Abatiéndose y alzándose rápidamente como
un genio surgido de la lámpara de Aladino, la nube se erguía sobre la
superficie del planeta. Era una columna deforme y colosal que dominaba la
llanura solitaria, atravesando un cielo obscuro como las salinas de los mares
muertos.
-Parece una tormenta de arena -comentó
Maspic.
-No puede ser otra cosa -asintió Bellman
con rapidez-. En estas regiones no existe otra clase de tormentas. Es el tipo
de torbellino que los aihais llaman "zoorth", y se dirige hacia
nosotros. Creo que debemos empezar a buscar refugio. Una vez me encontré
atrapado por el "zoorth", y desde entonces no recomiendo a nadie
respirar una bocanada de este polvo ferruginoso.
-Hay una cueva en el lecho seco del río,
a la derecha -explicó Chivers, el tercer miembro del grupo, que había estado
escrutando el desierto con infatigables ojos de halcón.
El trío de terrícolas, aventureros
curtidos que desdeñaban los servicios de los guías marcianos, había salido
cinco días antes de la base de Ahoom, en la región deshabitada llamada Chaur.
Aquí, en los lechos de los grandes ríos
que no fluían desde muchos siglos antes, era donde, según se decía, existían
los sedimentos del platino pálido de Marte, dormitando en gruesas capas. Si la
suerte les era propicia, sus años de exilio casi forzado en el planeta rojo
tocarían a su fin.
Habían sido prevenidos contra el Chaur, y
escuchado algunas extrañas leyendas referentes a las razones por las que los
anteriores exploradores no regresaron jamás. Pero el peligro, o cualquier
empresa que pudiera llevar a situaciones desconocidas, era simplemente una
parte de su rutina cotidiana. Hubieran sido capaces de atravesar el Infierno,
de existir la posibilidad de encontrar platino en cantidades ilimitadas al
final de la expedición.
Sus provisiones y los barriletes de agua
eran transportados a lomos de tres curiosos mamíferos llamados vortlups. con
sus piernas y cuellos desmesuradamente largos y cuerpos recubiertos de escamas,
parecían una combinación fabulosa de llama y saurio. Aquellos animales, aunque
extravagantemente feos, eran mansos y obedientes, y estaban muy bien adaptados
para viajar por el desierto, siendo capaces de resistir durante meses sin agua.
Durante los últimos dos días habían
seguido el centro del lecho de un antiguo río sin nombre, viajando entre
colinas convertidas en simples montículos. No habían encontrado otra cosa que
guijarros y arena muy fina. El cielo se había mantenido silencioso y despejado,
y en el cauce del río no observaron señal alguna de movimiento, apareciendo las
piedras a veces recubiertas de líquenes muertos.
La columna maligna del
"zoorth", engrosando y retorciéndose mientras avanzaba hacia ellos,
era la primera cosa dotada de movimiento que veían en aquellas regiones sin
vida.
Los tres hombres azuzaron a sus vortlups
con aguijones de punta de acero, consiguiendo aumentar un poco la velocidad de
aquellos monstruos calmosos, para dirigirse a la entrada de la caverna indicada
por Chivers. Debía de hallarse a quinientos metros de distancia y se internaba
en la pared inclinada del cauce del río.
El "zoorth" había tapado el Sol
que surgía detrás de la cima del antiguo despeñadero, por lo que la expedición
se desplazaba entre una luz siniestra de un color de sangre. Los vortlups,
protestando con mugidos sobrenaturales, empezaron a trepar por la orilla,
escalonada por una serie de peldaños irregulares, tallados por las sucesivas y
lentas recesiones de las aguas ya desaparecidas. La columna de arena,
formidable en su altura, había llegado al borde opuesto cuando alcanzaron la
entrada del refugio.
La caverna se abría en la pared de un
precipicio de roca veteada de hierro. La entrada se había desmoronado
parcialmente en montones de óxido férrico y obscuro polvo de basalto, pero era
lo bastante amplia para permitir fácilmente el paso de los tres hombres y sus
bestias de carga. En el interior, la obscuridad era densa, como si estuviera
formada por cortinas de telarañas. No les fue posible formarse una idea de las
dimensiones de la caverna hasta que Bellman sacó de su equipaje una linterna de
pilas y rasgó las sombras con su haz luminoso.
La linterna sólo sirvió para revelar la
iniciación de un recinto de tamaño indeterminado que se sumergía en tinieblas.
Se ensanchaba gradualmente y su suelo parecía bruñido por la acción de antiguas
aguas.
El acceso a la cueva se obscureció con la
proximidad del "zoorth". Un estruendo que parecía proferido por
millones de demonios ensordeció los oídos de los exploradores y llegaron hasta
ellos nubes de arena casi atomizada que recubrieron de polvo brillante y duro
sus caras y manos.
-La tormenta durará por lo menos media
hora -dijo Bellman-. Será mejor que profundicemos más, aunque no es probable
que encontremos algo que tenga valor o interés, pero ello nos servirá para
matar el tiempo. Tal vez demos con unos cuantos rubíes violetas o algunos
zafiros ámbar de los que a veces se descubren en estas cavernas desiertas. Será
mejor que vosotros uséis también vuestras linternas para que podamos iluminar
las paredes y el suelo mientras avanzamos.
Sus compañeros encontraron muy sugestiva
la proposición. Los vortlups, absolutamente insensibles a la lluvia de arena,
gracias a su piel recubierta de escamas, fueron dejados junto a la entrada.
