Capitulo 4
LOS JUGUETES ECONÓMICOS Y
ARTESANALES
Juguetes de hojalata. Reparación. Artículos en
Ya comenté anteriormente que con excepción
de los Reyes Magos, en que nuestros padres hacían un verdadero esfuerzo por
dejarnos juguetes de importancia, durante el resto del año nos teníamos que
conformar con otros más pequeños en tamaño, calidad y precio, pero que
constituían una ilusión muy grande cuando caían en nuestras manos. En muchas
exposiciones actuales, en los que los coleccionistas nos presentan muchos de
ellos, nos asombra su fealdad y mal acabado de escala ¡ con lo maravillosos que
nos parecían !
Estos juguetes de hojalata, tanto de Reyes
como los otros, tenían la peculiaridad frecuente de poder moverse con un
resorte metálico, “de cuerda” los llamábamos, cuya duración era corta ya que al
atornillar la manecilla del resorte se producía con rapidez su rotura, lo que
motivaba que intentásemos arreglar el estropicio. Para ello levantábamos las
pestañas de los extremos de la base para llegar al trípode donde el resorte
estaba fijado y manipulábamos éste, para dejar libre el eje de las ruedas sobre
el que actuaba y así poder seguir jugando, esta vez a rueda limpia, cosa que
también era muy deseada. Cuando inventábamos montar de nuevo la carrocería
aquellas malditas pestañas se rompían siempre y ya no había manera de volver a
tener el juguete armado nunca más, con lo cual el juguete finiquitaba en
nuestras manos.
Hecho este preámbulo de muerte súbita para
muchos de los juguetes, vamos a hacer un recorrido sobre la multitud de
artículos, tanto adquiridos como manufacturados que hicieron felices muchas
horas de nuestra infancia y constituyeron la base de los juegos, que en la
mayoría de los casos eran comunitarios, es decir, se compartían entre varios
niños, de tal modo que el entretenimiento era mayor y nos enseñó también a no
ser egoístas.
Con unos pocos céntimos se podía ir de
compras hasta
Las pizarras
Eran a base de una lámina de dicho material
enmarcada con un cerco de madera vista. Este modesto objeto cumplía dos
funciones, una era didáctica, que correspondía al equipaje del colegio y en
ella realizábamos todo tipo de actividades escritas, tal vez para ahorrar
cuadernos, tan escasos en aquellos años. Lógicamente la invectiva infatil
procuraba sacar partido de esta pequeña propiedad que caía en nuestras manos y
así servía para que realizásemos en ella nuestros primeros escarceos
artísticos, con dibujos y garabatos que nos servían de gran distracción. ¿Quién
no recuerda aquel dibujo numérico que hacíamos simultáneamente al recitado en
alta voz “con un seis y un cuatro hago tu retrato”? También nos servían para producir sonidos chirriantes; raspando
el pizarrín con cierto ángulo se producía un ruido penetrante que incluso daba
dentera a los presentes. Repito otra vez la selección del material del
pizarrín, que el más común era a base de pizarra pero había otros más selectos,
menos rudimentarios, cuya textura era suave y de color blanquecino, que lo
conocíamos por “pizarrín de manteca” y que lógicamente era el preferido por
todos.
Plumines y plumieres
La escritura con pluma estilográfica tardó
años en lograrse y eran escasos los muchachos que poseían una, que para colmo
solían estropearse pronto. La base de la escritura era el típico palillero en
el que se introducían los clásicos plumines. Estos plumines eran variados,
incluso con formas y gruesos adecuados para los cuadernillos con letra gótica.
Los más comunes tenían una hendidura central, lo cual motivaba que la punta de
la escritura se abriera más de lo necesario, siendo inservibles en poco tiempo.
La calidad de éstos fue apareciendo poco a poco y así en la clasificación de
los más comprados era la marca Irinoid la primera con ventaja al resto de sus
competidores. En ocasiones teníamos una caja de madera lisa y alargada, el
plumier donde poder guardar la goma de borrar, los plumines con su palillero y
los lápices. Estos plumieres tenían también sus categorías dependiendo
lógicamente de su precio, desde el más económico a base de un compartimento
único hasta el más caro con tapas decoradas y multitud de divisiones interiores
para clasificar sus contenidos.
