¿Cómo llegó Selena aquí? Es una pregunta
que Richard acostumbra a hacerse cuando se sienta una vez más a su mesa y
baraja el mazo de fichas, intentando empezar de nuevo.
Tiene un repertorio de respuestas. A
veces la imagina descendiendo sobre los vulgares tejados en un globo gigantesco
hecho de sedas de color turquesa y verde esmeralda, o a lomos de un pájaro
dorado como los de las tazas de té chinas. Otros días, más oscuros, como este
jueves -sabe que el jueves era un día siniestro en el calendario de Selena-,
avanza por un largo túnel subterráneo tachonado de joyas rojas como la sangre y
de inscripciones arcanas que refulgen a la luz de las antorchas. Camina durante
años, arrastrando sus ropajes -ropajes, no ropa-, con los ojos fijos e
hipnóticos, pues es de las que cargan con la maldición de una vida eterna;
camina hasta que, una noche de luna, llega a la puerta de hierro forjado de la
tumba de Petrowski, que es real aunque increíblemente está excavada en la ladera
de una colina junto a la entrada del cementerio Mount Pleasant, también real.
(A Selena le encantaría esa intersección
de lo ordinario y lo sobrenatural. En una ocasión dijo que el universo era un
donut. Nombró la marca.)
La cerradura salta. La puerta de hierro
se abre de par en par. Ella emerge, levanta los brazos hacia la luna,
repentinamente helada. El mundo cambia.
Hay otras tramas. Depende de la mitología
que Richard esté plagiando.
Existe una narración objetiva. Selena
provenía de la misma clase de barrio del que procedía Richard: el viejo Toronto
anterior a la Depresión, que se extendía a orillas del lago al sur de las vías
del tranvía de Queen, una región de casitas verticales con la madera
descascarillada, porches delanteros destartalados y césped tiñoso y seco. En
esa época no era un área pintoresca, ni remodelada ni deseable. El típico gueto
de gente blanca reprimida de clase media-baja del que Richard huyó en cuanto
pudo, debido a las limitadas y sombrías versiones de sí mismo que le ofrecía.
La motivación de Selena quizá fuera la misma. A Richard le gusta pensar que así
es.
Incluso habían estudiado en el mismo
represivo instituto, aunque Richard nunca se había fijado en ella. Pero ¿por
qué iba a fijarse? Era cuatro años mayor que Selena. Cuando ella llegó, una
alumna larguirucha y asustada de noveno curso, él estaba a punto de terminar y
no veía la hora de salir de allí. No podía imaginársela en el instituto; no
podía imaginársela deambulando por los mismos pasillos verdes descoloridos,
cerrando de golpe las puertas de las mismas taquillas rayadas o pegando chicles
debajo de los mismos pupitres como jaulas.
Selena y el instituto habrían sido dos
contrarios destructivos, como la materia y la antimateria. Cada vez que Richard
colocaba la imagen mental que tenía de ella junto a la del instituto, una de
las dos explotaba. Normalmente era la del instituto.
Selena no era su verdadero nombre.
Simplemente se había apropiado de él, como se había apropiado de cuanto pudiera
ayudarla a construir su nueva identidad, la que prefería. Había desechado su
antiguo nombre: Marjorie. Richard se ha enterado sin querer, en el curso de sus
investigaciones, y ha intentado en vano olvidarlo.
La primera vez que la vio no está
consignada en ninguna de sus fichas. Richard solo toma notas de las cosas que,
de otro modo, probablemente olvidaría.
Fue en 1960: el final de los años
cincuenta o el principio de los sesenta, dependiendo de cómo entendamos el uso
del cero. Más adelante, Selena lo llamaría «el luminoso huevo incandescente /
del que todo emerge», pero para Richard, que en esa época avanzaba lentamente
por El ser y la nada, señalaba un punto muerto. Estaba en su primer año de
posgrado, con una escuálida beca ganada con gran esfuerzo corrigiendo trabajos
de estudiantes universitarios muy mal escritos. Se sentía viejo, hastiado. La
senilidad se aproximaba con rapidez. Tenía veintidós años.
La conoció un martes por la noche, en el
café. En «el» café, porque, por lo que Richard sabía, no había otro igual en
Toronto. Se llamaba The Bohemian Embassy, en referencia a las actividades
antiburguesas que supuestamente se producían allí, y que hasta cierto punto
tenían lugar. A veces el café recibía cartas de ciudadanos más inocentes que lo
habían visto en el listín telefónico y creían que era una auténtica embajada, y
que escribían pidiendo visados. Eso era motivo de diversión entre los clientes
habituales, grupo al que Richard no pertenecía exactamente.
El café estaba situado en una callejuela
adoquinada, en la segunda planta de un almacén abandonado. Se llegaba a él por
un traicionero tramo de escaleras de madera sin barandilla. Estaba tenuemente
iluminado, lleno de humo, y de vez en cuando el cuerpo de bomberos lo
clausuraba. Las paredes estaban pintadas de negro y había mesitas con manteles
a cuadros y velas goteantes. Había además una máquina de café, la primera que
Richard había visto. La máquina era prácticamente un icono, pues apuntaba a
otras culturas, superiores, lejos de Toronto. Pero tenía sus inconvenientes.
Mientras leías tu poesía en voz alta, como hacía Richard a veces, detrás de la
barra Max encendía la máquina, lo que añadía un efecto sonoro siseante y
borboteante, como si estuvieran cocinando a alguien en una olla exprés y
ahogándolo.
Los miércoles y los jueves había
canciones folk y los viernes había jazz. A veces Richard acudía esas noches,
pero siempre iba los martes, tanto si leía como si no. Quería ver lo que hacía
la competencia. No es que fuera muy numerosa, pero la que había terminaba
apareciendo antes o después en The Bohemian Embassy.
La poesía era en aquella época la
escapatoria para los jóvenes que querían una salida del lumpen burgués y de las
ataduras de un trabajo respetable. Era lo que había sido la pintura a
principios de siglo. Richard lo sabe ahora, aunque no lo sabía entonces. Ignora
cuál es el equivalente en la actualidad. Supone que el cine, para los que
tienen pretensiones intelectuales. Para los que no las tienen, es tocar la
batería en un grupo, un grupo con un nombre asqueroso como Grasa Animal o El
Moco Viviente, a juzgar por su hijo de veintisiete años. En cualquier caso,
Richard no puede observarlo de cerca, porque el hijo vive con su ex mujer.