Chivers, Bellman y Maspic, con sus linternas empezaron a lanzar haces de pálida
luz entre las sombras que tal vez nunca habían sido violadas, e iniciaron su
marcha por el interior de la caverna.
El lugar estaba vacío, con la desnudez de
una catacumba abandonada desde siglos. El suelo y las paredes oxidadas no
reflejaban ni un destello de las luces movedizas de las linternas. El camino se
empinaba suavemente y los muros mostraban la marca de las aguas a unos dos
metros de altura. No cabía duda de que la caverna había sido en eras anteriores
un canal subterráneo del río. Había quedado limpia de residuos y parecía el
interior de alguna conducción ciclópea.
Ninguno de los tres aventureros era
excesivamente imaginativo ni propenso a perder los nervios. Sin embargo, todos
se sentían extrañamente impresionados. Detrás del silencio sepulcral, de cuando
en cuando parecía oírse un debilísimo rumor, como un susurro de mares perdidos
en las profundidades. El aire estaba ligeramente cargado de inexplicable
humedad, y sentían el roce de un soplo de aire casi imperceptible en sus caras.
Lo más extraño de todo era un efluvio indefinible que recordaba a la vez el
hedor de excrementos de animales y el olor peculiar de los habitantes de Marte.
-¿Crees que encontraremos algún tipo de
vida? -inquirió Maspic olfateando el aire dubitativamente.
-No es probable -Bellman rechazó la
suposición con su contundencia habitual-. Los vortlups salvajes evitan el
Chaur.
-Pero es cierto que se nota algo de
humedad en el ambiente -persistió Maspic-. Esto significa agua, debe de haberla
en alguna parte, y si hay agua también debe de existir vida..., tal vez de
algún tipo peligroso.
-Tenemos nuestros revólveres -dijo
Bellman-, pero dudo que los necesitemos, a no ser que encontremos buscadores de
platino rivales - añadió cínicamente.
-Escuchad -Chivers habló en un susurro-.
¿No oís?
Los tres se habían detenido. En algún
lugar de las tinieblas que se extendían ante ellos oyeron un sonido prolongado
e inexplicable que llegó a sus oídos lleno de modulaciones incongruentes.
Parecía producido por el roce de algún metal contra las rocas, y también tenía
algo del crujido de mil mandíbulas devoradoras. El sonido disminuyó al cabo de
unos momentos hasta parecer perderse en la lejanía.
Es muy raro -Bellman admitió la evidencia
a regañadientes.
-¿Qué puede ser? -preguntó Chivers-. ¿Uno
de los monstruos subterráneos de que hablan los marcianos?
-Has escuchado demasiados cuentos nativos
-le reprobó Bellman-. Ningún terrestre ha visto jamás ninguno de estos monstruos.
Se han explorado muchísimas cavernas profundas de Marte, y se sabe que las del
Chaur, como ésta, están desprovistas de vida. No puedo imaginarme qué es lo que
ha producido este sonido, pero en interés de la Ciencia me gustaría
averiguarlo.
-Empiezo a sentir escalofríos -dijo
Maspic-, pero si vais vosotros, yo también.
Sin argumentarlo más, los tres
exploradores continuaron su avance por la caverna.
Anduvieron a buen paso unos quince
minutos, al cabo de los cuales distaban ya casi un kilómetro de la entrada. El
suelo seguía en pendiente como si hubiese sido el cauce de un torrente. También
la conformación de las paredes había cambiado: se veían estratos inclinados de
roca metálica, y huecos profundos en los cuales no penetraban los haces de luz
de las linternas.
El aire se había hecho más pesado, y la
humedad era ya evidente. Se respiraban efluvios de agua estancada y aquel otro
olor de bestias y habitantes de Marte se había hecho más intenso hasta el punto
de convertir en fétida la atmósfera.
Bellman conducía el grupo. De pronto, su
linterna le reveló el borde de un precipicio donde el antiguo canal terminaba
abruptamente su curso en una sima cuyas paredes caían a plomo hacia
incalculables profundidades. Llegando hasta el mismo borde exploró con la luz de
su linterna el abismo, descubriendo únicamente la pared escarpada que se hundía
en la obscuridad sin fin.
Tampoco pudo iluminar la pared opuesta de
la sima, que tal vez se encontraba a muchos kilómetros de distancia.
-Parece que hemos llegado al final del
recorrido -observó Chivers.
Mirando a su alrededor, cogió un pedazo
de roca del tamaño de un puño y lo lanzó tan lejos como pudo sobre el abismo.
Los tres terrestres quedaron a la espera del sonido que debía producir al
chocar con el fondo; pero transcurrieron largos segundos sin que llegara a
ellos sonido alguno desde las tenebrosas profundidades.
Bellman procedió a examinar los bordes
gastados de los márgenes finales del canal. A la derecha descubrió una
pendiente que orillaba el abismo y se prolongaba hacia una distancia
indefinida. Su iniciación era un poco más alta que el del cauce del canal, y
era accesible mediante unos peldaños naturales formados en la roca. El borde
tenía una anchura de unos dos pasos, y su suave inclinación, evidente comodidad
y regularidad sugerían la idea de que era una antigua senda trazada frente al
precipicio. Sobre ella la pared se curvaba bruscamente formando un rústico
medio arco.
-Aquí está nuestra ruta hacia el destino
-sentenció Bellman-, y el camino no parece difícil.
