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21 de junio de 2024

La Inquilina .- Gabriela A. Arciniegas {Relatos }


 

Esa mañana, Ofira Campos, del apartamento 203, recordaba sus propias últimas palabras: aquí me quedo y aquí me muero. La inmobiliaria todos los días mandaba a alguien para intentar sacarla de su triste apartamento por no pago y amenazarla con embargarla. La constructora era un poco menos constante pero también mandaba a sus esbirros a ofrecerle en cambio grandes sumas de dinero, que porque ya estaban aprobados los planos para demoler, que todos los demás residentes se habían ido ya, que el edificio había sido declarado no apto para vivir. Pero ella seguía insistiendo que no la sacarían ni a palo. Treinta años llevaba viviendo allí mismo, en el apartamento 203. Treinta años de los cuales llevaba ocho esperando cada día que sus hijos fueran a verla, y decepcionándose cada noche al contemplar el teléfono sentado como un perro viejo e indiferente en la mesita al lado del sofá de la sala; cinco de esos años mirando hacia el deshilachado sillón frente la tele y añorando a su esposo, con sus pantalones de tela marrón y su camiseta vieja de la compañía de grúas donde había trabajado siempre, deseando volver a escuchar sus gritos furibundos retumbando por todo el apartamento durante los días de fútbol.

Llevaba dos meses sin ir a reclamar la pensión por miedo a que en su ausencia vinieran y le sacaran todas sus cosas a la calle. Ofira no dejaría que nadie tocara ni los libros escolares de sus hijos con los rayones infantiles, ni las pilas de revistas coleccionadas por su esposo con los crucigramas a medio hacer, ni la ropa que ella había guardado para sus nietos, ni siquiera las bolsas de basura que ella había acumulado en la cocina, de modo que, si en algún momento intentaban desalojarla, al menos les costara trabajo hacerlo.

Durante el último mes, Ofira se había alimentado de sus propias plantas. Comenzó por las suculentas, pero después ya no le importó seguir con las madreselvas y los centavillos. Y cuando estas se acabaron, optó por raspar los hongos que crecían en las paredes y el techo del apartamento para rendir las comidas con ellos y cucharearlos regocijándose de sorber con ímpetu y oír cómo el sonido retumbaba por todo el edificio casi deshabitado, junto con el currucutú de las palomas que se habían ido colando a los apartamentos abandonados por los vidrios rotos.

Los hongos que crecían en su cuarto, en la esquina sobre su mesa de noche, eran los que tenían mejor sabor. Ella pensaba que era porque la estatuilla de la Virgen los bendecía todos los días. Los que nacían en el baño, entre los azulejos de la ducha, sin embargo, la hacían sentir más llena. Y a falta de agua de la llave, después de que cortaron el servicio al edificio, Ofira los regaba con agua de la lluvia que recogía en su balcón.

Eso va a enseñarles, pensaba en voz alta, que no los necesito. Y que puedo bandearme sola. Sí, señor, refunfuñaba por el pasillo cuando iba del baño a la cocina con un platado recién raspado de ingredientes para la sopa; no iba a darles el gusto, no se iban a burlar de ella, no se iba a dejar sacar de ahí. ¿Para qué? ¿Para terminar metida en un asilo? No, señor. Las cosas son de una manera y no de otra.

Pero esa mañana, una especie de asfixia le hizo abrir la puerta del apartamento 203. Sintió que en el segundo piso donde ella vivía el aire se había vuelto denso. Pero a medida que subía los peldaños de la deteriorada y sucia escalera del edificio, sus pulmones parecieron agradecerle. Aunque sus piernas desacostumbradas al ejercicio le dolían, ella continuó subiendo.

Último escalón. Octavo piso. Abrió la puerta desvencijada de la azotea y salió al fresco e impetuoso viento de agosto. El sol la encandiló. Por un momento una voluntad desconocida la hizo desear la sombra, pero, un instante después, esa misma voluntad, poderosa e impositiva, la hizo añorar una suerte de libertad que nunca había necesitado. Una fuerza inusitada la llevó a escalar con sus varicosas e hinchadas piernas una antena pararrayos y colgarse con todas sus fuerzas de ella. Ofira había perdido tanto peso en esos meses que su cuerpo no alcanzaba a doblegar el metal.

Lo primero que sintió fue una corriente eléctrica que la recorría de la cabeza a las puntas de los pies. Como si un rayo se hubiera atrevido a golpear la antena pararrayos en esa soleada mañana de agosto. Después, un cosquilleo se expandió por todo su cuerpo. El tiempo que le hubiera podido tomar a una hormiga carpintera una semana, a Ofira, tal vez por un regalo de las leyes de la física, le tomó un minuto. Quizá fue solamente su percepción. Dicen que algunos hongos tienen el poder de manipular el tiempo. Pero Ofira se percató de que, por cada uno de los poros de su cuero cabelludo, sus escasos cabellos grises fueron siendo acompañados por finísimos y largos filamentos de color tabaco, de color caramelo, de color amarillo ocre, de color blanquecino, que se erguían hacia el sol en una verticalidad perfecta. Y en la punta de cada filamento hermosas esferas oscuras se hincharon en un instante. Al terminar de crecer todos los miles de esferas a varios centímetros de su cabeza, de un estornudo colectivo, millones de esporas microscópicas fueron liberadas al aire y se alejaron alegres sobre los vientos de agosto.

 

FIN

 

Tomado de “Revista Penumbria Botánica”

 

 

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