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La Nostalgia del Pasado

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26 de enero de 2022

La Nostalgia del Pasado 4

 

Capitulo 4

 

LOS JUGUETES ECONÓMICOS Y ARTESANALES

 

Juguetes de hojalata. Reparación. Artículos en la Plaza de El Fontán. Las Pizarras. Plumines y plumieres. Los trenes. El fútbol: pelotas de trapo. El Cascayu. Los cigarrillos de manzanilla y tabaco. Artículos pirotécnicos. Cariocas. Pistolas de pinzas. Gomero-Forcau. Muñecos en el techo. Soldados recortables. Mariquitas. Juegos con animales. Patinetes y carros de cojinetes. La chatarra. Juegos alimenticios. El aro y la comba. El caballito de cartón. El muñeco musical.

 

Ya comenté anteriormente que con excepción de los Reyes Magos, en que nuestros padres hacían un verdadero esfuerzo por dejarnos juguetes de importancia, durante el resto del año nos teníamos que conformar con otros más pequeños en tamaño, calidad y precio, pero que constituían una ilusión muy grande cuando caían en nuestras manos. En muchas exposiciones actuales, en los que los coleccionistas nos presentan muchos de ellos, nos asombra su fealdad y mal acabado de escala ¡ con lo maravillosos que nos parecían !

 

Estos juguetes de hojalata, tanto de Reyes como los otros, tenían la peculiaridad frecuente de poder moverse con un resorte metálico, “de cuerda” los llamábamos, cuya duración era corta ya que al atornillar la manecilla del resorte se producía con rapidez su rotura, lo que motivaba que intentásemos arreglar el estropicio. Para ello levantábamos las pestañas de los extremos de la base para llegar al trípode donde el resorte estaba fijado y manipulábamos éste, para dejar libre el eje de las ruedas sobre el que actuaba y así poder seguir jugando, esta vez a rueda limpia, cosa que también era muy deseada. Cuando inventábamos montar de nuevo la carrocería aquellas malditas pestañas se rompían siempre y ya no había manera de volver a tener el juguete armado nunca más, con lo cual el juguete finiquitaba en nuestras manos.

 

Hecho este preámbulo de muerte súbita para muchos de los juguetes, vamos a hacer un recorrido sobre la multitud de artículos, tanto adquiridos como manufacturados que hicieron felices muchas horas de nuestra infancia y constituyeron la base de los juegos, que en la mayoría de los casos eran comunitarios, es decir, se compartían entre varios niños, de tal modo que el entretenimiento era mayor y nos enseñó también a no ser egoístas.

 

Con unos pocos céntimos se podía ir de compras hasta la Plaza del Fontán y allí, en los puestos de venta especializados adquiríamos muchas veces unas gafas hechas de cartón con los cristales de papel transparente y de colores brillantes, principalmente rojas, azules y verdes. Las más baratas tenían una gomita para pasarlas detrás de la cabeza y las de más calidad estaban dotadas de patillas. Para completar el “lujo” había también relojes de pulsera, unos económicos con las manecillas pintadas y otros con más calidad, en los que las manecillas se movían con una pieza como la rosca de los de verdad y así te dedicabas a moverlas hasta romper el mecanismo, cosa que duraba muy poco tiempo.

 

Las pizarras 

 

Eran a base de una lámina de dicho material enmarcada con un cerco de madera vista. Este modesto objeto cumplía dos funciones, una era didáctica, que correspondía al equipaje del colegio y en ella realizábamos todo tipo de actividades escritas, tal vez para ahorrar cuadernos, tan escasos en aquellos años. Lógicamente la invectiva infatil procuraba sacar partido de esta pequeña propiedad que caía en nuestras manos y así servía para que realizásemos en ella nuestros primeros escarceos artísticos, con dibujos y garabatos que nos servían de gran distracción. ¿Quién no recuerda aquel dibujo numérico que hacíamos simultáneamente al recitado en alta voz “con un seis y un cuatro hago tu retrato? También nos servían para producir sonidos chirriantes; raspando el pizarrín con cierto ángulo se producía un ruido penetrante que incluso daba dentera a los presentes. Repito otra vez la selección del material del pizarrín, que el más común era a base de pizarra pero había otros más selectos, menos rudimentarios, cuya textura era suave y de color blanquecino, que lo conocíamos por “pizarrín de manteca” y que lógicamente era el preferido por todos.

