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5 de junio de 2024

EL CAZADOR {Relatos}



 

 

Tan oscura como la mirada de la muerte. Así era aquella noche. En el cielo no había estrellas, ni luna, nada que ofreciera un mínimo de claridad. En medio de una solitaria calle, sentado al volante de su coche, estaba Gustavo, aguardando, paciente, inmóvil, al igual que un depredador nocturno. Su presa estaba dentro de su vivienda, una pequeña construcción de dos plantas situada a las afueras de la ciudad, aislada y rodeada por una acera. No había nada más. Una casa, un vehículo, entre los dos una distancia aproximada de cien metros y ambos tragados por la noche. Pese a la negrura que les envolvía, los ojos de Gustavo estaban clavados en el lugar donde supuestamente se encontraba la edificación, hacia allí, fijos, sin apenas parpadear. No quería sobresaltos. Un profesional como él no se los podía permitir. El silencio era absoluto, sobrecogedor. Tan solo se podía percibir un ligero vaivén de aire, profundo, acompasado. Era su respiración, la única señal de que allí existía vida. Su mente también trabajaba, esa ni se veía ni se oía, y calculó qué hora sería y el tiempo que llevaría ahí. No quería mirar su reloj. Para ello necesitaría encender una luz y eso podría delatar su presencia. No, él no era tan estúpido. Gustavo suponía que serían cerca de las once de la noche; es decir, que ya llevaría casi tres horas de espera. Decidió que estaría una más, hasta las doce, y se marcharía hasta el día siguiente. Así lo había estado haciendo las cuatro noches anteriores. Porque ese era el plan: evitar un enfrentamiento, aguardar a que su objetivo saliera a la calle y eliminarlo de forma que pareciese un desgraciado accidente. Más tarde o temprano saldría de su casa. Un hombre tan joven como él no podía estar tantas noches encerrado. Para Gustavo habría sido muy fácil llamar al timbre de la puerta, sacar su pistola y meterle una bala entre las cejas, pero don Salvador le había pedido otra cosa. Él quería un trabajo limpio, sin testigos, sin dejar evidencias de que se hubiera producido un asesinato. Seguramente la Policía sospecharía que algo raro había ocurrido, pero ahí se quedaría todo. Sin pruebas, las sospechas son puras elucubraciones. Gustavo pensó que las órdenes de don Salvador siempre estaban justificadas. No se le podía contradecir. Don Salvador era su jefe, su pagador, su dueño y, por lo tanto, quien tomaba las decisiones.

Fabricio era el nombre de su futura víctima, un joven colombiano de veintiséis años que había venido a España para estudiar y ganarse la vida. Su primer propósito, los estudios, lo había logrado, ya que había realizado una carrera universitaria; el segundo estaba en curso, pues se había empezado a abrir camino en el mundo laboral a base de ir ofreciendo por los domicilios un cambio de compañía eléctrica. Gustavo no poseía más datos personales de él, pero es que tampoco le interesaban. Un matón de su talla solo necesitaba conocer sus rutinas, sus horarios, sus movimientos; en definitiva, encontrar el momento y lugar adecuados para cumplir su encargo. Sí se había enterado del motivo por el cual su jefe quería que el tal Fabricio fuera borrado del mapa. Esas cosas siempre terminaban por saberse. Se había enamorado de su hija, y lo peor es que había permitido que ella le correspondiera. Por eso, Gustavo nunca había querido tener cuentas con el sexo opuesto. En su opinión, las mujeres solo traían problemas. Don Salvador, por su parte, parecía estar viviendo en la Edad Media y pensaba que era él quien tenía que elegir sus yernos. Era como pocos, de los que creía que un padre debía velar por el bien de sus hijas a cualquier precio. Así lo había hecho con las dos mayores y con la pequeña, su favorita, no iba a ser distinto. A don Salvador no le iban los flechazos. Él dirigía su familia al igual que su organización: con puño de hierro. Su dominio era absoluto; incluso, agobiante. El pretendiente de su tercera hija debía ser, según su punto de vista, dócil para poder manejarlo a su antojo, respetuoso con su niña y sobre todo tenía que provenir de una familia adinerada y bien situada socialmente. Que él conociera, al menos media docena de jóvenes de la ciudad reunían esas condiciones. Sin embargo, su hija, su adorada hija, se había enamorado de Fabricio, un extranjero rebelde, mal encarado y sin ningún poder adquisitivo. Algo que no iba a consentir de ninguna de las maneras. Al principio, cuando su sicario de confianza hiciera el trabajo, la chica lo pasaría mal, hasta puede que se deprimiese, si bien con el transcurso del tiempo todo volvería a su cauce. El tiempo se encargaría de lamer sus heridas. También ella podría sospechar algo porque no sería normal que un coche atropellase a su novio en un sitio tan aislado como ese, pero don Salvador ya se encargaría de darle las explicaciones pertinentes. Quizás, con el paso de los años, cuando ella madurase, le contaría la verdad. Seguro que entonces le comprendería. Claro que sí. Don Salvador únicamente deseaba lo mejor para sus hijas. Además, una tercera parte de su herencia estaba en juego y no iba a consentir que un cualquiera se apropiase de ella.

