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12 de julio de 2024

EL JARDÍN DE SAL Margaret Atwood

 



 

Alma sube el fuego, remueve el agua de la olla esmaltada en rojo, añade más sal, remueve, añade. Está preparando una solución sobresaturada: volviéndola a preparar. Ya lo había intentado a la hora de comer, con Carol, pero no se acordaba de que había que hervir el agua y utilizó el agua caliente del grifo. No ocurrió nada, pese a que Alma había prometido que se formaría un árbol de sal en el hilo que introdujeron en el agua, suspendido de una cuchara colocada de través en la parte superior del vaso.

«Tarda bastante -dijo Alma-. Se habrá formado cuando llegues a casa.» Carol volvió confiada al colegio, mientras Alma intentaba descubrir en qué se había equivocado.

Es un experimento nuevo. Alma no está segura de dónde lo ha aprendido Carol. En el colegio, no, desde luego: solo está en segundo. Pero cada vez son más precoces. Le disgusta verlas con tacones altos y los labios pintados, aunque sabe que se trata de un simple juego. Menean las caderas imitando lo que han visto en la televisión. Quizá los experimentos sean también obra de la televisión.

Alma se ha devanado los sesos, como siempre que Carol manifiesta interés por algo, buscando información que esperaba tener pero que, como de costumbre, no tenía. Alma fomenta cualquier actividad en la que ambas puedan participar y que evite las preguntas sobre la forma en que viven; sobre el paradero de Mort, por ejemplo. Ha probado las visitas al zoo, la confección de vestidos para muñecas, el cine los sábados. Todo ha funcionado, pero durante poco tiempo.

Recuerda que los experimentos empezaron cuando mezcló vinagre con bicarbonato de sodio para hacerlo burbujear; fue un éxito. Luego probó otras cosas. Le viene a la memoria que su padre, un hombre de ideas avanzadas, le regaló un juego de química cuando tenía diez años. Su padre opinaba que las chicas debían recibir casi la misma educación que los chicos, tal vez porque no tenía hijos varones. Alma es hija única. También quería que consiguiera lo que él no pudo lograr. Realizaba un trabajo por debajo de sus posibilidades, en la oficina de correos, y se sentía frustrado. No quería que Alma se sintiera frustrada: por eso intentó disuadirla de que contrajera matrimonio tan joven y abandonase la universidad para ayudar a costear los estudios de Mort en la facultad de arquitectura trabajando de secretaria en una empresa de envasado de alimentos. «Un día te despertarás y te sentirás frustrada», le dijo. Alma se pregunta a veces si la palabra «frustrada» define lo que siente, pero por lo general concluye que no.

Mucho antes de esa época, su padre intentó que se interesara por el ajedrez, las matemáticas y la filatelia, entre otras cosas. Esas actividades dejaron poca huella en Alma, al menos que ella sepa. A la edad previsible se obsesionó con el maquillaje y la ropa, y sus calificaciones de álgebra bajaron en picado. Con todo, conserva una imagen nítida del juego de química, con los tubos de ensayo en miniatura, la abrazadera de alambre para sostenerlos, la mecha para calentarlos y las botellitas con tapón de corcho, tan fascinantes como la cristalería de una casa de muñecas, llenas de sustancias misteriosas: cristales, polvos, soluciones, pociones. Seguro que algunas debían de ser venenosas; es probable que ya no se vendan juegos de química como aquel para niños. Alma se alegra de haberlo tenido, pues a fin de cuentas se trataba de alquimia, y como magia lo presentaba el manual de instrucciones: «Sorprende a tus amigos. Convierte el agua en leche. Convierte el agua en sangre». También recuerda la terminología, aunque el significado de las palabras se ha vuelto confuso con el tiempo. «Precipitado.» «Sublimación.»

Había una sección dedicada a la realización de trucos con objetos domésticos corrientes, por ejemplo, cómo meter un huevo duro en una botella de leche, cuando aún no había botellas de leche. (Alma piensa en ellas y ve la nata flotando en la superficie, saborea los tapones de cartón que suplicaba que le dejaran lamer, huele las deyecciones de los caballos que tiraban de los carros; se está haciendo vieja.) Cómo agriar la leche en un instante. Cómo hacer tinta invisible con zumo de limón. Cómo evitar que las manzanas peladas se oscurezcan. De esta sección del manual de instrucciones -la mejor, pues ¿quién puede resistirse a la idea de que los objetos corrientes que nos rodean encierren poderes misteriosos?- ha extraído la solución sobresaturada y el epígrafe «Cómo crear un jardín de sal mágico». Era uno de sus favoritos.

La madre de Alma se quejaba de que su hija desperdiciaba la sal, pero el padre argumentaba que valía la pena pagar un precio tan insignificante a cambio de estimular la curiosidad científica de Alma. Creía que Alma estudiaba los espacios que separan las moléculas, pero no era así, como ella y su madre sabían sin decir nada. Su madre era irlandesa, en sombrío contraste con su padre, un inglés de carácter seco y amargura jovial; leía las hojas de té a sus vecinas, que lo consideraban una diversión inofensiva. Tal vez Alma haya heredado de ella sus días de mal humor, los arranques de fatalismo. Su madre no estaba de acuerdo con las teorías de su marido acerca de Alma e impedía los experimentos siempre que tenía oportunidad. Para ella, los entretenimientos de Alma en la cocina no eran sino una excusa para no hacer los deberes, pero Alma ni siquiera pensaba en eso. Le encantaban las nevadas en miniatura, el mundo cerrado y protegido que había tras el vidrio, los cristales que se formaban en el hilo, como las ilustraciones del palacio de la Reina de las Nieves en el libro de Hans Christian Andersen del colegio. No recuerda que asombrara a ninguna de sus amigas con los trucos del manual de instrucciones. Le bastaba con asombrarse a sí misma.

El agua de la olla hierve de nuevo; aún es transparente. Alma añade más sal, remueve mientras se disuelve, agrega más sal. Cuando la sal se posa en el fondo de la olla, remolineando, en lugar de desleírse, apaga el fuego. Introduce otra cuchara en el vaso antes de verter el agua caliente, pues de lo contrario se rompería. Lo sabe porque de esta forma rompió varios vasos de su madre.