-¿Qué ganaremos siguiendo adelante? -dijo
Maspic-. Por mi parte estoy harto de obscuridad. Y si encontramos algo de
seguir adelante, será una cosa sin valor... o desagradable.
Bellman dudó.
-Tal vez tengas razón. Pero me gustaría
seguir esta senda lo suficiente para formarme una idea de las dimensiones del
precipicio. Tú y Chivers podéis esperarme aquí si es que tenéis miedo.
Chivers y Maspic, aparentemente, eran
incapaces de admitir cualquier temor que pudieran sentir. Siguieron a Bellman
por la senda que bordeaba el precipicio, y arrimados al muro de roca. Sin
embargo, Bellman caminaba despreocupadamente paseando la luz de su linterna por
las sombras que llenaban el abismo.
A medida que los tres hombres proseguían
su camino, crecía en ellos la impresión de que caminaban por un sendero
construido artificialmente. Pero, ¿quién podía haberlo hecho y utilizado? ¿En
qué épocas olvidadas y para qué propósitos enigmáticos fue concebido? La
imaginación de los tres hombres se hundía en las profundidades del inmenso
precipicio de las interioridades de Marte, llenas de tenebrosas amenazas.
Bellman notó que la pared se iba curvando
suavemente. Sin duda la senda bordeaba circularmente la sima. Tal vez se
trataba de una espiral lenta e inmensa que descendía más y más hacia el corazón
de Marte.
Caminaban guardando silencio. Quedaron
horriblemente sobrecogidos cuando volvió a llegarles desde las tinieblas el
mismo extraño sonido que habían escuchado anteriormente. Ahora sugería otras
cosas: el roce era más áspero y el ruido suave de mandíbulas activas se parecía
vagamente al de patas de animales que chapoteasen en un líquido.
El sonido era inexplicable, terrorífico.
Parte de su poder sobrecogedor consistía en una sugestión de cosa remota, que
parecía confirmar la enormidad de lo que lo causaba y resaltaba aún más la
profundidad del abismo. Escuchado en aquel rincón de un desierto sin vida,
sobrecogía y trastornaba.
Incluso Bellman, siempre intrépido,
empezó a sucumbir ante el horror informe que surgía como emanación de las noches
eternas.
El sonido fue aumentando para luego cesar
completamente, dando la impresión de que se producía directamente debajo de la
pared perpendicular del abismo.
-¿Retrocedemos? -preguntó Chivers.
-Es lo mejor que podríamos hacer -asintió
Bellman inmediatamente-. Requeriría una eternidad explorar este lugar.
Empezaron a desandar el camino recorrido
a lo largo del borde del precipicio. Los tres, con aquel sentido extra aguzado
que avisa la proximidad de un peligro oculto, se encontraban ahora turbados y
alertados. Aunque del golfo subterráneo no surgía ahora sonido alguno, los
expedicionarios notaban que no estaban solos. De qué modo sobrevendría el
peligro o en qué forma, no podían saberlo, pero sentían una alarma, que era
casi pánico. Tácitamente, ninguno de ellos lo mencionaba, ni se comentaba el
terrorífico misterio con el que se habían encontrado de un modo tan fortuito.
Maspic iba ahora un poco más adelantado
que los demás. Habían ya recorrido por lo menos la mitad de la distancia del
viejo canal de la caverna, cuando su linterna, iluminando unos veinte pasos
adelante del sendero, descubrió un grupo de figuras blancuzcas situadas en
fila, de tres en fondo, que bloqueaban el camino. Las linternas de Bellman y
Chivers, al acercarse éstos, alumbraron con espantosa claridad las caras y los
miembros de la vanguardia del grupo, cuyo número era imposible determinar.
Las criaturas permanecían absolutamente
inmóviles y silenciosas, como si estuviesen aguardando a los exploradores.
Eran en general similares a los aihais o
naturales de Marte. De cualquier modo, parecían representar un tipo
extremadamente degenerado y aberrante; y la vellosidad musgosa de sus cuerpos
denotaba largos años de vida subterránea. También eran de talla más pequeña que
la de los aihais adultos, de aproximadamente un metro y medio de altura.
Poseían los enormes orificios nasales, las grandes orejas, los torsos abombados
y las extremidades delgadas de los marcianos..., pero ninguno de ellos tenía
ojos.
En las caras de algunos se percibían vagas,
rudimentarias hendiduras donde debían de haber estado los ojos. En los rostros
de otros había cuencas profundas y vacías que daban la impresión de haberles
sido extirpados sus globos.
-¡Dios mío, parecen fantasmas! -gritó
Maspic-. ¿De dónde habrán salido? ¿Qué querrán?
-No puedo imaginarlo -se estremeció
Bellman-, pero nuestra situación es bastante crítica... a no ser que vengan en
son de paz. Deben de haber estado escondidos en los recovecos de la caverna
superior.
Marchando en dirección al terrorífico
grupo, y con Maspic encabezando la fila de exploradores, interpeló a aquellas
criaturas en la gutural lengua aihai, muchos de cuyos vocablos apenas podían
articular los terrestres. Algunos de los seres monstruosos se movieron con
desasosiego, emitiendo unos sonidos ásperos y chirriantes que guardaban muy
poca semejanza con la lengua marciana. Era evidente que no podían entender a
los terrícolas. Por otra parte, el lenguaje de los signos era igualmente
ineficaz, debido a su ceguera.
Bellman alzo su revolver indicando a sus
compañeros que hiciesen lo mismo.
-Tenemos que pasar -dijo Bellman-, y si
nos lo impiden...
