Muerte yacía bajo la torre de agua de una
azotea derrumbada; miraba cómo el fluido se condensaba despacio por la parte
inferior del metal. De vez en cuando, las perlas de agua crecían lo suficiente
como para formar gotas que caían alrededor, y también en la frente, de Muerte.
Había contado más de setecientas gotas en los últimos días.
Sueño apareció de repente y se acuclilló
junto a Muerte, con gesto esperanzado.
-Pareces aburrido. ¿No crees que te
vendría bien un poco de olvido?
-No, gracias -respondió Muerte. Siempre
hacía gala de una educación muy escrupulosa para contrarrestar su reputación.
Esperó a que cayese otra gota (que no le cayó encima, al fin) y luego giró la
cabeza para contemplar a Sueño-. Tú pareces un poco distante.
Después de que Muerte hubiera rechazado
su ofrecimiento, Sueño había suspirado antes de sentarse junto a él.
-Pensé que iba a estar bien -dijo-.
Debería estar bien. Los animales duermen, y hasta las plantas en cierta manera.
Pero no es lo mismo.
Muerte extendió el brazo para tocarle la
mano. Era la manera que tenía de realizar una oferta silenciosa.
-No, gracias -dijo Sueño, aunque sí que
le cogió la mano.
Muerte se alegró. Eran pocos los que lo
tocaban si podían evitarlo. Con aquel gesto supo que lo que Sueño había querido
decir en realidad era: «Aún no».
Se incorporó. El sol había salido en la
ciudad. Las nubes eran un cordel de perlas que recorrían los cielos. Una
bandada de pequeños pájaros (Muerte supuso que se trataba de colibríes que
migraban hacia el sur) pasó a través de un agujero con bordes oxidados que se
abría en el edificio de MetLife.
-¿Qué es eso? -preguntó Sueño.
Muerte siguió el dedo y vio un racimo de
flores. La azotea en la que yacía tumbado estaba cubierta de hierba, y un
ailanto crecía con decisión entre el polvo y el cieno en una esquina. Había un
montón de flores entre la hierba. Por eso a Muerte le gustaba tanto esa azotea.
Le iba a molestar mucho cuando terminara por derrumbarse.
-No es más que una margarita -respondió.
-Aparte de eso.
Se levantaron y rodearon otro de los
agujeros de la azotea para mirar mejor. Además de la margarita, había en la
hierba una flor que se afanaba por crecer entre las briznas que había en las
sombras de la pared de la azotea, una que Muerte no había visto antes. Tenía
una forma similar a la del azafrán, pero sus raíces eran superficiales como las
de toda la flora de la azotea. No tenía bulbo y sus pétalos eran de un negro
mate, rico e intenso.
-Es diferente -dijo Sueño.
Muerte se agachó para mirar la flor y
luego extendió la mano para tocar la suavidad de uno de los pétalos, que
parecía propia del satén. No solo diferente. Nuevo.
Algo le hizo cosquillas en la mejilla.
Alzó la mano para apartarlo de su cara y se mojó los dedos. Volvió a mirar a la
torre de agua y se arrepintió de haber perdido la cuenta.
A Muerte le gustaba cruzar puentes. Por
eso había elegido su hogar relativamente lejos del centro de la ciudad. Era un
edificio de piedra grande, feo y gris que antaño había sido una fábrica, más
tarde había sido colonizado por los artistas y por último se había puesto de
moda entre los jóvenes profesionales obsesionados con las modas. Ahora, los que
dominaban aquel lugar eran los gatos. Mientras bajaba por las escaleras, Muerte
pasó junto a más o menos una docena de ellos, entre los que se encontraba una madre
que llevaba un ratón en la boca con firmeza e iba delante de dos crías
larguiruchas. Como era habitual, hicieron caso omiso de la presencia de Muerte,
que se limitó a apartarse para dejarlos pasar. Las pocas veces que alguno se
dignaba mirarlo, asentía para saludarlo con educación. A veces los animales le
devolvían el saludo.