Levanta la cuchara que lleva el hilo atado y empieza a sumergirlo en el vaso. Mientras lo hace, se produce un súbito destello blanquecino y la luz hace desaparecer la cocina. Su mano se desvanece, y luego aparece de nuevo, negra, como una imagen accidental en la retina. El contorno de la ventana no se altera, enmarca su mano, todavía suspendida sobre el vaso. Después la ventana se resquebraja hacia dentro, en fragmentos, como un parabrisas inastillable. Lo siguiente será la pared, que se curvará hacia ella como un globo que se hincha. Dentro de un segundo Alma percibirá el enorme y brevísimo estrépito que hace estallar sus oídos hasta ensordecerla, y luego una ráfaga de viento se la llevará.

Cierra los ojos. Puede aguantarlo o tratar de detenerlo, mantener la calma, recobrar la cocina. No es una experiencia desconocida. Le sucede una vez por semana desde hace tres meses o más, pero, pese a que es capaz de predecir la frecuencia, nunca sabe cuándo ocurrirá. Puede suceder en cualquier momento, cuando ha llenado la bañera y se dispone a meterse en el agua, cuando desliza los brazos en las mangas del abrigo, cuando está haciendo el amor con Mort o con Theo, le ha ocurrido con los dos. Siempre le pasa cuando está pensando en otra cosa.

No se trata de una especulación: es algo más cercano a una alucinación. Nunca ha sufrido alucinaciones, excepto hace mucho tiempo, cuando era estudiante y tomó ácido en un par de ocasiones. Entonces todo el mundo lo hacía, y a ella no le interesó demasiado. Contempló de forma desapasionada luces que se movían y figuras geométricas. Después se preguntó a qué venía tanta cháchara acerca de la profundidad cósmica, aunque se abstuvo de hacer el menor comentario. En aquel tiempo la gente se mostraba muy puntillosa respecto al significado de sus viajes con ácido.

Pero lo de ahora no tiene ni punto de comparación. Ha pensado que tal vez sean productos residuales del ácido, pero parece improbable que hayan tardado quince años en manifestarse, sin haberlo vuelto a probar en ese período. Al principio se asustó tanto que se planteó consultar con alguien: un médico, un psiquiatra. Tal vez sufra alguna forma de epilepsia. Quizá se esté volviendo esquizofrénica o loca. Con todo, no advierte más síntomas, solo el destello y el estrépito, la sensación de ser arrastrada por el viento y de precipitarse en las tinieblas.

La primera vez terminó tendida en el suelo. Estaba con Mort, cenando en un restaurante, durante una de sus interminables conversaciones sobre la forma más apropiada de arreglar las cosas. A Mort le encanta la palabra «arreglar», que no se cuenta entre las favoritas de Alma. Ella es una romántica: si quieres a alguien, ¿para qué se necesitan arreglos? Y si no le quieres, ¿para qué esforzarse? Mort, por otra parte, ha leído libros sobre Japón; también opina que deberían redactar un contrato matrimonial. En aquella ocasión, Alma señaló que ya estaban casados. No estaba muy segura de dónde encajaba Japón: si él quería que le frotara la espalda, de acuerdo, pero no deseaba ser la Esposa Número Uno, sobre todo si implicaba un montón de números más, en orden sucesivo o simultáneamente.

Mort tiene una novia, o así la llama Alma. La terminología se ha puesto difícil en nuestros días: «querida» ya no es una palabra apropiada, pues evoca negligés de color melocotón ribeteados de pieles y zapatillas de tacón, que ya nadie utiliza; nadie, ni tampoco la novia de Mort, una joven robusta, con el cabello cortado al estilo paje y pecas. Y «amante» no parece corresponder a las emociones que Mort experimenta con esa mujer, que se llama Fran. Fran no es nombre de querida ni de amante, sino más bien de esposa, pero resulta que la esposa es Alma. Tal vez sea el nombre lo que ha confundido a Mort. Quizá por eso no siente pasión, ternura o devoción por esa mujer, sino una mezcla de angustia, sentimiento de culpa y rencor, o eso le dice a Alma. Se desembaraza de Fran para ver a Alma y llama a Alma desde cabinas telefónicas, y Fran no lo sabe; es al revés de lo que sucedía en los viejos tiempos. Alma siente pena por Fran, lo que probablemente es una forma de defensa.

Alma no se opone a Fran, sino a la racionalización de Fran, a que Mort argumente que hay una razón justificable e incluso moral para hacer lo que hace; que los hombres son polígamos por naturaleza, y cosas por el estilo. Esto es lo que Alma no soporta. Ella también hace lo que hace porque sí, pero al menos no va predicando.

La cena resultó más difícil para Alma de lo que había previsto, y por eso bebió en exceso. Se levantó para ir al cuarto de baño y entonces sucedió. Recobró el conocimiento empapada de vino y cubierta por parte del mantel. Mort le dijo que se había desmayado. Aunque no lo expresó con estas palabras, ella adivinó que lo atribuía a un ataque de histeria, consecuencia de sus problemas con él, que hasta el momento ninguno de los dos ha definido con precisión pero que Mort piensa que son problemas de ella, no de él. Alma también adivinó que él creía que lo había hecho a propósito, para llamar la atención, para despertar su compasión e interés, para obligarlo a escucharla. Estaba enfadado. «Si estabas mareada -le dijo Mort-, haber salido a tomar el aire.»

Theo, por su parte, se sintió halagado cuando ella se desvaneció en sus brazos. Lo atribuyó a un exceso de pasión sexual, consecuencia de su técnica, aunque tampoco lo expresó con estas palabras. Complacido con ella, le acarició las manos y le ofreció un vaso de agua.

Theo es el amante de Alma, aquí no hay duda acerca de la terminología. Lo conoció en una fiesta. Él se presentó preguntándole si le apetecía otra copa. (Mort se había presentado preguntándole si sabía que los gatos no pueden caminar sobre las vallas si les cortan los bigotes; fue todo un aviso para Alma, pero no lo captó.) Ella tenía problemas con Mort, y Theo parecía estar en una situación similar con su esposa, de modo que, en comparación, se sintieron a gusto juntos. Ocurrió antes de que empezaran a acumular historia, y antes de que Theo se marchara de casa. Hasta aquel momento se habían limitado a darse achuchones, sobre todo en pasillos y vestíbulos, a besarse entre abrigos colgados y filas de chanclos.

