Tan oscura como la mirada de la muerte. Así era aquella
noche. En el cielo no había estrellas, ni luna, nada que ofreciera un mínimo de
claridad. En medio de una solitaria calle, sentado al volante de su coche,
estaba Gustavo, aguardando, paciente, inmóvil, al igual que un depredador
nocturno. Su presa estaba dentro de su vivienda, una pequeña construcción de
dos plantas situada a las afueras de la ciudad, aislada y rodeada por una
acera. No había nada más. Una casa, un vehículo, entre los dos una distancia
aproximada de cien metros y ambos tragados por la noche. Pese a la negrura que
les envolvía, los ojos de Gustavo estaban clavados en el lugar donde
supuestamente se encontraba la edificación, hacia allí, fijos, sin apenas
parpadear. No quería sobresaltos. Un profesional como él no se los podía
permitir. El silencio era absoluto, sobrecogedor. Tan solo se podía percibir un
ligero vaivén de aire, profundo, acompasado. Era su respiración, la única señal
de que allí existía vida. Su mente también trabajaba, esa ni se veía ni se oía,
y calculó qué hora sería y el tiempo que llevaría ahí. No quería mirar su
reloj. Para ello necesitaría encender una luz y eso podría delatar su
presencia. No, él no era tan estúpido. Gustavo suponía que serían cerca de las
once de la noche; es decir, que ya llevaría casi tres horas de espera. Decidió
que estaría una más, hasta las doce, y se marcharía hasta el día siguiente. Así
lo había estado haciendo las cuatro noches anteriores. Porque ese era el plan:
evitar un enfrentamiento, aguardar a que su objetivo saliera a la calle y
eliminarlo de forma que pareciese un desgraciado accidente. Más tarde o
temprano saldría de su casa. Un hombre tan joven como él no podía estar tantas
noches encerrado. Para Gustavo habría sido muy fácil llamar al timbre de la
puerta, sacar su pistola y meterle una bala entre las cejas, pero don Salvador
le había pedido otra cosa. Él quería un trabajo limpio, sin testigos, sin dejar
evidencias de que se hubiera producido un asesinato. Seguramente la Policía
sospecharía que algo raro había ocurrido, pero ahí se quedaría todo. Sin
pruebas, las sospechas son puras elucubraciones. Gustavo pensó que las órdenes
de don Salvador siempre estaban justificadas. No se le podía contradecir. Don
Salvador era su jefe, su pagador, su dueño y, por lo tanto, quien tomaba las
decisiones.
Fabricio era el nombre de su futura víctima, un joven
colombiano de veintiséis años que había venido a España para estudiar y ganarse
la vida. Su primer propósito, los estudios, lo había logrado, ya que había
realizado una carrera universitaria; el segundo estaba en curso, pues se había
empezado a abrir camino en el mundo laboral a base de ir ofreciendo por los
domicilios un cambio de compañía eléctrica. Gustavo no poseía más datos
personales de él, pero es que tampoco le interesaban. Un matón de su talla solo
necesitaba conocer sus rutinas, sus horarios, sus movimientos; en definitiva,
encontrar el momento y lugar adecuados para cumplir su encargo. Sí se había
enterado del motivo por el cual su jefe quería que el tal Fabricio fuera
borrado del mapa. Esas cosas siempre terminaban por saberse. Se había enamorado
de su hija, y lo peor es que había permitido que ella le correspondiera. Por
eso, Gustavo nunca había querido tener cuentas con el sexo opuesto. En su
opinión, las mujeres solo traían problemas. Don Salvador, por su parte, parecía
estar viviendo en la Edad Media y pensaba que era él quien tenía que elegir sus
yernos. Era como pocos, de los que creía que un padre debía velar por el bien
de sus hijas a cualquier precio. Así lo había hecho con las dos mayores y con
la pequeña, su favorita, no iba a ser distinto. A don Salvador no le iban los
flechazos. Él dirigía su familia al igual que su organización: con puño de
hierro. Su dominio era absoluto; incluso, agobiante. El pretendiente de su
tercera hija debía ser, según su punto de vista, dócil para poder manejarlo a
su antojo, respetuoso con su niña y sobre todo tenía que provenir de una
familia adinerada y bien situada socialmente. Que él conociera, al menos media
docena de jóvenes de la ciudad reunían esas condiciones. Sin embargo, su hija,
su adorada hija, se había enamorado de Fabricio, un extranjero rebelde, mal
encarado y sin ningún poder adquisitivo. Algo que no iba a consentir de ninguna
de las maneras. Al principio, cuando su sicario de confianza hiciera el
trabajo, la chica lo pasaría mal, hasta puede que se deprimiese, si bien con el
transcurso del tiempo todo volvería a su cauce. El tiempo se encargaría de
lamer sus heridas. También ella podría sospechar algo porque no sería normal
que un coche atropellase a su novio en un sitio tan aislado como ese, pero don
Salvador ya se encargaría de darle las explicaciones pertinentes. Quizás, con
el paso de los años, cuando ella madurase, le contaría la verdad. Seguro que
entonces le comprendería. Claro que sí. Don Salvador únicamente deseaba lo
mejor para sus hijas. Además, una tercera parte de su herencia estaba en juego
y no iba a consentir que un cualquiera se apropiase de ella.