 

Plumines y plumieres

 

La escritura con pluma estilográfica tardó años en lograrse y eran escasos los muchachos que poseían una, que para colmo solían estropearse pronto. La base de la escritura era el típico palillero en el que se introducían los clásicos plumines. Estos plumines eran variados, incluso con formas y gruesos adecuados para los cuadernillos con letra gótica. Los más comunes tenían una hendidura central, lo cual motivaba que la punta de la escritura se abriera más de lo necesario, siendo inservibles en poco tiempo. La calidad de éstos fue apareciendo poco a poco y así en la clasificación de los más comprados era la marca Irinoid la primera con ventaja al resto de sus competidores. En ocasiones teníamos una caja de madera lisa y alargada, el plumier donde poder guardar la goma de borrar, los plumines con su palillero y los lápices. Estos plumieres tenían también sus categorías dependiendo lógicamente de su precio, desde el más económico a base de un compartimento único hasta el más caro con tapas decoradas y multitud de divisiones interiores para clasificar sus contenidos.

 

Los plumines tenían también otras aplicaciones menos didácticas tales como servir de herramienta mediante su punta para hacer modestos tatuajes en el dorso de las manos, utilizando para ello tintas de colores e incluso para clavarlos en el abdomen de algún moscardón y observar su lento caminar provisto de tal accesorio.

 

Los trenes

 

No puedo reseñar aquí nada sobre los trenes con resorte y los trenes eléctricos, tan difíciles de poseer y tan conocidos por los coleccionistas en la actualidad y que debido a su categoría están alejados de este recuerdo.

 

Para suplir su carencia buscábamos afanosamente en los pequeños desperdicios domésticos las latas de conserva vacías de sardinas y atún. Ambas latas eran planas y alargadas, como las actuales, y con ello adecuadas para ser transformadas en vagones de mercancías. Desprovistas de las tapas y haciéndoles un agujero en ambos extremos, se unían entre si con un trozo de cuerda, siendo este mas largo en la lata que hacia el papel de locomotora, con el que cogido el extremo del cordel con la mano, servía para mover aquel tren tan maravilloso, que hacíamos circular por aceras y calles y como eran de mercancías se rellenaban los vagones con arena, piedrecillas y palos, de modo que para nosotros aquel artilugio fue durante mucho tiempo un tren casi de verdad.

 

El fútbol

 

Los juegos de este deporte eran muy corrientes de realizar en plena calle, ya que los coches brillaban por su ausencia y por lo tanto éramos los dueños absolutos de esta zona. Lo malo era que la posesión de una buena pelota o un balón era prohibitivo y teníamos que recurrir a otros modelos, más económicos o artesanales. El más económico era una pelota hecha de badana y rellena de serrín de madera, lo que ocasionaba que, pese a su pequeño tamaño, fuera muy pesada y como la badana se deterioraba pronto en su erosión sobre el suelo de la calle, al final duraba poco tiempo. La otra opción, muy barata, era hacer la pelota con trapos y cordel. Había verdaderos artesanos especialistas en esta manufactura, siendo lo más difícil encontrar los trapos pues por entonces nadie los tiraba, de modo que teníamos que pedir en nuestras casas algún retal inservible.

 

Lograda la materia prima comenzaba la fabricación  propiamente dicha, prensando los trapos mojados  en forma esférica y alcanzado el tamaño deseado, se remataba con cordel fino, de Bramante se llamaba, lográndose así una pelota, que lógicamente duraba solo una tarde. Su muerte era gloriosa pues comenzaba por la rotura y pérdida del cordel y lógicamente el desmembrado de los trapos, pese a lo cual proseguía su uso hasta que su deterioro impedía continuar. En ese momento el juego se suspendía y los restos de la pelota se guardaban para el día siguiente en el que con nuevas aportaciones de trapos y cuerda se recomponía y volvía una vez más a cumplir su destino.

 

El Cascayu

 

Era un juego que servía tanto a niñas como a niños. Consistía en cinco o siete  rectángulos enlazados, pintados con tiza si la superficie era de cemento, o con una línea profunda si era en zonas arenosas. Con un trozo de piedra plana comenzaba el juego, depositando ésta en el primer rectángulo y pasándola posteriormente al siguiente únicamente con la ayuda de un pie y el otro mantenido en alto. Cada rectángulo consecutivo tenía mayor dificultad en los movimientos que había que realizar sobre él, de manera que el jugador que fallaba era eliminado y comenzaba el juego el siguiente competidor. Como había muchos especialistas el juego se iba complicando pues una vez superados todos los rectángulos comenzaba otra vuelta sobre ellos, esta vez con mayores dificultades añadidas. En ocasiones el cascayu era para un jugador solitario, así que servía también de entretenimiento individual y de paso como entrenamiento.