(¡Todavía! ¡A su edad! «¿Por qué no se busca una habitación, un apartamento, un
trabajo?», se sorprende pensando Richard con amargura. Ahora entiende la
irritación que provocaban en su padre los jerséis de cuello vuelto que él se
ponía, sus desaliñados conatos de barba, sus declamaciones, durante la obligada
carne con patatas de los almuerzos dominicales, de «La tierra baldía» y, más
adelante e incluso de manera más eficaz, del «Aullido» de Ginsberg. Pero al
menos a él le interesaba el «sentido», se dice Richard. Al menos le interesaban
las palabras.)
Se le daban bien las palabras en aquella
época. Le habían publicado varios poemas en la revista literaria de la
universidad y en otras dos pequeñas revistas, una de ellas no mimeografiada.
Ver esos poemas impresos, con su nombre debajo -utilizaba iniciales, como T. S.
Eliot, para parecer mayor-, le había producido más satisfacción que nada de lo
que hubiera hecho hasta entonces. Pero cometió el error de enseñarle una de las
revistas a su padre, que era un encargado de bajo rango en la oficina de
correos. Eso mereció poco más que un gruñido y un fruncimiento del ceño, pero
cuando se alejaba por el camino con la bolsa de ropa recién lavada, de regreso
a su habitación alquilada, oyó a su padre leer uno de sus antisonetos de verso
libre a su madre, balbuceando de júbilo, interrumpido por la voz desaprobadora
y predecible de su madre: «¡Vamos, John! ¡No seas tan duro con él!».
El antisoneto giraba en torno a Mary Jo,
una chica robusta y práctica con el pelo teñido de rubio y cortado al estilo
paje que trabajaba en la biblioteca, y con la que Richard casi tenía un lío.
«"Me sumerjo en tus ojos" -rugió su padre-. ¡Viejos ojos cenagosos!
Demonios, ¿y qué piensa hacer cuando baje hasta las tetas?»
Y su madre, fiel al papel que
representaba en la vieja conspiración de ambos: «¡Vamos, John! ¡Por favor! ¡Ese
lenguaje!».
Richard se dijo muy serio que le traía
sin cuidado. Su padre nunca leía nada aparte del Reader's Digest y de esas
noveluchas de tapa blanda sobre la guerra, conque ¿qué iba a saber él?
Al llegar ese martes en concreto, Richard
ya había dejado el verso libre. Era demasiado fácil. Quería algo con más rigor,
con más estructura. Algo -reconoce ahora- que no pudiera hacer cualquiera.
Leyó sus propios textos durante la
primera parte de la noche, un grupo de cinco sextinas seguidas de una
villanela. Sus poemas eran elegantes, elaborados; estaba satisfecho de ellos.
La máquina de café se encendió durante el último -empezaba a sospechar que Max
lo hacía a modo de sabotaje-, pero varias personas dijeron: «Chist». Cuando
terminó, recibió un aplauso cortés. Richard volvió a sentarse en su rincón,
rascándose el cuello con disimulo. El suéter negro de cuello vuelto estaba
provocándole un sarpullido. Como su madre no dejaba de decir a quien quisiera
escucharla, Richard tenía la piel delicada.
Después le tocó a una poeta de pelo
pajizo de la costa. Oeste, mayor que él, quien leyó un largo poema en el que
describía cómo el viento le subía entre los muslos. El poema contenía
revelaciones desenfadadas, procacidades espontáneas; nada que no pudiera
encontrarse en la obra de Allen Ginsberg, pero Richard se sonrojó. Tras la
lectura, la mujer se acercó y se sentó a su lado. Le apretó el brazo y susurró:
«Sus poemas eran bonitos». Luego, mirándole a los ojos, se levantó la falda por
encima de los muslos. El gesto quedó oculto al resto de la sala por el mantel
de cuadros y por la penumbra general llena de humo. Pero era una clara
invitación. Le estaba retando a echar un vistazo al horror carcomido por las
polillas que tenía escondido ahí.
Richard fue presa de una ira helada. Se
esperaba que salivara y se tirara a la mujer en las escaleras como un mono
demente. Odiaba esa clase de ideas preconcebidas sobre los hombres, sobre el
sexo de mete y saca y la excitación babosa y descerebrada. Tuvo ganas de darle
un puñetazo. La mujer debía de tener al menos cincuenta años.
La edad que tiene él ahora, observa
Richard alicaído. Esa es una de las cosas a las que ha escapado Selena. Richard
lo ve como una huida.
Hubo un intermedio musical, como todos
los martes. Una chica de pelo moreno, largo y liso con la raya en medio se
sentó en un taburete alto, con una cítara sobre las rodillas, y cantó unas
lúgubres canciones folk con voz aguda y clara. A Richard le preocupaba cómo
apartar de su brazo la mano de la poeta sin mostrarse más descortés de lo que
pretendía. (Ella era mayor, había publicado libros, conocía a gente.) Pensó que
podía disculparse e ir al baño, pero el baño era tan solo un cubículo que daba
directamente a la sala del café. No tenía pestillo y Max solía abrir la puerta
cuando estabas dentro. A menos que apagaras la luz y mearas a oscuras, lo más
probable era que acabaras a la vista de todos, profusamente iluminado como un
pesebre de Navidad, mientras te manoseabas la bragueta.
Le puso en el pecho un cuchillo
cuando en sus brazos ella se dejó
envolver,
cantaba la chica. «Podría largarme sin
más», pensó Richard. Pero no quería hacerlo.
Oh, Willy, Willy, no me mates, no estoy
preparada para la eternidad.
Sexo y violencia, piensa ahora Richard.
Muchas canciones hablaban de eso. Ni siquiera nos dábamos cuenta. Creíamos que
era arte.
Inmediatamente después apareció Selena.
Richard no la había visto antes en la sala. Era como si hubiera surgido de la
nada, sobre el escenario, bajo el único foco.
Era menuda, casi delgada. Como la
cantante, tenía el pelo moreno y largo con la raya en medio. Se había perfilado
los ojos de negro, siguiendo la moda que empezaba a imponerse. Llevaba un
vestido negro de cuello alto y manga larga, sobre el que se había echado un
chal con libélulas azules y verdes bordadas.
Córcholis, pensó Richard, que, como su
padre, seguía utilizando las blasfemias edulcoradas de patio de colegio. Otra
poeta peñazo. Supongo que nos tocará otra ración de partes pudendas, añadió,
echando mano de su vocabulario de estudiante de posgrado.
