Capitulo 2
ESTABLECIMIENTOS, LUGARES Y
ACTIVIDADES
El Arco Iris. Casa Floro. El
Barín. Garaje Laguna. Casa María
Me gusta recordar todo el entorno en que
tantos recorridos y paradas fueron creando nuestro propio hábitat. Al ser un
niño el que hace este relato y haber vivido en un determinado barrio, en este
caso el de Santo Domingo, hace que este relato esté focalizado doblemente, por
una parte al aspecto referido a los muchachos y por otra parte a la
delimitación territorial, que estaba muy
circunscrita a la zona de nuestra propia vivienda. Cuando eres pequeño la
escala de las cosas que te rodean es muy grande y por lo tanto eso dominaba
nuestras andanzas. Por ejemplo, ir caminando desde nuestro barrio, centrado en
Van ahora aquí descritas brevemente este
conjunto de circunstancias, rescatadas directamente de la memoria, sin consulta
bibliográfica alguna, de modo aque pueden tener ligeros errores de apreciación,
pero pese a ello, lo que vale es la contribución histórica que pudieron tener
en el conjunto de estos niños y niñas que ahora se presentan con todo
merecimiento, como protagonistas de este escrito.
El Arco Iris
Era
una tienda de ultramarinos situada en la cercanía del Ayuntamiento. Allí se
despachaba todas las semanas lo que se daba a la población con las Cartillas de
Racionamiento, que duraron hasta el año 1954. En ella se pesaban en cucuruchos
de papel de estraza, el azúcar moreno en terrones, el chocolate con mezcla de
algarroba y lleno de grumos blancos y de
aspecto terroso, el arroz, la harina, etc que variaban según la abundancia o
escasez del producto en la semana de su reparto. Su dueño Don José, de aspecto
distinguido era uno más en el despacho cariñoso a su abundante clientela.
Es curiosa la unidad en que entonces se
expresaba el chocolate, que era “una libra”, en lugar de tableta, y estaba
dividida en 16 trozos llamados onzas, de ahí que lo más común era merendar “pan
y una onza de chocolate”.
Casa Floro
Ubicada en
El Barín
Situado
frente al Teatro Filarmónica, era un pequeño establecimiento, de ahí su nombre,
especializado en unos bocadillos que por aquellos años de escasez eran gloria
bendita. Tenían todo tipo del relleno típico de este producto, de los cuales
había uno de anchoas y queso que era la meta inalcanzable para nuestros
hambrientos estómagos de aquellos años, por lo cual muchas veces nos tuvimos
que conformar con la mortadela, entonces el fiambre más económico, el de los
pobres.
Garaje Laguna
En
la calle Quintana, cerca de Martínez Marina, tenía su modesto negocio un
veterano ciclista asturiano: Laguna. En una de sus actividades tenía varias
bicicletas de alquiler y las infantiles eran las buscadas por nosotros ya que
por un módico precio, 2 pts/hora, podíamos disfrutar de un lujo que era
inalcanzable y éste era en convertirnos dueños de una bici durante un corto
intervalo de tiempo. Aquellas bicicletinas eran muy rústicas y poco agraciadas,
con su tamaño enano que motivaba tropiezos de las rodillas con el manillar y
éste disponía de una única manilla de freno, que sobresalía enormemente. Yo me
pregunto ahora, al recordar aquella delicia temporal: ¿cómo podíamos saber el
tiempo transcurrido del alquiler si no teníamos ninguno un reloj? Misterios de
la ciencia pues que yo recuerde nunca llegábamos tarde pero me imagino que
algún retraso fue generosamente perdonado por el bueno de Ramón.
Casa María la Gocha
Era
una tienda mugrienta y bastante sucia, de ahí su nombre, que estaba en la calle
del Carpio y donde se vendía principalmente fruta, sin olvidar las típicas
sardinas arenques de barril con su característico olor. Allí comprábamos las
sabrosas granadas y alguna naranja en pleno invierno, que comíamos golosos en nuestro
regreso a casa, muchas veces compartida esta pitanza entre varios niños pues el
precio de estas frutas era entonces inalcanzable. La pobre María estaba siempre
vigilando a su viejo marido, que tenía mucha apetencia por tomarse unos vasos
de vino tinto en los bares próximos, aquel vino tierra de León tan ácido y que
se distribuía en pellejos de cerdo.
Casa Lupe
El polo opuesto era esta tienda, también
pequeña, que estaba al principio de la calle Arzobispo Guisasola y que vendía
de todo en pequeña escala y que pese a la modestia de su establecimiento, el
orden y la limpieza estaban asegurados. Para la chavalería nos vendía orejones,
palodulce, cromos, tebeos y recortables. Lupe era bajita y morena y tenía unas
piernas cortas y rollizas similares a los pegollos. Su fama era grande entre la
gente del barrio, con una clientela abundante, que llenaba fácilmente el local
pues su tamaño era pequeño, pero aprovechado al máximo.