Los plumines tenían también otras
aplicaciones menos didácticas tales como servir de herramienta mediante su
punta para hacer modestos tatuajes en el dorso de las manos, utilizando para
ello tintas de colores e incluso para clavarlos en el abdomen de algún
moscardón y observar su lento caminar provisto de tal accesorio.
Los trenes
No puedo reseñar aquí nada sobre los trenes
con resorte y los trenes eléctricos, tan difíciles de poseer y tan conocidos
por los coleccionistas en la actualidad y que debido a su categoría están
alejados de este recuerdo.
Para suplir su carencia buscábamos
afanosamente en los pequeños desperdicios domésticos las latas de conserva vacías
de sardinas y atún. Ambas latas eran planas y alargadas, como las actuales, y
con ello adecuadas para ser transformadas en vagones de mercancías.
Desprovistas de las tapas y haciéndoles un agujero en ambos extremos, se unían
entre si con un trozo de cuerda, siendo este mas largo en la lata que hacia el
papel de locomotora, con el que cogido el extremo del cordel con la mano,
servía para mover aquel tren tan maravilloso, que hacíamos circular por aceras
y calles y como eran de mercancías se rellenaban los vagones con arena,
piedrecillas y palos, de modo que para nosotros aquel artilugio fue durante
mucho tiempo un tren casi de verdad.
El fútbol
Los juegos de este deporte eran muy
corrientes de realizar en plena calle, ya que los coches brillaban por su ausencia
y por lo tanto éramos los dueños absolutos de esta zona. Lo malo era que la
posesión de una buena pelota o un balón era prohibitivo y teníamos que recurrir
a otros modelos, más económicos o artesanales. El más económico era una pelota
hecha de badana y rellena de serrín de madera, lo que ocasionaba que, pese a su
pequeño tamaño, fuera muy pesada y como la badana se deterioraba pronto en su
erosión sobre el suelo de la calle, al final duraba poco tiempo. La otra opción,
muy barata, era hacer la pelota con trapos y cordel. Había verdaderos artesanos
especialistas en esta manufactura, siendo lo más difícil encontrar los trapos
pues por entonces nadie los tiraba, de modo que teníamos que pedir en nuestras
casas algún retal inservible.
Lograda la materia prima comenzaba la
fabricación propiamente dicha, prensando
los trapos mojados en forma esférica y
alcanzado el tamaño deseado, se remataba con cordel fino, de Bramante se
llamaba, lográndose así una pelota, que lógicamente duraba solo una tarde. Su
muerte era gloriosa pues comenzaba por la rotura y pérdida del cordel y
lógicamente el desmembrado de los trapos, pese a lo cual proseguía su uso hasta
que su deterioro impedía continuar. En ese momento el juego se suspendía y los
restos de la pelota se guardaban para el día siguiente en el que con nuevas
aportaciones de trapos y cuerda se recomponía y volvía una vez más a cumplir su
destino.
El Cascayu
Era un juego que servía tanto a niñas como
a niños. Consistía en cinco o siete
rectángulos enlazados, pintados con tiza si la superficie era de
cemento, o con una línea profunda si era en zonas arenosas. Con un trozo de
piedra plana comenzaba el juego, depositando ésta en el primer rectángulo y
pasándola posteriormente al siguiente únicamente con la ayuda de un pie y el
otro mantenido en alto. Cada rectángulo consecutivo tenía mayor dificultad en
los movimientos que había que realizar sobre él, de manera que el jugador que
fallaba era eliminado y comenzaba el juego el siguiente competidor. Como había
muchos especialistas el juego se iba complicando pues una vez superados todos
los rectángulos comenzaba otra vuelta sobre ellos, esta vez con mayores
dificultades añadidas. En ocasiones el cascayu era para un jugador solitario,
así que servía también de entretenimiento individual y de paso como
entrenamiento.
