Inglaterra, a principios del siglo XX
Había estado escribiendo toda la noche. Se llevó las yemas de los dedos de la mano izquierda a los ojos. Dejó de trabajar y miró por la ventana. El amanecer era turbio, gris: plomo pesado sobre el mundo. La tos de la enferma había mejorado, la neumonía parecía aflojar, pero la vida no estaba dispuesta a concederle un respiro y oyó de nuevo, una vez más, aquel grito agónico que desgarraba el alma.
—¡Aaaah!
David contuvo la respiración. A aquel primer gemido le siguió uno más ahogado. Su madre no quería molestarlo mientras trabajaba. Menos que nadie ella, que lo había impulsado hacia la escritura; pero el dolor ya no se podía controlar. David se levantó. Salió de la habitación, cruzó el pasillo y abrió la puerta del dormitorio de su madre.
—Estoy bien... —mintió ella—. Sigue con lo tuyo. No te preocupes por mí. Estoy... bien..., de... verdad... —Pero las últimas palabras apenas fueron un susurro casi imperceptible.
Él no hizo caso. Fue directo a la cajonera de madera vieja, abrió el primer compartimento y extrajo la jeringuilla que tenía preparada con la morfina. Ella ya no argumentó más y dispuso el brazo. No se quejó mientras la pinchaba. Luego él se quedó junto a ella hasta que la vio dormirse. David cerró los ojos entonces, allí, sentado en la silla. Y también quedó dormido.
Se despertó horas después. Le dolía el cuello. Se había quedado dormido en mala postura durante largo tiempo, en aquella silla incómoda y vieja que tanto sufrimiento había presenciado. Alguna vez había pensado en reemplazarla por otra más confortable, pero la situación económica familiar no estaba para gastos innecesarios.
Pasó el resto del día entre la rutina de la supervivencia, preparando un poco de sopa para su madre y para él. Luego vino la rutina de la escritura, que no era rutina sino sangre tintada de negro, pues en cada página David se abría las entrañas mismas, aunque no se lo fueran a publicar nunca, aunque no lo leyera nunca nadie, aunque nadie pensara que valía la pena lo que escribía, excepto, claro, su madre, que seguía agonizando lenta y terriblemente por un cáncer de estómago que la devoraba desde el interior y para el que no había cura y ya casi ni alivio. La morfina, que en un principio había sido un bálsamo, tenía efectos cada vez menos duraderos.
David volvió a sentarse junto a ella con una taza de café en la mano.
Cerró los ojos de nuevo.
Su madre. Cuarenta años de golpes con un marido borracho, que la maltrató y la hizo pasar noches a la intemperie cuando ella ya estaba embarazada de él. Su madre, la que se esforzó en que fuera al colegio, en que estudiara, en que aprendiera para escapar de aquella locura de las minas y la explotación en la que vivían todos los mineros, su familia, embrutecidos, esclavizados.
Volvió a dormitar en la silla vieja.
Otra noche y otro amanecer.
«Ha amanecido de nuevo y ella sigue allí... —le escribió David a un amigo—. Veo a mi madre y pienso: “Dios, ¿es esto a lo que vamos abocados todos?”.»
Los gritos eran cada vez más agudos, más descarnados. El dolor mordía punzante con la saña implacable de la injusticia que parece cebarse siempre con los débiles, con los inocentes o con los que pecaron para sobrevivir. ¿Y los que pecaron para enriquecerse, por avaricia, por perversión? ¿Ésos qué? ¿Cuánto tiempo más ha de sufrir brutalmente alguien sin culpa como su madre? ¿Horas, días, semanas, meses, años?
David se levanta. Está quebrando todas las normas, todas las reglas con su novela. Escribe sin límites ni control. Intuye que su obra nunca saldrá adelante, pero ya está más allá de las editoriales, de los críticos. Camina por el pasillo y a cada paso destroza una norma, un tabú, una ley. Abre de nuevo la puerta del cuarto de su madre. Ella ya no miente más y lo mira suplicante. Lo han hablado. Hace días.
—Te pueden detener —le había dicho ella.
—Dime que no quieres que lo haga, dime que no sueñas con ello, dime que no quieres y no lo haré nunca —había respondido él.
