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7 de marzo de 2024

El Potro {Relatos} * anónimo


 


EN PLENO DÍA, junto a un montón de estiércol plagado de moscas esmeralda, con la cabeza por delante y las patas anteriores tiesas, salió del vientre materno y lo primero que vio sobre él fue la pelota suave y azulenca que se esfumaba de la explosión de un sápanes; el profundo zumbido lanzó su mojado cuerpo a los pies de la madre. El espanto fue la primera sensación que conoció aquí, en la tierra. La fétida granizada de la metralla que repiqueteaba en las tejas que cubrían la cuadra, salpicando ligeramente el suelo, obligó a la madre del potrillo -la yegua alazana de Trufis- a ponerse en pie de un salto y de nuevo, con un breve relincho, a caer con el flanco sudoroso en el montón providencial.

En el silencio sofocante que siguió se oyó más netamente el zumbido de las moscas. El gallo, que a causa del cañoneo no se atrevía a saltar sobre la cerca, batió un par de veces las alas a la sombra de los lampazos y lanzó su canto despreocupado, aunque sordo. De dentro de la casa salía el lloroso carraspeo de un servidor de ametralladora herido. De tarde en tarde dejaba escapar un grito, que alternaba con furiosas imprecaciones. En el jardinillo de la fachada, las abejas bordoneaban sobre el sedoso rojo de las adormideras. En el prado de las afueras de la santitas la ametralladora acababa de consumir la cinta y bajo el acompañamiento de su alegre tableteo, entre el primero y el segundo cañonazos, la yegua alazana lamía amorosamente a su primogénito, el cual, cayendo sobre las hinchadas tetas de la madre, sentía por primera vez la plenitud de la vida y la portentosa dulzura de la caricia materna.

Cuando el segundo proyectil hizo explosión al otro lado de la era, de la casa salió, dando un portazo, Trufi, que se encaminó a la cuadra. Dio la vuelta al montón de estiércol, se protegió con la mano los ojos de los rayos del sol y, al ver el potrillo que, temblando de tensión, mamaba en las tetas de su propia yegua alazana, buscó distraído en los bolsillos; sus dedos, estremecidos, encontraron la bolsa del tabaco. Y sólo al ensalivar el pitillo recobró el uso de la palabra:

-Ya-a-a… ¿Quiere decirse que has parido? ¡ El momento no podía ser mejor! -En la última frase había un amargo resentimiento.

En los flancos de la yegua, ásperos después de secado el sudor, se habían pegado hierbas y trozos de estiércol. Estaba flaca hasta la inconveniencia, pero sus ojos irradiaban una alegría orgullosa entremezclada de cansancio, y su morro superior, aterciopelado, parecía contraerse en una sonrisa. Así, por lo menos, se le figuró a Trufi. Cuando hubo llevado la yegua a la cuadra y el animal resopló, sacudiendo el morral repleto de grano, Trufi se recostó en el marco de la puerta y, mirando hostilmente al potrillo, preguntó con voz sorda:

-¿Se acabó la diversión?

Sin aguardar respuesta, prosiguió:

-Si al menos lo hubieses tenido con el potro de Ignito. Pero el diablo sabe de quién será… ¿Y qué voy a hacer con él?

En la penumbra silenciosa de la cuadra, el grano resonaba al ser triturado. En la rendija de la puerta el rayo de sol, que bajaba oblicuo, limaba un polvo de oro. La luz caía sobre la mejilla izquierda de Trufi, su bigote rojizo y las cerdas de su barba se teñían de escarlata; las comisuras de sus labios formaban unos surcos oscuros y curvos. El potrillo se mantenía de pie con sus patas finas y peludas, como un caballito de madera.

-¿Habrá que matarlo? -El dedo de Trufi, gordo y ennegrecido por el tabaco, se dobló en dirección al potrillo.

La yegua volvió el globo del ojo, sanguinolento, batió el párpado y miró burlonamente a su amo.

En el cuarto donde se alojaba el jefe del escuadrón, aquella tarde tuvo lugar la conversación siguiente:

-Me di cuenta de que mi yegua estaba preñada, no podía pasar del trote. Del galope no hay que hablar, el cansancio la mataba. Resultó que había quedado preñada.., Por mucho que la había vigilado… El potrillo es bayo… Esto es lo que hay -explicaba Trufi.

El jefe del escuadrón apretó la jarra de cobre con el té; la apretaba como la empuñadura del sable ante una carga, y con ojos de sueño miraba la lámpara. Sobre la luz amarillenta revoloteaban unas mariposas peludas. Caían por la abertura, chocaban contra el cristal y otras venían a sustituirlas…

-…es lo mismo. Bayo o negro, es lo mismo. Habrá que pegarle un tiro. Con ese potrillo pareceríamos una tribu de gitanos.