En cierta ocasión había intentado
convencer a un gato para que viviese con él. Era algo que sabía que habían
conseguido los humanos, pero siempre se le olvidaba ponerles de comer y, como
no dormía, el minino no podía acurrucarse con él por la noche. Al cabo de unos
días, desapareció sin dejar rastro. Siguió viendo a su progenie por el
edificio, lo que le hizo sentir un profundo remordimiento.
El puente de Williamsburg aún no había
empezado a deformarse y hundirse como los de Manhattan y Brooklyn. Muerte
sospechaba que debía haber alguna razón lógica para ello: quizá el de
Williamsburg estaba recién reformado, o tal vez lo habían construido con
materiales más resistentes. Pero Muerte quería creer que era él quien había
ayudado a mantenerlo intacto. El hecho de cruzarlo le había dado un sentido a
la estructura. Y tener sentido era la quintaesencia de todas las cosas creadas
por la humanidad.
Y por eso, Muerte lo cruzaba todos los
días para ir a la ciudad.
Cuando llegó había mucha actividad.
-¡Los gemelos han abierto un Starbucks en
Unión Square! -proclamó un desconocido cuando Muerte llegó al otro lado del
puente en Relance. Asintió y se alegró por la noticia, aunque no estaba seguro
de lo que era un Starbucks ni qué le importaba eso a los gemelos.
No obstante, todo el mundo parecía tan
emocionado con la apertura que a Muerte le picó la curiosidad y se dirigió a la
parte alta de la ciudad. La mayoría de las calles estaban vacías, salvo por los
gatos y unos pocos coyotes. Los coyotes no eran tan atrevidos como los gatos y
la mayoría de ellos intentaban pasar desapercibidos. En el cruce de la calle
Catorce y la avenida A, Muerte se encontró con el Rey Dragón del Océano
Oriental tocando la gaita en la esquina. Estaba sentado en la nudosa raíz de un
roble joven que poco a poco había empezado a destrozar un cerezo antiguo y
larguirucho y también la acera. Muerte rodeó el socavón y se sentó para
escuchar la melodía del Rey Dragón hasta que terminase de tocar.
-Gracias -dijo el Rey Dragón-. Es
agradable tener público.
-Eres muy bueno -observó Muerte.
-Siempre quise aprender a tocarla. Es tan
fea que hay que quererla. Busqué por todo el país, hasta en Hong Kong, pero no
encontré ninguna, así que al final tuve que venir aquí. Gracias a la diáspora
china de los humanos. -El Rey Dragón soltó la gaita con cuidado-. ¿Vas a ir al
Starbucks?
-Eso estaba pensando, sí. ¿Y tú?
-Claro que no. Odio el café. La gente me
lo ofrecía sin parar. Menudo brebaje tan ponzoñoso. Pero una vez probé un dónut
de Krispy Treme y pensé que me iba a morir de gusto -dijo mientras soltaba un
suspiro nostálgico.
-Nunca he probado el café.
En mi época, la gente le hacía otro tipo
de ofrendas muy diferente a Muerte.
-Pues lo más seguro es que hoy tampoco lo
pruebes. Masu solo ha encontrado unos pocos bloques liofilizados de ese
mejunje. Lo más seguro es que se acaben antes del mediodía.
-Vaya -se lamentó Muerte, algo
decepcionado.
-Pero salgamos de aquí. Me aburro.
Caminaron hacia Unión Square, donde los
escalones que daban al sur estaban llenos de adoradores. No eran personas, a
pesar de que la mayoría de ellos habían adquirido forma humana para rendir
homenaje. Tan solo eran algunos de los suyos que tenían la fuerza y la voluntad
suficientes para ayudar a los necesitados. En esa ocasión, la cola, que salía
del Starbucks y llegaba hasta el banco derrumbado que había en la esquina
opuesta, tenía la longitud suficiente para rivalizar con la multitud de los
escalones.