Y entonces le llegó la voz. Era una voz
cálida y matizada, oscuramente especiada, como canela, y demasiado inmensa para
provenir de una persona tan pequeña. Era una voz seductora, pero no tenía nada
de descarado. Lo que ofrecía era una entrada al asombro, a un secreto
compartido y cosquilleante; a esplendores. Pero también había en ella una
corriente subterránea de diversión, como si fueras un idiota por haberte dejado
engañar por su voluptuosidad; como si hubiera en perspectiva una broma cósmica,
una broma simple y misteriosa, como las de los niños.
La mujer leyó una serie de breves poemas
líricos relacionados entre sí. «Isis en la oscuridad.» La Reina Egipcia del
Cielo y de la Tierra vagaba por el Inframundo recogiendo los fragmentos del
cuerpo asesinado y desmembrado de su amante, Osiris. Al mismo tiempo, era su
propio cuerpo el que recomponía, y también el universo físico. Estaba creando
el universo mediante un acto de amor.
Todo esto no ocurría en el antiguo
Imperio Medio de los egipcios, sino en el llano y sucio Toronto, cerca de
Spadina Avenue, de noche, entre los oscuros talleres de confección, tiendas de
exquisiteces, bares y casas de empeño. Era un lamento y una celebración.
Richard jamás había oído nada semejante.
Se recostó en la silla y, mesándose la
barba rala, puso todo su empeño en encontrar vulgares, exageradas y
pretenciosas tanto a la chica como su poesía. Pero no lo consiguió. Era
brillante, y él estaba asustado. Sintió que su cauteloso talento se encogía
hasta quedar reducido al tamaño de una alubia seca.
La máquina de café no se disparó ni una
sola vez. Cuando la chica terminó de leer hubo un silencio antes del aplauso.
El silencio se debía a que el público no sabía cómo interpretar, cómo tomarse
eso -fuera lo que fuese- que acababan de hacerles. Durante un instante la chica
había transformado la realidad, y tardaron un suspiro en recuperarla.
Richard apartó las piernas desnudas de la
poeta y se levantó.
Ya no le importaba a quién pudiera
conocer. Se acercó a donde Selena acababa de sentarse con una taza de café que
le había servido Max.
-Me han gustado tus poemas -consiguió
decir.
-¿Gustado? ¿Gustado? -Richard creyó que
se burlaba de él, aunque ella no sonreía-. «Gustado» suena a margarina. ¿Qué
tal «maravillado»?
-Muy bien. Me han maravillado -dijo, y se
sintió doblemente idiota: por haber dicho «gustado» para empezar, y por haber
pasado por el aro en segundo lugar. Pero obtuvo su recompensa. Ella le invitó a
sentarse.
De cerca, tenía los ojos turquesa, con el
iris circundado de un anillo oscuro como los gatos. Llevaba unos pendientes
verde azulado con forma de escarabajo. Tenía la cara acorazonada, la tez clara;
a Richard, que se había asomado a los simbolistas franceses, le evocaba la
palabra «lila». El chal, los ojos perfilados de negro, los pendientes…, pocas
se habrían atrevido con algo así. Pero la chica se comportaba como si fuera lo
más normal. Lo que se pondría un día cualquiera para viajar por el Nilo, cinco
mil años atrás.
Formaba parte de su representación:
extravagante pero realizada con confianza. Perfectamente conseguida. Lo peor
era que solo tenía dieciocho años.
-Qué chal más bonito -comentó Richard.
Sentía la lengua como si fuera un sándwich de carne.
-No es un chal, es un mantel -respondió
ella. Miró la tela y la acarició. Luego se rio un poco-. Bueno, ahora sí es un
chal.
Richard no sabía si debía atreverse a
preguntar… ¿qué? ¿Si podía acompañarla a casa? ¿Tenía ella algo tan ordinario
como una casa? Pero ¿y si contestaba que no? Mientras deliberaba, Max, el
empleado de la cabeza ovalada, se acercó y puso una mano posesiva en el hombro
de la chica, y ella le sonrió. Richard no esperó a ver si el gesto significaba
algo. Se disculpó y se marchó.
Regresó a la habitación alquilada y
compuso una sextina a la chica. Fue un intento lamentable; no captaba nada de
ella. Hizo lo que jamás había hecho con ninguno de sus poemas. Lo quemó.
Durante las semanas siguientes Richard
fue conociéndola mejor. O al menos eso creía. Cuando entraba en el café los
martes por la noche, ella le saludaba con una inclinación de la cabeza y una
sonrisa. Él se acercaba y se sentaba, y charlaban. Ella nunca hablaba de sí
misma, de su vida. En cambio le trataba como si fuera un colega de profesión,
un iniciado, como ella. Hablaba de las revistas que habían aceptado sus poemas,
de los proyectos que había empezado. Estaba escribiendo una obra de teatro en
verso para la radio; iban a pagarle por ella. Al parecer, creía que era solo
cuestión de tiempo que ganara el dinero suficiente para vivir, aunque no tenía
mucha idea de cuánto era «suficiente». No decía de qué vivía en ese momento.
Richard la encontraba ingenua. Él había
optado por el camino sensato: con un posgrado siempre podía ganarse un sueldo
en el aburrido y cerrado mundo académico. Pero ¿quién iba a pagar un salario de
subsistencia por la poesía, sobre todo por la clase de poesía que ella
escribía? No seguía el estilo de nadie, no sonaba como ninguna otra cosa. Era
demasiado excéntrica.
Selena era como una niña que caminara
dormida por la cornisa de un edificio de diez plantas. Richard temía gritarle
para advertirla, por si se despertaba y se caía.
Mary Jo, la bibliotecaria, le había
llamado por teléfono en varias ocasiones. Richard le había dado largas con
vagos barboteos sobre el exceso de trabajo. Los contados domingos que todavía
iba a casa de sus padres para lavarse la ropa y comer lo que su padre llamaba
una comida decente para variar, debía soportar el escrutinio preocupado de su
madre, que tenía la teoría de que Richard forzaba demasiado la mente, lo que
podía provocarle anemia. De hecho Richard apenas trabajaba. Su habitación
estaba encenagada de exámenes por corregir que ya tendría que haber entregado;
no había escrito ningún otro poema, ningún verso. En cambio salía a tomar
sándwiches de huevo gomosos o jarras de cerveza en la taberna del barrio, o al
cine por las tardes, sesiones dobles de películas cutres sobre mujeres con dos
cabezas u hombres que se convertían en moscas. Pasaba las noches en el café. Ya
no estaba hastiado. Estaba desesperado.