El chasquido del seguro fue más
concluyente que la terminación de la frase.
Como si aquel sonido metálico hubiese
sido una señal esperada, el grupo de seres ciegos se puso de súbito en
movimiento hacia los terrestres. Era como una masa de autómatas... un
irresistible avance de máquinas sincronizadas y metódicas, obedeciendo las
órdenes de algún poder oculto...
Bellman apretó el gatillo una, dos, tres
veces contra la primera densa fila de monstruos. Era imposible fallar. Pero las
balas fueron tan ineficaces como guijarros arrojados contra la corriente de un
torrente. Los seres sin ojos no se tambalearon, aunque de dos de ellos empezó a
escaparse el fluido amarillo-rojizo que los marcianos tenían por sangre. Uno de
los monstruos, indemne, y moviéndose con una seguridad diabólica atrapó el
brazo de Bellman con unos dedos largos y membranosos haciéndole soltar el
revólver antes de que pudiese apretar de nuevo el gatillo.
Sin embargo, extrañamente, la criatura no
intentó despojarle de la linterna que Bellman sostenía con su mano izquierda.
Este vio el destello metálico de su "Colt" al hundirse en las
profundidades del abismo, lanzado por la mano del marciano. Después los cuerpos
blancos y musgosos avanzaron horriblemente por el estrecho camino y se lanzaron
sobre él de tal modo que con su proximidad le impidieron cualquier resistencia.
Chivers y Maspic, después de disparar unas pocas balas, se vieron también
despojados de sus armas, pero asimismo, por alguna razón desconocida, siguieron
en posesión de sus linternas.
El episodio había durado tan sólo unos
instantes. Las filas de los monstruos, alguno de los cuales había sido abatido
por las balas de los terrestres, volvieron a cerrarse apretadamente,
rodeándolos y empujándolos otra vez por el sendero que conducía a las
profundidades. Las filas delanteras, incluidos los tres exploradores caminaban
hacia delante, y era imposible para los expedicionarios intentar la retirada.
Fuertemente apresados por los brazos,
impulsados por la masa de seres invidentes, cesaron lentamente en su
resistencia. Mermados en sus facultades por el horror de la situación y el
miedo a perder sus linternas, no pudieron hacer nada contra aquel torrente
arrollador y fantasmal que los avasallaba. Vacilando sobre el sendero que cada
vez se estrechaba más sobre el abismo y pudiendo únicamente ver las espaldas de
los seres que les precedían, se convirtieron en tres miembros más de aquella
formación de seres subterráneos.
Tras ellos parecían haber dejado
señalizaciones desconocidas que indicaban implacablemente el camino. Al cabo de
un rato de marcha, los terrestres empezaron a sentir completamente paralizadas
sus potencias físicas y mentales. Les parecía que ya no caminaba como seres
humanos, sino con el paso automático y veloz de las cosas que los custodiaban.
La inteligencia, la voluntad e incluso el terror quedaban anulados por el ritmo
inhumano de aquellos pies abismales. Disminuidos por ello, y con la sensación
de vivir una irrealidad espantosa, hablaban sólo de cuando en cuando, y con
monosílabos que parecían haber perdido todo su significado. Los seres ciegos
permanecieron completamente silenciosos... no se oía sonido alguno excepto el
de miles de pasos que retumbaban sobre el suelo.
Siguieron caminando. Lentamente,
tortuosamente, la ruta se curvaba hacia dentro como si fuese la escalera
interior de una Babel ciega. Los terrestres notaban que habían andado en
círculo muchas veces, en una terrorífica espiral. Pero el sentido de la
distancia había desaparecido y la verdadera extensión del golfo abismal era
inconcebible. Excepto por la luz de sus linternas, la noche era eterna y
absoluta.
Después de lo que les pareció una
eternidad, el empuje de la masa de seres que los conducían cesó. Bellman,
Chivers y Maspic sintieron que disminuía la presión ejercida contra ellos por
los cuerpos blancos. Notaron que se mantenían de píe por sus propios medios,
aunque en sus cerebros continuaba latiendo la conciencia inhumana de haber
efectuado un descenso terrible.
La razón y el horror, volvieron
lentamente. Bellman levantó su linterna y sus rayos recorrieron circularmente
la masa de marcianos muchos de los cuales se dispersaron en una caverna, que se
abría al final del sendero. Sin embargo, otros seres permanecieron muy cerca de
ellos, como si los estuviesen vigilando. Se movían prestamente ante cualquier
movimiento de Bellman, como percibiéndolos mediante algún sentido desconocido.
Muy cerca, a la derecha, el suelo
terminaba bruscamente. Dirigiéndose hacia el borde, Beliman vio que la caverna
era una cámara abierta en la pared perpendicular. Lejos, muy lejos en la
obscuridad, un río fosforescente se movía de un lado a otro. Un viento lento y
fétido impregnó su olfato, y volvió a escuchar el sonido de mil cosas que
chapoteaban en un líquido.
Retrocedió rápidamente. Sus compañeros
estaban examinando el interior de la caverna. Parecía como si hubiese sido
construida artificialmente; porque enviando una y otra vez las luces de sus
linternas contra las paredes, descubrieron una enorme columnata adornada con
bajorrelieves profundamente esculpidos. ¿Quién los había cincelado y cuándo?
