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Océano Pacífico, marzo de 1889
Había siete barcos de guerra en la bahía de Apia, en la isla Upolu del achipiélago de Samoa. Tres buques eran alemanes, a saber: el Adler, el Olga y el Eber; tres navíos pertenecían a la flota de Estados Unidos de América: el Nipsic, el Trenton y el Vandalia; el último formaba parte de la armada británica: el Calliope.
Se encontraban tan lejos de todo y de todos que estaban convencidos de que no habría testigos incómodos de su inconmensurable estupidez, es decir, de la estupidez de sus mandos y de los políticos a los que obedecían. En juego estaba el control de aquel archipiélago, una cuestión colonial, un asunto de despachos para los próceres de Berlín, Londres o Washington. Sangre, mucha sangre humana y muchas víctimas para los nativos de Samoa. Los imperios occidentales de Europa y Estados Unidos cometieron el error de olvidarse de un testigo: Tusitala lo vio todo y no sólo eso, sino que lo escribió para que quedara constancia ante la historia.
Los nativos de Samoa luchaban por su independencia, con garra y furia, y las potencias extranjeras habían tenido que enviar varios barcos de guerra para controlar la situación; al final, los navíos de un imperio se enfrentaron a los buques enviados por los otros. Y no era la primera vez. Ya había habido conflictos graves en Hawái entre alemanes y estadounidenses. Ahora parecía que, con tres barcos de cada flota en la bahía de Apia, la batalla estaba servida. Los hombres, cegados por sus rabias, sus odios, sus rencillas eternas, enfrentados los unos contra los otros, no prestaron atención a las señales: los días anteriores ya habían quedado varados en la playa algunos pequeños barcos mercantes por la fuerza de las olas. ¿Qué podía importarles eso a los mandos de los grandes buques de guerra, con sus cascos gigantescos de hierro y sus enormes motores a vapor que parecían querer desafiar a la naturaleza a la vez que se retaban entre ellos? Su acero y sus chimeneas de vapor podían contra todo.
«El 15 de marzo, el barómetro descendió hasta 29,11 pulgadas. Éste fue el momento en el que todos los barcos del puerto deberían haber escapado.» Así de taxativo se mostró Tusitala cuando recogió por escrito una narración sobre aquella locura. Él había navegado mucho. Sabía bien de qué hablaba. Pero ninguno de aquellos buques de guerra se movió de la bahía.
—¡Qué sabría ese Tusitala del mar! —habrían exclamado los capitanes de todos aquellos navíos militares si lo hubieran oído. Tenían su mente en otras cosas más relevantes para ellos. Salir del puerto era perder el control sobre el archipiélago, y ninguno estaba dispuesto a consentirlo. Se olvidaban del coral. Esto es: de los grandes arrecifes de coral.
Tusitala nos refiere cómo ni el viento ni la lluvia fueron capaces de arrancar árboles en la superficie. Eso debió de confundir a los capitanes. Sin duda, se confiaron. Si en la superficie no pasaba nada serio, ¿por qué tenía que ser diferente en las aguas? Sin embargo, en el mar todo fue distinto: las olas adquirieron dimensiones dantescas. El buque Trenton fue el primero en desaparecer de la vista de todos los que observaban desde la distancia, incluidos los nativos de Samoa, quienes, armados hasta los dientes, no perdían de vista a ninguno de aquellos barcos. Quizá sus dioses estaban con ellos aquella jornada. Los necesitaban, porque, pese a disponer de muchas armas, éstas eran o viejas o poco operativas en comparación con la artillería de los barcos y los fusiles de los soldados europeos y estadounidenses.
Las olas crecieron.
Desapareció entonces el Eber, pero aún quedaban dos buques norteamericanos y dos alemanes además del británico. A las siete de la mañana le tocó al Nipsic; a las ocho, al Adler. Finalmente les llegó el turno al Olga y al Vandalia. Las flotas estadounidense y alemana habían sucumbido a las fuerzas de la naturaleza.
—¡Revertid los motores! ¡Invertid su posición! —aullaba el capitán del buque británico superviviente a la catástrofe absoluta de los que hasta hace un momento eran enemigos y ahora ya sólo espectros destruidos por el mar.
El buque británico, en efecto, revirtiendo la posición de sus motores, consiguió maniobrar y salvarse de los arrecifes mortales por muy poco. No obstante, el Trenton, al que todos habían dado por perdido, reapareció como si de un barco fantasma se tratara, pero sólo para naufragar brutalmente. Algunos de los otros buques, con algo más de fortuna, terminaron varados en la playa, como el Nipsic; y sólo gracias a la ayuda de algunos de los habitantes de Samoa consiguió salvar la vida parte de la tripulación.