Theo es dentista, aunque no es el dentista de Alma. Si fuera su dentista, Alma duda que hubiera terminado manteniendo con él lo que todavía no considera una aventura amorosa. Le parece que el interior de su boca, y en especial de sus dientes, es muy íntimo, de una manera antisexual; es probable que un hombre retrocediera ante tamaña evidencia de imperfección corporal, de putrefacción. (Alma no tiene los dientes feos; no obstante, un simple vistazo con ese espejito, la simple terminología, «orificio», «cavidad», «mandíbula», «molar»…)

Para Theo, ser dentista no es una vocación. No sintió la llamada de los dientes; le dijo a Alma que se había decantado por la odontología porque no sabía qué otra cosa hacer; poseía una excelente coordinación motriz, y era una forma de ganarse la vida, cuando menos.

«Podrías haber sido gigoló -le dijo Alma en aquella ocasión-. Te ganarías buenas propinas.» Theo, que no tiene un gran sentido del humor y es muy minucioso respecto a la limpieza de la ropa interior, estuvo a punto de sobresaltarse, lo que divirtió a Alma. Le gusta hacerle sentir más sexual de lo que es, porque de rebote lo hace más sexual. Ella le mima.

De manera que cuando se encontró tendida en la moqueta de Theo, que se inclinaba sobre ella, satisfecho y solícito, y le preguntaba: «Perdona, ¿he sido demasiado brusco?», no hizo nada para corregir su impresión.

«Ha sido como una explosión nuclear», respondió, y él pensó que estaba utilizando un símil. Theo y Mort tienen una cosa en común: ambos se han elegido a sí mismos como causa de esas pequeñas manifestaciones que sufre ella. Eso, o la química del cuerpo femenino, otra buena razón para no permitir que las mujeres piloten aviones, una opinión que cierta vez Alma oyó en labios de Theo.

El contenido de sus alucinaciones no sorprende a Alma. Sospecha que otras personas tienen experiencias similares o quizá idénticas, del mismo modo que, en la Edad Media, mucha gente veía, por ejemplo, a la virgen María o presenciaba milagros: chorros de sangre que cesaban con solo tocar un hueso, imágenes que hablaban, estatuas que sangraban. En nuestros tiempos no cuesta nada encontrar centenares de personas que juran haber visitado naves espaciales y conversado con extraterrestres. Alma sostiene que este tipo de delirios se produce por oleadas, como epidemias. Los súbitos fogonazos y desvanecimientos que ella tiene son tan comunes como el sarampión, pero la gente no desea admitirlo. Lo más probable es que hagan lo que ella debería hacer: correr al médico y conseguir recetas de Valium o cualquier otro comprimido que reblandezca el cerebro. No quieren que nadie piense que son inestables, pues, aunque la mayoría estaría de acuerdo en que es lógico tener miedo de aquello de lo que ella tiene miedo, existe unanimidad respecto a la intensidad de ese miedo. Sentir demasiado es anormal.

Mort, por ejemplo, cree que todo el mundo debería firmar peticiones y participar en manifestaciones. Firma todas las peticiones que caen en sus manos y se las lleva a Alma para que las firme cuando la visita legítimamente. Si ella las firmara durante alguna de sus escapadas furtivas, Fran ataría cabos, algo que ahora ni siquiera Alma desea. Mort le gusta más desde que lo ve menos. Que Fran le lave la ropa, para variar. Sin embargo, Mort va a las manifestaciones con Fran, ya que son más bien como acontecimientos sociales. Por este motivo ella evita ir a las manifestaciones; no quiere incomodar a Fran, ya muy susceptible en lo tocante a Alma. Mort tiene permiso para acompañar a Alma en determinadas circunstancias, como las reuniones de padres y profesores, pero no en otras. Mort se muestra avergonzado ante estas restricciones, pues uno de los motivos que esgrimió para dejar a Alma fue que se sentía demasiado atado.

Alma coincide con Mort en la necesidad de firmar peticiones y acudir a manifestaciones. Si todos los habitantes del mundo firmaran peticiones y fueran a manifestaciones, la catástrofe no se produciría. Ha llegado la hora de salir a la calle y dar la cara, de enfrentarse con todos los medios a la fuerza devastadora, como hace Mort mediante donativos a grupos pacifistas y cartas a políticos, a cambio de los cuales recibe comprobantes fiscales y cartas pulcramente mecanografiadas. Alma sabe que el comportamiento de Mort es sensato, o tan sensato como cualquier otra cosa, pero ella nunca ha sido una persona muy sensata. Eso era lo que su padre más le reprochaba. Nunca fue capaz de apretar entre las manos a los pájaros que chocaban contra el cristal de la ventana y se lastimaban, como su padre le había enseñado, a fin de colapsarles los pulmones. Al contrario, se empeñaba en meterlos en cajas llenas de algodón y alimentarlos con un cuentagotas, con lo que, según su padre, les causaba una larga y dolorosa agonía. De modo que él se encargaba de colapsarles los pulmones, y Alma se negaba a mirar y luego se sentía apesadumbrada.

Casarse con Mort no fue sensato. Liarse con Theo no fue sensato, como tampoco lo es ni lo ha sido nunca la ropa de Alma y en especial los zapatos. Alma sabe que, si un día se declarase un fuego en la casa, esta ardería hasta los cimientos antes de que ella fuera capaz de tomar una decisión, aun cuando tuviera toda clase de posibilidades (extintores, el teléfono de los bomberos, paños húmedos para cubrirse la nariz). Así pues, ante el exuberante optimismo de Mort, se encoge de hombros por dentro. Se esfuerza en creer, pero es una incrédula y no se enorgullece de serlo. La triste verdad es que en el mundo hay mucha más gente como ella que como Mort. De todos modos, hay mucho dinero invertido en las bombas. Sin embargo, no quiere llevarle la contraria ni decir nada negativo. Las peticiones son tan constructivas como cualquier otra afición, y las manifestaciones lo mantienen activo y feliz. Es un hombre musculoso, de rostro rubicundo, propenso a engordar, que necesita quemar energía para evitar un infarto, según le ha dicho el médico. Es una buena forma de pasar el tiempo.

