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15 de julio de 2022

El séptimo círculo del infierno: La Marco Polo del siglo XX.

 


 

Cambridge, 3 de noviembre de 2016

 

La profesora María Noriega del Departamento de Español y Portugués de la Universidad de Cambridge habla conmigo. Los dos esperamos que esta vez tengamos todas las cuestiones informáticas controladas para el seminario que voy a impartir en unos minutos sobre ficción histórica para estudiantes de grado y postgrado. En la clase anterior se me olvidó traer el adaptador para la toma de luz de mi portátil español a los enchufes británicos. Aun así, salimos airosos recurriendo a otro ordenador del departamento. Pero hoy he cogido el adaptador.

 

Cruzamos el patio del gran King’s College y llegamos al pequeño puente que cruza el río Cam. El aire es helado. Los sauces se inclinan sobre el agua meditabundos, quizá encogidos por el frío. Nada más salir del puente, observo que a mi izquierda hay un curioso memorial escrito en chino. «¿En chino? —pienso yo—. ¿Aquí en Cambridge?» Entonces vi el nombre chino de la persona a quien estaba dedicado aquel monumento en mármol.

 

—Aahhh —susurré entre dientes.

 

Shanghái, años veinte

 

No había rascacielos. Era otro mundo, era otro universo, pero era también la misma China de siempre: incomprensible para la mayoría de los occidentales.

 

Pero he dicho «la mayoría».

 

He dicho bien.

 

Hay excepciones.

 

Pero vayamos al principio.

 

Ella llevaba toda la noche mirándolo y él, Xu Zhimo, se dio cuenta. Ella era profesora de la Universidad de Nankín y él, escritor. Cualquiera pensaría que estaban destinados a entenderse, pero los separaban tantas cosas...

 

—¿Una copa? —dijo él, ofreciéndole champaña.

 

—Por favor —aceptó ella.

 

Y se pusieron a hablar de China, del mundo, de literatura. Ella estaba ahora en Shanghái porque en Nankín, donde trabajaba, habían estallado grandes revueltas por la represión del dictador Chiang Kai Shek. El azar los había unido, pero un pequeño gran impedimento los separaba: ambos estaban casados. Ella con un misionero presbiteriano, él con una hermosa mujer china en un matrimonio pactado contra su voluntad, pero matrimonio al fin y al cabo. Y por si eso fuera poco, ella era estadounidense y él, chino. En Shanghái, en los años veinte. Demasiadas fronteras que romper.

 

Aun así, se miraron.

 

Hablaron. Él sabía inglés perfectamente. Había estudiado en Cambridge en el pasado.

 

Rompieron todas las fronteras.

 

Su relación quedó medio oculta en un halo de amistad intelectual en las primeras biografías de ella, pero hubo mucho más. Y no fue sólo físico. Él, junto con otros amigos suyos chinos escritores, la animó para que ella también escribiese.

 

—No me veo capaz —dijo ella.

 

Él sonrió, la besó e insistió.

 

—Eres muy capaz. Quizá la más capaz de todos nosotros.

 

Un tiempo después, el 19 de noviembre de 1931, el avión de las líneas aéreas federales de China que llevaba a Xu Zhimo, gran poeta, se estrellaba. No hubo supervivientes.

 

La desoladora noticia llegó a Nankín.

 

Ella se refugió en su vida de siempre, junto a su esposo. Las apariencias en superficie eran muy importantes, pero en las profundidades de su alma, la tormenta perfecta tronaba. Nada sería ya igual. Al fin, tal y como Xu Zhimo le había sugerido, se puso a escribir, quizá por recordar los momentos pasados junto a él, quizá porque así parecía que no todo lo vivido estaba ya muerto. Fuera por la causa que fuera, por alguna de las mencionadas, por todas ellas juntas o porque Xu había detectado en ella que la literatura latía en su interior, se puso a escribir.

 

Y se inició no ya con esbozos de historias, sino en serio, a lo grande, con todas las ansias del mundo. Era estadounidense, pero llevaba casi más tiempo en China que en su país de origen. Y sabía no sólo chino, sino hasta chino clásico. Por eso seleccionó muy bien de qué iba a hablar en sus libros: de China. La buena Tierra (The Good Earth) la situó en el mundo literario con el Pulitzer en su país y, al poco, en todo el orbe. Llegó entonces Hollywood y el cine. Y luego más novelas. Nadie como ella para explicar al resto del mundo qué era, qué es y qué será siempre China.

