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4 de abril de 2022

La rebelión de las masas

                                                                

                                                  MARIO VARGAS LLOSA
                                                    04 DIC 2005 - 00:00 CET






Hace cincuenta años falleció en España don José Ortega y Gasset, y hace setenta y cinco se publicó La rebelión de las masas (1930), uno de sus libros más importantes, acaso el que se leyó y tradujo más en todo el mundo. Dos aniversarios que deberían servir para revalorizar el pensamiento de uno de los más elegantes e inteligentes filósofos liberales del siglo XX al que circunstancias varias -la guerra civil en España, los cuarenta años de dictadura franquista y el auge de las doctrinas marxistas y revolucionarias que caracterizó en Europa la segunda mitad del siglo XX- han tenido arrumbado injustamente en el desván de las antiguallas, o, peor aún, han desnaturalizado, convirtiéndolo en un exclusivo referente del pensamiento conservador. Y entre el liberalismo y el conservadurismo, como mostró Hayek en un ensayo célebre, media un abismo.


En verdad, aunque nunca llegó a sistematizar su filosofía en un cuerpo orgánico de ideas, Ortega y Gasset, en los innumerables ensayos, artículos, conferencias y notas de su vasta obra, desarrolló un discurso inequívocamente liberal, en un medio como el español en el que éste resultaba extraordinariamente avanzado -él hubiera dicho radical, una de sus palabras favoritas-, tan crítico del extremismo dogmático de izquierda como del conservadurismo autoritario, nacionalista y católico de la derecha. Buena parte de ese pensamiento conserva su vigencia y alcanza en nuestros días, luego de la bancarrota del marxismo y sus doctrinas parasitarias y del excesivo economicismo en que se ha confinado últimamente el liberalismo intelectual, notable actualidad.


Lo demuestra, mejor que nada, este libro, La rebelión de las masas, que, aunque publicado en 1930, había sido anticipado en artículos y ensayos desde dos o tres años antes. El libro se estructura alrededor de una intuición genial: ha terminado la primacía de las elites; las masas, liberadas de la sujeción de aquéllas, han irrumpido en la vida de manera determinante, provocando un trastorno profundo de los valores cívicos y culturales y de las maneras de comportamiento social. Escrito en plena ascensión del comunismo y los fascismos, del sindicalismo y los nacionalismos, y de los primeros brotes de una cultura popular de consumo masivo, la intuición de Ortega establece uno de los rasgos claves de la vida moderna.



También lo es que su crítica a este fenómeno se apoye en la defensa del individuo, cuya soberanía ve amenazada -en muchos sentidos ya arrasada- por esta irrupción incontenible de la muchedumbre -de lo colectivo- en la vida contemporánea. El concepto de "masa" para Ortega no coincide para nada con el de clase social y se opone específicamente a la definición que hace de aquélla el marxismo. La "masa" a que Ortega se refiere abraza transversalmente a hombres y mujeres de distintas clases sociales, igualándolos en un ser colectivo en el que se han fundido, abdicando de su individualidad soberana para adquirir la de la colectividad, para ser nada más que una "parte de la tribu". La masa, en el libro de Ortega, es un conjunto de individuos que se han desindividualizado, dejado de ser unidades humanas libres y pensantes, para disolverse en una colectividad que piensa y actúa por ellos, más por reflejos condicionados -emociones, instintos, pasiones- que por razones. Estas masas son las que por aquellos años ya coagulaba en torno suyo en Italia Benito Mussolini, y se arremolinarían cada vez más en los años siguientes en Alemania en torno a Hitler, o en Rusia, para venerar a Stalin, el "padrecito de los pueblos". El comunismo y el fascismo, dice Ortega, "dos claros ejemplos de regresión sustancial", son ejemplos típicos de la conversión del individuo en el hombre-masa. Pero Ortega y Gasset no incluye dentro del fenómeno de masificación únicamente a esas muchedumbres regimentadas y cristalizadas en torno a las figuras de los caudillos y jefes máximos, es decir, en los regímenes totalitarios. Según él, la masa es también una realidad nueva en las democracias donde el individuo tiende cada vez más a ser absorbido por conjuntos gregarios a quienes corresponde ahora el protagonismo de la vida pública, un fenómeno en el que ve un retorno del primitivismo y de ciertas formas de barbarie disimuladas bajo el atuendo de la modernidad. Ortega hubiera visto en los recientes actos vandálicos en Francia, en que miles de automóviles fueron quemados en los suburbios de las ciudades por una muchedumbre de gentes, muchos de ellos hijos o nietos de inmigrantes, que no querían otra cosa que manifestar su frustración, su impotencia y su cólera, un ejemplo prístino de su idea de "masa".


