Ray
Bradbury
LA GENTE CUBRIÓ las graderías detrás de los
alambres, esperando. Nosotros, los chicos, salimos chorreando del lago,
corrimos entre las casas blancas, chillando, y nos sentamos en las gradas,
dejando marcas húmedas. El sol cálido caía entre los altos robles alrededor del
campo de baseball. Nuestros padres y madres, con pantalones de golf o ligeros
vestidos de verano, nos riñeron y nos ordenaron que nos quedásemos quietos.
Miramos expectantes hacia el hotel y la puerta
trasera de la gran cocina. Unas pocas mujeres de color empezaron a cruzar el
campo moteado de sombras, y diez minutos más tarde, en las lejanas graderías de
la izquierda, bullía el color de las caras y brazos recién lavados. Luego de
todos estos años, cada vez que recuerdo ese día, puedo oír los sonidos que
hacía aquella gente. En el aire cálido, aquel sonido, cada vez que hablaban,
era como un suave movimiento de arrullos de paloma.
Todos se agitaron divertidos, y estallaron
risas en las gradas de la derecha, que se elevaron en el claro azul del cielo
de Wisconsin. La puerta de la cocina se abrió de par en par y salieron
corriendo los grandes y pequeños, oscuros y ruidosos mozos negros de uniforme,
porteros, guardias de ómnibus, marineros, cocineros, lavacopas, jardineros y
cuidadores de campos de golf. Se acercaron haciendo cabriolas, mostrando los
finos y blancos dientes, orgullosos de sus nuevos uniformes de rayas rojas,
alzando y bajando los zapatos brillantes sobre la hierba verde mientras pasaban
ante las graderías y se internaban con perezosa rapidez en el campo, llamando a
todos y todo.
Nosotros los chicos chillamos. ¡Allí
estaban Long Johnson, el hombre que cortaba el césped, y Cavanaugh, el hombre
de la droguería, y Shorty Smith y Pete Brown y Jifi Miller!
¡Y allí estaba Big Poe! ¡Nosotros los
chicos gritamos, aplaudimos!
Big Poe era el hombre que estaba tan alto
junto a la máquina de copos de maíz todas las noches, en el pabellón de baile
de un millón de dólares, más allá del hotel a orillas del lago. Todas las
noches yo le compraba maíz a Big Poe y él me echaba montones de crema.
Pateé y aullé.
-¡Big Poe! ¡Big Poe!
Y Big Poe me miró y estiró los labios para
mostrar los dientes, y me saludó con la mano, y lanzó una carcajada.
Y mamá miró a la derecha, a la izquierda, y
detrás de nosotros con ojos preocupados y me golpeó el codo.
-Chist -dijo-. Chist.
-Bueno, bueno -dijo la señora que estaba
junto a mi madre abanicándose con un periódico doblado-. Qué día para los
sirvientes de color, ¿eh? La mejor época del año. Se pasan el verano esperando
el gran juego Blanco y Negro. Pero esto no es nada. ¿Ha visto usted la fiesta
del cake-walk?
-Tenemos entradas -dijo mamá-. Para esta
noche en el pabellón. Nos costaron un dólar cada una. Me parecieron bastante
caras.
-Pero yo siempre dije -afirmó la mujer- que
una debe gastar una vez al año. Y vale la pena verlos bailar. Tienen
naturalmente…
-Ritmo -dijo mamá.
-Esa es la palabra -dijo la señora-. Ritmo.
Eso tienen. Bueno, si viera usted a las camareras de color en el hotel. Han
estado comprando sedas en la gran tienda de Madison desde hace un mes. Y se han
pasado todos los minutos libres cosiendo y riéndose. Y he visto algunas de las
plumas que compraron para los sombreros. De color vino y mostaza y azules y violetas.
Oh, ¡será un espectáculo!
-Han estado aireando sus chaquetas de
smoking -dije-. ¡Las he visto colgadas de alambres detrás del hotel toda la
semana!
