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1 de agosto de 2017

DE IMITACIÓN Chimamanda Ngozi Adichie



Nkem está mirando los ojos saltones y sesgados de la máscara de Benin que hay en la repisa de la chimenea del salón mientras se entera de que su marido tiene una amiga.
-No es tan joven. Tendrá unos veintiún años -está diciendo su amiga Ijemamaka por teléfono-. Lleva el pelo corto y rizado, ya sabes, con esos pequeños rizos apretados. No utiliza alisador. Más bien texturizador, creo. He oído decir que hoy día las jóvenes prefieren los texturizadores. No te lo diría, sha (conozco a los hombres y sus costumbres), si no fuera porque he oído decir que se ha instalado en tu casa. Esto es lo que pasa cuando te casas con un hombre rico. -Ijemamaka hace una pausa y Nkem la oye tomar aire, un sonido exagerado, deliberado-. Quiero decir que Obiora es un buen hombre, por supuesto, pero ¿llevarse a casa a su amiga? No hay respeto. Y ella conduce sus coches por todo Lados, yo misma la he visto al volante del Mazda por Awolowo Road.
-Gracias por decírmelo -dice Nkem.
Se imagina la boca de Ijemamaka, fruncida como una naranja que se sorbe, una boca hastiada de hablar.
-Tenía que decírtelo. ¿Para que están las amigas? ¿Qué otra cosa podía hacer? -insiste Ijemamaka, y Nkem se pregunta si es alegría ese tono agudo, esa inflexión en «hacer».
Los siguientes quince minutos Ijemamaka le habla de su viaje a Nigeria, cómo han subido los precios desde la última vez que estuvo, hasta el garri es caro ahora. Hay muchos más niños vendiendo en los atascos, y la erosión se ha comido trozos enteros de la carretera principal que conduce a su ciudad natal en Delta State. Nkem chasquea la lengua y suspira ruidosamente en los momentos adecuados. No le recuerda que ella también estuvo en Nigeria hace unos meses, por Navidad. No le dice que siente los dedos entumecidos, que preferiría que no hubiera llamado. Por último, antes de colgar, promete llevar a sus hijos a la casa de Ijemamaka de Nueva Jersey uno de estos fines de semana; una promesa que sabe que no cumplirá.
Entra en la cocina, se sirve un vaso de agua y lo deja en la mesa sin tocar. De nuevo en el salón, se queda mirando la máscara de Benín de color cobre, sus rasgos abstractos demasiado grandes. Sus vecinos la llaman «noble»; por ella la pareja que vive dos casas más abajo ha empezado a coleccionar arte africano, y ellos también se han conformado con buenas imitaciones, aunque disfrutan hablando de lo imposible que es conseguir originales.
Nkem imagina a los habitantes de Benín tallando las máscaras originales hace cuatrocientos años. Obiora le explicó que las utilizaban en las ceremonias reales, las colocaban a ambos lados de su rey para protegerlo y ahuyentar el mal. Solo podían ser guardianes de la máscara individuos escogidos a propósito, los mismos que se ocupaban de procurar las cabezas humanas frescas que se utilizaban en el entierro de su rey. Nkem se imagina a los orgullosos jóvenes, con sus miembros musculosos y bronceados brillantes de aceite de almendra de palma, y sus elegantes taparrabos anudados a la cintura. Se imagina, y lo hace por iniciativa propia porque Obiora nunca sugirió que fuera de ese modo, a los orgullosos jóvenes deseando no tener que decapitar a desconocidos para enterrar a su rey, deseando utilizar las máscaras para protegerse a sí mismos también, deseando tener algo que decir.
Estaba embarazada la primera vez que fue a Estados Unidos con Obiora. La casa que él alquiló, y que más tarde compraría, olía a fresco, tomo el té verde, y el pequeño camino de entrada estaba cubierto de grava. Vivimos en un barrio encantador de las afueras de Filadelfia, explicó por teléfono a sus amigas de Lagos. Les envió fotos de Obiora y de ella cerca de la Liberty Bell, en las que había garabateado detrás, orgullosa, «muy importante en la historia de Estados Unidos», junto con folletos satinados en los que se veía un Benjamín Franklin medio calvo.
