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1 de marzo de 2024

LA RIBERA DEL RÍO SUEÑO {Relatos}

 

 


 

Muerte yacía bajo la torre de agua de una azotea derrumbada; miraba cómo el fluido se condensaba despacio por la parte inferior del metal. De vez en cuando, las perlas de agua crecían lo suficiente como para formar gotas que caían alrededor, y también en la frente, de Muerte. Había contado más de setecientas gotas en los últimos días.

Sueño apareció de repente y se acuclilló junto a Muerte, con gesto esperanzado.

-Pareces aburrido. ¿No crees que te vendría bien un poco de olvido?

-No, gracias -respondió Muerte. Siempre hacía gala de una educación muy escrupulosa para contrarrestar su reputación. Esperó a que cayese otra gota (que no le cayó encima, al fin) y luego giró la cabeza para contemplar a Sueño-. Tú pareces un poco distante.

Después de que Muerte hubiera rechazado su ofrecimiento, Sueño había suspirado antes de sentarse junto a él.

-Pensé que iba a estar bien -dijo-. Debería estar bien. Los animales duermen, y hasta las plantas en cierta manera. Pero no es lo mismo.

Muerte extendió el brazo para tocarle la mano. Era la manera que tenía de realizar una oferta silenciosa.

-No, gracias -dijo Sueño, aunque sí que le cogió la mano.

Muerte se alegró. Eran pocos los que lo tocaban si podían evitarlo. Con aquel gesto supo que lo que Sueño había querido decir en realidad era: «Aún no».

Se incorporó. El sol había salido en la ciudad. Las nubes eran un cordel de perlas que recorrían los cielos. Una bandada de pequeños pájaros (Muerte supuso que se trataba de colibríes que migraban hacia el sur) pasó a través de un agujero con bordes oxidados que se abría en el edificio de MetLife.

-¿Qué es eso? -preguntó Sueño.

Muerte siguió el dedo y vio un racimo de flores. La azotea en la que yacía tumbado estaba cubierta de hierba, y un ailanto crecía con decisión entre el polvo y el cieno en una esquina. Había un montón de flores entre la hierba. Por eso a Muerte le gustaba tanto esa azotea. Le iba a molestar mucho cuando terminara por derrumbarse.

-No es más que una margarita -respondió.

-Aparte de eso.

Se levantaron y rodearon otro de los agujeros de la azotea para mirar mejor. Además de la margarita, había en la hierba una flor que se afanaba por crecer entre las briznas que había en las sombras de la pared de la azotea, una que Muerte no había visto antes. Tenía una forma similar a la del azafrán, pero sus raíces eran superficiales como las de toda la flora de la azotea. No tenía bulbo y sus pétalos eran de un negro mate, rico e intenso.

-Es diferente -dijo Sueño.

Muerte se agachó para mirar la flor y luego extendió la mano para tocar la suavidad de uno de los pétalos, que parecía propia del satén. No solo diferente. Nuevo.

Algo le hizo cosquillas en la mejilla. Alzó la mano para apartarlo de su cara y se mojó los dedos. Volvió a mirar a la torre de agua y se arrepintió de haber perdido la cuenta.

A Muerte le gustaba cruzar puentes. Por eso había elegido su hogar relativamente lejos del centro de la ciudad. Era un edificio de piedra grande, feo y gris que antaño había sido una fábrica, más tarde había sido colonizado por los artistas y por último se había puesto de moda entre los jóvenes profesionales obsesionados con las modas. Ahora, los que dominaban aquel lugar eran los gatos. Mientras bajaba por las escaleras, Muerte pasó junto a más o menos una docena de ellos, entre los que se encontraba una madre que llevaba un ratón en la boca con firmeza e iba delante de dos crías larguiruchas. Como era habitual, hicieron caso omiso de la presencia de Muerte, que se limitó a apartarse para dejarlos pasar. Las pocas veces que alguno se dignaba mirarlo, asentía para saludarlo con educación. A veces los animales le devolvían el saludo.

En cierta ocasión había intentado convencer a un gato para que viviese con él. Era algo que sabía que habían conseguido los humanos, pero siempre se le olvidaba ponerles de comer y, como no dormía, el minino no podía acurrucarse con él por la noche. Al cabo de unos días, desapareció sin dejar rastro. Siguió viendo a su progenie por el edificio, lo que le hizo sentir un profundo remordimiento.

