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23 de noviembre de 2021

Cartas rotas.


 

Inglaterra, mediados del siglo XIX

 

 

Esperó con la misma paciencia con la que la lluvia cae eternamente sobre Inglaterra. La oficina postal estaba repleta de gente. Todos enviaban o recibían cartas. Todos tenían a quién escribir o de quién recibir unas hojas repletas de afecto. Al fin llegó su turno.

Se acercó al mostrador.

No hizo falta que dijera nada.

—No, lo siento, señorita —dijo el empleado de correos. La visita de aquella joven era habitual; la respuesta también.

—Está... bien. No pasa nada —dijo ella intentando esbozar una tímida sonrisa—. Volveré mañana.

—Como quiera —le respondió el empleado de correos, suspirando.

La joven salió de allí cabizbaja, pero no se permitió una lágrima en público. La habían educado en el autocontrol. Como cuando sus hermanas mayores, Maria y Elizabeth, murieron por tuberculosis en aquel maldito colegio del que la sacaron junto con sus otras hermanas aún supervivientes. Se había forjado en el dolor y se había acostumbrado a sufrirlo en todas sus variantes posibles, físicas, mentales...

Había dejado de llover. Ahora nevaba.

Caminaba mirando al suelo blanco, inmaculado de la nueva nevada. El frío mordía sus labios, su frente, sus pómulos acostumbrados a afrontar lo que fuera. Era una superviviente, pero sobrevivir es a veces el peor de los castigos.

Maria y Elizabeth se desvanecieron por la enfermedad, pero aún habrían de llegar más muertes. Una tras otra. El resto de sus hermanas y su único hermano también. En una carta se confesaba a uno de los pocos amigos que le quedaban:

 

 

Si hace un año algún profeta me hubiera advertido sobre cuál sería mi vida en 1849, cómo de vacía y amputada iba a estar; si hubiera predicho el otoño, el invierno y la primavera de enfermedad y sufrimiento por el que aún tendría que pasar, habría pensado que nadie puede soportar algo así. Ya ha terminado. Branwell, Emily, Anne han desaparecido como sueños [...], uno a uno los he visto caer dormidos en mis brazos y les he cerrado sus ojos brillantes...

 

 

Se quedó sola. Todos muertos. Pero ella encontró algo, un pequeño gran secreto que ocultó a todos y que luego, cuando se hizo famosa, hasta sus biógrafos ocultarían también, pues quien iba a pasar a la historia como una de las más geniales escritoras del siglo no podía haber sentido aquella... pasión prohibida. Y es que ella había encontrado refugio en amar a un hombre, mayor que ella y, lo peor de todo para la moral victoriana de la época, un hombre casado. Todo había sucedido como en una novela, pero en este relato ella no podía modificar el curso de los acontecimientos. Sólo podía dejarse llevar: cuando había ido a Bruselas a impartir clases de inglés conoció a monsieur Héger, el director de la academia que la había contratado. Apuesto, serio, cabal: así era aquel hombre. ¿Cómo no enamorarse? Pero Héger se mantuvo fiel a su esposa y, cuando la joven inglesa salió de Bruselas de regreso a su Inglaterra natal, él, pese a los ruegos y súplicas de la muchacha, le prohibió que le escribiera. Héger había detectado aquella pasión de la joven y no quería corresponder, o no podía.

Y ella se quedó sola, viendo a su hermano y a todas sus hermanas morir una tras otra.

Intentó entonces refugiarse en la literatura y escribió una novela, pero le dijeron que no.

—No está a la altura.

—No tiene el nivel.

Eso le dijeron. Uno tras otro.

Un editor, al menos, la animó a enviar otro manuscrito nuevo. Como si escribir fuera tan sencillo, como si sobrevivir fuera tan sencillo. Ella volvió a intentarlo con monsieur Héger. Le escribía nuevas cartas en las que desparramaba sus sentimientos:

 

 

Tengo que decirle alguna palabra en inglés: ojalá pudiera enviarle cartas más animadas, pues, cuando releo ésta, la encuentro bastante triste; pero discúlpeme, mi querido maestro, no se irrite por mi tristeza. Tal y como dice la Biblia, «desde lo más profundo del corazón, habla la boca», y en verdad me resulta muy difícil sonar animosa cuando pienso que nunca más volveré a verlo.