De pronto, un ruido, como unos pasos, sacó a Gustavo de su estado de quietud. Estos eran lentos, gráciles y provenían del capó del coche. ¿Sería un gato? Gustavo quiso averiguarlo, por lo que sacó un mechero y prendió la llama. Y la luz se hizo en medio de tanta oscuridad. En efecto, era un gato negro que caminaba hacia el parabrisas delantero. Ahora bien, cuando vio aquella pequeña llama de fuego al otro lado del cristal, se detuvo. Ambos, hombre y animal, se miraron a los ojos, estudiándose, preguntándose qué haría el otro allí. Los dos habían salido de caza y por un instante existió entre ellos un atisbo de complicidad. Tal como vino, el gato saltó del vehículo al suelo y desapareció en la noche. Gustavo, por su lado, siguió apretando el mechero, con la llama iluminando el habitáculo. Sabía que no debía hacer eso, pero hasta el profesional más cualificado se podía permitir un borrón en su expediente. Miró su reloj de pulsera y vio que eran las once y cuarto de la noche. Ya era tarde. Pensó que probablemente esa noche aquel felino tendría más suerte que él y cazaría algún roedor. Sin apagar el mechero, echó un vistazo a su alrededor. Sobre el asiento del acompañante había una fotografía. Era de Fabricio, el sentenciado a muerte por su jefe, y parecía que ésta le estuviese mirando a los ojos. ¿Acaso le suplicaba piedad? Aunque así fuese, le daba igual. Gustavo no sabía lo que significaba esa palabra. Para él, «Piedad» tan solo era un nombre de mujer. Gustavo estiró el brazo, cogió el pequeño retrato y empezó a quemarlo. No podía dejar pruebas. De todos modos, el rostro de aquel joven se había grabado en su memoria como el hierro candente marca la piel de una res. Poco a poco el fuego consumió la fotografía de Fabricio hasta que apenas quedó un trozo de papel ennegrecido. Entonces, la llama se extinguió y todo volvió a la más absoluta oscuridad.

Al cabo de media hora, cuando Gustavo estaba a punto de arrancar el coche para marcharse, se encendió una bombilla que había sobre la puerta de entrada a la casa. Fue como si hubiera nacido una estrella. Automáticamente, los ojos, los oídos, toda la atención de Gustavo se centraron en aquella puerta. Uno, dos, tres segundos, se abrió y bajo la luz asomó la figura de un hombre. Era alto, con el pelo largo, de aspecto juvenil… Pese a la distancia, Gustavo distinguía perfectamente su cara. Se acordó de la mirada felina del gato. La examinó, analizó cada centímetro de su piel y la comparó con la imagen que tenía archivada en su memoria. Sin duda, era él, el mismo chico de la fotografía. Tras un par de minutos contemplando la noche, el joven dio un paso al frente. De repente, por entre sus piernas se coló un perro de esos diminutos, de mal carácter y que solo saben ladrar. Gustavo frunció el ceño. Eso no se lo esperaba.

«¿Un perro? ¿Desde cuándo tenía Fabricio ese chucho? ¿Se lo habría comprado esa misma mañana? Y si ya lo tenía de antes, ¿por qué no salió a pasearlo las otras noches que estuve aquí?».