Sus vecinas de Cherrywood Lañe, todas blancas, delgadas y rubias, acudieron a presentarse y le preguntaron si necesitaba ayuda para lo que fuera: conseguir un permiso de conducir, un teléfono, un encargado del mantenimiento. A ella no le importó que su acento o su condición de extranjera le hicieran parecer una inútil. Le gustaron ellas y sus vidas. Vidas que Obiora a menudo llamaba de «plástico». Aun así, ella sabía que él también quería que sus hijos fueran como los de sus vecinos, la clase de niños que desdeñaban la comida que se caía al suelo diciendo que se había «estropeado». En su otra vida recogías la comida, fuera lo que fuese, y te la comías.
Obiora se quedó los primeros meses, de modo que los vecinos no empezaron a preguntar por él hasta más tarde. ¿Dónde está tu marido? ¿Ha pasado algo? Nkem respondía que todo iba bien. El vivía entre Nigeria y Estados Unidos; tenían dos casas. Ella veía en sus ojos las dudas, sabía que pensaban en otras parejas con segundas residencias en lugares como Florida o Montreal, parejas que habitaban las dos casas al mismo tiempo.
Obiora se rió cuando ella le comentó lo intrigados que estaban los vecinos. Dijo que la gente oyibo era así. Si hacías algo de una manera diferente te tomaban por raro, como si su forma de actuar fuera la única posible. Aunque Nkem conocía a muchas parejas nigerianas que vivían juntas todo el año, no dijo nada.
Nkem desliza una mano por el metal redondeado de la nariz de la máscara de Benín. Una de las mejores imitaciones, había dicho Obiora cuando la había comprado, hacía unos años. Explicó que los británicos habían robado las máscaras originales a finales del siglo xix en lo que llamaron la Expedición de Castigo, y que nadie sabía utilizar palabras como «expedición» y «pacificación» para referirse a matanzas y robos como los británicos. Las máscaras (miles de ellas, dijo) fueron consideradas «botín de guerra» y hoy día podían verse en los museos de todo el mundo.
Nkem coge la máscara y aprieta la cara contra ella; la nota fría, pesada, sin vida. Aun así, cuando Obiora habla de ella y de todas las demás, logra que parezca que están calientes y que respiran. El año pasado, cuando trajo la escultura de terracota nok que está en la mesa del vestíbulo, le explicó que los antiguos nok habían utilizado las originales para adorar a sus antepasados, colocándolas en tronos y ofreciéndoles comida. Y los británicos también se habían llevado la mayoría en carretas, diciendo a la gente (recién cristianizada y estúpidamente cegada, dijo) que eran paganas. Nunca apreciamos lo que tenemos, siempre terminaba diciendo, antes de repetir la historia del estúpido jefe de Estado que había ido al Museo Nacional de Lagos y había obligado al director que le diera un busto de cuatrocientos años de antigüedad que luego regaló a la reina británica. A veces Nkem duda de los hechos que le explica Obiora, pero le escucha, por la pasión que pone al hablar y por el brillo de sus ojos, que parecen al borde del llanto.
Se pregunta qué traerá la semana que viene; ha empezado a esperar con ilusión esas obras de arte, imaginando las originales, las vidas que hay detrás de ellas. La semana que viene, cuando sus hijos vuelvan a llamar «papá» a un ser de carne y hueso, y no a una voz que suena por teléfono; cuando ella se despierte por la noche y lo oiga roncar a su lado; cuando vea otra toalla usada en el cuarto de baño.
Mira el reloj del decodificador por cable. Falta una hora para ir a recoger a los niños. A través de las cortinas que ha abierto cuidadosamente la criada, Amaechi, el sol derrama un rectángulo de luz amarilla sobre la mesa de centro de cristal. Está sentada en el borde del sofá de cuero y recorre con la mirada el salón, recordando al repartidor de Ethan Interiors que le cambió la pantalla de una lámpara el otro día. «Tiene una gran casa, señora», dijo con esa curiosa sonrisa norteamericana que significaba que creía que él también podría tener algún día algo así. Es una de las cosas que ha llegado a amar de Estados Unidos, la abundancia de esperanza irrazonable.
Al ir a Estados Unidos para dar a luz, se había emocionado, llena de orgullo por haberse emparentado con la codiciada liga de los Nigerianos Ricos que Mandan a sus Esposas a Estados Unidos para Tener a sus Hijos. Luego pusieron en venta la casa que alquilaban. A un buen precio, dijo Obiora antes de comentarle que iban a comprarla. A ella le gustó ese plural, como si ella tuviera realmente algo que decir. Y le gustó formar parte de esa otra liga, la de los Nigerianos Ricos Propietarios de Casas en Estados Unidos.
