Él me hizo salir de un terrible abismo, del sucio fango, y
colocó mis pies sobre la roca y estableció mi camino.
Salmos, 40: 3
Corría una agradable y despejada mañana de mediados de
verano, y acababa de amanecer. El-ahrairah y Rabscuttle avanzaban en su viaje
de regreso a casa por un paso entre dos valles, en una zona cubierta de hierba.
Se veían margaritas en flor aquí y allá, y las matas de pipirigallo salpicaban
el paisaje. Los dos conejos se detuvieron a comer un rato, y una leve brisa les
trajo el aroma de las ovejas y las plantas de ribera de más abajo.
Todo cuanto veían ante ellos les resultaba familiar. Sin
embargo, por el lado de poniente, los campos estaban bordeados por marismas,
que se extendían hacia el norte hasta donde les alcanzaba la vista. Había un
hombre cortando carrizos, pero aparte de eso, el valle entero estaba tranquilo
y callado.
Después de descender sin prisas, los conejos llegaron a un
prado próximo a las marismas que terminaba por el lado opuesto en una larga
pendiente en cuya cima había un seto de espino y saúcos. Había allí varios
agujeros de conejo y, cuando se acercaban, dos conejos salieron y se detuvieron
a observarlos. El-ahrairah los saludó y mencionó el tiempo tan agradable que
hacía.
-Sois hlessil, ¿verdad? -preguntó uno de ellos. El otro
observaba las orejas mutiladas de El-ahrairah, pero no dijo nada.
-Sí, supongo que sí -replicó El-ahrairah-. Llevamos ya un
tiempo errando, y no nos vendrían mal unos días de descanso. ¿Sería posible que
nos quedáramos aquí? Me gusta el aspecto de la madriguera y, si no está muy
saturada, tal vez nadie ponga reparos si nos quedamos unos días.
-Eso debe decidirlo nuestro conejo jefe, por supuesto
-replicó el segundo conejo-. ¿Deseáis venir a conocerlo? No creo que le importe
que os quedéis. Normalmente es una persona muy tolerante.
Los conejos siguieron la pendiente y se detuvieron junto a
un grupo de cuatro o cinco agujeros que había en un extremo.
-Nuestro conejo jefe suele estar aquí -dijo el primer
conejo-. Entraré a avisarle. Por cierto, su nombre es Bardana -añadió antes de
desaparecer por el primer agujero.
Bardana, que salió a recibirlos, le causó en seguida una
buena impresión a El-ahrairah. Les habló educadamente, y parecía encontrar
natural que los dos hlessil quisieran quedarse un tiempo en su madriguera.
-Prácticamente no tenemos problemas con los elil -les dijo-,
y por el momento los hombres no nos han molestado. Supongo que venís de muy
lejos, ¿no es así? Que yo sepa, no hay ninguna otra madriguera en las
inmediaciones. Podéis quedaros tanto tiempo como queráis, desde luego.
El-ahrairah y Rabscuttle se instalaron en la madriguera, y
se encontraban tan a gusto allí que no sentían una prisa especial por
marcharse. Los conejos se mostraban muy sociables y amistosos. Y Bardana,
particularmente, parecía sentir un gran aprecio por los visitantes y por tener
la oportunidad de aprender cosas sobre su mundo. Al atardecer, él y algunos de
sus Owsla solían salir a silflay con ellos y les pedían que les explicaran sus
aventuras «fuera del más allá».
En sus relatos, El-ahrairah tenía siempre mucho cuidado de
no mencionar al Conejo Negro y, dado que sus anfitriones eran demasiado
educados para preguntar por sus orejas, podía eludir la cuestión de por qué
estaban vagando y si se dirigían a algún sitio en particular. Las historias de
los dos conejos, que habían viajado a lo largo y ancho del mundo y habían
sobrevivido a toda clase de peligros, les granjearon el profundo respeto de
todos.
-Yo no hubiera sido capaz de hacer todo lo que tú has hecho
-le dijo Celidonia, el capitán de la Owsla, una tarde soleada, cuando estaban
tendidos en la pendiente-. A mí, personalmente, me gusta sentirme seguro. Nunca
he tenido el deseo de ir a ningún otro sitio.