El Rey Dragón le dio una palmada en el
hombro a Muerte.
-¿Ves? Lo que te decía. Hay que tener
mucha suerte para probarlo.
-Merece la pena probar cosas nuevas -dijo
Muerte al tiempo que se encogía de hombros.
El Rey Dragón suspiró.
-Sé que no lo necesitas, tío, pero
deberías probar un servicio religioso. -Señaló la plaza con la cabeza-. Son
mucho mejores que el café.
-Hay otros que lo necesitan más que yo.
Ambos se quedaron en silencio, apenados
mientras una criatura delgaducha y espigada pasaba junto a ellos. Resultaba
difícil distinguir si era masculina, femenina o andrógina, porque tenía la
vestimenta rasgada y el rostro demasiado macilento como para distinguirlo con
facilidad. No le quitaba ojo a la plaza. La criatura cruzó la calle sin que
Muerte ni el Rey Dragón dejasen de mirarla. Los adoradores se hicieron a un
lado para dejar pasar al recién llegado.
-Maldición -dijo el Rey Dragón-. Creo que
era uno de los brodistas. Yo conocía a esos tíos. O tías. O lo que sean.
Muerte asintió con solemnidad. Él también
los había conocido.
El Rey Dragón le dedicó una mirada
cargada de complejo de culpa.
-Mira, sé que yo tampoco lo necesito. Los
océanos siguen ahí y la lluvia no ha dejado de caer, pero no es lo mismo,
¿sabes?
-Lo sé -aseguró Muerte, un tanto
sorprendido-. No tienes por qué justificarte.
-Claro que no. Lo sé. -El Rey Dragón lo
contempló un momento. A lo lejos, las nubes retumbaron con un leve trueno. Pero
la rabia del Dragón desapareció tan pronto como había llegado. Luego suspiró-.
Bueno, da igual. Gracias por escuchar mi música.
El Rey Dragón cruzó la calle para unirse
a la multitud que se encontraba en los escalones. Muerte se lo quedó mirando un
instante, pensativo. Primero ayudarían a los más necesitados, pero iban a
apoyar a todo el mundo, a ofrecer veneración por turnos que duraban horas y de
la manera que fuese necesaria: sangre, oraciones o sexo. De no haber sido por
ellos y otros grupos como ellos, muchos habrían desistido o desaparecido a
estas alturas.
«¿Morirían por mí si en algún momento se
lo pidiera?», se preguntó Muerte, absorto.
Luego se giró y se acercó a la cola del
Starbucks. Se quedaron sin café antes de que llegara a la mitad.
Pero los gemelos pusieron en marcha otro
experimento que Muerte sí que consiguió probar: las galletas. Se sentó en una
de las pequeñas mesas de la abarrotada cafetería y echó una mirada incrédula al
plato que Lise había dejado frente a él.
-Están buenas -comentó ella.
-Son verdes -respondió él.
-Es porque hacemos la harina con semillas
de digitara -continuó Lise-. Les da un sabor algo más amargo, pero quitando
eso están muy buenas. Tienen pasas de verdad.
Las vides silvestres crecían por Brooklyn
Heights.
-Ah. Según recuerdo, Masu hizo una vez un
vino pasable mediante libación.
-Sí, las botellas que no explotaron ni se
avinagraron. Aún está depurando la técnica, pero hacer pasas es fácil. Solo hay
que cultivar uvas y después olvidarte de ellas. Deberías probar.
Muerte cogió la galleta y le dio un
mordisquito. Para su sorpresa, sabía muy bien. Se lo dijo a Lise, con toda
sinceridad.
-No tienes por qué sorprenderte tanto
-repuso ella, molesta. Se marchó enfadada detrás del mostrador y siguió
trabajando con un artilugio que parecía haber amañado para cocinar las
galletas. Tanto a ella como a su mellizo, Masu, se les daba muy bien crear
cosas nuevas. Casi tanto como a la gente.