Nunca tomaron la decisión de que ella se quedara allí con los niños; Okay nació tres años después que Adanna. Sencillamente ocurrió. Al nacer Adanna, ella se quedó para hacer unos cursos de informática, porque a Obiora le pareció una buena idea. Luego Obiora apuntó a Adanna en una guardería, cuando Nkem se quedó embarazada de Okay. Luego encontró un buen colegio de enseñanza primaria y dijo que tenían suerte de que estuviera tan cerca. A solo quince minutos en coche. Ella nunca imaginó que sus hijos irían al colegio allí y se sentarían entre niños blancos cuyos padres tenían grandes mansiones en colinas solitarias; nunca imaginó esa vida, de modo que no dijo nada.
Los primeros dos años Obiora iba a verla casi todos los meses, y ella y los niños volvían por Navidad. Cuando él por fin consiguió firmar el importante contrato con el gobierno, decidió que solo iría a verlos en verano. Dos meses al año. Ya no podía viajar tan a menudo porque no quería arriesgarse a perder los contratos con el gobierno. Estos siguieron llegando. Apareció en la lista de los Cincuenta Empresarios Nigerianos más Influyentes y le envió a Nkem las páginas fotocopiadas del Newswatch, que ella guardó en una carpeta.
Nkem suspira mientras se pasa una mano por el pelo. Se lo nota demasiado grueso, demasiado viejo. Pensaba ir mañana a la peluquería y hacerse un moldeado con las puntas levantadas, como a Obiora le gusta. Y el viernes tiene hora para depilarse el vello púbico en una línea fina, como a él le gusta. Sale al pasillo y sube las amplias escaleras, luego las baja y entra en la cocina. Solía pasearse así por la casa de Lagos cada día de las tres semanas que pasaba con los niños en Navidad. Olía el armario de Obiora y pasaba una mano por sus frascos de colonia, apartando de su mente las sospechas. Una Nochebuena sonó el teléfono y cuando ella contestó, colgaron. Obiora se rió y comentó: «Algún bromista». Y Nkem se dijo que probablemente era un bromista o alguien que realmente se había equivocado de número.
Nkem sube las escaleras y entra en el cuarto de baño, y huele el fuerte Lysol con que Amaechi acaba de limpiar los azulejos. Se examina en el espejo; tiene el ojo derecho más pequeño que el izquierdo. «Ojos de sirena», los llama Obiora. Para él las sirenas, no los ángeles, son las criaturas más hermosas. Su cara siempre ha dado que hablar -su forma totalmente ovalada, la perfección de su piel oscura-, pero cuando Obiora la llamaba ojos de sirena le hacía sentir nuevamente hermosa, como si el cumplido le diera otro par de ojos.
Coge las tijeras que utiliza para cortar pulcramente los lazos de Adanna. Se estira los mechones y los corta casi a ras del cuero cabelludo, dejándolos del largo de una uña, lo justo para rizarlos con un texturizador. Observa cómo cae el pelo como algodón marrón hasta posarse sobre el lavabo blanco. Sigue cortando. Los mechones descienden flotando como alas chamuscadas de polillas. Continúa. Cae más pelo. A veces le entra en los ojos y le escuecen. Estornuda. Huele la crema suavizante Pink Oil que se ha aplicado por la mañana y piensa en la nigeriana que conoció en una boda de Delawere, Ifeyinwa o Iteoma, no recuerda su nombre, cuyo marido también vivía en Nigeria y que llevaba el pelo corto pero natural, no utilizaba alisador ni texturizador.
La mujer se había quejado, hablando de «nuestros hombres» con gran confianza, como si el marido de Nkem y el suyo tuvieran algo que ver. «A nuestros hombres les gusta tenernos aquí -había dicho-. Vienen por negocios y de vacaciones, y nos dejan con hijos, casas y coches, nos buscan criadas nigerianas para no tener que pagar los escandalosos sueldos de aquí, y dicen que los negocios van mejor en Nigeria y demás. Pero ¿sabes por qué no se mudarían aquí aunque fueran mejor los negocios? Porque Estados Unidos no los reconoce como peces gordos. En Estados Unidos nadie los llama “¡Señor! ¡Señor!”. Nadie corre a quitar el polvo de su silla antes de que se sienten.»
Nkem había preguntado a la mujer si tenía pensado regresar, y la mujer se volvió con los ojos muy abiertos, como si Nkem acabara de traicionarla. «Pero ¿cómo voy a vivir de nuevo en Nigeria? -dijo-. Cuando llevas demasiado tiempo aquí, dejas de ser la misma, ya no eres como la gente de allí. ¿Cómo van a integrarse mis hijos?» Y por mucho que le habían desagradado las cejas severamente depiladas de la mujer, Nkem había comprendido.