-Bueno, ninguno de vosotros ha tenido necesidad de hacerlo,
¿no? -replicó Rabscuttle-. Habéis tenido mucha suerte, por cierto.
-¿Y vosotros sí habéis tenido esa necesidad? -preguntó
Celidonia.
Rabscuttle, consciente de la mirada de advertencia que le
lanzó El-ahrairah, se limitó a contestar:
-Bueno, algo así -y como Celidonia no insistió, no dijo más.
Pocos días más tarde, cuando ya el sol se había puesto y la
mayoría de los conejos estaban terminando de silflay y se disponían a bajar
para dormir, otro hlessi desconocido apareció cojeando por la pendiente,
pidiendo que lo llevaran a presencia del conejo jefe. Cuando le sugirieron que
descansara y comiera un poco, se puso frenético, e insistió en que traía
noticias muy urgentes, en que era cuestión de vida o muerte. Entonces se
desplomó sobre la hierba, visiblemente agotado. Alguien fue a avisar a Bardana,
el cual se presentó en seguida con El-ahrairah, Rabscuttle y Celidonia. Al
principio no pudieron reanimar al extraño, pero al cabo abrió los ojos, se
sentó y preguntó quién era el conejo jefe. Bardana le dijo afablemente que se
tomara su tiempo antes de hablar, pero aquello sólo hizo que alterarlo más.
-¡Ratas! -jadeó-. ¡Vienen las ratas! Miles de ratas
asesinas.
-¿Quieres decir que vienen hacia aquí? -preguntó Bardana-.
¿De dónde? ¿Y dices que estamos en peligro? Normalmente las ratas no nos
asustan.
-Sí -respondió el hlessi-. La madriguera entera peligra. Una
masa enorme de ratas vienen en esta dirección. No estarán a más de un día de
aquí. Matan a cualquier criatura que encuentran en su camino. Ha sido esta
mañana, mucho antes del amanecer… en mitad de la noche, en realidad… y todos…
en la madriguera nos despertamos y las teníamos encima. Nadie las olió ni las
oyó. Algunos intentamos luchar, pero era imposible. Había mil ratas por cada
conejo. Sólo podíamos tratar de escabullirnos y correr, pero creo que yo he
sido el único que lo ha logrado. Con la oscuridad no podía ver gran cosa, pero
cuando por fin logré salir, no se oía a ningún otro conejo. Estaban por todas
partes, como si se hubieran reunido allí todas las ratas del mundo. No había
tiempo para buscar a otros conejos. Simplemente, corrí. Y tuve que pasar entre
miles de ellas. Tengo las patas llenas de mordeduras. No sé cómo conseguí salir
de allí. Yo no dejaba de morder y patalear, frenético y aterrorizado, y de
pronto me di cuenta de que me habían dejado solo en la hierba. Me temo que no
me paré a buscar a nadie, vosotros tampoco lo hubierais hecho. Pero después,
mucho después, miré hacia abajo desde el lugar adonde había llegado y vi que
las ratas, miles y miles de ratas, venían por el mismo camino. Había tantas que
no se podía ver la hierba. Yo diría que estarán aquí mañana. La única
posibilidad que tenéis es escapar, y deprisa.
Bardana se volvió hacia Celidonia con mirada de espanto e
incertidumbre.
-¿Qué crees que debemos hacer?
Pero Celidonia parecía tan desorientado como él.
-No lo sé. Lo que decida el conejo jefe.
-¿Crees que deberíamos convocar a la Owsla y exponer el
problema ante ellos?
El-ahrairah, que se había mantenido al margen, sintió que
debía intervenir.
-Conejo jefe, no podéis perder tiempo con una reunión. Con
toda seguridad, esas ratas estarán aquí mañana antes de ni-Frith. Debéis
escapar cuanto antes.
-No sé si los otros querrán venir -dijo Bardana-. Es posible
que se nieguen. Ellos no saben nada de las ratas todavía.
-No tenéis elección -dijo El-ahrairah.
-Pero ¿adónde podemos ir? -preguntó Celidonia-. Un río
bordea la madriguera por dos lados, y es demasiado ancho para que podamos
cruzarlo a nado. Las ratas atraparían a nuestros conejos en la orilla. Y por el
lado de poniente están las marismas.
-¿Son muy grandes? -preguntó El-ahrairah.