Esta visión de la hegemonía creciente del colectivismo en la vida de las naciones es la de un pensador liberal que ve en la desaparición del individuo dentro de lo gregario un retroceso histórico y una amenaza gravísima para la civilización democrática.


El libro es también una defensa precoz y sorprendente -en vísperas de la Segunda Guerra Mundial- de una Europa unida en la que las naciones del viejo continente, sin perder del todo sus tradiciones y sus culturas, se fundirán en una comunidad: "Europa será la ultranación". Sólo en esta unión ve Ortega una posibilidad de salvación para una Europa que ha perdido la hegemonía histórica de que gozaba en el pasado -que ha entrado en decadencia- en tanto que, a sus costados, Rusia y los Estados Unidos parecen empeñados en tomar la delantera. Esta propuesta audaz de Ortega en favor de una Unión Europea que sólo medio siglo más tarde comenzaría a tomar forma es uno de los más admirables aciertos del libro y una prueba de la lucidez visionaria de que hizo gala a veces su autor.


El ensayo también postula otro principio liberal acendrado: parte de la declinación de Europa se debe al crecimiento desmesurado del Estado, que, en sus asfixiantes mallas burocráticas e intervencionistas, ha "yogulado" las iniciativas y la creatividad de los ciudadanos.


Con buen olfato, Ortega señala que uno de los efectos, en el campo de la cultura, de esta irrupción de las masas en la vida política y social será elabaratamiento y la vulgarización; en otras palabras, la sustitución del producto artístico genuino por su caricatura o versión estereotipada y mecánica, y por una marejada de mal gusto, chabacanería y estupidez. Ortega era elitista en lo relativo a la cultura, pero este elitismo no estaba reñido con sus convicciones democráticas, pues concernía a la creación de productos culturales y a su colocación en una exigente tabla de valores; en lo que se refiere a la difusión y consumo de los productos culturales su postura era universalista y democrática: la cultura debía de estar al alcance de todo el mundo. Simplemente, Ortega entendía que los patrones estéticos e intelectuales de la vida cultural debían fijarlos los grandes artistas y los mejores pensadores, aquellos que habían renovado la tradición y sentado los nuevos modelos y formas, introduciendo una nueva manera de entender la vida y su representación artística. Y que, si no era así, y los referentes estéticos e intelectuales para el conjunto de la sociedad los establecía el gusto promedio de la masa -el hombre vulgar-, el resultado sería un empobrecimiento brutal de la vida cultural y poco menos que la asfixia de la creatividad. El elitismo cultural de Ortega es inseparable de su cosmopolitismo, de su convicción de que la verdadera cultura no tiene fronteras regionales y menos nacionales, sino que es un patrimonio universal. Por eso, su pensamiento es profundamente antinacionalista.


En su defensa del liberalismo, Ortega insiste en el carácter laico que debe tener el Estado en una sociedad democrática ("La historia es la realidad del hombre. No tiene otra") y la incompatibilidad profunda que existe entre un pensamiento liberal y el de un católico dogmático, al que califica de antimoderno. La historia no está escrita, no la ha trazado de antemano una divinidad todopoderosa. Es obra sólo humana y por eso "Todo, todo es posible en la historia, lo mismo el progreso triunfal e indefinido que la periódica regresión".