 

Los cigarrillos de manzanilla y tabaco

 

Aunque ya se citó este tipo de entretenimiento conviene recordarlos una vez más ya que nuestra apetencia por imitar a los mayores implicaba que los comprásemos frecuentemente en los comercios especializados de la Plaza del Fontán y en la Boalesa.

 

Lógicamente eran inofensivos y por lo tanto permitidos pero también nos servían de tapadera para fumar cigarrillos de verdad. Si teníamos dinero, cosa poco probable, comprábamos algún pitillo suelto de los más baratos, Los Ideales. Aquellos cigarrillos eran pura dinamita, con su envoltura de papel amarillo y su contenido heterogéneo, casi siempre lleno de nervios de las hojas  del tabaco, estacas las llamábamos, que si no apagabas el cigarrillo, producían un olor y sabor de lo más desagradable. Cuando el pecunio era escaso recurríamos a un proceso asqueroso consistente en recoger colillas del suelo, abrirlas y mezclar su contenido hasta lograr la cantidad requerida para surtir a todos los ansiosos fumadores.

 

La técnica de las colillas se aprovechaba también por las personas mayores, pues las cigarreras vendían simultáneamente este tipo de tabaco, que tenía un poco más de higiene que el nuestro, pues lo habían sometido a un lavado previo antes de proceder a su venta.

 

Artículos pirotécnicos

 

Uno de los entretenimientos más deseados consistía el hacer explosionar una serie de materiales de fácil adquisición, tanto por su abundancia como por su precio. La tienda más frecuentada para estos menesteres era la de Nicanor, ya que este venerable anciano disponía de un surtido variado de “bombas”, restallones”, “petardos” y “voladores”.

 

Las bombas eran unos pequeños envoltorios que al tirarlos con fuerza sobre el suelo de cemento o losetas, producían una explosión. Los más económicos eran a base de un pequeño abultamiento, como de 0,5 cm3, que estaba forrado con papel de color chillón y una pequeña prolongación, por la que se cogía y se hacía su tirada. De mayor precio era otro modelo, este en forma de cilindro deformado, de unos 2 cm de largo y 1 cm de diámetro, construido en papel de estraza y con un refuerzo de cordel muy fino para evitar su deterioro. Lógicamente el estallido que producían  era apreciable. Ignoro cual podía ser la composición del material explosivo de estas “bombas”, lo único que se me ocurre que pudiera explosionar por golpe brusco es una gota de nitroglicerina pero me parece de un peligro exagerado, aunque en aquellos años el nivel de peligrosidad para los juegos infantiles era bastante elevado.

 

Los “restallones” estaban formados por una tira de papel basto, sobre el cual iban depositados unos pequeños semicírculos abultados de color marrón rojizo. Se compraban por unidades o por tiras completas y para utilizarlos se separaba uno de ellos, cortando el trozo de papel correspondiente, y se raspaba sobre una piedra o pared y el restallón comenzaba a originar pequeñas explosiones hasta que finalizaba el material que los producía. Muchas veces los frotábamos con suavidad en las paredes de los pasillos de nuestras casas cuando ya era de noche y dejaban un rastro fosforescente que era muy apreciado por nosotros pero la diversión duraba  solamente una noche ya que al día siguiente la pared estaba llena de los arañazos que habíamos producido y por tanto la regañina y posterior prohibición estaban aseguradas.

 

Los “petardos” eran también de varios tamaños, según su precio. Los más económicos y por tanto lo tanto los más utilizados, eran unos cilindros de cartón, de unos 5 cm de largo y 0.5 cm de diámetro, con estrechamiento en ambos extremos y en uno de los cuales llevaba una pequeña mecha. Producían una explosión bastante sonora pero nada comparable a los de tamaño superior y mayor precio, los cuales se podían introducir en los huecos de ladrillos y producían una ruidosa deflagración, acompañada de un pequeño destrozo.

 

Los “voladores” eran similares a los utilizados en las fiestas veraniegas, pero lógicamente a escala muy reducida. De este surtido pirotécnico estos “voladores” eran los menos preferidos, tal vez porque la relación diversión-precio no era la adecuada.

 

Cariocas

 

También jugábamos con unas cintas de papel de tipo seda, papel pinocho se llamaba, con una bolsita pequeña de tela en su extremo, llena de arena blanca y con un cordel bramante atado a ésta, para poder girar el conjunto y simular círculos en el aire de colores chillones. Se conocían por los nombres de “carioca” y “serpentina” y se vendían en muchas de las tiendas de materiales infantiles ya descritas anteriormente a un precio muy módico, por lo cual eran muy solicitadas.