Los cigarrillos de manzanilla y tabaco
Aunque ya se citó este tipo de
entretenimiento conviene recordarlos una vez más ya que nuestra apetencia por
imitar a los mayores implicaba que los comprásemos frecuentemente en los
comercios especializados de
Lógicamente eran inofensivos y por lo tanto
permitidos pero también nos servían de tapadera para fumar cigarrillos de
verdad. Si teníamos dinero, cosa poco probable, comprábamos algún pitillo
suelto de los más baratos, Los Ideales. Aquellos cigarrillos eran pura
dinamita, con su envoltura de papel amarillo y su contenido heterogéneo, casi
siempre lleno de nervios de las hojas
del tabaco, estacas las llamábamos, que si no apagabas el cigarrillo,
producían un olor y sabor de lo más desagradable. Cuando el pecunio era escaso
recurríamos a un proceso asqueroso consistente en recoger colillas del suelo,
abrirlas y mezclar su contenido hasta lograr la cantidad requerida para surtir a
todos los ansiosos fumadores.
La técnica de las colillas se aprovechaba
también por las personas mayores, pues las cigarreras vendían simultáneamente
este tipo de tabaco, que tenía un poco más de higiene que el nuestro, pues lo
habían sometido a un lavado previo antes de proceder a su venta.
Artículos pirotécnicos
Uno de los entretenimientos más deseados
consistía el hacer explosionar una serie de materiales de fácil adquisición,
tanto por su abundancia como por su precio. La tienda más frecuentada para estos
menesteres era la de Nicanor, ya que este venerable anciano disponía de un
surtido variado de “bombas”, restallones”, “petardos” y “voladores”.
Las bombas eran unos pequeños envoltorios
que al tirarlos con fuerza sobre el suelo de cemento o losetas, producían una
explosión. Los más económicos eran a base de un pequeño abultamiento, como de
0,5 cm3, que estaba forrado con papel de color chillón y una pequeña
prolongación, por la que se cogía y se hacía su tirada. De mayor precio era
otro modelo, este en forma de cilindro deformado, de unos
Los
“restallones” estaban formados por una tira de papel basto, sobre el cual iban
depositados unos pequeños semicírculos abultados de color marrón rojizo. Se
compraban por unidades o por tiras completas y para utilizarlos se separaba uno
de ellos, cortando el trozo de papel correspondiente, y se raspaba sobre una
piedra o pared y el restallón comenzaba a originar pequeñas explosiones hasta
que finalizaba el material que los producía. Muchas veces los frotábamos con
suavidad en las paredes de los pasillos de nuestras casas cuando ya era de
noche y dejaban un rastro fosforescente que era muy apreciado por nosotros pero
la diversión duraba solamente una noche
ya que al día siguiente la pared estaba llena de los arañazos que habíamos
producido y por tanto la regañina y posterior prohibición estaban aseguradas.
Los
“petardos” eran también de varios tamaños, según su precio. Los más económicos
y por tanto lo tanto los más utilizados, eran unos cilindros de cartón, de unos
Los “voladores” eran similares a los
utilizados en las fiestas veraniegas, pero lógicamente a escala muy reducida.
De este surtido pirotécnico estos “voladores” eran los menos preferidos, tal
vez porque la relación diversión-precio no era la adecuada.
Cariocas
También jugábamos con unas cintas de papel
de tipo seda, papel pinocho se llamaba, con una bolsita pequeña de tela en su
extremo, llena de arena blanca y con un cordel bramante atado a ésta, para
poder girar el conjunto y simular círculos en el aire de colores chillones. Se
conocían por los nombres de “carioca” y “serpentina” y se vendían en muchas de
las tiendas de materiales infantiles ya descritas anteriormente a un precio muy
módico, por lo cual eran muy solicitadas.