Deja las tijeras y llama a Amaechi para que recoja el pelo cortado.
-¡Señora! -grita la criada-, Chim o! ¿Por qué se ha cortado el pelo? ¿Qué ha pasado?
-¿Ha de pasar algo para que me corte el pelo? ¡Recógelo!
Nkem entra en su dormitorio. Se queda mirando la colcha de cachemira. Ni siquiera las hábiles manos de Amaechi consiguen ocultar el hecho de que un lado de la cama solo se utiliza dos meses al año. La correspondencia de Obiora está en un pulcro montón en su mesilla de noche: preautorizaciones de crédito, propaganda de LensCrafters. La gente que importa sabe que en realidad vive en Nigeria.
Nkem sale y se queda junto a la puerta del cuarto de baño mientras Amaechi barre, recogiendo con reverencia los mechones con una pala como si tuvieran poder. Nkem se arrepiente de haberle replicado. Con los años, la línea entre señora y criada se ha ido borrando. Es lo que Estados Unidos logra de ti, piensa. Te impone el igualitarismo. Como no tienes a nadie con quien hablar, aparte de tus hijos pequeños, recurres a la criada. Y antes de que te des cuenta es tu amiga. Tu igual.
-He tenido un día difícil -dice al cabo de un rato-. Lo siento.
-Lo sé, señora. Lo veo en su cara. -Amaechi sonríe.
Suena el teléfono y Nkem sabe que es Obiora. Solo él llama tan tarde.
-Cariño, kedu? Lo siento, pero no he podido telefonearte antes. Acabo de volver de Abuja, de la reunión con el ministro. Han retrasado mi vuelo hasta medianoche. Aquí son casi las dos de la madrugada. ¿Puedes creerlo?
Nkem hace un ruidito compasivo.
-Adanna y Okay, kuwanu? -pregunta él.
-Muy bien. Duermen.
-¿Estás bien? -pregunta él-. Te noto rara.
-Estoy bien.
Ella sabe que debería hablarle de lo que han hecho los niños, suele hacerlo cuando él llama demasiado tarde para hablar con ellos. Pero se nota la lengua hinchada, le pesa demasiado para pronunciar las palabras.
-¿Qué día hace allí? -pregunta él.
-Están subiendo las temperaturas.
-Será mejor que lo hagan antes de que yo llegue -dice él, y se ríe-. Hoy he reservado mi vuelo. Estoy impaciente por veros.
-¿Has...? -empieza a decir ella, pero él la interrumpe.
-Tengo que dejarte, cariño. Me están llamando. ¡Es el secretario del ministro, que me llama a estas horas! Te quiero.
-Te quiero -responde ella, aunque ya se ha cortado la comunicación.
Intenta visualizar a Obiora, pero ya no está segura de si se encuentra en casa, en su coche o en otra parte. Luego se pregunta si está solo o con la chica del pelo corto. Visualiza el dormitorio de Nigeria, el que Obiora y ella comparten, que cuando va por Navidad todavía le parece una habitación de hotel. ¿Se abraza a la almohada esa chica mientras duerme? ¿Sus gemidos hacen vibrar el espejo del tocador? ¿Entra de puntillas en el cuarto de baño como hacía ella de soltera cuando su novio casado la llevaba a su casa un fin de semana que su esposa estaba fuera?
Antes de conocer a Obiora salía con hombres casados. ¿Qué chica de Lagos no lo ha hecho? Ikenna, un empresario, había pagado las facturas del hospital de su padre después de la operación de hernia. Tunja, un general retirado, había arreglado el tejado de la casa de sus padres y les había comprado los primeros sofás de verdad que habían tenido nunca. Ella se habría planteado convertirse en su cuarta esposa (era musulmán y podría haberle propuesto matrimonio) a cambio de que financiara la educación de su hermana pequeña. Después de todo ella era la ada y, más que frustrarla, le avergonzaba no poder hacer nada de lo que se esperaba de la primogénita, que sus padres siguieran luchando en la granja agostada y que sus hermanas siguieran vendiendo pan en el aparcamiento. Pero Tunja nunca se lo propuso. Después de él hubo otros hombres que alabaron su piel de bebé y de vez en cuando le daban una cantidad, pero que no le propusieron matrimonio porque había ido a una escuela de secretariado en lugar de a la universidad. Porque a pesar de la perfección de sus facciones, seguía confundiendo los tiempos verbales en inglés; porque, en esencia, seguía siendo una chica de campo.