El puente de Williamsburg aún no había empezado a deformarse y hundirse como los de Manhattan y Brooklyn. Muerte sospechaba que debía haber alguna razón lógica para ello: quizá el de Williamsburg estaba recién reformado, o tal vez lo habían construido con materiales más resistentes. Pero Muerte quería creer que era él quien había ayudado a mantenerlo intacto. El hecho de cruzarlo le había dado un sentido a la estructura. Y tener sentido era la quintaesencia de todas las cosas creadas por la humanidad.

Y por eso, Muerte lo cruzaba todos los días para ir a la ciudad.

Cuando llegó había mucha actividad.

-¡Los gemelos han abierto un Starbucks en Unión Square! -proclamó un desconocido cuando Muerte llegó al otro lado del puente en Relance. Asintió y se alegró por la noticia, aunque no estaba seguro de lo que era un Starbucks ni qué le importaba eso a los gemelos.

No obstante, todo el mundo parecía tan emocionado con la apertura que a Muerte le picó la curiosidad y se dirigió a la parte alta de la ciudad. La mayoría de las calles estaban vacías, salvo por los gatos y unos pocos coyotes. Los coyotes no eran tan atrevidos como los gatos y la mayoría de ellos intentaban pasar desapercibidos. En el cruce de la calle Catorce y la avenida A, Muerte se encontró con el Rey Dragón del Océano Oriental tocando la gaita en la esquina. Estaba sentado en la nudosa raíz de un roble joven que poco a poco había empezado a destrozar un cerezo antiguo y larguirucho y también la acera. Muerte rodeó el socavón y se sentó para escuchar la melodía del Rey Dragón hasta que terminase de tocar.

-Gracias -dijo el Rey Dragón-. Es agradable tener público.

-Eres muy bueno -observó Muerte.

-Siempre quise aprender a tocarla. Es tan fea que hay que quererla. Busqué por todo el país, hasta en Hong Kong, pero no encontré ninguna, así que al final tuve que venir aquí. Gracias a la diáspora china de los humanos. -El Rey Dragón soltó la gaita con cuidado-. ¿Vas a ir al Starbucks?

-Eso estaba pensando, sí. ¿Y tú?

-Claro que no. Odio el café. La gente me lo ofrecía sin parar. Menudo brebaje tan ponzoñoso. Pero una vez probé un dónut de Krispy Treme y pensé que me iba a morir de gusto -dijo mientras soltaba un suspiro nostálgico.

-Nunca he probado el café.

En mi época, la gente le hacía otro tipo de ofrendas muy diferente a Muerte.

-Pues lo más seguro es que hoy tampoco lo pruebes. Masu solo ha encontrado unos pocos bloques liofilizados de ese mejunje. Lo más seguro es que se acaben antes del mediodía.

-Vaya -se lamentó Muerte, algo decepcionado.

-Pero salgamos de aquí. Me aburro.

Caminaron hacia Unión Square, donde los escalones que daban al sur estaban llenos de adoradores. No eran personas, a pesar de que la mayoría de ellos habían adquirido forma humana para rendir homenaje. Tan solo eran algunos de los suyos que tenían la fuerza y la voluntad suficientes para ayudar a los necesitados. En esa ocasión, la cola, que salía del Starbucks y llegaba hasta el banco derrumbado que había en la esquina opuesta, tenía la longitud suficiente para rivalizar con la multitud de los escalones.

El Rey Dragón le dio una palmada en el hombro a Muerte.

-¿Ves? Lo que te decía. Hay que tener mucha suerte para probarlo.

-Merece la pena probar cosas nuevas -dijo Muerte al tiempo que se encogía de hombros.

El Rey Dragón suspiró.

-Sé que no lo necesitas, tío, pero deberías probar un servicio religioso. -Señaló la plaza con la cabeza-. Son mucho mejores que el café.

-Hay otros que lo necesitan más que yo.

Ambos se quedaron en silencio, apenados mientras una criatura delgaducha y espigada pasaba junto a ellos. Resultaba difícil distinguir si era masculina, femenina o andrógina, porque tenía la vestimenta rasgada y el rostro demasiado macilento como para distinguirlo con facilidad. No le quitaba ojo a la plaza. La criatura cruzó la calle sin que Muerte ni el Rey Dragón dejasen de mirarla. Los adoradores se hicieron a un lado para dejar pasar al recién llegado.

-Maldición -dijo el Rey Dragón-. Creo que era uno de los brodistas. Yo conocía a esos tíos. O tías. O lo que sean.

