Babilonia, aproximadamente 650
antes de Cristo.
Durante el reinado de
Nabucodonosor II, se construyeron, junto al palacio, unas terrazas de piedra
cubiertas de plantas y de flores. Ocupaban una superficie de 19.600 metros
cuadrados y estaban sostenidas por amplias arcadas de 6 metros de largo. Debajo
de las arcadas había escondites especialmente hechos para que el rey y la reina
descansaran en ellos.
Existe otra versión, según la
cual los jardines colgantes ya habían sido edificados cinco siglos antes, bajo
las órdenes de la reina Shammuramat, a quien los griegos daban el nombre de
Semíramis. Ella gobernó el Imperio asirio con firmeza, y llegó a conquistar la
India y Egipto. Se cuenta que puso fin a su vida por el dolor que le produjo
descubrir que su hijo tramaba un plan contra ella.
La conquista de los persas y
un incendio que tuvo lugar en el 125 antes de Cristo redujeron a ruinas la
histórica ciudad de Babilonia, una de las más afamadas de su tiempo.
Hace mucho tiempo, existió una
ciudad llamada Babilonia.
La gobernaban una dama
misteriosa, Amytis, y un rey muy guerrero y astuto, que tenía un nombre
bastante gracioso: Nabucodonosor.
Tanto se amaban Amytis y
Nabucodonosor, que ella inventó para él un lugar donde no se cansaban jamás de
ser felices.
Pero, a veces, demasiada
felicidad también termina trayendo problemas. Y eso fue precisamente lo que le
ocurrió a esta pareja de reyes.…
Amytis había pasado su
infancia en la lejana Persia. Y de todos los recuerdos que tenía de ese
entonces, había uno que le parecía el más maravilloso: cuando abría la ventana
de su cuarto, podía ver un paisaje montañoso y verde, lleno de flores con
formas extrañas y pétalos de diversos colores. Era algo realmente deslumbrante.
Durante toda su niñez, cada vez que se ponía triste o se asustaba, le bastaba
con mirar a través de la ventana para volver a sentirse contenta y segura.
Pero el suelo de Babilonia era
seco y aplastado. Y Amytis sufría porque su esposo jamás había visto un paisaje
como el de Persia. Le molestaba muchísimo no poder llevar a Nabucodonosor a
conocer su patria. Y, un día, tuvo una idea: ya que no había en Babilonia
tierra suficiente para hacer montañas, iba a mandar construir unas terrazas de
piedra, repletas de plantas y de flores, tan variadas como las que crecían en
Persia.
Como los jardines estarían
apoyados sobre terrazas, y no sobre montañas, Amytis decidió ponerles un nombre
original. Se llamarían “los jardines colgantes”.
Nabucodonosor pasaba largas
temporadas fuera de la casa. Tenía la costumbre de salir con su ejército a
conquistar las ciudades de los alrededores. Un día, aprovechando que él no iba
a regresar hasta dentro de dos semanas, Amytis puso en marcha su plan. Organizó
una reunión con los ingenieros del reino y les dio cinco instrucciones para que
construyeran los jardines colgantes.
Las instrucciones decían así:
1) Los jardines tienen que
estar terminados en 15 días.
2) La mejor parte de los
jardines colgantes debe quedar junto a la ventana del rey, para que sea lo
primero que él vea al despertar.
3) Los jardines colgantes no
podrán ocupar menos espacio que 200 cuadras.
4) En cada una de las terrazas
deberá sonar siempre un estilo de música distinto.
5) A las plantas nunca les
faltará el agua.
Aunque parezca increíble, esta
última instrucción era la más difícil. En Babilonia llovía con poca frecuencia;
y los ingenieros tuvieron que romperse la cabeza para inventar un sistema de
riego novedoso: en la más alta de todas las terrazas, colocaron un depósito
desde donde el agua fluiría permanentemente hasta cada rincón de los jardines.
Gracias a eso, las plantas
siempre estarían contentas y llenas de capullos. Darían flores de aromas
exquisitos y frutos curativos con sabores deliciosos.…
La obra se concluyó en el
plazo previsto. La reina estaba feliz y no paraba de pensar en el momento en
que llegaría su esposo.
Mientras lo esperaba, se le
ocurrió que los jardines colgantes, a diferencia de los regalos de cumpleaños o
de aniversario de bodas, debían ser algo que le daría a Nabucodonosor sin que
hubiera un motivo. Quería que fuesen un regalo por puro capricho. Algo que le
regalaba en un día cualquiera, porque sí, para mostrarle que su pasión por él
no obedecía a costumbres ni obligaciones de ningún tipo.
Y el rey finalmente llegó.
Casi se desmaya al encontrar los jardines.
Sus ojos de mirada brava,
todavía llenos de la furia que traía luego de luchar contra los enemigos, se
nublaron como una ventana que se moja con la lluvia. No se daba cuenta de que
eran lágrimas de ternura. Nunca le había pasado algo así: ¡que una cosa linda
lo hiciera llorar! Desconcertado, abrazó a su mujer. Y se dieron el beso más
largo del que se tenga noticia en toda la historia de la Antigüedad.…
Una noche, Nabucodonosor
volvió con el estómago revuelto de tanto ver sangre en el campo de batalla.