-Tengo que hablar contigo -dijo un ángel
femenino que se acercó para sentarse frente a él. No pidió permiso, pero
tampoco es que los ángeles suelan hacerlo.
-Claro -dijo Muerte. Lise lo miró de
reojo desde detrás del antiguo y polvoriento mostrador, y él recordó el ritual
que era sentarse en una cafetería. Había que empezar con una charla trivial
antes de abordar los negocios. Muerte estaba decidido a respetar el esfuerzo de
los gemelos a la hora de montar aquel lugar.
-¿Qué tal te va? ¿C-cómo te trata la
vida?
Se arrepintió de usar esas palabras. Con
suerte, el ángel no pensaría que quería matarla.
-La vida de la humanidad forma parte del
pasado, y nosotros somos poco más que sombras que han quedado en su estela
-comenzó ella con aire de seguridad al tiempo que hacía caso omiso de la
educada ficción que exigía el ritual. Muerte torció el gesto. En el mostrador,
Lise frunció los labios-. He venido para decirte que el río Lex se ha
desbordado. He hablado con Otún, y dice que el sistema de bombeo está
destrozado por completo y que bastante ha aguantado. Cree que el Upper East
Side estará sumergido dentro de un año.
Muerte escupió una semilla de pasa y
empezó a mover la lengua para pescar otra de la hierba que parecía habérsele
quedado atascada en los dientes. Supuso que no tenía por qué tener dientes,
pero era algo que por lo general le gustaba, excepto en situaciones como
aquella.
-¿Y eso por qué supone un problema?
-Las Canciones Infantiles. Viven en el
Upper East Side.
-¿Y no se pueden mudar?
El ángel lo miró con gesto de enfado; eso
sí, tibio, porque era un ángel. Muerte pensó que podía tratarse de Gabriel, ya
que los demás se mostraban menos tolerantes con los que no eran como ellos.
-Es la parte de la ciudad donde hay más
guarderías y escuelas.
«Eso explica por qué las Canciones se han
agenciado el barrio», supuso Muerte.
-¿Y Park Sope?
Era un barrio de Brooklyn que no estaba
muy lejos de su casa en Williamsburg. Recordó que solía visitarlo en los viejos
tiempos. Había sido un foco de criminalidad, pero más tarde, antes de que
desapareciese la gente, se había convertido en un lugar con muchos niños.
-No pueden llegar tan lejos. No son como
el resto de nosotros, que hemos tenido miles de años y docenas de culturas para
fortalecernos. Para llegar hasta Brooklyn tendrían que viajar por varios
barrios en los que no había niños, y luego cruzar el East River. Sería
demasiado para ellos.
Muerte frunció el ceño, y una ligera
sospecha empezó a abrirse paso a través del gozo de comerse las galletas. Se
reclinó en el asiento, se quedó un rato en silencio mirando al ángel hasta que
ella suspiró y al fin lo verbalizó en voz alta.
-Tienes que ayudarlos -le rogó. Habló en
voz baja, lo que no era muy frecuente-. Debilitarse es mucho peor, y lo sabes.
-Siempre estoy dispuesto a ayudar. A los
que lo pidan.
-¡Son niños! Cantan y hacen rimas y dan
brincos por ahí… ¡No saben pedir las cosas!
Muerte se quedó en silencio para dejar
claro lo obvio. Las Canciones Infantiles no eran niños, igual que él no era un
hombre ni el ángel una mujer. Los niños habían desaparecido.
-No está bien. -El ángel apartó la
mirada. Tenía la mano sobre la mesa apretada en un puño que no dejaba de
relajar y de comprimir. Sus frondosas alas, que arrastraba por el suelo detrás
de la silla, se quedaron inmóviles-. Dejarlos sufrir cuando no tienen por qué
hacerlo. Sabes que no está bien.
No lo estaba. Pensó, sin darse cuenta, en
el bochista que había visto, en cómo se arrastraba hacia su supervivencia.
-Tal vez quieran intentarlo.
