En la estancia lujosamente amueblada
reinaba una calma absoluta.
Además de la araña encendida y de los
candelabros pegados a la pared y portadores de numerosas bombillas, las
lámparas brillaban bajo sus pantallas un rojo suave.
Sentado cerca del fuego que ardía en el
hogar, Wla Jordonoff fumaba cigarrillo tras cigarrillo. El gran cenicero de
plata estaba lleno de colillas, y una nube aromática de humo de tabaco flotaba
lentamente bajo el techo color crema.
El teléfono sonó, pero Jordonoff
permaneció inmóvil. Únicamente sus ojos de jade se volvieron, llenos de
inquietud, hacia el ruidoso aparato.
Tras algunas señales obstinadas
-Jordonoff contó maquinalmente once-, el timbre enmudeció y el hombre empezó a
respirar más profundamente, como si el restablecido silencio le aligerara el
corazón.
De las ventanas colgaban espesos
cortinajes de terciopelo que no dejaban filtrar el menor rayo de la abundante
claridad exterior y que, sin duda, ahogaban al mismo tiempo el rumor de la
calle.
Suponiendo, desde luego, que pudiera
elevarse algún ruido de aquel callejón desierto, ya que Jordonoff vivía en un
lugar muy apartado de Stoke-Newington, en el cual sólo se erguían algunas casas
recién construidas y que en su mayor parte continuaban esperando a unos
hipotéticos inquilinos.
Su propia morada era nueva, también. Sólo
estaban amuebladas las habitaciones en las cuales vivía; el resto del inmueble
se hallaba completamente desprovisto de todo mobiliario.
La pequeña placa de cobre fijada a la
puerta llevaba un nombre muy corriente: Ph. Jones. Y nadie, en Stoke-Newington
o en Londres, podía adivinar que bajo aquel patronímico vulgar se ocultaba el
famoso Wla Jordonoff.
Jorry -como le llamaban sus amigos- había
sido una verdadera celebridad en las mayores ciudades de los Estados Unidos. Al
frente de una importante pandilla de gangsters, había implantado allí un
auténtico régimen de terror.
Robo, asalto a mano armada, chantaje,
rapto, incendio voluntario, asesinato… No había un crimen que él no hubiera
saboreado.
Merecía cien veces la silla eléctrica.
Sin embargo, el brazo vengador de la justicia no se había tendido nunca hacia
él, hasta tal punto era temido su poder. Jorry estaba, sobre todo, muy bien
protegido.
Luego había desaparecido bruscamente de
aquel mundo equívoco. No habían vuelto a encontrarle en ninguna parte de
América. Le creyeron muerto, víctima de algún ajuste de cuentas.
En realidad, se había expatriado a Europa
y vivía ahora como un pacífico burgués en un rincón perdido de la capital
inglesa.
Podía estar tranquilo. Ninguno de sus
antiguos amigos o cómplices hubiera podido identificarle. Gracias a una
intervención quirúrgica dolorosa, pero perfectamente lograda, los rasgos de su
rostro habían sido completamente transformados.
Sin embargo, no había encontrado la paz
que esperaba; sentía gravitar sobre él una amenaza misteriosa y alarmante.
¿De dónde podía venir el peligro?
Lo ignoraba, pero no obstante lo percibía
claramente y eso le bastaba.
Había hecho instalar el teléfono, pero
dado que nadie le conocía en el país no le llamaban nunca. Pero aquella tarde
había sonado tres veces seguidas.
-Me han localizado -gruñó, cuando por
tercera vez enmudeció el timbre.
La angustia que experimentaba hacía
surgir a su alrededor toda clase de imágenes turbadoras y fantasmagóricas:
enormes manos empuñando puñales o revólveres, sillas eléctricas, gigantescos
patíbulos y siniestras guillotinas.
¿No eran unos pasos los que resonaban en
la casa desierta? ¿No crujía la escalera? ¿Y qué mano invisible manipulaba, en
aquel momento, en la cerradura de la puerta principal?
No, no era más que el viento insidioso
que rozaba las paredes, en el exterior. La escalera gemía porque era nueva y
todavía estaba húmeda. En cuanto a la puerta, no podía dejar de quejarse bajo
los brutales bofetones de la corriente de aire que hacía estremecer a la
vivienda recién construida.
Volvió de nuevo a fumar cigarrillo tras
cigarrillo y vació la botella de whisky.