-Mire cómo hacen cabriolas -dijo mamá-.
Parece que pensasen que van a ganarles a nuestros hombres.
Los hombres de color corrían hacia arriba y
hacia abajo y gritaban con sus voces altas y aflautadas y sus voces graves,
perezosas e interminables. En el centro del campo uno podía ver el relampagueo
de sus dientes, los desnudos brazos levantados que se balanceaban y golpeaban
los costados del cuerpo, mientras saltaban y corrían como conejos, exuberantes.
Big Poe tomó un doble puñado de palos, se
los llevó a su gran hombro de toro, y echó a caminar con la cabeza hacia atrás,
la boca abierta en una amplia sonrisa, moviendo la lengua cantando:
- … para bailar me sacaré los zapatos,
cuando toquen los Jelly Roll Blues; mañana a la noche en el baile de la ciudad
oscura…
Big Poe subía y bajaba las rodillas,
moviendo los palos como bastones musicales. Una ola de aplausos y risas suaves
vino de las graderías de la izquierda, donde todas las rizadas jóvenes de
color, de brillantes ojos castaños, esperaban alegres y anhelantes. Se movían
rápidamente, de un modo gracioso y blando. Se reían como pájaros tímidos;
saludaban a Big Poe agitando las manos y una de ellas gritó con una voz aguda:
-¡Oh, Big Poe! ¡Oh, Big Poe!
La sección blanca se unió cortésmente al
aplauso cuando Big Poe terminó su baile.
-¡Eh, Poe! -aullé otra vez.
-¡Cállate, Douglas! -me dijo mamá.
Ahora los hombres blancos aparecían
corriendo entre los árboles con sus uniformes puestos. Hubo un estruendo de
aplausos y gritos en nuestras graderías y mucha gente se puso de pie. Los
hombres blancos corrieron por el campo verde como relámpagos blancos.
-¡Oh, allá está el tío George! -dijo mamá-.
¿No tiene un magnífico aspecto?
Y allá estaba mi tío George, corriendo y
tropezando, con un equipo que no le caía muy bien pues tío es barrigón, y tiene
unos carrillos que le cuelgan siempre sobre el cuello de la camisa. Corría
tratando de respirar y sonreír al mismo tiempo, levantando sus rollizas
piernecitas.
-Qué bien están todos -se entusiasmó mamá.
Desde las graderías, yo observaba sus
movimientos. Mamá estaba sentada a mi lado, y pienso que comparaba y pensaba
también, y lo que veía la asombraba y desconcertaba. Con que facilidad había
venido corriendo la gente oscura, como esos antílopes y ciervos que se mueven
lentamente en las películas de África, como criaturas de un sueño. Habían
llegado como brillantes animales de un hermoso color castaño, animales que
ignoraban que estaban vivos, pero vivían. Y cuando corrían extendiendo sus
graciosas piernas, perezosas e intemporales, seguidas por los grandes brazos
abiertos y los dedos flojos, y sonreían en el viento, sus caras no decían
"¡Mírenme correr! ¡Mírenme correr!" No de ningún modo. Sus caras
decían soñadoramente: "Señor, pero qué agradable es correr. ¿Ven cómo el
suelo se desliza suavemente bajo mis pies? Dios, qué bien me siento. Los
músculos se me mueven como aceite en los huesos, y no hay mayor placer en el
mundo que el de correr". Y corrían. No había otro propósito en sus
carreras que la alegría y la vida.
Los hombres blancos corrían trabajando,
como trabajaban en todas las cosas. Uno se sentía turbado al verlos, pues estaban
demasiado vivos en un sentido equivocado. A los negros no les importaba si uno
le observaba o no; vivían, se movían. Jugaban con tanta seguridad que no
pensaban en ninguna otra cosa.
-Sí, nuestros hombres están tan bien -dijo
mi madre, repitiéndose a sí misma bastante desanimada mente.
Había mirado, había comparado los equipos.
