A Mariana Espeleta y Santiago I. Martínez Carrillo
Ese día, mientras
una mujer lloraba los golpes de su marido, en vano deseando tener el valor para
dejarlo; y un estudiante de filosofía que hubiera entregado su tesis en dos
semanas moría por el antojo de un policía; y una joven se probaba por vez
primera, temblando de entusiasmo, su vestido de boda; y todos los hombres y
mujeres de una ciudad que bien podría haber sido cualquier otra, vivían sus
vidas, homogéneas por encima de su misma diversidad… el sol se volvió más
intenso sobre calles y edificios, con lo cual se acentuaron las sombras. Por un
instante, tan breve que se diría que nunca ocurrió, lo imperceptible dejó de
serlo; y en un punto del entramado, en un café de la avenida Chapultepec, un
hombre y una mujer malabareaban ideas.
-Mi problema -decía
Mauricio, buscando las palabras adecuadas- no es con los aparatos, sino con su
uso. Digamos que no confío en la naturaleza humana; creo que si no hemos hecho
cosas peores, es porque nos faltaban recursos para lograrlo… Pero ahora ya los
tenemos: computadoras, realidad virtual. Internet, ingeniería genética…, cosas
más peligrosas que cualquier arma o plaga. No sólo pueden estancar nuestro
desarrollo individual y cultural, también serán la herramienta perfecta para
manipular a la humanidad, más que la economía, más que la religión. ¡La
computadora va a ser el punto focal de la existencia de cada ser humano!
Mauricio calló,
recordando su taza de café. Ya estaba tibio.
-Si eso pasara,
¿tratarías de hacer algo, de oponerte? -preguntó Cordelia de repente,
escrutándolo.
-Soy muy
conformista -se encogió de hombros-. No creo que lo que yo haga o deje de hacer
pueda cambiar nada. Algunos lo harán, pero dudo que tengan éxito -lo pensó un
momento, y añadió-, cuando mucho, podría escribir sobre ello. Pero la
literatura de protesta no es lo mío. Claro, a veces sí hago de pasada alguna
crítica; si se me ocurre de repente, y no estorba, ¿por qué no? Esas cosas
salen de manera inconsciente, ¿a ti no te pasa?
-Yo nunca soy tan…
espontánea -dijo Cordelia- Siempre escribo siguiendo un… un cauce directo. No
pongo nada que sobre.
-Pues yo… -Mauricio
le hizo señas al mesero, sin éxito-. Más bien, abro algunas puertas al azar,
nomás para ver qué pasa -logró ser visto, y pidió más café para ambos. Calló,
mirando a Cordelia; ella miraba sus propios pensamientos.
-¿Sabes qué? -el
índice de Cordelia lo encañonó-. Dices que no te gustan las computadoras, el
futuro mecanizado; tampoco eres sistemático al escribir. Se me hace que le
tienes miedo al orden excesivo, te parece limitante.
Mauricio encontró
lógico el razonamiento, aunque no necesariamente cierto. Sonrió.
-Tal vez algo hay
de eso -entonces se le ocurrió algo más-. ¡Y tal vez lo que a ti te repele es
el caos, el no tener a qué sujetarte!
-Touché -repuso
Cordelia, riéndose. Tal vez, pensó, lo que dijo sobre Mauricio también era
aplicable a ella misma… y viceversa.
-Sería bueno que
pudiéramos intercambiar métodos -comentó Mauricio, añadiendo mucha azúcar a la
taza que acababa de ser colocada delante suyo-. ¡Como si fuera tan fácil!
-recapacitó, cínico.
Cordelia trató de
verse a sí misma escribiendo sin concierto, siguiendo cualquier impulso loco.
Sacudió la cabeza; imposible.
Y sin embargo…
El silencio se
había asentado una vez más, Mauricio abrió la boca para dar voz a una digresión
que se había estado guardando, pero no alcanzó a hacerlo, pues Cordelia, presa
de la tentación del desafío, propuso contra toda sensatez:
-¿Probamos?