Librería Guillaume
Estaba situada en la calle Magdalena. Las
librerías de entonces eran locales antiguos en los que predominaban los típicos
olores de la madera de cedro de los lápices y de la goma de borrar de miga de
pan, principalmente de las marcas Johan Sindell y Milán respectivamente. Había
también unos lápices que denominábamos “de tinta” por su peculiaridad de tintar
de color morado cuando los humedecías con saliva, lo cual ocasionaba que muchos
de nosotros tuviésemos la lengua llena de manchas amoratadas. También nos
surtíamos de tintas de colores FIX, que en pequeñas pastillas originaban un
producto sumamente económico que suplía al número uno de la tinta china,
Librería Santa Teresa
En aquellos tiempos era la referencia de
las librerías ovetenses. Las especialidades infantiles formaban una parte muy
importante de sus productos, entre los que se destacaban los tebeos semanales
Flechas y Pelayos, TBO, y El Coyote. También tenía un surtido amplio de
recortables para los niños de la marca
Papelería la Estrella
Estaba ubicada en la calle de
Los Zapateros remendones
Esta típica profesión era muy abundante en
aquellos años tan difíciles. En cada calle había un pequeño local o chisquero,
donde el humilde artesano se afanaba en recomponer una y diez veces el mismo
modesto calzado, zapato o bota, que mantenía el estado del buen andar de mucha
gente. A los niños era muy típico “herrar” la suela para que ésta durase más y
era a base de herraduras en los tacones y tachuelas y protecores en la planta.
Esto era motivo de presunción infantil, ya que el ruido de las pisadas era muy
fuerte y eso enorgullecía a los propietarios de tales calzados herrados. Cerca
de nuestro barrio, en la calle de Arzobispo Guisasola estaba uno de esos
profesionales llamado Tino, muy aficionado al vino tinto (morapio) de los bares
cercanos y era muy frecuente ver sus escapadas a tales apetencias. Había un
dicho popular sobre las costumbres de estos artesanos, que se denominaba “el
lunes de los zapateros”, creo que estaba basado en que debido a los excesos de
bebida de los domingos por la tarde, el lunes por la mañana era acostumbrado no
trabajar a causa de tales excesos dominicales.
El Fontán y sus actividades
La zona colindante alrededor de la plaza de
la carne hasta las Escuelas, era muy típica de pequeños establecimientos,
puestos unipersonales en los que encontrábamos un mundo variopinto para
nuestras necesidades literarias y de entretenimientos. Allí nos deleitaban los
típicos charlatanes con su perorata y ofrecimiento de pequeños prodigios, que
una vez comprados y abiertos en casa eran motivo de una gran decepción: pongo
por ejemplo una experiencia personal que tuve, con la adquisición de unos
productos que muchos años después, al estudiar química, me dejaron estupefacto
por los peligros de intoxicación que implicaban aquellos “polvos mágicos”. Uno
de ellos era una barrita que se introducía en el interior de un cigarrillo de
tabaco (hecho a mano o el clásico de Ideales de color amarillo) y que servía
para deslumbrar a la clientela, produciendo el encendido del cigarrillo con un
escupitajo de saliva. La verdad de este producto es que la susodicha barrita
era nada más y nada menos que sodio metálico, elemento químico que reacciona
fuertemente con el agua y con tal violencia que produce una llamarada. Esta
reacción química era la causante de tal prodigio del autoencendido. El otro era
un caso similar, un líquido que plateaba los modestos cubiertos ya con latón
visto, que había en muchas casas. Yo compré el tal prodigio y llegado a casa
tomé todos los cubiertos que estaban desgastados por el uso y en un momento,
con la ayuda del líquido mágico, los transformé en cubiertos nuevos y
plateados. Mi madre, asombrada por mi éxito, los volvió a colocar en la
cubertera y ese mismo día comimos con ellos toda la familia. El famoso plateado
duró varios días hasta que con el uso se eliminó tal prodigio. Pues bien, este
producto era una disolución de una sal de mercurio en ácido nítrico diluido, de
tal manera que con el latón del cubierto se producía una reacción química y se
depositaba mercurio metálico, de típico color plateado en toda la superficie
tratada del cubierto. Lógicamente el mercurio es sumamente tóxico, produce
enfermedades y alteraciones en nuestro organismo, pero mi familia tal vez por
desconocerlo salió incólume de tal atrocidad realizada por este aprendiz de
brujo.
Otra diversión asegurada eran los cantantes
de coplas basadas en dramas y crímenes, a los que se les ponía música de
canciones conocidas o bien se relataban con una melodía cíclica y constante en
la que iban rimando las palabras que describían dichos acontecimientos. Muchos
de estos cantantes eran inválidos de guerra, tal vez republicanos, que a su
desgracia de miembros destrozados, añadían una voz desagradable y poco
melodiosa que hacía aún más triste el relato que pregonaban. No obstante había
algún otro, éstos los más buscados y exitosos, que cantaban mejor e incluso
tenían un modesto acompañamiento de bombo y platillos y en ocasiones incluso de
acordeón. Entre ellos se destacaba uno que llamábamos “El Chino” por su aspecto
de oriental y su vestimenta de color negro.
