A la memoria de Juan Carlos Chacó:n
Debe haber alguna especie de sentido o ¿qué vendrá
después? -son cosas así las que pienso por las tardes, parado aquí en esta
ventana, frente a los interminables tejados de zinc donde a veces se posan
palomas, y dicho de esa forma enseguida te imaginas poéticas palomitas que
revolotean, arrulladoras. Son grises, las palomas, y el ruido que hacen es
siniestro como el de alas de murciélago. Conozco bien a los murciélagos, sus
grititos agudos, estridentes. Pero no me quiero apurar. Pienso que si consigo
darle algún tipo de orden a esto que voy diciendo habrá, en consecuencia,
también algún tipo de sentido. Y pienso al mismo tiempo, o después de un rato,
no lo sé muy bien, que pasados ese orden y ese sentido debe venir algo más.
¿Qué vendrá después? -le pregunto entonces a la tarde
sucia detrás de los vidrios, y me siento reconfortado como si hubiera algo así
como un futuro esperándome. Así como si después del té me fumara lentamente un
cigarrillo mentolado, mirando a lo lejos, entibiado por el té, tranquilizado
por el cigarrillo, extasiado por lo distante y principalmente atento a lo que
vendrá después de este momento. Hace tiempo no tomo té, y controlo tanto los
cigarrillos que, cada vez que enciendo uno, la sensación es de culpa, no de
placer, ¿me entiendes?
No, no me entiendes. Sé que no me entiendes porque no
estoy pudiendo ser suficientemente claro, y por no ser suficientemente claro,
además de que no me entiendas, no voy a poder darle un orden a nada de esto.
Por lo tanto no habrá sentido, por lo tanto no habrá después. Antes de que me
haga entender, si es que lo consigo, quería por lo menos que comprendieras
antes, antes de cualquier palabra, borra todo, haz de cuenta que comenzamos
ahora, en este segundo y en esta próxima frase que voy a decir. Así: es un
terrible esfuerzo para mí. Si me quedo aquí, parado junto a esta ventana, estoy
seguro de que sucederá algo grave -y cuando digo grave quiero decir muerte,
locura, que parecen leves dichas así. Necesito algo que me saque de esta
ventana y enseguida, aún, del después. Querer un sentido me lleva a querer un
después, los dos vienen juntos, si es que me entiendes.
Hablaba de la ventana. Podría comenzar por ella,
entonces.
Es una ventana grande, de vidrio. Desde el techo hasta
el suelo, vidrio que no abre, compacto. La sala es muy pequeña, no hay nada en
ella a no ser una alfombra verde musgo, que me asquea hasta el vómito. Y ahora
se me ocurre algo nuevo: creo que fue para no vomitar tanto ni tan
frecuentemente que empecé a mirar por la ventana, dándole la espalda a la
alfombra.
Entonces, los tejados.
No me preguntes cómo ni por qué, pero la ventana no da
hacia una calle, como la mayoría de las ventanas suele dar. La ventana da hacia
aquellos interminables tejados de zinc de los que ya hablé. Sí, sí, traté de
interesarme por las manchas del zinc, sus pequeños surcos, las ondulaciones y
todas esas cosas. Y realmente me interesé, durante algún tiempo. Pero los
tejados son interminables, lo sabes. No, no sabes, no sabes cómo traté de
interesarme por lo desinteresantísimo. Entonces comenzó nuevamente esa sensación
de náusea: los tejados se extienden hasta el horizonte, como una enorme
alfombra verde. Antes de comenzar a vomitar mirando los tejados, por suerte
llegaron las palomas. Pero como ya dije: son grises, el ruido que hacen es como
el de alas de murciélago. Sus picos golpean frecuentemente contra el vidrio de
la ventana. Si no hubiese vidrio, tocarían mi rostro. Para no vomitar, trato de
mirar hacia más allá de los tejados que se funden en el infinito. No veo nada,
sólo el gris pesado del cielo y el hollín que se deposita de a poco en las
orillas de la ventana. Al atardecer el hollín adquiere unos tonos rosados, y
después, cuando baja la oscuridad, llega el momento de encogerme sobre la
alfombra para finalmente dormir.
Por la mañana, todos los días, alguien metió un pedazo
de pan por la hendija de la puerta, una lata con agua, como si yo fuera un
perro, y un atado de cigarrillos. No sé quién es. Escucho que constantemente
rechina los dientes, lo que tal vez sea sólo un modo de sonreír. Creo que al
principio fumaba mucho, por lo menos el cuarto está lleno de cenizas, de
colillas, ya que no existen ceniceros y es imposible abrir la ventana, ¿me
estás escuchando?
