ANTONIO MUÑOZ MOLINA 08/12/1990
Los cuatro hombres y las cuatro mujeres, altos, anglosajones, saludables,
vestidos con monos de un rojo brillante, avanzan animosamente en fila por una
pasarela en dirección a un extraño edificio de cristal que tiene algo de burbuja y
de cúpula y a la vez de pirámide, y que se levanta solitario y exótico en medio de
un desierto rojizo cuya violenta claridad relumbra contra las superficies
convexas y los ángulos de aluminio como sobre una torre hecha de hielo y de
espejos. Los entallados uniformes, las sonrisas iguales, el parecido un poco
industrial de las ocho figuras le hace a uno acordarse de aquellas rancias
películas de ciencia-ficción que sucedían en un tuturo ya rezagado a espaldas de
nosotros, y en las que los personajes se movían por los pasadizos con blancura
de clínica de las naves espaciales menteniendo la cabeza alta y una expresión de
ensimismado automatismo en los ojos, como entumecidos por el silencio y el
tedio de un inerte viaje a la velocidad de la luz. Pero estas imágenes no
pertenecen a una película de presupuesto humilde y asepsia en blanco y negro,
de menesterosos arácnidos venidos de otros mundos y plantas casi domésticas
aunque devoradoras de hombres; las he visto por casualidad en un noticiarlo de
la televisión, donde he sabido que las cuatro mujeres y los cuatro hombres,
solteros, no exageradamente jóvenes, con esas caras más bien temibles de
cortesía y eficacia que suelen repetirse en los vestíbulos y en los ascensores de
los edificios financieros, han aceptado recluirse durante dos años bajo una
especie de cúpula de metal y de vidrio erigida en mitad del desierto de Arizona y
tan aislada como una campana neumática, pero en cuyo vasto interior se ha
guardado un resumen exhaustivo del mundo mucho más abrumador que el que
reunió en las bodegas de su arca el prolijo Noé en vísperas del Diluvio Universal.
Se trata de un proyecto costeado por un impetuoso multimillonario
norteamericano -sin duda menos aficionado a la ciencia que a la ciencia-ficción,
como los millonarios excéntricos de Julio Verne-, cuyo delirante propósito es ir
preparando la fundación de colonias terrícolas en los planetas de otros sistemas
solares cuando el nuestro se haya vuelto derinitivamente inhabitable.El
vengativo Jehová, que había decidido, según la traducción del Génesis de
Casiodoro de Reina, raer y destruir a todas las criaturas vivientes, "desde el
hombre hasta la bestia y el reptil y hasta el ave de los cielos", porque los
encontraba tan malvados que se arrepentía de haberlos hecho, dio a su
predilecto Noé cuidadosas instrucciones de carpintería y de náutica, y le ordenó
llevar consigo en el arca de cedro no sólo a su mujer, a sus tres hijos y a las
mujeres de sus hijos, sino a una pareja de cada uno de los seres vivos sobre la
Tierra: "Y de todo lo que vive, de toda carne, dos de cada uno meterás en el arca
para que tengan vida contigo, de las aves según su especie y de las bestias según
su especie, de todo reptil de la Tierra según su especie: dos de cada uno entrarán
a ti para que haya vida". En esta arca inmóvil de ahora, varada de antemano no
en la cumbre del Ararat, sino en la llanura estéril de Arizona, no están sólo las
bestias y los reptiles y los pájaros del mundo exterior, algunos de ellos en
variedades enanas producidas por la ingeniería genética; hay también, en
miniatura, selvas y ríos tropicales, lagunas de agua salada en las que se agitan
los peces del mar, desiertos no mayores que un cantero de césped, lagos alpinos
del tamaño de una bañera en cuyas aguas quietas se reflejan Himalayas no más
altos que un hombre, diminutas islas de los mares del sur, tormentas artificiales
de arena y de nieve, acantilados de hielo y riscos de coral, fragmentos de todos
los paisajes, de todos los climas y cultivos y malezas posibles, ordenados en una
copia rigurosa de la creación para proveer de alimentos a los futuros viajeros del
espacio y prevenir en ellos la segura nostalgia del planeta que dejarán atrás a
una distancia de galaxias.