Allí
había también unos puestecitos muy modestos en los que por un módico precio se
podían cambiar novelas (clásicas de Rodeo, Hombres Audaces, FBI, Pueyo, etc) y
los tebeos que tanto nos gustaban (Jaimito, Chispa, El Campeón, Pulgarcito,
SuperPulgarcito, Juan Centella, El Guerrero del Antifaz, Roberto Alcázar, etc).
Los tebeos nuevos solían aparecer todas las semanas en días fijos y como
nuestro escaso poder adquisitivo no permitía su compra, ya que valían una
peseta y eso era mucho para todos nosotros, en estos mismos puestos podíamos
leer estas novedades por el módico precio de 10 cts, una perrona, y así era muy
frecuente ver a muchos niños y niñas de pie, leyendo ávidamente aquella delicia
momentáneamente alquilada. Finalmente hay que destacar una librería ambulante
provista de ruedas de cojinetes y hecha de madera pintada de color verde. La
tenían dos hermanos jóvenes y en ella se exponían todas las novedades
semanales, tanto de novelas como tebeos y cromos, siendo un lugar muy
frecuentado en el que nuestra vista recorría ávidamente todo lo bueno que para
nosotros existía en aquellos expositores.
Las casas semiderruídas
En todos los barrios periféricos de Oviedo
se mantuvieron durante muchos años las casas parcialmente destruidas, testigos
de la guerra civil, en las que había una población de indigentes que las
habitaban. Muchas de éstas tenían las entrañas abiertas y a la vista, las
escaleras y habitaciones, casi al aire. De ellas salía un humo acre, que los
pobres inquilinos producían al quemar todo tipo de combustible en especial la
madera del propio edificio. Se distinguían así los habitantes de tales
infraviviendas por su característico olor a humo, que los acompañaba en todas
sus andanzas por la ciudad. En esta época permaneció durante muchos años una
antigua fábrica de cerillas, al final de la calle de Caño del Águila, que
sirvió de refugio familiar, aprovechando sus amplias naves, tabicadas por los
moradores y transformada así en una especie de gueto para una población fija.
Debido a su origen se le conocía por el apodo de “El Cerillero”. También de la
época era otro edificio menos ruinoso, éste ubicado en la zona de El Postigo y calle
Ecce Homo que debido a su modestia se le puso el mote de “Hotel Faba”. Ambos,
Cerillero y Faba, sobrevivieron hasta casi 1960, de modo que constituyen un
testigo veraz y trágico de las penurias y necesidades soportadas por muchos
ovetenses en estos duros años.
Casa Piñera
Teníamos entonces establecimientos
específicos, unos pequeños y otros más grandes, en los que la grey infantil nos
surtíamos de juguetes y objetos adecuados a nosotros, muy accesibles en el
precio y por lo tanto de aspecto y tamaños mínimos.
Estaba esta pequeña tienda frente a
La Boalesa
Recordar a esta tienda en la calle de Santa
Susana es volver de nuevo al mundo de los tesoros infantiles. Allí se podía
comprar de todo, desde chufas hidratadas hasta bengalas de colores, pasando por
recortables, cromos, caramelos, miniescopetas que disparaban granos de arroz,
cigarrillos de manzanilla, regaliz…Estos últimos venían en pequeños racimos de
6 u 8 y con papel de diferentes colores, siendo su relleno a base de dicha
planta. La adquisición de tal producto nos permitía fumar en plena calle,
sintiéndonos unos verdaderos hombrecitos.
Bazar Uría
Era el más importante en juguetes
inalcanzables. Allí mirábamos, embelesados, en sus escaparates unos productos
que nos asombraban, tales como patinetes de colores vivos, bicicletas
auténticas para niños y niñas, muñecas con movimientos, incluso ¡ coche de
pedales ! Lógicamente era el más visitado en época de Reyes Magos.
Bazar Elías
Cerca del cine Principado estaba este otro
establecimiento, también abundante en juguetes inaccesibles, con preferencia a
magníficas cajas de soldados de plomo, juegos reunidos, balones y casas de
muñecas. Era también un lugar muy visitado por nosotros para recrear nuestra
vista y agrandar nuestra imaginación con la posible pertenencia de alguno de
los tesoros que allí se exponían, si los Reyes Magos nos traían nuestros
verdaderos pedidos.
La Panoya
Magníficos almacenes que se situaban en la
calle Fruela. Lógicamente no era un bazar de juguetes pero aparece aquí con
todo merecimiento por ser el lugar más idóneo para la instalación durante las
navidades de unos magníficos trenes eléctricos, el juguete rey por excelencia
de todos los niños de entonces. Sus escaparates eran enormes, de ahí que
albergasen en muchas ocasiones a estos juguetes tan maravillosos, incluso los
podíamos ver circular, lo que era para nosotros un verdadero acontecimiento.