 

Pistolas con pinzas

 

Aprovechando las pinzas de madera para tender de la ropa en nuestras casas hacíamos unas modestas pistolas, capaces de disparar granos de maíz o cualquier semilla aplanada. Para su manufactura se desarmaba una pinza y con el muelle metálico se montaba un resorte, que se fijaba en una de las partes aprovechando las muescas existentes en dicha pinza. Posteriormente se encajaba sobre las dos piezas de apretar la ropa de la otra pinza y estas cumplían la doble misión de sujetar el conjunto de la pistola y la semilla-proyectil. La recarga se hacía con la otra parte de la pinza desarmada, de modo que con la zona plana de ésta se empujaba el resorte del muelle hasta su respectiva muesca. Este modesto juguete era muy utilizado, tanto en batallas personales, en las que el golpeo de la semilla en cualquier parte del cuerpo significaba “muerto”, como para disparar en forma de catapulta con la pieza cargadora en batallas con soldados recortables.

 

Gomero- Forcau

 

Existían unos artilugios menos inocentes que también eran artesanales. El gomero se hacía con una goma elástica de oficina sujeta a un soporte de alambre en forma de “U” y con la parte inferior alargada para servir de agarradera. Los proyectiles eran a base de papel enrollado y doblado en uve, de modo que se introducía la goma en su base aguda interna y se cogían con dos dedos las dos partes de la uve del papel, se estiraba ésta hacia atrás y al soltarlo bruscamente el proyectil salía disparado con la suficiente fuerza como para hacer un pequeño daño si alcanzaba la cara de algún despistado. También era muy utilizado en batallas “en serio” con soldados recortables, pues debido al fuerte impacto que recibían, estos soldados quedaban destrozados e irrecuperables. Debo añadir que en alguna ocasión se sustituyó el proyectil de papel por una horquilla metálica, que silbaba al salir del gomero y tenía ya un peligro máximo pues su impacto era terrorífico. Afortunadamente esta variación no fue de uso generalizado ya que solo conocíamos esta unos cuantos “inocentes angelitos”.

 

El hermano mayor era el Forcau, que se construía con un diseño similar pero el soporte era de madera, las gomas de cámara de rueda y una badana en la parte central de éstas para situar el proyectil, que en este caso era una piedra tipo canto rodado. Había verdaderos artistas en disparar con este sistema, incluso se permitían el lujo a ir de de caza a pájaros, lo que sirve de prueba de su habilidad. Los forcaos se utilizaban también en las peleas entre chavales de un barrio contra otro; en especial eran muy temidos los que habitaban en la Calle Oscura, que tenían aterrorizados a los barrios vecinos ya que solían realizar incursiones con un elevado número de participantes de gran fiereza, por lo cual cuando se daba la alarma de su presencia corríamos presurosos a escondernos en las partes más altas de las escaleras de alguna vivienda. Otra aplicación un tanto incivil, era destrozar con su proyectil a las bombillas del alumbrado y a las tacillas de porcelana blanca de los postes de la conducción eléctrica.

 

Muñecos en el techo

 

Un entretenimiento, tanto doméstico como de sala de estudio del colegio era pegar un muñeco de papel en el techo de cualquiera de estos lugares. Para ello con una cuartilla o una hoja de cuaderno se doblaba por la mitad y cuidadosamente se recortaba a mano el perfil de un monigote, con los brazos y piernas extendidos. A continuación se masticaba un buen trozo de papel hasta hacer una papilla pegajosa bien ensalibada. Lograda ésta, se unía la cabeza del monigote mediante un hilo de coser a la bola pegajosa del papel masticado y  se tiraba con fuerza dicha bola hasta el techo. Si estábamos en casa el asunto no pasaba de ahí pero si lo hacíamos en el colegio, aprovechando la distracción del vigilante del estudio, el número de monigotes era mayor ya que había un buen contagio entre los aburridos estudiantes y lo peor sucedía cuando los susurros alertaban al vigilante, ya conocedor de este entretenimiento, lo cual producía indefectiblemente el correspondiente castigo, bien corporal o de prolongación de la estancia en el horario del colegio.