Muerte asintió con solemnidad. Él también los había conocido.

El Rey Dragón le dedicó una mirada cargada de complejo de culpa.

-Mira, sé que yo tampoco lo necesito. Los océanos siguen ahí y la lluvia no ha dejado de caer, pero no es lo mismo, ¿sabes?

-Lo sé -aseguró Muerte, un tanto sorprendido-. No tienes por qué justificarte.

-Claro que no. Lo sé. -El Rey Dragón lo contempló un momento. A lo lejos, las nubes retumbaron con un leve trueno. Pero la rabia del Dragón desapareció tan pronto como había llegado. Luego suspiró-. Bueno, da igual. Gracias por escuchar mi música.

El Rey Dragón cruzó la calle para unirse a la multitud que se encontraba en los escalones. Muerte se lo quedó mirando un instante, pensativo. Primero ayudarían a los más necesitados, pero iban a apoyar a todo el mundo, a ofrecer veneración por turnos que duraban horas y de la manera que fuese necesaria: sangre, oraciones o sexo. De no haber sido por ellos y otros grupos como ellos, muchos habrían desistido o desaparecido a estas alturas.

«¿Morirían por mí si en algún momento se lo pidiera?», se preguntó Muerte, absorto.

Luego se giró y se acercó a la cola del Starbucks. Se quedaron sin café antes de que llegara a la mitad.

Pero los gemelos pusieron en marcha otro experimento que Muerte sí que consiguió probar: las galletas. Se sentó en una de las pequeñas mesas de la abarrotada cafetería y echó una mirada incrédula al plato que Lise había dejado frente a él.

-Están buenas -comentó ella.

-Son verdes -respondió él.

-Es porque hacemos la harina con semillas de digitara -continuó Lise-. Les da un sabor algo más amargo, pero quitando eso están muy buenas. Tienen pasas de verdad.

Las vides silvestres crecían por Brooklyn Heights.

-Ah. Según recuerdo, Masu hizo una vez un vino pasable mediante libación.

-Sí, las botellas que no explotaron ni se avinagraron. Aún está depurando la técnica, pero hacer pasas es fácil. Solo hay que cultivar uvas y después olvidarte de ellas. Deberías probar.

Muerte cogió la galleta y le dio un mordisquito. Para su sorpresa, sabía muy bien. Se lo dijo a Lise, con toda sinceridad.

-No tienes por qué sorprenderte tanto -repuso ella, molesta. Se marchó enfadada detrás del mostrador y siguió trabajando con un artilugio que parecía haber amañado para cocinar las galletas. Tanto a ella como a su mellizo, Masu, se les daba muy bien crear cosas nuevas. Casi tanto como a la gente.

-Tengo que hablar contigo -dijo un ángel femenino que se acercó para sentarse frente a él. No pidió permiso, pero tampoco es que los ángeles suelan hacerlo.

-Claro -dijo Muerte. Lise lo miró de reojo desde detrás del antiguo y polvoriento mostrador, y él recordó el ritual que era sentarse en una cafetería. Había que empezar con una charla trivial antes de abordar los negocios. Muerte estaba decidido a respetar el esfuerzo de los gemelos a la hora de montar aquel lugar.

-¿Qué tal te va? ¿C-cómo te trata la vida?

Se arrepintió de usar esas palabras. Con suerte, el ángel no pensaría que quería matarla.

-La vida de la humanidad forma parte del pasado, y nosotros somos poco más que sombras que han quedado en su estela -comenzó ella con aire de seguridad al tiempo que hacía caso omiso de la educada ficción que exigía el ritual. Muerte torció el gesto. En el mostrador, Lise frunció los labios-. He venido para decirte que el río Lex se ha desbordado. He hablado con Otún, y dice que el sistema de bombeo está destrozado por completo y que bastante ha aguantado. Cree que el Upper East Side estará sumergido dentro de un año.

Muerte escupió una semilla de pasa y empezó a mover la lengua para pescar otra de la hierba que parecía habérsele quedado atascada en los dientes. Supuso que no tenía por qué tener dientes, pero era algo que por lo general le gustaba, excepto en situaciones como aquella.

-¿Y eso por qué supone un problema?

-Las Canciones Infantiles. Viven en el Upper East Side.

-¿Y no se pueden mudar?