Pistolas con pinzas
Aprovechando
las pinzas de madera para tender de la ropa en nuestras casas hacíamos unas
modestas pistolas, capaces de disparar granos de maíz o cualquier semilla
aplanada. Para su manufactura se desarmaba una pinza y con el muelle metálico
se montaba un resorte, que se fijaba en una de las partes aprovechando las
muescas existentes en dicha pinza. Posteriormente se encajaba sobre las dos
piezas de apretar la ropa de la otra pinza y estas cumplían la doble misión de
sujetar el conjunto de la pistola y la semilla-proyectil. La recarga se hacía
con la otra parte de la pinza desarmada, de modo que con la zona plana de ésta
se empujaba el resorte del muelle hasta su respectiva muesca. Este modesto
juguete era muy utilizado, tanto en batallas personales, en las que el golpeo
de la semilla en cualquier parte del cuerpo significaba “muerto”, como para
disparar en forma de catapulta con la pieza cargadora en batallas con soldados
recortables.
Gomero- Forcau
Existían unos artilugios menos inocentes
que también eran artesanales. El gomero se hacía con una goma elástica de
oficina sujeta a un soporte de alambre en forma de “U” y con la parte inferior
alargada para servir de agarradera. Los proyectiles eran a base de papel
enrollado y doblado en uve, de modo que se introducía la goma en su base aguda
interna y se cogían con dos dedos las dos partes de la uve del papel, se
estiraba ésta hacia atrás y al soltarlo bruscamente el proyectil salía
disparado con la suficiente fuerza como para hacer un pequeño daño si alcanzaba
la cara de algún despistado. También era muy utilizado en batallas “en serio”
con soldados recortables, pues debido al fuerte impacto que recibían, estos
soldados quedaban destrozados e irrecuperables. Debo añadir que en alguna
ocasión se sustituyó el proyectil de papel por una horquilla metálica, que
silbaba al salir del gomero y tenía ya un peligro máximo pues su impacto era
terrorífico. Afortunadamente esta variación no fue de uso generalizado ya que
solo conocíamos esta unos cuantos “inocentes angelitos”.
El hermano mayor era el Forcau, que se
construía con un diseño similar pero el soporte era de madera, las gomas de
cámara de rueda y una badana en la parte central de éstas para situar el
proyectil, que en este caso era una piedra tipo canto rodado. Había verdaderos
artistas en disparar con este sistema, incluso se permitían el lujo a ir de de
caza a pájaros, lo que sirve de prueba de su habilidad. Los forcaos se utilizaban
también en las peleas entre chavales de un barrio contra otro; en especial eran
muy temidos los que habitaban en
Muñecos en el techo
Un entretenimiento, tanto doméstico como de
sala de estudio del colegio era pegar un muñeco de papel en el techo de
cualquiera de estos lugares. Para ello con una cuartilla o una hoja de cuaderno
se doblaba por la mitad y cuidadosamente se recortaba a mano el perfil de un
monigote, con los brazos y piernas extendidos. A continuación se masticaba un
buen trozo de papel hasta hacer una papilla pegajosa bien ensalibada. Lograda
ésta, se unía la cabeza del monigote mediante un hilo de coser a la bola
pegajosa del papel masticado y se tiraba
con fuerza dicha bola hasta el techo. Si estábamos en casa el asunto no pasaba de
ahí pero si lo hacíamos en el colegio, aprovechando la distracción del
vigilante del estudio, el número de monigotes era mayor ya que había un buen
contagio entre los aburridos estudiantes y lo peor sucedía cuando los susurros
alertaban al vigilante, ya conocedor de este entretenimiento, lo cual producía
indefectiblemente el correspondiente castigo, bien corporal o de prolongación
de la estancia en el horario del colegio.
Soldados recortables
Como sustitutivo de los soldados de plomo,
que siempre escaseaban en nuestras manos, teníamos a nuestro alcance, por un
precio super-económico, los soldados y vehículos recortables en láminas de
papel. Nuestros favoritos eran los de la marca “
Con
estos soldados, implementados con algún vehículo, montábamos unas batallas
reales; si éramos cuidadosos solo eran con la utilización de chapas o botones
como proyectiles al ras del suelo pero si queríamos una batalla real…valía
todo, desde terrones que estallaban como bombas hasta pedradas con forcau, allí
todo valía pero este entretenimiento real traía consigo la pérdida de casi todo
el ejército de papel. El final apocalíptico era de tipo funeral Vikingo pues
los supervivientes se colocaban en fortificaciones hechas con palos de madera y
algún petardo entre sus astillas, comenzando entonces el encendido de este
conjunto, que hacía volar por los aires el circuito fortificado y reducía a
cenizas a los pobres supervivientes de las batallas anteriores.