 

Soldados recortables

 

Como sustitutivo de los soldados de plomo, que siempre escaseaban en nuestras manos, teníamos a nuestro alcance, por un precio super-económico, los soldados y vehículos recortables en láminas de papel. Nuestros favoritos eran los de la marca “La Tijera” y posteriormente también los igualaron los de “Bruguera”. Los soldados de la Tijera eran en su mayoría reproducciones del ejército español ,tales como artilleros, infantería de tierra, marinos, legionarios, transmisiones… con la particularidad de tener doble cara, de tal modo que su aspecto una vez montados era de lo más aparente. La dificultad importante para su montaje es que necesitaban ser pegados y el artículo para realizarlo escaseaba. Como materiales sucedáneos utilizábamos engrudo de harina de trigo, que tardaba 24 horas en pegar y goma arábiga, que fabricábamos a base de savia solidificada de algún árbol frutal, también lenta en operar. Si disponíamos de poder adquisitivo teníamos la oportunidad de utilizar el “Pegamín” o “Sinteticol”, que era un pequeño tubo con un contenido acaramelado de olor muy penetrante pero con un poder adhesivo muy pobre, de modo que los materiales que encolábamos con este producto también tardaban lo suyo en poder ser utilizados. Incluso los cromos pegados con el “Pegamín” se despegaban fácilmente a las pocas semanas pero el olor que emanaba se mantenía incluso durante este largo período de tiempo.

Con estos soldados, implementados con algún vehículo, montábamos unas batallas reales; si éramos cuidadosos solo eran con la utilización de chapas o botones como proyectiles al ras del suelo pero si queríamos una batalla real…valía todo, desde terrones que estallaban como bombas hasta pedradas con forcau, allí todo valía pero este entretenimiento real traía consigo la pérdida de casi todo el ejército de papel. El final apocalíptico era de tipo funeral Vikingo pues los supervivientes se colocaban en fortificaciones hechas con palos de madera y algún petardo entre sus astillas, comenzando entonces el encendido de este conjunto, que hacía volar por los aires el circuito fortificado y reducía a cenizas a los pobres supervivientes de las batallas anteriores.

 

Mariquitas 

 

Las niñas también tenían los modestos juguetes que sustituían a las muñecas de verdad y eran unas muñequitas recortables con una gran variedad de vestidos y sombreros. La muñequita venía en paños menores, de lo más decente lógicamente, acompañada también por hermanitos. Los vestidos tenían dos pestañas en su parte superior, que se doblaban y colocaban sobre los hombros de la “mariquita”, que era el nombre por el que se solía conocer a estos recortables femeninos. De esta manera el surtido de vestidos era intercambiable y las niñas podían jugar así, con mucha imaginación, a que tenían en sus manos a la inalcanzable Mariquita Pérez con todo su lujoso vestuario, sustituyendo el armario ropero por “el libro ropero”, que mantenía los trajes estirados y sin defectos que alterasen su postura.

 

Juegos con animales

 

Las travesuras infantiles se concretaban muchas veces en martirizar a algunos de los seres vivos que tenían la desgracia de cruzarse en nuestro camino.

 

Para lograr algún pájaro vivo, especialmente los gorriones, utilizábamos liga y guindones. Con la liga era más probable que la pobre ave sobreviviera hasta caer en nuestras manos ya que los guindones los solía matar por asfixia o desnucamiento. Total, una vez en nuestro poder la inventiva era bastante desarrollada pues los que sobrevivían eran sometidos a crueles experimentos científicos, tales como atarles una cuerda en una pata con un trozo de papel en el otro extremo de ésta y observar su vuelo meteórico hasta que se enredaba en algún saliente del tejado de la casa más próxima. Otro experimento consistía en cambiar el color del plumaje mediante inmersión en un baño de tinta verde o roja. Ya seco, el pobre pájaro escapaba hacia lo que el creía que era la libertad pero su ilusión se fragmentaba al acercarse a sus congéneres de la misma raza, pues al tener otro color no era reconocido como individuo común a ellos y la emprendían a picotazos hasta expulsarlo de su compañía. Este proceso era seguido con toda meticulosidad por nuestra parte, orgullosos del éxito alcanzado con este experimento biológico.

 

Otro entretenimiento esporádico era la separación de dos perros apareados. Es bien sabido que los perros, una vez realizado su coito, quedan pegados ya que el pene del macho se inflama demasiado y no es posible separarse de la hembra hasta pasada casi una hora. Pues bien, cuando encontrábamos a una pareja de canes en tal trance, nos acercábamos a ellos provistos de un palo y aprovechando la posición en la que se encontraban, culo con culo, les pegábamos un buen golpe con dicho palo justamente en el centro de ambos traseros, lo que motivaba una separación brusca de la pareja seguido de unos alaridos de gran potencia emitidos por el pobre macho.

