Me he
convencido de que los asesinos son hombres que aman su trabajo. Al terminar el
día, cuando marchan a su casa, tienen realmente la sensación de que han
cumplido bien su cometido. Al contrario del empleado de camisa blanca y traje
de franela gris, llevan su trabajo hasta el final…, hasta el final de uno u
otro.
-No quiero
volver sin él -dijo George.
Su mujer,
sentada ante la mesa blanca de la cocina, tenía un calcetín y el huevo de
zurcir en la mano. Metió el huevo dentro del calcetín, levantó la mirada y
preguntó:
-¿Por qué
no? ¿Qué diferencia hay?
-En primer
lugar, para mí, una gran diferencia -respondió George-. Y en segundo lugar, soy
un hombre en el que se puede confiar y tengo que seguir siéndolo. Es cuestión
de reputación.
-Terry no
va a deshacerse de ti porque vuelvas sin ese hombre -observó su mujer-. Puedes
irte y pasar un par de días buscando…, pero buscando de verdad. Sabes
perfectamente dónde no está, no sé si me entiendes. Puedes hacer que parezca
bien hecho, George. Luego regresas, ¿qué mal hay en ello?
-No me
gusta, ahí está el mal -insistió George-. Nunca hice nada como esto.
-Tampoco
nunca tuviste un encargo como éste -le recordó su mujer.
George se
acercó a la nevera, la abrió, estudió por un momento su contenido, sacó una
naranja y empezó a mondarla cuidadosamente, sentado al otro lado de la mesa
blanca.
-Ésta no
es la cuestión -replicó-. La cuestión es, ¿se puede o no se puede confiar en
mí?
-George…
-Me gusta
tan poco como a ti, pero Terry sabía lo que hacía al pedirme que me ocupara de
esto. Debió de imaginar que yo le conozco mejor que nadie y, por tanto, soy el
hombre indicado para encontrarle. Debió de pensarlo así.
George se
metió un gajo en la boca. Su mujer no le quitaba ojo de encima, hasta que le
preguntó:
-¿Cómo
puedes estar sentado aquí comiendo, hablando de ello y sin perder la calma?
¿Para ti no significa nada?
-No digas
eso -la recriminó George, tragando otro gajo-. Éramos íntimos. En algún
momento, tan íntimos que más parecíamos hermanos. Y lo siento, pero ¿qué otra
cosa puedo hacer?
-Puedes
hacer lo que te he dicho. Simular bien que has estado buscándole. ¿Nunca has
buscado a nadie sin encontrarle?
George
movió la cabeza afirmativamente. Se metió otro gajo en la boca, lo masticó y lo
tragó.
-Solamente
una vez. Luego resultó que el hombre había muerto de muerte natural.
-No
importa cómo resultó -insistió su mujer-. ¿Acaso entonces Terry quiso
deshacerse de ti?
-Pero no
quedó nada contento.
-Pero
sigues aquí. -Dejó el calcetín y el huevo de zurcir sobre la mesa-. Sigues
estando vivo.
-Sí
-asintió George-, claro. Será mejor que me vaya. Me espera un largo viaje.
-Piensa en
lo que te he dicho -insistió la mujer-. Quiero decir, piénsalo en serio.
-Claro que
sí.
Se levantó,
se tragó el resto de la naranja, se ajustó la pistolera y la cubrió con la
chaqueta.
-Quizá
convenga que me lleve un impermeable -dijo-. Puede que llueva. Nunca se sabe.
Su mujer
permaneció sentada, sin contestarle. George fue al armario de la entrada,
recogió el impermeable, lo dobló con cuidado y se lo colgó del brazo.
-Te veré
cuando te vea.
-George,
por favor…
-No
discutamos más. Me voy. Tengo que irme.
-No me
gusta nada -repitió la mujer.
-Pensaré
en lo que me has dicho -aseguró George-. Te lo prometo.
-¿Es que
no puedes hacer lo que yo quiera? Es lo mismo que quieres tú, o lo que me
dijiste que querías.
-Ya hemos
hablado bastante. -Se fue hacia la puerta-. Me voy de verdad.
-¡Por
favor, George! -insistió su mujer.
George se
encogió de hombros.
-Te
llamaré cuando vaya a volver.