De pronto, un ruido, como unos pasos, sacó a Gustavo de su
estado de quietud. Estos eran lentos, gráciles y provenían del capó del coche.
¿Sería un gato? Gustavo quiso averiguarlo, por lo que sacó un mechero y prendió
la llama. Y la luz se hizo en medio de tanta oscuridad. En efecto, era un gato
negro que caminaba hacia el parabrisas delantero. Ahora bien, cuando vio
aquella pequeña llama de fuego al otro lado del cristal, se detuvo. Ambos,
hombre y animal, se miraron a los ojos, estudiándose, preguntándose qué haría
el otro allí. Los dos habían salido de caza y por un instante existió entre
ellos un atisbo de complicidad. Tal como vino, el gato saltó del vehículo al
suelo y desapareció en la noche. Gustavo, por su lado, siguió apretando el
mechero, con la llama iluminando el habitáculo. Sabía que no debía hacer eso,
pero hasta el profesional más cualificado se podía permitir un borrón en su
expediente. Miró su reloj de pulsera y vio que eran las once y cuarto de la
noche. Ya era tarde. Pensó que probablemente esa noche aquel felino tendría más
suerte que él y cazaría algún roedor. Sin apagar el mechero, echó un vistazo a
su alrededor. Sobre el asiento del acompañante había una fotografía. Era de
Fabricio, el sentenciado a muerte por su jefe, y parecía que ésta le estuviese
mirando a los ojos. ¿Acaso le suplicaba piedad? Aunque así fuese, le daba
igual. Gustavo no sabía lo que significaba esa palabra. Para él, «Piedad» tan
solo era un nombre de mujer. Gustavo estiró el brazo, cogió el pequeño retrato
y empezó a quemarlo. No podía dejar pruebas. De todos modos, el rostro de aquel
joven se había grabado en su memoria como el hierro candente marca la piel de
una res. Poco a poco el fuego consumió la fotografía de Fabricio hasta que
apenas quedó un trozo de papel ennegrecido. Entonces, la llama se extinguió y
todo volvió a la más absoluta oscuridad.
Al cabo de media hora, cuando Gustavo estaba a punto de
arrancar el coche para marcharse, se encendió una bombilla que había sobre la
puerta de entrada a la casa. Fue como si hubiera nacido una estrella.
Automáticamente, los ojos, los oídos, toda la atención de Gustavo se centraron
en aquella puerta. Uno, dos, tres segundos, se abrió y bajo la luz asomó la
figura de un hombre. Era alto, con el pelo largo, de aspecto juvenil… Pese a la
distancia, Gustavo distinguía perfectamente su cara. Se acordó de la mirada
felina del gato. La examinó, analizó cada centímetro de su piel y la comparó
con la imagen que tenía archivada en su memoria. Sin duda, era él, el mismo
chico de la fotografía. Tras un par de minutos contemplando la noche, el joven
dio un paso al frente. De repente, por entre sus piernas se coló un perro de
esos diminutos, de mal carácter y que solo saben ladrar. Gustavo frunció el
ceño. Eso no se lo esperaba.
«¿Un perro? ¿Desde cuándo tenía Fabricio ese chucho? ¿Se lo
habría comprado esa misma mañana? Y si ya lo tenía de antes, ¿por qué no salió
a pasearlo las otras noches que estuve aquí?».
Una tras otra, esas preguntas asaltaron la mente de Gustavo.