Eran problemas tan insolubles como el del origen de la senda sobre el
precipicio. Los detalles esculpidos eran obscenos, demenciales y trastornaban
la vista con un choque violento, sugiriendo la mano de un artífice extrahumano
de malignidad inmensa. El lugar era agobiante, oprimía los sentidos y atenazaba
el cerebro. Toda la pared parecía tapizada de obscuridad; la luz y la visión
eran efímeros intrusos en aquel dominio de la ceguera. De cualquier modo que
fuese, los terrestres tenían la convicción de que la huida era imposible. Les
invadía un extraño letargo. Ni tan siquiera comentaron su situación. Estaban
agotados y permanecían silenciosos.
Grupos de marcianos aparecieron
provenientes del lejano resplandor, con el mismo aspecto de autómatas
controlados que marcaba todas sus acciones, se dirigieron de nuevo hacia los
tres hombres y los condujeron hacia el interior de la caverna.
Paso a paso, se vieron otra vez formando
parte de una procesión horripilante. Las columnas obscenas se multiplicaban y
la caverna profundizaba pareciendo no tener fin. Débilmente al principio, pero
cada vez con más intensidad a medida que avanzaban, se iba apoderando de ellos
una insidiosa sensación de modorra. Intentaron rebelarse contra ella, porque la
modorra era hija de aquélla.
Entre los gruesos y altos pilares, el
suelo ascendía hacia algo que parecía un altar situado sobre siete peldaños
piramidales. En su parte superior había una imagen de metal pálido no más alta
de un metro, pero de una monstruosidad que sobrepasaba toda imaginación.
El terror y la modorra extraña que
invadía a los tres hombres creció aún más cuando vieron la imagen. Tras ellos
los marcianos se movían agitadamente como fieles que se inquietan ante su
ídolo. Bellman sintió una presión sobre su brazo. Al volverse vio que tenía
tras él una aparición de aspecto inusitado y sorprendente. Aunque pálido y
velludo como los habitantes de la caverna y con sus órbitas vacías, aquel ser
era evidentemente un hombre.
Iba descalzo y sobre su cuerpo había
únicamente unos harapos de color caqui que parecían haber sido destrozados por
el uso. Su pelo y barba, blancos y recubiertos de moho, estaban
indescriptiblemente sucios. Debía haber sido tan alto como Bellman pero había
quedado encorvado y reducido a la misma talla que los marcianos cavernícolas.
Su aspecto era el de un ser absolutamente demacrado. Temblaba y mostraba una
apariencia de casi total idiotez y desesperación. El terror estaba grabado en
sus facciones.
-¡Dios Santo! ¿Quién es usted? -gritó
Bellman sorprendido.
Durante unos instantes, el ser balbució
unas palabras ininteligibles, como si hubiese odiado los vocablos del lenguaje
humano o no pudiese articularlos. Finalmente, graznó débilmente unas silabas
entre pausas y jadeos entrecortados:
-Ustedes son terrestres... ¡Terrestres!
Me han dicho que les habían capturado... como me capturaron a mí... entonces yo
era un arqueólogo... mi nombre era Chalmers... John Chalmers. Hace muchos
años... no sé cuántos. Vine al Chaur para estudiar las ruinas antiguas. Me
capturaron... Estas criaturas de la caverna... Desde entonces he estado aquí...
No hay huída posible. El Habitante se cuida de ella.
-¿Pero quiénes son estos seres? ¿Y qué
quieren de nosotros? -preguntó Bellman.
Chalmers pareció hacer un esfuerzo para
coordinar sus pensamientos. Su voz se hizo más clara y serena.
-Son un resto degenerado de los yorhis, la
antigua raza marciana que floreció antes de los aihais. Todo el mundo los cree
extinguidos. Las ruinas de algunas de sus ciudades todavía existen en el Chaur.
Por lo que pude averiguar (ahora sé hablar su lenguaje), esta tribu se refugió
en las cavernas huyendo de la deshidratación del Chaur. Siguieron las aguas del
canal subterráneo del lago submarciano que existe en el extremo de este golfo.
"Son algo más que animales en la
actualidad; y adoran un monstruo horrible que vive en el lago... El
Habitante... La "cosa" que anda por encima del acantilado. El ídolo
que ven sobre el altar es una imagen del monstruo. Ahora van a empezar una de
sus ceremonias religiosas y quieren que ustedes participen en ella. Estoy aquí
para instruirles... Será el principio de su iniciación en la vida de los
yorhis.
Bellman y sus compañeros al oír la
extraña declaración de Chalmers sintieron una mezcla de repulsión y temor de
pesadilla. El rostro blanco, sin ojos, y barbudo de la criatura que estaba
entre ellos parecía albergar casi la misma degradación que percibían en los
habitantes de la caverna. Aquel ser apenas tenía apariencia humana. Sin duda,
había llegado a aquel estado debido al terror y los horrores de su larga
cautividad en las tinieblas, entre una raza desconocida.
-¿En qué consiste la ceremonia? -preguntó
Bellman después de un intervalo de silencio.
-Vengan y se lo mostraré.
En la voz quebrada de Chalmers había un
extraño acento. Empezó a caminar ante Bellman, ascendiendo los peldaños de la
pirámide con una soltura y seguridad que demostraban una larga familiaridad con
el lugar. Como si viviesen un sueño, Bellman, Chivers y Maspic le siguieron.
