EN PLENO DÍA, junto a un montón de estiércol plagado de
moscas esmeralda, con la cabeza por delante y las patas anteriores tiesas,
salió del vientre materno y lo primero que vio sobre él fue la pelota suave y
azulenca que se esfumaba de la explosión de un sápanes; el profundo zumbido
lanzó su mojado cuerpo a los pies de la madre. El espanto fue la primera
sensación que conoció aquí, en la tierra. La fétida granizada de la metralla
que repiqueteaba en las tejas que cubrían la cuadra, salpicando ligeramente el
suelo, obligó a la madre del potrillo -la yegua alazana de Trufis- a ponerse en
pie de un salto y de nuevo, con un breve relincho, a caer con el flanco
sudoroso en el montón providencial.
En el silencio sofocante que siguió se oyó más netamente el
zumbido de las moscas. El gallo, que a causa del cañoneo no se atrevía a saltar
sobre la cerca, batió un par de veces las alas a la sombra de los lampazos y
lanzó su canto despreocupado, aunque sordo. De dentro de la casa salía el
lloroso carraspeo de un servidor de ametralladora herido. De tarde en tarde
dejaba escapar un grito, que alternaba con furiosas imprecaciones. En el
jardinillo de la fachada, las abejas bordoneaban sobre el sedoso rojo de las
adormideras. En el prado de las afueras de la santitas la ametralladora acababa
de consumir la cinta y bajo el acompañamiento de su alegre tableteo, entre el
primero y el segundo cañonazos, la yegua alazana lamía amorosamente a su
primogénito, el cual, cayendo sobre las hinchadas tetas de la madre, sentía por
primera vez la plenitud de la vida y la portentosa dulzura de la caricia
materna.
Cuando el segundo proyectil hizo explosión al otro lado de
la era, de la casa salió, dando un portazo, Trufi, que se encaminó a la
cuadra. Dio la vuelta al montón de estiércol, se protegió con la mano los ojos
de los rayos del sol y, al ver el potrillo que, temblando de tensión, mamaba en
las tetas de su propia yegua alazana, buscó distraído en los bolsillos; sus
dedos, estremecidos, encontraron la bolsa del tabaco. Y sólo al ensalivar el
pitillo recobró el uso de la palabra:
-Ya-a-a… ¿Quiere decirse que has parido? ¡ El momento no
podía ser mejor! -En la última frase había un amargo resentimiento.
En los flancos de la yegua, ásperos después de secado el
sudor, se habían pegado hierbas y trozos de estiércol. Estaba flaca hasta la
inconveniencia, pero sus ojos irradiaban una alegría orgullosa entremezclada de
cansancio, y su morro superior, aterciopelado, parecía contraerse en una
sonrisa. Así, por lo menos, se le figuró a Trufi. Cuando hubo llevado la yegua
a la cuadra y el animal resopló, sacudiendo el morral repleto de grano, Trufi se recostó en el marco de la puerta y, mirando hostilmente al potrillo,
preguntó con voz sorda:
-¿Se acabó la diversión?
Sin aguardar respuesta, prosiguió:
-Si al menos lo hubieses tenido con el potro de Ignito. Pero
el diablo sabe de quién será… ¿Y qué voy a hacer con él?
En la penumbra silenciosa de la cuadra, el grano resonaba al
ser triturado. En la rendija de la puerta el rayo de sol, que bajaba oblicuo,
limaba un polvo de oro. La luz caía sobre la mejilla izquierda de Trufi, su
bigote rojizo y las cerdas de su barba se teñían de escarlata; las comisuras de
sus labios formaban unos surcos oscuros y curvos. El potrillo se mantenía de
pie con sus patas finas y peludas, como un caballito de madera.
-¿Habrá que matarlo? -El dedo de Trufi, gordo y ennegrecido
por el tabaco, se dobló en dirección al potrillo.
La yegua volvió el globo del ojo, sanguinolento, batió el
párpado y miró burlonamente a su amo.