El motivo de su desesperación era Selena,
pero Richard no sabía por qué. En parte deseaba entrar en ella, encontrar esa
cueva recóndita donde ocultaba su talento. Pero Selena mantenía las distancias.
Con él y, en cierto modo, con todos los demás.
Selena leyó varias veces. Los poemas
fueron de nuevo asombrosos, de nuevo únicos. Nada sobre su abuela, sobre la
nieve ni sobre la niñez; nada sobre perros moribundos ni sobre ninguna clase de
parientes. Había en cambio mujeres regias y taimadas, hombres mágicos de formas
cambiantes, en los que, sin embargo, Richard creía reconocer los rasgos
transpuestos de algunos habituales de The Bohemian Embassy. ¿Era esa la cabeza
ovalada, de pelo rubio casi blanco, de Max? ¿Sus ojos azul claro de párpados
entornados?
Había otro hombre, un individuo vehemente
y flaco con bigote y un provocador aspecto español que a Richard le daba grima.
Una noche anunció a toda la mesa que había pillado una tremenda cantidad de
ladillas y había tenido que afeitarse la entrepierna y pintársela de azul.
¿Podía ser ese su torso, provisto de alas en llamas? Richard no lo sabía, y le
estaba volviendo loco.
(Pero nunca era Richard. Nunca sus rasgos
regordetes, su pelo pardusco, sus ojos de color avellana. Jamás un solo verso
sobre él.)
Recobró la serenidad, corrigió los
exámenes, terminó un ensayo sobre la imaginería del mecanismo en Herrick que
necesitaba para pasar sin problemas de ese curso académico al siguiente. Llevó
a Mary Jo a una de las veladas poéticas de los martes. Creía que así
neutralizaría a Selena, del mismo modo que un ácido neutraliza a un álcali; que
se la quitaría de la cabeza. Mary Jo no se mostró impresionada.
-¿De dónde saca esa ropa vieja y
deshilachada? -dijo.
-Es una poeta brillante -respondió
Richard.
-Me da igual. Esa cosa parece un mantel.
¿Y por qué se perfila los ojos de ese modo tan ridículo?
Richard sintió el comentario como un
corte, como una herida personal.
No quería casarse con Selena. No podía
imaginarse el matrimonio con ella. No conseguía situarla en el tedioso y
reconfortante escenario de la domesticidad: una esposa que le lavara la ropa,
una esposa que le preparara las comidas, una esposa que le sirviera el té. Solo
quería un mes, una semana, una noche. No en una habitación de motel ni en el
asiento trasero de un coche; los lugares sórdidos de su desmañada juventud no
servirían. Tendría que ser otro sitio, un lugar más oscuro e infinitamente más
extraño.
Imaginaba una cripta, con jeroglíficos;
como el último acto de Aida. La misma desesperación, la misma exultación, la
misma aniquilación. De una experiencia así se salía renacido o no se salía.
No era deseo. Deseo era lo que le
inspiraba Marilyn Monroe, o a veces las chicas que hacían striptease en el
Victory Burlesque. (Selena tenía un poema sobre el Victory Burlesque. Para
ella, las chicas que hacían Striptease no eran un puñado de furcias gordas de
carnes nacidas y salpicadas de hoyuelos. Eran diáfanas; eran mariposas
surrealistas que emergían de capullos de luz; eran espléndidas.)
Richard no deseaba su cuerpo como tal.
Deseaba verse transformado por ella, en alguien que no era.
Ya era verano y la universidad y el café
estaban cerrados. Los días de lluvia, Richard se quedaba tumbado en la cama, en
su habitación húmeda y sofocante, oyendo los truenos. Los soleados, que eran
igualmente húmedos, iba de árbol en árbol, se mantenía en la sombra. Evitaba la
biblioteca. Otra sesión de casi sexo pegajoso con Mary Jo, con sus besos
húmedos y las manipulaciones como de enfermera a que sometía su cuerpo, y sobre
todo el modo en que se detenía justo antes de cualquier final, le dejaría con
una cojera permanente.
«No querrás dejarme preñada», decía ella,
y tenía razón, Richard no quería. Siendo una chica que trabajaba entre libros,
era asombrosamente prosaica. Claro que su fuerte era la catalogación.
Richard sabía que era una chica sana con
una mentalidad normal. Sería buena para él. Al menos esa era la opinión de su
madre, expresada después de que cometiera el error -solo una vez- de llevar a
Mary Jo al almuerzo de los domingos. Mary Jo era carne en conserva, requesón,
aceite de hígado de bacalao. Era como la leche.
Un día compró una botella de vino tinto
italiano y fue en el transbordador a la isla Wards. Sabía que Selena vivía
allí. O al menos eso decían sus poemas.
No sabía qué pretendía hacer. Quería
verla, estrecharla entre sus brazos, acostarse con ella. No sabía cómo pasaría
del primer paso al último. No le importaban las consecuencias. Era su deseo.
Bajó del transbordador y recorrió de
arriba abajo las pequeñas calles de la isla, donde jamás había estado. Las
casas eran de veraneo, baratas e insustanciales, de tablillas blancas o de
colores pastel, o recubiertas de ladrillo falso. Los coches estaban prohibidos.
Había niños en bicicleta, mujeres rechonchas en bañador tomando el sol en el
césped de sus jardines. Sonaban radios portátiles. No era lo que a Richard le
venía a la mente cuando imaginaba el entorno de Selena. Pensó en preguntar a
alguien dónde vivía -sin duda lo sabrían, Selena debía de destacar en aquel
lugar-, pero no quería hacer notoria su presencia. Se planteó dar media vuelta
y tomar el siguiente transbordador de regreso.
Entonces, al final de una calle, vio una
diminuta casa de una sola planta, a la sombra de dos grandes sauces. Había
sauces en los poemas. Al menos podía probar.
La puerta estaba abierta. Era la casa de
Selena, porque ella estaba dentro. No le sorprendió en absoluto ver a Richard.
-Estaba preparando sándwiches de
mantequilla de cacahuete para que pudiéramos ir de picnic -dijo. Llevaba unos
pantalones anchos de algodón negro, de corte oriental, y una camiseta sin
mangas también negra. Tenía los brazos delgados y blancos. Calzaba sandalias;
Richard miró los largos dedos de sus pies, con las uñas pintadas de un tono
rosa melocotón claro. Se le encogió el corazón al ver que el esmalte estaba
descascarillado.
-¿De mantequilla de cacahuete? -preguntó
tontamente. Selena hablaba como si hubiera estado esperándolo.
