Al atardecer, cuando la
gran sombra de la villa alcanzaba la terraza, el conde Axel abandonó su
biblioteca y bajó los anchos escalones de estilo rococó que conducían hacia las
flores del tiempo. Una figura alta e imperiosa con una chaqueta de terciopelo
negro; un alfiler de corbata de oro brillaba bajo su barba a lo Jorge V. En una
de sus enguantadas manos mecía ligeramente un bastón. Comenzó a inspeccionar
las exquisitas flores de cristal, sin emoción, mientras escuchaba los sonidos
del clavicordio de su esposa, que estaba tocando un rondó de Mozart en la sala
de música. Los ecos de la melodía vibraban a través de los translúcidos
pétalos.
El jardín de la villa se
extendía unos doscientos metros bajo la terraza, llegando hasta un lago en
miniatura cruzado por un puente blanco que conducía a un menudo pabellón en la
orilla opuesta. Axel nunca se aventuraba más allá del lago. La mayor parte de
las flores del tiempo crecían en un pequeño arriate justamente bajo la terraza,
amparadas por el alto muro que circundaba la finca. Desde la terraza, el conde
podía ver por encima del muro la llanura que había más allá; una gran extensión
de terreno abierto que avanzaba en ondulaciones hasta el horizonte, donde
ascendía suavemente antes de perderse de vista. La llanura rodeaba la casa por
todas partes, y su monótono vacío acentuaba la soledad y la suave magnificencia
de la villa. Aquí, en el jardín, el aire parecía más brillante y el sol más
cálido, mientras que en la llanura estaba siempre pálido y remoto.
Como de costumbre, antes
de comenzar su usual paseo vespertino, el conde Axel miró a lo largo de la
llanura hasta la última elevación, donde el horizonte estaba iluminado como un
escenario por los rayos del sol vespertino.
Cuando las delicadas y
armoniosas notas de Mozart llegaban a él procedentes de las graciosas manos de
su esposa, vio que las primeras filas de un enorme ejército se movían
lentamente en el horizonte. A primera vista le pareció que avanzaban
ordenadamente, pero en una inspección más detallada pudo comprobar que el
ejército estaba formado por un vasto y confuso tropel de gente, hombres y
mujeres entremezclados con unos cuantos soldados de raídos uniformes, y todos
ellos avanzando como una marea humana. Algunos lo hacían dificultosamente, bajo
pesadas cargas suspendidas de toscos yugos que rodeaban sus cuellos; otros
luchaban con toscas carretas de madera, ayudando con sus manos el girar de las
ruedas. Sólo unos cuantos caminaban libres, pero todos avanzaban al mismo paso,
recortándose sus figuras a la luz del huidizo sol.
La multitud estaba casi
demasiado lejos para ser visible; sin embargo, Axel siguió observando, con
expresión fría y vigilante, hasta que se hizo claramente perceptible la
vanguardia de un inmenso populacho. Por último, cuando la luz del día comenzó a
desvanecerse, la multitud alcanzó la cresta de la primera ondulación bajo el
horizonte; entonces, Axel abandonó la terraza y descendió a pasear entre las
flores del tiempo.
Las flores crecían a una
altura de dos metros; sus delgados tallos, como varillas de cristal, sostenían
una docena de hojas. Al extremo de cada tallo estaba la flor del tiempo, del
tamaño de una copa. Los opacos pétalos exteriores guardaban su corazón de
cristal. Su brillantez diamantina presentaba mil facetas. Al ser movidas
ligeramente por la brisa vespertina, refulgían como lanzas de fuego.
Muchos de los tallos
habían perdido su flor, y Axel los examinaba cuidadosamente, con un destello de
esperanza en los ojos en la búsqueda de algún nuevo brote.
Por último, seleccionó
una gran flor de un tallo cercano al muro, se quitó los guantes y la arrancó
con sus fuertes dedos.
Cuando llevaba la flor
hacia la terraza ésta comenzó a centellear y a deshacerse, y la luz procedente
del corazón fue desvaneciéndose. Lentamente, el cristal también comenzó a
disolverse, y sólo los pétalos de alrededor permanecían intactos. El aire que
rodeaba a Axel se tornó brillante y vívido. En un instante, la tarde pareció
transformarse, alternando sutilmente sus dimensiones de tiempo y espacio. El
oscurecido pórtico de la casa quedó despojado de su pátina, y relumbraba con
una espectral blancura, como surgido repentinamente de un sueño.