Una tras otra, esas preguntas asaltaron la mente de Gustavo. Aunque en el fondo no le importaban las respuestas. Tampoco que ese perro canijo estuviera allí. Hasta ahora, ningún animal había sido requerido por la Policía para pasar por una rueda de reconocimiento.

El joven avanzó un poco, unos pasos, y a su espalda se cerró la puerta. Eso significaba que dentro de la casa había alguien. ¿Sería la hija pequeña de don Salvador? No, Gustavo estaba seguro de que no era ella. Su papá no la dejaba salir por ahí hasta tan tarde. En cualquier caso, debía andarse con cuidado. Dos muertos no se podía denominar «un trabajo limpio». El chico se metió la mano en el bolsillo, sacó una linterna y la encendió. Entonces los músculos de Gustavo se tensaron como cuerdas de una guitarra ante la posibilidad de ser descubierto. Lo cierto era que el haz de luz no parecía muy potente, pero en una noche tan oscura nunca se sabía. Gustavo, el sicario, activó el modo «asesino». Su instinto más salvaje comenzó a fluir desde lo más profundo de su ser. Acechaba a su presa, como lo estaría haciendo el gato negro con un ratón, y vio que el joven se encaminaba calle arriba, hacia donde se acababa la acera y empezaba un camino de arena. Por lo visto, aquel perrito estaba enseñado para que hiciera sus necesidades en un lugar apartado de la casa. Bien, eso estaba muy bien. El chico llegó a la esquina, acompañado de su mascota, bajó de la acera e inició el camino de tierra. Había llegado el momento, su último momento. Así pues, Gustavo arrancó el motor del coche, metió primera y suavemente apretó el acelerador. El vehículo se movió despacio, sigiloso, al igual que el gato se estaría aproximando a su presa. Una vez llegó al camino de arena, encendió los faros y dos haces de luz alumbraron al perro y a su dueño. No tenían escapatoria. Sin más, Gustavo pisó el acelerador a fondo y las ruedas, enloquecidas, emprendieron un derrape que seguidamente se convirtió en velocidad. Mientras el perro se echaba a un lado, asustado, el joven se giró sobre sí mismo y pudo ver como aquellos dos cuchillos de luz cortaban la noche. No supo reaccionar. Se quedó paralizado. Gritó, su mascota gimió y ambos se temieron lo peor. Fue cuestión de un par de segundos, no más, y el grito fue silenciado por un golpe. Fue algo brutal, estremecedor. A continuación sonó un ruido de chapa ocasionado por el cuerpo del chico recorriendo el techo del automóvil. Por último, cayó al suelo y rodó varios metros. Ya quieto, quiso volver a gritar para pedir ayuda, pero le fue imposible. Le faltaba fuerza, oxígeno, vida. Con toda probabilidad tendría roto el esternón y alguna costilla se le habría clavado en los pulmones. En cuanto al perro, se había quedado petrificado, sin saber reaccionar. A él nunca le habían enseñado qué hacer en esa clase de situaciones. Más adelante, Gustavo detuvo el coche, se apeó y se encaminó hacia su víctima. El perro, al ver que se acercaba aquel desconocido, echó a correr hasta perderse en la oscuridad de la noche. El joven, tirado, sin apenas respiración, veía como el hombre que acababa de atropellarle se dirigía hacia él. Por detrás, las luces posteriores del vehículo marcaban su silueta. Todo era de color rojo, como la sangre que manchaba su rostro. Gustavo llegó hasta él, se agachó y dijo:

-Todavía estás con vida, ¿verdad?

Esas palabras no podían ser de alguien que ha atropellado a una persona por accidente. Claro que no. Eran demasiado frías y calculadoras. Aún así, el joven imploró su ayuda.

-Por favor, llame a una ambulancia. Me cuesta mucho respirar… ¿Por qué ha hecho esto? ¿Quién es usted?

Una mueca irónica se dibujó en el rostro de Gustavo. Aquello le parecía lamentable. Ese joven no sabía el motivo por el cual iba a morir, y él tampoco se lo iba a decir. Ese no era su cometido. Por tanto, le agarró la cabeza con ambas manos y, mirándole a los ojos, le dijo:

-No necesitas ninguna ambulancia y tampoco debe importarte quién soy. Esto es, simplemente, un trabajo.

-¿Qué me vas a hacer? -balbuceó el joven.

-Voy a matarte.

-¿Qué? Pero… ¿por qué?

