Uno no sale a matarse todos los días. No
se levanta por la mañana y dice, ea, hoy me suicido. Uno sabe que el suicida no
va al cielo, no le rezan en misa de ocho ni le ponen velas en todos los santos.
No, uno lo sabe.
Uno sabe que lo mejor para morirse es
desearlo. Poner cara de depresivo, llorar por los rincones y perder las ganas
de comer. Eso es lo mejor. A todo el mundo le das pena. Es una muerte de la que
los demás se sienten culpables, la veían venir y no hicieron nada. Después le
recuerdan a uno siempre con un punto de reproche, pero le recuerdan.
Así que uno decide morirse. Está cansado
de la vida tan vacía que lleva. Escuchando una lengua que no siempre entiende,
el idioma de una multitud sola. En el zumbido de la monotonía, viajando de un
sueño a otro, en tramos a oscuras en los que la vida vislumbra un sentido, en
los que los días pasan como si alguien los arrojara como cartas sobra la mesa.
Cartas del Tarot que a uno no le importa qué dicen. Uno no es más que parte del
mobiliario: la silla ocupada, la farola fundida, la papelera sin fondo, el espejo
oxidado. Un objeto inútil, eso es, pero no importa porque ya ha decidido
morirse. Y en cuanto toma la decisión, a uno le entran ganas de disfrutar lo
poco que le queda de vida. Extravagancia que uno no entiende, se encoge de
hombros y vale.
Entonces, el crupier cachondo y burlón,
le arroja a la cara la carta del amor. Una carta alta y bella, con el pelo rojo
como una fogata desbaratada a patadas, una mirada de pintura renacentista, y
cargada con dos hijos y el peso de una alianza. Y se la tiró como si fuera el
mejor de los chistes. Pero uno no se ríe, tiene atrofiada la sesera, no
comprende cómo la vida puede ser tan cruel y jugar a lo bestia. Saca lo que le
queda en los bolsillos y lo apuesta todo a esa jugada. Salta al vacío en plena
oscuridad, confiado en poder doblar las rodillas en el momento justo, que es ni
más ni menos que lo que hacen los demás, es eso que llaman vivir. Total, no
tiene nada que perder. Quizás es eso lo que quiere: perderlo todo para poder
morir sin nada en las alforjas, ligero para el último viaje. Y uno se da cuenta
que puede posponer el asunto de su muerte, no en vano el pecho le baila
mientras vigila los vagones del metro.
Uno se ríe como un tonto cuando la causa
de su alegría llora de impotencia. No puede evitarlo, ella llora porque se
siente culpable, él ríe porque ve una solución fácil.
-Vente conmigo, anda, deja a tu marido y
vente a vivir conmigo.
Sin embargo ella no lo ve tan sencillo y
llora, sigue llorando y sigue lamentándose. Pero uno no es tonto y sabe que
jamás se irá con él. Y le dice:
-Y ahora qué, ¿te mato o me caso contigo?
-pero no contesta, sabe que la respuesta sólo puede herir. Uno sabe que si se
va, si le deja, será de nuevo un hombre anónimo que nadie verá, pero con un
bonito recuerdo, una sinfonía en un mundo de sordos. Y aunque la vida le regale
un momento de felicidad, uno no se fía, le ha visto hacer muchas veces trampas,
sabe que tiene cartas escondidas.
El bache de ilusión dura más de lo que
esperaba, pero al final acaba jodiéndose todo. Ella, con ojos de agua y el pelo
llameante, le espeta que no vivirá sin él, que no puede seguir con ese
sufrimiento. Uno no entiende y sacude la cabeza, los sesos se agitan y, como
una marea de metal líquido a punto de enfriarse, embisten contra los ojos
dejándolos nublados para siempre. Las sienes se le encienden y el estómago (ahí
donde le dolía al enamorarse) se le vacía por última vez. La carta que asoma
por la manga. Así que es esto lo que la vida le tiene reservado. En fin, se
dice uno, lo importante es saber perder. Y le dice que vale, que sin ella nada
tiene sentido. Ella rompe a llorar como si riera, ¿será que está feliz? Nuestro
amor no puede envejecer, le dice entre sollozos, se rebela ante la idea de la
degradación, es como la vela que no quiere consumirse y tiembla a cada soplo
huyendo de la llama. Uno no entiende, pero ya nada importa.
Como una ilusionista, ella saca en una
tarde de lluvia y viento dos copas que llena con el último viaje. Un viaje de
sólo ida, dos minutos y el túnel siempre oscuro. Esta vez sin estaciones de
luz. Dos copas, dos billetes. Uno sabe que si duda le costará más tomárselo,
por eso coge la copa y la levanta. El líquido tiembla sarcástico, pero sin
gracia, un bromista de feria. Ella no respira y abre mucho los ojos. Uno se
echa al gaznate de un golpe el contenido. Una llamarada de luz y calor le
estalla en el pecho, intenta domarla apretando los dientes, pero escapa en dos
lágrimas liberadoras. Sonríe, no sabe por qué, pero sonríe con un único
pensamiento: ya está, saldé mi deuda con la vida.
Ella sacude los hombros y encoge el
cuello, arruga la cara y susurra algo. No la oye. Ella niega con la cabeza y
vuelve a mover los labios. No la oye. Arroja la copa al suelo, sale corriendo.
Uno ve un centelleo rojizo flotando delante, saliendo del túnel, y comprende
que esta vez sí tiene gracia. Se acurruca con su soledad y cierra los ojos.
Uno sabe que los suicidas no van al
cielo, no les rezan en misa de ocho ni les ponen velas en todos los santos. Uno
sabe que los suicidas van al carajo.
FIN
Relato de Paya Frank
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