No importa. En días muy calurosos, suelo tener una
visión. No sé si es una memoria o una visión. De cualquier manera, en días muy
calurosos, veo claramente algo.
Son las tres de una tarde de enero. Estoy sentado en
un escalón de cemento. Hay tres escalones de tierra apisonada y algunas hierbas
dañinas, tal vez ortigas, hasta el umbral de una vieja puerta muy alta, con la
pintura marrón medio descascarada. Estoy sentado en el segundo escalón de esa
puerta. Sé que son las tres de la tarde porque las sombras son cortas y la luz
del sol muy clara. Sé que es enero porque hace mucho calor. No hay ninguna nube
en el cielo. La calle está desierta. La calle está cubierta por una capa de
tierra suelta, roja. Del otro lado de la calle hay un muro de piedras. Nada
sucede.
Puedo ver las copas de algunos paraísos al otro lado
de la calle, pero están inmóviles. No hay viento. Sé que más allá del muro de
piedras, más abajo, existe un río. La tarde está tan calurosa y clara que me
gustaría ir hasta el río. Para eso tendría que levantarme de este escalón. Hay
una leve sombra sobre mi cabeza, que alcanza para que el sol no la caliente
demasiado. Estoy descalzo. No sé qué edad tengo, pero no debo haber llegado ni
siquiera a la adolescencia, ya que mis piernas desnudas no tienen pelos
todavía. Por estar descalzo, tal vez, no me atrevo a pisar la tierra suelta y
roja del medio de la calle.
Hay pedazos de vidrio también, pedazos verdes de
vidrio en medio de la tierra de la calle, de los que el sol arranca reflejos
que me duelen en los ojos. A veces yo me protejo con la mano sobre la frente.
Estoy bien, así. Hay tanta luz que tengo que entrecerrar un poco los ojos para
mirar las cosas de frente. El calor de enero me entibia el cuerpo. Cruzo las
manos sobre las rodillas. Eso me parece bueno. Estoy casi seguro de que, del
otro lado de la puerta marrón, alguien prepara algo así como un baño fresco o
un café nuevo. Y aunque la calle esté desierta, no me siento solo aquí en este
escalón, en esta tarde.
En las noches calurosas de esos días calurosos, suelo
tener otra visión. Ya no estoy en el escalón, sino detrás de aquella misma
puerta, dentro de la casa. Tal vez hayan pasado años, tal vez sea sólo la noche
de aquel mismo día. No hay luz. El piso es muy frío. Imagino que es un cuarto,
hay mosquiteros suspendidos del techo. No estoy seguro si son mosquiteros
porque no me muevo. También pienso que pueden ser telas de araña, pero prefiero
no extender la mano y tocarlos -los tules, las telas- para asegurarme. Prefiero
no asegurarme de nada. A través de alguna persiana abierta entra en el cuarto
un fino frío de luz azulada. Hay voces allá afuera. Imagino que existan
personas sentadas frente a la casa, en la cálida noche de verano. De vez en
cuando, supongo, cae alguna estrella. Estoy bien así, tan bien como en el
escalón.
No sé cuánto tiempo dura, ni cómo todo comienza. De a
poco mis oídos van separando de las voces de allá afuera los chillidos agudos
cada vez más fuertes, y después siento un rozar de alas en mi rostro. Viniendo
no sé de dónde, los murciélagos invaden el cuarto. Sin querer, pienso en el
techo. No puedo verlo en la oscuridad, pero de alguna forma sé que está hecho
de vigas finas de madera, que sostienen ladrillos pintados de blanco. Los
murciélagos revolotean alrededor, yo no me muevo. Algunos se chocan contra las
paredes, después caen al suelo gritando estridentemente, finito. Entonces soy
yo quien comienza a gritar. Sin moverme, los ojos cerrados, grito grito y grito
hasta que todo pase, y nuevamente me encuentro encogido sobre la alfombra
verde, el rostro pegado a la ventana, mirando los tejados interminables a
través del vidrio.