George
conducía cuidadosamente, no demasiado de prisa; salió de la ciudad hacia la
autopista. Había muy poco tráfico; George se permitió el lujo de fumar un
pitillo mientras conducía y pensó en lo que iba a hacer a continuación.
Pensó en
que Fred era su primo, y que quizá su mujer tuviera razón; había que pensarlo
bien. No era lo mismo que ir tras un desconocido. El y Fred se habían querido
más que como primos; durante muchos años habían sido como hermanos. George
recordaba secretos compartidos, expediciones a las que habían ido juntos.
Cuando Fred terminó en la escuela superior, George, un año mayor que él, ya era
un correo para la organización y consiguió a Fred su primer empleo.
Ahora Fred
había abandonado la organización: anunció que iría por el camino recto y que no
quería tener nada que ver con la organización. Naturalmente, Terry también
tenía razón; no podía permitir que se saliera con la suya; un hombre en una
situación de responsabilidad debía mantener la boca cerrada si alguna vez
decidía abandonar. No se podía volver a confiar en un hombre una vez alejado de
la organización. Y si ese hombre conocía demasiados secretos, había que
eliminarlo. Aparte de lo que decía Terry sobre dar una lección a los demás,
estaba la cuestión de que Fred sabía demasiado y George se daba perfecta cuenta
de que Terry tenía razón.
Fred no
había sido un correo de poca monta ni siquiera un operador independiente cuando
se fue, no era como un tenedor de libros o un segundón que apenas sabe nada
sobre los jefes y el trabajo de la organización. Él había formado parte del
grupo, un principiante que había subido. Nunca anduvo armado, naturalmente; no
servía para este tipo de trabajos, y George, que estaba convencido de ser uno
de los mejores tiradores de la organización, sabía también cómo era su primo.
Fred había sido valioso a su modo, valioso y de confianza. "Si un hombre
en un cargo de responsabilidad se aparta de la organización -se dijo George-,
hay que cerrarle la boca; ya no se puede confiar en él." George lo sabía
perfectamente: aunque uno le hubiera situado en la posición de responsabilidad,
aunque fuera pariente cercano, aunque hubieran sido hermanos.
George
tenía, pues, que hacer el trabajo, y lo aceptaba. Pero al salir de la autopista
y acercarse a Nueva York donde Fred había ido, donde estaría escondido, empezó
a sentir cierta angustia.
"Ella
debería conocerme mejor y evitar discutir conmigo", se dijo George. Estaba
nervioso, sin saber por qué; pensó que podía ser la conciencia o la compasión,
no sabía bien lo que era o cómo podía manifestarse; lo achacó solamente al
nerviosismo. "Debió callarse -pensó George-. Ella me conoce y sabe que
haré lo mejor; pero empiezo a preocuparme."
George
temió que esto afectara su búsqueda, o el momento en que lo encontrara. Tenía
miedo a hacer algo mal y entonces, ¿qué ocurriría? A pesar de las palabras de
ánimo, a pesar de la confianza de su mujer, ignoraba qué le ocurriría si
informaba a Terry de haber fracasado. Era posible que se decidiera que su
utilidad había terminado y entonces sería él el perseguido, tendría que correr
para salvar la vida…, y enfrentarse finalmente a otra pistola, movida por las
órdenes de la organización.
"Fred
debió pensarlo mejor -se dijo-. Lo que hizo no ha sido por mi culpa. Sabe
perfectamente lo que le espera."
George iba
repitiéndose esto una y mil veces. El trayecto a oscuras iluminado sólo por las
farolas de la autopista era largo y solitario. Fred sabía lo que estaba
haciendo. Volvió a repetirse: "No puedo permitirme indisponerme con la
organización o dejar que me maten sólo por su causa. Si él quiere hacerse el
idiota no significa que yo no pueda seguir trabajando bien.
"Y lo
que siento…, bueno, eso es cosa mía. Éste es mi trabajo. Esto es lo que hago y
lo que tengo que hacer. No puedo jugar con mi trabajo, como si no significara
nada".
George
llegó a los suburbios de la ciudad, la primera salida fue Queens, y
disminuyó-la velocidad. El trayecto casi había terminado; ahora empezaría la
búsqueda. "Deja de pensar tonterías -se dijo desesperadamente-.
