Se está bien aquí. Nadie me ve pero yo veo
a todos. Cómo explicarlo: siento que formo parte de este añejo árbol, que
respiro con el fresco aliento de sus orquídeas magníficas y que recibo
-también- con la generosidad de su viejo hospicio a los pequeños pájaros que
tiemblan de frío o se desvanecen de sed. Tenía que haber suspirado todo mi
descontento, evadiendo la tonta ley de la gravedad, para comprender que la
tierra me quedaba chica y que sólo escaparía a su opresión saltando a este
opulento mangal donde todas mis facultades gozan de libertad.
Mi tía Candelaria no lo creería, si le
dijera que estoy montada sobre una rama, o tal vez lo creería, y su elegante
ancianidad se quebraría a la altura de la cintura, víctima de un repentino
desmayo. Urdí a la sombra de su implacable tiranía, mil y una maneras de
despedidas, sin embargo, he decidido no dejarle ni una carta, ni una esquela
siquiera, encargando todo a la mera providencia que también suele obrar con
buena redacción en estos casos.
Cualquiera creería -en su ingenuidad- que
mi tía es una persona de buen carácter, mas, sólo yo, que he estado a su lado
tantos años y he tenido la desgracia de recoger los desechos de su mal humor y
las pálidas migas de su alegría, puedo asegurar cuán malvada es.
Quise estudiar teatro; no me lo permitió
diciéndome que fracasaría en mi primera inscripción frente al público porque no
recordaría las lecciones para engañar a esa gente. ¿Cómo explicarle que no se
trataba de un burdo engaño? ¿que aquello era extremar el talento artístico,
sacudir los más recónditos conocimientos y luego echar la cabeza hacia abajo
aguardando que la gente se largue a aplaudir? Quise trabajar en casas de
familia, remover el polvo de los muebles, ordenar los jabones en el aparador y
hacer todas aquellas cosas que -por fortuna- sólo requerían un espíritu
servicial y dejaban un buen margen para formular la soledad. Mi tía se opuso.
Me previno contra un destino déspota que me arrancaría de todo reposo,
obligándome a estar despierta las veinticuatro horas del día, yendo y viniendo
de una explicación a otra, de un tintineo de campanilla a un chasquido de
dedos... Deseé trabajar en una imprenta; ella cerró todos mis pasos
asegurándome que yo, naturalmente poco afortunada, echaría a perder la edición
de los libros. Afirmaba que me confundiría con la proyección argumental de las
páginas. Me llevaba largas horas hacerle entender que podía, puntualmente,
seguir el hilo de los más entremezclados papeles pero cuando lo conseguía, se
aferraba a una inesperada actitud. Me decía que, de todos modos, fracasaría.
Para poner mayor énfasis a su objeción, dejaba entendido que le costaba un gran
esfuerzo ceder ante las interrupciones de mis réplicas. Entonces sí sabía que
era mucho más provechoso callar. A veces llevábamos largas temporadas sin
hablarnos, atareadas cada una con sus enojados pensamientos. Inclinada sobre su
máquina de coser, trataba con dedicación casi quejosa el hilvanado, postergando
de esa manera, toda dedicación posible a su entorno. Yo me sentaba en el último
peldaño de la escalera que da al dominio de los perros; aún consideraba que la
vacilación de nuestros sentimientos se rompería si alguno de esos desafiantes
animales me mordiera el tobillo; naturalmente, la profusión del sangrado haría
que mi tía se echara a apretar desesperadamente mi cabeza con sus manos. Cuando
aceptábamos el mutuo fracaso de nuestra enemistad, nos largábamos a conversar
atropelladamente... ¿teníamos la suficiente defensa orgánica para soportar el
avanzado estado de humedad de las paredes? ¿No era mejor el tufo del viento
norte que esa persistente llovizna? Hacíamos el juramento de que compraríamos
blusas frescas y ligeras para aparecer brevemente en las polvorientas escenas
del verano. Tal vez, entonces, éramos una pareja ridícula y despreciable pero
no teníamos mejor manera de gobernar las formalidades del único odio que nos
carcomía. Había tardes, sin embargo, en que me complacía serle útil, sobre
todo, si debía ir a la tienda del señor Octavio. (Naturalmente, solía comprar
viejos deshechos de tela con los que ella confeccionaba mantelitos de mesa.)