-¿Qué? Es lo que yo decía, una tribu de gitanos. ¿Y si se presenta el comandante jefe? Si viene a pasar revista al regimiento y el potrillo se planta delante de la formación y empieza a menear la cola… ¿Qué resultaría? Una vergüenza, un baldón para todo el Ejército Rojo. Ni siquiera comprendo, Fein, cómo has podido consentirlo. En plena guerra civil y tú nos vienes con una indisciplina semejante… Debería darte vergüenza. Los que guardan los caballos, tienen la orden severa de mantener los potros aparte.

A la mañana siguiente, Trufi salió de la casa con el fusil. El sol no había apuntado aún. El rocío adquiría en la hierba un tinte rosáceo. La pradera, pisoteada por las botas de la infantería y cortada por las trincheras, recordaba el rostro de una muchacha embargada en su dolor. Los rancheros estaban ocupados junto a la cocina de campaña. En el portal se hallaba sentado el jefe del escuadrón. Su camiseta estaba medio podrida de pasados sudores. Sus dedos, familiarizados con el frío excitante de la culata del revólver, recordaban torpemente algo querido y olvidado: las asas de una olla para guardar pastelillos. Trufi, al pasar de largo, se interesó:

--¿Estás tejiendo una esterilla?

El jefe del escuadrón, con un fino junco en la mano, dejó escapar entre dientes:

-La mujer, la dueña de la casa que se ha empeñado… En tiempos las hacía muy bien, pero ahora no, no me sale. -Qué va… está bien hecha -le alabó Trufi.

El jefe del escuadrón aplastó con la rodilla los salientes de los juncos y preguntó:

-¿Vas a matar al potrillo?

Trufi, en silencio, hizo un gesto y siguió hacia la cuadra.

El jefe del escuadrón, con la cabeza baja, esperaba el disparo. Pasó un minuto, otro, y el disparo no se producía. Trufi volvió del otro lado de la cuadra. Parecía turbado.

-¿Qué ocurre?

-Se ha debido de estropear el percutor. No hiere el pistón. -A ver, dame el fusil.

Trufi se lo entregó sin ganas. El jefe del escuadrón tiró del cerrojo y arrugó los párpados.

-Pero ¡ si aquí no hay cartucho!…

-¡ No puede ser!… -exclamó, acalorado, Trufi.

-Te digo que no lo hay.

-Lo he sacado allí… detrás de la cuadra…

El jefe del escuadrón dejó a un lado el fusil y durante un buen rato estuvo dando vueltas a la esterilla recién terminada. El junco verde olía a miel y estaba aún pegajoso. A la nariz le venían aromas de sauce en flor, de tierra labrada, de un trabajo olvidado en el incendio implacable de la guerra…

-¡ Escucha!… Al diablo con él! Que se quede con la madre. Provisionalmente y todo eso. Cuando la guerra termine, aún habrá que labrar… Y el comandante jefe, llegado un caso, comprenderá la situación, porque el animal tiene que mamar… También el comandante jefe chupó el biberón, como cada hijo de vecino. ¡ Ésa es la costumbre y se acabó! En cuanto al percutor de tu fusil, está en buenas condiciones.

Un mes más tarde, el escuadrón de Trufi entró en combate con una sotnia cosaca en las inmediaciones de la santitas . El tiroteo empezó a la caída de la tarde. Cuando se lanzaron al ataque, anochecía. A medio camino, Trufi se quedó muy rezagado de su sección: Ni la fusta ni el bocado que le desgarraba los belfos podían hacer que la yegua pasase al galope. Con la cabeza enhiesta, entre roncos relinchos, se negó a avanzar hasta que el potrillo, con la cola flotante, la hubo alcanzado. Trufi echó pie a tierra, enfundó el sable y con el rostro desfigurado por la cólera, echó mano al fusil. El flanco derecho había entrado en contacto con los blancos. Junto a un barranco, como llevada por el viento, la masa humana iba de un lado a otro. Los sables eran manejados en silencio. Trufi miró durante un segundo hacia allí y apuntó a la bien esculpida cabeza del potrillo. Fuera porque su mano tembló en las prisas o por cualquier otra causa, el caso es que después del disparo el potrillo coceó estúpidamente, emitió un fino relincho y, levantando con los cascos pelotas grises de polvo, describió un círculo y se detuvo a lo lejos. El cargador que Trufi vació contra el diablillo no era de cartuchos ordinarios, sino antitanques -con unas franjas rojas de cobre-, y convencido de que estas balas -las primeras que había cogido de la bolsa de costado- no causarían daño alguno al retoño de la yegua alazana, saltó sobre ésta y, entre terribles blasfemias, se dirigió al trote hacia el lugar donde unos cosacos barbudos de piel bronceada, pertenecientes a los creyentes del rito antiguo, hacían retroceder hacia el barranco al jefe del escuadrón y a tres soldados rojos.