Basta."
Encontrar
a Fred iba a ser sencillo. Sabía que estaría con una muchacha, y conocía a la
muchacha…
"Fred
no se habría molestado en esconderse por nada", se dijo. Se irritaba, y no
sabía por qué; se esforzó por no pensar. ¡Había tantas cosas en este trabajo
que le angustiaban!; este trabajo era completamente distinto, no como los que
estaba acostumbrado a llevar a cabo.
De todas
formas, George sabía que la muchacha vivía en la Calle 53 Este y sabía que Fred
estaría con ella tarde o temprano. Condujo el coche a través del enorme tráfico
de Nueva York, teniendo buen cuidado de no verse envuelto en ningún accidente y
se detuvo junto a la acera, a tres casas de los apartamentos donde vivía la
novia de Fred.
Tan pronto
como aparcó, vio pararse un taxi delante de la casa y bajar a una muchacha.
George se preguntó si esperaría a Fred, pero decidió que puesto que la joven
había llegado ya, sería mejor subir con ella y no darle a Fred la oportunidad
de escabullirse. También cabía la posibilidad de que él ya estuviera arriba.
Ahora pensaba maquinalmente, sin permitirse ni siquiera el placer de recordar
otros trabajos bien hechos, limpiamente planificados y cuidadosamente
ejecutados; en este trabajo, en particular, no podía haber el menor placer.
Completamente insensible, supo que existía el peligro de que reaparecieran
aquellas raras sensaciones, conciencia, compasión o lo que fuera; no podía
permitírselo en aquel estado de cosas.
Siguió a
la muchacha desde la puerta de entrada al ascensor. Contempló las paredes de
espejos del vestíbulo y la puerta principal; él y la muchacha eran desconocidos
y ni uno ni otro habló o dio a entender que podían conocerse. Unos segundos
después llegó el ascensor. La joven entró y George tras ella.
Apretó el
botón del cuarto piso. George se quedó esperando. Cuando el ascensor se detuvo,
la joven abrió la puerta y George la siguió. Fue directamente a su puerta
pensando, probablemente, si pensaba algo, que aquel hombre iría a otro
apartamento del mismo piso. Pero iba pegado a ella hasta que llegaron a la
puerta, donde sacó cuidadosamente la pistola procurando que quedara totalmente
oculta por la chaqueta al tiempo que le decía en voz baja:
-Abra la
puerta y entre delante de mí; no le pasará nada.
La joven
se volvió y se le quedó mirando.
-No… -dijo
finalmente.
-Abra la
puerta -repitió George-. No quiero hacerle daño.
-… si está
buscando a…, no está aquí. No sé lo que quiere.
-Sabe
perfectamente lo que quiero. No nos quedemos aquí hablando. Vamos. Entremos.
-No puede…
George le
hizo un gesto con la pistola.
-..: están
esperándole dentro. Le matarán.
George
movió la cabeza.
-Estoy
harto de perder el tiempo.
Y volvió a
señalar, irritado, con la pistola.
La
muchacha se volvió sin decir palabra, abrió la puerta y entró. En el último
momento trató de darle con la puerta en las narices, pero George se lanzó hacia
delante y penetró en el apartamento.
Cerró la
puerta tras él y se apoyó en ella un instante. Ante él se extendía un largo
corredor alfombrado de rojo con las paredes pintadas de gris perla. Al final
había una gran habitación. Las puertas daban al corredor, a su izquierda.
George
sacó el revólver de debajo de la chaqueta. Los ojos de la muchacha se abrieron
asustados.
-No trate
de hacer ruido -le advirtió-. Puede que viniera alguien, pero llegaría
demasiado tarde para usted. Y tampoco ayudaría en nada a su Fred.
-¿Fred?
-repitió la joven-. No conozco a ningún Fred. ¿De quién está hablando?
-No juegue
conmigo.
-Oiga… Por
favor, por favor, créame, no conozco a ningún Fred.
George se
apartó de la puerta, pero se mantuvo entre ella y la joven. La hizo retroceder
por el corredor hasta llegar a la sala de estar y se sentó en un sofá.
-Siéntese
y escuche. Puede que sea una larga espera.
