Esa mañana, Ofira Campos, del apartamento
203, recordaba sus propias últimas palabras: aquí me quedo y aquí me muero. La
inmobiliaria todos los días mandaba a alguien para intentar sacarla de su
triste apartamento por no pago y amenazarla con embargarla. La constructora era
un poco menos constante pero también mandaba a sus esbirros a ofrecerle en
cambio grandes sumas de dinero, que porque ya estaban aprobados los planos para
demoler, que todos los demás residentes se habían ido ya, que el edificio había
sido declarado no apto para vivir. Pero ella seguía insistiendo que no la
sacarían ni a palo. Treinta años llevaba viviendo allí mismo, en el apartamento
203. Treinta años de los cuales llevaba ocho esperando cada día que sus hijos
fueran a verla, y decepcionándose cada noche al contemplar el teléfono sentado
como un perro viejo e indiferente en la mesita al lado del sofá de la sala;
cinco de esos años mirando hacia el deshilachado sillón frente la tele y
añorando a su esposo, con sus pantalones de tela marrón y su camiseta vieja de
la compañía de grúas donde había trabajado siempre, deseando volver a escuchar
sus gritos furibundos retumbando por todo el apartamento durante los días de
fútbol.
Llevaba dos meses sin ir a reclamar la
pensión por miedo a que en su ausencia vinieran y le sacaran todas sus cosas a
la calle. Ofira no dejaría que nadie tocara ni los libros escolares de sus
hijos con los rayones infantiles, ni las pilas de revistas coleccionadas por su
esposo con los crucigramas a medio hacer, ni la ropa que ella había guardado
para sus nietos, ni siquiera las bolsas de basura que ella había acumulado en
la cocina, de modo que, si en algún momento intentaban desalojarla, al menos
les costara trabajo hacerlo.
Durante el último mes, Ofira se había
alimentado de sus propias plantas. Comenzó por las suculentas, pero después ya
no le importó seguir con las madreselvas y los centavillos. Y cuando estas se
acabaron, optó por raspar los hongos que crecían en las paredes y el techo del
apartamento para rendir las comidas con ellos y cucharearlos regocijándose de
sorber con ímpetu y oír cómo el sonido retumbaba por todo el edificio casi
deshabitado, junto con el currucutú de las palomas que se habían ido colando a
los apartamentos abandonados por los vidrios rotos.
Los hongos que crecían en su cuarto, en
la esquina sobre su mesa de noche, eran los que tenían mejor sabor. Ella
pensaba que era porque la estatuilla de la Virgen los bendecía todos los días.
Los que nacían en el baño, entre los azulejos de la ducha, sin embargo, la
hacían sentir más llena. Y a falta de agua de la llave, después de que cortaron
el servicio al edificio, Ofira los regaba con agua de la lluvia que recogía en
su balcón.
Eso va a enseñarles, pensaba en voz alta,
que no los necesito. Y que puedo bandearme sola. Sí, señor, refunfuñaba por el
pasillo cuando iba del baño a la cocina con un platado recién raspado de
ingredientes para la sopa; no iba a darles el gusto, no se iban a burlar de
ella, no se iba a dejar sacar de ahí. ¿Para qué? ¿Para terminar metida en un
asilo? No, señor. Las cosas son de una manera y no de otra.
Pero esa mañana, una especie de asfixia
le hizo abrir la puerta del apartamento 203. Sintió que en el segundo piso
donde ella vivía el aire se había vuelto denso. Pero a medida que subía los
peldaños de la deteriorada y sucia escalera del edificio, sus pulmones
parecieron agradecerle. Aunque sus piernas desacostumbradas al ejercicio le
dolían, ella continuó subiendo.
Último escalón. Octavo piso. Abrió la
puerta desvencijada de la azotea y salió al fresco e impetuoso viento de
agosto. El sol la encandiló. Por un momento una voluntad desconocida la hizo
desear la sombra, pero, un instante después, esa misma voluntad, poderosa e
impositiva, la hizo añorar una suerte de libertad que nunca había necesitado.
Una fuerza inusitada la llevó a escalar con sus varicosas e hinchadas piernas
una antena pararrayos y colgarse con todas sus fuerzas de ella. Ofira había
perdido tanto peso en esos meses que su cuerpo no alcanzaba a doblegar el
metal.
Lo primero que sintió fue una corriente
eléctrica que la recorría de la cabeza a las puntas de los pies. Como si un
rayo se hubiera atrevido a golpear la antena pararrayos en esa soleada mañana
de agosto. Después, un cosquilleo se expandió por todo su cuerpo. El tiempo que
le hubiera podido tomar a una hormiga carpintera una semana, a Ofira, tal vez
por un regalo de las leyes de la física, le tomó un minuto. Quizá fue solamente
su percepción. Dicen que algunos hongos tienen el poder de manipular el tiempo.
Pero Ofira se percató de que, por cada uno de los poros de su cuero cabelludo,
sus escasos cabellos grises fueron siendo acompañados por finísimos y largos
filamentos de color tabaco, de color caramelo, de color amarillo ocre, de color
blanquecino, que se erguían hacia el sol en una verticalidad perfecta. Y en la
punta de cada filamento hermosas esferas oscuras se hincharon en un instante.
Al terminar de crecer todos los miles de esferas a varios centímetros de su
cabeza, de un estornudo colectivo, millones de esporas microscópicas fueron
liberadas al aire y se alejaron alegres sobre los vientos de agosto.
FIN
Tomado
de “Revista Penumbria Botánica”
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