Ella siempre dijo que no lo deseaba. Así, la misma conversación día tras día, con las mismas frases que se les hacían viejas de tanto usarlas hasta que una vez, cuando David volvió a pronunciar su frase gastada, ella no dijo nada y calló. Y él levantó la mirada del café pensando que su madre se había quedado dormida, pero no: estaba despierta con los ojos abiertos, mirándolo fijamente, implorando en silencio.
Es ilegal, es una norma, hay una ley, pero David Herbert abre el cajón y prepara de nuevo la jeringuilla con la morfina, y esta vez no pone la dosis habitual, sino que la carga al máximo, con dos, tres, cuatro, cinco dosis. Las leyes, las normas, los tabúes quedan atrás. Se sienta junto al lecho de su madre. Es la persona a la que más quiere en el mundo, la única mujer a la que ha querido de todas las formas posibles. Ha habido encuentros y desencuentros con otras mujeres, pero es su único gran amor hasta la fecha. Él traga saliva y la mira. Ella asiente. Simplemente, no puede luchar más, no puede resistir más. Y cierra los ojos. David Herbert inyecta la sobredosis letal. Despacio, pero con el pulso firme de quien ha dejado atrás cualquier convención. Ya no hay retroceso posible.
Su madre se duerme.
El amanecer plomizo amenaza lluvia.
Su madre se muere.
Las primeras gotas golpean el alféizar y los cristales.
Su madre descansa.
Al cabo de una hora, David se levanta y regresa a su novela. Llora y quiere volcar su dolor en frases perfectas, inmensas, gloriosas. Quiere describir pasiones, miedos y desafíos del alma como nadie, aunque luego no querrán publicarla y se la censurarán hasta los amigos. El libro será demasiado..., no hay calificativos. Sí, quiere seguir, se lo debe a su madre; pero no puede, no puede. ¿Cómo escribir después de lo que ha pasado, después de lo que ha hecho? Se mira las manos convencido de que va a ver sangre en ellas, pero no hay nada.
Nada.
David Herbert tardará tres meses enteros en reunir las fuerzas antes de poder escribir una sola línea tras aquella fatídica sobredosis. Habrá momentos en los que llegará a pensar que nunca más volverá a ser capaz de hacerlo.
Pero lo hará. Porque hay literatura más allá de la muerte. Porque se lo debía a su madre, a sí mismo.
Cuando consigue, al fin, publicar la novela, después de que su amigo Garnett le recorte hasta el 10 por ciento del texto por excesivamente «fuerte», pese a ello, toda Inglaterra se estremece, se escandaliza, abomina de él. ¿Quién es ese loco? Inglaterra no es así: no existe esa violencia en las familias, ni esa represión en el sexo. El sexo que describe está descontrolado, es obsesivo, pecaminoso... Hijos y amantes, la mejor novela de David Herbert Lawrence, D. H. Lawrence en la historia de la literatura, hace temblar los cómodos cimientos de la novela inglesa. Está escrita en medio de amores y desamores, en medio de la muerte asistida por él a su madre enferma de cáncer, en medio de su enamoramiento con una mujer casada y con tres hijos a la que persuadirá para que lo deje todo y lo siga fuera de Inglaterra. D. H. Lawrence, sin límites en su vida ni en su literatura, denostado por muchos, aclamado por otros —como E. M. Forster, que lo calificará como el mejor escritor de su generación, o el crítico F. R. Leavis, que lo encumbrará como representante de lo mejor de la novela británica—, a nadie deja indiferente.
Sufrió como nadie. Rompió reglas como nadie. Escribía como sólo él podía hacerlo. Aún siguen escandalizados en el Reino Unido, y todo porque Lawrence hablaba con naturalidad de los amores extraños e inconfesables, esos que ocultamos siempre: los amores incestuosos, los amores infieles, los amores que no podemos controlar. Hijos y amantes se mantuvo siempre disponible para los lectores a través de sucesivas reediciones, y la Modern Library la incluyó entre las diez mejores novelas de la historia. Pero tuvimos que esperar hasta la edición de 1992 de Cambridge University Press (editorial Debolsillo en España) para tener el original de D. H. Lawrence completo. Sin recortes.
* Tomado de “La sangre de los libros” de Santiago Posteguillo.
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