En el cuarto donde se alojaba el jefe del escuadrón, aquella
tarde tuvo lugar la conversación siguiente:
-Me di cuenta de que mi yegua estaba preñada, no podía pasar
del trote. Del galope no hay que hablar, el cansancio la mataba. Resultó que
había quedado preñada.., Por mucho que la había vigilado… El potrillo es bayo…
Esto es lo que hay -explicaba Trufi.
El jefe del escuadrón apretó la jarra de cobre con el té; la
apretaba como la empuñadura del sable ante una carga, y con ojos de sueño
miraba la lámpara. Sobre la luz amarillenta revoloteaban unas mariposas
peludas. Caían por la abertura, chocaban contra el cristal y otras venían a
sustituirlas…
-…es lo mismo. Bayo o negro, es lo mismo. Habrá que pegarle
un tiro. Con ese potrillo pareceríamos una tribu de gitanos.
-¿Qué? Es lo que yo decía, una tribu de gitanos. ¿Y si se
presenta el comandante jefe? Si viene a pasar revista al regimiento y el
potrillo se planta delante de la formación y empieza a menear la cola… ¿Qué
resultaría? Una vergüenza, un baldón para todo el Ejército Rojo. Ni siquiera
comprendo, Fein, cómo has podido consentirlo. En plena guerra civil y tú nos
vienes con una indisciplina semejante… Debería darte vergüenza. Los que guardan
los caballos, tienen la orden severa de mantener los potros aparte.
A la mañana siguiente, Trufi salió de la casa con el fusil.
El sol no había apuntado aún. El rocío adquiría en la hierba un tinte rosáceo.
La pradera, pisoteada por las botas de la infantería y cortada por las
trincheras, recordaba el rostro de una muchacha embargada en su dolor. Los
rancheros estaban ocupados junto a la cocina de campaña. En el portal se
hallaba sentado el jefe del escuadrón. Su camiseta estaba medio podrida de
pasados sudores. Sus dedos, familiarizados con el frío excitante de la culata del
revólver, recordaban torpemente algo querido y olvidado: las asas de una olla
para guardar pastelillos. Trufi, al pasar de largo, se interesó:
--¿Estás tejiendo una esterilla?
El jefe del escuadrón, con un fino junco en la mano, dejó
escapar entre dientes:
-La mujer, la dueña de la casa que se ha empeñado… En
tiempos las hacía muy bien, pero ahora no, no me sale. -Qué va… está bien hecha
-le alabó Trufi.
El jefe del escuadrón aplastó con la rodilla los salientes
de los juncos y preguntó:
-¿Vas a matar al potrillo?
Trufi, en silencio, hizo un gesto y siguió hacia la cuadra.
El jefe del escuadrón, con la cabeza baja, esperaba el
disparo. Pasó un minuto, otro, y el disparo no se producía. Trufi volvió del
otro lado de la cuadra. Parecía turbado.
-¿Qué ocurre?
-Se ha debido de estropear el percutor. No hiere el pistón.
-A ver, dame el fusil.
Trufi se lo entregó sin ganas. El jefe del escuadrón tiró
del cerrojo y arrugó los párpados.
-Pero ¡ si aquí no hay cartucho!…
-¡ No puede ser!… -exclamó, acalorado, Trufi.
-Te digo que no lo hay.
-Lo he sacado allí… detrás de la cuadra…
El jefe del escuadrón dejó a un lado el fusil y durante un
buen rato estuvo dando vueltas a la esterilla recién terminada. El junco verde
olía a miel y estaba aún pegajoso. A la nariz le venían aromas de sauce en
flor, de tierra labrada, de un trabajo olvidado en el incendio implacable de la
guerra…
-¡ Escucha!… Al diablo con él! Que se quede con la madre.
