Los árboles de Baltimore tenían las hojas doradas y rojas por el otoño. La ciudad, aunque fría, se veía hermosa aquella mañana del 3 de octubre de 1849. Walker caminaba distraído por el parque cuando se topó con un hombre tendido en un banco.
—¿Se encuentra bien? —le preguntó.
No hubo respuesta, pero el desconocido se movió como si lo hubieran sacudido brutalmente. Ante aquel respingo del hombre del banco, Walker dio un paso hacia atrás.
—Lo siento —continuó—; siento haberlo despertado, pero me pareció que quizá no se encontraba bien.
El desconocido se incorporó y se sentó en el banco. Tenía la mirada perdida, ausente.
—Reynolds... —dijo el hombre del banco.
Walker volvió a aproximarse, esta vez con más tiento. No quería verse sorprendido una segunda vez por otra reacción inesperada de aquel... ¿vagabundo? Pero no parecía alguien que viviera en las calles.
—¿Se llama usted así? ¿Reynolds? Yo soy Joseph Walker. ¿Se encuentra bien?
Pero el desconocido perdió el equilibrio, como si no pudiera controlar bien su cuerpo, y cayó de nuevo de costado sobre las maderas del banco.
—Reynolds —repitió aquel hombre con la mirada perdida, y empezó a vomitar. Walker estuvo a punto de irse. Seguramente se trataba sólo de un borracho más, pero vio que en la bilis que escupía el desconocido había sangre y tuvo el buen criterio de ir a por ayuda médica.
Condujeron al hombre del banco a un hospital. Durante horas deliró sin sentido, aunque, enigmáticamente, seguía repitiendo el nombre de Reynolds. Pensaron que debía de ser así como se llamaba y tardaron un tiempo en confirmar que no era ése su nombre, sino Edgar Allan Poe.
Murió de madrugada.
Las causas de la muerte del maestro del relato de suspense y terror norteamericano quedaron sin determinar. Se la achacó al alcoholismo, a un terrible delírium trémens, a las drogas, a un ataque epiléptico o incluso a la rabia o la sífilis. Pero hay cosas que no las producen la enfermedad, sea del tipo que sea. Por ejemplo: Edgar Allan Poe no tenía puesta su ropa, sino la de otro hombre. Se ha argumentado que quizá usaron a Poe para la actividad de cooping, consistente en utilizar a una misma persona para que votara en diferentes colegios electorales, durante unas elecciones que se habían celebrado ese día, y que luego se deshicieron de él emborrachándolo, sólo que, en esa ocasión, se les fue la mano con el alcohol. Otra teoría defiende que quizá Poe sufrió una crisis hipoglucémica o tomó demasiado láudano para suicidarse a causa de la depresión que arrastraba desde la muerte de su esposa. No lo sabemos. Sería interesante averiguarlo, pues el caso permanece abierto, aunque, lamentable y misteriosamente, todos los archivos relacionados con el fallecimiento de Poe están destruidos. Y nadie investigó. No hubo ningún Horatio ni ningún Grissom que se preocuparan por desentrañar el misterio. Y nadie sabe quién era ese Reynolds cuyo nombre repetía Poe como la palabra Rosebud que el millonario Kane pronuncia en su lecho de muerte en Ciudadano Kane, la inolvidable película de Orson Welles. Sólo que la película podemos verla tantas veces como queramos hasta conectar los fotogramas finales con la misteriosa palabra. Pero en el caso de Poe no podemos rebobinar.
Poe, el genial autor de «La caída de la casa Usher», «El gato negro» o «El pozo y el péndulo», por citar sólo algunos de sus impresionantes relatos, murió solo, en circunstancias muy extrañas, en las calles de Baltimore a mediados del siglo XIX.
Hoy en la televisión podemos ver «CSI Las Vegas», «CSI Miami» o «CSI Nueva York», donde los modernos detectives de ficción desentrañan los más complejos asesinatos y muertes. Muchos creen que los antecesores de estas ficciones están en las obras de Agatha Christie o Conan Doyle, y sin duda todos recordamos a los magníficos Hércules Poirot, miss Marple o el inigualable Sherlock Holmes acompañado de su inseparable doctor Watson cuando vemos alguno de estos capítulos en la televisión. Pero hay un antecesor a todos ellos, un magnífico y brillante detective francés, C. Auguste Dupin, creado por el propio Edgar Allan Poe para investigar «Los asesinatos de la calle Morgue». En este relato absolutamente genial, Dupin, acompañado por un ayudante que le sirve de confidente —algo que ya anticipa la relación Holmes-Watson—, se ve envuelto en la investigación de un caso extraordinario y, en apariencia, irresoluble: una mujer y su hija han sido brutalmente asesinadas en su residencia, en una estancia cerrada, donde no hay forma de acceder desde la calle y donde se ha encontrado un pelo que no parece humano. Dupin, por supuesto, llegará hasta el fondo del asunto. Un relato recomendable para todos y un personaje legendario que reaparecerá en otros dos relatos posteriores del escritor estadounidense, porque Poe ya intuía lo magnéticas que podían ser esas historias de investigación criminal.