El Precio Fijo
Estaba en
Los cines
La cartelera de cines era también modesta,
con sus sesiones fijas de 5, 7½ y 10½ y otras especiales, algunas de ellos a
las 3 de la tarde de los festivos y domingos en programación infantil y que era
nuestra única posibilidad de asistencia asegurada. En el atrio de todas las
iglesias se ponía la clasificación moral de cada película, con valoraciones
morales “tolerada”, “jóvenes”, “mayores”, “mayores con reparos” y “gravemente
peligrosa”, con un color específico para cada caso. Muchas de las películas
clasificadas como “gravemente peligrosa” son ahora toleradas para menores
cuando se reponen en la televisión.
Teníamos por lo tanto una serie de cines,
no muy abundante, pero que cumplieron su cometido de llevarnos a aquel mundo
imaginario tan irreal al compararlo con la dura realidad que soportábamos. La
publicidad de las películas se hacía por radio y periódico pero existía también
una modalidad de entrega en mano de un bello anuncio llamado “Programa”, alguno
de ellos verdadera obra de arte en plan tríptico y que muchos de nosotros y
otros menos niños coleccionábamos.
El Real Cinema era entonces un cine
incómodo y algo deteriorado pero que con la calidad de las películas que allí
se proyectaban siempre estaba lleno. Se estrenó en él la primera película en
relieve: Los Crímenes del Museo de Cera. A la entrada unas enfermeras nos daban
las gafas y ya dentro, con el efecto de relieve, nos asombrábamos con el
movimiento de una pelota que uno de los protagonistas arrojaba contra el
público. El patio de butacas tenía un apéndice lateral con una serie de ellas
separadas de las otras, al tener entre éstas unas columnas que soportaban otra
planta superior. Los que iban a aquellas butacas, que eran de menor precio,
tenían que hacer un doble esfuerzo para ver la película: eludir la presencia de
una columna y girar el cuello para ver la pantalla. Por tal motivo estas
butacas fueron bautizadas con el nombre irónico de “pescuezu”.
El Teatro Principado era muy amplio, con
dos pisos para entresuelo y principal (general se llamaba al último) y era en
este gallinero donde estaba un acomodador muy malhumorado y geniudo tal vez
debido a su fealdad, que nosotros apodábamos como “Drácula”. En este teatro
actuó muchas veces
El cine Santa Cruz solamente tenía patio de
butacas, con pendiente muy pronunciada, lo que le hacía un cine muy confortable
y con vista perfecta a la pantalla.
El cine Aramo, Palacio del Cine como
indicaba la propaganda, era el más clasista y escogido de la ciudad, por lo
cual la gente menuda no lo frecuentábamos en exceso. Verdaderamente nos
producía su interior una gran impresión, que nos impedía hasta hablar en voz
alta.
El Teatro Campoamor, reconstruido en los
años 40, fue también cine y teatro simultáneamente y su enorme aforo nos
permitía adquirir localidades muy baratas situadas en el tercer piso.
El cine Argañosa era quizás el más modesto,
ya que tenía un aspecto desvencijado y poco limpio, lo que no era motivo para
que la gente menuda lo frecuentase asiduamente.
El cine Asturias se inauguró a bombo y
platillo a finales de la década de 1940, con la película “Las aguas bajan
negras” de ambiente asturiano. Sus precios eran sumamente bajos, butaca 3 ptas,
entresuelo 2 ptas y general 1 pta. Esta última localidad no tenía butacas
individuales y estaba constituida simplemente por bancos de madera. Eran
frecuentes, después del estreno, sesiones de dobles películas, que en aquellos
tiempos fueron una novedad. No obstante esa doble sesión era un tanto extraña
respecto a su duración. Como ejemplo baste recordar un programa de tarde que
empezaba a las 5 con el NO-DO, Imágenes (un documental), un corto de dibujos
animados, Película 1ª, Descanso y
Película 2ª. Harto de cine salías a la calle y resulta que solo eran las 6½ .
Todo un récord. Como no teníamos reloj nos daba la impresión de una duración
muy prolongada.
La Catedral
Estuvo muchos años con su torre llena de
andamios de madera, pintados de negro, lo cual producía una imagen impactante
de tristeza y duelo, que evocaba cada día los recuerdos de la guerra civil.
Esta obra de restauración fue muy lenta, lo que motivó que su imagen fue casi
el símbolo de la ciudad. Incluso un año, por Navidades,
Los tranvías
Aquellos vetustos y entrañables vehículos
de color amarillo fueron muchos años el modesto medio de transporte de la
ciudad. Había 3 líneas que comunicaban los extrarradios y pasaban por el mismo
centro de la ciudad. La línea Nº 1 iba desde
En los tranvías había una serie de
recomendaciones escritas con letras que aparecían destacadas en negro sobre
fondo blanco y de tamaño estrecho y rectangular. Así se describía su capacidad
del interior “Diez y ocho asientos” y del exterior “Plataforma posterior 17
viajeros””Plataforma anterior
Este ruidoso y lento medio de transporte
ocupa en nuestros recuerdos un lugar muy importante y así como la infancia se
fueron también los tranvías y con ellos se quedó un vacío silencioso con
evocaciones de aquellos viajes familiares hasta algún merendero de las afueras
de la ciudad.