Aquella noche el escuadrón pernoctó en la estepa, junto a una cortada poco profunda. Se fumaba poco. Los caballos permanecían sin desensillar. Al volver del Don, la patrulla de reconocimiento informó que en el prado se habían concentrado grandes fuerzas enemigas.

Trufi, con los pies descalzos envueltos en los faldones de su chubasquero, permanecía acostado, evocando a través del duermevela los acontecimientos del día que acababa de transcurrir. Veía ante sus ojos al jefe del escuadrón, que saltaba el barranco; un creyente del rito antiguo, mellado, que cruzaba el sable con el comisario político; un cosaco joven y musculoso abatido a sablazos; una silla de montar bañada en sangre negra, el potrillo…

Poco antes del amanecer, el jefe del escuadrón se acercó a Trufi y se sentó a su lado.

-¿Duermes, Trufi?

-A medias.

El jefe del escuadrón dijo, contemplando las estrellas, que se iban extinguiendo:

-¡ Debes matar a tu potro! Provoca el pánico durante el combate… Lo miro, y me tiembla la mano.., soy incapaz de descargar un sablazo. Y todo eso a causa de su aspecto de animal doméstico, cuando en la guerra eso es algo de que debemos prescindir… El corazón, que era de piedra, se convierte en un estropajo… El maldito se nos metía durante la carga por entre las piernas, y por no aplastarlo… -Hizo una pausa y en su cara se dibujó una sonrisa soñadora, aunque Trofim no vio esa sonrisa-. ¿Comprendes? Esa cola… La pone tiesa como un zorro… ¡ Es una cola espléndida!…

Trufi permaneció en silencio. Se tapó la cabeza con el capote y, estremeciéndose al sentir la humedad del rocío, se quedó dormido con asombrosa rapidez.

Frente al viejo monasterio, el Don, apretado a la montaña, corre desenfrenadamente. El agua forma remolinos en la curva y las ondas verdosas coronadas de blanco arremeten contra los bloques de creta caídos al lecho en un desprendimiento de primavera.

Si los cosacos no mantuviesen en sus manos los lugares donde la corriente es más débil y el Don fluye más ancho y pacífico, y si desde allí no hubiesen empezado a cañonear las faldas de la montaña, el jefe del escuadrón nunca se habría decidido a hacer pasar su fuerza a nado frente al monasterio.

El cruce empezó al mediodía. Una barcaza de regular tamaño cargó con uno de los carricoches provistos de ametralladora, con los servidores y los tres caballos del tiro. El caballo de la izquierda, que no había visto nunca el agua, se asustó cuando, en medio del río, la barcaza dio una vuelta brusca contra la corriente y se inclinó ligeramente de costado. Al pie del monte, donde los hombres del escuadrón habían echado pie a tierra y desensillaban sus monturas, se oyó perfectamente el relincho de la bestia alarmada y el ruido de las herraduras al golpear contra las tablas.

-¡ Van a perder la barca! -gruñó Trufi, arrugando el entrecejo, y no tuvo tiempo de pasar la mano por el lomo sudoroso de su yegua: en la barcaza, el caballo resopló salvajemente y se encabritó, retrocediendo hacia el timón del carro.

-¡ Pegadle un tiro!… -rugió el jefe del escuadrón, retorciendo la fusta entre sus manos.

Trufi vio que el tirador se colgaba del cuello del caballo y le metía el cañón del revólver por una oreja. El disparo sonó como un petardo de juguete, los otros dos caballos se arrimaron aún más uno contra otro. Los servidores de la ametralladora, temerosos por la suerte de la barcaza, apretaron la bestia muerta a la parte posterior del carricoche. Las patas delanteras del animal se doblaron lentamente, su cabeza quedó colgando…

Diez minutos después el jefe del escuadrón, al frente de sus hombres, dejaba la lengua de arena y obligaba a su potro bayo a entrar en el agua, seguido entre grandes chapoteos por el escuadrón entero: ciento ocho jinetes medio desnudos y otros tantos caballos de distintos pelajes. Las sillas eran transportadas en tres botes, uno de los cuales estaba gobernado por Trufi, que había dejado su yegua a cargo del jefe de sección Enchiparen.

Desde el centro del río, Trufi vio cómo los primeros caballos se metían hasta la rodilla y bebían agua sin gana. Los hombres los excitaban a media voz. Un minuto más tarde, a veinte brazas de la orilla, sobre la superficie quedaron las espesas manchas negras de las cabezas de caballo, entre un discorde coro de resoplidos. Junto a los animales, agarrándose de la crin y con la ropa y la bolsa de costado atadas al fusil, nadaban los soldados rojos.