Aunque en el fondo no le importaban las respuestas. Tampoco que ese perro
canijo estuviera allí. Hasta ahora, ningún animal había sido requerido por la
Policía para pasar por una rueda de reconocimiento.
El joven avanzó un poco, unos pasos, y a su espalda se cerró
la puerta. Eso significaba que dentro de la casa había alguien. ¿Sería la hija
pequeña de don Salvador? No, Gustavo estaba seguro de que no era ella. Su papá
no la dejaba salir por ahí hasta tan tarde. En cualquier caso, debía andarse
con cuidado. Dos muertos no se podía denominar «un trabajo limpio». El chico se
metió la mano en el bolsillo, sacó una linterna y la encendió. Entonces los
músculos de Gustavo se tensaron como cuerdas de una guitarra ante la
posibilidad de ser descubierto. Lo cierto era que el haz de luz no parecía muy
potente, pero en una noche tan oscura nunca se sabía. Gustavo, el sicario,
activó el modo «asesino». Su instinto más salvaje comenzó a fluir desde lo más
profundo de su ser. Acechaba a su presa, como lo estaría haciendo el gato negro
con un ratón, y vio que el joven se encaminaba calle arriba, hacia donde se
acababa la acera y empezaba un camino de arena. Por lo visto, aquel perrito
estaba enseñado para que hiciera sus necesidades en un lugar apartado de la
casa. Bien, eso estaba muy bien. El chico llegó a la esquina, acompañado de su
mascota, bajó de la acera e inició el camino de tierra. Había llegado el
momento, su último momento. Así pues, Gustavo arrancó el motor del coche, metió
primera y suavemente apretó el acelerador. El vehículo se movió despacio,
sigiloso, al igual que el gato se estaría aproximando a su presa. Una vez llegó
al camino de arena, encendió los faros y dos haces de luz alumbraron al perro y
a su dueño. No tenían escapatoria. Sin más, Gustavo pisó el acelerador a fondo
y las ruedas, enloquecidas, emprendieron un derrape que seguidamente se
convirtió en velocidad. Mientras el perro se echaba a un lado, asustado, el
joven se giró sobre sí mismo y pudo ver como aquellos dos cuchillos de luz
cortaban la noche. No supo reaccionar. Se quedó paralizado. Gritó, su mascota
gimió y ambos se temieron lo peor. Fue cuestión de un par de segundos, no más,
y el grito fue silenciado por un golpe. Fue algo brutal, estremecedor. A
continuación sonó un ruido de chapa ocasionado por el cuerpo del chico
recorriendo el techo del automóvil. Por último, cayó al suelo y rodó varios
metros. Ya quieto, quiso volver a gritar para pedir ayuda, pero le fue
imposible. Le faltaba fuerza, oxígeno, vida. Con toda probabilidad tendría roto
el esternón y alguna costilla se le habría clavado en los pulmones. En cuanto
al perro, se había quedado petrificado, sin saber reaccionar. A él nunca le
habían enseñado qué hacer en esa clase de situaciones. Más adelante, Gustavo
detuvo el coche, se apeó y se encaminó hacia su víctima. El perro, al ver que
se acercaba aquel desconocido, echó a correr hasta perderse en la oscuridad de
la noche. El joven, tirado, sin apenas respiración, veía como el hombre que
acababa de atropellarle se dirigía hacia él. Por detrás, las luces posteriores
del vehículo marcaban su silueta. Todo era de color rojo, como la sangre que
manchaba su rostro. Gustavo llegó hasta él, se agachó y dijo:
-Todavía estás con vida, ¿verdad?
Esas palabras no podían ser de alguien que ha atropellado a
una persona por accidente. Claro que no. Eran demasiado frías y calculadoras.
Aún así, el joven imploró su ayuda.
-Por favor, llame a una ambulancia. Me cuesta mucho
respirar… ¿Por qué ha hecho esto? ¿Quién es usted?
Una mueca irónica se dibujó en el rostro de Gustavo. Aquello
le parecía lamentable. Ese joven no sabía el motivo por el cual iba a morir, y
él tampoco se lo iba a decir. Ese no era su cometido. Por tanto, le agarró la
cabeza con ambas manos y, mirándole a los ojos, le dijo:
-No necesitas ninguna ambulancia y tampoco debe importarte
quién soy. Esto es, simplemente, un trabajo.
-¿Qué me vas a hacer? -balbuceó el joven.
-Voy a matarte.
-¿Qué? Pero… ¿por qué?