El señor Octavio irradiaba cierta
benevolencia de anciano, a pesar de su lozana edad. Tenía veintiocho años, más
obraba con tanta anticipación y cuidado al desempaquetar los grandes fardos de
estampado, que una sentía ganas de interponerse entre el trabajo y él,
permitiéndole que sólo siguiera con su mirada inspecciona el resto de la tarea.
Alguna vez creí descubrir en sus ojos una viva simpatía por mí.
Creo que en el fondo no dudábamos de que
nos amábamos desesperadamente. No obstante, ninguno de los dos hacía mayor cosa
para precipitar el curso de los acontecimientos. Tal vez creíamos,
inocentemente, que todo era cuestión de que cayera un rayo paralizando la red
comercial... los vecinos cerrarían violentamente sus negocios, y nosotros
charlaríamos, en el salón de la tienda, muy confundidos...; repentinamente
alguien aparecería con su linterna encendida frente a nosotros y nos
sorprendería tomados de la mano.
En el segundo mes del otoño, el señor
Octavio trajo a vivir a su casa a una sirvienta. Confieso que los celos
germinaron en mi corazón quitándome las ganas de hablar y de dormir. La
novedosa en cuestión era bonita, pero no tanto. Ejercitaba la costumbre de
sacar a relucir la pobreza de sus prendas de vestir, ataviándose con
inconcebibles trapos que, no sé por que razón, le daba un aire de niña cándida
y enfermiza. En realidad, Adelina (así se llamaba la mujer) cuidaba de la casa,
y el señor Octavio cuidaba de ella. ¿Se deseaban? ¿Se confortaban con la
invención de mundos parecidos? ¿Engarzaba, el hombre que yo amaba, sobre las
rígidas trenzas de Adelina, pequeñas rosas blancas y violetas? ¡Ay!... Tantas
anticipaciones me corroían el alma, quebrando mi voluntad de fingir
indiferencia ante él.
Cierta nublada mañana de agosto, lo miré a
los ojos fijamente, exigiendo que me devolviera todo el dinero gastado por un
retazo de tela. Al cabo de unos segundos se precipitó una tupida llovizna que
nubló mis ojos listos ya para el llanto. El señor Octavio, con las manos
indecisas, iba de un lado a otro, detrás del mostrador, aparentemente afectado
por la temeridad de mi reclamo. Al fin, pareció recuperarse de tan vertiginoso
paseo, y me increpó con un susurro de voz: Pero ésta es una magnífica
tela.
Trece días después supe que había
despedido a la muchacha en el transcurso de esa misma mañana.
Como el amor entorpece las facultades de
los amantes con su vida carcelaria, creía que había llegado la hora, por fin,
de que él me declarara sus sentimientos. Pero esa hora no llegaría sino mucho
más tarde, cuando los gatos cambiaron de hábitos y la gran tribulación
eléctrica amenazó con incendiar los gorriones. La gente moría en las calles y
todavía les iba peor.
Cosas de no creerse ocurrieron: los
sensatos se alarmaron de tal manera que creyeron llegado el momento de testar,
viajar o casarse. El señor Octavio, asegurando de que no había perdido la
cabeza, me dijo sencillamente que me quería. (Afirmaba que se había consentido
conmigo desde el momento en que llegué por primera vez a su tienda). A partir
de entonces, nuestro noviazgo, muy entretenido con los preparativos
eminentemente sociales de la boda, parecía deslizarse por una deliciosa escena
teatral donde todo lo interpretado era agradecido con un estruendoso aplauso.
Me sentía feliz de ser la futura esposa del dueño del negocio Los azahares.
Iría, tal vez, a
Los preparativos de la boda prosperaron
abrumadoramente dos o tres semanas antes del casamiento, haciendo inalcanzables
los momentos de intimidad para el señor Octavio y para mí, quienes, de tal modo
impedidos por los acontecimientos, imaginábamos la fortuna de estar tomados de
la mano en un salón deformado por la maniobra de los espejos. A veces, nos era
extraño ver tantas personas arqueadas sobre el traje de novia y el inmenso
tocado; confiándose unas a otras la terrible responsabilidad de hacer girar el vestido
sin perder el destino de sus respectivas agujas, aquellas mujeres se levantaban
y se sentaban a la vez con tanta gracia, que en más de una ocasión sentimos el
inocente deseo de aplaudir.