Conoció a Obiora un día lluvioso que él entró en la agencia de publicidad, y ella le sonrió desde la recepción y dijo: «Buenos días. ¿Puedo ayudarle en algo, señor?». Y él respondió: «Sí, haga que deje de llover, por favor». Ojos de sirena, la había llamado ese primer día. A diferencia de los demás hombres, no le pidió que fuera con él a una pensión, sino que la invitó a cenar a un restaurante Lagoon bien público y animado donde todo el mundo podría haberlos visto. Le preguntó por su familia. Pidió vino, que a ella le supo amargo, y dijo «Acabará gustándote», y ella se obligó a disfrutar inmediatamente de él. Nkem no se parecía en nada a las esposas de los amigos de él, la clase de mujeres que iban al extranjero y coincidían en Harrods haciendo compras, y ella esperaba conteniendo la respiración a que Obiora se diera cuenta y la dejara. Pero pasaron los meses y él se ocupó de que sus hermanas fueran al colegio, la presentó a sus amigos del club náutico y la sacó de su estudio de Ojota para instalarla en un piso con balcón de Ikeja. Cuando le preguntó si quería casarse con él, ella pensó en lo innecesaria que era la pregunta ya que le habría bastado con que se lo dijera.
Nkem siente ahora un feroz instinto posesivo al imaginarse a la chica en los brazos de Obiora. Cuelga, dice a Amaechi que volverá enseguida y va en coche hasta Walkgreens para comprarse un bote de texturizador. De nuevo en el coche, enciende los faros y se queda mirando la foto de las mujeres de pelo ensortijado del bote.
Nkem observa cómo Amechi corta patatas, cómo las finas pieles caen formando una translúcida espiral marrón.
-Ten cuidado. Estás apurando demasiado -dice.
-Mi madre me frotaba los dedos con las peladuras de ñame si me llevaba demasiado ñame con el cuchillo. Me escocía durante días -responde Amaechi con una risita.
Está cortando las patatas en cuartos. En su país habría utilizado ñames para el potaje de ji akwukwo, pero en las tiendas africanas de aquí casi nunca hay ñames; ñames africanos de verdad, y no las patatas fibrosas que venden como ñames en los supermercados norteamericanos. Ñames de imitación, piensa Nkem, y sonríe. Nunca ha dicho a Amaechi lo parecida que fue su niñez. Puede que su madre no le frotara los dedos con peladuras de ñame, pero entonces apenas había ñames. Comían platos improvisados. Recuerda que su madre recogía hojas de plantas que nadie más comía y hacía sopa con ellas, insistiendo en que eran comestibles. Para Nkem siempre sabían a orina, porque veía a los chicos del barrio orinar en los tallos de esas plantas.
-¿Quiere que ponga espinacas u onugbu seco, señora? -pregunta Amaechi, como siempre que Nkem se sienta con ella mientras cocina-, ¿Utilizo las cebollas rojas o las blancas? ¿El caldo de carne de vaca o de pollo?
-Lo que tú quieras -responde Nkem.
No le pasa por alto la mirada que le lanza Amaechi. Normalmente responde algo concreto. De pronto se pregunta por qué continúan la farsa, a quién quieren engañar; las dos saben que Amaechi sabe mucho más de cocina que ella.
Nkem la observa lavar las espinacas en el fregadero, el vigor de sus hombros, la solidez de sus amplias caderas. Recuerda la niña cohibida e ilusionada de dieciséis años que Obiora trajo a Estados Unidos y que durante meses miró fascinada el lavaplatos. Obiora había contratado a su padre como chófer y le había comprado una moto, y los padres le habían hecho avergonzar, arrodillándose en el suelo y aferrándole las piernas para darle las gracias.
Amaechi está escurriendo las hojas de espinaca cuando Nkem dice:
-Tu oga Obiora tiene una amiga que se ha instalado en la casa de Lagos.
Amaechi deja caer el colador en el fregadero.
-¿Señora?
-Me has oído bien -dice Nkem.
Amaechi y ella hablan del personaje de los Rugrats que mejor imitan los niños, de que el arroz Unele Ben es mejor que el basmati para hacer jollof, de que los niños norteamericanos se dirigen a los mayores como si fueran sus igualas.
Nunca han hablado de Obiora, salvo para decidir qué comerá o cómo lavarán sus camisas cuando está de visita.
-¿Cómo lo sabe, señora? -pregunta Amaechi por fin, volviéndose hacia ella.