El Hogar del Frente de Juventudes
En aquellos años era muy frecuente
encontrar en nuestras casas camisas azules con el emblema del Yugo y las
Flechas, pertenecientes a alguno de nuestros hermanos mayores. Lógicamente
sería lo más cómodo hacer aquí un comentario despectivo de lo que significaba
No se puede tampoco obviar las estancias en
los Campamentos Juveniles, en los que vestidos de “flechas” además de lo ya
indicado nos alimentaban a base de bien y volvíamos a nuestras casas morenos y
rebosantes de salud. Pese a todo no eran muchos los muchachos que participaban
de esto, lo que demuestra que no había ninguna obligación de pertenecer a esta
asociación.
Como punto de encuentro teníamos el llamado
“Hogar”, un local situado en la calle de San Vicente cercano a
Teníamos una oración, clásica falangista
que rezábamos al iniciar alguna de las actividades escolares y también en las
clases mensuales de “educación política” que se impartían por parte de
Los talleres del Vasco-Asturiano
Este ferrocarril de vía estrecha constituía
una verdadera atracción ya que contemplar los trenes que pasaban tenía una doble
faceta: por una parte nos servía de espectáculo el ver a las locomotoras,
rebosantes de ruido y humo, contar el número de vagones que arrastraban… y por
otra nos servía de reloj ya que conocíamos de memoria el horario de todos los
trenes diarios.
Eran típicas en aquellos años las caravanas
de carros y carreteros que pasaban por la calle de Travesía Monte Santo
Domingo, procedentes de los talleres del Vasco cargados de carbón. Había un
carretero particularmente delgado que parecía un cadáver, tal vez de la
necesidad que pasaba. Nosotros lo conocíamos debido a que hacía el camino de
ida y vuelta varias veces al día y nos daba pena el burrín que acarreaba la
carga, también triste y esmirriado como su dueño. Cercana a estos talleres estaba
la vía principal de los trenes, tanto de
mercancías como de pasajeros, con sus vagones de madera. Muchas veces íbamos a
aspirar el humo acre y blanco de las locomotoras cuando el tren salía de debajo
del puente y en nuestra ingenuidad nos decíamos que era bueno para el catarro y
la tosferina.
En un lateral de estos talleres había una
vía muerta en la que reposaron durante muchos años varios vagones de un tren
blindado que fue utilizado por los milicianos durante el cerco de Oviedo.
Nosotros los observábamos con cierto recelo y respeto, ya que constituían un
ejemplo viviente de las hazañas bélicas que muchas veces realizábamos durante
nuestras imaginarias travesuras.
Gaseosas “El Canelu”
Esta modesta empresa de bebidas
refrescantes tenía su sede en la calle Azcárraga y sus productos eran
fundamentalmente gaseosas, en botellas de cristal verdoso con una bola del
mismo material en su interior que servía como tapón auxiliar y sifones
rellenables. Posteriormente fabricaba también un refresco similar a la gaseosa,
de color y sabor anaranjado.
Era muy característico el carro con la mula
en que repartía sus envases llenos y recogía los vacíos, con una tabla en los
laterales que anunciaba pomposamente “Gaseosas El Canelu” y que recorría
cansinamente las calles ovetenses. Esta entrañable industria perduró varios
años hasta que la competencia de otras marcas la hicieron desaparecer. La
primera competidora seria fue “
En el declive de “El Canelu” nos dio mucha
tristeza ver su lucha desesperada por sobrevivir, con su ancianidad y modestia
frente a sus modernos y más fuertes competidores. El famoso carro de reparto
iba ya medio lleno y con los sifones casi vacíos, perdiendo líquido burbujeante
debido a su decrepitud. Al contemplar aquel deterioro muchos de nosotros
sentimos en nuestro interior que una etapa y forma de vida se nos iba
irremisiblemente.
El colegio y sus castigos
No voy a entrar aquí en discutir y criticar
aspectos de la educación que recibimos en nuestros años de estudiantes; nos
tocó esa época y ese modo de actuación de los profesores y punto. En su defensa
podría decir que esta manera de enseñar era común también en el resto de países
civilizados, en los cuales predominaba el dicho certero de que “la letra con la
sangre entra”.
La fuerte impresión que nos producían los
primeros días de asistencia al parvulario era la de la pérdida de libertad.
Pasar de una vida al aire libre y de juegos en plena calle o en prados y
maizales a una habitación lóbrega y silenciosa, en la que había que pedir
permiso para todo, era demasiado cambio en nosotros. Para colmo aparecía
bruscamente el castigo, al que no estábamos acostumbrados y aunque fuese
ligero, tal como estar de pie mirando a la pared o quedando más tiempo después
de la hora de la salida, ese cambio nos afectó profundamente, mucho más que los
acontecimientos de años posteriores.