*
Esa noche, mientras
un cartonista político se desvelaba entintando una sátira presidencial; y una
prostituta hacía soportables las experiencias del día con una dosis de
marihuana; y un párroco oficiaba la última misa de su vida, con una jaqueca que
pronto florecería en embolia; y una madre abrazaba por primera vez a su nuevo
hijo delante de una enfermera sonriente; y un hombre desempleado, sin dinero,
abandonado por su esposa, abordaba un taxi con un revólver en la cintura,
dispuesto a cobrarle al mundo un día más de vida; y todas las vidas en la
ciudad se entretejían, se truncaban, recomenzaban, bajo una luna siempre
cambiante, siempre la misma. Y en confines distintos de la ciudad, ésta velaba
mientras dos imaginaciones trazaban mundos.
Cordelia se sentó
ante su computadora; las palabras se multiplicaban en el monitor, narrando la
vida de un hombre angustiado por el cáncer de la tecnología que había
transformado a su ciudad. Casinos de realidad virtual prometían cualquier
fantasía concebible, las bibliotecas se habían convertido en salas de acceso
público y asesorado a
Aquel desolado
escritor enemigo del progreso pasaba las noches leyendo frágiles y obsoletos
libros impresos; pero, resignado, enviaba sus obras a las revistas virtuales y
los apartados literarios de
Escribía sobre el
pasado.
Hasta el día que
visitó, por primera vez en varios años, la vieja catedral cuyas torres seguían
siendo un blasón de la ciudad, una de esas cosas que habían sabido permanecer.
Y en el empenumbrado interior, antes de salir huyendo sin esperanza de encontrar
refugio, vio a la congregación postrada ante un holograma del Crucificado…
A partir de
entonces, escribió sobre el presente. Era en vano, pero no le quedaba más
consuelo que renegar de ese mundo que ya no era el suyo.
Pero alguien lo
escuchó; sujetos con importantes credenciales vinieron a decirle que su
protesta no había sido inútil. Desconfió, pero dejó de hacerlo cuando se
produjeron cambios rápidos, milagrosos… Y a partir de entonces, volvió a vivir,
mecanografiaba sus obras; frecuentaba una biblioteca repleta de libros impresos
nuevos y viejos; convivía en persona con hombres y mujeres que, como él,
carecían de computadora…
Nunca sabría que
estaba viviendo dentro de un escenario virtual, creado con base en sus
fijaciones anacrónicas, en una clínica para sujetos inadaptables.
*
Esa noche, también,
Mauricio se sentó ante su vieja máquina de escribir, y un ruidoso tecleo llenó
página tras página con el pánico de una mujer cuyo hogar era un mundo cimentado
en las glorias de la cibercultura, donde ningún sueño era irrealizable… Hasta
el día que ese alma artificial de la raza humana que era Internet fue infectada
por un cáncer de entropía, algo que provocó que cada fragmento de información
contenido, o trasmitido por computadoras, se distorsionara una y mil veces,
adoptando diferente sentido -o careciendo de uno- para cada usuario que lo
consultara.
Técnicos,
científicos y caudillos repartían opiniones, teorías, órdenes y súplicas que
nadie captaba, pues no tenían otro medio que no fuera
La mujer veía
escasear sus alimentos, mas no podía salir pues Guadalajara ya no era ciudad,
sino matadero. Inicialmente creía, luego quería creer, más tarde rogaba poder
creer, que alguien encontraría la manera de restablecer la cordura de
Todas las mañanas,
miraba entre lágrimas el monitor mentiroso, esperando ver un cambio, una buena
nueva; luego se sentaba en el suelo para escribir en los muros y alfombras
cualquier cosa que se le ocurría, pues allí los textos no cambiaban. A veces se
preguntaba si alguien llegaría a encontrar estos versos compuestos de símbolos,
iconos y siglas computacionales en lugar de palabras; estas elegías que
colmaban los muros, escritas en el idioma universal, dedicadas a ese mundo que
acababa de morir.
*
Cordelia y Mauricio
escribieron hasta entrada la noche, y releyeron sus textos con cierta
melancolía. Sólo ahora se percataron de que habían olvidado el desafío
literario que se habían impuesto, cada uno había escrito a su manera habitual.