Pero ¿y la muerte del propio Poe? Ni a su magnífico Dupin, ni a Poirot ni a Holmes se les encargó desentrañar el misterio. Y lamentablemente fue Joseph Walker y no miss Marple el que llegó primero a la escena del crimen, por casualidad, como le suele pasar tanto a ella en las novelas de Agatha Christie. Así, el creador del primer «CSI» se quedó sin su Crime Scene Investigation, sin su «investigación de la escena del crimen», sin una policía científica que examinara las posibles pruebas del delito de su muerte, y aún hoy seguimos sin saber qué pasó con Poe. Así de paradójica es siempre la historia de la literatura.
A falta de la resolución del misterio, los lectores en lengua española podemos disfrutar de una magnífica versión de los relatos de Poe traducida por el no menos genial Julio Cortázar. Un maestro mimado por las palabras de otro maestro que nos ofrece un resultado fascinante.
Pero cierto es, pues oigo en mi cabeza el zumbido de los francófonos, que el primer Holmes de la literatura no fue el Dupin de Poe sino el Zadig de Voltaire. Y su razón tienen al recordármelo: el genial autor francés, ya en el siglo XVIII, nos deleitó con la novela Zadig, en la que un ingenioso filósofo, que el escritor sitúa en la Babilonia del mundo antiguo, sorprende a reyes y magos, a jueces y princesas con sus portentosas dotes para leer en las huellas que quedan grabadas en la tierra el misterio de acontecimientos ocurridos que para todos resultan inexplicables. Claro que, a veces, tanta clarividencia no está exenta de peligros. Así, cuando unos eunucos de la reina le preguntan en un bosque a Zadig si ha visto un perro de su majestad que se había perdido, el filósofo les responde con todo lujo de detalles. Demasiados detalles para unos soldados que sospechan de todo el mundo que no sea su rey. Esto les dijo Zadig a los eunucos de la reina:
—Es perra, que no perro, [...] que ha parido poco ha, coja del pie izquierdo delantero, y que tiene las orejas muy largas.
—¿Conque la habéis visto? —dijo el primer eunuco fuera de sí.
—No por cierto —respondió Zadig—; ni la he visto, ni sabía que la reina tuviese perra ninguna.
Ésa es una parte del diálogo. Pero Voltaire tendrá la sagacidad de conducir a nuestro maravilloso Zadig por turbulentos momentos vitales, pues tener la destreza de saber desentrañar todo lo que ocurre a nuestro alrededor, más que amigos, lo que hace siempre es crearnos enemigos mortales. A Zadig, por supuesto, lo detienen los eunucos, pues nadie podía saber tanto de una perra sin haberla visto, y le obligarán a pagar una multa. Eso sí: le permiten luego defender su inocencia (como ven, en la Babilonia que describe Voltaire lo de la presunción de inocencia brillaba por su ausencia). Zadig se defenderá con brillantez:
—Observé en la arena las huellas de un animal... y fácilmente conocí que era un perro chico. Unos surcos largos y ligeros, impresos en montoncillos de arena entre las huellas de las patas, me dieron a conocer que era una perra, y que le colgaban las tetas, de donde colegí que había parido pocos días atrás. Otros vestigios en otra dirección, que se dejaban ver siempre al ras de la arena al lado de los pies delanteros, me demostraron que tenía las orejas largas; y como las pisadas de un pie eran menos hondas en la arena que las de los otros tres, saqué por consecuencia que era, si soy osado a decirlo, algo coja la perra de nuestra augusta reina.
Podemos ver que Zadig, como Quevedo, se andaba con tiento a la hora de hablar de cojeras; y no ya de reinas, sino incluso de perras de reinas.
Y ahí empieza una maravillosa novela. Un auténtico primer «CSI» en donde, como ven, las técnicas de leer las huellas de las pisadas, que tan famoso harían a Sherlock Holmes, ya estaban perfectamente expuestas en un relato del siglo XVIII.
A falta de miss Marple, si Walker hubiera sido el viejo Zadig de Babilonia sabríamos sin duda quién era el misterioso Reynolds al que mencionaba una y otra vez el agonizante Poe.
* Tomado de “La sangre de los libros” de Santiago Posteguillo.
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