Total, con nuestra pizarra y cuadernos de
palotes pasábamos las horas eternas, con el añadido de actividades didácticas
tales como despegar sellos de correos y entonar cánticos piadosos compuestos
por la monja de turno. La presencia de las monjas en los años de parvulario era
de lo mas común, bien porque en el colegio femenino tenían esa opción para
niños o incluso en los mismos colegios masculinos preferían que fuesen las
mujeres, por aquello del instinto maternal, quienes atendiesen a los pequeños
hombrecitos que comenzaban esta nueva andadura.
La tarea de despegar sellos venía de la
fiesta del Domund, en que además de las modestas contribuciones económicas se
recogían sellos de correo usados. Se decía que “eran para los chinos” cosa un
tanto chocante pues no creo que los orientales manifestasen un interés
filatélico por un país tan alejado de ellos. La verdad del asunto es que los
sellos usados y despegados de su sobre se vendían a los establecimientos del
ramo y de esta manera se suplementaba la colecta del Domund. Así pasaban los
primeros años de encierro, sin aprender gran cosa hasta que bruscamente pasábamos
al preparatorio de ingreso en el Bachillerato. Aquí sí que comenzaba el
verdadero suplicio ya que en nuestro caso aparecía el hombre-profesor, que
generalmente portaba una regla larga con la que golpeaba nuestras manos cuando
consideraba que habíamos hecho un acto de indisciplina. En ocasiones nos metían
en la sala de “estudio” donde estaban los mayores y allí presenciábamos
aterrorizados las bofetadas que el vigilante propinaba a diestro y
siniestro y que en ocasiones los alumnos
mayores respondían, ya que hay que tener en cuenta que en aquellos años muchos
de los estudiantes de los cursos superiores eran nada menos que excombatientes
de la guerra civil.
El examen de ingreso era escrito y oral ¡ a
los 10 años de edad ! Para ello, provistos del palillero, plumines y tintero,
hacíamos el primer examen de nuestra vida, consistente en varias cuentas de
aritmética (incluidos decimales) y un dictado. Tras esta prueba pasábamos a la
siguiente, totalmente acongojados por la seria presencia de un tribunal, que nos
hacía unas cortas preguntas sobre declinaciones de verbos y cultura general. De
este modo desembocábamos en el primer curso del bachillerato, en el cual ya
teníamos un profesor para cada asignatura y el calendario horroroso de comenzar
todos los lunes con las odiadas clases de latín y matemáticas. La relación de
cursos posteriores y materias estudiadas no tienen demasiado protagonismo pero
sí hay que dejar constancia de los castigos físicos que sufríamos estoicamente
y con la mayor naturalidad, a lo largo de nuestro recorrido en busca de
cultura.
Las bofetadas eran muy comunes y había en
mi caso un profesor expertísimo en suministrarlas pues era boxeador
profesional, lo que suponía acierto pleno en la cara por mucho que la tapases
con las manos.
Los capones también ocupaban un lugar
preferente y sirvieron para introducir en nuestras pobres cabecitas las
declinaciones latinas (¿quién ha olvidado el “bonus, bona, bonum” y “rosa,
rosae”?). Otro sistema de aprendizaje era levantarte del asiento del pupitre agarrado
por la oreja o por el pelo de la patilla y cuando estabas de pie, propinarte un
fuerte capón con el puño cerrado, que daba con nuestros huesos nuevamente sobre
el asiento.
Además de estos castigos “básicos”, a los
que el golpe de regla también acompañaba, había otros más rebuscados y de
tortura creciente, que comenzaba por ponerse de rodillas en el suelo y si esto
no modificaba el motivo del castigo, se suplementaba con un garbanzo puesto
entre la rodilla y el suelo, los brazos en cruz, los brazos en cruz cargados
con libros y finalmente para los persistentes, un par de fuertes bofetadas si
los libros se caían de las manos extendidas que los soportaban. Parece mentira,
pero este tipo de correctivos físicos los hemos padecido en silencio, sin decir
nada en nuestras casas pues corríamos el riesgo de ver aumentado el castigo
debido a nuestro mal comportamiento escolar.
Otro tipo de castigos era el quedar
encerrado en el colegio un par de horas después del horario, acudir al colegio
las mañanas de sábados y domingos, visitar al director para acusarnos de
nuestro mal comportamiento y escribir frases como “Debo portarme bien en clase”
de
Finalmente no faltaban epítetos y frases que
nos dirigían, con las que se completaban la serie de castigos que hemos
recordado, tales como “pollino”, “animal”, “Haz carrera y golpea tu dura cabeza
contra un muro”, “dedícate a carpintero mecánico”, “acabarás con la cabeza en
un pesebre”, etc., etc.
Los productos farmacéuticos
Hay una gran similitud entre la modestia de
los juguetes y de los juegos con las medicinas de uso corriente aplicadas al
mundo infantil. De tarde en tarde, ante la aparición de algún dolor
significativo era la modesta tableta de Aspirina la encargada de solucionarlo.