Provisionalmente y todo eso. Cuando la guerra termine, aún habrá que labrar… Y
el comandante jefe, llegado un caso, comprenderá la situación, porque el animal
tiene que mamar… También el comandante jefe chupó el biberón, como cada hijo de
vecino. ¡ Ésa es la costumbre y se acabó! En cuanto al percutor de tu fusil,
está en buenas condiciones.
Un mes más tarde, el escuadrón de Trufi entró en combate
con una sotnia cosaca en las inmediaciones de la santitas . El
tiroteo empezó a la caída de la tarde. Cuando se lanzaron al ataque, anochecía.
A medio camino, Trufi se quedó muy rezagado de su sección: Ni la fusta ni el
bocado que le desgarraba los belfos podían hacer que la yegua pasase al galope.
Con la cabeza enhiesta, entre roncos relinchos, se negó a avanzar hasta que el
potrillo, con la cola flotante, la hubo alcanzado. Trufi echó pie a tierra,
enfundó el sable y con el rostro desfigurado por la cólera, echó mano al fusil.
El flanco derecho había entrado en contacto con los blancos. Junto a un
barranco, como llevada por el viento, la masa humana iba de un lado a otro. Los
sables eran manejados en silencio. Trufi miró durante un segundo hacia allí y
apuntó a la bien esculpida cabeza del potrillo. Fuera porque su mano tembló en
las prisas o por cualquier otra causa, el caso es que después del disparo el
potrillo coceó estúpidamente, emitió un fino relincho y, levantando con los
cascos pelotas grises de polvo, describió un círculo y se detuvo a lo lejos. El
cargador que Trufi vació contra el diablillo no era de cartuchos ordinarios,
sino antitanques -con unas franjas rojas de cobre-, y convencido de que estas
balas -las primeras que había cogido de la bolsa de costado- no causarían daño
alguno al retoño de la yegua alazana, saltó sobre ésta y, entre terribles
blasfemias, se dirigió al trote hacia el lugar donde unos cosacos barbudos de
piel bronceada, pertenecientes a los creyentes del rito antiguo, hacían
retroceder hacia el barranco al jefe del escuadrón y a tres soldados rojos.
Aquella noche el escuadrón pernoctó en la estepa, junto a
una cortada poco profunda. Se fumaba poco. Los caballos permanecían sin
desensillar. Al volver del Don, la patrulla de reconocimiento informó que en el
prado se habían concentrado grandes fuerzas enemigas.
Trufi, con los pies descalzos envueltos en los faldones de
su chubasquero, permanecía acostado, evocando a través del duermevela los
acontecimientos del día que acababa de transcurrir. Veía ante sus ojos al jefe
del escuadrón, que saltaba el barranco; un creyente del rito antiguo, mellado,
que cruzaba el sable con el comisario político; un cosaco joven y musculoso
abatido a sablazos; una silla de montar bañada en sangre negra, el potrillo…
Poco antes del amanecer, el jefe del escuadrón se acercó a Trufi y se sentó a su lado.
-¿Duermes, Trufi?
-A medias.
El jefe del escuadrón dijo, contemplando las estrellas, que
se iban extinguiendo:
-¡ Debes matar a tu potro! Provoca el pánico durante el
combate… Lo miro, y me tiembla la mano.., soy incapaz de descargar un sablazo.
Y todo eso a causa de su aspecto de animal doméstico, cuando en la guerra eso
es algo de que debemos prescindir… El corazón, que era de piedra, se convierte
en un estropajo… El maldito se nos metía durante la carga por entre las
piernas, y por no aplastarlo… -Hizo una pausa y en su cara se dibujó una
sonrisa soñadora, aunque Trofim no vio esa sonrisa-. ¿Comprendes? Esa cola… La
pone tiesa como un zorro… ¡ Es una cola espléndida!…
Trufi permaneció en silencio. Se tapó la cabeza con el
capote y, estremeciéndose al sentir la humedad del rocío, se quedó dormido con
asombrosa rapidez.