Por primera vez a lo largo de su trayectoria como matón Gustavo sintió lástima, o algo similar, y decidió quebrantar una de sus reglas dándole una explicación a su víctima. Sería la segunda vez que se las saltaría en un mismo encargo. ¿Estaría perdiendo facultades?

-Porque no eres idóneo para la hija de mi jefe. Lo siento. Antes de haberte liado con ella, tenías que haberte informado de quién sería tu suegro.

-¿Yo? Pero si…

Gustavo dio por zanjada aquella conversación y, mediante un brusco movimiento, giró la cabeza del joven hasta romperle el cuello. Perfecto. Nada que objetar. Cuando le realizaran la autopsia, en ésta solo se podría descubrir que el fallecido sufrió un atropello y que luego tuvo una fatal caída. Quedaría por esclarecer la identidad del conductor que se dio a la fuga y que denegó el auxilio a un accidentado, algo que Gustavo ya tenía más que arreglado.

No muy lejos de allí, el perro escuchó un chasquido y por un instante se detuvo, aterrado, sabedor de que algo muy malo le había ocurrido a su dueño. Con todo, reanudó la carrera en busca de un lugar seguro.

Satisfecho con su trabajo, como siempre, Gustavo depositó la cabeza del chico en la arena, se puso en pie, se giró y vio como el gato negro cruzaba el camino justo por detrás de su coche. El animal llevaba en su boca un ratón muerto, su presa, aunque en esta ocasión no reparó en él y pasó de largo. Esa noche ambos cazadores habían cazado.

Dos semanas después Gustavo estaba en su apartamento, recién levantado de la cama y dispuesto a prepararse el desayuno. Abrió el frigorífico. Al rato estaba sentado a la mesa y ante sí tenía un zumo de naranja, una tostada con aceite de oliva y un puñado de frutos secos. Sin duda, el hombre le daba importancia a la primera comida del día. Durante este medio mes, desde que cumplió su encargo, no había visto ni había hablado con don Salvador. La pauta era esa: ninguna clase de contacto un mes antes y otro después de la ejecución de un trabajo. Ambos, pero sobre todo su jefe, eran objetivos de la Policía y seguramente les estarían vigilando para averiguar si tuvieron algo que ver con la muerte del joven colombiano. Los polis no eran tontos, conocían muy bien su oficio. Preguntarían, meterían las narices por todas partes, atarían cabos… Lo más aconsejable era esto, aislarse y esperar a que el tiempo les cansara o les obligara a centrarse en otros casos. Luego, una vez se pasara el temporal, iría a visitar a su jefe. Una paga extra le aguardaba. De eso estaba seguro. Don Salvador era buen pagador, al menos con él. Por un momento Gustavo se acordó de la hija pequeña del jefe, de esa pobre chica que había perdido a su novio.

«¿Ya estará recuperada? ¿Se habrá enterado de la verdad?», se preguntó. «Dentro de unos días lo sabré», se respondió.

Gustavo acabó el desayuno, se duchó y se vistió para salir a la calle a matar el tiempo. La realidad era que le aburría soberanamente ese tipo de vida. La detestaba. Él prefería estar activo, haciendo lo que mejor sabía hacer; o sea, asesinar. Miró su reloj. Era pronto, las diez y cuarto de la mañana. Pensó en irse un par de días a la playa a ajustarle las cuentas a un antiguo cliente, a saldar una especie de deuda, pero se acordó de que aún seguía su coche en el taller de un amigo. Ya podía haberlo recogido porque las abolladuras de la chapa fueron reparadas el día siguiente del atropello, pero creyó conveniente tenerlo escondido una temporada. Y es que nunca se sabía. Tal vez una pareja de novios que anduviese por la zona, un camionero de esos que se fijaban en cada coche con el que se cruzaban… Gustavo suponía que el peligro ya habría pasado, así que decidió ir esa misma tarde a por él. Mañana mismo emprendería el viaje. Eso, con la excusa de cobrar la deuda desaparecería unos cuantos días de la ciudad. Ahora, saldría a andar un rato y, de paso, se tomaría unas cervezas en el bar.