Mariquitas
Las niñas también tenían los modestos
juguetes que sustituían a las muñecas de verdad y eran unas muñequitas
recortables con una gran variedad de vestidos y sombreros. La muñequita venía
en paños menores, de lo más decente lógicamente, acompañada también por
hermanitos. Los vestidos tenían dos pestañas en su parte superior, que se
doblaban y colocaban sobre los hombros de la “mariquita”, que era el nombre por
el que se solía conocer a estos recortables femeninos. De esta manera el
surtido de vestidos era intercambiable y las niñas podían jugar así, con mucha
imaginación, a que tenían en sus manos a la inalcanzable Mariquita Pérez con
todo su lujoso vestuario, sustituyendo el armario ropero por “el libro ropero”,
que mantenía los trajes estirados y sin defectos que alterasen su postura.
Juegos con animales
Las travesuras infantiles se concretaban
muchas veces en martirizar a algunos de los seres vivos que tenían la desgracia
de cruzarse en nuestro camino.
Para lograr algún pájaro vivo,
especialmente los gorriones, utilizábamos liga y guindones. Con la liga era más
probable que la pobre ave sobreviviera hasta caer en nuestras manos ya que los
guindones los solía matar por asfixia o desnucamiento. Total, una vez en nuestro
poder la inventiva era bastante desarrollada pues los que sobrevivían eran
sometidos a crueles experimentos científicos, tales como atarles una cuerda en
una pata con un trozo de papel en el otro extremo de ésta y observar su vuelo
meteórico hasta que se enredaba en algún saliente del tejado de la casa más
próxima. Otro experimento consistía en cambiar el color del plumaje mediante
inmersión en un baño de tinta verde o roja. Ya seco, el pobre pájaro escapaba
hacia lo que el creía que era la libertad pero su ilusión se fragmentaba al
acercarse a sus congéneres de la misma raza, pues al tener otro color no era
reconocido como individuo común a ellos y la emprendían a picotazos hasta
expulsarlo de su compañía. Este proceso era seguido con toda meticulosidad por
nuestra parte, orgullosos del éxito alcanzado con este experimento biológico.
Otro entretenimiento esporádico era la
separación de dos perros apareados. Es bien sabido que los perros, una vez
realizado su coito, quedan pegados ya que el pene del macho se inflama
demasiado y no es posible separarse de la hembra hasta pasada casi una hora.
Pues bien, cuando encontrábamos a una pareja de canes en tal trance, nos
acercábamos a ellos provistos de un palo y aprovechando la posición en la que
se encontraban, culo con culo, les pegábamos un buen golpe con dicho palo
justamente en el centro de ambos traseros, lo que motivaba una separación
brusca de la pareja seguido de unos alaridos de gran potencia emitidos por el
pobre macho.
Como colofón de estas terribles travesuras
no faltó tampoco la clásica lata de conserva atada a la cola de algún pobre
perro y que suponía una desenfrenada carrera del pobre animal, seguido por los
“angelitos” que habíamos realizado tal proeza.
Los sapos tenían su suplicio privado consistente
en “sapiar” al pobre bicho. La prueba consistía en poner al sapo en el extremo
de una tabla alargada que estaba soportada sobre un trozo de piedra en el
centro, a modo de columpio. Situado el sapo en dicha posición, se golpeaba
bruscamente el otro extremo en la tabla con un palo grueso. El impulso de este
efecto hacía que el sapo saliese despedido por el aire con las cuatro patas
extendidas y aterrizase de esa guisa, con un fuerte golpe de panza que lo
dejaba inconsciente, repitiéndose el proceso hasta que quedaba definitivamente
muerto. De este juego se estableció la palabra “sapiazo” para expresar alguna
caída al suelo de alguno de nosotros, cuando jugábamos a otros juegos
diferentes y que se parecía a la del pobre sapo.
