Ray Bradbury
LA MAÑANA en que empezó el gran incendio,
nadie en la casa pudo apagarlo. Fue la sobrina de mamá, Marianne, que vivía con
nosotros mientras sus padres estaban en Europa, quien estaba toda envuelta en
llamas. Así que nadie pudo romper la ventanita de la caja roja en la esquina, y
apretar el botón que traería las mangueras de grandes chorros y los bomberos
sombrerudos. Marianne bajó las escaleras ardiendo como celofán, y se dejó caer
con un grito o un gemido en una silla, ante la mesa del desayuno, y no comió ni
siquiera para rellenar la cavidad de una muela.
Mamá y papá se apartaron. Había demasiado
calor en la sala.
-Buenos días, Marianne.
-¿Qué? -Marianne miraba a lo lejos y
hablaba vagamente-. Oh, buenos días.
-¿Dormiste bien anoche, Marianne?
Pero sabían que ella no había dormido. Mamá
le dio a Marianne un vaso de agua y todos se preguntaron si no se le evaporaría
en la mano. La abuela observó los ojos febriles de Marianne.
-Estás enferma, pero no es un microbio
-dijo-. Ningún microscopio ha podido descubrirlo.
-¿Qué? -dijo Marianne.
-El amor es padrino de la estupidez -dijo
papá desinteresadamente.
-Ya se le pasará -mamá le dijo a papá-.
Cuando las muchachas están enamoradas parecen estúpidas sólo porque no pueden
oir.
-Afecta los canales semicirculares -dijo
papá-.
Haciendo caer a las muchachas en brazos de
un hombre. Ya sé. Una vez casi muero aplastado por una mujer que se me cayó
encima, y permíteme decir que…
-Calla.
Mamá frunció el ceño, mirando a Marianne.
-No puede oírnos. Pasa por un estado
cataléptico.
-El viene esta mañana a buscarla -le
susurró mamá a papá como si Marianne ni siquiera estuviera en el cuarto-. Van a
dar un paseo en su coche. Papá se tocó la boca con una servilleta.
-¿Nuestra hija era ¿sí? -preguntó-. Se casó
hace tanto tiempo que me he olvidado. No recuerdo que fuera tan alocada. Uno
nunca entiende que las muchachas no tienen una pizca de buen sentido en esta
época. Eso es lo que pierde a un hombre. Uno se dice, Oh, qué encantadora
muchacha sin sesos, me quiere, creo que me casaré con ella. Se casa con ella y
una mañana se despierta y descubre que la muchacha ha dejado de soñar y que ha
recobrado la inteligencia y está colgando adornitos por toda la casa. Uno
empieza a tropezar con cuerdas y alambres. Cree encontrarse en una isla
desierta, un pequeño vestíbulo en medio del universo, con un panal que se ha
transformado en trampa para osos, una mariposa metamorfoseada en avispa.
Entonces inmediatamente busca algún hobby: una colección de estampillas, reuniones
de club, o…
-¿Cómo has aguantado tú? -exclamó mamá-.
Marianne, háblanos de ese joven. ¿Cómo se llama? ¿Isak Van Pelt?
-¿Qué? Oh … Isak, sí.
Marianne había estado agitándose en su cama
toda la noche, a veces hojeando rápidamente libros de poesía y descubriendo
líneas increíbles, a veces descansando de espaldas, otras boca abajo
contemplando un paisaje de sueño a la luz de la luna. El aroma del jazmín había
acariciado el cuarto toda la noche y el calor excesivo de la primavera temprana
(en el termómetro se leía veintidós grados) la había mantenido despierta. A
alguien que hubiese mirado por el ojo de la cerradura le hubiera parecido una
polilla agonizante.
Aquella mañana había golpeado las manos por
encima de la cabeza ante el espejo y había bajado a desayunar advirtiendo justo
a tiempo que no se había puesto el vestido.
Abuela se reía quedamente todo el desayuno.
Al fin dijo:
-Tienes que comer, hija, tienes que comer.
Así que Marianne jugó con su tostada y
logró tragar medio pedazo. Justo entonces se oyó afuera una aguda bocina.
¡Isak! ¡En su coche!
-¡Juuu! -gritó Marianne y corrió escaleras
arriba.
Se hizo pasar al joven Isak Van Pelt y fue
presentado a todos.
Cuando Marianne se fue al fin, papá se
sentó, enjugándose la frente.
-No sé. Esto es demasiado.
-Fuiste tú quien sugirió que debería
empezar a salir -dijo mamá.
-Lamento haberlo sugerido -dijo él-. Pero
ya lleva con nosotros seis meses y aún le faltan otros seis. Pensé que si
conocía a algún joven simpático…
-Y si se casaban -dijo la abuela secamente-,
Marianne se mudaría casi en seguida, ¿no es así?
-Bueno … -dijo papá.
-Bueno … -dijo la abuela.
-Pero ahora es peor que antes -dijo papá-
Va de un lado a otro cantando con los ojos cerrados, poniendo esos infernales
discos de amor, y hablándose a sí misma. ¿Cuánto puede aguantar un hombre?