 

 

¿Estuvo Héger tentado alguna vez de dar respuesta a aquellas misivas? No lo sabemos. ¿Se reprimía porque no sentía nada por ella o porque estaba casado y amaba a su mujer? Sea como fuere, ella seguía intentándolo, pese a que, de alguna forma, él debía de haberle hecho llegar el mensaje de que dejara de escribirle, tal y como nuestra escritora da a entender en otra de sus cartas:

 

 

Prohibirme que le escriba, el que rehúse darme respuesta alguna, eso será destrozar el único placer que me queda en la vida, arrancarme el único privilegio que tengo [...]. Día tras día espero respuesta y día tras día la decepción me arroja de nuevo hacia una miseria abrumadora...

 

 

Un día Héger cogió esa carta y todas las demás y las rompió en pedazos. Los sueños de la joven quedaron hechos añicos en una papelera del despacho de aquel hombre que no quiso nunca siquiera dar una respuesta breve.

Pero ¿cómo han llegado esas cartas hasta nosotros? ¿Cómo sabemos que existieron en verdad? Nos olvidamos de un personaje en esta historia: la esposa.

Monsieur Héger salió de su despacho y fue a dar sus clases. Su mujer, Claire, entró en la oficina de su marido y vio las cartas rotas en la papelera. Le llamaron la atención y recogió aquellos trozos con cuidado. Le costó un tiempo, pero, ya fuera por la curiosidad o por la intuición de que algo pasaba, pudo recomponer, una a una, todas aquellas cartas rotas. Y aquí llega lo más sorprendente: las guardó. ¿Por qué? ¿Por si las necesitaba en caso de un futuro divorcio? ¿Porque la conmovieron infinitamente? Es un misterio.

Cuando nuestra protagonista falleció en 1855 y Elizabeth Gaskell decidió escribir una detallada biografía sobre la gran autora, la propia Claire le enseñó las cartas. Gaskell las cogió con cuidado, se sentó en una butaca al lado de una ventana grande y las leyó con atención y mucha sorpresa. Luego sonrió y se las devolvió a aquella mujer. Elizabeth Gaskell omitió todo este episodio de la autora enamorada y nunca correspondida en la biografía que estaba escribiendo. No: su biografiada no podía haber estado enamorada de un hombre casado y haber intentado conmoverlo para que éste la correspondiera. No: eso era mejor ocultarlo. Como si los escritores y las escritoras de todo el mundo y de todas las épocas fueran seres perfectos, inmaculados, sin tacha. Además de que, a fin de cuentas, ella se habría conformado con tan poco: con alguna carta de vez en cuando que la rescatara de la soledad pavorosa en la que se había hundido.

Las cartas permanecieron mudas hasta 1913, cuando miembros de la familia Héger las enseñaron de nuevo y la prensa británica las publicó el 26 de julio de ese año.

Charlotte Brontë vio cómo todo lo que quería se deshacía en nada. Lo perdió todo: a todas sus hermanas, a las que adoraba; a su hermano, al que quería; y hasta vio cómo su único gran amor la ignoraba. ¿La literatura? Le acababan de rechazar su primera novela. Cualquier otro se habría rendido. Habría llorado y se habría consumido en una esquina hasta la muerte. Pero ella no. Se sentó de nuevo en la habitación de su casa y volcó todas sus entrañas, toda su ansia insatisfecha, todos sus sueños rotos en una de las mejores novelas de la literatura universal: Jane Eyre.

Jane Eyre sufre en la ficción infinitamente, como Charlotte en la vida real, pero la autora fue mucho más justa y compasiva con su creación de lo que el destino había sido con ella misma. Jane Eyre es sangre, lágrimas y dolor hechos literatura, pero donde el bondadoso, al contrario de lo que ocurre muchas veces en la vida, es capaz de triunfar contra todo y contra todos. Era su particular venganza frente a un mundo cruel y despiadado que sólo le había dado sufrimientos.

El éxito acompañó la novela desde su publicación en 1847. Su diseño y su escritura fueron el único consuelo de Charlotte mientras cerraba, uno a uno, los ojos de sus hermanos muertos a lo largo del otoño y el invierno de 1848 y la primavera de 1849 y mientras monsieur Héger rompía, una a una, todas sus cartas. Jane Eyre no es sólo una obra maestra de la literatura universal, sino el grito agónico de alguien que, aun sufriendo sin fin en su vida real, se reconstruye, día a día, en un mundo de ficción.

La novela ha sido adaptada en el cine en infinidad de ocasiones. La mejor, en mi opinión, es la producción de Zeffirelli con un gran William Hurt y una sorprendente actriz que, curiosamente, también se llama Charlotte: Charlotte Gainsbourg.

 

* Tomado de “La sangre de los libros” de Santiago Posteguillo.

 

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