-No piensan tanto, Muerte. Son imbéciles,
pero sufren lo mismo que el resto de nosotros. Es sorprendente que hayan
aguantado tanto.
Muerte agitó la cabeza despacio y
suspiró.
-Hablaré con ellos -dijo al fin-.
Intentaré hacerles comprender y luego les preguntaré qué es lo que quieren. La
vida, aunque no llegue a ser más que un atisbo de lo que fue, merece como
mínimo una reflexión. -Le dedicó una mirada muy seria al ángel-. Y respetaré lo
que decidan.
Ella asintió despacio.
-Es lo único que te pido. -Dio un fuerte
suspiro, se levantó y, al fin, hizo gala de unos buenos modales-. Gracias.
Esto… Que tengas un buen día.
Lise se quedó muy complacida al oírla.
Muerte terminó la galleta, se levantó y
se dirigió a la parte alta de la ciudad. Había empezado a caer la noche cuando
llegó al Upper East Side. Viajaba más lento por la ribera del río, ya que las
aceras y las calles eran lugares peligrosos por allí. El agua salía de las
bocas de metro y había llegado a todas partes: era obvio que aquella parte de
la isla no tardaría en quedar sumergida a merced del mar. Pero en la calle
Sesenta y seis encontró una torre victoriana que se había derrumbado sobre
algunos coches para formar un puente un tanto precario. Lo cruzó y llegó mucho
más al norte, sin dejar de seguir ese sentido tan suyo que siempre lo llevaba
al lugar en el que tenía que estar.
Encontró a las Canciones Infantiles en el
jardín de una antigua escuela. La noche era muy oscura, pero ellos seguían
corriendo de un lado a otro y persiguiendo luciérnagas entre risotadas, sonido
que hacía que Muerte se sintiese solo y nostálgico. En el jardín también había
pavos reales machos y hembras, y algunos estaban posados en las ramas de los
árboles mientras él pasaba por debajo. Lo retaban con sus graznidos, ya que
eran criaturas mucho menos indiferentes que los gatos de su edificio. Luego se
detuvo, sorprendido al encontrar una de las aves en el suelo justo delante de
él. La miró y se dio cuenta de que no era azul y verde como las otras. Tenía la
cabeza de un rojo tornasolado y resplandeciente que pasaba a dorado al llegar
al cuello y a la parte inferior del cuerpo. La criatura abrió y agitó la enorme
cola, y Muerte vio que los ocelos eran de un negro siniestro y estaban rodeados
por un contorno blanco.
En ese momento, como si le satisficiese
que alguien se hubiera dado cuenta de lo extraño que era, el pavo real bajó la
cola y salió volando.
Cuando los niños corrieron hacia Muerte
aún entre risas y encantados de conocer a alguien nuevo, él no pudo evitar
fijarse en lo delgados que estaban.
Un día, Muerte empezó a sentirse
inquieto, lo que le resultó extraño. Era Muerte, el único lugar común de toda
vida. No tenía razón para sentirse inquieto, pero así fue.
«¿Habré comenzado a desaparecer, tal y
como les ha ocurrido a muchos otros?», se preguntó. Pero aún había muerte en el
mundo que le rodeaba, todos los días. En los gatos de su edificio. En las ratas
y los ratones y los pájaros que alimentaba. En las plantas que crecían entre
las grietas del hormigón. Entre los suyos, incluso, cuando flaqueaban. Pero
también era consciente de una certeza: que tal vez hubiese muerte en ausencia
de la humanidad, pero no había lugar para Muerte.
No se sentía más débil. Tampoco sintió
cómo se diluía su esencia. Pero sí que había algo que lo atribulaba.
Empezó a caminar al azar. Hacia el sur.
Las calles de Brooklyn estaban menos destrozadas e inundadas que las de
Manhattan, pero tenían otros problemas, sobre todo en los barrios más pobres.
Tuvo que ir más despacio en Flat Bush, que ya se encontraba en mal estado mucho
antes del fin de la humanidad. Los desagües y las fachadas derrumbadas estaban
tan mal que terminó por teletransportarse a voluntad hasta Kensington.