A esa hora, casi siempre el hollín del cielo tiene
esos tonos rosados. Está amaneciendo. En la puerta, el pan, la lata con agua,
el atado de cigarrillos. Para recogerlos, aunque mire al frente o hacia arriba,
el verde de la alfombra me invade los ojos y siempre vomito. No siempre soy lo
suficientemente ágil como para, con un movimiento de cintura, evitar que el
vómito caiga sobre el pan, el agua, los cigarrillos. Y cuando vomito sobre
ellos, siempre escucho el rechinar de dientes atrás de la puerta. En esos días
no como, no bebo, no fumo. Solo camino hasta la ventana y, desde el momento en
que el rosa se deshace y el gris baja otra vez, y las palomas picotean mi
rostro protegido por el vidrio, repito siempre así -debe haber alguna especie
de sentido o ¿qué vendrá después?
No lloro más. En realidad, ni siquiera entiendo por
qué digo más, si no estoy seguro de haber llorado alguna vez. Creo que sí, un
día. Cuando había dolor. Ahora sólo queda una cosa seca. Dentro, afuera.
Por momentos cierro los ojos y tengo la impresión de
que esos tejados interminables son la única cosa que existe dentro mío, ¿me
entiendes ahora? ¿Qué? Sí, tengo ganas de tirarme por la ventana, pero nunca
fue posible abrirla. No, no sé qué me gustaría que me dijeras. Duerme, quién
sabe, o está todo bien, o hasta olvida, olvida. No puedo. Cuando vomito sobre
el pan, no consigo comer ni vomitar después. Me gusta vomitar, es un poco como
si pudiera llorar. Quién sabe ¿podrías por lo menos enseñarme una forma de
vomitar sin tener que comer? A pesar de mis uñas crecidas, todavía no están
suficientemente largas ni afiladas como para que pueda clavarlas en mi propia
garganta. Sí, debo haber leído eso en algún libro. Aun dicho así, tal vez sea
esa la única salida. Me gustaría evitarla.
Dentro de mí, no puedo dejar de pensar que hay alguna
especie de sentido. Y un después. Cuando pienso en eso, es entonces como si
alguien danzara sobre esos interminables tejados dentro de mí. Sobre los
tejados grises alguien completamente vestido de amarillo. No sé por qué
exactamente amarillo, pero brilla. El viento hacía volar sus ropas y cabellos.
En un gran salto abierto, ese alguien que danza alcanzaría la ventana y la
abriría con un leve toque de las puntas de los dedos. Casi siempre estoy seguro
de que eres ese alguien.
No, no digas nada. Prefiero no saber que no. Ni que
sí. ¿Me desprecias por estar aquí así parado? Y otra vez, no digas nada. No
consigo ver nítido tu rostro que las ropas y los cabellos cubren por completo,
soplados por el viento. Sé también que, después del salto, me tomarías de la
mano para que yo finalmente me levantara de aquel segundo escalón, y atravesara
la calle de tierra suelta caliente roja para, quién sabe, sumergirnos juntos en
el agua fresca del río. Hasta sé que me sacarías de ese oscuro cuarto, entre
velos y telas, y matarías uno por uno a los murciélagos, para que nos
sentáramos frente a la casa, sin los demás, espiando la caída vertical de las
estrellas en la noche cálida de enero.
Quería pensar que es ese el sentido, que será ese el
después. No sé si puedo. Hay días, como hoy, en que por más que mienta ni
siquiera consigo verte, ni a tus miembros largos que el viento oculta tras las
ropas. Sólo escucho los dientes que rechinan y los ruidos internos de mi propio
cuerpo. Todo eso me ciega. Sacame de aquí, pido. Y cruzo las dos manos sobre el
pecho, como si sintiera frío o alejase demonios. Aprieto la cara contra el
vidrio. Dos palomas, cada una de ellas picotea uno de mis ojos. Tal vez un día
consigan romper el vidrio. Sin querer, me acuerdo de una vieja historia de
hadas: dos palomas perforaban los ojos de dos hermanas malas, ¿te acuerdas?
Había hadas, en aquella historia. No hay nadie danzando sobre los tejados.
Nunca hubo. Para no ver el gris que se transforma en verde, miro por encima.
El día está muy caluroso. Cuando la tarde avance, sé
que me encontrará sentado en el escalón. Y después que el gris se haya
transformado en rosa y en violeta y en azul profundo y por fin en negro, sé que
estaré parado en el centro de aquel cuarto, escuchando los chillidos
estridentes y el batir de alas de los murciélagos. Gritaré, entonces. Muy alto,
con todas mis fuerzas, durante mucho tiempo. No sé si en ese orden, si será así
el después. Pero sé con seguridad que ni tú ni nadie me va a oír.
FIN
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