-Me ha llamado mi amiga Ijemamaka para decírmelo. Acaba de regresar de Nigeria.
Amaechi mira a Nkem directamente a los ojos, como si la desafiara a retirar las palabras.
-Pero... ¿está segura?
-Estoy segura de que ella no mentiría sobre algo así -responde Nkem, apoyándose en la silla.
Se siente ridicula. Pensar que está anunciando que la amiga de su marido se ha instalado en su casa. Tal vez debería cuestionarlo; debería recordar lo envidiosa que es Ijemamaka y que siempre tiene alguna noticia demoledora que dar. Pero nada de todo eso importa porque sabe que es verdad: hay una desconocida en su casa. Y no le parece apropiado describir como su casa la casa de Lagos, en el barrio de Victoria Gar- den City, donde las mansiones se alzan detrás de las altas verjas. Su casa es esta, la casa marrón de las afueras de Filadelfia, con riego automático que en verano forma perfectos arcos de agua.
-Cuando oga Obiora venga la semana próxima, señora, hablará de ello con él -dice Amaechi con aire resignado, echando un chorro de aceite vegetal en la cazuela-. El pedirá a esa joven que se vaya. No está bien que se instale en su casa.
-¿Y después qué?
-Usted lo perdonará, señora. Los hombres son así.
Nkem observa a Amaechi, la firmeza con que sus pies, enfundados en zapatillas azules, pisan planos el suelo.
-¿Y si te dijera que tiene una amiga? No que se ha mudado con él, sino que solo tiene una amiga.
-No lo sé, señora. -Amaechi le rehuye la mirada. Echa la cebolla troceada al aceite chisporroteante y se aparta.
-Crees que tu oga Obiora siempre ha tenido amigas, ¿verdad?
Amaechi revuelve las cebollas. Nkem ve cómo le tiemblan las manos.
-Ese no es mi sitio, señora.
-No te lo habría dicho si no quisiera hablar de ello contigo, Amaechi.
-Pero, señora, usted también lo sabe.
-¿Lo sé? ¿Qué sé?
-Sabe que oga Obiora tiene amigas. No pregunta, pero en el fondo lo sabe.
Nkem nota en la oreja izquierda un hormigueo desagradable. ¿Qué significa realmente saberlo? ¿Es eso saberlo... negarse a pensar en otras mujeres en concreto? ¿Negarse a considerar siquiera la posibilidad?
            -Oga Obiora es un buen hombre, señora, y la quiere, no la utiliza para jugar al fútbol. -Amaechi aparta la cazuela del fuego y mira a Nkem con fijeza. Su voz se vuelve más suave, casi melosa-. Muchas mujeres la envidian, y tal vez su amiga Ijemamaka también lo hace. Tal vez no es una amiga de verdad. Hay ciertas cosas que no deberían decirse. Hay cosas que es mejor no saber.
Nkem se pasa una mano por su pelo corto y rizado, pringoso del texturizador y perfilador de rizos que se ha aplicado poco antes. Se levanta para lavarse la mano. Quiere darle la razón a Amaechi, hay cosas que es mejor no saber, pero ya no está tan segura. Tal vez no es mala cosa que Ijemamaka me lo haya dicho, piensa. Ya no importa por qué la ha llamado.
-Echa una mirada a las patatas -dice.
Más tarde esa noche, después de acostar a los niños, se dirige al teléfono de la cocina y marca el número de catorce dígitos. Casi nunca llama a Nigeria. Obiora es el que llama, porque su móvil Worldnet tiene una tarifa mejor para el extranjero.
-¿Diga? Buenas noches.
Es una voz masculina. Inculta. Igbo con acento rural.
-Soy la señora de Estados Unidos.
-¡Ah, señora! -La voz cambia, se anima-. Buenas noches, señora.
-¿Con quién hablo?
-Con Uchenna, señora. Soy el nuevo criado.
-¿Desde cuándo?
-Desde hace dos semanas, señora.
-¿Está allí oga Obiora?
-No, señora. No ha vuelto de Abuja.
-¿Hay alguien más?
-¿Cómo dice, señora?
-¿Hay alguien más en la casa?
-Sylvester y María, señora.
Nkem suspira. Sabe que el mayordomo y la cocinera están allí, es medianoche en Nigeria. Pero ¿ha titubeado ese nuevo criado que Obiora ha olvidado mencionar? ¿Está en la casa la chica de pelo rizado? ¿O ha acompañado a Obiora en su viaje de negocios a Abuja?