Dejando el remo en el fondo de la barca, Trufi se puso en pie y, medio cegado por el sol, buscó ávidamente entre la masa de cabezas la alazana de su yegua. El escuadrón parecía una bandada de gansos salvajes dispersos en el cielo por los disparos de los cazadores: por delante, sacando fuera el lomo reluciente, nadaba el potro bayo del jefe; junto a su misma cola se distinguían las dos manchas de plata del caballo que en otro tiempo había pertenecido al comisario político. Luego venía una masa oscura y por último, rezagándose cada vez más, se divisaba la cabeza peluda del jefe de sección Nochebueno, a la izquierda del cual sobresalían las puntiagudas orejas de la yegua de Trufi. Aguzando la vista, éste vio también al potrillo. Avanzaba a empujones, ya casi saliendo del agua, ya hundiéndose hasta que apenas si dejaba fuera el morro.

En aquel momento, el viento que soplaba sobre el Don llevó hasta Trufi la llamada, fina como un hilo de telaraña…

El grito sobre el agua era sonoro y afilado como el aguijón del sable. Trufi sintió que se le clavaba en el corazón, y algo inusitado ocurrió a aquel hombre: llevaba cinco años de guerra, había perdido la cuenta de las veces que la muerte le había mirado a los ojos sin que él palideciese bajo las cerdas rojizas de la barba. Pues bien, ahora se quedó lívido, de un azul ceniza, y empuñando el timón dirigió la barca contra la corriente hacia el remolino donde el potrillo se debatía agotadas ya las fuerzas, mientras que a diez brazas de él Nochebueno se esforzaba inútilmente en hacer volver a la yegua, que se acercaba al remolino con un ronco jadeo. Sisada Efrén, amigo de Trufi, que estaba en la barca sentado sobre el montón de sillas, le gritó severo:

-¡ No hagas estupideces! ¡ Ve hacia la orilla! ¡ Mira dónde están los cosacos!…

-¡ Te voy a matar! -atronó Trufi, y echó mano a la correa del fusil.

La corriente había arrastrado el potrillo lejos del lugar donde el escuadrón efectuaba el paso. Un pequeño remolino le hacía girar lentamente, lamiéndolo con las ondas verdes coronadas de blanco. Trufi manejaba el remo con todas sus fuerzas, la barca se movía a saltos. En la orilla derecha, los cosacos aparecieron a la salida de un barranca. Tableteó el ronco ladrido de la ametralladora máxima. Las balas crepitaron sobre el agua. Un oficial de guerrera de lienzo desgarrada gritó algo, empuñando el revólver.

El potrillo relinchaba cada vez menos. Su grito, breve y penetrante, era cada vez más sordo y fino. Y este grito era de un horrible parecido al grito de un niño.

Nochebueno, que había soltado la yegua, llegó sin esfuerzo a la margen izquierda. Trufi, tembloroso, tomó el fusil y disparó, apuntando por debajo de la cabeza que el remolino trataba de engullir. Se quitó las botas y con un sordo mugido, extendiendo los brazos, se lanzó al agua.

En la orilla derecha, el oficial atronó:

-¡ Alto el fuego!…

Al cabo de cinco minutos, Trufi estaba junto al potrillo. Con la mano izquierda lo sujetó por el vientre, ya frío, y tragando agua, con un hipo convulsivo, se dirigió hacia la orilla… De la parte derecha no llegó ni un solo disparo.

El cielo, el bosque, la arena: todo era de un verde claro, fantasmagórico… Un último esfuerzo, sobrehumano, y los pies de Fein tocaron el fondo. Arrastró hasta la arena el cuerpo viscoso del potrillo, vomitó, sollozando, un agua verdosa, pasó las manos por la arena… En el bosque zumbaban las voces de los hombres del escuadrón, al otro lado de la lengua de tierra retumbaban los cañonazos. La yegua alazana estaba junto a Trufi, sacudiéndose el agua y lamiendo al potrillo. De su cola caía, empapándose en la arena, un chorrito de agua iridiscente…

Tambaleándose, Trufi se puso en pie, avanzó dos pasos y, dando un salto, cayó de costado. Algo como un pinchazo ardiente le había atravesado el pecho. Al caer oyó el estampido del disparo. Fue un solo disparo que habían hecho contra él desde la orilla derecha. En aquella parte, el oficial de la guerrera de lienzo desgarrada dio un tirón indiferente del cerrojo de la carabina, haciendo saltar la vaina humeante. En la arena, a dos pasos del potrillo, se retorcía Trufi y sus labios, duros y azulados, que llevaban cinco años sin haber dado un beso a sus hijos, sonrieron y se cubrieron de espuma sanguinolenta.

 

FIN

 

*1926 Reeditado por Paya Frank @ Blogger

* Encontrado en la Hemeroteca de la Biblioteca Publica

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