Ray
Bradbury
Así ERA su TRABAJO: se levantaba a las
cinco de la fría y oscura mañana y se lavaba la cara con agua caliente si el
aparato de calefacción funcionaba y con agua fría si el aparato no funcionaba.
Se afeitaba cuidadosamente, hablándole a su mujer en la cocina, que preparaba
jamón y huevos o panqueques o lo que hubiera aquella mañana. A las seis en
punto estaba en marcha solo hacia su trabajo, y estacionaba el coche donde los
otros hombres estacionarían los suyos a medida que se alzara el sol.
A aquella hora de la mañana los colores
del cielo eran anaranjados y azules y violetas y a veces muy
rojos y a veces amarillos o claros como el agua sobre una piedra blanca.
Algunas mañanas podía ver su aliento en el aire y otras mañanas no. Pero aún
asomaba el sol cuando golpeaba con el puño la cabina del camión verde, y el
conductor sonriendo y diciendo hola, subía al camión por el otro lado y
entraban en la gran ciudad e iban calles abajo hasta que llegaban al lugar
donde empezaban a trabajar.
A veces se detenían en el camino a beber
café negro y luego seguían con el calor en el cuerpo. Y comenzaban a trabajar,
es decir que él saltaba frente a todas las casas y recogía las latas de basura
y las llevaba al camión y les sacaba la tapa y las golpeaba contra el borde de
la caja, de modo que las cáscaras de naranja y melón y el café usado caían y
empezaban a llenar el camión vacío. Había siempre huesos de ternera y cabezas
de pescado y trozos de cebolla y apio rancio. La basura reciente no era nada
malo, pero sí la basura muy vieja. No sabía realmente si le gustaba o no el
trabajo, pero era un trabajo y lo hacía bien, hablando mucho de él a ratos, y
otros no pensando en él de ningún modo. Algunas veces el trabajo era
maravilloso, pues uno estaba afuera temprano y el aire era limpio y fresco
hasta que uno había trabajado demasiado y el sol calentaba y la basura humeaba.
Pero casi siempre era un trabajo regular y tranquilo, y al pasar uno podía
mirar las casas y jardines y ver cómo vivían todos. Y una o dos veces al mes le
sorprendía descubrir que el trabajo le gustaba y que era el mejor trabajo del
mundo.
Así fue durante muchos años. Y luego, de
pronto, el trabajo cambió para él. En un día. Más tarde se preguntó a menudo
cómo un trabajo podía cambiar tanto en tan pocas horas.
Entró en la casa y no vio a su mujer ni oyó
su voz, aunque ella estaba allí. Fue hasta una silla y ella lo miró desde lejos
observando como él tocaba la silla y se sentaba sin decir una palabra.
-¿Qué hay de malo?
Al fin la voz de su mujer llegó a él. Debía
haberlo dicho tres o cuatro veces.
-¿De malo?
Miró a aquella mujer, y sí, era su mujer,
era alguien que conocía, y aquella era su casa con los altos cielo rasos y las
gastadas alfombras.
-Algo ocurrió hoy en el trabajo -dijo.
Ella esperó.
-En mi camión, algo pasó. -La lengua se le
movió secamente sobre los labios y se le cerraron los ojos hasta que no hubo
más que oscuridad y ninguna luz y era como estar solo y de pie en un cuarto
cuando uno deja la cama en medio de la noche oscura-. Creo que voy a renunciar
a mi trabajo. Trata de entender.
-¡Entender! -exclamó ella.
-No puedo evitarlo. Nunca me ocurrió una
cosa tan rara en toda mi vida. -Abrió los ojos y sintió las manos frías
mientras se frotaba el dedo índice con el pulgar-. Fue raro lo que ocurrió.
-Bueno, ¡no te quedes ahí!
El hombre sacó parte de un periódico del
bolsillo de su chaqueta de cuero.
-Este es el diario de hoy -dijo-. 10 de
diciembre de 1951, Times de Los Angeles. Boletín de Defensa Civil. Dicen que
están comprando radios para nuestros camiones de basura.