El ángel lo miró con gesto de enfado; eso sí, tibio, porque era un ángel. Muerte pensó que podía tratarse de Gabriel, ya que los demás se mostraban menos tolerantes con los que no eran como ellos.

-Es la parte de la ciudad donde hay más guarderías y escuelas.

«Eso explica por qué las Canciones se han agenciado el barrio», supuso Muerte.

-¿Y Park Sope?

Era un barrio de Brooklyn que no estaba muy lejos de su casa en Williamsburg. Recordó que solía visitarlo en los viejos tiempos. Había sido un foco de criminalidad, pero más tarde, antes de que desapareciese la gente, se había convertido en un lugar con muchos niños.

-No pueden llegar tan lejos. No son como el resto de nosotros, que hemos tenido miles de años y docenas de culturas para fortalecernos. Para llegar hasta Brooklyn tendrían que viajar por varios barrios en los que no había niños, y luego cruzar el East River. Sería demasiado para ellos.

Muerte frunció el ceño, y una ligera sospecha empezó a abrirse paso a través del gozo de comerse las galletas. Se reclinó en el asiento, se quedó un rato en silencio mirando al ángel hasta que ella suspiró y al fin lo verbalizó en voz alta.

-Tienes que ayudarlos -le rogó. Habló en voz baja, lo que no era muy frecuente-. Debilitarse es mucho peor, y lo sabes.

-Siempre estoy dispuesto a ayudar. A los que lo pidan.

-¡Son niños! Cantan y hacen rimas y dan brincos por ahí… ¡No saben pedir las cosas!

Muerte se quedó en silencio para dejar claro lo obvio. Las Canciones Infantiles no eran niños, igual que él no era un hombre ni el ángel una mujer. Los niños habían desaparecido.

-No está bien. -El ángel apartó la mirada. Tenía la mano sobre la mesa apretada en un puño que no dejaba de relajar y de comprimir. Sus frondosas alas, que arrastraba por el suelo detrás de la silla, se quedaron inmóviles-. Dejarlos sufrir cuando no tienen por qué hacerlo. Sabes que no está bien.

No lo estaba. Pensó, sin darse cuenta, en el bochista que había visto, en cómo se arrastraba hacia su supervivencia.

-Tal vez quieran intentarlo.

-No piensan tanto, Muerte. Son imbéciles, pero sufren lo mismo que el resto de nosotros. Es sorprendente que hayan aguantado tanto.

Muerte agitó la cabeza despacio y suspiró.

-Hablaré con ellos -dijo al fin-. Intentaré hacerles comprender y luego les preguntaré qué es lo que quieren. La vida, aunque no llegue a ser más que un atisbo de lo que fue, merece como mínimo una reflexión. -Le dedicó una mirada muy seria al ángel-. Y respetaré lo que decidan.

Ella asintió despacio.

-Es lo único que te pido. -Dio un fuerte suspiro, se levantó y, al fin, hizo gala de unos buenos modales-. Gracias. Esto… Que tengas un buen día.

Lise se quedó muy complacida al oírla.

Muerte terminó la galleta, se levantó y se dirigió a la parte alta de la ciudad. Había empezado a caer la noche cuando llegó al Upper East Side. Viajaba más lento por la ribera del río, ya que las aceras y las calles eran lugares peligrosos por allí. El agua salía de las bocas de metro y había llegado a todas partes: era obvio que aquella parte de la isla no tardaría en quedar sumergida a merced del mar. Pero en la calle Sesenta y seis encontró una torre victoriana que se había derrumbado sobre algunos coches para formar un puente un tanto precario. Lo cruzó y llegó mucho más al norte, sin dejar de seguir ese sentido tan suyo que siempre lo llevaba al lugar en el que tenía que estar.

Encontró a las Canciones Infantiles en el jardín de una antigua escuela. La noche era muy oscura, pero ellos seguían corriendo de un lado a otro y persiguiendo luciérnagas entre risotadas, sonido que hacía que Muerte se sintiese solo y nostálgico. En el jardín también había pavos reales machos y hembras, y algunos estaban posados en las ramas de los árboles mientras él pasaba por debajo. Lo retaban con sus graznidos, ya que eran criaturas mucho menos indiferentes que los gatos de su edificio. Luego se detuvo, sorprendido al encontrar una de las aves en el suelo justo delante de él. La miró y se dio cuenta de que no era azul y verde como las otras. Tenía la cabeza de un rojo tornasolado y resplandeciente que pasaba a dorado al llegar al cuello y a la parte inferior del cuerpo. La criatura abrió y agitó la enorme cola, y Muerte vio que los ocelos eran de un negro siniestro y estaban rodeados por un contorno blanco.