Frente al viejo monasterio, el Don, apretado a la montaña,
corre desenfrenadamente. El agua forma remolinos en la curva y las ondas
verdosas coronadas de blanco arremeten contra los bloques de creta caídos al
lecho en un desprendimiento de primavera.
Si los cosacos no mantuviesen en sus manos los lugares donde
la corriente es más débil y el Don fluye más ancho y pacífico, y si desde allí
no hubiesen empezado a cañonear las faldas de la montaña, el jefe del escuadrón
nunca se habría decidido a hacer pasar su fuerza a nado frente al monasterio.
El cruce empezó al mediodía. Una barcaza de regular tamaño
cargó con uno de los carricoches provistos de ametralladora, con los servidores
y los tres caballos del tiro. El caballo de la izquierda, que no había visto
nunca el agua, se asustó cuando, en medio del río, la barcaza dio una vuelta
brusca contra la corriente y se inclinó ligeramente de costado. Al pie del
monte, donde los hombres del escuadrón habían echado pie a tierra y
desensillaban sus monturas, se oyó perfectamente el relincho de la bestia alarmada
y el ruido de las herraduras al golpear contra las tablas.
-¡ Van a perder la barca! -gruñó Trufi, arrugando el
entrecejo, y no tuvo tiempo de pasar la mano por el lomo sudoroso de su yegua:
en la barcaza, el caballo resopló salvajemente y se encabritó, retrocediendo
hacia el timón del carro.
-¡ Pegadle un tiro!… -rugió el jefe del escuadrón,
retorciendo la fusta entre sus manos.
Trufi vio que el tirador se colgaba del cuello del caballo
y le metía el cañón del revólver por una oreja. El disparo sonó como un petardo
de juguete, los otros dos caballos se arrimaron aún más uno contra otro. Los
servidores de la ametralladora, temerosos por la suerte de la barcaza,
apretaron la bestia muerta a la parte posterior del carricoche. Las patas
delanteras del animal se doblaron lentamente, su cabeza quedó colgando…
Diez minutos después el jefe del escuadrón, al frente de sus
hombres, dejaba la lengua de arena y obligaba a su potro bayo a entrar en el
agua, seguido entre grandes chapoteos por el escuadrón entero: ciento ocho
jinetes medio desnudos y otros tantos caballos de distintos pelajes. Las sillas
eran transportadas en tres botes, uno de los cuales estaba gobernado por Trufi, que había dejado su yegua a cargo del jefe de sección Enchiparen.
Desde el centro del río, Trufi vio cómo los primeros
caballos se metían hasta la rodilla y bebían agua sin gana. Los hombres los
excitaban a media voz. Un minuto más tarde, a veinte brazas de la orilla, sobre
la superficie quedaron las espesas manchas negras de las cabezas de caballo,
entre un discorde coro de resoplidos. Junto a los animales, agarrándose de la
crin y con la ropa y la bolsa de costado atadas al fusil, nadaban los soldados
rojos.
Dejando el remo en el fondo de la barca, Trufi se puso en
pie y, medio cegado por el sol, buscó ávidamente entre la masa de cabezas la
alazana de su yegua. El escuadrón parecía una bandada de gansos salvajes
dispersos en el cielo por los disparos de los cazadores: por delante, sacando
fuera el lomo reluciente, nadaba el potro bayo del jefe; junto a su misma cola
se distinguían las dos manchas de plata del caballo que en otro tiempo había
pertenecido al comisario político. Luego venía una masa oscura y por último,
rezagándose cada vez más, se divisaba la cabeza peluda del jefe de sección Nochebueno, a la izquierda del cual sobresalían las puntiagudas orejas de la
yegua de Trufi. Aguzando la vista, éste vio también al potrillo. Avanzaba a
empujones, ya casi saliendo del agua, ya hundiéndose hasta que apenas si dejaba
fuera el morro.