También era frecuente en los días de lluvia
la caza de sacaveras (salamandras), de gran tamaño y de colores negro y
amarillo. Estos inocentes reptiles tienen un aspecto asqueroso pero son
totalmente inofensivos. Nosotros nos basábamos más en su aspecto que en su
conducta y en cuanto veíamos alguna era instantáneamente aplastada a base de
pedradas y en ocasiones, me avergüenza decirlo, las impregnábamos en alcohol y
las quemábamos vivas.
Patinetes y carros de cojinetes
Estos dos juguetes eran muy apreciados y
lógicamente de los más deseados pues no era fácil disponer de los materiales
básicos para su construcción: los cojinetes metálicos. Hay que tener en cuenta
que estos artilugios móviles eran construidos por nosotros mismos, sin ayuda de
los mayores, por lo cual a la escasez de todos sus componentes se unía la
dificultad operativa por parte de sus futuros poseedores. Tal como cité la base
para la fabricación de estos juguetes tan importantes, era disponer de los
cojinetes metálicos necesarios, dos o tres para el patinete y tres o cuatro
para el carro. Estos cojinetes solo se podían conseguir en los talleres de
reparación de coches y camiones, por lo que era necesario conocer a alguna
persona que trabajase en ellos, generalmente un aprendiz, que rebuscase entre
la chatarra de desperdicios del taller y encontrase estas piezas tan
codiciadas. Este personaje era muy avispado y conocedor de la demanda de estos
productos a los que él tenía acceso y lógicamente pedía un precio por ellos, en
función de su tamaño, y características ya que había unos cuyos rodamientos
estaban casi a la vista y otros que los tenían protegidos por una pieza de
aleación metálica de color dorado, que ocultaban las bolas, con lo cual eran
más resistentes a los golpes y evitaban la penetración de arena y piedrecitas en
su interior. A este último modelo, el más valorado y por tanto el más caro, lo
llamábamos “americano”, adjetivo que en aquellos años significaba la máxima
calidad.
Los patinetes eran de modelo similar a los
que vendían en las jugueterías pero lógicamente de aspecto muy rústico.
Generalmente se construían de dos ruedas, de las que de la parte posterior
sobresalía ligeramente de la base de madera y llevaba adosada por encima una
tira de cuero, que al pisarla servía de frenada.
Los carros eran ya otra cosa más
importante, en tamaño y calidad. Su base era un armazón con barrotes de madera,
en forma rectangular, sobre el que iban clavadas las tablas, de modo que su
aspecto era de una superficie plana, sobre la cual irían sentados los futuros
viajeros. Había carros de tres ruedas para dos o tres plazas y otros de cuatro
ruedas para tres a seis plazas. En ambos casos las dos ruedas traseras llevaban
las palancas del freno, a base de una barra giratoria pequeña de madera con una
pieza de goma clavada en tal posición que al girar, la barra se apretaba sobre
la rueda, produciendo incluso chispazos cuando la frenada era brusca.
En los carros de tres ruedas se
seleccionaba el cojinete de mayor tamaño y calidad para la parte delantera, que
consistía en una pieza de madera en cada lado de la rueda, que soportaba el eje
sobre el cual iba dicha rueda. Ambas piezas estaban clavadas a la barra que sostenía
la base anterior del carro, cuya barra tenía también la misión de hacer el giro
del carro durante su desplazamiento. Para lograr este movimiento de la barra,
esta iba fijada a la base de madera mediante un tornillo pasante, que
obteníamos de los restos del jergón de alguna cama.
El carro de cuatro ruedas tenía dos ejes y
el delantero, con las dos ruedas en su exterior, también tenía movimiento
giratorio, con la misma fijación central de tornillo grueso.
En ambos modelos el conductor iba sentado
en primer lugar, con los pies en los extremos de la barra y las manos sujetando
una cuerda que estaba fija en ambos extremos. A continuación se sentaban a
horcajadas el resto de los pasajeros y el que iba en último lugar era el
encargado del freno.