Me casaría y sería feliz. No podía dejar
de pensar en lo aventajada que me sentiría haciendo experimentos domésticos
como freír huevos al mediodía o colgar la camisa del perchero.
A diez años de aquella boda desecha me
pregunto si mi tía tuvo la suficiente sinceridad para rogarme, dos días antes,
que desistiera de mi propósito; ella no daría tiempo al médico para que la
revisara y firmara digitoxina para el corazón, se echaría simplemente a morir
si me casaba...
Recuerdo sus ojitos asustados yendo de mi
rostro al rostro del señor Octavio, recuerdo sus manos apergaminadas haciendo
una ilustración violenta de su enfermedad. Sobre todo cuando llueve, como
ahora, es cuando me siento mal, decía y yo sentía que sólo estaba ensayando un
papel, con suerte extremada, por cierto, porque todos la creían, incluso el
señor Octavio. Recuerdo cómo escampó abruptamente y el sol logró conferir a los
helechos una apariencia de vitalidad, cuando juré a mi tía que no me
casaría, ni entonces, ni nunca.
Había venido ensayando reiteradamente una
negativa, por una de aquellas deformaciones de la imaginación, que la razón se
niega a entender, de manera que aseguré al señor Octavio, sin muchos rodeos,
que ya no habría boda jamás. Mucho tiempo después podía evocar aquellas escenas
como episodios de una película que me provocaba hondísima satisfacción. Después
de todo, aunque me doliera retirar mi existencia del hombre que amaba, no podía
dejar de considerar, perversamente, que estaba expiando mi condición de sobrina
de una mujer a la que odiaba y temía, y cuya voluntad prevalecería sobre la mía
siempre. Pasiones como el odio modifican nuestras actitudes llevándolas a un
plano superior que confiere cierta dignidad a nuestras vidas.
No recuerdo exactamente qué rumbo tomó
después la existencia del señor Octavio. Sólo sé que, profundamente
decepcionado de las mujeres, era poco visto por la gente en los acontecimientos
y reuniones sociales. Iba a las fiestas, sólo por un rato, y con la más trágica
melancolía pintada en el rostro. En ronda de amigos solía señalar la
conveniencia de permanecer soltero, pero no tenía posibilidades de convencer a
su audiencia, por más impresionantes que fueran sus palabras, ya que cualquiera
podía adivinar la miseria de su estado detrás de sus camisas desabotonadas y
sus arrugados pantalones. Por supuesto, la vida de las personas se juzga,
esencialmente, por sus detalles. Por mi parte, a veces me extremaba en
atenciones con mi tía, quien, con visible esfuerzo, manifestaba dolencias aquí
y allá. Otras veces me ingeniaba para desatenderla el mayor tiempo posible
hasta que un grito surgido de lo más desamparado de su vejez me derribaba a un
costado de su camastro.
Los largos años de soledad y encierro
pasados al lado de ella me han enseñado que dos mujeres, viviendo juntas,
pueden hacer la más memorable interpretación de una lucha en un ring. Sin
embargo también he aprendido que, cuando el mutuo odio vuelve ya inútil toda
pretensión de convivencia humana, una ternura de insecto trata de aligerar
tanto sentimiento mal dibujado en el rostro con una tonta lágrima.