-Y de mermelada de fresa -dijo-. A menos
que no te guste la mermelada. -Todavía esa distancia cortés.
Richard le tendió la botella de vino.
-Gracias -dijo Selena-, pero tendrás que
bebértela tú solo.
-¿Por qué? -preguntó él. Había previsto
que sucediera de otro modo. Un reconocimiento. Un abrazo sin palabras.
-Porque si empiezo no puedo parar. Mi
padre era alcohólico -añadió ella muy seria-. Y ahora está en otro sitio por
culpa de eso.
-¿En el Inframundo? -dijo él, en lo que
esperaba fuera una elegante alusión a su poesía.
Ella se encogió de hombros.
-O donde sea.
Richard se sintió como un idiota. Ella
siguió untando el pan con mantequilla de cacahuete en la diminuta mesa de la
cocina. Richard, que se había quedado sin conversación, miró en derredor. Tan
solo había esa habitación, con muy pocos muebles. Era casi como una celda
religiosa, o la idea que tenía de ellas. En un rincón había una mesa con una
vieja máquina de escribir negra, y una estantería construida con tablones y
ladrillos. La cama era estrecha y estaba cubierta con una tela de algodón indio
de un fuerte tono violeta, pues hacía las veces de sofá. Había un lavabo
minúsculo, una cocina también minúscula. Un sillón comprado en algún rastrillo.
Una alfombra trenzada descolorida. No había cuadros en las paredes.
-No los necesito -dijo Selena. Había
metido los sándwiches en una bolsa de papel arrugada y le estaba indicando que
saliera.
Lo condujo a una escollera con vistas al
lago y se sentaron a comer los sándwiches. Ella llevaba limonada en una botella
de leche; se la fueron pasando. Era como un ritual, como una comunión; Selena
le permitía participar. Estaba sentada con las piernas cruzadas, llevaba
puestas las gafas de sol. Pasaron dos personas en una canoa. El agua del lago
se rizó, despidió destellos de luz. Richard se sintió absurdo, y feliz.
-No podemos ser amantes -le dijo ella al
cabo de un rato. Se estaba lamiendo la mermelada de los dedos. Richard despertó
de golpe. Jamás lo habían calado de forma tan abrupta. Fue como una travesura;
se sintió incómodo.
Podría haber fingido que no sabía de lo
que hablaba. Sin embargo, preguntó:
-¿Por qué no?
-Porque te consumirías -respondió ella-.
Y después ya no estarías.
Eso quería Richard: consumirse. Arder en
incendio divino. Al mismo tiempo, era consciente de que no podía sentir ningún
deseo carnal por esa mujer; por esa chica sentada a su lado en la escollera, de
brazos flacos y pechos mínimos, que ahora balanceaba las piernas como una niña
de nueve años.
-¿Después? -preguntó. ¿Le estaba diciendo
que era demasiado bueno para desperdiciarse así? ¿Era un cumplido, o no?
-Cuando te necesitara -contestó ella.
Estaba metiendo el papel parafinado de los sándwiches en la bolsa de papel-. Te
acompañaré al transbordador.
Richard se sintió burlado, superado;
también espiado. Quizá fuera un libro abierto y un bobo, pero Selena no tenía
por qué restregárselo por la cara. Mientras caminaban, se descubrió cada vez
más enfadado. Agarraba con fuerza la botella de vino, que no había sacado de la
bolsa de la licorería.
En el muelle del transbordador Selena le
tomó la mano y se la estrechó en un gesto formal.
-Gracias por venir -dijo. Luego se
levantó las gafas de sol hasta el pelo y le concedió toda la fuerza de sus ojos
turquesa-. La luz solo brilla para algunos -dijo con tono cariñoso y triste-. Y
ni siquiera para ellos brilla siempre. El resto del tiempo estamos solos.
Pero Richard ya había oído suficientes
aforismos ese día. «Zorra teatrera», se dijo en el transbordador.
Regresó a su cuarto y se bebió casi toda
la botella de vino. Luego telefoneó a Mary Jo. Cuando ella logró como de
costumbre zafarse de la chismosa casera en la planta baja y llegó de puntillas
a su puerta, Richard la metió en la habitación de un tirón y la inclinó hacia
atrás en un abrazo guasón y achispado. Ella se echó a reír, pero él la besó muy
serio y la empujó sobre la cama. Si no podía tener lo que quería, al menos
tendría algo. El vello duro de las piernas afeitadas de Mary Jo le raspaba; el
aliento le olía a chicle con sabor a uva. Cuando ella empezó a quejarse, a
advertirle del riesgo de un embarazo, él dijo que no le importaba. Ella lo
consideró una proposición de matrimonio. De hecho, resultó serlo.
Con la llegada del bebé, la labor
académica dejó de ser algo que realizaba con desdén, a regañadientes, para
convertirse en una necesidad vital. Necesitaba el dinero, y luego necesitó más
dinero. Trabajó en la tesis doctoral sobre la imaginería cartográfica en John
Donne, interrumpido por los chillidos del niño y el aullido estridente de la
aspiradora y las tazas de té que Mary Jo le llevaba en los momentos más
inoportunos. Ella le decía que era un gruñón, pero, como ese era más o menos el
comportamiento que esperaba de los maridos, no parecía importarle. Le pasó la
tesis a máquina, se encargó de las notas a pie de página y alardeó de él ante
su familia, de él y de su nuevo título. Richard consiguió un trabajo de
profesor de redacción y gramática para los alumnos de veterinaria de la
facultad de agronomía de Guelph.
No volvió a escribir poesía. Algunos días
apenas pensaba en ello. Era como un tercer brazo, o un tercer ojo, que se
hubiera atrofiado. Había sido un auténtico monstruo cuando lo tenía.
Sin embargo, alguna que otra vez echaba
una cana al aire. Se colaba en librerías o bibliotecas, husmeaba en las
estanterías donde estaban las revistas minoritarias; a veces compraba una.
Aunque se dedicaba a los poetas muertos, su vicio eran los vivos. La mayor
parte de lo que leía era basura, y lo sabía. Aun así, le producía una extraña
satisfacción. Además, en ocasiones se topaba con un poema de verdad, y entonces
se quedaba sin aliento. Ninguna otra cosa lograba precipitarle al espacio de
ese modo y luego cogerle; ninguna otra cosa lograba desnudarlo así.
A veces esos poemas eran de Selena.
