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5 de marzo de 2025

EL ESPEJO {Relato} por Paya Frank

 


En la estancia lujosamente amueblada reinaba una calma absoluta.

Además de la araña encendida y de los candelabros pegados a la pared y portadores de numerosas bombillas, las lámparas brillaban bajo sus pantallas un rojo suave.

Sentado cerca del fuego que ardía en el hogar, Wla Jordonoff fumaba cigarrillo tras cigarrillo. El gran cenicero de plata estaba lleno de colillas, y una nube aromática de humo de tabaco flotaba lentamente bajo el techo color crema.

El teléfono sonó, pero Jordonoff permaneció inmóvil. Únicamente sus ojos de jade se volvieron, llenos de inquietud, hacia el ruidoso aparato.

Tras algunas señales obstinadas -Jordonoff contó maquinalmente once-, el timbre enmudeció y el hombre empezó a respirar más profundamente, como si el restablecido silencio le aligerara el corazón.

De las ventanas colgaban espesos cortinajes de terciopelo que no dejaban filtrar el menor rayo de la abundante claridad exterior y que, sin duda, ahogaban al mismo tiempo el rumor de la calle.

Suponiendo, desde luego, que pudiera elevarse algún ruido de aquel callejón desierto, ya que Jordonoff vivía en un lugar muy apartado de Stoke-Newington, en el cual sólo se erguían algunas casas recién construidas y que en su mayor parte continuaban esperando a unos hipotéticos inquilinos.

Su propia morada era nueva, también. Sólo estaban amuebladas las habitaciones en las cuales vivía; el resto del inmueble se hallaba completamente desprovisto de todo mobiliario.

La pequeña placa de cobre fijada a la puerta llevaba un nombre muy corriente: Ph. Jones. Y nadie, en Stoke-Newington o en Londres, podía adivinar que bajo aquel patronímico vulgar se ocultaba el famoso Wla Jordonoff.

Jorry -como le llamaban sus amigos- había sido una verdadera celebridad en las mayores ciudades de los Estados Unidos. Al frente de una importante pandilla de gangsters, había implantado allí un auténtico régimen de terror.

Robo, asalto a mano armada, chantaje, rapto, incendio voluntario, asesinato… No había un crimen que él no hubiera saboreado.

Merecía cien veces la silla eléctrica. Sin embargo, el brazo vengador de la justicia no se había tendido nunca hacia él, hasta tal punto era temido su poder. Jorry estaba, sobre todo, muy bien protegido.

Luego había desaparecido bruscamente de aquel mundo equívoco. No habían vuelto a encontrarle en ninguna parte de América. Le creyeron muerto, víctima de algún ajuste de cuentas.

En realidad, se había expatriado a Europa y vivía ahora como un pacífico burgués en un rincón perdido de la capital inglesa.

Podía estar tranquilo. Ninguno de sus antiguos amigos o cómplices hubiera podido identificarle. Gracias a una intervención quirúrgica dolorosa, pero perfectamente lograda, los rasgos de su rostro habían sido completamente transformados.

Sin embargo, no había encontrado la paz que esperaba; sentía gravitar sobre él una amenaza misteriosa y alarmante.

¿De dónde podía venir el peligro?

Lo ignoraba, pero no obstante lo percibía claramente y eso le bastaba.

Había hecho instalar el teléfono, pero dado que nadie le conocía en el país no le llamaban nunca. Pero aquella tarde había sonado tres veces seguidas.

-Me han localizado -gruñó, cuando por tercera vez enmudeció el timbre.

La angustia que experimentaba hacía surgir a su alrededor toda clase de imágenes turbadoras y fantasmagóricas: enormes manos empuñando puñales o revólveres, sillas eléctricas, gigantescos patíbulos y siniestras guillotinas.

¿No eran unos pasos los que resonaban en la casa desierta? ¿No crujía la escalera? ¿Y qué mano invisible manipulaba, en aquel momento, en la cerradura de la puerta principal?

No, no era más que el viento insidioso que rozaba las paredes, en el exterior. La escalera gemía porque era nueva y todavía estaba húmeda. En cuanto a la puerta, no podía dejar de quejarse bajo los brutales bofetones de la corriente de aire que hacía estremecer a la vivienda recién construida.

Volvió de nuevo a fumar cigarrillo tras cigarrillo y vació la botella de whisky.