Tusitala lo había visto todo y sabía que los europeos y los norteamericanos se esforzarían por borrar las huellas de toda esa estupidez y, a ser posible, también todo vestigio de la opinión de los habitantes de Samoa. Unos cuantos políticos se reunieron en Berlín unos meses después y lo arreglaron dividiendo el archipiélago en dos, una partición que aún subsiste. Los alemanes rindieron finalmente el territorio que les correspondió en el reparto, y así unas islas quedaron como independientes mientras otras permanecían en manos de Estados Unidos. Todo eso tras años de derramamiento de sangre inocente. Pero Tusitala decidió escribir uno de esos libros que al final casi son olvidados por todos. Consciente de lo irrelevante que Samoa podía resultar para un lector europeo o estadounidense, tituló de forma certera aquel volumen A Footnote to History: Years of Trouble in Samoa. Es decir: «Una nota a pie de página de la historia: años de convulsiones en Samoa». Algo de sustancia debió de decir en aquel libro, pues los habitantes de Samoa le concedieron a Tusitala precisamente ese sobrenombre, Tusitala, «el narrador de historias», y dejaron que el escritor escocés, tras su fallecimiento, descansara para siempre no en su Escocia natal ni en ningún lugar del Reino Unido, sino allí mismo, en Samoa, donde sigue aún su tumba, cerca del mar, ese mar del que tantas historias extrajo Robert Louis Stevenson, el autor de la inolvidable La isla del tesoro o la magnífica y enigmática El misterioso caso del doctor Jekyll y mister Hyde. Y otros relatos épicos y de aventuras. Pero además Stevenson, que desde niño sufrió siempre de una salud terrible, acompañado toda la vida de la tremebunda tuberculosis del XIX, no tuvo un día sano para escribir: cuando no tenía tos, era fiebre; cuando no era fiebre, sangraba por la garganta. Así, representa para mí el mejor de los ejemplos para cualquiera que pretenda ser escritor o, al menos, intentarlo. Él siempre estuvo enfermo y siempre escribió, en todo momento. Cuando un día me levanto y no me siento inspirado, pienso en Stevenson y desaparecen las dudas: no hay excusa posible y enciendo el ordenador.
Pero para los habitantes de Samoa, Stevenson seguirá siendo siempre su gran narrador de historias, aquel extranjero que llegó desde el otro vértice del mundo y supo comprenderlos, apreciarlos, vivir entre ellos, morir con ellos y narrar su historia, aunque su existencia sólo fuera eso: una nota a pie de página de la gran Europa (eran otros tiempos). Allí sigue su tumba, en una isla de los mares del sur. ¿Qué mejor lugar para el reposo eterno del artífice de La isla del tesoro? Tusitala, por siempre, junto al mar. Los seis barcos americanos y alemanes también siguen allí, bajo el coral.
Pero queda aún un misterio más de Tusitala que siempre me ha intrigado y para el que no tengo respuesta: el título de una de sus novelas más famosas esconde un enigma de lo más sorprendente. Me refiero a la ya mencionada El misterioso caso del doctor Jekyll y mister Hyde. Todos conocemos la obra, donde un médico se transforma por las noches en un sanguinario y abyecto ser de bajos instintos que el autor dio en llamar mister Hyde. Lo que se desconoce más es que un señor Hyde de carne y hueso se cruzó una vez en la vida real del escritor: a finales de la década de 1880, Stevenson recaló en Hawái, donde tuvo conocimiento de la heroica vida del padre Damián, un sacerdote católico que cuidaba a los leprosos en la isla de Molokai. El padre Damián, tras dieciséis años cuidando a aquellos enfermos, contrajo la terrible enfermedad; pero, para sorpresa de muchos, un reverendo presbiteriano de Hawái llamado Hyde criticó en una carta dirigida a las autoridades eclesiásticas al sacerdote, a quien poco menos que acusaba de provocar su propia muerte por falta de higiene. Tal infamia incendió los ánimos de muchas personas, entre ellas el propio Stevenson, que arremetió contra el reverendo de forma rotunda en una carta que hizo pública con el nombre de «Father Damien. An open Letter to the Reverend Doctor Hyde of Honolulu from Robert Louis Stevenson» (Padre Damián. Una carta abierta al reverendo doctor Hyde de Honolulu de Robert Louis Stevenson). Podría deducirse que de este episodio extrajo el novelista el nombre para el abyecto Hyde de su famosa novela; pero, y he aquí el enigma, la novela de Stevenson es anterior, pues se publicó en 1886, mientras que Stevenson entró en el conflicto público con las cartas referidas entre 1889 y 1890. ¿Es pura casualidad que Stevenson inventara un personaje vil años antes y que lo llamara Hyde y que luego, tiempo después, se encontrara en la vida real con un Hyde infame? Lo más probable es que a Stevenson, habiendo escrito una novela con un personaje con el nombre de Hyde, le llamara la atención que alguien con dicho nombre firmara una carta en un periódico de Hawái, y que a partir de ahí se interesara en el asunto; pero no deja de sorprenderme cómo con frecuencia la literatura se adelanta a la realidad de maneras misteriosas. En la ciencia ficción, género en el que se puede enmarcar esta novela, estas anticipaciones, como saben muchos de sus lectores, no son tan infrecuentes. Pero me consta que la del caso del reverendo Hyde es poco conocida.
* Tomado de “La sangre de los libros” de Santiago Posteguillo.
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