Además se ríe todo el día. ¿Hay muchachas de dieciocho en los manicomios?
-El muchacho parece simpático.
-Sí, podemos guardar esa esperanza -dijo
papá bebiendo de un vaso-, un matrimonio temprano.
A la mañana siguiente, Marianne salió de la
casa como una bola de fuego tan pronto como oyó la bocina. El joven no tuvo
tiempo ni siquiera de llegar a la puerta. Sólo la abuela vio cómo se alejaban
rugiendo, desde la ventana del vestíbulo.
-Casi me tira al suelo -Papá se frotó el
bigote-. ¿Qué es esto? ¿Huevos duros? Bueno.
A la tarde, Marianne, otra vez en casa,
flotó por la sala hasta los discos de fonógrafo. El siseo de la aguja llenó la
casa. Marianne tocó Aquella vieja magia negra veintidós veces, cantando -la,
la, la- mientras nadaba por la sala.
-Me parece que tendré que encerrarme en mi
cuarto -dijo papá-. Me retiré de los negocios para fumar cigarros y gozar de la
vida, no para aguantar a una parienta que canta bajo la lámpara.
-Calla -dijo mamá.
-Este es un momento de crisis en mi vida
-anunció papá-. Al fin, ella es sólo una visita.
-Ya sabes cómo son las muchachas cuando
están en otra casa. Creen que están en París. Se irá en octubre. No es tan
terrible.
-Veamos -dijo papá-. Por ese entonces
estaré enterrado desde hace ciento treinta días en el cementerio de Green Lawn.
-Se incorporó y dejó caer el periódico al piso, como una pequeña tienda-.
¡Hablaré con ella ahora mismo!
Fue hasta la puerta del vestíbulo y se
quedó allí mirando a la valseante Marianne.
-La… -cantaba ella.
-Marianne -dijo papá.
-Aquella vieja magia negra… -A… cantó
Marianne-. ¿Sí?
Papá miró cómo las manos de Marianne se
movían en el aire. Marianne pasó junto a él y le lanzó una mirada ardiente.
Papá se arregló la corbata.
-Quiero hablar contigo.
-Da dum di dum dum di dum di dum dum -cantó
ella.
-¿Me oyes? -preguntó él.
-Es tan simpático -dijo ella.
-Evidentemente.
-Sabes, se inclina y abre las puertas como
un portero y toca la trompeta como Harry James y me trajo margaritas esta
mañana.
-No lo dudo.
-Tiene los ojos azules.
Marianne miró el cielo raso.
Papá no descubrió, nada de interés allá
arriba.
Ella seguía mirando el cielo raso mientras
bailaba, y papá se acercó y se detuvo a su lado mirando hacia arriba, pero no
había allí ni una mancha de humedad ni una grieta.
-Marianne -suspiró.
-Y comimos langosta en el café ¡unto al
río.
-Langosta. Sí, pero no queremos que caigas
enferma, que te debilites. Un día, mañana, debes quedarte en casa y ayudar a tu
tía con los manteles…
-Sí, señor.
Marianne soñó por el cuarto con las
ventanas abiertas.
-¿Me has oído? -preguntó papá.
-Sí -murmuró ella-. Sí. -Cerró los oídos-.
Oh si. sí. -La falda giró zumbando-. Tío -dijo con la cabeza echada hacia
atrás.
-¿La ayudarás a tu tía con los manteles?
-exclamó.
-… con los manteles -murmuró Marianne.
-¡Bueno! -Papá se sentó en la cocina,
recogiendo el periódico-. ¡Me parece que se lo dije!
Pero a la mañana siguiente estaba aún
soñando en el borde de la cama cuando oyó el trueno del destartalado automóvil
y a Marianne que se precipitaba escaleras abajo, se detenía dos segundos en el
comedor a desayunar, titubeaba junto al cuarto de baño, y cerraba de un portazo
la puerta de calle. Luego el ruido del viejo coche que iba a los tumbos calle
abajo con dos personas que cantaban desgañitándose.
Papá se llevó las manos a la cabeza.
-Manteles -dijo.
-¿Qué? -dijo mamá.
-Almacenes -dijo papá-. Haré una visita a
los almacenes de Dooley.
-Pero Dooley no abre hasta las diez.
-Esperaré -decidió papá con los ojos
cerrados. Aquella noche y siete otras endiabladas noches la hamaca del porche
cantó una chirriante canción, hacia adelante y hacia atrás, hacia adelante y
hacia atrás. Papá, oculto en el vestíbulo, aparecía en un terrible relieve cada
vez que chupaba su cigarro de diez centavos y la luz cereza le iluminaba la
cara inmensamente trágica. La hamaca del porche crujió. Papá esperó otro
crujido. Oyó unos suaves sonidos de alas de mariposa, las leves palpitaciones
de una risa y unas dulces naderías en menudas orejas.