Amytis lo llevó de la mano
hasta una de las terrazas y le señaló una flor extraordinaria, que se abría a
la hora en que sale la luna. La reina creía que esa flor era el alma de los
jardines colgantes. Primero, porque su perfume conseguía contagiarle buen humor
a la gente. Y, segundo, porque sus pétalos tenían el poder de cumplir un deseo
de cada persona.
Amytis la llamaba “la flor de
los deseos alegres”.
Nabucodonosor miró la flor y sintió
ganas de bailar. Fueron hasta otra terraza, donde sonaba la música apropiada.
Bailaron un rato y después se sentaron sobre el piso, bebieron vino tinto y se
pusieron a contemplar las estrellas.
Mientras escuchaban el correr
del agua por las acequias, Nabucodonosor le contó a Amytis algunos de sus
sueños. El rey recordaba cada una de las imágenes que soñaba y le encantaba
compartir esos secretos con su mujer.
Pasaron tantas horas así, que
en un momento vieron cómo el sol empezaba a asomarse en el horizonte. ¡Se
habían olvidado de dormir! Y, sin embargo, no estaban cansados para nada. Nunca
se aburrían de estar juntos en los jardines colgantes, porque ahí eran felices:
el tiempo parecía interrumpirse y lo que sucediera en el resto del mundo les
resultaba un asunto irrelevante y lejano.
Caminaron de regreso al
palacio.
El rey se detuvo para mirar de
nuevo la flor de los deseos y advirtió la presencia de un fruto. No se podía
saber si era rojo, violeta o naranja. A cada instante cambiaba de color. Y al
final terminó deteniéndose en un color sin nombre… Nabucodonosor tomó el fruto
y se lo entregó a su mujer. Le pidió que lo llevara con ella y agregó:
-A este color lo llamaremos
“lealtad”.
Entonces Amytis acercó sus
labios a uno de los pétalos de la flor. Y en un tono casi susurrado, le pidió
su deseo.
Quería tener un hijo.…
Nueve meses más tarde,
Babilonia festejaba el nacimiento del príncipe Marduk, quien, con los años, se
convirtió en un muchacho famoso por su belleza.
Sin embargo, aunque era lindísimo,
casi nunca sonreía y daba la impresión de que todo lo que expresaba era falso.
En el fondo de su alma había una furia más ardiente que una llama. Lo que
enojaba a Marduk era tan secreto que ni siquiera él mismo lo comprendía bien:
lo fastidiaba horriblemente que sus padres se divirtieran tanto en los jardines
colgantes.
Cada vez que veía a su mamá y
a su papá paseando, se preguntaba: “¿Para qué me tuvieron, si ya eran tan
felices sin mí?”. No soportaba dormir junto a esas terrazas que su madre había
mandado construir por amor a su padre.
Así fue como, apenas cumplió
quince años, Marduk se presentó ante el principal enemigo de Nabucodonosor y se
ofreció a colaborar con él. Empezaron a tramar un plan para arruinar al rey. Se
reunían a escondidas y pasaban muchas horas conspirando.
Luego de esas reuniones,
Marduk volvía a su casa agotado. Y si su padre llegaba a mirarlo a los ojos,
daba vuelta la cara de inmediato.…
Cuando andaba guerreando lejos
de Babilonia, Nabucodonosor siempre soñaba con los jardines colgantes.
En sus sueños, veía la sonrisa
de Amytis surgiendo en medio de las plantas. O bien descubría a su esposa entre
las flores, con los ojos orientados hacia el cielo, buscando nubes con forma de
animales. Soñar con ella en los jardines era su único descanso y su único
consuelo. Se despertaba sintiendo que él era el hombre con más suerte del
mundo, por tener una esposa que le había regalado aquel lugar. Y eso le daba
energía para seguir combatiendo.
Todo anduvo bien hasta que, un
día, tuvo un sueño verdaderamente feo.
Soñó que los sirvientes
comentaban que Marduk era un traidor.. Despertó transpirado y nervioso. Le
costaba aceptar esa pesadilla. Al igual que casi todos los reyes, pensaba que
sentir miedo era una señal de cobardía.
Pero igual decidió investigar.
Y descubrió que Marduk padecía unos celos terribles. Además, los sirvientes le
advirtieron que el príncipe estaba tramando algo raro.
El rey se puso colorado de
repente. Lo avergonzaba tener que desechar la fe en la conducta de su hijo,
como si fuese un collar falso o un zapato viejo.
Nabucodonosor se hundió en una
honda decepción. Y se dijo: “Antes de que mi máximo enemigo destruya mi honor
con ayuda de mi propio hijo, prefiero morir”.
Salió a las terrazas y empezó
a caminar, dispuesto a encontrar un lugar apartado para quitarse la vida.
Al pasar junto a la flor de
los deseos alegres, la miró de reojo. Se detuvo y pensó en el dolor que
sentiría Amytis si él moría.
Imaginó lo espantoso que sería
que ella encontrara su cadáver en medio de esos jardines que había creado nada
más que para él.
Entonces Nabucodonosor
suspiró, se arrodilló ante la flor y le pidió su deseo en voz baja:
-Que mi hijo pueda aprender a
ser leal.
FIN
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