Por primera vez a lo largo de su trayectoria como matón
Gustavo sintió lástima, o algo similar, y decidió quebrantar una de sus reglas
dándole una explicación a su víctima. Sería la segunda vez que se las saltaría
en un mismo encargo. ¿Estaría perdiendo facultades?
-Porque no eres idóneo para la hija de mi jefe. Lo siento.
Antes de haberte liado con ella, tenías que haberte informado de quién sería tu
suegro.
-¿Yo? Pero si…
Gustavo dio por zanjada aquella conversación y, mediante un
brusco movimiento, giró la cabeza del joven hasta romperle el cuello. Perfecto.
Nada que objetar. Cuando le realizaran la autopsia, en ésta solo se podría
descubrir que el fallecido sufrió un atropello y que luego tuvo una fatal
caída. Quedaría por esclarecer la identidad del conductor que se dio a la fuga
y que denegó el auxilio a un accidentado, algo que Gustavo ya tenía más que
arreglado.
No muy lejos de allí, el perro escuchó un chasquido y por un
instante se detuvo, aterrado, sabedor de que algo muy malo le había ocurrido a
su dueño. Con todo, reanudó la carrera en busca de un lugar seguro.
Satisfecho con su trabajo, como siempre, Gustavo depositó la
cabeza del chico en la arena, se puso en pie, se giró y vio como el gato negro
cruzaba el camino justo por detrás de su coche. El animal llevaba en su boca un
ratón muerto, su presa, aunque en esta ocasión no reparó en él y pasó de largo.
Esa noche ambos cazadores habían cazado.
Dos semanas después Gustavo estaba en su apartamento, recién
levantado de la cama y dispuesto a prepararse el desayuno. Abrió el
frigorífico. Al rato estaba sentado a la mesa y ante sí tenía un zumo de
naranja, una tostada con aceite de oliva y un puñado de frutos secos. Sin duda,
el hombre le daba importancia a la primera comida del día. Durante este medio
mes, desde que cumplió su encargo, no había visto ni había hablado con don
Salvador. La pauta era esa: ninguna clase de contacto un mes antes y otro después
de la ejecución de un trabajo. Ambos, pero sobre todo su jefe, eran objetivos
de la Policía y seguramente les estarían vigilando para averiguar si tuvieron
algo que ver con la muerte del joven colombiano. Los polis no eran tontos,
conocían muy bien su oficio. Preguntarían, meterían las narices por todas
partes, atarían cabos… Lo más aconsejable era esto, aislarse y esperar a que el
tiempo les cansara o les obligara a centrarse en otros casos. Luego, una vez se
pasara el temporal, iría a visitar a su jefe. Una paga extra le aguardaba. De
eso estaba seguro. Don Salvador era buen pagador, al menos con él. Por un
momento Gustavo se acordó de la hija pequeña del jefe, de esa pobre chica que
había perdido a su novio.
«¿Ya estará recuperada? ¿Se habrá enterado de la verdad?»,
se preguntó. «Dentro de unos días lo sabré», se respondió.
Gustavo acabó el desayuno, se duchó y se vistió para salir a
la calle a matar el tiempo. La realidad era que le aburría soberanamente ese
tipo de vida. La detestaba. Él prefería estar activo, haciendo lo que mejor
sabía hacer; o sea, asesinar. Miró su reloj. Era pronto, las diez y cuarto de
la mañana. Pensó en irse un par de días a la playa a ajustarle las cuentas a un
antiguo cliente, a saldar una especie de deuda, pero se acordó de que aún
seguía su coche en el taller de un amigo. Ya podía haberlo recogido porque las
abolladuras de la chapa fueron reparadas el día siguiente del atropello, pero
creyó conveniente tenerlo escondido una temporada. Y es que nunca se sabía. Tal
vez una pareja de novios que anduviese por la zona, un camionero de esos que se
fijaban en cada coche con el que se cruzaban… Gustavo suponía que el peligro ya
habría pasado, así que decidió ir esa misma tarde a por él. Mañana mismo
emprendería el viaje. Eso, con la excusa de cobrar la deuda desaparecería unos
cuantos días de la ciudad. Ahora, saldría a andar un rato y, de paso, se
tomaría unas cervezas en el bar.