(Prefería caminar, pero la forma física no siempre era práctica). Se sintió
genial al caminar entre las calles rodeadas de árboles y contemplar los
edificios marrones que lucían igual de bien que el año en que los habían
construido, pero también sintió que había hecho un poco de trampa.
Muerte no se cansaba, por lo que caminó
durante gran parte de la noche y llegó a Coney Island por la mañana. Le
encantaba ver el amanecer desde la playa. El océano susurraba a su ritmo,
impertérrito ante la presencia o la ausencia de la humanidad. Se pasó un par de
horas oyendo el rumor y el bisbiseo de las olas y recordando todo lo que había
sido. No era como gran parte de los suyos, confinados a los lugares en los que
habían sido concebidos o criados. Allá donde había vida, había muerte; y allá
donde había muerte, estaba él. Era uno de los pocos que podía, en caso de
desearlo, viajar por todo el mundo. Le gustaba ser Muerte.
Cuando el sol salió del todo, se alejó de
la montaña rusa desvencijada y de la feria, cuyos puestos estaban llenos de
bultos mohosos que antes eran animales de peluche. El acuario estaba abierto, y
el cristal de sus puertas destrozado y arrebatado por el huracán que había
asolado la ciudad poco después de haber quedado abandonada. Dentro de la
exposición de Criaturas Alienígenas, el único edificio que quedaba en pie,
Muerte solo encontró oscuridad y silencio. Atravesó despacio las cubas vacías y
oscuras sin buscar nada en particular. Se limitó a caminar entre ellas.
Escuchando. Sintió que algo lo había llevado a aquel lugar. No sabía el qué,
pero sí que sabía una cosa: que era algo que no sentía desde antes de la
desaparición de la gente. Solo por eso merecía su atención.
Cuando Muerte llegó al extremo sur del
edificio, descubrió que el viento y la lluvia de antaño habían abierto un
agujero enorme y aserrado en una de las paredes. La mayoría de los escombros
habían quedado enterrados en la arena debido al paso del tiempo y formado un
sendero que atravesaba la pared derrumbada de la cuba del león marino, entre
los montículos artificiales (que casi habían desaparecido) que rodeaban el
lugar y a través de los pilares inclinados que eran lo único que quedaba de una
pasarela. Las entrañas del edificio se extendían ante él claramente desde donde
se encontraba hasta el agua.
Una vez allí, Muerte encontró algo
extraño. Una serie de rayones arabescos que recorrían aquel sendero de
listones, madera llena de salitre y montículos de arena formados por el viento.
Los siguió y descubrió que las marcas desaparecían unas pocas docenas de metros
antes de llegar a la orilla del agua, arrastradas por la marea. Se dio la
vuelta y vio que salían del acuario, pero que desaparecían en el lugar en el
que la arena quedaba reemplazada por la moqueta barata y casi indestructible
del edificio.
Muerte no tenía mucha imaginación. No le
hacía falta. Pero sí que tenía paciencia, por lo que, al no contar con otra
manera de resolver aquel misterio, se sentó junto a las marcas. Al fin y al
cabo, eran recientes. Quizá lo que fuese que las había hecho no tardaría en
volver.
Y al fin, cuando cayó la noche, vio que
algo se movía cerca de la playa. Un animal se arrastraba para salir de las
olas. Al principio pensó que se trataba de algo nuevo, como la flor negra y el
pavo real rojo. Luego se acercó y descubrió que no era más que un pequeño pulpo
azul oscuro que avanzaba entre los listones y la arena. Cuando estaba más
cerca, vio que llevaba sobre dos de sus tentáculos una vieja taza de plástico
azul con las letras UTAH grabadas y desgastadas. Un chorro de agua se
derramaba por la parte superior de la taza de vez en cuando, aunque estaba
claro que la criatura se esforzaba por evitarlo. Muerte vio que caminaba con
los otros seis tentáculos y dejaba tras de sí el rastro que ahora tanto le
sonaba.