-No lo sabemos. Nadie las ha cruzado nunca. Sería imposible.
No hay senderos, y están llenas de pozos y ciénagas. Nosotros nos hundiríamos
en el cieno, y las ratas no. Son mucho más ligeras.
-Sí, pero, por lo que dices, creo que tendremos que
intentarlo. Conejo jefe, yo os guiaré por la marisma si me respaldáis y les
decís que tienen que seguirme.
-¡Por el amor de Frith! Pero ¿qué sabes tú de marismas?
-preguntó Celidonia furioso-. Un hlessi tonto que no lleva más que un par de
días aquí.
-Como queráis -dijo El-ahrairah-. Pero tú no has sugerido
nada mejor, y yo estoy dispuesto a hacer lo que pueda por salvaros.
Bardana y Celidonia empezaron a discutir sin otro motivo que
su miedo, con la extraña y aterrorizada idea de que, si seguían hablando, algo
sucedería. El-ahrairah lo comprendió en seguida.
-Rabscuttle -dijo con calma-. Ve por la madriguera y explica
a los conejos lo de las ratas. Diles que tú y yo vamos a guiarlos por las
marismas y que partiremos fu-Inlé. Nos encontraremos junto a aquel plátano, ¿lo
ves?, no hay tiempo que perder. Si alguno dice que no quiere venir, no pierdas
tiempo intentando convencerlo. Tendremos que dejarlo aquí. Y, sobre todo, no
dejes que vean que tienes miedo. Actúa con tanta calma y confianza como puedas.
Rabscuttle restregó su nariz contra la de El-ahrairah y
partió en seguida. El-ahrairah se volvió hacia Bardana y Celidonia, los
interrumpió y les dijo lo que había hecho, convencido de que iban a acusarle y
a insultarle, y hasta puede que incluso le atacaran pero, para su sorpresa, no
hicieron nada parecido. Estaban resentidos y no pensaban darle su aprobación,
pero El-ahrairah sabía que en el fondo se alegraban de haber podido librarse de
la responsabilidad por aquel inquietante asunto. Si salía mal, como ellos
creían, siempre podrían culparle. Y si al final resultaba que salía bien,
dirían que ellos le habían dado autoridad para hacer lo que pudiera.
Las noticias tardaron un siglo en difundirse por la
madriguera. Y entonces llegaron más problemas. De todas partes llegaban conejos
que querían hablar con Bardana, con Celidonia y con él mismo. Algunos no creían
que hubiera peligro y se negaban a marcharse. Algunas hembras no sabían qué
hacer, porque tenían a sus camadas en las conejeras. Lo único que pudo decirles
era que, si querían salvar la vida, tendrían que abandonar a sus crías y
seguirle, y eso las enfureció. Otros preguntaban si la marisma era muy grande,
y si se tardaría mucho en atravesarla y, aunque no lo sabía, les dijo que
estaba decidido a hacer cuanto estuviera en su mano por salvarles.
Después de un rato se reunió con Rabscuttle y fueron hasta
el plátano, donde descubrieron con asombro que ya había bastantes conejos
esperándole, entre ellos Bardana y Celidonia. Intentó darles ánimos y los alabó
por haber sabido tomar la decisión acertada. Entonces, cuando la luna empezaba
a elevarse a sus espaldas, se adentró sin la menor vacilación en las marismas.
Lo cierto es que El-ahrairah sabía sobre marismas más que la
mayoría de los conejos, pues en otro tiempo había vivido en las tristes
marismas de Kelfazin. Sabía que la única posibilidad que tenían aquellos
conejos de salvar la vida estaba en las marismas y, dado que su conejo jefe
parecía incapaz de ayudarlos, tendría que hacerlo él. Aun así, pidió a Bardana
que fuera detrás de él, pues así los conejos tendrían la sensación de que era
su jefe el que los guiaba. El-ahrairah no se había parado a considerar lo que
significaba realmente entrar en las marismas, pero iba a descubrirlo muy
pronto. Apenas habían entrado en la marisma, cuando sus patas delanteras se
hundieron de repente en un trecho donde la tierra estaba desnuda. Retrocedió
justo a tiempo y chocó contra Bardana. Se detuvo y reflexionó. Intentó dar unos
pasos hacia la izquierda. Volvía a hundirse. Retrocedió. ¿Y la derecha? Aunque
estaba convencido de que no sería mucho mejor, se obligó a intentarlo. Esta vez
pudo avanzar un poco más antes de que el suelo cediera. Salió de nuevo, se
tumbó en el suelo. Rodó por el suelo, una vez, y luego una vez más, antes de
levantarse. El suelo era firme.