Había advertido en su interior que fácilmente se movían los hombres de color en
sus uniformes, y qué tensa y nerviosamente, estaban embutidos, apretados y
estrujados los hombres blancos en sus trajes. Creo que la tensión empezó
entonces. Creo que todos advirtieron qué ocurría. Vieron cómo los hombres
blancos parecían senadores en traje de verano. Y admiraron el gracioso descuido
de los hombres oscuros. Y, como ocurre siempre en estos casos, la admiración se
transformó en envidia, celos, irritación. Las conversaciones cambiaron.
-Ese es mi marido, Tom. ¿Por qué no levanta
los pies? Está ahí y no se mueve.
-No te preocupes, no te preocupes. ¡Ya lo
verás cuando llegue el momento!
-Eso digo yo. Mire a mi Henry, por ejemplo.
Henry no se moverá continuamente, pero cuando estalla una crisis… ya lo verá
usted. Oh… me gustaría que saludara con la mano por lo menos. ¡Eh, eh! ¡Hola,
Henry!
-¡Miren cómo juega ese Jimmie Cosner! Miré.
Un hombre blanco, de mediana estatura, pecoso y pelirrojo, estaba haciendo
payasadas en el campo. Sostenía un palo en equilibrio sobre la frente. Se
oyeron risas en las graderías blancas. Pero se parecían a esas risas que se le
escapan a uno cuando uno se siente turbado por alguien.
El árbitro ordenó comenzar el juego.
Se echó una moneda. Los negros golpearían
primero.
-Maldita sea -dijo mi madre.
Los hombres de color corrieron felices por
el campo.
Big Poe fue el primero en golpear. Yo grité
entusiasmado. Big Poe tomó el palo en una mano como un mondadientes y caminó
ociosamente hasta su puesto y se puso el palo al hombro, sonriendo a lo largo
de la pulida superficie de la madera a las gradas donde estaban las mujeres de
color con sus claros vestidos floreados, moviendo las piernas que colgaban
entre las filas de asientos como tostadas barras de jengibre, y los cabellos
que les caían en rizos sobre las orejas. Big Poe miraba especialmente la forma
pequeña y delicada como un hueso de pollo de su amiga Katherine. Katherine era
la que hacía las camas en el hotel y los pabellones a la mañana, la que
golpeaba la puerta como un pájaro y preguntaba cortésmente si uno había acabado
de soñar, pues si así había sido, ella se llevaría todas las viejas pesadillas
y traería otras nuevas … Por favor, úselas una por vez, gracias. Big Poe
sacudía la cabeza mirándola, como si no pudiese creer que ella estaba allí.
Luego se volvió, con una mano balanceando el palo y la izquierda colgando
flojamente para aguardar los tiros de prueba. Las pelotas pasaron siseando, se
metieron en la boca abierta del catcher, y fueron devueltas. El árbitro lanzó
un gruñido. El próximo tiro iniciaría el juego.
Big Poe dejó que la primera pelota pasara a
su lado.
-¡Strike! -anunció el árbitro.
Big Poe les guiñó el ojo a la gente blanca.
¡Bum!
-¡Strike! -gritó el árbitro.
La pelota vino por tercera vez.
De pronto, Big Poe fue una máquina
lubricada que piraba sobre un eje, la mano que colgaba se alzó y tomó el palo
por el mango, el palo giró, y se encontró con la pelota. ¡Juac! La pelota subió
hacia el cielo, más allá de la línea ondulante de los robles, hacia el lago,
donde un velero blanco se deslizaba silenciosamente. ¡La multitud aulló, y yo
con más fuerza! Allá fue el tío George, corriendo sobre sus piernas rollizas,
con medias de lana, empequeñeciéndose a lo lejos.
Big Poe se quedó un momento mirando cómo se
alejaba la pelota. Luego echó a correr. Dio la vuelta al campo saltando, y de
regreso a su puesto saludó a las muchachas de color natural y felizmente con
una mano, y ellas lo saludaron, chillando, desde sus asientos.