De niños imaginábamos el arca de Noé como una cuadra sofocante y caótica por
la que el santo patriarca, con las sandalias manchadas de estiércol, se abría paso
entre los animales hacinados alumbrándose con una tea de humo tan espeso
como el olor del aire en las zahúrdas donde se criaban los cerdos. Nos
preguntábamos si también había llevado consigo parejas de moscas verdes, de
grillos, de gusanos de seda, de chinches; imaginábamos los rugidos de las fieras
despavoridas en la oscuridad, derribadas sobre el piso de tablones crujientes por
los vaivenes de las aguas. En el arca cuyas escotillas se acaban de cerrar impera
la sosegada luminosidad de un invernadero que albergara, como en algunos
sueños, inagotables variedades de plantas, el reglamentarlo exotismo de un
zoológico finlandés. Ordenadores manejados por los cuatro hombres y las
cuatro mujeres regulan con la inmuciosidad implacable de un código genético el
crecimiento acelerado de cada tallo y cada brizna de hierba, las mareas y las
tormentas mínimas del océano enano, los temporales monzónicos que durante
cinco minutos se abatirán sobre una ciénaga donde dormitan pequenos
caimanes y crecen sucintos bosques de bambú, las heladas y los anocheceres
boreales que suceden en la lejana latitud de unos pasos más allá. Hace unos días
leí que un equipo internacional de científicos estaba a punto de emprender la
confección del catálogo de todas las plantas de la Tierra; no sé qué número
exacto de ellas se * contiene bajo esta cúpula de cristal del desierto, ni si están
todas las especies animales, pero es tentador imaginarse que los hombres y las
mujeres encerrados allí irán sustituyendo gradualmente el mundo fragmentario
y borroso que han dejado atrás por éste en el que desde ahora reinan sin
disputa, abarcable como una casa o un jardín, infinito como ese mapa
conjeturado por Borges que de tan exacto era tenía las mismas dimensiones que
el espacio que representaba.
Jardineros, domadores, senores de la lluvia y del trueno, huéspedes de una
acristalada Liliput que tiene algo de tubo de ensayo, Adanes y Evas
cuadruplicados en un edén donde el único privilegio del que no disponen es el
de dar nombres a los animales, ahora mismo, mientras yo escribo sobre ellos,
deambularán con sus uniformes de funcionarios espaciales por los dominios que
serán suyos durante los próximos dos años como virreyes en su primera gira de
inspección por las colonias de ultramar. Si miran hacia afuera, a través del muro
de cristal, no ven nada ni a nadie, tan sólo la horizontalidad del desierto. Los
rasgos de la gente que han conocido en el exterior irán perdiéndose en la
memoria de cada uno a medida que se afirman los de sus siete compafieros,
igual que ocurre en un viaje organizado. Se han recluido junto a los animales, las
plantas, los climas y los olores de la Tierra, pero también junto a la ternura, el
odio, la soledad, el entusiasmo, el deseo, la extrafieza que germina en el interior
de cada hombre y de cada mujer. Ignoro si se conocían de antes, pero calculo
que su magnánimo y extravagante Jehová no los habrá escogido sin apelar a las
supersticiones de la psicología y del currículo: cuatro hombres y cuatro mujeres
vestidos de uniforme, bajo una cúpula de cristal, como náufragos recién llegados
a una isla, se miran y todavía no saben si fundarán el paraíso o el infierno, o tan
sólo una irrespirable y acogedora oficina. Pero para esa aventura no hacía falta
levantar una catedral climatizada en el desierto: está sucediendo a cada minuto,
en todas partes, en una biblioteca, en un bar, en una habitación de hotel, en una
intensa mirada que contiene de pronto toda una réplica del mundo.
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