En ese momento, como si le satisficiese que alguien se hubiera dado cuenta de lo extraño que era, el pavo real bajó la cola y salió volando.

Cuando los niños corrieron hacia Muerte aún entre risas y encantados de conocer a alguien nuevo, él no pudo evitar fijarse en lo delgados que estaban.

Un día, Muerte empezó a sentirse inquieto, lo que le resultó extraño. Era Muerte, el único lugar común de toda vida. No tenía razón para sentirse inquieto, pero así fue.

«¿Habré comenzado a desaparecer, tal y como les ha ocurrido a muchos otros?», se preguntó. Pero aún había muerte en el mundo que le rodeaba, todos los días. En los gatos de su edificio. En las ratas y los ratones y los pájaros que alimentaba. En las plantas que crecían entre las grietas del hormigón. Entre los suyos, incluso, cuando flaqueaban. Pero también era consciente de una certeza: que tal vez hubiese muerte en ausencia de la humanidad, pero no había lugar para Muerte.

No se sentía más débil. Tampoco sintió cómo se diluía su esencia. Pero sí que había algo que lo atribulaba.

Empezó a caminar al azar. Hacia el sur. Las calles de Brooklyn estaban menos destrozadas e inundadas que las de Manhattan, pero tenían otros problemas, sobre todo en los barrios más pobres. Tuvo que ir más despacio en Flat Bush, que ya se encontraba en mal estado mucho antes del fin de la humanidad. Los desagües y las fachadas derrumbadas estaban tan mal que terminó por teletransportarse a voluntad hasta Kensington. (Prefería caminar, pero la forma física no siempre era práctica). Se sintió genial al caminar entre las calles rodeadas de árboles y contemplar los edificios marrones que lucían igual de bien que el año en que los habían construido, pero también sintió que había hecho un poco de trampa.

Muerte no se cansaba, por lo que caminó durante gran parte de la noche y llegó a Coney Island por la mañana. Le encantaba ver el amanecer desde la playa. El océano susurraba a su ritmo, impertérrito ante la presencia o la ausencia de la humanidad. Se pasó un par de horas oyendo el rumor y el bisbiseo de las olas y recordando todo lo que había sido. No era como gran parte de los suyos, confinados a los lugares en los que habían sido concebidos o criados. Allá donde había vida, había muerte; y allá donde había muerte, estaba él. Era uno de los pocos que podía, en caso de desearlo, viajar por todo el mundo. Le gustaba ser Muerte.

Cuando el sol salió del todo, se alejó de la montaña rusa desvencijada y de la feria, cuyos puestos estaban llenos de bultos mohosos que antes eran animales de peluche. El acuario estaba abierto, y el cristal de sus puertas destrozado y arrebatado por el huracán que había asolado la ciudad poco después de haber quedado abandonada. Dentro de la exposición de Criaturas Alienígenas, el único edificio que quedaba en pie, Muerte solo encontró oscuridad y silencio. Atravesó despacio las cubas vacías y oscuras sin buscar nada en particular. Se limitó a caminar entre ellas. Escuchando. Sintió que algo lo había llevado a aquel lugar. No sabía el qué, pero sí que sabía una cosa: que era algo que no sentía desde antes de la desaparición de la gente. Solo por eso merecía su atención.

Cuando Muerte llegó al extremo sur del edificio, descubrió que el viento y la lluvia de antaño habían abierto un agujero enorme y aserrado en una de las paredes. La mayoría de los escombros habían quedado enterrados en la arena debido al paso del tiempo y formado un sendero que atravesaba la pared derrumbada de la cuba del león marino, entre los montículos artificiales (que casi habían desaparecido) que rodeaban el lugar y a través de los pilares inclinados que eran lo único que quedaba de una pasarela. Las entrañas del edificio se extendían ante él claramente desde donde se encontraba hasta el agua.

Una vez allí, Muerte encontró algo extraño. Una serie de rayones arabescos que recorrían aquel sendero de listones, madera llena de salitre y montículos de arena formados por el viento. Los siguió y descubrió que las marcas desaparecían unas pocas docenas de metros antes de llegar a la orilla del agua, arrastradas por la marea. Se dio la vuelta y vio que salían del acuario, pero que desaparecían en el lugar en el que la arena quedaba reemplazada por la moqueta barata y casi indestructible del edificio.