Cordelia trató de anticipar la reacción de Mauricio cuando leyera su cuento, y
sonrió. Él, por su parte, observó cuán poco tenía la protagonista de su cuento
en común con su inspiradora. Cordelia consideró obras, ideas y resultados;
Mauricio repasó deseos, opciones y posibilidades. Y mientras lo hacían, la
ciudad escribía sus vidas.
*
Intercambiaron
manuscritos por encima de la misma mesa que habían ocupado el día anterior,
bromeando acerca de cómo ninguno de ellos había respetado el acuerdo. Y
mientras se leían mutuamente, absorbiendo las historias de dos vidas
trastornadas, futuras y ficticias, la ciudad florecía en vicio y anhelo, risas
y miedo; y cada hombre, cada mujer vivía para sí misma, girando con el
entramado al que todos pertenecían.
*
Concluida la
lectura, Cordelia y Mauricio se miraron.
-Alguna clase de
virus podría hacer eso -dijo Cordelia.
-¿Eh?
-Lo de tu cuento;
un virus podría atrofiar así
-¿Para evitar lo
que pasa en tu cuento? -propuso Mauricio.
Pero toda la
ciencia, la medicina, la filosofía, se perderían…
-Tal vez no
-Mauricio sonrió ante su propia idea-. ¿Qué tal si el virus no destruye la
información, si sólo impide el acceso a ella?, así les quitarían el poder a los
manipuladores…
-… para
remplazarlos -completó Cordelia.
-Cuando no hay
opción… -Mauricio se encogió de hombros-. Bueno, pero esto permitiría racionar
el uso de
-Lo peor es que
podría funcionar -se maravilló Cordelia, pensativa.
Callaron, y la
pausa se prolongó. Mauricio intercambió con ella una mirada igual de remota,
igual de directa; una vez más, de sus labios pugnaba escapar una digresión.
Ahora; si lo decía, tenía que ser ahora.
En torno a ellos,
tiempo contuvo el alimento; las posibilidades florecieron, y el destino se
volvió maleable. Por un instante, cualquier cosa era posible…
Y muy lejos, en un
futuro que no era preestablecido ni probable, sino apenas factible, pero más
semejante a sus ficciones de lo que podían imaginar, Cordelia y Mauricio
hablaban en un café muy distinto a éste, en
-Es posible -decía
Cordelia, reticente.
Él añadió, con la
voz pesada de quien se condena a sí mismo.
-Es necesario.
Se rieron; se
rompió la tensión, nada sucedió, el momento pasó.
Comentaron los
cuentos, sus lecturas y sus vidas. Hablaron, como muchos hablan; especularon,
como cualquiera puede hacerlo, acerca del destino del mundo, sin mayor o menor
perjuicio para éste. ¿Qué consecuencia podría tener, después de todo, una mera
charla de café, entre dos personas que ni siquiera compartían una misma
perspectiva? Abandonaron el café despidiéndose, y se marcharon en direcciones
opuestas a lo largo de la avenida Chapultepec, desconcertados por la difusa
impresión de que podrían haber seguido otro -y mejor- camino; pero éste es tan
bueno como cualquier otro, para quienes habían estado a punto de contraer la
trascendencia.
FIN
Luis G. Abbadié:
Guadalajara, 1968. Se especializa en literatura fantástica, horror, paganismo y
esoterismo. Ha participado en talleres literarios con Flaviano Castañeda,
Víctor Manuel Pazarín, Gabriel Gómez, Roberto Villa y Raúl Bañuelos, entre
otros. Ha colaborado en revistas y antologías de México, España, Chile y
Argentina, tales como Tierra Adentro, Luvina, Umbrales y Redrum (Argentina).
Guionista y dibujante para Minerva Cómics (1994-2001), y actualmente para El
Círculo de Acuario. Sus libros publicados incluyen: El grito de la máscara
(Minerva, 1998), Códice Otarolense (2002), El sendero de los brujos (2004),
Noches paganas: Cuentos narrados junto al fuego del Sabbath (2008), y las dos
primeras partes de la trilogía El código secreto del Necronomicón: 2012
(Rémora, 2010) y Los tiempos delfín (Keli, 2012).
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