-¿Hay alguien más? -pregunta de nuevo.
Una pausa.
-¿Señora?
-¿Hay alguien más en la casa aparte de Sylvester y Maria?
-No, señora.
-¿Estás seguro?
Una pausa más larga.
-Sí, señora.
Nkem cuelga rápidamente. En esto me he convertido, piensa. Estoy espiando a mi marido con un criado que no conozco.
-¿Quiere una copita? -ofrece Amaechi, observándola, y Nkem se pregunta si es compasión el brillo líquido que ve en sus ojos.
Esa copita se ha convertido en una tradición entre ellas desde hace ya varios años, desde el día en que Nkem consiguió su tarjeta de residencia. Ese día, después de acostar a los niños, descorchó una botella de champán y sirvió una copa para Amaechi y otra para ella. «¡Por Estados Unidos!», exclamó entre carcajadas demasiado estrepitosas de Amaechi. Ya no tendría que pedir visados para volver a entrar en Listados Unidos ni tendría que soportar preguntas condescendientes en la Embajada estadounidense, (¡rafias a la tarjeta plastificada con foto en la que se le veía enfurruñada. Porque por fin pertenecía de verdad a ese país, un país de curiosidades y crudezas, un país donde podías moverte en coche por la noche sin miedo a que te atracaran a mano armada y donde los restaurantes servían a una persona comida para tres.
Pero echa de menos su casa, sus amigos, la cadencia del igbo y del yoruba, hasta el inglés chapurreado que se habla allí Y cuando la nieve cubre la boca de riego amarilla de la calzada, echa de menos el sol de Lagos que brilla incluso cuando llueve. Ha pensado a veces en volver, pero nunca en serio o de un modo concreto. Dos días a la semana va a pilates con su vecina; hace galletas para las clases de sus hijos, y las suyas siempre son las mejores; cuenta con acceder en coche a los bancos. Estados Unidos ha empezado a gustarle, ha echado sus raíces allí.
-Sí -responde-. Trae el vino que hay en la nevera y dos copas.
Nkem no se ha depilado el vello púbico; no hay una fina línea entre sus piernas cuando va a recoger a Obiora al aeropuerto. En el espejo retrovisor ve a Okey y a Adanna con los cinturones puestos. Hoy están callados, como si notaran la reserva de su madre, la sonrisa que no hay en su cara. Ella solía reír mucho al ir a recoger a Obiora al aeropuerto, lo abrazaba, veía a los niños abrazarlo. El primer día comían fuera, en el Chili’s o en algún otro restaurante donde Obiora veía cómo sus hijos coloreaban las cartas del menú. Obiora les daba sus regalos cuando llegaban a casa y los niños se quedaban levantados hasta tarde jugando con los nuevos juguetes. Y antes de irse a la cama, ella se ponía el nuevo perfume embriagador que él le había comprado y uno de los camisones de encaje que solo llevaba dos meses al año.
El siempre se maravillaba de lo que eran capaces de hacer los niños, lo que les gustaba y lo que no les gustaba, aunque ella ya se lo había contado todo por teléfono. Cuando Okey corría hacia él con una boo-boo, él la besaba, luego se reía de la extraña costumbre norteamericana de besar las heridas. ¿Curaba realmente la saliva?, preguntaba. Cuando algún amigo iba a verlos o telefoneaba, pedía a los niños que saludaran al tío, pero antes tomaba el pelo al amigo diciendo: «Espero que entiendas el gran-gran inglés que hablan; ahora son americanah».
En el aeropuerto, los niños abrazan a Obiora con el mismo abandono de siempre, gritando: «¡Papá!».
Nkem los observa. Pronto dejarán de sentirse atraídos por los juguetes y los viajes de verano, y empezarán a cuestionar a un padre al que ven muy pocas veces al año.
Después de besarla en los labios, Obiora retrocede para mirarla. El no ha cambiado: un hombre corriente, bajo, de tez clara, vestido con una americana de sport cara y una camisa morada.
-¿Cómo estás, cariño? -pregunta-. Te has cortado el pelo.
Nkem se encoge de hombros y sonríe de un modo que da a entender: Haz caso a los niños primero. Adanna está tirando a Obiora de la mano, preguntándole qué les ha traído y si puede abrir su maleta en el coche.
Después de comer, Nkem se sienta en la cama y examina la cabeza de bronce de Ife que Obiora le ha dicho que es en realidad de latón. Es de tamaño natural, con turbante. Es el primer original que ha traído.
-Tendremos que tener mucho cuidado con esta.