Esperó a que Bardana y Celidonia se reunieran con él y
entonces empezó a rodear el lugar donde había empezado a hundirse. Después de
haber recorrido cierta distancia, volvió de nuevo hacia la izquierda, tanteando
el suelo a cada paso. Esta vez no se hundió. Tal vez ya habrían rodeado aquella
ciénaga. Si era así, podría avanzar de nuevo hacia el frente, con la luna a sus
espaldas.
Avanzaba cautelosamente, tanteando cada pedazo de tierra
antes de apoyarse en él con todo su peso. A veces el suelo aguantaba, y a veces
sus patas se hundían antes de que tuviera tiempo de retroceder. Ahora que la
luna llena le permitía ver mejor, observaba con atención lo que tenía delante,
intentando percibir alguna diferencia, por pequeña que fuera, entre el terreno
firme y el que no lo era. Pero no encontró ninguna. Sin embargo, con el olfato
era distinto. El olor de la tierra cambiaba y, gracias a su nariz, pudo
conseguir que avanzaran algo hacia el oeste, aunque muy despacio, pues en la
mayoría de los casos tenían que dar largos rodeos a izquierda o derecha antes
de encontrar terreno firme que les permitiera seguir hacia delante. En una
ocasión se encontró frente a una especie de charca, ancha y fangosa, cuyas
aguas estancadas eran lo bastante profundas y tranquilas para reflejar la luna.
Dio un largo rodeo para evitarla, suponiendo acertadamente que los bordes no
serían más que barro líquido.
Después de lo que le pareció la mitad de la noche, empezaba
a sentirse cansado. Tener que sacar constantemente las patas del cieno era
agotador, pero además estaba la continua tensión de oler y tantear cada paso
para asegurarse de que el terreno era firme. ¿Cuánto habrían avanzado
realmente? ¿Era muy extensa la marisma? Comprendió que no habrían podido salir
aún para el amanecer y que seguirían allí al día siguiente, tal vez incluso por
la noche. Los conejos tendrían que descansar tarde o temprano, y tendrían que
hacerlo al raso, sin siquiera un seto o un arbusto bajo el que resguardarse.
Eso no les iba a gustar, ni a él tampoco. Y, si conseguían salir de allí, ¿en
qué clase de lugar se encontrarían?
Interrumpió estas reflexiones para concentrarse en el
siguiente paso. Aquélla seguía siendo su única salida. Un paso, y luego otro y
otro, y retroceder una y otra vez con rapidez. Dos veces molestó El-ahrairah a
unas pollas de agua, que echaron a volar ruidosamente, furiosas. Sin duda,
consideraban que iba en contra de la naturaleza que unos conejos (¡conejos!)
estuvieran en un lugar como aquél en mitad de la noche.
Tiempo después, El-ahrairah solía decir que, de todas sus
aventuras, aquélla fue la peor. En más de una ocasión se le pasó por la cabeza
que no saldrían con vida. Y, en cierta manera, se alegró de no tener otra
alternativa pues, de haberla tenido, la hubiera seguido sin dudarlo. La luna
mostraba a sus ojos un paisaje vasto y desolado, lleno de peligros que
acechaban por todas partes y sin un solo lugar donde pudieran esconderse. Su
cuerpo no tardaría en hundirse en el cieno. Y entonces, ¿qué? Si Rabscuttle tenía
que hacerse cargo, sería mejor que le diera algunas instrucciones.
Cuando partieron había colocado a Rabscuttle en la
retaguardia, para que se ocupara de que nadie se quedara atrás. Le envió un
mensaje para que se reuniera con él. Después de lo que se le antojó una
eternidad, Rabscuttle apareció por fin y El-ahrairah le preguntó cómo iban las
cosas por la retaguardia.
-¿Cómo lo llevan?
