LAS APARIENCIAS
ANTONIO MUÑOZ MOLINA 17/02/1990
La mirada es una vida en suspenso, una continua interrogación invisible que se
complace en la superficie de las cosas y quiere ir un poco más allá, más hondo,
al otro lado, donde la luz y la oscuridad se estrelazan en su frontera de
penumbra, donde el saber se mide por fracciones de segundo y fulgores de
adivinación, donde lo que se sabía es desmentido, donde la certidumbre
adquiere un matiz de sospecha y lo desconocido se vuelve instantáneamente
familiar, dejá vu, asombro puro de un recuerdo imprevisto. La mirada es una
vocación y una posible consecuencia de la vida al margen. En alas del deseo, los
severos ángeles de Wim Wenders bajan del cielo inhóspito y plano de Berlín y se
asoman primero a los acantilados de las torres más altas y a las cornisas de los
rascacielos para mirar desde allí las vidas infinitesimales de los hombres, y
luego, sin peligro ni vértigo, se arrojan a las calles y a los túneles de las
autopistas y a los interiores banales de los apartamentos para mirar desde más
cerca y sumergirse en el silencioso caudal donde se confunden las voces secretas
de todas las conciencias y las miradas y rostros que sólo entregan su plenitud
ensimismada a los espejos.Los ángeles de Wim Wenders tienen la misma
mirada que las figuras de los cuadros. Pertenecen, como ellas, a un minuto
inmutable de la eternidad, y nos están mirando desde allí, remotos en el tiempo
y en una región de la naturaleza tan hermética como la que habitan los peces,
pero también están muy cerca, separados de nosotros por una tenue superficie
de lienzo o de cristal transparente. La ciudad, el mundo, la casa donde vivimos,
es una galería de miradas, igual que esas estancias por donde caminamos
mirando las figuras de Velázquez, un bosque de infatigables apariencias y
símbolos, y es una vocación solitaria de conocimiento y viaje la que lo impulsa a
uno a mirar sin descanso y a vivir atrapado en las miradas de otros, a inventar al
que mira sabiendo con de desasosiego que tal vez, al mismo tiempo, está siendo
inventado por él.
Las alas del deseo no se despliegan sobre nuestros hombros, sino en nuestras
pupilas, y nos empuja y alzan hacia esa ventana del quinto piso de un hotel
donde el viento, al levantar los visillos, ha revelado un rostro que mira abstraído
y atento los colores hirientes con que el último sol de la tarde de invierno
mancha los tejados, y nos obligan luego a descender hasta la cristalera de una
cafetería donde una mujer sola mira pensativamente una bebida intacta, y nos
llevan más tarde, sin transición, sin respiro, a mirar una. por una todas las caras
que miran la calle desde el interior de un autobús, y también a caminar por esa
misma calle y alzar los ojos distraídamente para contemplar durante unos
segunclos a los desconocidos que nos miran desde el otro lado del cristal,
mujeres hermosas, mujeres despeinadas o tristes, hombres que usan sombrero
o que se tapan la cara con las manos o que se introducen con paciencia y sigilo
un dedo en la nariz.
Miro para saber, pero la mirada miente y las apariencias engañan, tal vez con
más eficacia que la imaginación y el recuerdo, con más exactitud, pero sigo
mirando porque no conozco otro remedio contra la mentira y también porque si
acepto que he de ser engañado prefiero que me engañen los ojos, los sentidos
que me alían al mundo, el oído, que me trae el rumor de la ciudad y las voces de
los extraños, el olfato, que abre intangibles paraísos en el aire y restablece en la
memoria habitaciones y cuerpos y hasta pasajes de libros, el gusto de un vino o
de unos labios, el tacto de una seda, de una recóndita nuca, justo en el
nacimiento del pelo... Uno cuenta lo que le han contado los sentidos, y hubo un
tiempo en que no supo si únicamente miraba y percibía para contar luego y
agregar su voz al caudal de las voces y su mirada al extraño ajedrez de las
miradas que se cruzan, pero ahora va descubriendo que no es lícito limitarse a
mirar y que tampoco es posible elegir la condición helada de testigo a menos
que se haya elegido previamente la irrealidad y el infierno o ese cielo ártico y
como iluminado por tubos fluorescentes del que huye el ángel de Wim Wenders
cuando decide vivir la vida de los hombres, la bella y sucia y necesaria existencia
real, la que alienta en una figura o en una casa abandonada de Edward Hopper
igual que en la presencia de alguien que bebe a nuestro lado en un bar, la que
hace únicos y veraces a los personajes de un libro y también a los seres que
respiran el mismo aire que nosotros y a los que podemos desear y tocar.
Durante demasiado tiempo uno creyó que el arte, aunque se alimentara de la
vida, era superior a ella, y miró cuadros y frecuentó canciones y libros como un
adicto que exige al opio la felicidad y le agredece los sueños de sus ojos cerrados.
Vivir era presenciar de lejos las vidas de otros y recluirse en pleno día en la
quietud narcótica de una sala de cine y mirar la sombra de uno mismo que
proyectaba la lámpara en su habitación y descubrir, cuando caía la noche,
sombras iguales en las ventanas de la vecindad. Hizo de la claudicación una
especie de heroísmo: algunas veces miró con la expresión turbia y obstinada con
que Johnny Guitar solicitaba una mentira. Sólo ahora, tan tarde, uno va
sabiendo que hay otra manera de mirar misterios evidentes y ocultos en el juego
de las apariencias. Basta de espejos y de sombras, se dice, basta ya de
melancolía y de literatura, de canciones escuchadas para sufrir más dulcemente
y de libros escritos y leídos para inventarse una vida que no supo tener.
Procurará mirar desde ahora las cosas con los ojos tan apasionadamente
abiertos como un pintor de la verdad, como Edward Hopper o Velázquez, con la
serenidad de Vermeer, con el espanto y la rabia, si es preciso, de Francis Bacon,
con la inocencia de un recién llegado, con la temeridad de un espía que se juega
la vida en su indagación. Intentará vivir para contarlo.
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