Este medicamento se despachaba en sobres con dos pastillas y en tubos de
cristal con tapón de corcho, que era de vacío un premio para juguete del
enfermo. Si al tomar la temperatura el termómetro se rompía, teníamos a nuestra
disposición un nuevo entretenimiento, con las bolas del mercurio realizando
divisiones y agrupamientos hasta su pérdida por derrame en el suelo o en la misma
cama. Como competidor de
Para solucionar las enfermedades que nos
aquejaban había un remedio infalible para todos los males: la purga. El lavado
de tripas, que no era precisamente de indigestión por exceso de comida, estaba
a la orden del día y era a base de aceite de ricino y agua de carabaña ¿quién
no recuerda el terrible sabor de estos dos asquerosos productos? Uno aceitoso
que te impregnaba con su olor todo el cuerpo durante horas y el otro como si
bebieses agua del mar. Si te escapabas de estos manjares, tenías que soportar
otra cosa más humillante: la lavativa. Era una jarra de porcelana esmaltada con
una goma provista de un grifo de baquelita negra y su correspondiente llave de
paso. Esta última pieza tenía un alargamiento para facilitar la introducción
del líquido vía anal. En uno y otros casos los efectos sobre el desdichado
enfermito eran de una súbita evacuación intestinal que te dejaba hecho unos
zorros.
Como suplemento alimenticio era frecuente la
ingestión de un producto difícil de deglutir llamado “aceite de hígado de
bacalao” con unas propiedades reconstituyentes sobradamente probadas pero con
un sabor horrible, incluso en su versión posterior como “Emulsión Scott”. De
mejor tolerancia bucal era el Fósforo Ferrero, también utilizado como
reconstituyente pero al ser en comprimidos era de muy fácil tragadera.
Cuando alguno de nosotros enfermaba con
algo más serio, tal como pleuresía y ganglios pulmonares se sometía al enfermo
a largos periodos de reposo y a una agradable sobrealimentación que producía
una ganancia de peso muy destacada, lo cual se manifestaba a simple vista
cuando el ya curado enfermo se incorporaba a su pandilla de amigos de calle y
colegio.
Como ejemplo de nuestros conocimientos
eróticos se puede recordar la compra en las farmacias de un producto excitante
sexualmente, llamado Yohimbina, cuyo efecto alguno de nosotros intentó producir
en alguna de nuestras compañeras de juegos pero sin el menor éxito, ya que
éstas no se fiaban de nuestros interesados presentes.
Finalmente, evocar con tristeza, la
utilización de
Los vecinos y nuestros alimentos básicos
En los tiempos de penuria y necesidades
comunes a toda una población, se engrandecen nuestros corazones y se establece
una solidaridad y afecto increíbles, lo que produce una sensación de protección
en bloque que abarca más allá de la propia familia.
En los duros años de
Los pisos en esta década estaban
abarrotados, con familias enteras formadas por abuelos, padres, hijos y nietos.
Algunas de ellas se estrechaban aún más y alquilaban una de sus habitaciones a
otra familia todavía más necesitada, “con derecho a cocina”, gracias a lo cual
se obtenía una pequeña ayuda económica.
Al igual que en los años posteriores a la
revolución rusa en que la alimentación generalizada de la población era a base
de papilla de mijo cocido, en los años de nuestra posguerra, con el conflicto
mundial desatado y el bloqueo internacional subsiguiente fue el maíz el
protagonista y soporte alimenticio familiar, tanto en forma de la típica
“boroña” como en las “papas” o “fariñas”. La primera tenía una textura y sabor
áspero y al poco rato de comerla producía una sequedad de boca muy grande
debido a su capacidad de absorber saliva, lo que hacía un tanto difícil su
deglución. La segunda se solía comer como una papilla cocida con agua y sal, se
servía en un plato sopero y así se ingerían. En ocasiones se complementaban con
leche azucarada, que al ir mezclándolas con ella se producía un sabor más
aceptable.
Los niños no disponíamos de una
alimentación específica y reforzada. Comíamos como los adultos, es decir,
deficientemente, sin las golosinas y la variedad de alimentos básicos precisos.
Cuando estábamos enfermos o si venía algún familiar a nustra casa, solían
premiarnos con un pequeño paquete cilíndrico de galletas “María”, que nos
sabían a gloria bendita y que comíamos lentamente con verdadero deleite,
trocito a trocito desde el exterior al interior de cada galleta, en movimientos
circulares.
La mantequilla, pese a su típica producción
en nuestras aldeas, era un bien escaso y por lo tanto no abundaba en nuestra
dieta.
¿Y qué podemos recordar de lo que
llamábamos pan? Además de su racionamiento se elaboraba con una mezcla variada
de harinas de baja calidad, entre las que la del trigo era la menos
participativa. Esto motivaba un producto amarillento y heterogéneo en aspecto y
sabor, predominantemente agrio. Con un trozo de este mal llamado pan y una onza
de chocolate, también de textura áspera y mala mezcla, merendábamos ávidamente
y asombrosamente esta frugal pitanza nos sabía a verdadero manjar.