En el verano de 1967 hicimos un viaje al
sur del país. Mi tía puso en venta la casa con todo lo que había en su
interior, incluyendo los dos perros viejos y macilentos que identificaron
nuestra ausencia con una de nuestras tantas salidas fugaces y se echaron a
aguardarnos durante siete años en ambos costados del portón. Tonto y Bobo eran
dos animales fidelísimos a los que tomé especial cariño (habían aprendido a
responder a mi saludo arreglándoselas para superar la altura de sus últimos
saltos sin caerse). Murieron de tristeza. La casa no pudo ser vendida, no al
precio que mi tía reclamaba por ella, y, muy desmejorada en su reputación,
apenas si tuvimos la suerte de cambiarla por una de madera. Acabadas las largas
vacaciones, regresamos a nuestro hogar y decidimos, tras algunas observaciones,
hacer algunas reformaciones en él. Según nuestras pretensiones, debíamos
cambiar todo, absolutamente todo, pero al tropezar con el complejo
inconveniente de nuestro primer clavo mal clavado llegamos a la conclusión que
las dificultades de mayor talla sólo pueden ser interpretadas por un espíritu
práctico. Un hombre. El señor Enciso reparaba cañerías averiadas, torcía
alambres y emparejaba el techado de la casa, pasando de las dificultades a las
alternativas, exactamente como lo hubiéramos hecho nosotras. ¿Cómo se
explicaba, entonces, que no pudiésemos determinar un tiro sobre la cabeza de un
clavo? En sus manos se facilitaba siempre el más arduo trabajo; había momentos
en que creíamos poder culminar la tarea restante, pero el salto de nuestro
heroísmo caía en la insuperable barrera de nuestra realidad. Nos limitábamos,
en tales casos, a hacer las indicaciones propias de la perfección, uniendo
breves dibujos en el aire.
El señor Enciso medía solamente un metro
cuarenta y ocho, pero mi tía, que no conseguía amar a un hombre porque suponía
que el amor la distraería, empezó a quererlo con devoción perruna. Arruinaba
los pantalones y los sacos de su difunto marido para coserle trajes de la
medida de su talle. No le importaba prevalecerse de su desesperación para
conseguir en su distracción un simple gesto de misericordia. Él no la amaba,
pero se dejaba amar, con placidez. Siempre dispuesta a retenerlo para sí, mi
tía rompía secretamente las tejas del techo, eternizando los quehaceres de la
casa. Era intolerablemente trágico verla perder la cabeza de la manera en que
ella la perdía. Yo la detestaba, mas no podía dejar de escandalizarme con los
accidentes de su conducta que la caracterizaban en toda su ridiculez. A veces
pensaba que enloquecería; no había modo de detenerla cuando tomaba el rouge y
los lápices para los ojos; y nada podía ponerla más furiosa que maquillarse
durante varias horas sin haber conseguido aliviar su vejez.
¿Cuántos años tenía tía Candelaria?
¿Setenta y cinco, ochenta o noventa y siete? Le quedaba tan poco margen para
disfrutar de los últimos pasajes de la vida, y lo echaba a perder todo,
enamorándose como una polla ciega de aquel hombre pequeño.
Forzaba las ventajas para el señor Enciso
al dejar abiertas -todas las noches- las puertas de la cocina; una enorme
gallina servida sobre la mesa aromaba el recinto... Por otro lado, apenas
arrimaba una silla a la puerta de su habitación cuyas ventanas permanecían
siempre abiertas; sin embargo, el señor Enciso se dejaba caer en la redada de
la cena solamente, ostentando talento para evadir el resto de la invitación. Lo
real era que aquella fiebre de amor causaba verdaderos estragos en el
gallinero. De las treinta gallinas ponedoras que había, sólo quedaban quince, y
era fácil suponer que llegaría el día en que no quedaría ni una. En definitiva,
mi tía había conquistado el verdadero camino de su ruina.
Interpretando cabalmente sus sentimientos,
ya no me asombraba verla vaciar su personalidad ruda y despiadada en una
representación aristocrática. Fumaba cigarrillos con aires de gran señora,
exhalando el humo -tan delicadamente como podía- en dirección al señor Enciso.
El hombre andaba descompuesto por la actitud de mi tía Candelaria, pero con
decidida irreverencia huía de sus embistes amorosos buscando fortunas
abandonadas en el suelo.