-No
conozco a ningún Fred -insistió la joven-. Estará usted en un sitio equivocado.
La verdad es que…, no sé de qué me está usted hablando.
-Claro
-dijo George-, claro.
-Puede
usted bajar y preguntar. Le dirán que vivo sola. Así que a quien esté buscando…
-Siéntese
-ordenó George, señalando con la pistola. La joven se dejó caer, atontada,
sobre una silla-. ¡Con que vive sola! ¡Ya! ¡Ya! Fred paga el alquiler. Bien, no
me engaña y es inútil que lo intente.
La joven
guardó silencio largo rato. George supuso que intentaba decidir si continuaba o
no con su cuento.
-No puede
matarle -dijo con dulzura, a media voz-. Fred no quiere hacer daño a nadie. Lo
único que quiere es que le dejen en paz.
-Pero yo
tengo un trabajo que hacer -replicó George.
-Pero es
que Fred no ha hecho nada.
-Ésa es
una suerte que no podemos correr.
Estudió a
la muchacha y admiró el gusto de Fred. No era muy alta, pero sí esbelta, con
cabello castaño claro y un rostro en forma de corazón. Era muy bonita y
agradable y esto contaba mucho.
De pronto
no supo si podría llevar a cabo el trabajo. Estaba asustado y se esforzaba por
acallar sus sentimientos.
- ¡Por
favor! ¡Por favor, haré cualquier cosa! -suplicaba la muchacha.
-¡Es
inútil y usted lo sabe -dijo George, irritado.
Si
abandonaba ahora, Terry mandaría a alguien más, y quizás incluso a un tercero a
por él. Incluso imaginar que podía dejar el trabajo sin hacer, era pura
demencia…
-¿Por qué
me hace esto?
-Quiero
que se quede sentada aquí, donde está, y deje de hablar. Una sola palabra y
disparo. Llevo silenciador, así que podré seguir esperando a que llegue Fred.
-Por
favor…
Al fin se
quedó callada.
Permanecieron
sentados, sin moverse. El apartamento estaba mudo; estaban como envueltos en
una masa de algodón, y no había solución, no había salida posible, no podía
volver a un período más simple de su vida pasada.
Sostenía
el arma en una mano, como una pesa, y se mantenía inmóvil, esperando.
Se oyó el
timbre de la puerta y George y la joven salieron juntos del salón hacia la
entrada. George andaba tras ella, pero ahora el revólver estaba escondido en el
bolsillo.
-Abra
-ordenó a la muchacha.
El timbre
volvió a sonar y ella alargó la mano. Una voz dijo desde fuera:
-Tintorería.
Abrió la
puerta. El muchacho que esperaba fuera llevaba una percha en la mano.
-Un dólar
cincuenta.
A George
le pareció que el chico se asemejaba un poco a Fred. Tenía sus mismos ojos, su
misma mandíbula, era delgado, nervioso; pero sabía que el chico no tenía nada
que ver con él. Tanteó la pistola y trató de apartar la mano del bolsillo, pero
la mano siguió allí, pegada al frío metal. Le pareció que el chico le miraba de
un modo raro, después de cobrar y mientras se cerraba la puerta.
"Puede
que algún día vaya tras él -pensó George. Y al momento-: ¿Cómo se me ha
ocurrido esto? ¿Qué demonios me está pasando?"
-Quizá
Fred no venga hoy -iba diciendo la joven-. Quizá…
-Si hoy no
aparece -declaró George-, esperaré hasta que lo haga. Usted camine y vaya a
sentarse.
La
muchacha se sentó en la silla. George anduvo paseando nervioso por la
habitación, pero se paró de pronto al oír que la puerta se movía y una llave se
introducía por fuera en la cerradura.
La joven
se puso en pie y George se colocó rápidamente a su lado, murmurando, con el
arma apoyada en su espalda:
-No haga
ruido.
En la
muchacha el silencio fue tan tenso como su cuerpo. La puerta se abrió
lentamente.
Fred les
vio inmediatamente a los dos, pero se detuvo una vez dentro, y de un empujón
cerró la puerta tras él. Sonrió, relajó su rostro y se apoyó en la puerta sin
decir una palabra.
-Te he
estado esperando -anunció George.
Fred tenía
un rostro delgado; empezaba a perder el pelo y llevaba un traje liso, marrón.
