosidad en el mármol.
Pero las hay que se suicidan y se entregan enseguida, brotan
en el marco y ahí mismo se tiran; me parece ver la vibración del salto, sus
piernitas desprendiéndose y el grito que las emborracha en esa nada del caer y
aniquilarse. Tristes gotas, redondas inocentes gotas. Adiós gotas. Adiós.
Cuento sin moraleja
Un hombre vendía gritos y palabras, y le iba bien, aunque
encontraba mucha gente que discutía los precios y solicitaba descuentos. El hombre accedía casi siempre, y así pudo
vender muchos gritos de vendedores callejeros, algunos suspiros que le
compraban señoras rentistas, y palabras para consignas, esloganes, membretes y
falsas ocurrencias.
Por fin el hombre supo que había llegado la hora y pidió
audiencia al tiranuelo del país, que se parecía a todos sus colegas y lo
recibió rodeado de generales, secretarios y tazas de café.
-Vengo a venderle sus últimas palabras -dijo el
hombre-. Son muy importantes porque a
usted nunca le van a salir bien en el momento, y en cambio le conviene decirlas
en el duro trance para configurar fácilmente un destino histórico
retrospectivo.
-Traducí lo que dice- mando el tiranuelo a su interprete.
-Habla en argentino, Excelencia.
-¿En argentino? ¿Y por qué no entiendo nada?
-Usted ha entendido muy bien -dijo el hombre-. Repito que
vengo a venderle sus últimas palabras.
El tiranuelo se puso en pie como es de práctica en estas
circunstancias, y reprimiendo un temblor, mandó que arrestaran al hombre y lo
metieran en los calabozos especiales que siempre existen en esos ambientes
gubernativos.
-Es lástima- dijo el hombre mientras se lo llevaban-. En realidad usted querrá decir sus últimas
palabras cuando llegue el momento, y necesitará decirlas para configurar
fácilmente un destino histórico retrospectivo.
Lo que yo iba a venderle es lo que usted querrá decir, de modo que no
hay engaño. Pero como no acepta el
negocio, como no va a aprender por adelantado esas palabras, cuando llegue el
momento en que quieran brotas por primera vez y naturalmente, usted no podrá
decirlas.
-¿Por qué no podré decirlas, si son las que he de querer
decir? -preguntó el tiranuelo ya frente a otra taza de café.
-Porque el miedo no lo dejará -dijo tristemente el
hombre-. Como estará con una soga al
cuello, en camisa y temblando de frío, los dientes se le entrechocarán y no
podrá articular palabra. El verdugo y
los asistentes, entre los cuales habrá alguno de estos señores, esperarán por
decoro un par de minutos, pero cuando de su boca brote solamente un gemido
entrecortado por hipos y súplicas de perdón (porque eso si lo articulará sin
esfuerzo) se impacientarán y lo ahorcarán.
Muy indignados, los asistentes y en especial los generales,
rodearon al tiranuelo para pedirle que hiciera fusilar inmediatamente al
hombre. Pero el tiranuelo, que
estaba-pálido-como-la-muerte, los echó a empellones y se encerró con el hombre,
para comprar sus últimas palabras.
Entretanto, los generales y secretarios, humilladísimos por
el trato recibido, prepararon un levantamiento y a la mañana siguiente
prendieron al tiranuelo mientras comía uvas en su glorieta preferida. Para que no pudiera decir sus últimas
palabras lo mataron en el acto pegándole un tiro. Después se pusieron a buscar al hombre, que
había desaparecido de la casa de gobierno, y no tardaron en encontrarlo, pues
se paseaba por el mercado vendiendo pregones a los saltimbanquis. Metiéndolo en un coche celular, lo llevaron a
la fortaleza, y lo torturaron para que revelase cuales hubieran podido ser las
últimas palabras del tiranuelo. Como no
pudieron arrancarle la confesión, lo mataron a puntapiés.
Los vendedores callejeros que le habían comprado gritos
siguieron gritándolos en las esquinas, y uno de esos gritos sirvió más adelante
como santo y seña de la contrarrevolución que acabó con los generales y los
secretarios. Algunos, antes de morir,
pensaron confusamente que todo aquello había sido una torpe cadena de
confusiones y que las palabras y los gritos eran cosa que en rigor pueden
venderse pero no comprarse, aunque parezca absurdo.
Y se fueron pudriendo todos, el tiranuelo, el hombre y los
generales y secretarios, pero los gritos resonaban de cuando en cuando en las
esquinas.
FIN
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