Theo, por su parte, aborda la cuestión no abordándola en absoluto. Vive su vida como si no la tuviera, con un talento para el olvido que Alma le envidia. Se limita a empastar dientes, uno tras otro, como si todos y cada uno de los pequeños ajustes que realiza en la boca de la gente fueran a importar dentro de diez años, de cinco, o incluso de dos. En sus momentos de mayor cinismo, Alma piensa que tal vez utilicen las fichas dentales de Theo para identificar cadáveres, si queda algo para identificar, si la identificación merece alguna prioridad, cosa que ella duda. Alma ha intentado hablar del tema un par de veces, pero Theo ha dicho que no cree que se saque nada de los pensamientos negativos. Sucederá o no sucederá, y, si no sucede, la principal preocupación será la economía. Theo hace inversiones. Theo está planificando su jubilación. Theo es una persona estrecha de miras y Alma, no. Ella no confía en la capacidad de la gente para salir de este agujero y carece de valor para meter la cabeza en él. La cosa está ahí, en un rincón de todos los lugares a los que va, como un desconocido cuyo rostro se podría ver perfectamente con solo volver la cabeza, pero Alma no vuelve la cabeza. No quiere mirar. Se dedica a sus asuntos, casi siempre, excepto durante estos lapsos sin importancia.

A veces se dice que no es la primera vez que la gente piensa en la inminencia del fin del mundo. Ya ocurrió antes, durante la peste negra, por ejemplo, que Alma recuerda como uno de los puntos culminantes del segundo curso de la facultad. El mundo no se terminó, por supuesto, pero creer que iba a acabarse produjo casi el mismo efecto.

Algunas personas decidieron que era culpa suya y se dedicaron a flagelarse, o a flagelar a quien tenían más a mano. Otros empezaron a rezar muchísimo, lo que resultaba más sencillo entonces, pues tenían una idea de a quién se dirigían. Alma cree que ahora no es un hábito mental en el que se pueda confiar, pues existen las mismas posibilidades de que apriete el botón un maníaco religioso norteamericano deseoso de jugar a ser Dios y contribuir al Apocalipsis al mismo tiempo, alguien que crea que él y otros pocos elegidos resucitarán incorruptibles, y que todos los demás se pudrirán. Mort dice que es un error en el que no es probable que caigan los rusos, quienes han desechado la otra vida y han de tomarse esta muy en serio. Mort dice que los rusos juegan mejor al ajedrez, pero eso no es un gran consuelo para Alma. Los esfuerzos de su padre por enseñarle a jugar al ajedrez fueron infructuosos, pues Alma tenía la costumbre de personificar las piezas y lloraba cuando se comían a su reina.

Otra posibilidad sería levantar una tapia alrededor, arrojar los cuerpos fuera y llevar siempre encima naranjas con clavos de olor hincados. Construir refugios subterráneos. Publicar manuales de instrucciones.

O robar objetos de las casas abandonadas, arrancar los collares de los cadáveres.

O hacer lo que hace Mort. O hacer lo que hace Theo. O hacer lo que hace Alma.

Ella cree que no hace nada. Se acuesta por la noche, se levanta por la mañana, cuida de Carol, comen, hablan, a veces ríen, ve a Mort, ve a Theo, busca un trabajo mejor, pero de una manera que no la convence. Rumia la idea de volver a la universidad y obtener la licenciatura: Mort dice que correrá con los gastos, ambos están de acuerdo en que es justo, pero Alma duda que vaya a aceptar cuando llegue el momento. Ella tiene emociones: quiere a la gente, se irrita, se alegra, se deprime. Sin embargo, no puede considerar estas emociones con la misma solemnidad de antes. Su vida nunca le había parecido tan muelle, como si la hubieran desembarazado de toda responsabilidad. Flota. En la televisión pasan un anuncio, probablemente de leche, que muestra a un hombre sobre la cresta de una ola, en una tabla de surf: se mueve, pero está inmóvil, como si el tiempo no existiera. Así se siente Alma: fuera del tiempo. El tiempo presupone un futuro. Unas veces experimenta este estado como apatía; otras, como alborozo. Puede hacer lo que quiera, pero ¿qué quiere?

Recuerda otra cosa que hizo la gente durante la peste negra: abandonarse a sus instintos. Se zampaban las provisiones para el invierno, robaban comida y se atiborraban, bailaban en las calles, copulaban indiscriminadamente, con el primero que pasaba. ¿Es ahí adonde se dirige sobre la cresta de su ola?

Alma apoya la cuchara sobre el borde del vaso. El agua se está enfriando y de la solución empieza a surgir la sal. Forma en la superficie pequeñas islas transparentes que se espesan conforme se crean los cristales, luego se rompen y descienden hacia el fondo, como nieve. Una fina capa blanca de sal recubre el hilo. Se arrodilla para tener los ojos al nivel del vaso, apoya la barbilla y las manos en la mesa, observa. Sigue siendo mágico. Cuando Carol regrese del colegio, el vaso contendrá un auténtico invierno. El hilo semejará un árbol después de una cellisca. Le parece increíble la belleza del resultado.

Al cabo de un rato se incorpora y pasea por la casa. Atraviesa la blancuzca sala de estar, que Mort considera de estilo japonés «dentro de lo que cabe», pero que a ella siempre le ha recordado un dibujo para colorear en el que solo se ha pintado una cuarta parte; llega a la pared desnuda del final y sube por la escalera de la que Mort quitó el pasamanos. También eliminó demasiadas paredes, omitió demasiadas puertas; quizá fue eso lo que falló en su matrimonio. La casa es una de las más grandes de Cabbagetown. Mort, especializado en remodelaciones, se encargó de las obras, y le gusta llevar a gente para enseñársela. Todavía la considera el equivalente de un folleto de propaganda. Alma, que empieza a hartarse de ir a abrir la puerta con su segunda mejor bata y el cabello envuelto en una toalla para toparse con cuatro hombres trajeados, encabezados por Mort, está pensando en cambiar las cerraduras. Pero sería demasiado definitivo. Mort aún piensa que la casa es suya, y a ella la ve como una parte de la casa. De todos modos, ahora que la construcción de viviendas ha caído en picado, y teniendo en cuenta quién paga las facturas, debería alegrarse de colaborar siquiera una pizca, aunque Mort evite con todo cuidado mencionarlo.

Entra en el cuarto de baño, de un blanco inmaculado, abre los grifos, llena la bañera de agua, que tiñe de azul con un chorrito de un gel alemán, se mete dentro, suspira. Algunas amigas suyas se introducen en tanques de aislamiento y flotan en total oscuridad durante horas y horas; afirman que es muy relajante y que permite entrar en contacto con el yo más profundo. Alma ha decidido pasar de esa experiencia. Sin embargo, en la bañera es donde se siente más a salvo (nunca se ha desmayado en ella) y al mismo tiempo más vulnerable (si se desmayara en la bañera, podría ahogarse).