George se fijó que era como uno que él había tenido colgado en el armario de su
casa. Pensó en meter una bala en el traje y experimentó una extraña mezcla de
miedo y asco. Fred dijo:
-No…
George se
apartó de la joven, sosteniendo el arma delante de sí, situándose en una
posición desde donde pudiera vigilar a los dos. Fred quiso dar media vuelta
hacia la puerta, pero él le apuntó directamente:
-No
llegarías -le advirtió-. Antes de terminar de traspasar la puerta, te habría
puesto como un colador.
Fred
volvió a la habitación, muy despacio:
-No podrás
matarme. -Hablaba despacio, muy quedo-. Tú no, George. No podrás hacerlo.
-Para eso
he venido.
-Soy Fred
-le recordó.
George
tosió para aclararse la garganta. Se preguntó: "¿Por qué no disparo? ¿Por
qué no termino el trabajo y me largo…?". El silencio era interminable.
-Oye
-declaró Fred-, lo que quiero decir es…, que ella no tiene nada que ver. Puedes
dejarla en paz.
-Está bien
-concedió George.
-Óyeme, yo
tampoco haría nada, George. No iría a la Policía. ¿Qué te crees que soy? Me
conoces bien.
-Sí, sí,
pero te fuiste.
Entonces
habló la joven.
-Oh, Dios
mío, por favor… Oiga, es sincero. No hará nada. Puede dejarnos en paz…
George
guardó silencio, esperando, no sabía bien qué.
-Un hombre
debe tener la oportunidad de ir por el buen camino, George.
George
movió la cabeza afirmativamente.
-Me di
cuenta de que no tenía por qué estar en la organización…, para siempre -explicó
Fred.
-No tenías
que hacer nada -añadió George, asintiendo con demasiada rapidez-, en efecto.
-Oye,
George, ¿por qué te portas así? Eramos amigos, éramos más que amigos…
George
seguía allí, empuñando el arma.
-No puedo
escucharte -dijo de pronto-. No puedo.
Creía oír
la voz de su mujer, oyó la de Fred, la de la joven, todas ellas moviéndose y
hablando en su mente, agitándose en fragmentos sonoros.
-Tienes
que escucharme -insistió Fred-. Tienes que hacerlo, George.
La joven,
que estaba a su lado, se movió de pronto y George se volvió, pero no lo
bastante rápido. Se le echó encima, tratando de hacerle girar, pero George
movió su mano libre sin esfuerzo, golpeando a la joven y derribándola. Fred
corrió hacia delante, pero se detuvo en seco, George había dado un paso atrás y
la pistola volvía a apuntarle.
-Es inútil
-exclamó George.
-Cielos…
-exclamó Fred, y George sintió que los dedos se le tensaban en el gatillo. Hubo
un estallido y George, sorprendido, vio caer a Fred, en un mundo de silencio,
en un mundo de horrenda pantomima y consciencia, la extraña sensación que ahora
entendía y reconocía y que ya nunca le abandonaría.
La joven
estaba arrodillada junto a Fred. George la contemplaba porque era como una
figura de piedra, como un ídolo presidiendo un sacrificio.
-¿Por qué
tuvo que…? -preguntó la muchacha, contemplando a Fred, con los ojos llenos de
dolor y de lágrimas.
George
contempló el arma en su propia mano. Ya no había nada que hacer, ninguna
decisión que tomar. Uno tenía que vivir en el mundo, tal como era; había que
ser digno de confianza y cuidar las responsabilidades. Había un trabajo que
hacer y debía hacerse, le gustara o no, pensara en él o no, sintiera lo que
sintiera…
La
muchacha no representaba ningún peligro, lo sabía.
El
apartamento y el edificio estaban en silencio.
George se
dijo que tenía que marcharse rápidamente. El trayecto de regreso era largo; la
Policía no tardaría en llegar; Terry querría saber lo que había ocurrido. Pero
seguía en la habitación, empuñando el arma. Bruscamente dio media vuelta y
anduvo hacia la puerta, muy despacio, en medio del silencio sepulcral, con sumo
cuidado.
Le pareció
que nunca llegaría a la puerta o al rellano, vacío y libre, que había detrás.
FIN
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