-Mi porche -dijo papá-. Mi hamaca -le
susurró a su cigarro, mirándolo-. Mi casa. -Esperó otro crujido-. Mi Dios
-dijo.
Fue al armario de las herramientas y
apareció en el porche oscuro con una brillante lata de aceite.
-No, no se levanten. No se molesten. Aquí…
aquí.
Aceitó los goznes de la hamaca. La noche
era oscura. No podía ver a Marianne; podía olerla. El perfume casi lo hizo caer
entre los rosales. No podía ver tampoco a su joven amigo.
-Buenas noches -dijo.
Entró y se sentó y no se oyeron más
crujidos. Ahora sólo se oía algo parecido al aleteo de polilla del corazón de
Marianne.
-Debe ser muy simpático -dijo mamá en la
puerta de la cocina, secando una fuente de la cena.
-Eso espero -murmuró papá-. ¡Por eso les
dejo el porche todas las noches!
-Tantos días seguidos -dijo mamá-. Una
muchacha no sale con un festejante tantas veces si no es un joven serio.
-¡Quizá le proponga matrimonio esta noche!
-fue el feliz pensamiento de papá.
-Difícil tan pronto. Y ella es tan joven.
-Aun así -rumió papá-, puede ocurrir. Tiene
que ocurrir, por todos los diablos.
Abuela se rió entre dientes desde su
mecedora en el rincón. Parecía como si alguien volviera las páginas de un viejo
libro.
-¿Qué es tan divertido? - dijo papá.
-Espera y verás -dijo la abuela-. Mañana.
Papá miró fijamente las sombras, pero la
abuela no dijo más.
-Bueno, bueno -dijo papá a la hora del
desayuno. Contempló los huevos con una mirada bondadosa y paternal-. Bueno,
bueno, Señor, anoche, en el porche, hubo más murmullos. ¿Cómo se llama el
joven? ¿Isak? Bueno, si no he juzgado mal, creo que le propondrá matrimonio
esta noche, sí, ¡estoy seguro!
-Sería hermoso -dijo mamá-. Una boda en
primavera. Pero es tan pronto.
-Mira -dijo papá con una lógica de boca
llena-, Marianne es una de esas chicas que se casan rápido y jóvenes. No podemos
interponernos en su camino, ¿no es así?
-Por una vez creo que tienes razón -dijo
mamá-. La boda sería hermosa. Flores primaverales y Marianne muy bonita con ese
vestido que vi la semana pasada en Haydecker.
Los dos miraron ansiosamente las escaleras,
esperando que apareciese Marianne.
-Perdón -roncó la abuela alzando los ojos
de su tostada-. Pero si yo fuera vosotros no hablaría de librarnos de Marianne.
-¿Y por qué no?
-Hay razones.
-¿Qué razones?
-Lamento estropearos los planes -crujió la
abuela, con una risita. Sacudió la cabecita avinagrada-. Pero mientras vosotros
planeabais casar a Marianne, yo estuve observándola. Desde hace siete días he
estado mirando a ese joven que viene todos los días en su coche y hace sonar la
bocina. Debe ser un actor o un transformista o algo parecido.
-¿Qué? -preguntó papá.
-Sí -dijo la abuela-. Pues un día era un
joven rubio, y el siguiente un joven alto y moreno, y el miércoles un muchacho
de bigote castaño, y el jueves era pelirrojo, y el viernes más bajo con un
Chevrolet en vez de un Ford.
Durante un minuto pareció como si a mamá y
papá les hubiesen dado un martillazo justo detrás de la oreja izquierda.
Al fin papá gritó, con el rostro encendido.
-¡Y te atreves a decirlo! Y tú ahí, mujer,
dices; todos esos hombres, y tú …
-Vosotros os escondíais siempre -soltó la
abuela-, para no estropear las cosas. Si hubierais salido de vuestro escondite
hubieseis visto lo mismo que yo. Nunca dije una palabra. Marianne se calmará.
Es una época de la vida. Toda mujer pasa por eso. Es duro, pero pueden
sobrevivir. ¡Un hombre nuevo todos los días hace maravillas en el ego de una
muchacha!
-Tú tú, tú, tú ¡tú!
Papá se atragantó, con los ojos muy
abiertos, el cuello demasiado grande para su camisa. Cayó en su silla,
exhausto. Mamá no se movía, perpleja.
-¡Buenos días a todos!
Marianne corrió escaleras abajo y se
desplomó en una silla. Papá la miró fijamente.
-Tú, tú, tú, tú, tú -acusó a la abuela.
Correré por la calle gritando, pensó papá
desatinadamente, y romperé la ventanita de alarma de incendios y moveré la
palanca y haré venir las bombas y las mangueras. O quizá se desencadene una
tormenta de nieve tardía y pueda dejar a Marianne afuera para que se enfríe.
No hizo ni una cosa ni otra. Como el calor
del cuarto era excesivo, de acuerdo con el calendario de la pared, todos
salieron al porche fresco mientras Marianne; se quedaba mirando su jugo de
naranja.
FIN
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