Las defensas del señor Enciso, vistas
desde su trabajosa ejecución, no dejaban de ser heroicas. En cierto modo sentía
pena por él. Pero cuando mi tía Candelaria se echaba sobre su cuello, ansiosa
por sacarlo a bailar al compás de una polca, no podía consentir que se negara a
acompañarla con tan mala voluntad. Lo empujaba a sus brazos, aplaudiendo
fervorosamente. Las veladas musicales duraban hasta la medianoche, y debo
admitir que algunas de ellas eran muy inspiradas, ya por la persuasión con que
mi tía conseguía hacer bailar a su pareja, ya por la tregua sutil que
condicionaba un sí. En cierta manera, yo me divertía con ellos, o de ellos,
escogiendo el tipo de polca que bailarían. Seguían los compases de la música y
el alocado ir y venir del dial de la radio con idéntico zapateo. A veces, no
podía entender cómo se las arreglaban para soportar un sólo instante más de
afanado movimiento de los pies sin caer al suelo. ¿Es tan inaccesible, acaso,
la muerte? ¿No era trágica la situación, y sin embargo, qué secreto
empecinamiento de la vida postergaba un colapso?
Semanas antes del festival de
compensarse con el infortunio ajeno; nada
era suficiente para contentar su creciente aburrimiento y su mal humor, y,
dueña de su reinado, hacía secretos preparativos que encaminaran el día hacia
un acto culminante de maldad. La víctima dependía de la satisfacción que
proporcionase su desgracia a la victimaria para que ésta, en un gesto de
aprobación al talento, la dejara en paz. ¿Es menester señalar que el señor
Enciso, a quien lo intranquilizador de aquellos experimentos había envejecido
despiadadamente, solicitó un día la paga total de sus servicios para después
marcharse? Lástima de hombre: sólo yo pude comprender la aniñada alegría con
que se aproximó al portón, y, dando un precavido adiós a la casa, se encaminó
en dirección a la arboleda de eucaliptos. Nunca más lo he vuelto a ver, pero
jamás olvidaré cómo, en la distancia, iba recobrando todo su orgullo de hombre
bajo su viejo saco de lino mientras una figura de perro o de vaca seguía los
pasos de su eventual compañero de viaje dando un brinco servicial.
Mi tía Candelaria, que necesitaba instalar
su maldad en cuanto la rodeaba, aferró en mi carne los feroces dientes de su
agravada salud. Mencionaba con dificultad las palabras, confundía los colores
de los objetos y perdía a menudo su paladar, mas, así y todo, hallaba la manera
de renovar los insultos con los que sacudía, caprichosamente, mi obediencia. Yo
hacía lo posible e imposible por desvalorizarme ante ella, de tal modo que
perdiera todo interés, pero bien pronto entendí que su maldad no se apagaría con
mi debilidad pues nada le irritaba más que la sumisión absoluta. En realidad,
la estaba decepcionando. Ella sabía que yo la detestaba, y hubiera apreciado
mejor que le mostrase todo mi fastidio. Por otra parte se sentía convencida de
que hacía un brillante papel entre la enfermedad y la muerte, y, entusiasmada
porque su decaimiento era estrepitoso, me frotaba contra la nariz las novedades
de su agonía (un lunar violáceo en la frente, un derrame nasal) en una clara
prueba de que se iría al otro mundo sin concederme tiempo para un adiós. Se
estaba asegurando, siempre cruel y orgullosa, de que yo no colaboraría en su
viaje al infierno con una última despedida.
El decaimiento en que se sumió en los
últimos días fue total. En aquellas circunstancias en que el entendimiento era
tácito, le servía mejor y con tantas precauciones, que me era extraño verme
entregada al cuidado de una anciana de la que, en definitiva, sólo aguardaba la
muerte. Podía ver ya la lluviosa mañana de su entierro. Las coronas de
margaritas y magnolias. Ciertamente mi tía Candelaria conseguía entrar mucho
más de prisa de lo que permitía el último pasaje, en su propio final. De hecho,
ya no oía los trinos de los gorriones que se acercaban, bulliciosos, a los
grandes árboles de Villeta de Guarnían. Pero cuando las expectativas sobre
su salud entraron en su máximo rigor, tosió y despertó más sonrosada que nunca,
y dispuesta a apurar con bofetones las vacilaciones con las que se respondía a
su voluntad. ¿Era ella o su terrible fantasma? ¿Cómo saberlo? ¿Para qué
saberlo? De un salto conseguí escapar de sus horrendos garfios, y de otro
salto, ágil y acrobático, subí al árbol más próximo a mi susto, dispuesta a no
bajar de él jamás. Una gata no lo hubiera hecho mejor.
FIN
2020 editado Por Paya Frank @ Blogger
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