-Bueno, un poco de música no tiene nada de
malo.
-No, no música. No entiendes. No música.
Abrió la mano tosca y señaló con una uña
limpia, lentamente, tratando de que todo estuviese allí, donde él pudiese verlo
y ella pudiese verlo.
-En este artículo el alcalde dice que
pondrán aparatos transmisores y receptores en todos los camiones de basura de
la ciudad. -Se miró la mano con los ojos entornados-. Cuando las bombas
atómicas caigan en la ciudad, estas radios nos llamarán a nosotros. Y entonces
nuestros camiones irán a recoger los cadáveres.
-Bueno, eso parece práctico. Cuando…
-Los camiones de basura -dijo él- irán a
recoger todos los cadáveres.
-¿No puedes dejar los cadáveres por ahí, no
es cierto? Tienes que recogerlos y…
La mujer cerró la boca muy lentamente.
Parpadeó, sólo una vez, y también muy lentamente. El hombre observó aquel lento
parpadeo. En seguida, como si alguien la hubiera ayudado a volverse, la mujer
dio media vuelta, fue hasta un sillón, hizo una pausa, pensó cómo hacerlo, y se
sentó, muy erguida y tiesa. No dijo nada.
El hombre escuchó el tic-tac de su reloj,
pero sólo con una parte de la mente.
Al fin ella rio.
-¡Están bromeando!
El hombre sacudió la cabeza. Sentía que la
cabeza se le movía de derecha a izquierda y de izquierda a derecha, con la
misma lentitud con que había ocurrido todo.
-No. Hoy pusieron un receptor en mi camión.
Y me dijeron que cuando yo escuchase la sirena de alarma dejase caer la basura
en cualquier parte. Y que cuando ellos me llamasen por la radio, yo fuera allí
a recoger los muertos.
El agua hirvió ruidosamente en la cocina.
La mujer la dejó hervir cinco segundos y luego se apoyó en el brazo del sillón
con una mano y se incorporó y encontró la puerta y entró en la cocina. El ruido
del hervor se apagó. La mujer apareció en la puerta y luego fue hasta donde
estaba él, inmóvil, con la cabeza en la misma posición.
-Ya está todo publicado. Tienen cuadrillas,
sargentos, capitanes, cabos, todo -dijo él-. Hasta sabemos a dónde hay que
traer los cadáveres.
-Así que pensaste en eso todo el día -dijo
ella.
-Todo el día desde esta mañana. Pensé:
Quizá ahora yo ya no quiera ser más un recolector de basura. A veces Tom y yo
nos divertíamos con una especie de
¡uego. Hay que llegar a eso La basura no es agradable. Pero trabajando
con ella es posible transformarla en un juego. Así lo hicimos Tom y yo.
Mirábamos qué clase de basura deja la gente. Costillas de ternera en las casas
ricas, lechuga y cáscaras de naranja en las pobres. Sí, es tonto, pero un
hombre tiene que hacer su trabajo tan bien como sea posible, y que valga la
pena, ¿si no para qué hacerlo? Y en un camión uno es su propio jefe en cierto
modo. Uno sale a la mañana temprano, y es un trabajo al aire libre a fin de
cuentas. Ves cómo sale el sol, y cómo despierta la ciudad, y eso no es tan
malo. Pero ahora, hoy, de pronto, ya no es un trabajo para mí.
La mujer empezó a hablar rápidamente.
Nombró muchas cosas y habló de otras muchas más, pero antes que ella llegase
muy lejos él la interrumpió dulcemente.
-Ya sé, ya sé, los chicos y la escuela, y
nuestro coche, ya sé -dijo-. Y las cuentas y el dinero y el crédito. ¿Pero y
aquella granja que nos dejó papá? ¿Por qué no mudarnos allí, lejos de las
ciudades? Sé un poco de trabajos de campo. Podemos criar ganado, sembrar, tener
bastante para vivir durante meses si algo pasara.