La imagen no se parecía a nada que
hubiesen visto anteriormente en el Planeta Rojo... ni en sitio alguno. Estaba
recubierta de un extraño metal que parecía más blando y ligero que el oro, y
representaba un animal dotado de un gran caparazón que casi cubría su cabeza y
sus patas. Era algo que recordaba en cierto modo una tortuga. La cabeza era
venenosamente chata, triangular... y no tenía ojos. De las comisuras de la boca
de trazo cruel sobresalían dos largas trompas en cuyos extremos había un
apéndice parecido a una copa. La "cosa" estaba dotada de dos filas de
cortas patas que surgían en intervalos uniformes por debajo del caparazón. En
su parte trasera una doble cola se levantaba por encima del cuerpo. Los pies
del monstruo eran redondos y parecían pequeños medios globos.
Inmunda y bestial como un ramalazo de
locura, la figura del ídolo parecía reinar sobre el altar. Turbaba la mente con
un horror lento e insidioso. Se apoderaba de los sentidos, sumiéndolos en un
profundo estupor.
-¿Y esto realmente existe? -Bellman creyó
oír su propia voz a través de una tupida cortina de nieblas, como si fuese otro
quien hablase.
-Es el Habitante -murmuró Chalmers; se
inclinó sobre la imagen y con dedos crispados que temblaban en el aire pareció
acariciarla-. Los yorhis lo construyeron hace mucho tiempo -prosiguió-. No sé
cómo fue hecho... y el metal con que lo moldearon no se parece a ningún otro...
es un nuevo elemento... Hagan lo mismo que yo..., y ya no les importará mucho
la obscuridad... No encontrarán a faltar sus ojos aquí, ni los necesitarán de
ahora en adelante. Beberán el agua pútrida del lago, comerán sabandijas, peces
ciegos y gusanos del golfo... y los encontrarán buenos... y el Habitante,
vendrá y los hará suyos.
Mientras hablaba, empezó a acariciar la
imagen, pasando sus manos por encima del caparazón y de la cabeza reptiliana.
Su rostro ciego adquirió la languidez soñolienta de un fumador de opio. Su voz
murió entre murmullos inarticulados. A su alrededor flotaba un aire de extraña
y depravada infrahumanidad.
Bellman, Chivers y Maspic le observaban
sorprendidos, mientras el altar bullía con los movimientos de los marcianos
blancos. Algunos de ellos se dirigieron al lado opuesto ocupado por Chalmers
alrededor del pedestal ovalado y empezaron también a acariciar el ídolo como si
realizasen un fantástico ritual táctil. Acariciaban sus formas con dedos
temblorosos, y sus movimientos parecían seguir un orden formalmente establecido
que ninguno de ellos transgredía. Emitían sonidos sordos que parecían los de
bestias dormidas. En sus caras brutales se dibujaba la expresión de un éxtasis
narcótico.
Terminada aquella rara ceremonia, los
adoradores se apartaron de la imagen. Pero Chalmers, con movimientos
adormecidos y lentos, y su cabeza hundida entre sus flacos hombros, continuó
acariciándola. Con una morbosa mezcla de asco, curiosidad y vehemencia, los
otros terrestres acuciados por los marcianos situados tras ellos, se
encontraron obligados a posar sus manos sobre el ídolo. El significado completo
de la ceremonia era absolutamente misterioso y tenía algo de horroroso y
repulsivo.
La cosa era fría al tacto, y viscosa como
si hubiese sido recientemente bañada con baba. Pero parecía dotada de vida, al
ser tocada por los dedos de los tres hombres.
De ella, en oleadas pesadas y
penetrantes, surgía una emanación que podía describirse únicamente cómo nacida
de una fuente eléctrica o magnética. Parecía que algún poderoso alcaloide
afectara los nervios a través del contacto de su superficie. Posiblemente
debido a los efectos de aquel metal desconocido.
Rápido, irresistiblemente, Bellman y los
otros sintieron que una misteriosa vibración atravesaba todos sus miembros,
cerrando sus ojos y acelerando torrencialmente la circulación de su sangre.
Con sus cerebros embotados, trataron de
explicarse a sí mismos aquel fenómeno mediante términos científicos terrestres
pero el embrutecimiento que sentían se apoderó cada vez más profundamente de
ellos, sumiéndoles en una borrachera que borró sus elucubraciones.
Con los sentidos hundidos en una extraña
obscuridad se dieron cuenta de que sus cuerpos eran presionados por los cuerpos
de los habitantes de las cavernas, que les empujaban hacía lo alto del altar.
Subieron como drogados los peldaños oblicuos del suelo de la cueva, hasta
quedar al lado de Chalmers.
Este aún acariciaba con sus dedos
retorcidos la imagen, mientras se volvía hacia los tres hombres rodeados de
monstruos blancos. Vieron, como a través de espesas sombras, que aquel hombre
parecía esperarles en lo alto de la pirámide con una prisa morbosa e
incontenible.
Chivers y Maspic, cada vez más
disminuidos en sus facultades, permanecieron inmóviles. Pero Bellman, más
resistente, empezó a articular unas palabras que parecían surgidas de entre
sueños. Sus sensaciones eran anormales, desconocidas y extrañas en grado
inenarrable. Todo lo que le rodeaba era cierto y palpable y pertenecía a un
poder del cual no podía tener una idea visual.
Entre los sueños, de un modo
insensiblemente gradual, empezó a olvidar su última condición de ser humano.
Sintió que se identificaba a sí mismo con el pueblo sin ojos. Ya se movía y
parecía vivir como ellos, en cavernas profundas, en caminos de noche eterna.
No pudo darse cuenta de cómo pasó de la
sensación de obscura pesadilla a una realidad no menos tenebrosa. Su
conocimiento se había convertido en una continuación de los primeros sueños.