Gustavo se acercó a la ventana, corrió un visillo y reparó
en un rayo de sol que cruzaba el comedor. Se dijo que el día iba a ser
caluroso. Eso atrajo a su mente la imagen de las olas acariciando la arena de
la playa, así como la imagen de sus manos acariciando el fajo de billetes que
su antiguo cliente debía darle. Esbozó una sonrisa pensando en que se lo iba a
gastar todo antes de volver. Después arrimó su cara al cristal para ver la
calle. Desde su altura, en un tercer piso, observaba como un policía municipal,
empapado en sudor, dirigía el tráfico. También como las personas que atestaban
las aceras iban de un lado para el otro buscando una sombra donde guarecerse.
Era lo que tenía un día de verano como aquel. Entonces se fijó en una joven que
se había detenido a mirar a través de la cristalera de una cafetería. Apenas la
había visto media docena de veces, pero juraría que era la hija pequeña de don
Salvador. A Gustavo le extrañó que anduviera por allí. Su jefe era rico, pero
él no; su jefe vivía en la zona rica de la ciudad, pero él no. Durante unos
segundos la contempló. Era muy guapa, tenía un buen tipo y daba la impresión de
estar contenta. Desde luego, no parecía sentirse afectada por el fallecimiento
del que fuera su novio.
«Lo mismo ya está liada con otro…», se estaba diciendo
cuando vio algo que le sobresaltó.
-¡Joder!
Gustavo no salía de su asombro. Era como si hubiera visto un
fantasma. Lógico, porque al otro lado de la cristalera, entre varias personas,
estaba Fabricio, de pie, sonriente y despidiéndose con la mano de la chica. La
hija de don Salvador, por su parte, lanzó un beso al aire y se marchó a la
carrera.
«No puede ser él», se dijo Gustavo tras ver como el chico se
perdía entre la clientela de la cafetería. «Habrán sido imaginaciones mías.
Estaba al otro lado de un cristal, tan lejos, dándome el sol de cara, entre
tanta gente…».
Decidido a comprobar si su cabeza le había jugado una mala
pasada, Gustavo cerró la puerta de su apartamento tras de sí y bajó corriendo
las escaleras. Una vez en la calle, cruzó a la acera de en frente y entró en la
cafetería donde supuestamente había visto a Fabricio. El establecimiento estaba
abarrotado y era difícil moverse por su interior. No obstante, se metió entre
el gentío y lo recorrió entero, deteniéndose en cada cliente. Nada, ni rastro
de Fabricio, no estaba ni en los cuartos de baño. Aquello le parecía absurdo.
Sacudió la cabeza, intentando apartar semejante idea, pero no lo conseguía
porque cada vez se convencía más a sí mismo de haberle visto.
«Sí, era él, el mismo que atropellé el otro día, el mismo de
la fotografía que quemé con el mechero. Pero eso es imposible», se regañó. «Yo
le maté con mis propias manos. Habrá sido una confusión. No existe otra
explicación posible».
Un tanto nervioso, Gustavo salió de la cafetería, miró de
soslayo a ambos lados de la calle y echó a andar acera arriba. Tal vez un paseo
le viniera bien para despejarse. Las cervezas las dejaría para más tarde. Aún
era demasiado temprano para anestesiarse con el alcohol.
Aquel barrio era de clase trabajadora, sin lujos y provisto
de muchos comercios. Por tal motivo, las calles estaban concurridas de gente
que había salido de compras. Gustavo pensó que esa no era mala idea, mirar
escaparates le distraería y le serviría para olvidar el mal trago que acababa
de pasar. El calor era cada vez más insoportable y decidió pararse un rato bajo
el toldo de una zapatería. Desde ahí, resguardado, echó un vistazo a los
precios de los zapatos. No eran malos, por lo que pensó que ya iba siendo hora
de renovar su calzado. Sin embargo, prefirió esperar a comprárselos cuando don
Salvador le recompensase por su trabajo. Gustavo siguió paseando, algo más
sereno, más como era él. Llegó a una esquina, la dobló y al echar la vista al
frente se paró en seco. Fue como si se hubiera chocado con una pared invisible.
Otra vez había visto al joven colombiano. Sí, por allí, cruzando entre el
tráfico. Eso sí, en esta ocasión no se veía a la hija del jefe por ninguna
parte.
-¿Qué diablos es todo esto? -se preguntó de tal forma que
las personas que pasaban por su lado se le quedaron mirando.