Alzando la cabeza, Axel
miró fijamente otra vez por encima del muro. Sólo el lejano borde del horizonte
estaba iluminado por el sol, y la gran multitud que antes había avanzado casi
una cuarta parte del camino de la llanura, había retrocedido ahora hasta el
horizonte. Todos habían vuelto atrás abruptamente, en una reversión del tiempo,
y ahora parecían inmóviles.
La flor, en la mano de
Axel, se había contraído hasta adquirir el tamaño de un dedal de cristal. Los
pétalos estaban crispados alrededor del desvanecido corazón. Un desmayado
centelleo tembló por un instante desde el centro y se extinguió rápidamente;
entonces, Axel sintió derretirse la flor como una gota de rocío en su mano.
El crepúsculo se cerraba
alrededor de la casa, extendiendo sus grandes sombras sobre la llanura,
fusionando el horizonte con el cielo. El clavicordio estaba silencioso y las
flores del tiempo no reflejaban su música, ahora inmóviles, formando parte del
bosque embalsamado.
Durante unos minutos Axel
las miró, contando las flores que aún quedaban; después saludó a su esposa, que
cruzaba la terraza arrastrando el borde de su vestido de noche, de brocado, por
las baldosas.
Qué hermoso atardecer, Axel habló la mujer, conmovida como si fuesen obra de
su marido las ornamentales sombras y el nítido aire.
Su rostro era sereno e
inteligente; llevaba el pelo recogido por detrás con un broche de piedras
montadas en plata. El vestido, escotado, revelaba un largo y delgado cuello y
una barbilla altanera. Axel la examinaba con profundo orgullo. Le ofreció su
brazo y juntos bajaron las escaleras hasta el jardín.
Uno de los más largos atardeceres de este verano confirmó Axel, añadiendo: He arrancado una flor perfecta, querida. Una
joya. Con suerte nos servirá para varios días frunció el entrecejo y miró involuntariamente al
muro. Cada
vez parecen estar más cerca.
Su mujer le sonrió
alentadoramente y apretó su brazo con efusión. Ambos sabían que el jardín del
tiempo estaba muriendo.
Tres tardes después, como
había previsto (aunque más pronto de lo que esperaba), el conde Axel arrancó
otra flor del jardín del tiempo.
Cuando aquel día miró por
encima del muro, la chusma había alcanzado la mitad de la llanura,
extendiéndose como una masa ininterrumpida. Creyó oír murmullos de voces
traídos por el aire, un hosco ronroneo pleno de lamentos y gritos.
Afortunadamente, su mujer estaba ante el clavicordio y los maravillosos
contrapuntos de una Fuga de Bach se esparcían a través de la terraza, ocultando
otros ruidos.
Entre la casa y el
horizonte la llanura estaba dividida en cuatro grandes declives, y la cresta de
cada uno de ellos era visible en la declinante luz. Axel se había prometido a
sí mismo que nunca los contaría, pero el número era demasiado pequeño para
pasar inadvertido, particularmente porque servían de referencia en el avance
del ejército.
Ahora la avanzadilla
había traspasado la primera cresta e iba camino de la segunda, y el grueso de
la multitud presionaba detrás de los primeros. Mirando a izquierda y derecha de
aquel compacto grupo, Axel pudo apreciar la ilimitada extensión del mismo. Lo
que al principio pudo creer que formaba el cuerpo total de la masa no eran sino
las avanzadillas. El verdadero centro no era visible todavía y Axel estimaba
que cuando éste, por fin, alcanzara la llanura no quedaría un palmo de terreno
sin hollar.
Intentaba ver algunos
vehículos o máquinas pero todo aquello era una maraña amorfa y sin coordinación.
No había estandartes, banderas, mascotas ni cortapicas; con la cabeza
inclinada, la multitud avanzaba sin tregua.
Repentinamente, las
avanzadillas de la chusma aparecieron en lo alto de la segunda cresta y
avanzaron hormigueando por la llanura. Lo que más asombró a Axel fue la
increíble distancia que habían cubierto en tan poco tiempo. Las figuras se
veían mucho más grandes que la vez anterior.
Rápidamente, Axel salió
de la terraza, seleccionó una flor del jardín del tiempo y la arrancó del
tallo. Esta despidió su compacta luz y Axel volvió a la terraza. Cuando la flor
se redujo a una perla helada en su mano miró hacia la llanura y vio con alivio
que el ejército había retrocedido hasta el horizonte. Entonces advirtió que el
horizonte estaba mucho más cerca que cuando arrancó la flor; lo había
confundido con la primera cresta.
Cuando se unió a la
condesa en el paseo vespertino no le dijo nada de lo sucedido, pero ella se dio
cuenta de su desconcierto e hizo todo lo posible para disipar su preocupación.