La mujer calló.
-Sí, todos nuestros amigos están aquí, en
la ciudad, -continuó él-. Y las
películas y los teatros y los amigos de los chicos, y …
La mujer respiró profundamente.
-¿No podemos pensarlo unos días?
-No sé. Tengo miedo. Temo que si pienso un
tiempo en mi camión y el nuevo trabajo me acostumbre a eso. Y, oh Cristo, no
parece bien que un hombre, un ser humano, se acostumbre a una idea semejante.
Ella meneó lentamente la cabeza, mirando
las ventanas, las paredes grises, los cuadros oscuros en las paredes. Apretó
las manos. Abrió la boca.
-Lo pensaré esta noche -dijo él-. Me
quedaré un rato levantado. A la mañana sabré qué hacer.
-Ten cuidado con los chicos. No conviene
que ellos conozcan esto.
-Tendré cuidado.
-No hablemos más entonces. Terminaré de
preparar la cena.-La mujer se incorporó de un salto y se llevó las manos a la
cara y luego se miró las manos y observó el sol en las ventanas-. Los chicos
llegarán en cualquier momento.
-No tengo mucho apetito.
-Tienes que comer, tienes que ir adelante.
La mujer corrió dejándolo sólo en medio de
un cuarto donde ninguna brisa movía las cortinas, y sólo el cielo raso gris
colgaba sobre él con una solitaria lámpara apagada, como una vieja luna en el
cielo. Se sentía tranquilo. Se frotó la cara con las manos. Se incorporó y se
detuvo en un umbral y dio un paso adelante y sintió que se sentaba en una silla
del comedor. Vio que extendía las manos en el mantel blanco, desierto.
-Toda la tarde -dijo-, he pensado.
La mujer se movía en la cocina,
entrechocando ollas, golpeando sartenes contra el silencio que estaba en todas
partes.
-Me he preguntado -dijo el hombre- cómo
habrá qué poner los cuerpos en los camiones, a lo largo o a lo ancho, con la
cabeza a la derecha o los pies a la derecha. ¿Hombres y mujeres juntos, o
separados? ¿Los niños en un camión, o mezclados con hombres y mujeres? ¿Los
perros en camiones especiales, o los dejaremos ahí? Me he preguntado cuántos
cabrán en un camión. Y me he preguntado si habrá que ponerlos unos sobre otros
y comprendí al fin que no había otra solución. No puedo imaginármelo. No
alcanzo a verlo. Trato, pero no es posible, no hay modo de saber cuántos pueden
caber en un camión.
Se quedó pensando en cómo era en las
últimas horas de su trabajo, con el camión lleno y la lona que cubre el gran
montón de basura, de modo que el montón comba la lona como un montículo
irregular. Y cómo era si uno retira de pronto la lona y mira adentro. Durante
unos segundos uno ve las cosas como macarrones o tallarines, sólo cosas blancas
que viven y hierven, millones de ellas. Y cuando las cosas blancas sienten el
calor del sol, se esconden y se meten en las lechugas y los restos de carne de
vaca y café y las cabezas de los blancos pescados. Luego de diez segundos de
luz solar, las cosas blancas que parecen tallarines o macarrones han
desaparecido, y en el gran montón de basura nada se mueve, y uno pone otra vez
la lona y sabe que abajo hay oscuridad otra vez, y las cosas empiezan a moverse
como siempre deben moverse las cosas en la oscuridad.
Estaba todavía sentado allí en el cuarto
desierto cuando la puerta de calle se abrió de par en par. Su hijo y su hija
entraron corriendo, riéndose, y lo vieron allí sentado, y se detuvieron.
La madre corrió a la puerta de la cocina,
se apoyó rápidamente en el marco, y miró fijamente a su familia. Le vieron la
cara y le oyeron la voz.
-¡Sentaos, chicos, sentaos! -Alzó una mano
y la adelantó hacia ellos-. Llegáis justo a tiempo.
FIN
No hay comentarios:
Publicar un comentario