-Mejor de lo que esperaba -dijo Rabscuttle-. Nadie se ha
rezagado. Todos están convencidos de que van a llegar al otro lado, esté donde
esté. Y da la casualidad de que llevan un narrador entre ellos, un conejo
llamado Escarola. No ha dejado de contar historias desde que salimos. Así es
que no se quedan atrás porque quieren saber lo que viene después. Pero bueno,
¿qué puedo hacer para ayudaros, señor?
El-ahrairah le expuso el problema y se quedó con él hasta
asegurarse de que lo había comprendido todo. Entonces dejó que fuera él el que
los guiara y se detuvo a esperar que pasaran los otros conejos. Rabscuttle
tenía razón. La mayoría tenían buen ánimo y, obviamente, no se sentían
cansados, pues se habían limitado a ir por donde les decían. Su desánimo y su
fatiga había que atribuirlos sin duda a la responsabilidad con la que tenía que
cargar, y a la tarea agotadora y estresante de tantear el camino. Aguardó allí
hasta que llegó Escarola, y le divirtió comprobar que estaba narrando la
historia de la lechuga del rey. Al final de la columna encontró a un conejo
menudo y joven que tenía dificultades para mantener el ritmo. Lo acompañó
durante un rato y le dio ánimos y luego regresó con Rabscuttle y Bardana.
Tal como había imaginado, Rabscuttle supo estar a la altura
de aquella desagradable tarea y lo hacía incluso mejor que él. Por lo visto le
resultaba divertido ver cómo sus patas se hundían en el cieno. No parecía
pensar que estuviera en peligro, y si lo pensaba, lo disimulaba muy bien.
Además, se le veía muy bien avenido con Bardana y Celidonia, y había permitido
incluso que Celidonia le sustituyera un rato. «Es muy fácil» le decía, y
«yépale», cuando Celidonia se hundía hasta los hombros.
El cielo empezó pronto a iluminarse después de la breve
noche de verano. Cuando el sol salió, El-ahrairah miró al frente con la
esperanza de ver lo que sea que hubiera al otro lado de la marisma, pero
delante de ellos sólo había la misma desolación descorazonadora. ¿Cuánto
pasaría antes de que empezaran a resentirse por el hambre y el agotamiento? Si
tenían que pasar otro día en las marismas empezarían a dispersarse, y se
dividirían en grupos, los de los más fuertes y los menos fuertes. Y, peor aún,
empezarían a buscar comida cada uno por su cuenta. Eso sería fatal. Les habló a
Bardana y Celidonia de su inquietud y sugirió que se mezclaran con los conejos
para mantenerlos juntos.
-No sé si me harán caso -dijo Celidonia-. Están
acostumbrados a hacer lo que se les antoja. Lo han tenido todo demasiado fácil
hasta ahora.
El-ahrairah no tenía ninguna solución para eso.
Estaba a punto de relevar a Rabscuttle cuando una garza se
posó muy cerca y empezó a caminar con dificultad, con cara de pocos amigos.
-Conejos desgraciados, ¿qué hacéis aquí? -le graznó a
Rabscuttle-. Estas marismas nos pertenecen a mí y mi familia. No queremos
conejos por aquí. ¿Por qué no os vais?
El-ahrairah le explicó que eso era precisamente lo que
intentaban hacer. Le habló a la garza de las ratas y de su huida precipitada
por la noche.
-¿Quieres decir que lo que queréis es salir de aquí cuanto
antes? -preguntó la garza-. Si es así, yo os enseñaré el camino con mucho
gusto.
-Nos haría muy felices que nos mostraras el camino -dijo
El-ahrairah-. Pero no olvides que nosotros no podemos andar por el cieno, y que
lo que a ti te parece seguro, por lo largas que tienes las patas, es mortífero
para nosotros. ¿Tenemos que ir muy lejos para salir?
-No muy lejos -replicó la garza escuetamente.
-¡Es la mejor noticia que he oído nunca!
El-ahrairah se colocó inmediatamente detrás de la garza y,
tal como temía, resultó bastante arriesgado. A pesar de lo que le había dicho,
el pájaro no parecía entender que los conejos no pueden andar por el agua y,
cuando El-ahrairah intentó explicárselo se impacientó y después se puso
furiosa. Al final, después de aguantar sus insultos durante un rato
considerable, logró convencerla de que los llevara por un suelo en el que no se
hundieran y que evitara los lugares que ella no consideraba peligrosos pero que
sí lo eran para los conejos. Cuando por fin comprendió la diferencia, la garza
resultó muy útil, aunque siguió mostrándose brusca y desagradable. Era evidente
que los despreciaba, y seguramente pensaba que unos cuantos conejos ahogados en
la turba no importarían gran cosa, pero a El-ahrairah no le quedaba otro
remedio que contenerse.