Súbitamente, una sombra ligera cruzó la
estancia. Jordonoff se echó a temblar.
Pero no había motivo. Se trataba
simplemente de una bombilla que, al fundirse, había hecho nacer en la pared una
pequeña mancha oscura.
-¡Tonterías! -murmuró-. ¡Ni más ni menos!
De todos modos, no pudo evitar el
deslizar la mano debajo del almohadón de seda de su sillón para comprobar si la
pistola cargada continuaba allí.
-¿Por qué me he retirado a este maldito
lugar? -se preguntó amargamente-. La soledad no sirve para nada. Sería
preferible que me perdiera entre la multitud. En los cines, los teatros, los
dancings y los clubs nocturnos no se corre el peligro de encontrar unos
fantasmas. Mientras que aquí… Es preciso que abandone este funesto refugio.
Por cuarta vez, el teléfono empezó a
llamar. El timbre resonaba con obstinación. Ahora, nada parecía poder pararlo.
Como empujado por una fuerza misteriosa,
Jordonoff puso la mano sobre el aparato, descolgó y tendió el oído.
La línea estaba sin duda descompuesta, ya
que sólo oyó una serie de crujidos frenéticos. Finalmente percibió una voz
desconocida.
Aunque en el otro extremo del hilo
alguien hablaba con una gran volubilidad, sólo pudo captar dos o tres palabras
que se repetían con frecuencia:
-El espejo…
Luego, la comunicación se interrumpió
bruscamente.
-¿El espejo? ¿Qué pasa con el espejo?
-gruñó Jordanoff.
En la casa sólo había un espejo, una
pieza magnífica que había comprado en el momento de instalarse en aquella nueva
vivienda.
Estaba sólidamente fijado a un marco
espléndido, y el cristal, ligeramente verdoso, debía ser de origen veneciano.
Jordanoff volvió los ojos hacia su
adquisición.
Era un espejo soberbio, desde luego, en
el cual se reflejaba la luz a la perfección, sin que una sola sombra viniera a
mancharla.
Pero, ¿por qué se sentía súbitamente
atraído hacia él?
Temblando con una ansiedad que no hubiera
podido explicarse, abandonó su asiento y se acercó al espejo, el cual le
devolvió inmediatamente su imagen.
Se inclinó, horrorizado: en la glauca
profundidad del cristal acababa de aparecer una figura sombría y amenazadora.
Unos ojos de fuego brillaban en sus
órbitas y rictus de ferocidad desfiguraban sus facciones.
Jordonoff profirió un grito y quiso dar
un salto hacia atrás, pero sus miembros se negaron a obedecer a su voluntad.
Permaneció allí, petrificado, mirándose fijamente en el espejo, donde su imagen
se hacía cada vez más espantosa.
Los ojos se apagaron, la nariz se borró.
No quedaba más que una boca abierta, de dientes blancos y puntiagudos. Un
horror indescriptible se apoderó de Jordonoff, que reconoció el rostro de la
Muerte.
-¡Socorro! -gritó.
La abominable cabeza hizo un gesto
salvaje que no tardó en trocarse en una risa homérica, aunque inaudible.
-¡No, no quiero! -aulló Jordonoff-. ¡No
quiero! ¡La justicia no ha conseguido atraparme nunca, y tú tampoco lo
conseguirás! ¡Noooo!
Desesperado, se precipitó contra el
espejo con los puños cerrados.
El espejo voló en mil pedazos.
Estupefacto, con los brazos levantados, Jordonoff contempló con aire de
incredulidad la obra de arte que acababa de destruir.
Esbozó una estúpida sonrisa, mientras
contemplaba la sangre que salía a borbotones de las venas abiertas de sus
muñecas desgarradas.
Unos instantes después se desplomó sobre
la alfombra, muerto…
-Era una pieza rara -se lamentaba el
anticuario Boles-, lo que en otros tiempos se llamaba un espejo mágico, uno de
esos curiosos objetos de origen puramente veneciano, un cristal maravilloso
que, intensamente iluminado, deforma el rostro de un modo extraño… Le he
llamado tres veces por teléfono para decirle que no era un espejo ordinario, ya
que fue mi empleado quien se lo vendió y entregó.
Pero no he recibido respuesta a mis
llamadas. La cuarta vez descolgó el receptor, pero por lo visto la línea estaba
descompuesta, porque resultaba casi imposible entenderse.
FIN
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