Gustavo se acercó a la ventana, corrió un visillo y reparó en un rayo de sol que cruzaba el comedor. Se dijo que el día iba a ser caluroso. Eso atrajo a su mente la imagen de las olas acariciando la arena de la playa, así como la imagen de sus manos acariciando el fajo de billetes que su antiguo cliente debía darle. Esbozó una sonrisa pensando en que se lo iba a gastar todo antes de volver. Después arrimó su cara al cristal para ver la calle. Desde su altura, en un tercer piso, observaba como un policía municipal, empapado en sudor, dirigía el tráfico. También como las personas que atestaban las aceras iban de un lado para el otro buscando una sombra donde guarecerse. Era lo que tenía un día de verano como aquel. Entonces se fijó en una joven que se había detenido a mirar a través de la cristalera de una cafetería. Apenas la había visto media docena de veces, pero juraría que era la hija pequeña de don Salvador. A Gustavo le extrañó que anduviera por allí. Su jefe era rico, pero él no; su jefe vivía en la zona rica de la ciudad, pero él no. Durante unos segundos la contempló. Era muy guapa, tenía un buen tipo y daba la impresión de estar contenta. Desde luego, no parecía sentirse afectada por el fallecimiento del que fuera su novio.

«Lo mismo ya está liada con otro…», se estaba diciendo cuando vio algo que le sobresaltó.

-¡Joder!

Gustavo no salía de su asombro. Era como si hubiera visto un fantasma. Lógico, porque al otro lado de la cristalera, entre varias personas, estaba Fabricio, de pie, sonriente y despidiéndose con la mano de la chica. La hija de don Salvador, por su parte, lanzó un beso al aire y se marchó a la carrera.

«No puede ser él», se dijo Gustavo tras ver como el chico se perdía entre la clientela de la cafetería. «Habrán sido imaginaciones mías. Estaba al otro lado de un cristal, tan lejos, dándome el sol de cara, entre tanta gente…».

Decidido a comprobar si su cabeza le había jugado una mala pasada, Gustavo cerró la puerta de su apartamento tras de sí y bajó corriendo las escaleras. Una vez en la calle, cruzó a la acera de en frente y entró en la cafetería donde supuestamente había visto a Fabricio. El establecimiento estaba abarrotado y era difícil moverse por su interior. No obstante, se metió entre el gentío y lo recorrió entero, deteniéndose en cada cliente. Nada, ni rastro de Fabricio, no estaba ni en los cuartos de baño. Aquello le parecía absurdo. Sacudió la cabeza, intentando apartar semejante idea, pero no lo conseguía porque cada vez se convencía más a sí mismo de haberle visto.

«Sí, era él, el mismo que atropellé el otro día, el mismo de la fotografía que quemé con el mechero. Pero eso es imposible», se regañó. «Yo le maté con mis propias manos. Habrá sido una confusión. No existe otra explicación posible».

Un tanto nervioso, Gustavo salió de la cafetería, miró de soslayo a ambos lados de la calle y echó a andar acera arriba. Tal vez un paseo le viniera bien para despejarse. Las cervezas las dejaría para más tarde. Aún era demasiado temprano para anestesiarse con el alcohol.

Aquel barrio era de clase trabajadora, sin lujos y provisto de muchos comercios. Por tal motivo, las calles estaban concurridas de gente que había salido de compras. Gustavo pensó que esa no era mala idea, mirar escaparates le distraería y le serviría para olvidar el mal trago que acababa de pasar. El calor era cada vez más insoportable y decidió pararse un rato bajo el toldo de una zapatería. Desde ahí, resguardado, echó un vistazo a los precios de los zapatos. No eran malos, por lo que pensó que ya iba siendo hora de renovar su calzado. Sin embargo, prefirió esperar a comprárselos cuando don Salvador le recompensase por su trabajo. Gustavo siguió paseando, algo más sereno, más como era él. Llegó a una esquina, la dobló y al echar la vista al frente se paró en seco. Fue como si se hubiera chocado con una pared invisible. Otra vez había visto al joven colombiano. Sí, por allí, cruzando entre el tráfico. Eso sí, en esta ocasión no se veía a la hija del jefe por ninguna parte.

-¿Qué diablos es todo esto? -se preguntó de tal forma que las personas que pasaban por su lado se le quedaron mirando.