Cuando Mort todavía vivía con ella y Carol era más pequeña, solía encerrarse con llave en el cuarto de baño, por la sencilla razón de que la puerta podía cerrarse, y se dedicaba a lo que llamaba «pasar el tiempo conmigo misma», que equivalía a soñar despierta. Es una costumbre que conserva.

Durante una época que ahora parece muy lejana, pero que en realidad se remonta a dos meses atrás, Alma se entregaba de vez en cuando a una fantasía relativamente agradable. En esta fantasía, ella y Carol vivían en una granja, en la península de Bruce. Estuvo allí de vacaciones en cierta ocasión, con Mort, antes de que Carol naciera, cuando el matrimonio parecía ir bien. Recorrieron en coche la península y visitaron la isla de Manitoulin, en el lago Hurón. Fue entonces cuando se fijó en las granjas, en lo pobres y marginales que eran, en la cantidad de piedras que se habían arrancado de los campos y amontonado a modo de señales y demarcaciones. Eligió una de esas granjas para su fantasía, suponiendo que nadie más la querría.

Mientras lavaban los platos después de comer en la cocina de la granja, Carol y ella se enteraban por la radio del inminente ataque aéreo. (Algo improbable, ahora se da cuenta: sería demasiado rápido para que pudiera saberse en la radio.) Por suerte, cultivaban sus propias hortalizas, de modo que tenían muchísimas. Alma no sabía exactamente cuáles. Al principio incluía, por error, el apio, hasta que comprendió que el apio no podía crecer en un suelo como aquel.

Las fantasías de Alma son ricas en detalles. Primero las bosqueja, luego las repasa, les añade botones y cremalleras. Para esta en particular necesitaba comprar las semillas apropiadas y pedir consejo al dueño de la ferretería. «¿Apio?», dijo él. (Era el típico comerciante de pueblo, calvo y paternalista, con los pantalones sujetos con tirantes y la camisa blanca manchada de sudor en las axilas. Sin embargo, su cordialidad era engañosa. Probablemente la despreciaba. Probablemente contaba chismes sobre ellas a sus compinches en la cervecería, una mujer soltera con una hija, viviendo sola en aquella granja. Los compinches pasarían con sus grandes coches de segunda mano por delante de la casa y la observarían con atención. Ella se lo pensaría dos veces antes de salir en pantalones cortos y agacharse para arrancar las malas hierbas. Si la violaban, todo el mundo sabría quién era el culpable pero nadie lo diría. El hombre diría después de unas cuantas cervezas que ella se lo había buscado. Alma ha de reflexionar con toda seriedad sobre este aspecto de la vida rural antes de dar el paso.)

«¿Apio? -dijo-. ¿Aquí? Señora, está usted de broma.» Por lo tanto, Alma se olvidó del apio, que tampoco se habría conservado muy bien.

Pero había remolachas, zanahorias y patatas, productos que podían almacenarse. Cavaron una gran bodega en la ladera de la colina; tenía una puerta inclinada, con una buena capa de suciedad en la parte exterior. La bodega era mucho más que una simple bodega: contaba con varias estancias, por ejemplo, y con luz eléctrica (pero ¿de dónde provenía la electricidad? Detalles como este, cuando se examinaban con detenimiento, contribuían a destruir la fantasía, pero Alma inventó para la electricidad un pequeño generador alimentado por un flujo de agua procedente del estanque).

Sea como fuere, Carol y ella no se asustaron cuando oyeron la noticia por la radio. Caminaron sin prisa hacia la bodega, entraron y cerraron la puerta. No se olvidaron de la radio, que era un transistor, aunque no serviría para nada después del primer ataque, que destruiría todas las emisoras. Había hileras e hileras de agua embotellada en los estantes que cubrían una pared. Allí se quedaron, comiendo zanahorias, jugando a las cartas y leyendo libros entretenidos, hasta que pasó el peligro y pudieron salir a un mundo en el que lo peor ya había sucedido y, por lo tanto, nada había que temer.

Esta fantasía ya no se sostiene. No podía mantenerse durante mucho tiempo, con los detalles concretos que Alma considera necesarios, antes de que empezaran a irrumpir preguntas prácticas sin respuesta (¿y la ventilación?). Por añadidura, Alma solo tenía una idea aproximada de cuánto tiempo deberían permanecer en la bodega hasta que el peligro pasara. Y también estaba el problema de los refugiados, los merodeadores, que se enterarían de la existencia de las patatas y las zanahorias e irían por ellas (¿con palos, con fusiles?). Como Carol y ella estaban solas, era preciso armarse. Alma se equipó primero con un rifle, luego con varios, para hacer frente a los saqueadores, pero siempre la superaban en número y en armamento.

No obstante, el punto más débil residía en que, aun en el caso de que todo saliera bien y fuera posible escapar y sobrevivir, Alma consideraba que no podía marcharse así como así y abandonar a los demás a su suerte. Quería incluir a Mort, pese a que se había portado mal y no estaban lo que se dice juntos, y si le hacía un sitio a él no podía negárselo a Theo. Sin embargo, este no iría sin su mujer y sus hijos, por supuesto, y además estaba Fran, la novia de Mort, a quien no sería justo excluir.

Esta situación duró bastante, sin las disputas que Alma preveía. La perspectiva de una muerte inminente templa los ánimos, y Alma disfrutó una temporada de la gratitud que su generosidad inspiraba. Sostenía conversaciones íntimas con las otras dos mujeres sobre sus respectivos hombres y se enteraba de algunas cosas que desconocía; las tres estaban a punto de hacerse muy buenas amigas. Por la noche, sentadas a la mesa de la cocina que había aparecido en la bodega, pelaban zanahorias y recordaban la época en que vivían en la ciudad y no se conocían, salvo indirectamente, a través de los hombres. Mort y Theo se sentaban en un rincón y bebían el whisky que habían traído, mezclado con agua de botella. Los niños se entendían de maravilla.

Sin embargo, la bodega era demasiado pequeña y no había forma de ampliarla sin abrir la puerta. Luego se planteó la cuestión de quién dormiría con quién y cuándo. El disimulo era casi imposible en un espacio tan reducido, y había tres mujeres y solo dos hombres. Este aspecto se parecía en exceso a la vida real de Alma, pero sin la ventaja de domicilios diferentes.

Cuando la esposa y la novia insistieron en incluir a sus padres, tíos y tías (¿y por qué había dejado Alma de lado a los suyos?), la fantasía se superpobló y rápidamente se volvió inhabitable. El problema de Alma estribaba en que no tenía elección. Es el problema que ha tenido toda su vida. Es incapaz de fijar límites. ¿Quién es ella para decidir, para juzgar a la gente de esta manera, para decir quién ha de morir y quién merece la oportunidad de vivir?