Muerte no tenía mucha imaginación. No le hacía falta. Pero sí que tenía paciencia, por lo que, al no contar con otra manera de resolver aquel misterio, se sentó junto a las marcas. Al fin y al cabo, eran recientes. Quizá lo que fuese que las había hecho no tardaría en volver.

Y al fin, cuando cayó la noche, vio que algo se movía cerca de la playa. Un animal se arrastraba para salir de las olas. Al principio pensó que se trataba de algo nuevo, como la flor negra y el pavo real rojo. Luego se acercó y descubrió que no era más que un pequeño pulpo azul oscuro que avanzaba entre los listones y la arena. Cuando estaba más cerca, vio que llevaba sobre dos de sus tentáculos una vieja taza de plástico azul con las letras UTAH grabadas y desgastadas. Un chorro de agua se derramaba por la parte superior de la taza de vez en cuando, aunque estaba claro que la criatura se esforzaba por evitarlo. Muerte vio que caminaba con los otros seis tentáculos y dejaba tras de sí el rastro que ahora tanto le sonaba.

El pulpo se detenía de vez en cuando y soltaba la taza en una superficie plana, o la apoyaba contra una roca, para meter la cabeza en el agua. Muerte lo vio respirar mientras su tonalidad pasaba a ser de un azul más claro, similar al de la taza. Al terminar, la cogía y seguía su camino.

Se volvió a quedar quieto cuando Muerte se incorporó para seguirlo al interior del acuario. Muerte hizo lo propio, y se sintió muy observado por los extraños ojos de pupilas rectangulares del pulpo. No se acercó, y la criatura continuó su laboriosa marcha.

En el interior, ambos avanzaron hacia una de las mayores cubas del edificio. En ella, a diferencia del resto que ya no necesitaban, había unas luces que parpadeaban de un azul brillante y resplandeciente. En la esquina de arriba había un agujero cerca del lugar en el que el cristal se unía con la parte superior de plástico, y algo había apartado las algas muertas de la superficie del agua. En el techo del acuario, encima de la cuba, había un tragaluz por el que entraban gran parte de los rayos del sol. Gracias a ellos, Muerte era capaz de ver que la cuba aún estaba medio llena de agua, y que la superficie llegaba más o menos a la altura de sus ojos. El líquido estaba turbio y el cristal estaba marcado por el paso del tiempo y el uso, pero al otro lado alcanzó a ver muchas pequeñas criaturas que se movían a toda velocidad.

Antes de que Muerte fuese capaz de identificarlas, el pulpo se detuvo frente a la cuba y se afanó para escalar el cristal sin soltar la taza. Derramó el agua en el interior, la soltó y luego se escabulló por el agujero que había en la parte superior. Muerte se fijó en que había otras muchas tazas, latas y cáscaras de coco desperdigadas por el suelo. El pulpo hizo una pausa al otro lado del cristal y se quedó colgando en el plástico sobre la superficie del agua mientras miraba a Muerte a través de un espacio sin marcas. Él volvió a sentirse observado.

Luego, una de esas criaturas que no dejaban de moverse por el agua dio un brinco y también se quedó pegada al plástico. Y entonces lo comprendió: era una pequeña réplica del pulpo grande, una cría. Habría cientos de ellas, incluso miles, en la cuba.

Muerte se inclinó hacia delante para mirar al gran pulpo (la gran pulpo) a través del hueco transparente del cristal. También se lo quedó observando.

-¿Quieres que te mate? -preguntó-. ¿Es lo que deseas?

Sintió la intensa fatiga del pulpo. Sabía que así eran las cosas: la madre moría para que su carne les proporcionase a sus hijos un poco de fuerza con la que quizá serían capaces de sobrevivir. Era lo que había ocurrido durante incontables generaciones, desde que la destrucción del acuario les había proporcionado a sus ancestros un lugar perfecto en el que criar a los pequeños. ¿Cuántos pulpos más habrán sobrevivido gracias a esa casualidad comparados con los que lo hacen a la intemperie? ¿Cuándo adultos más habrán aprendido a salir del océano con agua para encontrar un sitio seguro en algún lugar de la costa vacía?