Gustavo estaba rígido, sin atreverse a mover un solo músculo, como si un hechizo le hubiera convertido en estatua. Así, inmóvil, se mantuvo durante varios segundos hasta que se obligó a reaccionar. Fuera lo que fuese, realidad o fantasía, debía afrontarlo. Él era un matón, un asesino a sueldo, un hombre peligroso, no era una princesa de cuento. El chico, mientras, se dirigió a un portal y tocó el portero automático. Totalmente decidido a zanjar ese asunto, Gustavo se metió entre dos coches que había estacionados y empezó a cruzar la calle. Cuando iba por la mitad, escuchó un derrape, justo a su izquierda, tan cerca como para darse cuenta de que iba a ser atropellado.

«El cazador cazado», pensó antes de que un golpe en las piernas le lanzara por los aires.

El impacto que sufrió Gustavo fue muy aparatoso, pero ese día el destino quiso ser benevolente y le perdonó la vida. Su cuerpo cayó sobre el parabrisas del coche, rodó hacia un lateral y terminó por caer al pavimento. De inmediato varias personas, además del conductor del vehículo, se le acercaron para socorrerle.

-¿Se encuentra bien? ¿Quiere que llamemos a una ambulancia? ¿Cómo se le ocurre cruzar de esa manera, sin mirar?

Pero Gustavo no atendía a nada ni a nadie. En seguida se puso en pie, apartó a una de las mujeres que le rodeaban y buscó con la mirada el portal donde había visto a Fabricio. Nada, de nuevo había desaparecido.

-Tiene un arañazo en ese brazo…

-Vale, vale… -respondió Gustavo de mala gana-. Estoy bien. Gracias por la ayuda. Ahora déjenme marcharme. En mi casa veré si me he hecho algo y si necesito llamar a un médico.

Poco después Gustavo estaba sentado en el sillón de su comedor mirando pensativo hacia la pared. Menuda mañana había tenido. No se lo podía explicar. Aquello era de locos. Tras muchas cavilaciones, decidió desbloquear su teléfono móvil. Iba a saltarse esa norma, pero es que lo necesitaba. De todos modos, su pretensión no era llamar a don Salvador. Eso, en principio, estaba descartado porque la línea podría estar intervenida por la Policía. De momento las medidas de seguridad seguirían siendo las habituales. Una vez se encendió el móvil, Gustavo accedió a Internet y escribió en un buscador el nombre de una página donde informaban sobre los sucesos que acontecían en la ciudad. Su manejo de aquel aparato era limitado, pero creyó que al menos sería capaz de hacer eso. Entró en el periódico digital, bajó hasta el día posterior al asesinato y lo abrió. Despacio, procurando no saltarse nada, fue revisando la relación de sucesos hasta que halló lo que buscaba.

-¡Bingo! -exclamó en voz alta antes de leerse a sí mismo un resumen de la noticia-. La pasada noche, en un camino del paraje denominado «La ventilla» fue atropellado F. R. G., un joven originario de Colombia, mientras sacaba de paseo a su perro. Las primeras hipótesis apuntan a que falleció en el acto, si bien habrá que esperar a los resultados de la autopsia para saber más datos. Por ahora se desconoce la identidad del conductor del vehículo porque este se dio a la fuga y no han aparecido testigos del hecho. Según palabras del encargado de la investigación, todo indica que se trató de un atropello intencionado puesto que se produjo en un sitio sin circulación y prácticamente deshabitado…

De pronto, sonó el timbre de la puerta. Los ojos de Gustavo se orientaron hacia ella y después retornaron a la pantalla del móvil. Se dijo que no podía ser don Salvador. Esa era otra regla que jamás habían violado: el jefe no debía conocer su lugar de residencia. De ese modo, aunque fuera interrogado por la Policía, nunca podría decírselo. Gustavo aguardó unos segundos, quieto, en silencio. Luego llevó su dedo índice a la esquina del teléfono y salió de Internet.

-Seis llamadas perdidas de don Salvador -susurró al reparar en una indicación en la parte inferior de la pantalla.

De nuevo el timbre de la casa repiqueteó. Gustavo se puso en pie, apagó el móvil, se lo metió en el bolsillo del pantalón y se dirigió hacia la puerta. Durante unos instantes mantuvo la mano sobre el pomo, dudando si abrir o no, y finalmente lo hizo.