La colina de la bodega, perforada por infinidad de túneles, completamente minada, se vino abajo y todos perecieron.

Cuando Alma ha terminado de secarse y empieza a friccionarse el cuerpo con loción, suena el teléfono.

-Hola, ¿qué estabas haciendo? -dice la voz.

-¿Quién es? -pregunta Alma, y luego se da cuenta de que es Mort. Le da vergüenza no haber reconocido su voz-. Ah, eres tú. Hola. ¿Llamas desde una cabina?

-He pensado que podría pasar a verte -dice Mort con complicidad-. Si vas a estar en casa, claro.

-¿Con o sin excusa?

-Sin -responde Mort. Lo que esto significa es bastante claro-. He pensado que podríamos tomar algunas decisiones. -Intenta ser suavemente persuasivo, pero solo consigue resultar un poco inoportuno.

Alma no dice que él no necesita su ayuda para tomar decisiones, pues parece tomarlas con bastante rapidez por sí solo.

-¿Qué tipo de decisiones? -pregunta con cautela-. Creía que habíamos acordado una moratoria para las decisiones. Fue tu última decisión.

-Te echo de menos -dice Mort, dejando flotar las palabras, con una voz grave que parece indicar anhelo.

-Yo también te echo de menos -dice Alma, para cubrirse las espaldas-, pero le he prometido a Carol que esta tarde le compraría un equipo de gimnasia de color rosa. ¿Qué tal esta noche?

-Esta noche me es imposible.

-¿Quieres decir que no te dejan salir a jugar?

-No seas sarcástica -dice Mort, un tanto rígido.

-Lo siento -miente Alma-. Carol quiere que vengas el domingo para ver Fraggle Rock con ella.

-Quiero verte a solas.

De todas maneras, queda para el domingo y dice que volverá a llamar para confirmarlo. Alma le dice adiós y cuelga con una sensación de alivio muy diferente de los sentimientos que experimentaba cuando se despedía de Mort por teléfono en el pasado, y que eran, consecutivamente, amor y deseo, negociación de asuntos cotidianos, frustración porque no se decían lo que debían decirse, desesperación y pena, irritación y cierta sensación de que la estaba jodiendo. Continúa friccionándose el cuerpo, prestando especial atención a los codos y las rodillas. Cuando empiezas a parecerte a un pollo de cuatro patas, es ahí donde primero se nota. Aunque se acerca el fin del mundo, Alma prefiere estar en forma.

Decide tomar el tranvía. Tiene coche y sabe conducir, conduce muy bien, pero últimamente apenas lo usa. Se decanta por medios de transporte que no exigen ninguna decisión consciente por su parte. Incluso preferiría que la remolcaran, con un tractor a ser posible.

La parada del tranvía se encuentra delante de una tienda de alimentos dietéticos, con el escaparate lleno de orejones de albaricoque y uvas pasas espolvoreadas de harina de algarroba, mágicos manjares que preservan de la muerte. Alma también ha pasado por la fase macrobiótica: conoce a la perfección los elementos de esperanza supersticiosa que implica consumir tales talismanes. Sería igual de eficaz ensartar las uvas pasas en un hilo y colgárselas del cuello, para ahuyentar a los vampiros. En la pared de ladrillo de la tienda, entre el escaparate y la puerta, alguien ha escrito con aerosol: JESÚS TE ODIA.

Llega el tranvía y Alma sube. Se dirige a la estación de metro, donde bajará y comprará rápidamente un equipo de gimnasia de color rosa y dos pares de calcetines de verano para Carol, bajará por las escaleras y tomará un metro que vaya hacia el norte, utilizando el billete de transbordo que ha guardado en el bolso. Se supone que no se debe utilizar el billete de transbordo si se hace un alto en el trayecto, pero Alma se siente atrevida.

El tranvía va bastante lleno. Se queda cerca de la puerta posterior, mirando por la ventana, sin pensar en nada concreto. Es uno de los primeros días soleados y hace calor; las cosas brillan en exceso.

De repente, algunas personas que están cerca de la puerta posterior empiezan a gritar: «¡Pare, pare!». Alma no las oye al principio, o las oye pero sin comprender: percibe un ruido, pero cree que se trata de adolescentes montando el número, alborotando, como es habitual. El conductor del tranvía debe de pensar lo mismo, porque continúa adelante, a toda pastilla, mientras cada vez más personas gritan y luego chillan: «¡Pare, pare, pare!». Entonces Alma también se pone a chillar, porque ve lo que pasa: la puerta trasera ha atrapado el brazo de una chica, que está siendo arrastrada por el vehículo. Alma no la ve, pero sabe que está ahí.

Alma empieza a patalear como una niña contrariada y grita «¡Pare, pare!» con el resto de los pasajeros, pero el conductor sigue adelante, indiferente. Alma desea que alguien le arroje algo o le golpee, pero ¿por qué no se mueve nadie? Están demasiado apretados, y los de delante no ven lo que ocurre. Transcurren horas que en realidad son minutos, y por fin el conductor aminora la velocidad y frena. Se levanta del asiento y se abre paso hacia la parte de atrás.

Por suerte hay una ambulancia junto al tranvía, y meten en ella a la chica. Alma no puede ver su rostro ni si está malherida, a pesar de que estira el cuello, pero oye los sonidos que emite; no son sollozos ni gemidos, sino algo más animal y lastimero, más aterrorizado. Lo más horrible no habrá sido el dolor, sino la sensación de que nadie la veía ni la oía.

Ahora que el tranvía se ha detenido y el incidente ha terminado, la gente que rodea a Alma empieza a cuchichear. Dicen que deberían despedir al conductor. Deberían quitarle el permiso, o lo que sea. Deberían arrestarlo. El hombre regresa y abre las puertas. Dice que todo el mundo ha de bajar del vehículo. Parece enfadado, como si fuera otro el culpable de la chica atrapada por la puerta y del griterío.