Sin embargo, avanzaban mucho más deprisa y tuvo que admitir
que caminaban seguros por trechos por los que él nunca se hubiera atrevido a
pasar. A pesar de lo que había dicho la garza, recorrieron una gran distancia.
Para ni-Frith seguían luchando entre los juncos y las matas de hierba, y no
había indicios de que la situación fuera a mejorar. El-ahrairah no sabía qué
hacer. No se atrevía a confiar el liderazgo a nadie, ni siquiera al casi
exhausto Rabscuttle, ni se atrevía tampoco a dejar el frente para dar ánimos a
los otros conejos y ayudarlos a mantenerse juntos. Estaba cansado como nunca y,
a pesar de los esfuerzos que hacía por ocultarlo, sabía que también Rabscuttle
estaba al borde de la extenuación. ¿Cómo estarían entonces los otros conejos?
Le ordenó a Rabscuttle que esperara a que lo alcanzaran los conejos que iban
últimos y después volviera a informar.
Suplicó a la garza que se detuviera para que pudieran
descansar, pero ésta lo hizo tan a disgusto que temió que los dejara.
-¡Condenados conejos! ¿Por qué no podéis volar? -preguntó la
garza-. Saldríais de aquí en un momento si pudierais volar, como cualquier
criatura razonable.
-Ojalá pudiéramos -replicó El-ahrairah-, pero si no volamos
es porque Frith lo ha querido así.
En ese momento vio que Rabscuttle estaba a su lado.
-Señor, faltan dos conejos, y por la retaguardia están todos
bastante mal.
¿Se iban a desmoronar ahora? Sería mejor que continuaran
antes de que todos se vinieran abajo. Suplicó a la garza que continuara.
Entonces, en lo que pareció apenas un instante, divisó una
franja de castaños de Indias que coronaban una loma verde, muy por encima del
nivel de las marismas. Pronto se encontraron trepando por ella, sobre tierra
seca.
-Ya hemos salido, ¿verdad? -le preguntó a la garza-. ¿Ya
estamos fuera de las marismas?
-Sí -replicó la garza-. Y no volváis nunca más. -Y dicho
esto, salió volando, agitando sus alas pesadas con movimientos lentos y
grandiosos, sin esperar a que le dieran las gracias.
El-ahrairah llegó a la cima de la loma. Sintió bajo sus
patas las raíces secas de un castaño de Indias que sobresalían del suelo.
Rabscuttle estaba junto a él. Nunca se había sentido tan aliviado.
El siguiente conejo que vio fue Bardana, que se había
sentado allí cerca para observar a los conejos que salían de la marisma y
trepaban por la loma. Tal vez Bardana no había sabido estar a la altura de su
cargo en un momento de crisis, pero ahora demostró que había otra faceta en su
personalidad. Conocía a todos los conejos por su nombre, y se encargó de
recibirlos uno a uno, felicitándolos y elogiando su coraje y determinación.
Ellos, por su parte, lo apreciaban y respetaban, no cabía duda. Mencionó también
a los dos conejos desaparecidos, visiblemente afectado por su pérdida.
-Milenrama y Botón de Oro -le dijo a El-ahrairah con
tristeza y pesar-. Dos de los mejores conejos de la madriguera. Hubiera
preferido prescindir de cualquier otro.
Y El-ahrairah, que no se había preocupado mucho por aprender
los nombres de los conejos, se sintió avergonzado.
Al subir aquella loma se encontraron en el lado de una
pradera extensa y exuberante, donde la hierba alta de mitad del verano
aguardaba paciente a que la cortaran. Los conejos estaban exhaustos, y se
arrastraron hasta la pradera, comieron y cayeron dormidos en seguida.
-Dejemos que hagan lo que mejor les parezca -dijo Bardana-.
Se lo han ganado.
El-ahrairah no vio ninguna razón para oponerse.
FIN
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