El pulpo se detenía de vez en cuando y
soltaba la taza en una superficie plana, o la apoyaba contra una roca, para
meter la cabeza en el agua. Muerte lo vio respirar mientras su tonalidad pasaba
a ser de un azul más claro, similar al de la taza. Al terminar, la cogía y
seguía su camino.
Se volvió a quedar quieto cuando Muerte
se incorporó para seguirlo al interior del acuario. Muerte hizo lo propio, y se
sintió muy observado por los extraños ojos de pupilas rectangulares del pulpo.
No se acercó, y la criatura continuó su laboriosa marcha.
En el interior, ambos avanzaron hacia una
de las mayores cubas del edificio. En ella, a diferencia del resto que ya no
necesitaban, había unas luces que parpadeaban de un azul brillante y
resplandeciente. En la esquina de arriba había un agujero cerca del lugar en el
que el cristal se unía con la parte superior de plástico, y algo había apartado
las algas muertas de la superficie del agua. En el techo del acuario, encima de
la cuba, había un tragaluz por el que entraban gran parte de los rayos del sol.
Gracias a ellos, Muerte era capaz de ver que la cuba aún estaba medio llena de
agua, y que la superficie llegaba más o menos a la altura de sus ojos. El
líquido estaba turbio y el cristal estaba marcado por el paso del tiempo y el
uso, pero al otro lado alcanzó a ver muchas pequeñas criaturas que se movían a
toda velocidad.
Antes de que Muerte fuese capaz de
identificarlas, el pulpo se detuvo frente a la cuba y se afanó para escalar el
cristal sin soltar la taza. Derramó el agua en el interior, la soltó y luego se
escabulló por el agujero que había en la parte superior. Muerte se fijó en que
había otras muchas tazas, latas y cáscaras de coco desperdigadas por el suelo.
El pulpo hizo una pausa al otro lado del cristal y se quedó colgando en el
plástico sobre la superficie del agua mientras miraba a Muerte a través de un
espacio sin marcas. Él volvió a sentirse observado.
Luego, una de esas criaturas que no
dejaban de moverse por el agua dio un brinco y también se quedó pegada al
plástico. Y entonces lo comprendió: era una pequeña réplica del pulpo grande,
una cría. Habría cientos de ellas, incluso miles, en la cuba.
Muerte se inclinó hacia delante para
mirar al gran pulpo (la gran pulpo) a través del hueco transparente del
cristal. También se lo quedó observando.
-¿Quieres que te mate? -preguntó-. ¿Es lo
que deseas?
Sintió la intensa fatiga del pulpo. Sabía
que así eran las cosas: la madre moría para que su carne les proporcionase a
sus hijos un poco de fuerza con la que quizá serían capaces de sobrevivir. Era
lo que había ocurrido durante incontables generaciones, desde que la
destrucción del acuario les había proporcionado a sus ancestros un lugar
perfecto en el que criar a los pequeños. ¿Cuántos pulpos más habrán sobrevivido
gracias a esa casualidad comparados con los que lo hacen a la intemperie?
¿Cuándo adultos más habrán aprendido a salir del océano con agua para encontrar
un sitio seguro en algún lugar de la costa vacía?
El pulpo hembra no respondió. No podía
hablar. Pero Muerte era lo que era, y sabía que la criatura lo había
reconocido. No era un pavo real rojo ni una flor negra, pero en cierto modo
también se trataba de algo nuevo. O de algo viejo que había sabido aprovechar
una nueva oportunidad. Daba igual. Las cosas nuevas nacían de aceptar y
aprovecharse de ese tipo de oportunidades.
Uno de los tentáculos chorreantes y
debilitados de la madre pulpo se retorció por el borde del cristal roto y se
agitó un poco. Muerte asintió y lo tocó. Un instante después, el pulpo se
volvió gris y cayó al agua. El tanque se meció cuando las crías se abalanzaron
sobre ella para probar un último bocado de amor.