No están lejos de la parada del metro y de la tienda en la que Alma quiere hacer su compra furtiva: puede ir a pie. Mira hacia atrás en el siguiente semáforo. El conductor está junto al tranvía, con las manos en los bolsillos, hablando con un policía. La ambulancia ha desaparecido. Alma se da cuenta de que el corazón le late muy deprisa. «Así sucede en los disturbios -piensa- o en los incendios: alguien empieza a gritar y te encuentras metida en el ajo, sin saber qué pasa. Todo ocurre con gran rapidez y cierras los oídos a las peticiones de auxilio.» Si la gente hubiera gritado «socorro» en lugar de «pare», ¿lo habría oído antes el conductor? De todas formas, la gente gritó y al final él se detuvo.

Alma no encuentra un equipo de gimnasia rosa de la talla de Carol, así que le compra uno malva. Eso tendrá repercusiones. Sube al metro, usando el billete de transbordo, y emprende su corto viaje a través de la oscuridad que contempla al otro lado de la ventanilla, viendo su rostro flotar en el cristal que la aísla de ella. Se ha sentado con las manos enlazadas alrededor del paquete que lleva en el regazo y empieza a examinar las manos de la gente sentada frente a ella. Últimamente lo hace a menudo: se fija en cómo son las manos, en que son casi luminosas, incluso las de los ancianos, manos nudosas con venas azules y manchas. Estos síntomas del envejecimiento ya no la asustan como un presagio de su futuro, al contrario que antes; ya no la repelen. Da igual que sean de hombres o de mujeres; las manos que está mirando ahora pertenecen a una mujer de mediana edad normal y corriente; son toscas y deformes, con las uñas mal cortadas pintadas de naranja, y aferran un bolso de cuero marrón.

A veces debe refrenar el impulso de levantarse, cruzar el pasillo, sentarse y agarrar esas manos ajenas. Se producirían malentendidos. Recuerda que se sintió así, hace mucho tiempo, cuando volaba hacia Montreal para reunirse con Mort, que estaba en un congreso. Planeaban disfrutar luego de unas minivacaciones juntos. Alma estaba entusiasmada ante la perspectiva de la habitación de hotel, el aroma a lujo y sexo ilícito que les rodearía. Anhelaba utilizar las toallas de baño y dejarlas caer al suelo sin preocuparse de quién iba a lavarlas después. Pero el avión empezó a dar bandazos y Alma se asustó. Cuando bajó en picado, como un ascensor, agarró la mano del hombre sentado a su lado; en realidad, poco importaba a qué mano se asiera si el avión se estrellaba. De todas formas, le proporcionó una sensación de seguridad. Luego, por supuesto, él intentó ligársela. Fue muy amable hasta el final. Le dijo que vendía bienes raíces.

A veces estudia las manos de Theo, dedo a dedo, uña a uña. Las frota sobre su cuerpo, se introduce los dedos en la boca, enrosca la lengua en torno a ellos. Él cree que es puro erotismo. Cree que es la única persona en cuyas manos ella piensa de esa forma.

Theo vive en un edificio alto cercano a su consultorio, en un apartamento de dos habitaciones. Al menos Alma cree que vive allí. Es donde siempre se citan, porque a Theo no le gusta ir a casa de Alma, y eso hace que se sienta un poco como una call girl, aunque no le desagrada. Theo todavía considera que su casa es territorio de Mort. No piensa en Alma como territorio de Mort, sino solo en la casa, del mismo modo que su propia casa, donde viven su esposa y sus tres hijos, es aún su territorio. Así la llama: «mi casa». Va allí los fines de semana, igual que Mort a casa de Alma. Esta sospecha que Theo y su esposa retozan en la cama, igual que ella y Mort, como estudiantes en las universidades de los años cincuenta, que se juraban guardar el secreto mutuamente. Ambos se dicen que Fran nunca se enterará. Alma no ha sido muy explícita sobre Theo con Mort, si bien ha insinuado que hay alguien. Eso animó a Mort. «Supongo que no tengo derecho a quejarme», dijo.

«Supongo que no», repuso Alma. Es ridículo cómo se comportan los cinco, pero a Alma le parecería igualmente ridículo no acostarse con Mort. Después de todo, es su marido. Siempre lo ha hecho. Además, la situación actual ha obrado maravillas en sus relaciones sexuales. A Alma le sienta bien ser una fruta prohibida. Nunca lo había sido.

Con todo, no quiere saber si Theo sigue acostándose con su esposa. En cierta manera, él está en su derecho, pero se pondría celosa. Por extraño que parezca, no le importa mucho lo que ocurra entre Mort y Fran. Mort ya le pertenece por completo; conoce cada pelo de su cuerpo, cada arruga, cada ritmo. Puede relajarse con él casi sin pensarlo, y complacerle no requiere ningún esfuerzo consciente. Es Theo el territorio inexplorado, es con Theo con quien ha de estar alerta, ir con cuidado, no dejarse engañar por una falsa sensación de seguridad. Theo, que a primera vista parece más amable, más considerado, más vacilante. Para Alma, Theo es un pantano, mientras que Mort es un bosque. Ha de avanzar con cautela, preparada para retroceder. Sin embargo, se muestra posesiva con respecto a su cuerpo, más pequeño, más ligero, más nervudo que el de Mort. No quiere que otra mujer lo toque, en especial la que ha tenido más tiempo que ella para conocerlo. La última vez que vio a Theo -aquí, en el edificio de apartamentos, en cuyo blanco e impersonal vestíbulo ahora entra-, él le dijo que deseaba enseñarle algunas fotos recientes de su familia. Alma se excusó y fue al cuarto de baño. No quería ver una fotografía de la mujer de Theo, pero al mismo tiempo tuvo la sensación de que mirarla constituiría una vulneración de ambas; Theo utiliza a dos mujeres para que se anulen mutuamente. Ha llegado a pensar que ella es a la esposa de Theo lo que la novia de Mort es a ella: la usurpadora, pero también alguien que merece compasión por lo que no se le concede.

Sabe que el actual equilibrio de fuerzas no durará. Tarde o temprano, se ejercerán presiones. A los hombres no se les permitirá ir de una mujer a otra, de una casa a otra. Se levantarán barreras, se colocarán señales: QUÉDATE O LÁRGATE. Y con toda razón; sin embargo, no será Alma quien ejerza esas presiones. Le gusta la actual situación. Ha decidido que prefiere tener dos hombres en lugar de uno: eso mantiene las cosas en equilibrio. Los quiere a ambos, los desea a ambos, y esto significa que, ciertos días, no quiere ni desea a ninguno. Le ahorra angustias, la hace menos vulnerable e invita a pensar en múltiples futuros. Theo puede volver con su esposa o desear vivir con Alma. (Hace poco le hizo una pregunta inquietante -«¿Qué quieres?»-, que ella esquivó.) Mort puede desear volver o decidir quedarse con Fran. Alma puede perder a los dos y quedarse sola con Carol. Este pensamiento, que en otra época la hubiera llevado al pánico y a una depresión no ajena a cuestiones económicas, no la preocupa mucho en este momento. Quiere seguir así para siempre.