-Son gente muy desconsiderada -dijo mi
madre. -Pero así es el juego -dije-. Han tenido sólo dos outs.
-Pero los tantos son siete a cero -protestó
mi madre.
-Bueno, espere a que tiren nuestros hombres
-dijo la señora junto a mi madre, apartando una mosca con una mano de pálidas
venas azules-. Esos negros son demasiado pesados.
-¡Strike! -dijo el árbitro mientras Big Poe
blandía el palo.
-Toda la semana pasada en el hotel -dijo la
señora junto a mi madre, mirando fijamente a Big Poe- el servicio ha sido
simplemente terrible. Las doncellas no hablaban más que del baile, y cuando una
quería un poco de agua helada tardaban media hora en traerla. Se pasaban el día
cosiendo.
-¡Primera pelota! -dijo el árbitro. La
mujer se agitó inquieta.
-Espero que esta semana termine pronto
-dijo.
-¡Segunda pelota! -dijo el árbitro.
-¿Pero qué piensan? -preguntó mi madre-.
¿Están locos?
-Y a la mujer que estaba a su lado-: Así
es. Estuvieron raros toda la semana. Anoche tuve que pedirle dos veces a Big
Poe que me pusiera más crema en mi maíz. Creo que quería ahorrar dinero o algo
parecido.
-¡Tercera pelota! -gritó el árbitro.
La mujer junto a mi madre gritó de pronto y
se abanicó furiosamente con el periódico.
-Bueno, se me acaba de ocurrir. ¿No sería
terrible que ganaran ellos? Son capaces, ¿sabe usted? Son capaces.
Mi madre miró el lago, los árboles y luego
se miró las manos.
-No sé por qué había de intervenir el tío
George. Está haciendo el tonto. Douglas, ve a decirle a George que abandone
ahora mismo. Es malo para su corazón.
-¡Afuera! -le gritó el árbitro a Big Poe.
-Ah -suspiraron las graderías.
Big Poe dejó caer su palo suavemente y
caminó a lo largo de la línea del cuadrilátero. Los hombres blancos parecían irritados,
con las caras rojas y grandes, islas de sudor bajo las axilas. Big Poe me miró.
Le guiñé el ojo. El me devolvió el guiño. Comprendí entonces que no había sido
tan torpe.
Long Johnson iba a tirar ahora por el
equipo de color.
Se acercó balanceándose a la pelota,
moviendo los dedos para desentumecerlos.
El primer hombre blanco que iba a golpear
era uno llamado Kodimer, que vendía trajes en Chicago todo el año.
Long Johnson tiró sobre el campo con una
fácil y regulada precisión.
El señor Kodimer giró sobre sí mismo. El
señor Kodimer guadañó el aire. Al fin el señor Kodimer arrojó la pelota a la
tercera línea.
-Afuera, a la tercera base -dijo el
árbitro, un irlandés llamado Mahoney.
El segundo hombre fue un joven sueco
llamado Moberg. La pelota se elevó y bajó en el centro del campo donde la tomó
un negro rollizo que no parecía gordo porque corría como una lisa y redonda
bola de mercurio.
El tercer hombre fue un camionero de
Milwaukee. Lanzó rectamente la pelota al centro del campo. Un buen golpe. Pero trató
de superarse a sí mismo. Cuando llegó a la segunda base allí estaba Emancipated
Smith con una bola blanca en su oscura, oscura mano, esperando.
Mi madre se echó hacia atrás en su asiento,
resoplando.
-Bueno, ¡nunca lo hubiese creído!
-Está haciendo calor -dijo la señora
vecina-. Me parece que daré un paseo por el lago. Hace demasiado calor para
estarse sentada y mirar un juego tonto. ¿No me acompañaría, señora?
El juego siguió así durante seis turnos.