 

En 1938, Pearl S. Buck se convirtió en la primera mujer estadounidense en recibir el Premio Nobel de Literatura. Parecía que la intuición de Xu Zhimo no iba nada desencaminada y que el poeta llevaba razón: sí era capaz de escribir. Muy capaz.

 

Pero llegó el comunismo y ella, igual que fue crítica con la dictadura de Chiang Kai Shek, lo fue con la de Mao. El nuevo gobierno comunista no entendía de disensos, de perspectivas diferentes ni de matizaciones siquiera. Pearl S. Buck tuvo que regresar a Estados Unidos.

 

Cualquiera podría pensar que en su país natal llegaría, al menos, cierta paz y seguridad para la gran escritora. Pero nada más lejos de la realidad. Cometió un error. Un error grave en aquellos tiempos: Pearl S. Buck decidió seguir escribiendo de China y esto hizo que no sólo resultara sospechosa para los comunistas (por ser una extranjera que escribía sobre ellos verdades demasiado incómodas), sino que persistir en aquella temática la hizo también sospechosa para el FBI de Hoover. Por un lado, los unos la odiaban porque de China lo contaba todo, lo bueno y lo malo. Por otro, el FBI pensaba que sólo por escribir de China debía ser enemiga del pueblo norteamericano. Eran los tiempos del macartismo. El expediente de Pearl S. Buck generado por el FBI alcanzó las 300 páginas (carentes, por cierto, del más mínimo ritmo narrativo). Los poderes, sean del color que sean, simplemente odian las mentes independientes porque el poder, por definición, odia la libertad del individuo. Y de la individua aún más.

 

En 1972, ya anciana, Pearl S. Buck quiso volver a China para ver el país de sus pasiones, de su vida, de su escritura, una vez más antes de morir. Quería visitar de nuevo la tierra que la había proscrito, la China que, a su vez, la había hecho sospechosa en su país natal. Pero la Administración china de 1972 no se mostró sensible a los deseos de la ganadora del Nobel. Ésta fue la respuesta del gobierno comunista:

 

Estimada señorita Pearl Buck:

 

Sus cartas han sido recibidas correctamente.

 

Teniendo en cuenta que durante largo tiempo usted ha tomado una actitud distorsionadora y vil hacia la gente de la nueva China y sus líderes, se me autoriza a informarle de que no podemos aceptar su petición de una visita suya a China.

 

Atentamente,

 

H. L. Yuan

 

Segundo secretario

 

Pearl S. Buck entró en cólera: ella, que había luchado contra la discriminación de los chinos en Estados Unidos, que había luchado por los derechos humanos, que había constituido una agencia de adopción para niños mestizos, de madres orientales y padres occidentales, que nadie quería ni en China ni en ningún sitio; ella, que había explicado mejor que nadie las bondades (y es cierto, las miserias también) de China, se veía rechazada, vetada por sus gobernantes dictatoriales.

 

—La carta, la carta... —decía ella—. Ahí está, como una serpiente viva en mi mesa, una serpiente venenosa..., me amenaza y me prohíbe regresar al país donde he vivido la mayor parte de mi vida... Es un ataque, no una carta. Es violenta, desinformada, mentirosa.

 

En 1992, el historiador James C. Thomson calificó a Pearl S. Buck como «la persona de Occidente más influyente a la hora de escribir sobre China desde Marco Polo en el siglo XIII». Como verán, Thomson también se olvidó del bueno de Rustichello da Pisa, ya mencionado en otro capítulo de este libro, que fue quien realmente puso por escrito aquellos legendarios viajes.

 

Pero sigamos con nuestro relato: Pearl S. Buck murió.

 

Pasaron los años.

 

Los líderes chinos decidieron abrirse al mundo (al menos social y económicamente) y, por fin, comprendieron que necesitaban de la mejor de las embajadoras posibles. Buenos comerciantes, los chinos son prácticos: rehabilitaron la figura de Pearl S. Buck, que pasó de estar prohibida a que su antigua casa en Nankín se transformara en un centro de visitas para el turismo internacional. Por eso, después de todo, tiene perfecto sentido el final de esta historia que nos cuenta la periodista del International Herald Tribune Sheila Melvin, especializada en cultura china, en su magnífico artículo «La resurrección de Pearl S. Buck»:

 

Los amigos de la escritora se acercaban en los últimos meses de su vida y le preguntaban:

 

—Entonces ¿no vas a poder volver a China una vez más?