Gustavo estaba rígido, sin atreverse a mover un solo
músculo, como si un hechizo le hubiera convertido en estatua. Así, inmóvil, se
mantuvo durante varios segundos hasta que se obligó a reaccionar. Fuera lo que
fuese, realidad o fantasía, debía afrontarlo. Él era un matón, un asesino a
sueldo, un hombre peligroso, no era una princesa de cuento. El chico, mientras,
se dirigió a un portal y tocó el portero automático. Totalmente decidido a
zanjar ese asunto, Gustavo se metió entre dos coches que había estacionados y
empezó a cruzar la calle. Cuando iba por la mitad, escuchó un derrape, justo a
su izquierda, tan cerca como para darse cuenta de que iba a ser atropellado.
«El cazador cazado», pensó antes de que un golpe en las
piernas le lanzara por los aires.
El impacto que sufrió Gustavo fue muy aparatoso, pero ese
día el destino quiso ser benevolente y le perdonó la vida. Su cuerpo cayó sobre
el parabrisas del coche, rodó hacia un lateral y terminó por caer al pavimento.
De inmediato varias personas, además del conductor del vehículo, se le
acercaron para socorrerle.
-¿Se encuentra bien? ¿Quiere que llamemos a una ambulancia?
¿Cómo se le ocurre cruzar de esa manera, sin mirar?
Pero Gustavo no atendía a nada ni a nadie. En seguida se
puso en pie, apartó a una de las mujeres que le rodeaban y buscó con la mirada
el portal donde había visto a Fabricio. Nada, de nuevo había desaparecido.
-Tiene un arañazo en ese brazo…
-Vale, vale… -respondió Gustavo de mala gana-. Estoy bien.
Gracias por la ayuda. Ahora déjenme marcharme. En mi casa veré si me he hecho
algo y si necesito llamar a un médico.
Poco después Gustavo estaba sentado en el sillón de su
comedor mirando pensativo hacia la pared. Menuda mañana había tenido. No se lo
podía explicar. Aquello era de locos. Tras muchas cavilaciones, decidió
desbloquear su teléfono móvil. Iba a saltarse esa norma, pero es que lo
necesitaba. De todos modos, su pretensión no era llamar a don Salvador. Eso, en
principio, estaba descartado porque la línea podría estar intervenida por la
Policía. De momento las medidas de seguridad seguirían siendo las habituales.
Una vez se encendió el móvil, Gustavo accedió a Internet y escribió en un
buscador el nombre de una página donde informaban sobre los sucesos que
acontecían en la ciudad. Su manejo de aquel aparato era limitado, pero creyó
que al menos sería capaz de hacer eso. Entró en el periódico digital, bajó
hasta el día posterior al asesinato y lo abrió. Despacio, procurando no
saltarse nada, fue revisando la relación de sucesos hasta que halló lo que
buscaba.
-¡Bingo! -exclamó en voz alta antes de leerse a sí mismo un
resumen de la noticia-. La pasada noche, en un camino del paraje denominado «La
ventilla» fue atropellado F. R. G., un joven originario de Colombia, mientras
sacaba de paseo a su perro. Las primeras hipótesis apuntan a que falleció en el
acto, si bien habrá que esperar a los resultados de la autopsia para saber más
datos. Por ahora se desconoce la identidad del conductor del vehículo porque
este se dio a la fuga y no han aparecido testigos del hecho. Según palabras del
encargado de la investigación, todo indica que se trató de un atropello
intencionado puesto que se produjo en un sitio sin circulación y prácticamente
deshabitado…
De pronto, sonó el timbre de la puerta. Los ojos de Gustavo
se orientaron hacia ella y después retornaron a la pantalla del móvil. Se dijo
que no podía ser don Salvador. Esa era otra regla que jamás habían violado: el
jefe no debía conocer su lugar de residencia. De ese modo, aunque fuera
interrogado por la Policía, nunca podría decírselo. Gustavo aguardó unos
segundos, quieto, en silencio. Luego llevó su dedo índice a la esquina del
teléfono y salió de Internet.
-Seis llamadas perdidas de don Salvador -susurró al reparar
en una indicación en la parte inferior de la pantalla.
De nuevo el timbre de la casa repiqueteó. Gustavo se puso en
pie, apagó el móvil, se lo metió en el bolsillo del pantalón y se dirigió hacia
la puerta. Durante unos instantes mantuvo la mano sobre el pomo, dudando si
abrir o no, y finalmente lo hizo.