Abrió sus ojos y vio la elipse de luz que su linterna caída proyectaba en el
suelo. La luz iluminaba algo que en su sopor no pudo identificar. Esto le turbó
y un profundo horror hizo volver a la vida sus facultades.
Gradualmente, se dio cuenta de que lo que
veía era el cuerpo medio devorado de Chalmers. Aún quedaban harapos sobre sus
miembros y aunque la cabeza había desaparecido, los huesos y las vísceras eran
los de un ser terrestre.
Bellman se irguió aterrorizado, y con
ojos que intentaban perforar las tinieblas, miró a su alrededor. Chivers y Maspic
yacían a su lado sumidos en un profundo estupor. Toda la caverna y el altar
estaban invadidos por devotos de la imagen.
Todos sus sentidos empezaron a
despertarse del letargo y se dio cuenta de que oía un ruido que le era
familiar. Un golpeteo entre las columnas inmensas por detrás de los cuerpos
adormecidos.
Un olor de agua putrefacta invadió el
aire y vio que sobre la piedra había grabadas las huellas dejadas por unos pies
circulares, que parecían producidas por algo semejante a los bordes de unos
medios globos. Las pisadas parecían seguir un orden, provenían del cuerpo
semidevorado de Chalmers y se hundían en las sombras de la otra cueva situada
sobre el abismo.
En la mente de Bellman nació un nuevo
terror que golpeó sus sienes. Se inclinó sobre Maspic y Chivers, zarandeándolos
fuertemente, hasta que abrieron los ojos y empezaron a protestar con sordos
gruñidos.
-Levantaos, condenados. Si alguna vez
podemos huir de aquí es ahora.
Sacando fuerzas de flaqueza, consiguió
incorporar a sus compañeros. En su estupor no parecieron darse cuenta de los
restos del infortunado Chalmers. Tambaleándose como beodos, siguieron a Bellman
entre los marcianos que yacían adormecidos por los suelos, y se alejaron de la
pirámide donde se alzaba el ídolo blanco.
Sobre Bellman parecía pesar una nube de
aturdimiento, pero los efectos narcotizantes que le habían invadido parecían
haber disminuido un tanto.
Sintió que se reavivaba su voluntad de
huir de aquel infierno de obscuridades. Los otros, más profundamente afectados
por el poder estupefaciente, siguieron a su guía torpemente.
Estaba seguro de que podría encontrar de
nuevo la ruta que habían seguido para llegar hasta el altar. Y parecía que era
exactamente la misma indicada por las huellas circulares y el aire fétido.
Caminando al lado de las repugnantes
columnas que parecían prolongarse durante lo que pareció una enorme distancia,
llegaron finalmente al sendero desde el que podían ver el golfo subterráneo.
Desde sus profundidades emanaban
fosforescencias que provenían de anchos círculos que se creaban en las aguas
putrefactas, como si fuesen producidas por la inmersión de algún cuerpo muy
voluminoso. A los pies de los fugitivos, el agua había dejado marcadas en la
roca del precipicio las señales de sus movimientos seculares.
Reemprendieron el camino. Bellman,
temblando al recordar confusamente los horrores vividos durante su sopor y el
terror de su despertar, encontró el inicio de la senda elevada que bordeaba el
abismo, el camino que les devolvería hacia la luz perdida del Sol.
Tras él, Maspic y Chivers caminaban con
sus linternas apagadas, para no malgastar sus baterías. Era imprescindible
saber hasta cuándo podrían utilizarlas, y la luz era su principal necesidad. La
linterna de Bellman serviría para los tres hasta que se agotase.
No se oía sonido ni rumor alguno que
indicase la existencia de vida en la cueva en que yacían los marcianos
alrededor de la imagen narcótica. Sin embargo, Bellman sentía un miedo que
jamás había experimentado en anteriores aventuras, y que le hacía sentirse
enfermo.
También el golfo estaba en silencio, y
los círculos de fósforo habían dejado de extenderse sobre las aguas. Pero había
algo en aquel silencio que embotaba los sentidos y retardaba los reflejos.
Haciendo un gran esfuerzo, Bellman empezó a ascender por el sendero,
arrastrando y empujando a sus compañeros hasta que emprendieron una marcha algo
más regular, como animales aturdidos y dóciles.
Caminaron y caminaron a lo largo del
monótono camino no imperceptible empinado en el que se perdía el sentido de la
distancia. Más allá de la débil luz de la linterna de Bellman todo era una
noche impenetrable que los envolvía como la profundidad de un mar subterráneo.
Las sensaciones de hambre, sed y fatiga
habían desaparecido para dejar sitio al pánico que les empujaba.
Muy lentamente, el estupor y la modorra
que dominaban a Maspic y Chivers, fueron desapareciendo y finalmente los tres
aventureros adquirieron plena conciencia de su terror. Los jadeos y apremios de
Bellman ya no fueron necesarios para acuciarles.
Después de aquel silencio, que pareció
haber durado años, llegó hasta los fugitivos un sonido familiar: el ruido de
algo que se movía sobre las rocas del fondo del precipicio, el ruido del
chapoteo de una criatura que desplegaba sus patas en algún líquido. De un modo
inexplicable y demencial, invadiendo sus mentes en ideas incongruentes, aquel
sonido delirante convirtió su terror en frenesí.
-¡Dios mío! ¿Qué es esto? -balbució
Bellman.