Los carros se hacían correr en plena calle
o en las aceras que tuviesen suficiente pendiente para permitir su veloz
deslizamiento cuesta a bajo y a plena carga, con el único obstáculo de la
súbita aparición de un guardia urbano, que nos hacía parar en el acto y nos
amenazaba con llevarnos al “Cuartón” si no retirábamos el carro.
Estos vehículos, tanto patinetes como
carros, permitían disfrutar de un lujo que pocos teníamos pues el descenso a
tumba abierta en zonas con baches producía un verdadero sorteamiento de peligro
y muchas veces el aguerrido conductor hubo de ser asistido en
La Chatarra
Ya se ha recordado en parte, respecto a los
profesionales que buscaban restos de metales y materiales para ser
posteriormente vendidos en los establecimientos del ramo. En nuestro caso, a
pequeña escala, también procurábamos su búsqueda para sacar algún provecho
económico. No obstante, cuando teníamos la suerte de encontrar “peines”
completos con balas de fúsil sin usar, la ventaja era doble ya que aparte de su
posterior venta, desmontábamos hábilmente el conjunto casquillo-bala y así
teníamos la bala para jugar como proyectil en batallas con soldados recortables
y la pólvora del cartucho metálico, que una vez vaciada de éste, nos servía
para dejar impreso nuestro nombre en cualquier superficie dura. Para ello
dibujábamos con la pólvora las correspondientes letras y después, al quemarla,
quedaban nuestras letras impresas en negro y duraderas varios días, lo que
constituía un orgullo para cada autor de tal proeza.
Los casquillos vacíos los volvíamos a
llenar con arena prensada y machacábamos la parte superior para que no se viese
tal truco, sumamente inocente pues el comprador de la chatarra nos estafaba
después tanto en el peso como en el precio.
Recordaré una vez más que también nosotros,
en nuestra búsqueda de materiales vendibles, escarbando en las ruinas, nos
encontramos más de una vez huesos alargados, que resultaban ser restos humanos
de algún pobre soldado desaparecido en combate.
Juegos alimenticios
Nuestra alimentación era escasa, lo poco
que nuestros pobres padres podían ofrecernos. Baste recordar aquellos bollos
del pan de racionamiento, de color oscuro y de textura y aspecto heterogéneos
debido a la mezcla de materiales de que estaban hechos, excepto de harina de
trigo. También el azúcar era en terrones sin refinar, de color marrón oscuro; y
no digamos nada sobre el pobre chocolate, hecho a base de algarroba y que se
desmoronaba fácilmente en nuestras manos. Su unidad era la “libra” y venía
dividido tal como hemos visto en partes rectangulares que se llamaban “onzas”
por lo que nuestra merienda era muchas veces “pan con una onza de chocolate”.
Pues bien, a esta común escasez nosotros respondíamos procurándonos unos
alimentos que la naturaleza o los agricultores ponían a nuestra disposición.
Teníamos de esta manera pequeños ágapes a base de moras de zarza, boliche que
era una especie de trébol que crecía en los maizales, mazorcas tiernas que
cogíamos con gran peligro por el enfado de sus dueños, avellanas con su
“garapieyu”, castañas y otras delicias imaginativas tales como “jamón”, que
eran brotes tiernos de las guías de las sebes y “paninos”, un pequeño fruto en
forma octogonal que producía una planta rastrera que abundaba incluso en los
laterales de las calles. Si las circunstancias lo permitían también,
asaltábamos alguna huerta en busca de “arbeyos” sin formar y madurar, por lo que
tenían un sabor muy agradable y calmaban nuestros poco delicados estómagos. No
obstante, debido a tales originales manjares, era frecuente que sufriésemos
fuertes diarreas, “cagalera” como llamábamos a tal indisposición.
El aro y la comba
Constituían ambos dos modestos juguetes
para el entretenimiento de niños y niñas.
El aro podía ser de dos materiales
distintos: madera y varilla de hierro. Los aros de madera tenían una vida muy
limitada pues la humedad los deformaba y prontamente se despegaban por la parte
de unión, lo cual motivaba en ocasiones un movimiento poco armónico y el
abandono posterior del juguete. Para hacerlo girar estaba provisto de un palo
que a su vez servía para corregir su alocada trayectoria ya que al no tener
soporte de sujeción se desbocaba cuesta abajo y era por lo tanto muy frecuente
ver a niños y niñas correr tras su díscalo juguete.