Lo menos que puede decirse, frente a tesis y afirmaciones de esta índole, es que Ortega y Gasset dio muestras en este ensayo de una gran independencia de espíritu y de sólidas convicciones capaces de resistir las presiones intelectuales y políticas dominantes de su tiempo. Eran, no lo olvidemos, unos tiempos en que la clase intelectual descreía cada vez más de la democracia, que era denostada por igual por los dos extremos, la derecha fascista y la izquierda comunista, y cedía a menudo a la tentación de afiliarse a uno de estos dos bandos, con una preferencia marcada por el comunismo.


Sin embargo, el liberalismo de Ortega y Gasset, aunque genuino, es parcial. La defensa del individuo y sus derechos soberanos, de un Estado pequeño y laico que estimule en vez de ahogar la libertad individual, de la pluralidad de opiniones y críticas, no va acompañada con la defensa de la libertad económica, del mercado libre, un aspecto de la vida social por la que Ortega siente una desconfianza que se parece al desdén y sobre la cual muestra a veces un desconocimiento sorprendente en un intelectual tan curioso y abierto a todas las disciplinas. Se trata, sin duda, de una limitación generacional. Sin excepción, al igual que los liberales latinoamericanos de su tiempo, los liberales españoles más o menos contemporáneos de Ortega, como Ramón Pérez de Ayala y Gregorio Marañón (con quienes aquél fundaría la Agrupación al Servicio de la República en 1930), lo fueron en el sentido político, ético, cívico y cultural, pero no en el económico. Su defensa de la sociedad civil, de la democracia y de la libertad política, ignoró una pieza clave de la doctrina liberal: que sin libertad económica y sin una garantía legal firme de la propiedad privada y de los contratos, la democracia política y las libertades públicas están siempre mediatizadas y amenazadas. Pese a ser un librepensador, que se apartó de la formación católica que recibió en un colegio y una universidad de jesuitas, hubo siempre en Ortega unas reminiscencias del desprecio o por lo menos de la inveterada desconfianza de la moral católica hacia el dinero, los negocios, el éxito económico y el capitalismo, como si en esta dimensión del quehacer social se reflejara el aspecto más bajamente materialista del animal humano, reñido con su vertiente espiritual e intelectual. De ahí, sin duda, las despectivas alusiones que se encuentran desperdigadas en La rebelión de las masas a los Estados Unidos, "el paraíso de las masas", al que Ortega juzga con cierta superioridad cultural, como a un país que, creciendo tan rápido en términos cuantitativos como lo ha hecho, hubiera sacrificado sus "cualidades", creando una cultura superficial. De lo que deriva uno de los escasos despropósitos del libro: la afirmación de que los Estados Unidos eran incapaces por sí solos de desarrollar la ciencia como lo ha hecho Europa. Una ciencia que ahora, por el ascenso de los hombres-masa, Ortega ve en peligro de declinación.


Éste es uno de los aspectos más endebles del pensamiento que Ortega desarrolla en La rebelión de las masas. Una de las consecuencias de la primacía del hombre-masa en la vida de las naciones es, dice, el desinterés de la sociedad aquejada de primitivismo y de vulgaridad por los principios generales de la cultura, es decir, por las bases mismas de la civilización. En la era del apogeo de lo gregario, la ciencia pasa a un segundo lugar, y la atención de las masas se concentra en la técnica, en las maravillas y prodigios que realiza este subproducto de la ciencia, pues sin ésta, ni el lujoso automóvil de líneas aerodinámicas ni los analgésicos que quitan el dolor de cabeza serían posibles. Ortega compara la deificación del producto de consumo fabricado por la técnica con el deslumbramiento del primitivo de una aldea africana con los objetos de la industria más moderna, en las que ve, igual que a las frutas o a los animales, meros engendros de la naturaleza. Para que haya ciencia, dice Ortega, tiene que haber civilización, un largo desenvolvimiento histórico que la haga posible. Y, por eso, imagina que, por más poderoso que sea, Estados Unidos no podrá nunca superar aquel estadio de mera tecnología que ha alcanzado: "¡Lucido va quien crea que si Europa desapareciese podrían los norteamericanos continuar la ciencia!". Predicción fallida en un libro repleto de profecías cumplidas.


© Mario Vargas Llosa, 2005. © Derechos mundiales de prensa en todas las lenguas reservados a Diario EL PAÍS, SL, 2005.


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