 

Pearl S. Buck entonces, superada la cólera inicial tras recibir la negativa del gobierno chino, sonreía y siempre respondía lo mismo:

 

—Yo nunca he dejado China. Yo pertenezco a China, como niña, como adolescente, como mujer, hasta que muera.

 

¿Quieren viajar a China, pero no disponen ahora de los medios o del tiempo? Lean las novelas de Pearl S. Buck. Ella sigue allí, con su infinita paciencia, esperándonos.

 

Cambridge, 3 de noviembre de 2016

 

Sigo mirando el memorial a Xu Zhimo. En él se recuerda que, antes de abandonar Cambridge para siempre, el gran poeta chino escribió un precioso poema de despedida titulado precisamente «Despedida de Cambridge». En el monumento se citan sólo algunas líneas, pero ¿por qué no disfrutar del poema entero?

 

Con suavidad me alejo,

 

tan suavemente como vine;

 

suavemente digo adiós con la mano

 

a las nubes del cielo de Occidente.

 

Los sauces dorados junto a la orilla del río

 

son jóvenes novias en el sol del atardecer;

 

sus reflejos brillantes sobre el reluciente río

 

siguen meciéndose en mi corazón.

 

La hierba verde arraigada en el blando barro

 

se columpia en el agua;

 

me encantaría ser esa hierba

 

en el parsimonioso flujo del río Cam.

 

Ese estanque a la sombra de los olmos

 

contiene no agua clara, sino un arco iris

 

arrugado entre las hojas que flotan en el agua,

 

allí donde los sueños de colores descansan.

 

¿Buscas un sueño? Ve a remar con una pértiga

 

río arriba hacia donde la hierba es aún más verde

 

con la larga vara cargada de luz de estrellas

 

y canta en voz alta en medio de su fulgor.

 

Sin embargo, hoy no puedo cantar en voz alta,

 

la paz es mi música de despedida;

 

incluso los grillos guardan silencio por mí,

 

pues Cambridge esta tarde calla.

 

Suavemente me alejo,

 

tan suavemente como vine,

 

suavemente diciendo adiós con mi mano,

 

no me llevaré ni una sola de estas nubes.

 

La profesora María Noriega, con delicadeza pero con determinación, me recuerda que las clases en Cambridge empiezan a y cinco exactas cada hora. Tenemos que reemprender la marcha o llegaremos tarde, y tarde es un concepto que no existe en Cambridge.

 

Volvemos a caminar.

 

—El monumento no dice nada de la relación de Xu Zhimo con Pearl S. Buck —dije.

 

María me miró, pero no parecía que tuviera tiempo para poemas. En ese momento, como la muy responsable profesora que es, tenía otras prioridades en su cabeza. Y tenía razón.

 

—Luego te comento —dije, y aceleramos el paso.

 

La lista de premios Nobel de la Universidad de Cambridge es extensa, tanto que no sienten la necesidad de reclamar un poco para ellos también el que obtuvo Pearl S. Buck. Y en cierta forma, algo suyo es, pues si el poeta Zhimo no hubiera estudiado allí, probablemente nunca habría hablado con tanta soltura en inglés, no habría iniciado aquella relación personal con Pearl S. Buck y no la habría animado a escribir. ¿Qué une a las personas: el azar o el destino?

 

Una última reflexión cruza mi mente mientras nos alejamos del río Cam en dirección a la facultad: igual que decenas de miles de occidentales viajan a China en busca de donde vivió Pearl S. Buck, decenas de miles de turistas chinos se desplazan hasta Cambridge para ver dónde estudió Xu Zhimo. Una escritora y un poeta tendiendo puentes entre culturas.

 

Y la mayor parte de viajeros occidentales y chinos desconocen que Pearl S. Buck y Xu Zhimo se amaron por encima de todas las fronteras.

 

 

 

 

*Tomado del libro “El séptimo círculo del infierno”, de Santiago Posteguillo.

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