 

Como colofón de estas terribles travesuras no faltó tampoco la clásica lata de conserva atada a la cola de algún pobre perro y que suponía una desenfrenada carrera del pobre animal, seguido por los “angelitos” que habíamos realizado tal proeza.

 

Los sapos tenían su suplicio privado consistente en “sapiar” al pobre bicho. La prueba consistía en poner al sapo en el extremo de una tabla alargada que estaba soportada sobre un trozo de piedra en el centro, a modo de columpio. Situado el sapo en dicha posición, se golpeaba bruscamente el otro extremo en la tabla con un palo grueso. El impulso de este efecto hacía que el sapo saliese despedido por el aire con las cuatro patas extendidas y aterrizase de esa guisa, con un fuerte golpe de panza que lo dejaba inconsciente, repitiéndose el proceso hasta que quedaba definitivamente muerto. De este juego se estableció la palabra “sapiazo” para expresar alguna caída al suelo de alguno de nosotros, cuando jugábamos a otros juegos diferentes y que se parecía a la del pobre sapo.

 

También era frecuente en los días de lluvia la caza de sacaveras (salamandras), de gran tamaño y de colores negro y amarillo. Estos inocentes reptiles tienen un aspecto asqueroso pero son totalmente inofensivos. Nosotros nos basábamos más en su aspecto que en su conducta y en cuanto veíamos alguna era instantáneamente aplastada a base de pedradas y en ocasiones, me avergüenza decirlo, las impregnábamos en alcohol y las quemábamos vivas.

 

Patinetes y carros de cojinetes

 

Estos dos juguetes eran muy apreciados y lógicamente de los más deseados pues no era fácil disponer de los materiales básicos para su construcción: los cojinetes metálicos. Hay que tener en cuenta que estos artilugios móviles eran construidos por nosotros mismos, sin ayuda de los mayores, por lo cual a la escasez de todos sus componentes se unía la dificultad operativa por parte de sus futuros poseedores. Tal como cité la base para la fabricación de estos juguetes tan importantes, era disponer de los cojinetes metálicos necesarios, dos o tres para el patinete y tres o cuatro para el carro. Estos cojinetes solo se podían conseguir en los talleres de reparación de coches y camiones, por lo que era necesario conocer a alguna persona que trabajase en ellos, generalmente un aprendiz, que rebuscase entre la chatarra de desperdicios del taller y encontrase estas piezas tan codiciadas. Este personaje era muy avispado y conocedor de la demanda de estos productos a los que él tenía acceso y lógicamente pedía un precio por ellos, en función de su tamaño, y características ya que había unos cuyos rodamientos estaban casi a la vista y otros que los tenían protegidos por una pieza de aleación metálica de color dorado, que ocultaban las bolas, con lo cual eran más resistentes a los golpes y evitaban la penetración de arena y piedrecitas en su interior. A este último modelo, el más valorado y por tanto el más caro, lo llamábamos “americano”, adjetivo que en aquellos años significaba la máxima calidad.

 

Los patinetes eran de modelo similar a los que vendían en las jugueterías pero lógicamente de aspecto muy rústico. Generalmente se construían de dos ruedas, de las que de la parte posterior sobresalía ligeramente de la base de madera y llevaba adosada por encima una tira de cuero, que al pisarla servía de frenada.

 

Los carros eran ya otra cosa más importante, en tamaño y calidad. Su base era un armazón con barrotes de madera, en forma rectangular, sobre el que iban clavadas las tablas, de modo que su aspecto era de una superficie plana, sobre la cual irían sentados los futuros viajeros. Había carros de tres ruedas para dos o tres plazas y otros de cuatro ruedas para tres a seis plazas. En ambos casos las dos ruedas traseras llevaban las palancas del freno, a base de una barra giratoria pequeña de madera con una pieza de goma clavada en tal posición que al girar, la barra se apretaba sobre la rueda, produciendo incluso chispazos cuando la frenada era brusca.

 

En los carros de tres ruedas se seleccionaba el cojinete de mayor tamaño y calidad para la parte delantera, que consistía en una pieza de madera en cada lado de la rueda, que soportaba el eje sobre el cual iba dicha rueda. Ambas piezas estaban clavadas a la barra que sostenía la base anterior del carro, cuya barra tenía también la misión de hacer el giro del carro durante su desplazamiento. Para lograr este movimiento de la barra, esta iba fijada a la base de madera mediante un tornillo pasante, que obteníamos de los restos del jergón de alguna cama.