-Un original -dice ella sorprendida, recorriendo con una mano las incisiones paralelas de la cara.
-Algunas se remontan al siglo once. -Obiora se sienta a su lado y se quita los zapatos. Su voz suena aguda, emocionada-, Pero esta es del siglo dieciocho. Asombrosa. Vale lo que cuesta, ya lo creo.
-Para decorar el palacio del rey la mayoría están hechas para honrar o rememorar a los reyes. ¿No es perfecta?
-Sí. Estoy segura de que también hicieron atrocidades con ella.
-¿Qué?
-Como las que hacían con las máscaras de Benín. Me dijiste que mataban para llevar cabezas humanas al entierro del rey.
Obiora la mira fijamente.
Ella golpea la cabeza de bronce con una uña.
-¿Crees que esa gente era feliz? -pregunta.
-¿Qué gente?
-La gente que tenía que matar por su rey. Estoy segura de que les habría gustado cambiar las costumbres. No es posible que fueran felices.
Obiora ladea la cabeza mientras la observa.
-Bueno, puede que hace nueve siglos la definición de «feliz» no fuera la misma que ahora.
Ella deja la cabeza de bronce; quiere preguntarle qué significa para él «feliz».
-¿Por qué te has cortado el pelo? -pregunta Obiora.
-¿No te gusta?
-Me encantaba tu pelo largo.
-¿No te gusta el pelo corto?
-¿Por qué te lo has cortado? ¿Es lo último en Estados Unidos? -Se ríe mientras se quita la camisa para ir a la ducha.
Tiene la tripa diferente. Más redonda y madura. Se pregunta cómo pueden soportar las chicas de veinte años ese claro indicio de autoindulgencia de la mediana edad. Trata de recordar a los hombres casados con los que ella salió. ¿Tenían una tripa como la de Obiora? No se acuerda. De pronto no consigue recordar nada, no recuerda adonde ha ido a parar su vida.
-Pensé que te gustaría.
-Todo te sienta bien con tu bonita cara, cariño, pero me gustaba más el pelo largo. Deberías dejártelo crecer. El pelo largo es más elegante para la mujer de un pez gordo.
Hace una mueca al decirlo y se ríe.
Está desnudo; se estira y ella observa cómo sube y baja su barriga. Los primeros años ella se duchaba con él, se arrodillaba y lo tomaba en la boca, excitada por él y por el vaho que los envolvía. Pero las cosas han cambiado. Ella se ha ablandado como la tripa de él, se ha vuelto acomodaticia, conformista. Lo ve entrar en el cuarto de baño.
-¿Se puede apretujar todo un año de matrimonio en dos meses de verano y tres semanas en diciembre? -pregunta-. ¿Se puede comprimir el matrimonio?
Obiora tira de la cadena, abre la puerta.
-¿Qué?
            -Rapuba. Nada.
-Dúchate conmigo.
Ella enciende el televisor y finge que no lo ha oído. Se pregunta si la chica de pelo corto rizado se ducha con él. Por más que lo intenta, no logra visualizar la ducha de la casa de Lagos. Un montón de dorado, pero podría ser el cuarto de baño de un hotel.
-¿Cariño? Dúchate conmigo -insiste Obiora, asomándose por la puerta del cuarto de baño.
Hace un par de años que no se lo pide. Ella empieza a desnudarse.
En la ducha, mientras le enjabona la espalda, dice:
-Hemos de buscar un colegio para Adanna y Okey en Lagos.
No pensaba decírselo, pero parece lo mejor, es lo que siempre ha querido decir.
Obiora se vuelve hacia ella.
-¿Cómo dices?
-Nos mudaremos en cuanto se acabe el curso escolar. Volvemos a Lagos.
Habla despacio, para convencerlo a él pero también a sí misma.
Obiora continúa mirándola, y ella sabe que nunca la ha oído hablar así, nunca la ha visto adoptar una postura firme. Se pregunta vagamente si eso es lo que la atrajo de ella, que lo respetara, que le dejara hablar por los dos.
-Siempre podríamos pasar las vacaciones aquí, juntos -dice. Subraya el «juntos».
-¿Cómo...? ¿Por qué?-pregunta Obiora.
-Quiero saber cuándo hay un nuevo criado en mi casa. Y los niños te necesitan.
-Si eso es lo que quieres... -responde Obiora por fin-. Ya hablaremos.
Ella le da la vuelta con suavidad y sigue enjabonándole la espalda. No hay más que hablar y Nkem lo sabe; está decidido.

FIN


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