Súbitamente, una sombra ligera cruzó la estancia. Jordonoff se echó a temblar.

Pero no había motivo. Se trataba simplemente de una bombilla que, al fundirse, había hecho nacer en la pared una pequeña mancha oscura.

-¡Tonterías! -murmuró-. ¡Ni más ni menos!

De todos modos, no pudo evitar el deslizar la mano debajo del almohadón de seda de su sillón para comprobar si la pistola cargada continuaba allí.

-¿Por qué me he retirado a este maldito lugar? -se preguntó amargamente-. La soledad no sirve para nada. Sería preferible que me perdiera entre la multitud. En los cines, los teatros, los dancings y los clubs nocturnos no se corre el peligro de encontrar unos fantasmas. Mientras que aquí… Es preciso que abandone este funesto refugio.

Por cuarta vez, el teléfono empezó a llamar. El timbre resonaba con obstinación. Ahora, nada parecía poder pararlo.

Como empujado por una fuerza misteriosa, Jordonoff puso la mano sobre el aparato, descolgó y tendió el oído.

La línea estaba sin duda descompuesta, ya que sólo oyó una serie de crujidos frenéticos. Finalmente percibió una voz desconocida.

Aunque en el otro extremo del hilo alguien hablaba con una gran volubilidad, sólo pudo captar dos o tres palabras que se repetían con frecuencia:

-El espejo…

Luego, la comunicación se interrumpió bruscamente.

-¿El espejo? ¿Qué pasa con el espejo? -gruñó Jordanoff.

En la casa sólo había un espejo, una pieza magnífica que había comprado en el momento de instalarse en aquella nueva vivienda.

Estaba sólidamente fijado a un marco espléndido, y el cristal, ligeramente verdoso, debía ser de origen veneciano.

Jordanoff volvió los ojos hacia su adquisición.

Era un espejo soberbio, desde luego, en el cual se reflejaba la luz a la perfección, sin que una sola sombra viniera a mancharla.

Pero, ¿por qué se sentía súbitamente atraído hacia él?

Temblando con una ansiedad que no hubiera podido explicarse, abandonó su asiento y se acercó al espejo, el cual le devolvió inmediatamente su imagen.

Se inclinó, horrorizado: en la glauca profundidad del cristal acababa de aparecer una figura sombría y amenazadora.

Unos ojos de fuego brillaban en sus órbitas y rictus de ferocidad desfiguraban sus facciones.

Jordonoff profirió un grito y quiso dar un salto hacia atrás, pero sus miembros se negaron a obedecer a su voluntad. Permaneció allí, petrificado, mirándose fijamente en el espejo, donde su imagen se hacía cada vez más espantosa.

Los ojos se apagaron, la nariz se borró. No quedaba más que una boca abierta, de dientes blancos y puntiagudos. Un horror indescriptible se apoderó de Jordonoff, que reconoció el rostro de la Muerte.

-¡Socorro! -gritó.

La abominable cabeza hizo un gesto salvaje que no tardó en trocarse en una risa homérica, aunque inaudible.

-¡No, no quiero! -aulló Jordonoff-. ¡No quiero! ¡La justicia no ha conseguido atraparme nunca, y tú tampoco lo conseguirás! ¡Noooo!

Desesperado, se precipitó contra el espejo con los puños cerrados.

El espejo voló en mil pedazos. Estupefacto, con los brazos levantados, Jordonoff contempló con aire de incredulidad la obra de arte que acababa de destruir.

Esbozó una estúpida sonrisa, mientras contemplaba la sangre que salía a borbotones de las venas abiertas de sus muñecas desgarradas.

Unos instantes después se desplomó sobre la alfombra, muerto…

-Era una pieza rara -se lamentaba el anticuario Boles-, lo que en otros tiempos se llamaba un espejo mágico, uno de esos curiosos objetos de origen puramente veneciano, un cristal maravilloso que, intensamente iluminado, deforma el rostro de un modo extraño… Le he llamado tres veces por teléfono para decirle que no era un espejo ordinario, ya que fue mi empleado quien se lo vendió y entregó.

Pero no he recibido respuesta a mis llamadas. La cuarta vez descolgó el receptor, pero por lo visto la línea estaba descompuesta, porque resultaba casi imposible entenderse.

 

FIN

 

Relato por Paya Frank @ Blogger

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