John
Flanders
La madre del pequeño Dick había muerto.
En cuanto a su padre, debía vagar por algún mar de los antípodas; hacía años
que no se había oído hablar de él. La familia se preocupaba muy poco de aquel
niño rubio que apenas tenía siete años.
-¡Al orfelinato! -decidió el tío
Patridge.
Bridge, la nodriza que había cuidado a
Dick desde la cuna, lloró aquella decisión con casi todas las lágrimas de su
cuerpo.
-Dime, Bridge -preguntó Dick, la víspera
de la penosa separación-. ¿Es verdad todo lo que me has contado acerca del
Ángel Negro?
Bridge inclinó afirmativamente la cabeza
con aire grave. Se trataba de una leyenda irlandesa muy antigua, en la cual
creían todos, en su país. Y, siendo así, ¿por qué no tenía que ser cierta?
-Entonces -se obstinó Dick-, cuando los
niños son perseguidos por los gigantes, las brujas y los malos espíritus, e
invocan al Ángel Negro, ¿responde éste de veras a su llamada?
-Desde luego -respondió Bridge-. Siempre
acude en ayuda de los niños que están en peligro.
-¡Oh! -exclamó Dick-. ¡Qué contento
estoy! Ahora ya no tengo miedo de ir al orfelinato.
La anciana nodriza alzó su delantal para
que el niño no viera sus ojos.
* * *
El orfelinato de M. Bry parecía más una
prisión para jóvenes delincuentes que una institución de beneficencia, donde
debía conseguirse que los pequeños abandonados por los suyos olvidaran su
tristeza.
La comida era mala y escasa, el trabajo
pesado y los castigos sumamente duros.
M. Bry era un hombre corpulento de ojos
negros y saltones. Su avaricia sólo era superada por su crueldad. Los niños que
eran confiados a sus «cuidados paternales» tenían que deshacer cuerdas viejas,
pegar papel, confeccionar suelas de zapatillas, exactamente igual que si
estuvieran condenados a trabajos forzados.
Aquello significaba para M. Bry un buen
dinero, que guardaba en un pesado cofrecillo de hierro, en su habitación, y que
contaba y volvía a contar con un morboso placer.
Un día entró subrepticiamente, como un
ladrón, en el taller donde se afanaban los pobres huérfanos; y sus ojos
sombríos cayeron sobre el joven Dick que, por desgracia, se estaba tomando un
pequeño descanso.
-¡Número 51, no haces nada! -gritó,
furioso.
-No, señor -respondió ingenuamente el
niño-. Estaba contemplando un ratón.
-Un ratón, ¿eh? -aulló M. Bry-. ¿Y ese
bicho asqueroso te impide trabajar?
-Es un animalito encantador -aseguró
Dick-, y a mí me gusta mucho.
-¡Pues a mí, no! -rugió el director-. ¡Y
todavía me gustan menos los gandules!
Agarró al niño por los cabellos y tiró
violentamente. -¡Diez latigazos y seis días en el sótano, a pan y agua! Esa fue
la sentencia.
* * *
Los sótanos hormigueaban de ratones, a
los cuales Dick echaba migas de pan, lo cual les convertía en unos dóciles
animalitos.
Lástima que las heridas de su espalda
empezaran a infestarse y a hacerle sufrir horrores.
La segunda noche que pasó en aquel
horrible sótano, la fiebre provocó en su cerebro toda clase de visiones. Vio a
su madre que regresaba de la tienda de la esquina con muchas golosinas. Vio a
Bridge…
¡Bridge! ¡Ah, qué tonto había sido al no
llamar en su ayuda al Ángel Negro! Pero ahora iba a hacerlo. ¡Sí,
inmediatamente!
-Querido Ángel Negro, la espalda me duele
mucho, y me siento muy desgraciado…
No tuvo que decir nada más. Oyó rechinar
una puerta. Una flecha de luz blanca atravesó las tinieblas. El Ángel Negro se
encontraba delante de él.
* * *
Desde luego, era una aparición
impresionante. El ser sobrenatural llevaba un traje muy ajustado y un antifaz
de terciopelo negro, cuyos agujeros filtraban una terrible mirada de tigre.
Sin embargo, el niño no experimentó el
menor temor.
Inmediatamente empezó a contárselo todo.
Le habló de su difunta madre, de su querida Bridge, de los malos tratos que le
infligía M. Bry y, finalmente, de su esperanza de ver intervenir al Ángel
Negro.
-Muy bien, pequeño, estoy aquí para
ayudarte. ¡Condúceme a la habitación de Bry!
La voz le pareció muy seca para ser la de
un ángel, pero Dick no vaciló un solo instante y tendió su manita hacia la
enguantada mano del misterioso personaje.
* * *
Aquella noche, M. Bry se había obsequiado
a sí mismo con un enorme filete y una ensalada de langosta, rociados
generosamente con un vino de muchos grados. Por eso creyó ser víctima de una
pesadilla cuando una mano ruda le sacudió para despertarle y una voz terrible
le ordenó que abriera su pesado cofre.
-¡De prisa, canalla! -rugió el
desconocido.
M. Bry comprendió entonces que no se
trataba de un sueño.
Obedeció y, ahogando un sollozo, vio
desaparecer su amado tesoro en una gran cartera de mano.
El Ángel Negro se disponía a marcharse
cuando su mirada cayó sobre el pequeño Dick que había observado la escena con
un aire asombrado, pero al mismo tiempo satisfecho.
El extraño individuo se inclinó sobre Bry
y gruñó:
-¡Esto es por los latigazos, granuja!
M. Bry recibió un solo puñetazo en la
cabeza, pero el golpe bastó para deshacerle los sesos.
-Hijo mío -dijo entonces el ser
misterioso-, no tienes que decir absolutamente nada de lo que has visto,
¿entendido?
-Desde luego, no diré nada -prometió
Dick-. Pero, querido Ángel Negro, ¿querrá usted besar de todo corazón a mi
mamá, cuando vuelva al cielo?
Se produjo un largo silencio. Luego,
súbitamente, Dick se sintió levantado por un brazo poderoso. Recibió un beso en
cada mejilla y notó que algo tibio caía sobre su frente.
-¿Por qué llora usted, querido Ángel
Negro? -preguntó.
Pero el Ángel Negro había desaparecido
ya, y el pequeño volvió a encontrarse en el sótano, donde varios ratones
jugueteaban en medio de un rayo de luna, lo cual le divirtió mucho.
* * *
Llegó un nuevo director, el cual se
mostró muy cariñoso con los niños, pero también se presentaron unos hombres de
aspecto severo, que formularon a los huérfanos toda clase de preguntas a
propósito del difunto M. Bry.
Pero el pequeño Dick cumplió su promesa y
no traicionó a su querido Ángel Negro.
FIN
Relatos por Paya Frank @ Blogger
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