En aquel momento, el viento que soplaba sobre el Don llevó
hasta Trufi la llamada, fina como un hilo de telaraña…
El grito sobre el agua era sonoro y afilado como el aguijón
del sable. Trufi sintió que se le clavaba en el corazón, y algo inusitado
ocurrió a aquel hombre: llevaba cinco años de guerra, había perdido la cuenta
de las veces que la muerte le había mirado a los ojos sin que él palideciese
bajo las cerdas rojizas de la barba. Pues bien, ahora se quedó lívido, de un
azul ceniza, y empuñando el timón dirigió la barca contra la corriente hacia el
remolino donde el potrillo se debatía agotadas ya las fuerzas, mientras que a
diez brazas de él Nochebueno se esforzaba inútilmente en hacer volver a la
yegua, que se acercaba al remolino con un ronco jadeo. Sisada Efrén, amigo
de Trufi, que estaba en la barca sentado sobre el montón de sillas, le gritó
severo:
-¡ No hagas estupideces! ¡ Ve hacia la orilla! ¡ Mira dónde
están los cosacos!…
-¡ Te voy a matar! -atronó Trufi, y echó mano a la correa
del fusil.
La corriente había arrastrado el potrillo lejos del lugar
donde el escuadrón efectuaba el paso. Un pequeño remolino le hacía girar
lentamente, lamiéndolo con las ondas verdes coronadas de blanco. Trufi manejaba el remo con todas sus fuerzas, la barca se movía a saltos. En la
orilla derecha, los cosacos aparecieron a la salida de un barranca. Tableteó el
ronco ladrido de la ametralladora máxima. Las balas crepitaron sobre el agua. Un
oficial de guerrera de lienzo desgarrada gritó algo, empuñando el revólver.
El potrillo relinchaba cada vez menos. Su grito, breve y
penetrante, era cada vez más sordo y fino. Y este grito era de un horrible
parecido al grito de un niño.
Nochebueno, que había soltado la yegua, llegó sin esfuerzo
a la margen izquierda. Trufi, tembloroso, tomó el fusil y disparó, apuntando
por debajo de la cabeza que el remolino trataba de engullir. Se quitó las botas
y con un sordo mugido, extendiendo los brazos, se lanzó al agua.
En la orilla derecha, el oficial atronó:
-¡ Alto el fuego!…
Al cabo de cinco minutos, Trufi estaba junto al potrillo.
Con la mano izquierda lo sujetó por el vientre, ya frío, y tragando agua, con
un hipo convulsivo, se dirigió hacia la orilla… De la parte derecha no llegó ni
un solo disparo.
El cielo, el bosque, la arena: todo era de un verde claro,
fantasmagórico… Un último esfuerzo, sobrehumano, y los pies de Fein tocaron el
fondo. Arrastró hasta la arena el cuerpo viscoso del potrillo, vomitó,
sollozando, un agua verdosa, pasó las manos por la arena… En el bosque zumbaban
las voces de los hombres del escuadrón, al otro lado de la lengua de tierra
retumbaban los cañonazos. La yegua alazana estaba junto a Trufi, sacudiéndose
el agua y lamiendo al potrillo. De su cola caía, empapándose en la arena, un
chorrito de agua iridiscente…
Tambaleándose, Trufi se puso en pie, avanzó dos pasos y,
dando un salto, cayó de costado. Algo como un pinchazo ardiente le había
atravesado el pecho. Al caer oyó el estampido del disparo. Fue un solo disparo
que habían hecho contra él desde la orilla derecha. En aquella parte, el
oficial de la guerrera de lienzo desgarrada dio un tirón indiferente del
cerrojo de la carabina, haciendo saltar la vaina humeante. En la arena, a dos
pasos del potrillo, se retorcía Trufi y sus labios, duros y azulados, que llevaban
cinco años sin haber dado un beso a sus hijos, sonrieron y se cubrieron de
espuma sanguinolenta.
FIN
*1926 Reeditado por Paya Frank @ Blogger
* Encontrado en la Hemeroteca de la Biblioteca Publica
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