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15 de mayo de 2024

LO QUE HAY FRENTE A MÍ

 


 



 

Frente a mí, el campo inerte se extendía hasta donde alcanzaba la vista y más allá, sin nunca encontrar un final, pues ahora todo era así, desolado. No pensaba encontrar algo más en varios kilómetros a la redonda, ni yerba ni hojas ni el atisbo de vida. Si acaso veía una cucaracha me sentiría dichoso, tendría algo que comer. Moría de hambre. En mi cantimplora llevaba la mezcla que mi abuelo me había enseñado a fabricar, de sabor espeso, amargo. Cuando la empecé a tomar me parecía vomitiva, pero hidrataba como ningún otro líquido, los cuales de por sí eran escasos. Cuando no puedes encontrar agua en cientos o miles de millas, y el mundo entero es así, debes aprovechar lo que tienes al máximo. Por desgracia, mi abuelo nunca llegó a ver en qué resultaría su invento ni las condiciones en las que se usaría: murió cuando todo esto apenas se estaba cultivando. Nunca vio el final.

La tierra crujía a cada uno de mis pasos, con un sonido seco, desagradable, a veces débil. Debía tener cuidado: había puntos en que el piso podía hundirse, dejándome atrapado. La tierra se había convertido en un lugar peligroso. Tenía prisa por encontrar algún refugio. Una nube química se veía a lo lejos. Aún así, constante tras de mis pasos. No tardaría mucho antes de estar sobre mí. Era importante calcular cuánto tiempo podría mantenerme corriendo, pues reservar mi energía era imprescindible, ya que la comida era en extremo escasa, ya no sólo el líquido. Los relámpagos se veían a lo lejos, amenazantes. Era probable que los restos de algún combustible se hubiesen regado, así la tormenta provocaría incendios que no terminarían. De haber algo vivo en estas tierras, ya no lo habría al terminar, incluyéndome si acaso no encontraba dónde ocultarme. Me preguntaba si en algún momento encontraría un lugar dónde pudiera quitarme la máscara de gas: comenzaba a cansarme de traerla apretándome el rostro a cada momento.

Tras un rato de caminata, con la amenaza casi sobre mí, pude encontrar un refugio: se trataba de una construcción en ruinas, que conservaba casi intacto uno de sus cuartos del ala oeste. Noté la clase de edificio que se hallaba frente a mí, ya que al final, cuando todo sobrevino, hubo quienes trataron de protegerse de la catástrofe: búnkeres, paredes recubiertas de plomo, acero y concreto sólido, almacenes con comida, medicamentos y vacunas, cuartos herméticos, entre otros tantos medios de defensa. Este, en particular, era un cuarto recubierto por materiales protectores: lo justo para estar a salvo. Me apuré en resguardarme, la nube no estaba demasiado lejos. Entré, cerré la puerta tras de mí y encendí mi linterna. No temía que hubiera algo o alguien peligroso adentro, ya nada seguía con vida. Me pregunté si acaso era el último humano en la Tierra. Quizás en lugares lejanos, en otros continentes, o inclusive en este mismo, podía haber alguien en una situación como la mía, incluso un grupo, aun si la posibilidad era mínima. Después de todo, el hecho de que me mantuviera con vida resultaba casi imposible.

Había pensado vivir en las montañas, pero encontrar comida no parecía factible; de por sí donde me movía apenas podía llegar a encontrar restos enlatados o en frascos que, de alguna forma, no habían sido invadidos por hongos o bacterias. Además, podía hallar materiales para producir la mezcla del abuelo, o incluso insectos, una comida bastante sustanciosa. Por suerte, pareciera que, en alguna parte, alguna presencia parecía haberme escuchado, y frente a mí se movía una pequeña criatura peluda de cuatro patas y una pequeña cola: era el primer mamífero que veía en años, uno asociado con las plagas, uno que probablemente hubiese tenido un papel en la extinción humana. Fuera de los insectos, se trataba de la primera forma de vida que veía. Quizás era el último ejemplar de su especie, o inclusive de todo su género. Vi con atención al curioso roedor, triste, famélico, buscando algún bicho o cualquier cosa de la cual alimentarse, casi me recordaba a mí en esa situación. Pensé por un momento que ella y yo éramos los últimos mamíferos en la Tierra. No tenía la certeza, pero era muy probable. Su final me parecía una lástima. No, más bien una verdadera desgracia: si yo no sobrevivía, entonces los mamíferos habríamos dejado de existir. Era casi seguro.

No dejó mi mente ese espantoso final. Por más que me doliera, no pude permitir a la rata escapar. Tardé muy poco en atravesarla con mi cuchillo, para después cocinarla. Creo que fue lo más magro y rico que había comido en mucho tiempo. De verdad me esforcé mucho para darle un buen sabor y valió la pena: de verdad la disfruté.

Era triste ese final para el último espécimen de una especie. No obstante, sirvió para mantenerme con vida, aunque era probable que mi final sería aun peor, aun más trágico. Conmigo se habría acabado un género entero de los vertebrados. El término de otra especie, la que había dominado el planeta; un éxito en cuanto a ambición, un fracaso biológico, pues el tiempo de vida del ser humano en el planeta había sido en extremo corto en comparación con el de otras especies. No conforme, destruimos a varias especies mucho más exitosas que la nuestra, siendo víctimas y partícipes de nuestros actos aberrantes. Creo que hasta el final actué como un humano.

Salí en cuanto terminó la tormenta, satisfecho y triste, con la máscara de gas ajustada, todavía pensando en la rata. Me preguntaba si en alguna parte quedaba algo más de nosotros con vida, sabiendo en el fondo que no era así.

 

FIN

 Editado por Paya Frank @ Blogger

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