-Pero…

Gustavo se había quedado sin palabras, como si una mano le estuviera oprimiendo las cuerdas vocales. Era él, Fabricio, que estaba ahí, delante, con una carpeta bajo el brazo y mirándole con una sonrisa en los labios. ¿Acaso era su fantasma? Gustavo sintió un estremecimiento. Y eso que jamás había creído en esas cosas. En el caso de que así fuese, no daba la impresión de haber venido para hacerle daño. No. Su actitud no parecía peligrosa. ¿Estaría ahí para acosarle, para recordarle en todo momento que fue él quien le mató? Al fin el joven dijo:

-Buenos días, mi nombre es Fabricio y venía para ver si estaría interesado en cambiar de compañía eléctrica. En los tiempos que corren es necesario…

-¡No! -le interrumpió Gustavo alzando la voz y con el rostro desencajado-. ¿Qué quieres de mí?

Durante un par de segundos los dos hombres se mantuvieron la mirada, en silencio, hasta que Fabricio volvió a hablar.

-No le comprendo, señor. Solo soy el comercial de una compañía eléctrica. Lo único que quiero de usted es que me escuche.

-¡No, tú no puedes estar vivo!

Fabricio miró a ambos lados desconcertado, preguntándose si no estaría ante un perturbado mental. Sin embargo, algo en su interior, como un presentimiento, le dijo que no debía marcharse sin más.

-Pues claro que estoy vivo. ¿Es que no me ve? Mire, puedo tocarle.

El brazo de Fabricio se estiró, pero enseguida Gustavo se echó hacia atrás atemorizado. Aunque la realidad era que estaba aterrorizado.

-Tú no existes. Debes de ser un fantasma, un espectro o yo qué sé…

-¿Por qué cree eso, señor?

-Porque yo acabé contigo -dijo Gustavo llevándose las manos a la cabeza-. Te atropellé en un camino cercano a tu casa y luego te partí el cuello. Incluso tu caso ha salido en las noticias. Don Salvador, el padre de tu novia, me ordenó que lo hiciera. Y ahora has venido para vengarte, ¿verdad?

-Sí, tiene razón.

Fabricio está sentado en una silla, cabizbajo, con la mirada perdida en el suelo. Junto a él hay un abogado y en frente, al otro lado de una mesa, hay una pareja de la Policía. El agente que parece llevar la voz cantante escribe en un ordenador, en un momento dado se detiene, cruza los dedos de ambas manos y dice:

-Hazme un resumen de lo ocurrido y luego lo detallamos en el ordenador.

Fabricio alza el rostro y empieza a hablar.

-Ese hombre que está detenido asesinó a Fidel, mi hermano gemelo. El padre de mi novia, ese que todos conocen como don Salvador, le envió para matarme, pero se equivocó de persona…

Fabricio se detiene, traga saliva y prosigue su declaración.

-… Mi hermano había venido a España esa misma mañana para pasar unos días conmigo y, ya de paso, ver cómo marchaban las cosas por aquí. Él vivía en Colombia con mis padres y con el tema del trabajo no estaba teniendo mucha suerte. Por eso le convencí para que se viniera, pues yo había terminado mis estudios y ahora me habían contratado en una compañía eléctrica. También se trajo a su perro, uno de esos pequeños, porque no podía separarse de él. A mí no me gustaba. No me gusta ninguno. Aquella noche Fidel salió a darle un paseo, pero nunca regresó. Cuando vi que tardaba en volver, salí a la calle y entonces apareció su perro un tanto desorientado. Por la zona en la que vivo no hay muchos sitios a dónde ir, así que fui directamente a un camino de arena que hay al final de la acera. Y allí le encontré, muerto, con el cuello doblado como si fuera un muñeco roto. No pude hacer nada por él. Pasados unos días mi novia me dijo que sospechaba de su propio padre. Mi novia y yo nos queremos mucho, ¿saben? Nos prometimos que, aunque él estuviera implicado en la muerte de mi hermano, seguiríamos unidos. Ahora, por casualidad, o quizás porque un ser superior quiso hacer justicia, me crucé con su autor material. Parecerá una broma, pero me lo confesó todo con pelos y señales. Me figuro que ya se habrá enterado de que se confundió y asesinó a mi hermano gemelo.

 

FIN

 

1968 Autor Anónimo,  Paya Frank Blogger

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