De mayor calidad era el pan que se amasaba
para los militares del Cuartel del Milán y la vecindad de alguno de ellos
propiciaba la venta de alguno de estos panes, que se conocían con el nombre de
“chuscos”.
Sin entrar en comparaciones, un menú
infantil de tipo medio podía consistir en un desayuno a base de un trozo de pan
y una taza de lecha con infusión de “malta y achicoria”, que era el sustitutivo
del café; en la comida del mediodía un buen plato de potaje con no muy
abundante acompañamiento de carne ya que ni el cocido disponía de tal complemento.
Merienda ya mencionada y finalmente la cena con “fariñas” o alguna tortilla de
pocos huevos repartida sabiamente entre toda la familia.
Total, que con estos “refuerzos
alimenticios” no era de extrañar la delgadez de muchos de nosotros, entre los
cuales nunca hubo un niño obeso. Esto motivaba que aprovechásemos cualquier
ocasión para buscar en nuestros juegos algún producto nutritivo, tal como
veremos en los capítulos posteriores. Como anticipo de ello podemos recordar
que en la compra esporádica de los cacahuetes de Casa Floro, solíamos comerlos
con la cáscara incluida para que nos llenasen un poco más nuestros vacíos
estómagos y a la vez tardasen más en consumirse.
Los lavaderos
Debido a la dificultad existente por la
carencia de agua corriente en muchas casas de los extrarradios de la ciudad, el
municipio suplía tal necesidad mediante la construcción de unos edificios
públicos muy característicos, redondeados y con el techo en forma de paraguas.
En su interior había pilas de lavado de
la ropa, dispuestas en círculo y en cuyas bases onduladas circulaba el agua.
Era muy frecuente ver en sus cercanías grupos de mujeres provistas de
recipientes con ropa sucia y la correspondiente pastilla de jabón. Allí se
hablaba de todo en voz alta, con el típico parloteo incesante de las mujeres,
todas a la vez y criticando o comentando las novedades del barrio que
protagonizaban alguno de los vecinos.
La “perrona” radiactiva
La moneda de diez céntimos de curso
legal, era conocida por el apodo de “perrona” y estaba fabricada en aluminio
endurecido. Por una cara tenía el escudo nacional y por la otra un jinete a
caballo portando lanza.
Esta moneda fue nuestra más leal
compañera y motivo de compras modestas en nuestro pequeño mundo. También nos
servía en muchas ocasiones como entretenimiento durante las largas y tediosas
horas de estudio en el colegio, consistente en dibujar el grabado de sus caras,
colocando un papel sobre ella y pasando suavemente el lápiz con movimientos
tales que reproducían las figuras de la moneda.
Debido a su desgaste, por la blandura
de su material de construcción, se deterioraba rápidamente y por tal motivo
casi todos los años se realizaba una nueva emisión. Estas emisiones se
diferenciaban únicamente por el año de su fabricación, que se localizaba debajo
de la base del caballo.
Lo más anecdótico de esta sencilla
moneda sucedió al ponerse en circulación la correspondiente al año 1945, ya que
coincidió con la explosión de las bombas atómicas sobre Japón. Pues bien,
debido a esta particularidad corrió de boca en boca el comentario de que estas
monedas tenían uranio en su composición, por lo cual hubo muchas personas que
al creer este bulo las atesoraron durante algún tiempo con la creencia de que
su valor iba a ser elevado, cosa que lógicamente no se produjo.
Los entierros
La ceremonia de los entierros era entonces
un verdadero acontecimiento que incluso alteraba el discurrir de la vida
ciudadana. Producido el fallecimiento, en el portal de la casa se instalaba una
mesita para las firmas de pésame, ya que no todo el mundo disponía de tarjeta
de visita; para éstas había una bandeja en la que se colocaban dobladas con el
pico inferior derecho, en señal de duelo, según el lenguaje de dichas tarjetas,
que ahora ya no se estila. El entierro propiamente dicho partía de la casa
donde se había velado al difunto y estaba presidido por una cruz y dos ciriales
decorados en negro, portados por monaguillos enlutados, después caminaban
solemnes los sacerdotes, con bonetes, estolas y capas negras con bordes
plateados, variando su número según la categoría social del finado. Seguía el
coche-carroza fúnebre, impresionante de aspecto, negro en su totalidad y con la
parte posterior en dosel abierto con flecos, donde se alojaba el ataúd. Venían
después los familiares masculinos, de riguroso luto e incluso niños pero las
mujeres generalmente no acudían a esta ceremonia. Finalmente iban los amigos y
conocidos, caminando en apretadas filas que ocupaban el ancho de las calles.
Todo ello constituía un espectáculo gratuito para nosotros los niños, que
procurábamos presenciar cuando en nuestras incursiones por la ciudad nos
encontrábamos con este ceremonial. El recorrido finalizaba en la calle de
Arzobispo Guisasola, donde se despedía el duelo y concluía así este espectáculo,
tan impresionante para nosotros, pues nos llenaba de pavor el imaginar que
cualquier día podía ser nuestra propia familia la protagonista de tan triste
situación.
No hay comentarios:
Publicar un comentario