Era una mañana soleada. Aunque ya había comenzado el invierno, la temperatura era agradable, todavía otoñal.
Lidia Viel tomaba un café negro sentada a la mesita de la cocina. Desde allí, por el gran ventanal que daba al jardín, observaba al muchacho que cortaba el césped. Él y su hermano hacían trabajos de jardinería en el barrio. Lidia Viel los llamaba una o dos veces al mes, dependiendo de la estación. En el verano venían hasta tres o cuatro veces en un mes porque también se ocupaban de mantener la pileta. Casi siempre venía este, Juan, y cuando no podía lo reemplazaba el hermano. Lidia lo prefería a Juan. El otro le daba la impresión de estar siempre apurado y algunas veces dejaba cosas a medias.
El chico iba y venía por el jardín empujando la vieja cortadora, pesada y ruidosa. Una vez Lidia le había preguntado si no le gustaría tener uno de esos tractorcitos para cortar el césped. Él había dicho que no, que las máquinas viejas son mejores. No era de mucho hablar.
Esa mañana Lidia no tenía ganas de hacer nada. Si no hubiese sido por los trabajos en el jardín, se habría quedado en la cama hasta el mediodía. Tenía que corregir unos exámenes de inglés, pero podía hacerlo esa noche en la escuela en una hora libre que tenía entre clase y clase. Era un multiple choice que se corrige rápidamente. Desde que sus hijos se habían ido a estudiar afuera, tenía mucho tiempo libre. Algunas noches, después del trabajo, ella y un par de amigas se iban a un bar a charlar y tomar una cerveza. O se juntaban a comer y jugar a las cartas. Luego de la separación no había vuelto a formar pareja. De vez en cuando salía con algún tipo, pero nada serio.
El sonido del teléfono la sobresaltó. Antes de atender se sirvió más café y prendió un cigarrillo: si era una de sus amigas, estarían un buen rato hablando. A esa hora no podían ser los chicos que siempre llaman a la noche o los fines de semana cuando la comunicación es más barata. Levantó el brazo para tomar el tubo del aparato adosado a la pared.
–Hola –dijo.
Le respondió la voz desconocida de un hombre joven.
–Lidia Viel ¿se encuentra? –preguntó.
–Sí, ella habla. ¿Quién es?
El muchacho no contestó enseguida. Debía estar llamando desde un teléfono público, pues Lidia escuchó ruido de autos. Sin embargo, no parecía estar en una ciudad sino cerca de una autopista. El sonido de los coches circulando a una gran velocidad se oía nítido.
–Hola –dijo otra vez Lidia, levantando un poco la voz–. Dígame –aunque se notaba que era muchísimo más joven que ella, no quiso tutearlo de buenas a primeras. Quizás era un vendedor y si le daba confianza después sería más difícil sacárselo de encima. Aunque un vendedor no estaría llamando desde un teléfono público.
–Sí–respondió el muchacho aclarándose la garganta–. Estoy acá.
–Bueno, entonces: lo escucho.
El jardinero había apagado la máquina. El ruido de los vehículos, del otro lado de la línea, se escuchaba con más fuerza.
–Le parecerá raro –dijo el joven–. Lidia le dio una última pitada al cigarrillo y lo aplastó en el cenicero. Con el tubo en la oreja se puso de pie y fue hasta la ventana. El cable del aparato era muy largo y le permitía moverse sin problemas. Juan había dado vuelta la cortadora de césped y parecía estar revisando las cuchillas. Lidia golpeó el vidrio con los nudillos y él alzó la cabeza para mirarla. Con una seña le preguntó si pasaba algo. El chico levantó un pulgar dando a entender que todo estaba en orden. Tal vez la cuchilla se había trabado con una piedra o algo así.
–Hola. ¿Todavía está ahí? –preguntó secamente–. Si no habla, voy a colgar.
–No, por favor –rogó la voz del otro lado–. Discúlpeme, es algo delicado… no sé por dónde empezar.
Lidia sintió un frío en el estómago. Se sentó y prendió otro cigarrillo.
–Hable –dijo bruscamente.
–Yo creo que usted es mi madre –disparó el muchacho sin respirar.