El pulpo hembra no respondió. No podía hablar. Pero Muerte era lo que era, y sabía que la criatura lo había reconocido. No era un pavo real rojo ni una flor negra, pero en cierto modo también se trataba de algo nuevo. O de algo viejo que había sabido aprovechar una nueva oportunidad. Daba igual. Las cosas nuevas nacían de aceptar y aprovecharse de ese tipo de oportunidades.

Uno de los tentáculos chorreantes y debilitados de la madre pulpo se retorció por el borde del cristal roto y se agitó un poco. Muerte asintió y lo tocó. Un instante después, el pulpo se volvió gris y cayó al agua. El tanque se meció cuando las crías se abalanzaron sobre ella para probar un último bocado de amor.

El pequeño pulpo que había salido del agua seguía colgado en el cristal, inmóvil, y había observado cómo Muerte mataba a su madre. Muerte lo saludó con solemnidad y luego se giró para marcharse.

Notó un movimiento. El pequeño pulpo había empezado a apresurarse hacia el agujero del cristal. Muerte se detuvo.

-No -dijo al recordar que la madre no volvía a la orilla hasta el anochecer, con la marea-. Espera hasta por la mañana, cerca del amanecer. Y lleva agua.

La cría de pulpo se detuvo, agotada por el esfuerzo de respirar fuera del agua. Muerte no tenía ni idea de si lo había entendido; de ser así, la cría esperaría y tendría muchas más probabilidades de sobrevivir a su viaje hacia el océano. Quizá algunos de sus hermanos también intentaran sobrevivir al viaje y así enseñar las habilidades y la inteligencia necesarias para hacerlo a los jóvenes que llegarían en el futuro. Y poco a poco, con algo de suerte y otras oportunidades…

Así era como habían empezado las personas. Así era como empezaban todas las cosas nuevas. Muerte lo sabía, entendía la vida y la muerte de las especies igual de bien que siempre había entendido la vida y la muerte de los individuos. Pero quizá se había preocupado demasiado por estas últimas y obviado demasiado las primeras.

El pequeño pulpo se soltó de la cuba y volvió a tirarse al agua para abalanzarse hacia la parte que le correspondía del cadáver de su madre. Muerte se sintió desdeñado y olvidado, pero era lo normal. Los jóvenes no solían pensar en él, pero ese desinterés no lo hacía menos eterno.

Sonrió al reparar en que algunas ideas no cambiaban nunca, con independencia de quién las conceptualizara. Aun así… Levantó la mano y contempló la forma y la estructura de los tentáculos. Serían muy versátiles, pero también le dio la impresión de que costaba mucho acostumbrarse a ellos.

Luego se giró y se marchó a casa.

Muerte fue a Union Square unos días después. Caminó entre los adoradores de los escalones de la parte sur y les preguntó qué podía hacer.

-Limítate a… pensar en quien quieres salvar -dijo el Rey Dragón, que no había dejado de mirarlo con gesto extraño desde su llegada-. Es lo único que necesita cualquiera de nosotros, ¿sabes? Pero, amigo, espero que no te moleste que te diga que nunca imaginé que te vería por aquí. Creía que… -Hizo una pausa, avergonzado-. Bueno, creía que te daba igual lo que nos pasara a los demás.

Muerte lo comprendió. Solían pensar mal de él.

-La muerte llega cuando tiene que llegar -explicó-. No tengo forma de facilitarla, pero sí sé que todos nos merecemos la oportunidad de intentar sobrevivir.

Hasta ellos.

-Bueno, sí, pero… -El Rey Dragón se rascó su enorme y rizado bigote y luego soltó una breve risilla-. Mira que eres raro, hombre.

Muerte sonrió. Le gustaba que lo llamaran «hombre», aunque sabía que no tardaría en haber otras manifestaciones de él que tendrían otros nombres. No sería el mismo después de pasar por el filtro de esas nuevas mentes. Ninguno de ellos lo sería, pero ahora lo importante era que sus compañeros sobreviviesen y tuvieran al menos la oportunidad de adaptarse. Al fin y al cabo, el mundo no había quedado destruido. Daba igual quién fuese el pensador mientras aún quedasen ideas.

-Gracias -dijo Muerte, que le dio una palmada al Rey Dragón en el hombro. "El Rey Dragón se sobresaltó y le dedicó una mirada funesta"-. Bueno, dime: ¿Cuesta mucho aprender a tocar la gaita?

Iba a necesitar una forma de matar el tiempo mientras aún tuviese dedos.

 

FIN

 1981 -reeditado por Paya Frank @ Blogger


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