Los mejores aros se conseguían con los
fabricados con tubo de hierro, que al ir soldados no se alteraban ni con el uso
ni con los agentes atmosféricos. Tenían una guía, también de alambre metálico
que impedía su fuga y permitía grandes habilidades, ya que, introducido su
extremo curvado en el interior del aro, se podía frenar y acelerar su macha,
por lo cual los poseedores de tal juguete, que no se vendía en tiendas como
sucedía con el aro de madera, manifestaban su orgullo al efectuar sus
demostraciones acompañado por el típico sonido que producía el roce de la guía.
La comba también podía ser de adquisición
en tiendas o fabricación casera. Lógicamente había una notable diferencia entre
ambas ya que la comprada era gruesa, multicolor, suave al tacto y estaba
provista de empuñaduras de madera en los extremos, con una semiesfera metálica
llena de trozos también metálicos, que producían un sonido tipo cascabel al
mover la comba. La otra lógicamente era un trozo de cuerda con varios nudos en
los extremos para su agarre.
En ambos casos se empleaban
fundamentalmente para el salto con variaciones de una o dos piernas y
acompañando el movimiento con alguna canción.
Una similitud al juego del aro era una
rueda situada en el extremo de un palo y con este modesto artilugio recorríamos
distancias considerables, simulando que conducíamos algún vehículo que
solamente existía en nuestra imaginación.
El caballito de cartón
Muchas veces disfrutábamos de la entrañable
compañía de este modesto juguete, construido de cartón piedra y de varios
tamaños, según su precio, por lo cual era el más enano el que frecuentaba
nuestros juegos. Las patas de este caballito estaban pegadas en una base de
madera provista de ruedas para facilitar su movimiento al atarlo con una
cuerda.
Además de este modelo existía también otro
más dinámico, consistente en una cabeza de caballo también de cartón-piedra
sujeta a un palo largo que tenía en el otro extremo una ruedecilla. La cabeza
estaba provista de riendas, de modo que montando sobre el palo, con un ángulo
de 45º, las riendas en una mano, un sombrero de papel de periódico en la cabeza
y una espada artesana de madera en la otra mano, nos transformábamos en
soldados de caballería y nos pegábamos las grandes galopadas.
La duración de estos caballitos era corta
ya que su material de construcción tenía una endeblez muy grande y por otra
parte si la lluvia mojaba el cartón, la figura se abollaba y deshacía con suma
facilidad, con lo cual únicamente sobrevivía el resto de madera, que en ambos
casos permitía aprovecharlos para otros juegos diferentes.
El muñeco musical
Durante las romerías, fiestas locales e
incluso en la misma plaza de El Fontán aparecía a la venta un curioso muñeco
artesanal. Sus fabricantes eran también los propios vendedores sin
intermediarios.
Este muñeco era muy rústico y de pequeño
tamaño, unos
En su interior esta pieza característica de
los brazos estaba unida a una gomita, que la tensaba hacia arriba y a una
cuerdecita que sobresalía por el hueco inferior del muñeco. En su espalda se
adosaba, perpendicular al cuerpo, una flauta pequeña de un solo agujero y en la
parte frontal el muñeco portaba un tambor, que al accionar la cuerdecita hacía
sonar mediante los golpes rítmicos realizados con los movimientos de los brazos
y producía así un sonido peculiar.
El vendedor de tal prodigio voceaba su
producto gritando “Aquí está don Nicanor tocando el tambor” acompasándose del ritmo
del tambor, hacía sonar la flauta con alguna de las melodías de moda.
La cuestión era que, encandilados por tal
prodigio musical, éramos muchos los que comprábamos este modesto juguete, pero…
algún truco debía de tener pues cuando soplábamos la flauta solo nos salía un
pitido estridente que nada se parecía a los emitidos por el vendedor y pese a
nuestro empeño no logramos entonar ninguna sonoridad agradable.
No hay comentarios:
Publicar un comentario