Le parecía recordar cosas abominables,
horrendas, palpables, de la noche pasada, pero que no formaban parte de su
plena conciencia humana. Sus sueños y la pesadilla de su despertar en la cueva
de las columnas -el ídolo narcótico- el cuerpo semidevorado de Chalmers, las
palabras que éste había dicho, las huellas circulares de humedad que se
dirigían hacía el golfo... todo ello volvió a su memoria como fragmentos de una
crisis de locura.
Su pregunta fue contestada únicamente por
una continuación del ruido. Parecía aumentar gradualmente... y ascender por la
pared inferior. Maspic y Chivers, encendieron las linternas y empezaron a
correr frenéticamente, y Bellman, perdiendo sus últimos restos de serenidad,
corrió tras ellos.
Fue una carrera dominada por un horror
desconocido. Por encima del apresurado latir de sus corazones y del ruido de
sus pisadas, los tres hombres seguían oyendo aquel sonido siniestro y
espantoso.
Corrieron por lo que les parecía leguas
de negrura. Y sin embargo, no dejaron de percibir el sonido cada vez más cerca
de ellos, bajo el sendero, como si fuese producido por una cosa que se moviese
sobre la pared del precipicio.
El ruido pareció aproximarse... al
frente. Súbitamente cesó. Las luces de Maspic y Chivers, moviéndose a uno y
otro lado, descubrieron la "cosa" agazapada que les esperaba sobre un
repecho rocoso situado sobre el sendero.
Aventureros curtidos como eran, los tres
hombres hubieran chillado histéricamente o se hubieran precipitado por el
abismo voluntariamente, a no ser porque la visión de la "cosa", les
produjo una especie de catalepsia. La "cosa" era semejante al ídolo
pálido de la pirámide-altar, pero de proporciones colosales, y viviente ¡Había
surgido del abismo y les estaba acechando!
Allí estaba la criatura que había servido
de modelo para construir la imagen atroz; la criatura a la que Chalmers había
llamado "el Habitante". Su caparazón prominente y enorme, que
recordaba vagamente al de un gliptodonte, brillaba como metal húmedo.
La cabeza soñolienta, sin ojos, surgía de
un cuello que se arqueaba obscenamente. Doce o más patas cortas con cascos
semiglobulares, surgían de la coraza que protegía el cuerpo. Dos trompas, de un
metro de longitud cada una, salían de las comisuras de una boca de hendidura
cruel, y se balanceaban lentamente en el aire hacia los tres terrestres.
La "cosa", así lo parecía, era
tan vieja como aquel mismo planeta moribundo: una forma desconocida de vida
primaria que habitaba desde la noche de los tiempos en las aguas de los abismos
cavernícolas. Ante ella, las facultades de los terrestres quedaron drogadas por
un estupor espeluznante, como si aquella criatura estuviese compuesta en parte
por el mismo mineral estupefaciente de su imagen.
Bellman, tan solo, conservaba una sombra
de sus sentidos.
-¡Vamos! -gritó a los otros-. ¡Huyamos de
aquí!
Aunque empujó a sus compañeros, éstos no
se dieron cuenta de nada de lo que Bellman les proponía. Estaban fascinados por
el Habitante.
Dándose cuenta de que sus esfuerzos eran
inútiles, Bellman determinó actuar desesperadamente, gritando:
-¡Vamos! -se dirigió con decisión hacia
el lugar donde la criatura impedía el paso de la senda que conducía a la
salida.
Sin embargo, cuando cien pasos más allá
se volvió, vio que los otros dos hombres permanecían inmóviles. Sus linternas
se movían locamente por el terror, y aún no pudieron moverse ni gritar cuando
la "cosa" se irguió súbitamente, mostrando su vientre escamoso y su
doble cola que golpeó el sendero rocoso con ruidos metálicos. Sus múltiples
pies se enderezaron también, mostrando sus cascos como copas humedecidas por un
líquido melítico y viscoso. Sin duda, le servían como ventosas que le permitían
andar por las superficies verticales.
Inconcebiblemente rápida y segura en
todos sus movimientos, con cortas zancadas de sus patas traseras, alzada sobre
sus colas, la "cosa" se dirigió hacia los dos hombres indefensos. Sus
dos trompas se curvaron y sus extremos se posaron sobre los ojos de Chivers,
cuya cara permaneció levantada e inmóvil. Allí quedaron, cubriendo enteramente
sus órbitas durante un momento. Luego se oyó un aullido salvaje y agónico
cuando las dos trompas se retiraron con un movimiento rápido y reptiliano.
Chivers cayó suavemente, moviendo la
cabeza, preso de un dolor seminarcótico. Maspic, de pie a su lado, vio entre
nieblas de sueño las órbitas de su compañero ensangrentadas y desprovistas
ahora de ojos. Fue lo último que vio. Instantáneamente, la "cosa" se
giró, y las terribles copas, chorreando sangre y humores, descendieron sobre
los ojos de Maspic.
Bellman contempló aquella escena,
fascinado por el horror. Aulló salvajemente y corrió como un loco hacia la
superficie del planeta. Tan sólo se volvió una vez.
Con la cara cubierta de sangre, y la
"cosa" sin ojos persiguiéndoles y acorralándoles, vio a sus
compañeros iniciar su segundo descenso del sendero que conducía para siempre al
Averno de la noche eterna.
FIN
Dweller in
martian depths, © 1933 by Gernsback Publications inc.. Traducido por Joaquín Llinás en Las mejores historias de horror -
Selección- 6, Libro Amigo 94, Editorial Bruguera S. A., 1969.
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