Richard los leía, y una parte de él -una parte pequeña y reprimida- esperaba
encontrar un lapsus, algún signo de declive; pero Selena era cada vez mejor.
Esas noches, tumbado en la cama al borde del sueño, se acordaba de ella o ella
se le aparecía, nunca estaba seguro de si era lo uno o lo otro: una mujer
morena con los brazos extendidos, vestida con una larga túnica de color azul y
oro mate, o de plumas, o de lino blanco. Los disfraces variaban, pero ella era
siempre la misma. Selena era algo suyo que había perdido.
No volvió a verla hasta 1970, otro año
terminado en cero. Había conseguido que volvieran a contratarlo en Toronto,
donde enseñaba teoría literaria puritana a estudiantes de posgrado y lengua a
alumnos de primero en una nueva sede universitaria de las afueras. Todavía no
tenía plaza fija: en la era de «publicar o morir», solo había publicado dos
artículos, uno sobre la brujería como metáfora sexual y el otro sobre El
progreso del peregrino y arquitectura. Ahora que su hijo iba al colegio, Mary
Jo había retomado su tarea de catalogación, y con los ahorros habían pagado la
entrada de una casa victoriana pareada en el barrio de Annex. Tenía en la parte
trasera una pequeña extensión de césped, que Richard cortaba. Hablaban a menudo
de construir un jardín, pero nunca tuvieron la energía suficiente.
En esa época Richard estaba bajo de
ánimo, aunque Mary Jo sostenía que siempre estaba bajo de ánimo. Le daba
pastillas de vitaminas e insistía en que fuera a ver a un psiquiatra para ser
más asertivo, pese a que, cuando él se mostraba asertivo con ella, le acusaba
de imponer su peso patriarcal. A esas alturas Richard se había dado cuenta de
que siempre podía confiar en que ella se comportara con arreglo a las
convenciones sociales. En ese momento Mary Jo formaba parte de un grupo de
mujeres que luchaban por concienciar a la sociedad y (probablemente) tenía una
aventura con un lingüista pálido de pelo rubio rojizo de la universidad llamado
Johanson. Tanto si así era como si no, a Richard en cierto modo la aventura le
venía bien: le permitía pensar mal de Mary Jo.
Era abril. Mary Jo estaba en una reunión
del grupo de mujeres o tirándose a Johanson, o ambas cosas; era una mujer
eficiente, podía hacer muchas cosas en una sola tarde. Su hijo se quedaba a
dormir en casa de un amigo. Supuestamente él debía trabajar en su libro, el que
iba a cambiarle la vida, a darle un nombre, a conseguirle una plaza fija:
Carnalidad espiritual: Marvell y Vaughan y el siglo XVII. Había dudado entre
«espiritualidad carnal» y «carnalidad espiritual», pero esta última tenía más
gancho. El libro no iba demasiado bien. Tenía un problema de enfoque. En vez de
reescribir el segundo capítulo, bajó a coger una cerveza de la nevera.
«Y que nuestros placeres se desgarren /
con los punzantes hierros de la vida, ¡olé!», cantó, con la melodía de
«Hernando's Hideaway». Sacó dos cervezas y llenó de patatas fritas un bol de
cereales. Luego fue al salón y se instaló en la butaca para sorber y masticar
mientras zapeaba en busca del programa más idiota y burdo que pudiera
encontrar. Necesitaba desesperadamente algo de lo que despotricar.
Entonces sonó el timbre. Cuando vio quién
era, se alegró de haber tenido el buen tino de apagar el programa que estaba
viendo, una exhibición de culos y tetas que se vendía como una serie de
detectives.
Era Selena, con un sombrero negro de ala
ancha, un abrigo largo de punto también negro y, en la mano, una maleta
desvencijada.
-¿Puedo entrar? -preguntó.
Richard, perplejo y un poco atemorizado,
y de pronto también complacido, se apartó para dejarla pasar. Había olvidado lo
que era el placer. En los últimos años había renunciado incluso a las revistas
y optado por el entumecimiento.
No le preguntó qué hacía en su casa ni
cómo lo había localizado, sino:
-¿Te apetece una copa?
-No -respondió ella-. No bebo, ¿no te
acuerdas?
Richard lo recordó entonces; recordó la
casa diminuta de la isla con todo detalle: el estampado de pequeños leones
dorados de la colcha violeta, las conchas y las piedras redondas en el alféizar
de la ventana, las margaritas en un bote de mermelada. Recordó los largos dedos
de sus pies. Aquel día había hecho el ridículo, pero, ahora que ella estaba
allí, eso no importaba. Deseaba rodearla con los brazos, estrecharla contra su
cuerpo; rescatarla, ser rescatado.
-Pero no me vendría mal un café -dijo
ella, y Richard la llevó a la cocina y se lo preparó. Selena no se quitó el
abrigo. Tenía las mangas raídas; Richard veía las partes en que había remendado
con lana los bordes deshilachados. Ella le sonreía con la misma aprobación que
siempre había mostrado hacia él, dando por hecho que era un amigo y un igual, y
él se avergonzó del modo en que había pasado los últimos diez años. Debía de
resultar absurdo a los ojos de ella; lo era para sí mismo. Tenía barriga y una
hipoteca, un matrimonio enlodado; cortaba el césped, tenía chaquetas
deportivas, a regañadientes rastrillaba las hojas en otoño y paleaba la nieve
en invierno. Se refocilaba en su propia desgana. Tendría que estar viviendo en
una buhardilla, comiendo pan y queso agusanado, lavándose por la noche la única
camisa que tenía, con la cabeza incandescente de palabras.
Selena no parecía haber envejecido. Si
acaso estaba más delgada. Richard vio lo que le creyó que era la sombra
descolorida de un cardenal sobre su pómulo derecho, aunque bien podría ser un
efecto de la luz. Ella tomó unos sorbos de café, jugueteó con la cucharilla. De
pronto parecía distante, perdida en otra parte.
-¿Escribes mucho? -le preguntó Richard,
tocando un tema con el que sabía que captaría su interés.
-Oh, sí -respondió ella animada,
regresando a su cuerpo-. Pronto publicaré otro libro. -¿Cómo había podido
perderse el primero?-. ¿Y tú?
Richard se encogió de hombros.
-Hace tiempo que no.
-Qué lástima -dijo ella-. Eso es
terrible. -Y realmente lo sentía así. Era como si él le hubiera dicho que había
muerto alguien que conocía, y eso lo emocionó. Selena no se lamentaba por sus
poemas, a menos que tuviera un gusto deleznable. No eran buenos, Richard lo
sabía ahora y sin duda ella también lo sabía. Eran los otros, los que podía
haber escrito si… ¿Si qué?