Mientras bajaban los
escalones, la condesa señaló al jardín del tiempo.
¡Qué maravilloso panorama, Axel! ¡Hay tantas flores todavía!
Axel asintió, sonriendo
interiormente ante la tentativa de su mujer para tranquilizarle. La entonación
con que ella había pronunciado la palabra «todavía» revelaba su propio
conocimiento del próximo fin. De hecho, restaba una escasa docena de flores de
los cientos que habían crecido en el jardín, y en su mayor parte eran tan sólo
capullos. Solamente tres o cuatro habían alcanzado la plenitud. Cuando
caminaban hacia el lago, Axel trataba de decidir si debía arrancar primero las
flores desarrolladas o dejarlas para el final. Estrictamente, sería mejor dar
tiempo suficiente para que los capullos creciesen y madurasen, y este beneficio
se perdería si retenía las flores formadas hasta el final, como deseaba hacer
para la última acción defensiva. Se dio cuenta, empero, que en cualquier caso
era lo mismo; el jardín moriría pronto y las pequeñas flores requerían más
tiempo para crecer que el disponible.
Cruzando el lago, él y su
esposa miraron sus cuerpos reflejados en las oscuras aguas. Amparado por el
pabellón por un lado y el muro por el otro, Axel se sentía tranquilo y seguro,
y la llanura, con su alborotada multitud, parecía una pesadilla de la cual
había despertado felizmente. Puso un brazo alrededor del suave talle de su
esposa y la atrajo hacia sí cariñosamente, dándose cuenta que no la había
abrazado desde hacía años, aunque sus vidas habían sido eternas, y podía
recordar, como si fuera ayer, cuando la trajo a vivir en la villa.
Axel le
preguntó su mujer, con repentina seriedad. Antes que el jardín muera..., ¿puedo arrancar yo
la última flor?
Entendiendo su petición,
él asintió lentamente con la cabeza.
Una por una, durante los
dos atardeceres siguientes, Axel arrancó las flores que quedaban, dejando tan
sólo un pequeño capullo que crecía justamente bajo la terraza, destinado a su
esposa.
Había tomado las flores
al azar, rehusando contarlas o racionarlas y arrancando dos o tres capullos a
la vez cuando era necesario. La horda había alcanzado la segunda y tercera
cresta; nublando el horizonte. Desde la terraza, Axel podía ver con claridad la
revuelta turba bajando por la depresión hacia la cresta final, y de cuando en
cuando los sonidos de sus voces llegaban hasta él mezclados con gritos de
cólera y chasquidos de látigos. Las carretas de madera daban tumbos por todos
los lados sobre sus ruedas y los conductores luchaban por controlarlas. Por lo
que podía distinguir Axel, ni un solo miembro de la multitud estaba enterado de
la dirección que llevaban. Más bien cada uno avanzaba ciegamente sobre el
terreno, pisando los talones a la persona que iba delante. Sin motivo que
aducir, Axel tenía la vaga esperanza que el verdadero núcleo, bajo el lejano
horizonte, pudiera cambiar de dirección y la multitud alterase su curso
gradualmente, desviándose de la villa, y retrocediera en la llanura como una
resaca en el mar.
En el penúltimo
atardecer, cuando arrancó la flor del tiempo, la avanzadilla de la chusma había
alcanzado la tercera cresta y pasaba hormigueante ante ella. Mientras esperaba
a la condesa, Axel miró las dos florecitas que quedaban; sólo conseguirían
hacerles retroceder un corto trecho en el próximo atardecer. Los tallos de
cristal a los que arrancó las flores se alzaban en el aire, pero todo el jardín
había perdido su lozanía.
Axel pasó la mañana
siguiente tranquilamente en su biblioteca, encerrando sus manuscritos más raros
en las cámaras de cristal situadas en las galerías. Caminó lentamente ante los
retratos, puliendo cada uno de los cuadros cuidadosamente; después, puso las
cosas en orden en su escritorio y cerró la puerta tras él. Durante la tarde
halló trabajo en la sala, ayudando a su esposa que limpiaba sus ornamentos y
ponía en orden los jarrones y bustos.
Al atardecer, cuando el
sol declinaba por detrás de la casa, ambos estaban cansados y polvorientos y no
habían cruzado la palabra en todo el día. Cuando su mujer se dirigía a la sala
de música, la llamó.
Esta noche cogeremos las flores juntos, querida anunció lentamente. Una para cada uno.
Lanzó una ojeada por
encima del muro. Pudo oír a unos seiscientos metros el rugir de la chusma
avanzando hacia la casa.