Juan echó a andar otra vez la cortadora alejándose hacia el extremo del jardín. El ruido de la máquina se fue atenuando a medida que se alejaba hasta ser sólo una vibración, un zumbido.
Lidia se quedó medio pasmada. Enseguida sintió un gran alivio. Por un momento pensó que había ocurrido algo con sus hijos, un accidente de tránsito, alguna cosa horrible. Lo que acababa de escuchar le causó gracia y estupor. Creyó que había entendido mal, así que dijo:
–¿Cómo?
El chico no respondió de inmediato, sin embargo todavía estaba ahí; Lidia podía sentir su agitación. Escuchó también las maniobras de un camión, de los grandes, con acoplado. Supuso que la estaba llamando desde una estación de servicio al costado de la ruta. A Lidia siempre le provocaron una profunda desolación esos parajes en el medio de la nada. Los grandes carteles de neón descoloridos y zumbones que permanecen encendidos hasta bien entrada la mañana. Incluso los días soleados esos sitios adolecen de una tristeza quieta, inconmensurable.
–Que creo que usted es mi madre–. El muchacho pronunció cada palabra lentamente, tratando de hacerse oír por sobre el ruido de los motores, cada vez más cercano.
–Lo siento –dijo Lidia Viel–. Pero estás en un error. Sólo tengo dos hijos y siempre han estado conmigo. Lo lamento.
El chico volvió a quedarse callado. Lidia sintió que debía decir algo más, pero la verdad es que no tenía nada más para decir. De todos modos repitió: lo siento.
–Disculpe –dijo él y colgó.
Lidia Viel se quedó unos segundos con el tubo puesto entre el hombro y la cabeza, aunque el otro ya había cortado y no se oía nada más.
Aquel llamado era la cosa más extraña que le había sucedido. Se quedó un poco descorazonada. Pensó en ese chico que debía tener la edad de su hijo mayor o cuanto mucho un par de años más. Aunque nunca bebía por las mañanas, ahora necesitaba una copa. Todavía le duraba la sensación espantosa de haber creído, por un momento, que la llamaban para avisarle que algo les había ocurrido a sus hijos. Se sirvió un poco de whisky con hielo y volvió a sentarse en el mismo lugar.
En una de esas no debería haberlo dejado cortar así, pobre muchacho. Quizás debería haber mantenido una conversación con él, haberle preguntado de dónde había sacado que ella podía ser su madre. Estaba claro que todo había sido un gran error, que no era ella la Lidia Viel correcta. Así que había otra mujer con su nombre o uno muy parecido. Darse cuenta de esto también le resultó inquietante, pero siguió pensando en la charla telefónica. Tal vez de haber indagado un poco más en la cuestión, podría haberlo ayudado. Aunque no se le ocurría cómo. También podía ser que mostrarse interesada confundiera más al chico: podría pensar que ella sí era su madre y que sólo estaba haciendo preguntas para ganar tiempo.
Por lo menos debería haberle preguntado su nombre. No costaba nada y hubiese sido más amable. Era una pena haberlo dejado así. Quizás el suyo era el único teléfono de una Lidia Viel que el chico había conseguido y ahora ya no le servía de nada y tendría que empezar de nuevo. Vaya a saber cuánto tiempo hacía que tenía ese número anotado en un pedazo de papel, guardado en la billetera; cuántas veces antes habría marcado y cortado hasta juntar valor y esperar que alguien le respondiese. Ahora estaba en cero otra vez.
En una de esas volvía a llamarla. De estar en lugar del chico, ella insistiría. En estos casos, ante un llamado así, debía ser bastante común, hasta lógico que la mujer se asuste y niegue todo. Pero un muchacho joven no puede saber lo que pasa por el corazón de una mujer madura.
Lidia miró por la ventana. Juan había terminado de cortar el pasto y pasaba la escoba de alambre. Trabajaba con auténtico esmero. No como su hermano. Había pensado decirle que aproveche y pode los fresnos, pero se veían tan lindos con sus grandes copas amarillas recortadas contra el cielo azul que sería una lástima. Después de todo, las hojas se caerían solas a medida que avanzara el invierno.
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