Isla de Rodas, 270 antes de
Cristo.
La isla de Rodas se encuentra
situada en un punto estratégico para el intercambio con Grecia, Asia Menor y
Egipto. Comercialmente, fue la ciudad más importante del Mediterráneo oriental.
Durante muchos años,
Macedonia, una potencia militar de esa época, intentó invadir la isla para
quebrar su alianza con Egipto. Pero Rodas logró resistir hasta que sus enemigos
retiraron los barcos.
Los habitantes de Rodas
vendieron un cargamento de armas que habían dejado sus rivales y, con ese
dinero, construyeron una estatua en honor de Helio, el dios del Sol. La obra
era tan imponente que su construcción duró doce años y fueron necesarias 300 toneladas
de bronce para revestirla.
La escultura del coloso,
ubicada en la entrada del puerto, medía
Cuentan que hubo un rey en la
isla de Rodas que contrató a los mejores arquitectos de su época para que
construyeran una estatua en honor de Helio, el dios del Sol.
Esa obra de arte sería una
manera de darle las gracias a Helio por la ayuda que acababa de brindarle a la
ciudad para vencer a los enemigos. Helio les había otorgado la fuerza necesaria
para rechazar la invasión de los macedonios.
La estatua era enorme. Tenía
un pie apoyado en cada lado de la entrada del puerto. Su cuerpo, revestido de
bronce, brillaba tanto como el propio Sol. Cada persona que se acercaba
navegando a Rodas, se sorprendía al ver aparecer ese gigante resplandeciente.
Empezaron a llamarlo: “el
coloso”.…
Algunos años después de que la
estatua fuera finalizada, un macedonio decidió navegar hasta Rodas. Se llamaba
Nicodemo y tenía un solo objetivo: vengar la muerte de su abuelo, un valiente
soldado a quien los rodios habían matado durante un combate. Varios amigos
intentaron convencerlo de que no valía la pena ir hasta Rodas nada más que para
eso. Era una empresa muy peligrosa. Pero, desde que era chico, Nicodemo sentía
en el corazón la necesidad de tomar revancha por aquella muerte. Y no hubo
manera de hacerlo cambiar de idea.
A bordo del barco, el
macedonio miraba ansiosamente hacia adelante. Sabía que empezaba a acercarse al
imponente cuerpo del coloso, la famosísima estatua que señalaba la entrada del
puerto de Rodas.
No bien lo divisó,
resplandeciente, sintió el mismo fervor que las olas del mar embravecido. El
coloso, con las piernas separadas y una antorcha encendida en la mano, apuntaba
la mirada en dirección al horizonte. Parecía que su confianza en sí mismo no tenía
límites.
Nicodemo palpó un pliegue de
su túnica, para asegurarse de que ahí estaba el frasquito lleno de veneno.
Había planeado una estrategia para introducirse en el palacio de Rodas y volcar
el contenido del frasco en la comida preparada para el rey.
Una brisa benévola empujaba el
barco hacia el puerto, mientras las nubes corrían por el cielo como
enloquecidas. El ritmo de la navegación acompañaba el entusiasmo de Nicodemo, y
le hacía olvidar que todavía le faltaba superar muchos obstáculos antes de alcanzar
el objetivo.
Cuando la sombra del coloso lo
cubrió, Nicodemo sintió que toda su vida no había sido más que la espera de ese
mágico momento. Justo en ese instante, escuchó una voz que le decía:
-Te recomiendo que vuelvas al
lugar de donde saliste.
Desconcertado, el macedonio
levantó la cabeza. No podía creer que la escultura le estuviese hablando. El
barco se había detenido. Nicodemo se puso en puntas de pie para comprobar si
los labios del coloso se movían. Pero, desde la posición en la que se encontraba,
era difícil que alcanzara a ver tan alto.
-Helio no aprueba los actos de
venganza -le advirtió aquella voz misteriosa.
Nicodemo quedó petrificado. Un
poco por el temor y otro poco por la rabia. ¿Cómo era posible que alguien
conociese su plan? Y, para colmo, él ni siquiera acertaba a descifrar de quién
se trataba… Cerró los ojos y respiró profundamente. Trató de ser más reflexivo.
Reconoció que se había asustado. Y al abrir los ojos, descubrió a un chico
justo frente a él, parado sobre uno de los pies del coloso.
La apariencia del niño era
inquietante. Tenía el cabello colorado y los ojos amarillos. Llevaba puesta una
rara vestimenta y sus zapatos parecían de otro mundo: eran cerrados, con dos
rayitas en los costados y arriba un moño hecho con un cordón.