 

El carro de cuatro ruedas tenía dos ejes y el delantero, con las dos ruedas en su exterior, también tenía movimiento giratorio, con la misma fijación central de tornillo grueso.

 

En ambos modelos el conductor iba sentado en primer lugar, con los pies en los extremos de la barra y las manos sujetando una cuerda que estaba fija en ambos extremos. A continuación se sentaban a horcajadas el resto de los pasajeros y el que iba en último lugar era el encargado del freno.

 

Los carros se hacían correr en plena calle o en las aceras que tuviesen suficiente pendiente para permitir su veloz deslizamiento cuesta a bajo y a plena carga, con el único obstáculo de la súbita aparición de un guardia urbano, que nos hacía parar en el acto y nos amenazaba con llevarnos al “Cuartón” si no retirábamos el carro.

 

Estos vehículos, tanto patinetes como carros, permitían disfrutar de un lujo que pocos teníamos pues el descenso a tumba abierta en zonas con baches producía un verdadero sorteamiento de peligro y muchas veces el aguerrido conductor hubo de ser asistido en la Casa de Socorro para que le saneasen los dedos y nudillos de las manos, que solían quedar aplastados al zozobrar el vehículo en alguno de los baches que se tragaban  prácticamente el vehículo en su interior, con la consiguiente rotura de su parte delantera.

 

La Chatarra

 

Ya se ha recordado en parte, respecto a los profesionales que buscaban restos de metales y materiales para ser posteriormente vendidos en los establecimientos del ramo. En nuestro caso, a pequeña escala, también procurábamos su búsqueda para sacar algún provecho económico. No obstante, cuando teníamos la suerte de encontrar “peines” completos con balas de fúsil sin usar, la ventaja era doble ya que aparte de su posterior venta, desmontábamos hábilmente el conjunto casquillo-bala y así teníamos la bala para jugar como proyectil en batallas con soldados recortables y la pólvora del cartucho metálico, que una vez vaciada de éste, nos servía para dejar impreso nuestro nombre en cualquier superficie dura. Para ello dibujábamos con la pólvora las correspondientes letras y después, al quemarla, quedaban nuestras letras impresas en negro y duraderas varios días, lo que constituía un orgullo para cada autor de tal proeza.

 

Los casquillos vacíos los volvíamos a llenar con arena prensada y machacábamos la parte superior para que no se viese tal truco, sumamente inocente pues el comprador de la chatarra nos estafaba después tanto en el peso como en el precio.

 

Recordaré una vez más que también nosotros, en nuestra búsqueda de materiales vendibles, escarbando en las ruinas, nos encontramos más de una vez huesos alargados, que resultaban ser restos humanos de algún pobre soldado desaparecido en combate.

 

Juegos alimenticios

 

Nuestra alimentación era escasa, lo poco que nuestros pobres padres podían ofrecernos. Baste recordar aquellos bollos del pan de racionamiento, de color oscuro y de textura y aspecto heterogéneos debido a la mezcla de materiales de que estaban hechos, excepto de harina de trigo. También el azúcar era en terrones sin refinar, de color marrón oscuro; y no digamos nada sobre el pobre chocolate, hecho a base de algarroba y que se desmoronaba fácilmente en nuestras manos. Su unidad era la “libra” y venía dividido tal como hemos visto en partes rectangulares que se llamaban “onzas” por lo que nuestra merienda era muchas veces “pan con una onza de chocolate”. Pues bien, a esta común escasez nosotros respondíamos procurándonos unos alimentos que la naturaleza o los agricultores ponían a nuestra disposición. Teníamos de esta manera pequeños ágapes a base de moras de zarza, boliche que era una especie de trébol que crecía en los maizales, mazorcas tiernas que cogíamos con gran peligro por el enfado de sus dueños, avellanas con su “garapieyu”, castañas y otras delicias imaginativas tales como “jamón”, que eran brotes tiernos de las guías de las sebes y “paninos”, un pequeño fruto en forma octogonal que producía una planta rastrera que abundaba incluso en los laterales de las calles. Si las circunstancias lo permitían también, asaltábamos alguna huerta en busca de “arbeyos” sin formar y madurar, por lo que tenían un sabor muy agradable y calmaban nuestros poco delicados estómagos. No obstante, debido a tales originales manjares, era frecuente que sufriésemos fuertes diarreas, “cagalera” como llamábamos a tal indisposición.

 

El aro y la comba

 

Constituían ambos dos modestos juguetes para el entretenimiento de niños y niñas.