-Pero…
Gustavo se había quedado sin palabras, como si una mano le
estuviera oprimiendo las cuerdas vocales. Era él, Fabricio, que estaba ahí,
delante, con una carpeta bajo el brazo y mirándole con una sonrisa en los
labios. ¿Acaso era su fantasma? Gustavo sintió un estremecimiento. Y eso que
jamás había creído en esas cosas. En el caso de que así fuese, no daba la
impresión de haber venido para hacerle daño. No. Su actitud no parecía
peligrosa. ¿Estaría ahí para acosarle, para recordarle en todo momento que fue
él quien le mató? Al fin el joven dijo:
-Buenos días, mi nombre es Fabricio y venía para ver si
estaría interesado en cambiar de compañía eléctrica. En los tiempos que corren
es necesario…
-¡No! -le interrumpió Gustavo alzando la voz y con el rostro
desencajado-. ¿Qué quieres de mí?
Durante un par de segundos los dos hombres se mantuvieron la
mirada, en silencio, hasta que Fabricio volvió a hablar.
-No le comprendo, señor. Solo soy el comercial de una
compañía eléctrica. Lo único que quiero de usted es que me escuche.
-¡No, tú no puedes estar vivo!
Fabricio miró a ambos lados desconcertado, preguntándose si
no estaría ante un perturbado mental. Sin embargo, algo en su interior, como un
presentimiento, le dijo que no debía marcharse sin más.
-Pues claro que estoy vivo. ¿Es que no me ve? Mire, puedo
tocarle.
El brazo de Fabricio se estiró, pero enseguida Gustavo se
echó hacia atrás atemorizado. Aunque la realidad era que estaba aterrorizado.
-Tú no existes. Debes de ser un fantasma, un espectro o yo
qué sé…
-¿Por qué cree eso, señor?
-Porque yo acabé contigo -dijo Gustavo llevándose las manos
a la cabeza-. Te atropellé en un camino cercano a tu casa y luego te partí el
cuello. Incluso tu caso ha salido en las noticias. Don Salvador, el padre de tu
novia, me ordenó que lo hiciera. Y ahora has venido para vengarte, ¿verdad?
-Sí, tiene razón.
Fabricio está sentado en una silla, cabizbajo, con la mirada
perdida en el suelo. Junto a él hay un abogado y en frente, al otro lado de una
mesa, hay una pareja de la Policía. El agente que parece llevar la voz cantante
escribe en un ordenador, en un momento dado se detiene, cruza los dedos de
ambas manos y dice:
-Hazme un resumen de lo ocurrido y luego lo detallamos en el
ordenador.
Fabricio alza el rostro y empieza a hablar.
-Ese hombre que está detenido asesinó a Fidel, mi hermano
gemelo. El padre de mi novia, ese que todos conocen como don Salvador, le envió
para matarme, pero se equivocó de persona…
Fabricio se detiene, traga saliva y prosigue su declaración.
-… Mi hermano había venido a España esa misma mañana para
pasar unos días conmigo y, ya de paso, ver cómo marchaban las cosas por aquí.
Él vivía en Colombia con mis padres y con el tema del trabajo no estaba
teniendo mucha suerte. Por eso le convencí para que se viniera, pues yo había
terminado mis estudios y ahora me habían contratado en una compañía eléctrica.
También se trajo a su perro, uno de esos pequeños, porque no podía separarse de
él. A mí no me gustaba. No me gusta ninguno. Aquella noche Fidel salió a darle
un paseo, pero nunca regresó. Cuando vi que tardaba en volver, salí a la calle
y entonces apareció su perro un tanto desorientado. Por la zona en la que vivo
no hay muchos sitios a dónde ir, así que fui directamente a un camino de arena
que hay al final de la acera. Y allí le encontré, muerto, con el cuello doblado
como si fuera un muñeco roto. No pude hacer nada por él. Pasados unos días mi
novia me dijo que sospechaba de su propio padre. Mi novia y yo nos queremos
mucho, ¿saben? Nos prometimos que, aunque él estuviera implicado en la muerte
de mi hermano, seguiríamos unidos. Ahora, por casualidad, o quizás porque un
ser superior quiso hacer justicia, me crucé con su autor material. Parecerá una
broma, pero me lo confesó todo con pelos y señales. Me figuro que ya se habrá
enterado de que se confundió y asesinó a mi hermano gemelo.
FIN
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