El pequeño pulpo que había salido del
agua seguía colgado en el cristal, inmóvil, y había observado cómo Muerte
mataba a su madre. Muerte lo saludó con solemnidad y luego se giró para
marcharse.
Notó un movimiento. El pequeño pulpo
había empezado a apresurarse hacia el agujero del cristal. Muerte se detuvo.
-No -dijo al recordar que la madre no
volvía a la orilla hasta el anochecer, con la marea-. Espera hasta por la
mañana, cerca del amanecer. Y lleva agua.
La cría de pulpo se detuvo, agotada por
el esfuerzo de respirar fuera del agua. Muerte no tenía ni idea de si lo había
entendido; de ser así, la cría esperaría y tendría muchas más probabilidades de
sobrevivir a su viaje hacia el océano. Quizá algunos de sus hermanos también
intentaran sobrevivir al viaje y así enseñar las habilidades y la inteligencia
necesarias para hacerlo a los jóvenes que llegarían en el futuro. Y poco a
poco, con algo de suerte y otras oportunidades…
Así era como habían empezado las
personas. Así era como empezaban todas las cosas nuevas. Muerte lo sabía,
entendía la vida y la muerte de las especies igual de bien que siempre había
entendido la vida y la muerte de los individuos. Pero quizá se había preocupado
demasiado por estas últimas y obviado demasiado las primeras.
El pequeño pulpo se soltó de la cuba y
volvió a tirarse al agua para abalanzarse hacia la parte que le correspondía
del cadáver de su madre. Muerte se sintió desdeñado y olvidado, pero era lo
normal. Los jóvenes no solían pensar en él, pero ese desinterés no lo hacía
menos eterno.
Sonrió al reparar en que algunas ideas no
cambiaban nunca, con independencia de quién las conceptualizara. Aun así…
Levantó la mano y contempló la forma y la estructura de los tentáculos. Serían
muy versátiles, pero también le dio la impresión de que costaba mucho
acostumbrarse a ellos.
Luego se giró y se marchó a casa.
Muerte fue a Union Square unos días
después. Caminó entre los adoradores de los escalones de la parte sur y les
preguntó qué podía hacer.
-Limítate a… pensar en quien quieres
salvar -dijo el Rey Dragón, que no había dejado de mirarlo con gesto extraño
desde su llegada-. Es lo único que necesita cualquiera de nosotros, ¿sabes?
Pero, amigo, espero que no te moleste que te diga que nunca imaginé que te
vería por aquí. Creía que… -Hizo una pausa, avergonzado-. Bueno, creía que te
daba igual lo que nos pasara a los demás.
Muerte lo comprendió. Solían pensar mal
de él.
-La muerte llega cuando tiene que llegar
-explicó-. No tengo forma de facilitarla, pero sí sé que todos nos merecemos la
oportunidad de intentar sobrevivir.
Hasta ellos.
-Bueno, sí, pero… -El Rey Dragón se rascó
su enorme y rizado bigote y luego soltó una breve risilla-. Mira que eres raro,
hombre.
Muerte sonrió. Le gustaba que lo llamaran
«hombre», aunque sabía que no tardaría en haber otras manifestaciones de él que
tendrían otros nombres. No sería el mismo después de pasar por el filtro de
esas nuevas mentes. Ninguno de ellos lo sería, pero ahora lo importante era que
sus compañeros sobreviviesen y tuvieran al menos la oportunidad de adaptarse.
Al fin y al cabo, el mundo no había quedado destruido. Daba igual quién fuese
el pensador mientras aún quedasen ideas.
-Gracias -dijo Muerte, que le dio una
palmada al Rey Dragón en el hombro. "El Rey Dragón se sobresaltó y le dedicó
una mirada funesta"-. Bueno, dime: ¿Cuesta mucho aprender a tocar la gaita?
Iba a necesitar una forma de matar el
tiempo mientras aún tuviese dedos.
FIN
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