 

El aro podía ser de dos materiales distintos: madera y varilla de hierro. Los aros de madera tenían una vida muy limitada pues la humedad los deformaba y prontamente se despegaban por la parte de unión, lo cual motivaba en ocasiones un movimiento poco armónico y el abandono posterior del juguete. Para hacerlo girar estaba provisto de un palo que a su vez servía para corregir su alocada trayectoria ya que al no tener soporte de sujeción se desbocaba cuesta abajo y era por lo tanto muy frecuente ver a niños y niñas correr tras su díscalo juguete.

 

Los mejores aros se conseguían con los fabricados con tubo de hierro, que al ir soldados no se alteraban ni con el uso ni con los agentes atmosféricos. Tenían una guía, también de alambre metálico que impedía su fuga y permitía grandes habilidades, ya que, introducido su extremo curvado en el interior del aro, se podía frenar y acelerar su macha, por lo cual los poseedores de tal juguete, que no se vendía en tiendas como sucedía con el aro de madera, manifestaban su orgullo al efectuar sus demostraciones acompañado por el típico sonido que producía el roce de la guía.

 

La comba también podía ser de adquisición en tiendas o fabricación casera. Lógicamente había una notable diferencia entre ambas ya que la comprada era gruesa, multicolor, suave al tacto y estaba provista de empuñaduras de madera en los extremos, con una semiesfera metálica llena de trozos también metálicos, que producían un sonido tipo cascabel al mover la comba. La otra lógicamente era un trozo de cuerda con varios nudos en los extremos para su agarre.

 

En ambos casos se empleaban fundamentalmente para el salto con variaciones de una o dos piernas y acompañando el movimiento con alguna canción.

 

Una similitud al juego del aro era una rueda situada en el extremo de un palo y con este modesto artilugio recorríamos distancias considerables, simulando que conducíamos algún vehículo que solamente existía en nuestra imaginación.

 

El caballito de cartón

 

Muchas veces disfrutábamos de la entrañable compañía de este modesto juguete, construido de cartón piedra y de varios tamaños, según su precio, por lo cual era el más enano el que frecuentaba nuestros juegos. Las patas de este caballito estaban pegadas en una base de madera provista de ruedas para facilitar su movimiento al atarlo con una cuerda.

 

Además de este modelo existía también otro más dinámico, consistente en una cabeza de caballo también de cartón-piedra sujeta a un palo largo que tenía en el otro extremo una ruedecilla. La cabeza estaba provista de riendas, de modo que montando sobre el palo, con un ángulo de 45º, las riendas en una mano, un sombrero de papel de periódico en la cabeza y una espada artesana de madera en la otra mano, nos transformábamos en soldados de caballería y nos pegábamos las grandes galopadas.

 

La duración de estos caballitos era corta ya que su material de construcción tenía una endeblez muy grande y por otra parte si la lluvia mojaba el cartón, la figura se abollaba y deshacía con suma facilidad, con lo cual únicamente sobrevivía el resto de madera, que en ambos casos permitía aprovecharlos para otros juegos diferentes.

 

 

 El muñeco musical

 

Durante las romerías, fiestas locales e incluso en la misma plaza de El Fontán aparecía a la venta un curioso muñeco artesanal. Sus fabricantes eran también los propios vendedores sin intermediarios.

 

Este muñeco era muy rústico y de pequeño tamaño, unos 15 cm de envergadura, con una vestimenta variada, en la que predominaba el payaso y el paisano, ambos tocados de sombrero. Sus brazos estaban formados por un alambre continuo y doblado en forma de U, en cuyos extremos tenía sendas bolas metálicas.

 

En su interior esta pieza característica de los brazos estaba unida a una gomita, que la tensaba hacia arriba y a una cuerdecita que sobresalía por el hueco inferior del muñeco. En su espalda se adosaba, perpendicular al cuerpo, una flauta pequeña de un solo agujero y en la parte frontal el muñeco portaba un tambor, que al accionar la cuerdecita hacía sonar mediante los golpes rítmicos realizados con los movimientos de los brazos y producía así un sonido peculiar.

 

El vendedor de tal prodigio voceaba su producto gritando “Aquí está don Nicanor tocando el tambor” acompasándose del ritmo del tambor, hacía sonar la flauta con alguna de las melodías de moda.

 

La cuestión era que, encandilados por tal prodigio musical, éramos muchos los que comprábamos este modesto juguete, pero… algún truco debía de tener pues cuando soplábamos la flauta solo nos salía un pitido estridente que nada se parecía a los emitidos por el vendedor y pese a nuestro empeño no logramos entonar ninguna sonoridad agradable.

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