Los tantos eran once a cero, y Big Poe
había salido tres veces a propósito. En la última mitad del quinto Jimmie
Cosner fue a golpear por nuestro bando otra vez. Había estado ensayando toda la
tarde, haciendo payasadas, dando directivas, diciéndole a todos a donde iba a
disparar aquella pildora una vez que pudiese alcanzarla. Cruzó el campo ahora,
confiado y con una voz de corneta. Llevaba seis palos en sus manitas, y los
examinaba críticamente con sus brillantes ojitos verdes. Eligió uno, dejó caer
los otros, corrió a su puesto, arrancando islitas de hierba verde con sus
zapatos claveteados. Se echó hacia atrás la gorra sobre el polvoriento pelo
rojo.
-¡Miren esto! -les gritó a las mujeres-.
¡Miren qué lección les doy a los oscuros! ¡Ya-ja!
Long Johnson movió el brazo como una lenta
serpentina. Parecía una serpiente en la rama de un árbol, que se desenredaba y
se lanzaba bruscamente hacia uno. La mano de Johnson se extendió de pronto,
abierta, como colmillos negros, vacía. Y la píldora blanca cruzó el campo con
el sonido de una navaja.
-¡Strike!
Jimmie Cosner dejó caer su palo y miró
fijamente al árbitro. Durante un rato no dijo nada. Luego escupió
deliberadamente cerca del pie del catcher, recogió otra vez el amarillo palo de
arce, y lo balanceó de modo que el sol lo envolvió en un nervioso halo. Al fin
se lo puso en el hombro delgado, abriendo y cerrando la boca sobre los dientes
manchados de nicotina.
¡Clap! sonó el guante del catcher.
Cosner se volvió, abriendo los ojos.
El catcher, como un mago negro, con
brillantes dientes blancos, abrió el aceitado guante. Allí como el capullo de
una flor blanca, estaba la pelota.
-¡Strike dos! -dijo el árbitro, lejos, al
sol.
Jimmie Cosner dejó el palo en la hierba y
se llevó las pecosas manos a las caderas.
-¿Quiere decirme que eso fue un tiro?
-Eso dije -asintió el árbitro-. Recoja el
palo.
-Para dárselo por la cabeza -dijo Cosner
bruscamente.
-¡Juegue o salga del campo!
Jimmie Cosner movió la boca como para
juntar bastante saliva, la tragó enojado, y lanzó un amargo juramento.
Inclinándose, alzó el palo y se lo llevó al hombro como un mosquete.
¡Y allí venía la pelota! Había nacido
pequeña y ahora crecía hacia él. ¡Bam! Una explosión del palo amarillo. La
pelota subió y subió en una espiral. Jimmie corrió hacia la primera base. La
pelota hizo una pausa, como si estuviese pensando en la gravedad, allá arriba,
en el cielo. Una ola se alzó y rompió en la costa del lago. La multitud
aullaba. Jimmie corría. La pelota se decidió al fin y bajó. Un hombre alto y
delgado la recibió torpemente. La pelota resbaló a la hierba, fue recogida otra
vez, y llevada rápidamente a la primera base.
Jimmie vio que iba a salir. Así que saltó
con los pies adelante hacia la base.
Todos vieron cómo sus zapatos claveteados
golpeaban el tobillo de Big Poe. Todos vieron la sangre roja. Todos oyeron el
grito, el chillido, y vieron las pesadas nubes de polvo.
-¡No salí! -protestó Jimmie dos minutos más
tarde.
Big Poe estaba sentado en el suelo. El
médico se inclinó, probó el tobillo de Big Poe, diciendo -Mmm- y -No me gusta-,
y echó en la herida una medicina y envolvió el tobillo en una venda.
El árbitro miró a Cosner.
--¡Fuera del campo!
-¡Váyase al diablo! -dijo Cosner. Y se
quedó allí, en la primera base, sacando y metiendo los carrillos, brincando a
los lados las manos pecosas-. No me sacó. ¡No me moveré de aquí! ¡A mí no me va
a sacar ningún negro!