-¿Quién te envía? -preguntó el
macedonio.
No sabía si debía confiar o
preparar el cuchillo para defenderse.
-Eso no importa -dijo el chico-.
Te aconsejo que no avances, porque Rodas será destruida por un terremoto.
Nicodemo se sobresaltó. Quiso
reaccionar con frialdad e indiferencia. Pero, como siempre, en seguida recordó
la triste muerte de su abuelo cuando lo atravesaron los flechazos de los
rodios. Al revivir esa imagen, su odio reapareció con más fuerza. Llevado por
la furia, tomó una piedra que había en su barco y la arrojó contra ese chiquito
inoportuno.
Entonces ocurrió algo
asombroso: la piedra pasó a través del cuerpo del niño sin dañarlo, entró por
su pecho y salió por la espalda, como si no hubiese nada sólido en el medio.
Nicodemo llegó a pensar que estaba alucinando o tal vez dentro de una pesadilla.
-Soy un fantasma del futuro -dijo
el chico en un tono tranquilo.
El macedonio supuso que se
burlaba de él. Nicodemo nunca había creído en los fantasmas. Y, en caso de que
los fantasmas existieran, no le parecía posible que pudiesen provenir del
futuro.
-Vivo en el año 2005 -siguió
explicando el chico-. Vine hasta tu época en el carro del Sol. Te aviso que
vengarse es rebajarse al nivel del enemigo. Únicamente aquel que renuncia a la
venganza se coloca por encima del que lo ofendió.
-Sí, sí -le dijo Nicodemo,
indignado-. Más te vale que me expliques cómo puedes estar tan seguro de que
habrá un terremoto.
-Muy fácil. Porque aparece en
los libros de historia -respondió con absoluta serenidad el niño del futuro.
El macedonio lo miró
desorientado.
-Tu venganza ni siquiera
llegará a concretarse -agregó el chico-. Repartir los castigos no está en manos
de los seres humanos, ni siquiera de los dioses, sino de algo superior a ellos:
el Destino. Y el Destino ya ha decidido que esta misma tarde Rodas caerá en
pedazos.…
El mar se agitaba y unas aves
giraban en círculos alrededor de la cabeza del coloso.
Dos gaviotas de alas filosas
se apartaron del grupo y se alejaron hasta desaparecer en destellos plateados
que se confundían con la espuma de las olas.
El macedonio contempló la
trayectoria de ese vuelo y recordó nuevamente a su abuelo. Aquella injusticia
ocurrida en el combate no tenía consuelo ni antídoto.
Aunque fuera insensato el plan
de envenenar al rey, incluso aunque las palabras del niño fuesen verdaderas,
Nicodemo no podía apagar su sed de venganza.
¡Cómo le hubiese gustado que
su vida figurara en los libros de historia, y encontrar uno ahí para espiar
cuál sería su suerte!
De todos modos, no había duda
de que iba a seguir hasta el palacio. Él no era un hombre capaz de controlar
sus pasiones. Izó la vela y entró con firmeza en el puerto de Rodas.
El niño del futuro lo miró
alejarse con un gesto resignado. Luego alzó los ojos y vio cómo, a través del
cielo, se aproximaba aquel hermoso carro.
Los cuatro caballos que lo
arrastraban habían recorrido una inmensa distancia para venir a buscarlo. Iba
conducido por Helio, el dios del Sol, quien todas las mañanas sale de su
magnífico palacio en el lejano oriente y, antes de que caiga la noche, se dirige
a su palacio de occidente y se acuesta a dormir. En el medio, atraviesa con su
carro volador los océanos del mundo y, a veces, levanta pasajeros.
Ni siquiera el poderoso Helio
podía impedir la decisión del Destino con respecto a esa isla llena de gente
que lo adoraba. Por eso, mien-
tras el niño subía al carro,
el dios puso unos rayos de sol en el interior del coloso. Era su señal de amor
para el pueblo de los rodios.…
Los libros de historia nada
cuentan acerca de la suerte de Nicodemo, aquel macedonio que no pudo vencer su
deseo de venganza.
Sin embargo, nos informan que el
coloso solamente duró 56 años. Cuando el terremoto sacudió a Rodas, la
gigantesca estatua se quebró.
Por respeto al dios Helio, los
rodios dejaron los restos donde habían caído. No se atrevieron a tocarlos.
Y se dice que, en la
actualidad, Helio ilumina la isla desde abajo. Desde esos pedazos de bronce que
yacen en el fondo del mar. Mientras el carro del dios aún pasea alrededor del
mundo transportando a niños de ojos amarillos que viajan por el tiempo.
FIN
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