-¿Puedo quedarme? -preguntó ella, dejando
la taza sobre la mesa.
Richard se quedó de una pieza. Así que lo
de la maleta iba en serio. Se dijo que nada le habría gustado más, pero tenía
que pensar en Mary Jo.
-Por supuesto -respondió, y confió en que
no se le hubiera notado el titubeo.
-Gracias -dijo ella-. No tengo ningún
otro sitio. Ningún sitio seguro.
No le pidió que se explicara. La voz de
Selena era la misma, sonora y tentadora, al borde de la perdición; tenía en él
el mismo efecto devastador de antaño.
-Puedes dormir en la sala de juegos -dijo-.
Hay un sofá cama.
-Muy bien. -Ella suspiró-. Es jueves. -Richard
se acordó de que el jueves era un día importante en la poesía de Selena, aunque
en ese momento no recordaba si era bueno o malo. Ahora lo sabe. Ahora tiene
tres fichas llenas exclusivamente de jueves.
Cuando Mary Jo llegó a casa, enérgica y a
la defensiva como, según había concluido Richard, se mostraba siempre después
del sexo furtivo, seguían sentados en la cocina. Selena tomaba otra taza de
café, Richard otra cerveza. El sombrero y el abrigo remendado de Selena estaban
encima de la maleta. Mary Jo los vio y frunció el ceño.
-Mary Jo, ¿te acuerdas de Selena? -dijo
Richard-. ¿Del Embassy?
-Sí -respondió Mary Jo-. ¿Has sacado la
basura?
-Ya lo haré -dijo Richard-. Se queda a
dormir.
-Entonces la sacaré yo -replicó Mary Jo,
y se alejó con paso firme hacia el porche acristalado de atrás, donde tenían
los cubos de la basura. Richard la siguió y discutieron, al principio en voz
muy baja.
-¿Qué demonios hace en mi casa? -siseó
Mary Jo.
-No es solo tu casa, también es la mía.
No tiene dónde ir.
-Eso dicen todas. ¿Qué le pasa? ¿Le ha
dado una paliza el novio?
-No se lo he preguntado. Es una vieja
amiga.
-Mira, si quieres acostarte con esa rarita
puedes irte a otro sitio.
-¿Como haces tú? -replicó Richard, con lo
que esperaba fuera amarga dignidad.
-¿De qué demonios hablas? ¿Me estás
acusando de algo? -dijo Mary Jo. Tenía los ojos desencajados, como siempre que
estaba enfadada de verdad y no se limitaba a actuar-. Ah, eso te encantaría,
¿verdad? Espolearía tu vena voyeurista.
-En cualquier caso, no voy a acostarme
con ella -dijo Richard, recordando a Mary Jo que era ella quien había lanzado
la primera acusación falsa.
-¿Por qué no? -dijo Mary Jo-. Llevas diez
años babeando por esa mujer. Te he visto extasiarte con esas estúpidas revistas
de poesía. Los jueves eres un plátano -declamó, en una imitación despiadada de
la voz más grave de Selena-. ¿Por qué no te la tiras de una vez?
-Lo haría si pudiera -respondió Richard.
Esa verdad lo entristeció.
-Vaya, ¿así que se te resiste? Eso jode.
Hazme un favor: viólala en la sala de juegos y olvídate de ella.
-Vaya, vaya -dijo Richard-. La hermandad
femenina es poderosa. -En cuanto lo hubo dicho, supo que había ido demasiado
lejos.
-¿Cómo te atreves a utilizar mi feminismo
contra mí? -saltó Mary Jo, elevando una octava la voz-. ¡Qué rastrero! ¡Siempre
has sido un pobre desgraciado!
Selena estaba de pie en la puerta,
mirándolos.
-Richard -dijo-. Creo que será mejor que
me vaya.
-Oh, no -replicó Mary Jo, en una alegre
parodia de hospitalidad-. ¡Quédate! ¡No es ninguna molestia! ¡Quédate una
semana! ¡Quédate un mes! ¡Considéranos tu hotel!
Richard acompañó a Selena a la puerta.
-¿Adónde irás? -preguntó.
-Bueno, siempre hay alguna parte -respondió
ella. Estaba debajo de la luz del porche, mirando a la calle. En efecto, era un
cardenal-. Pero no tengo dinero.
Richard sacó la cartera y la vació.
Lamentó que no hubiera más.
-Te lo devolveré -dijo ella.
Si tiene que fecharlo, Richard señala ese
jueves como el día en que su matrimonio tocó definitivamente a su fin. Aunque
Mary Jo y él pasaron por la formalidad de las disculpas, aunque se tomaron más
de unas cuantas copas, se fumaron un porro y tuvieron unas relaciones sexuales
desquiciadas e impersonales, no solucionaron nada. Mary Jo le dejó poco
después, en busca de la identidad que, según dijo, necesitaba encontrar. Se
llevó a su hijo. Richard, que nunca había prestado demasiada atención al chico,
tuvo que conformarse con pasar interminables fines de semana nostálgicos con
él. Lo intentó con otras mujeres, pero no logró concentrarse en ellas.
Buscó a Selena, pero había desaparecido.
El director de una revista le dijo que se había ido al oeste. Richard pensaba
que le había fallado. No había sido capaz de ser un refugio para ella.
Diez años más tarde volvió a verla. Era
1980, otro año de la nada, o del huevo incandescente. Se fija en esta
coincidencia ahora, mientras extiende las fichas como una pitonisa sobre la
superficie del escritorio de conglomerado.
Acababa de bajar del coche, después de
regresar entre el tráfico cada vez más denso de la universidad, donde seguía
conservando su puesto por los pelos. Era mediados de marzo y estaban en pleno
deshielo primaveral, una época del año irritante y fastidiosa. Fango, lluvia y
restos de basura que había dejado tras de sí el invierno. Richard estaba de un
humor parecido. Una editorial le había devuelto hacía poco el manuscrito de
Carnalidad espiritual, el cuarto rechazo. La carta que lo acompañaba le
informaba de que no había logrado plantear suficientes cuestiones sobre los
textos. En la página donde figuraba el título, alguien había escrito con lápiz
tenue y medio borrado: «de un romanticismo fatuo». Sospechaba de Johanson, uno
de los lectores de la editorial, quien se la tenía jurada desde que Mary Jo se
había marchado. Tras un breve período de orgullosa soltería, Mary Jo se había
mudado a casa de Johanson y habían vivido juntos durante seis meses de guerra
relámpago. Luego ella había intentado sacarle la mitad del valor de la casa.