Rápidamente, Axel arrancó
su flor, un capullo no mayor que un zafiro. A medida que este iba perdiendo su
luz, el tumulto de afuera pareció ceder momentáneamente; después, comenzó de
nuevo.
Cerrando sus oídos al
clamor, Axel dirigió la vista hacia la villa, contando las seis columnas del
pórtico; después, se fijó en la plateada superficie del lago que reflejaba la
última luz del atardecer, y en las sombras que se cruzaban entre los árboles y
se extendían por el crespo césped. Axel se detuvo sobre el puente donde él y su
mujer habían visto sucederse, tomados del brazo, tantos y tantos veranos.
¡Axel!
Afuera, el tumulto se
hacía ensordecedor; mil voces bramaban a veinte metros escasos de allí. Una
piedra cruzó por encima de la valla y cayó en el jardín del tiempo, rompiendo
algunos de los vítreos tallos. La condesa corrió hacia él cuando una nueva
oleada retumbó a lo largo del muro. Después, una pesada baldosa cruzó por
encima de sus cabezas y se estrelló en una de las ventanas del invernadero.
¡Axel!
La rodeó con sus brazos,
ajustándose la corbata que ella había ladeado con su hombro.
¡Rápido, querida, la última flor!
La condujo al jardín. La
condesa tomó el tallo, arrancó la flor limpiamente y la protegió entre las
palmas de sus manos.
Por un momento el tumulto
desmayó y Axel recobró su sangre fría. Al vívido centelleo de la flor vio el
blanquecino rostro y los asustados ojos de su mujer.
Retenla todo lo que puedas, querida, hasta que muera la última de sus
fibras.
Permanecieron juntos en
la terraza. De pronto, el griterío de afuera aumentó. La multitud estaba
golpeando la verja de hierro y toda la villa temblaba ante este impacto.
Cuando el último rayo de
luz desapareció, la condesa elevó sus manos como si liberase un invisible
pájaro; después, en un acceso final de valor, tomó las manos de su esposo con
una sonrisa radiante que se desvaneció rápidamente.
¡Oh Axel! lloró.
Como una espada, la
oscuridad descendió súbitamente sobre ellos.
Pesadamente, la multitud
que había afuera pasó por encima de los residuos del muro que cercaba la finca;
acarreaban sus carretas por encima de él y a lo largo de los baches que una vez
habían sido primoroso camino. Las ruinas de lo que antes fuera una espaciosa
villa eran holladas por una incesante marea humana. El lago estaba seco. En su
fondo quedaban troncos de árboles quebrados y el viejo puente deshecho.
Brotaban las malas hierbas entre el largo césped de la pradera, cubriendo los
senderos.
La mayor parte de la
terraza se había derrumbado y casi toda la multitud cruzaba rectamente por el
césped, desviándose de la destruida villa; pero uno o dos de los más curiosos
treparon y buscaron entre su armazón. Las puertas habían sido sacadas de sus
goznes y los suelos estaban agrietados. En la sala de música se veía un viejo
clavicordio hecho astillas y algunas de sus teclas aún reposaban entre el
polvo. Todos los libros estaban esparcidos por el suelo, fuera de sus estantes,
y los lienzos habían sido acuchillados, cubriendo con sus tiras el suelo.
Cuando el cuerpo mayor de
la multitud alcanzó la casa cubrió el muro en toda su extensión. Toda la gente
junta caminaba a tropezones por el seco lago, por la terraza, y atravesando la
casa cruzaban hacia la parte norte. Sólo una zona soportaba esta ola sin fin.
Justamente bajo la terraza, entre el derruido balcón y el muro, había unos
matorrales espinosos de unos dos metros de altura. El punzante follaje formaba
una masa impenetrable y la gente pasaba a su alrededor cuidadosamente. Muchos
de ellos estaban demasiado ocupados buscando su camino entre las destrozadas
losas para mirar el centro de los matorrales espinosos, donde dos estatuas de
piedra, una junto a la otra, miraban alrededor desde su zona protegida. La
mayor de las dos figuras representaba a un hombre con barba que llevaba una
chaqueta de cuello alto y un bastón en una mano. Junto a él había una mujer con
un traje de seda. Su rostro era suave y sereno. En su mano derecha sostenía
ligeramente una rosa de pétalos tan suaves que casi eran transparentes.
Cuando el sol se puso
tras la casa, un rayo de luz pasó a través de una cornisa rota e hirió la rosa
y, reflejándose sobre las estatuas, iluminó la piedra gris de tal manera que,
por un fugaz momento, ésta fue indistinguible de la ya hacía tiempo desvanecida
carne de los originales de las estatuas.
FIN
Título Original: The Garden of Time © 1961
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