-No -dijo el árbitro-. Lo va a sacar un
blanco. Yo. ¡Arnera!
-¡Dejó caer la pelota! ¡Hubo infracción!
¡No me sacó!
El árbitro y Cosner se miraron con furia.
Big Poe alzó los ojos desde el suelo donde
estaban curándole el tobillo. Habló con una voz suave y grave observando
serenamente a Cosner.
-Sí, no lo saqué, señor árbitro. Déjelo. No
lo saqué.
Yo estaba allí. Lo oí todo. Yo y otros
chicos habíamos corrido al campo para ver. Mi madre me gritaba que volviese a
las graderías.
-Sí, no lo saqué -dijo otra vez Big Poe.
Todos los hombres de color gritaron.
-¿Qué te pasa, muchacho negro? ¿Te
golpeaste la cabeza?
-Ya me oyeron -replicó Big Poe en voz baja,
y mirando al doctor que le vendaba el tobillo-. No lo saqué. Déjenlo.
El árbitro lanzó un juramento.
-Muy bien, muy bien, ¡que se quede!
El árbitro se alejó por el campo, muy
tieso, con el cuello rojo.
Ayudaron a levantarse a Big Poe.
-Mejor que no apoye el pie -previno el
doctor.
-Puedo caminar -murmuró Big Poe.
-Mejor que no juegue.
-Puedo jugar -dijo Big Poe suavemente,
sacudiendo la cabeza. Unas vetas húmedas se le secaban bajo los ojos blancos-.
Jugaré bien. -No miraba a ninguna parte--. Jugaré bien.
-Oh -dijo el hombre de color de la segunda
base, con una voz rara.
Todos los negros se miraron unos a otros,
miraron a Big Poe, luego a Jimmie Cosner, el cielo, el lago, la multitud.
Regresaron lentamente a sus puestos. Big Poe apenas tocaba el suelo con su pie
lastimado, balanceándose. El doctor le dijo algo. Pero Big Poe lo despidió con
un ademán.
El árbitro llamó al bateador.
Nos instalamos otra vez en las graderías.
Mi madre me pellizcó la pierna y me preguntó por qué no podía quedarme quieto.
Hacía cada vez más calor. En la costa del lago rompieron tres o cuatro olas
más. Detrás del alambrado las señoras se abanicaban las caras húmedas y los
hombres corrieron sus traseros hacia adelante en las tablas y sostuvieron unos
periódicos sobre los ojos ceñudos para mirar a Big Poe que se alzaba como un
pino gigantesco en la primera base, y a Jimmie Cosner a la inmensa sombra de
aquel árbol oscuro.
El joven Moberg se acercó a batear por
nuestro equipo.
Se oyó un grito, un grito solitario, como
de un pájaro sediento, que se elevó sobre la hierba resplandeciente.
-¡Vamos, sueco, vamos, sueco!
Era Jimmie Cosner quien llamaba. Las
graderías le clavaron los ojos. Las cabezas oscuras giraron sobre sus húmedos
pivotes; las caras negras se volvieron hacia él, mirándolo, observando su
delgada espalda, nerviosamente arqueada.
-¡Vamos, sueco! ¡Démosles una lección a los
muchachos negros! -rio Cosner.
La voz de Cosner murió arrastrándose. Hubo
un completo silencio. Sólo se oyó el ruido del viento entre los altos y
brillantes árboles.
-Vamos, sueco, hazles tragar la vieja
píldora.
Long Johnson que iba a tirar la pelota
inclinó la cabeza. Lentamente, deliberadamente, observó a Cosner. Cruzó luego
una mirada con Big Poe, y Jimmie Cosner vio la mirada y calló, tragando saliva.
Long Johnson no se apresuró a tirar.
Cosner esperaba.
Long Johnson preparaba el tiro.