Desde entonces Johanson culpaba a Richard.
En eso pensaba, y también en el montón de
trabajos de alumnos que llevaba en el maletín: James Joyce desde una
perspectiva marxista, o el enrevesado estructuralismo que se filtraba desde
Francia para diluir aún más el cerebro de los estudiantes. Los trabajos tenían
que estar corregidos al día siguiente. Acariciaba la satisfactoria fantasía de
dejarlos en la calle llena de fango y pasar con el coche por encima. Diría que
había sido un accidente.
Caminaba hacia él una mujer baja y un
poco rechoncha con una trenca negra. Llevaba una gran bolsa de tela marrón.
Parecía mirar los números de las casas, o quizá los copos de nieve y los
azafranes de los jardines. Richard no se dio cuenta de que era Selena hasta que
ella casi le hubo dejado atrás.
-Selena -dijo, tocándole el brazo.
Ella volvió hacia él un rostro
inexpresivo, apagados los ojos turquesa.
-No -dijo-. Ese no es mi nombre. -Luego
lo miró más atentamente-. Richard. ¿Eres tú? -O bien fingía alegría, o
realmente la sentía. Una vez más, él experimentó una punzada de júbilo
desacostumbrado.
Siguió donde estaba, incómodo. No era de
extrañar que a ella le hubiera costado reconocerle. Había encanecido prematuramente,
estaba gordo. Mary Jo le había dicho, en la última y desagradable ocasión que
la había visto, que tenía color de babosa.
-No sabía que seguías aquí -dijo-. Creía
que te habías ido al oeste.
-Viajé -repuso ella-. Eso terminó. -Había
en su voz un dejo que él jamás había oído.
-¿Y tu obra? -preguntó. Era la pregunta
obligada con ella.
-¿Qué obra? -dijo Selena, y se rió.
-Tu poesía. -Empezaba a alarmarse. Selena
se mostraba más pragmática de lo que él jamás la había visto, pero en cierto modo
eso le pareció una locura.
-La poesía -dijo ella con desprecio-.
Odio la poesía. Solo hay esto. Esto es lo único que hay. Esta estúpida ciudad.
Se quedó helado de puro espanto. ¿Qué
estaba diciendo? ¿Qué había hecho Selena? Era casi una blasfemia, era casi un
acto de profanación. Sin embargo, ¿cómo podía esperar que ella hubiera
mantenido la fe en algo que él mismo había abandonado descaradamente?
Selena lo miraba ceñuda, pero de pronto
aparecieron en su rostro arrugas de ansiedad. Apoyó la mano en el brazo de
Richard, se puso de puntillas.
-Richard -susurró-, ¿qué nos ha pasado?
¿Adónde se han ido todos? -Con ella llegó también la neblina, un olor. Richard
reconoció el olor a vino dulzón, un tufillo a gato.
Quiso zarandearla, envolverla, llevarla a
un lugar seguro, dondequiera que fuera.
-Hemos cambiado, eso es todo -dijo
afectuosamente-. Hemos envejecido.
-Hay cambio y decrepitud allí donde miro -dijo
ella, con una sonrisa que a Richard no le gustó-. No estoy preparada para la
eternidad.
Solo cuando Selena se hubo alejado -tras
rechazar una taza de té, tras marcharse apresuradamente como si deseara haberlo
visto por última vez-, Richard se dio cuenta de que había citado los versos de
una canción folk. Era la que había oído cantar al son de la cítara en el café
la primera noche que la vio, bajo el único foco con su chal de libélulas.
Esa canción y un himno. Se preguntó si se
habría vuelto eso que sus alumnos llamaban «religiosa».
Meses más tarde se enteró de que había
muerto. Luego apareció una noticia en el periódico. Los detalles eran
imprecisos. Fue la fotografía lo que le llamó la atención: una foto de hacía
mucho tiempo, sacada de la solapa de uno de sus libros. Tal vez no hubiera nada
más reciente, porque Selena no publicaba desde hacía años. Incluso su muerte
perteneció a una época anterior; incluso los del pequeño y cerrado mundo de la
poesía la habían olvidado en gran medida.
Ahora que está muerta, sin embargo, se ha
vuelto respetable de nuevo. En varias revistas trimestrales se ha vapuleado al
país por su indiferencia hacia ella, por haberle negado el reconocimiento en
vida. Se han dado pasos para poner su nombre a un parquecillo, o a una beca, y
los académicos pululan como moscardones. Ha aparecido un librito con ensayos
sobre su obra, una auténtica chapuza en opinión de Richard, superficial e
inconsistente; se rumorea que pronto saldrá otro.
No obstante, ese no es el motivo por el
que Richard escribe sobre ella. Tampoco pretende cubrirse las espaldas en el
aspecto profesional: de todos modos van a echarle de la universidad, hay nuevos
recortes, él no es profesor titular, está en la picota. Sencillamente, Selena
es lo único que él todavía valora, o lo único sobre lo que quiere escribir.
Ella es su última esperanza.
«Isis en la oscuridad -escribe-. La
Génesis.»Se exalta con solo formar las palabras. Existirá para ella por fin,
será creado por ella, ocupará un lugar en su mitología después de todo. No será
lo que quiso antaño: no será Osiris, no será un dios de ojos azules con alas en
llamas. Las metáforas de Richard son más humildes. Él será simplemente el
arqueólogo; no parte de la historia principal, sino el que se tropieza con ella
más tarde, el que se abre paso por la jungla movido por sus oscuras y
maltrechas razones, sube montañas, cruza el desierto, hasta que por fin
descubre el templo abandonado y saqueado. En el santuario en ruinas, a la luz
de la luna, encontrará a la Reina del Cielo y de la Tierra y del Inframundo
tendida en el resquebrajado mármol blanco del suelo. Él es quien cribará los
escombros en busca de la forma del pasado. Él es quien dirá que tiene sentido.
Eso es también una llamada, también eso puede ser un destino.
Coge una ficha, añade una breve nota al
texto con su delicada caligrafía y vuelve a colocarla en el mosaico de papel
que está formando sobre el escritorio. Le duelen los ojos. Los cierra y apoya
la frente sobre los puños cerrados, se arma de la poca sabiduría y pericia que
todavía le queda, se arrodilla en la oscuridad junto a Selena, encaja sus
fragmentos rotos.
FIN
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