Frente a mí, el campo inerte se extendía hasta donde
alcanzaba la vista y más allá, sin nunca encontrar un final, pues ahora todo
era así, desolado. No pensaba encontrar algo más en varios kilómetros a la
redonda, ni yerba ni hojas ni el atisbo de vida. Si acaso veía una cucaracha me
sentiría dichoso, tendría algo que comer. Moría de hambre. En mi cantimplora
llevaba la mezcla que mi abuelo me había enseñado a fabricar, de sabor espeso,
amargo. Cuando la empecé a tomar me parecía vomitiva, pero hidrataba como
ningún otro líquido, los cuales de por sí eran escasos. Cuando no puedes
encontrar agua en cientos o miles de millas, y el mundo entero es así, debes
aprovechar lo que tienes al máximo. Por desgracia, mi abuelo nunca llegó a ver
en qué resultaría su invento ni las condiciones en las que se usaría: murió
cuando todo esto apenas se estaba cultivando. Nunca vio el final.
La tierra crujía a cada uno de mis pasos, con un sonido seco,
desagradable, a veces débil. Debía tener cuidado: había puntos en que el piso
podía hundirse, dejándome atrapado. La tierra se había convertido en un lugar
peligroso. Tenía prisa por encontrar algún refugio. Una nube química se veía a
lo lejos. Aún así, constante tras de mis pasos. No tardaría mucho antes de
estar sobre mí. Era importante calcular cuánto tiempo podría mantenerme
corriendo, pues reservar mi energía era imprescindible, ya que la comida era en
extremo escasa, ya no sólo el líquido. Los relámpagos se veían a lo lejos,
amenazantes. Era probable que los restos de algún combustible se hubiesen
regado, así la tormenta provocaría incendios que no terminarían. De haber algo
vivo en estas tierras, ya no lo habría al terminar, incluyéndome si acaso no
encontraba dónde ocultarme. Me preguntaba si en algún momento encontraría un
lugar dónde pudiera quitarme la máscara de gas: comenzaba a cansarme de traerla
apretándome el rostro a cada momento.
Tras un rato de caminata, con la amenaza casi sobre mí, pude
encontrar un refugio: se trataba de una construcción en ruinas, que conservaba
casi intacto uno de sus cuartos del ala oeste. Noté la clase de edificio que se
hallaba frente a mí, ya que al final, cuando todo sobrevino, hubo quienes
trataron de protegerse de la catástrofe: búnkeres, paredes recubiertas de
plomo, acero y concreto sólido, almacenes con comida, medicamentos y vacunas,
cuartos herméticos, entre otros tantos medios de defensa. Este, en particular,
era un cuarto recubierto por materiales protectores: lo justo para estar a
salvo. Me apuré en resguardarme, la nube no estaba demasiado lejos. Entré,
cerré la puerta tras de mí y encendí mi linterna. No temía que hubiera algo o
alguien peligroso adentro, ya nada seguía con vida. Me pregunté si acaso era el
último humano en la Tierra. Quizás en lugares lejanos, en otros continentes, o
inclusive en este mismo, podía haber alguien en una situación como la mía,
incluso un grupo, aun si la posibilidad era mínima. Después de todo, el hecho
de que me mantuviera con vida resultaba casi imposible.
Había pensado vivir en las montañas, pero encontrar comida no
parecía factible; de por sí donde me movía apenas podía llegar a encontrar
restos enlatados o en frascos que, de alguna forma, no habían sido invadidos
por hongos o bacterias. Además, podía hallar materiales para producir la mezcla
del abuelo, o incluso insectos, una comida bastante sustanciosa. Por suerte,
pareciera que, en alguna parte, alguna presencia parecía haberme escuchado, y
frente a mí se movía una pequeña criatura peluda de cuatro patas y una pequeña
cola: era el primer mamífero que veía en años, uno asociado con las plagas, uno
que probablemente hubiese tenido un papel en la extinción humana. Fuera de los
insectos, se trataba de la primera forma de vida que veía. Quizás era el último
ejemplar de su especie, o inclusive de todo su género. Vi con atención al
curioso roedor, triste, famélico, buscando algún bicho o cualquier cosa de la
cual alimentarse, casi me recordaba a mí en esa situación. Pensé por un momento
que ella y yo éramos los últimos mamíferos en la Tierra. No tenía la certeza,
pero era muy probable. Su final me parecía una lástima. No, más bien una
verdadera desgracia: si yo no sobrevivía, entonces los mamíferos habríamos
dejado de existir. Era casi seguro.
No dejó mi mente ese espantoso final. Por más que me doliera,
no pude permitir a la rata escapar. Tardé muy poco en atravesarla con mi
cuchillo, para después cocinarla. Creo que fue lo más magro y rico que había
comido en mucho tiempo. De verdad me esforcé mucho para darle un buen sabor y
valió la pena: de verdad la disfruté.
Era triste ese final para el último espécimen de una especie.
No obstante, sirvió para mantenerme con vida, aunque era probable que mi final
sería aun peor, aun más trágico. Conmigo se habría acabado un género entero de
los vertebrados. El término de otra especie, la que había dominado el planeta;
un éxito en cuanto a ambición, un fracaso biológico, pues el tiempo de vida del
ser humano en el planeta había sido en extremo corto en comparación con el de
otras especies. No conforme, destruimos a varias especies mucho más exitosas
que la nuestra, siendo víctimas y partícipes de nuestros actos aberrantes. Creo
que hasta el final actué como un humano.
Salí en cuanto terminó la tormenta, satisfecho y triste, con
la máscara de gas ajustada, todavía pensando en la rata. Me preguntaba si en
alguna parte quedaba algo más de nosotros con vida, sabiendo en el fondo que no
era así.
FIN
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