Alma entra en el ascensor y sube. La ingravidez la rodea. Es un lujo; toda su vida es un lujo. Theo, que le abre la puerta, es un lujo, sobre todo su piel, suave, bien alimentada, más oscura que la suya, herencia de su parte de sangre griega, de una o dos generaciones atrás, y que huele a productos cosméticos penetrantes y dulzones. Theo la asombra, le quiere tanto que apenas puede verlo. El amor la abrasa, y abrasa las facciones de Theo, de modo que solo distingue en el apartamento escasamente iluminado un contorno, resplandeciente. No está sobre la ola, sino en su seno, cálido y fluido. Esto es lo que quiere. Ni siquiera llegan al dormitorio, sino que se derrumban sobre la alfombra de la sala de estar, donde Theo le hace el amor como si corriera tras un tren que nunca alcanzará.

Pasa el tiempo y los detalles de Theo reaparecen, un lunar aquí, una peca allá. Alma le acaricia la nuca y alza la mano para mirar a hurtadillas el reloj: ha de volver antes de que llegue Carol. No debe olvidar el equipo de gimnasia, que ha dejado tirado dentro de su bolsa de plástico al lado de la puerta, junto con el bolso y los zapatos.

-Ha sido magnífico -dice, y es cierto.

Theo sonríe, le besa la cara interna de la muñeca, que sostiene durante unos segundos como si le tomara el pulso, recoge la combinación del suelo, se la tiende con ternura y deferencia, como si le ofreciera un ramo de flores. Como si ella fuera una dama en el dibujo de una caja de bombones. Como si ella fuera a morirse y solo él lo supiese y quisiera ocultárselo.

-Espero -dice Theo con tono jovial- que cuando esto termine no seamos enemigos.

Alma se queda helada, con la combinación a medio poner. Luego se introduce en ella una corriente de aire, un jadeo silencioso, un chillido al revés, porque se ha dado cuenta enseguida: no ha dicho «si», sino «cuando». En la cabeza de Theo hay un calendario. Durante todo este tiempo en que ella ha negado el tiempo, él ha estado contando los días, haciendo una pequeña cuenta atrás. Theo cree en la predestinación. Cree en la fatalidad. Ella debería haber sabido que, siendo una persona tan ordenada, Theo sería incapaz de soportar la anarquía para siempre. Han de salir del agua, pues, y pisar tierra firme. Ella necesitará más ropa, porque hará frío en ese lugar.

-No seas tonto -dice Alma, mientras se sube hasta la cintura el satén de imitación como si fuera una sábana-. ¿Por qué íbamos a ser enemigos?

-Suele pasar -contesta Theo.

-¿He dicho o hecho algo que te haya llevado a pensar eso? -pregunta Alma. Tal vez Theo vaya a volver con su mujer. O tal vez no, pero haya decidido que ella no le conviene, no para todos los días, no para el resto de su vida. Todavía cree que habrá una. Y ella también, pues de lo contrario no estaría tan disgustada.

-No -dice Theo, rascándose una pierna-, pero son cosas que pasan. -Deja de rascarse, la mira, de esa manera que antes ella creía sincera-. Solo quiero que sepas que te aprecio demasiado para eso.

«Aprecio.» ¿Final o continuación? Como le sucede a menudo con Theo, no sabe muy bien qué está diciendo. ¿Le está expresando devoción o se ha terminado de verdad, sin que ella se diera cuenta? Está acostumbrada a pensar que en una relación como la de ambos se da todo y no se pide nada, pero quizá sea al revés. No se da nada. Nada se da por sentado. Alma se siente de repente demasiado visible, demasiado evidente. Tal vez debería volver con Mort y hundirse de nuevo en la invisibilidad.

-Yo también te aprecio -dice. Acaba de vestirse mientras él continúa estirado en el suelo, mirándola con afecto, como quien dice adiós con la mano a un barco que zarpa, sin dejar de pensar en el momento en que podrá marcharse a cenar. No le importa lo que vaya a hacer ella a continuación.

-¿Pasado mañana? -pregunta Theo, y Alma, que desea estar equivocada, le devuelve la sonrisa.

-Suplícamelo -dice.

-No se me da bien. Ya sabes lo que siento.

En otro momento, Alma ni siquiera se habría detenido a pensar en esto; habría estado segura de que él sentía lo mismo que ella. Ahora llega a la conclusión de que es una cuestión de cortesía fingir que le comprende. O, pensándolo bien, quizá sea una excusa para que Theo nunca se vea obligado a poner las cartas sobre la mesa, a confirmar algo o a dar explicaciones.

-¿A la misma hora? -pregunta Alma.

Se abrocha el último botón. Recogerá sus zapatos en la puerta. Se arrodilla, se inclina para besarle. Entonces se produce un deslumbrante destello luminoso y Alma cae al suelo.

Cuando recobra el conocimiento, está tendida en la cama de Theo. Él está vestido (por si tuviera que llamar a una ambulancia, piensa ella), sentado a su lado, cogiéndole la mano. Esta vez no se muestra complacido.

-Creo que tienes la presión baja -dice, incapaz de achacarlo a la excitación sexual-. Deberías hacerte una revisión.

-Esta vez pensé que iba en serio -murmura Alma, que se siente aligerada, tan aligerada que la cama parece ingrávida, como si flotara en el agua.

Theo no ha comprendido el sentido de la frase.

-¿Te refieres a que hemos terminado? -pregunta, con resignación o con alegría, ella no lo sabe a ciencia cierta.

-No hemos terminado -dice Alma. Cierra los ojos; dentro de un minuto se sentirá menos aturdida, se levantará, hablará, caminará. En este preciso instante la sal se desborda detrás de sus ojos, cae como nieve, se hunde en el océano, deja atrás el coral muerto, se acumula en las ramas del árbol de sal que emerge de las dunas de cristal blanco que hay en el fondo. Diseminadas en la arena se ven las espinas de muchos pececillos. Es muy hermoso. Nadie puede destruirlo. «Cuando todo haya terminado -piensa-, aún permanecerá la sal.»

 

FIN

 


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