Jimmie Cosner retrocedió hasta el
almohadón, se besó la mano, y golpeó con ella suavemente el centro del
almohadón. Luego alzó los ojos y miró alrededor sonriendo.
Long Johnson dobló y alzó un largo brazo
articulado, curvó unos amantes y oscuros dedos sobre la pelota de cuero, echó
el brazo hacia atrás y… Cosner bailó en la primera base, saltando hacia arriba
y abajo como un mono. Long Johnson no lo miraba. Sus ojos apuntaban
secretamente, tímidos y divertidos a un lado. En seguida, sacudiendo la cabeza,
asustó a Cosner que retrocedió hasta el almohadón. Cosner esperó allí con una
mirada burlona.
La tercera vez que Johnson fue a tirar,
Cosner había salido ya del almohadón y corría hacia la segunda base.
La mano de Johnson se lanzó hacia delante.
Bum golpeó la pelota en el guante de Poe en la primera base.
Todo pareció inmóvil. Durante un segundo.
El sol en el cielo, el lago y sus botes,
las gradas, la mano de Johnson en el aire luego de haber tirado, la pelota, Big
Poe con la pelota en su poderosa mano negra, los jugadores que miraban
agachados la escena. Y lo único móvil en todo aquel mundo de verano era Jimmie
Cosner que corría, levantando polvo.
Big Poe se inclinó hacia adelante, apuntó a
la segunda base, echó hacia atrás la poderosa mano derecha, y arrojó la blanca
pelota rectamente a lo largo de la línea hasta que alcanzó la cabeza de Jimmie
Cosner.
Inmediatamente, se rompió el hechizo.
Jimmie Cosner estaba tendido en la hierba.
La gente bullía en las gradas. Se oían juramentos, y gritos de mujeres, y un
ruido de maderas mientras los hombres bajaban corriendo por las tablas de las
graderías. El equipo de color desapareció del campo, Jimmie Cosner se quedó
allí, tendido. Big Poe, con una cara inexpresiva, dejó lentamente la escena apartando
hombres blancos como broches de ropa cuando trataban de detenerlo. Los alzaba
simplemente y los tiraba lejos.
-¡Vamos, Douglas! -chilló mamá, agarrándome
el brazo-. ¡Vamos a casa! ¡Pueden tener navajas! ¡Oh!
Aquella noche, luego del tumulto de la tarde,
mis padres se quedaron en casa leyendo revistas. Todas las casas de alrededor
estaban iluminadas. Nadie había salido. A lo lejos se oía música. Me deslicé
por la puerta trasera, internándome en la madura oscuridad del verano, y corrí
hacia el pabellón de baile. Todas las luces estaban encendidas, y tocaba la
música.
Pero no había gente blanca a las mesas.
Nadie había venido al baile.
Sólo había gente de color. Mujeres con
elegantes vestidos de seda rojos y azules y medias nuevas y guantes blancos,
con sombreros adornados de plumas moradas, y hombres de chaquetas brillantes.
La música estallaba afuera, arriba, abajo, alrededor del salón. Y riendo y
echando las piernas al aire estaban Long Johnson y Cavanaugh y Jiff Miller y
Pete Brown, y, cojeando, Big Poe, con Katherine, su amiga, y todos los otros
cortadores de césped y barqueros y porteros y camareras, todos en la pista y a
la vez.
Había tanta oscuridad alrededor del
pabellón; las estrellas brillaban en el cielo negro, y yo estaba afuera, con la
nariz aplastada contra los vidrios, mirando mucho, mucho tiempo,
silenciosamente.
Me fui a la cama sin decirle a nadie lo que
había visto.
Me acosté simplemente en la oscuridad
oliendo las manzanas maduras y oyendo el lago, y escuchando la música
maravillosa, débil y distante. Poco antes de dormirme escuché otra vez aquellas
líneas:
- … para bailar me sacaré los zapatos,
cuando toquen los Jelly Roll Blues, mañana a la noche en el baile de la ciudad
oscura
FIN
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