Los
viajantes de comercio además de lo que venden, como ustedes saben, deben
venderse a sí mismos. Su sonrisa debe ser amplia, y el brillo de sus zapatos
impresionantemente cegador. Tan perfectos individuos resultan ser,
naturalmente, las víctimas perfectas.
Desde su
ventana del décimo piso del hotel no había más vista que la pared ciega de un
edificio contiguo. Pero no le importaba. Había decidido no ir a los mejores
hoteles, como hacían otros viajantes (y como él mismo había hecho siempre,
antes de empezar a perder representaciones y sentir la inseguridad de los
tibios saludos); ni pidió la mejor habitación en éste. Sabía que tenía que
mejorar su trabajo y dar una mejor impresión en su oficina, y pensó que reducir
gastos sería una buena medida.
Había
estado leyendo toda la velada. Luego se quedó adormilado, pero ignoraba cuánto
tiempo. Era ya muy tarde cuando unos ruidos procedentes de la habitación vecina
turbaron su sueño. En un principio creyó que se trataba de una pesadilla, pero
se dio cuenta de que estaba despierto. Se incorporó estupefacto, desconcertado,
como el que se despierta de súbito, sin enfocar bien la vista, tratando de irse
acostumbrando tanto al despertar como a los extraños ruidos.
Oyó voces
de un hombre y de una mujer. Estaban enzarzados en una discusión dura y amarga
tras el endeble tabique. Le despertaron. Se enderezó en la butaca y se levantó.
Acercándose al tabique e inclinó la cabeza, con los ojos muy abiertos.
-No me
tragaré ésta -dijo la voz del hombre.
La voz
femenina contestó, sus palabras eran ininteligibles, pero su calidad era
indudablemente ordinaria.
Luego
volvió a oír al hombre:
-Conque
sí, ¿verdad? Pues a lo mejor será que no.
Esta vez
las palabras de la mujer fueron claras y estridentes:
-No puedes
impedírmelo. Lo único que tengo que hacer es salir por esa puerta. Después
trata de explicarlo.
-Y yo te
digo ahora que es mejor que no lo intentes.
La voz del
hombre se notaba llena de rabia.
-Bueno,
veamos si lo intentas.
La voz de
la mujer y su amenaza se interrumpieron de pronto. Se oyó un grito de sorpresa
y algo cayó al suelo. Siguió un rumor de lucha. Parecía como si la mujer
tratara de chillar, pero su esfuerzo quedaba cada vez más ahogado.
Fríamente
fascinado, pero también asustado, el viajante escuchaba, con el oído pegado al
tabique, hechizado por la lucha. Ahora sonaba como si se arrastrara por el
suelo, y oía unos gritos apagados y unos golpes frecuentes. En ese momento, los
ruidos cesaron. Todo quedó en absoluto silencio. Permaneció pegado a la pared,
esperando otros ruidos, pero no se oyó nada más. Una quietud irreal,
inexplicable, llenaba la otra habitación. Esa misma quietud traspasó el tabique
y se apoderó de él.
Esperó
mucho rato. Luego, con paso quedo, se apartó de la pared experimentando la
inquieta culpabilidad del intruso junto con su pánico. Retrocediendo, contempló
el tabique como tratando de ver a través de él, esperando que la escena del
otro lado se materializara en beneficio suyo. La pared desnuda no le
proporcionó nada más que un vacío melancólico.
Volvió a
sentarse, esta vez al borde de la butaca, estirándose el labio con enorme
preocupación y nerviosismo reflejados en su rostro. Sentía un deseo casi
abrumador de ocuparse solamente de sus cosas, el natural impulso humano de
ignorar y dar la espalda a los problemas. Pero por encima de todo sentía con
inquietante machaconería la persistente preocupación por la mujer. ¿Se habría
limitado el hombre a hacerla callar con un golpe, o la habría asesinado…, como
le parecía a él (y como le insistía su exasperada imaginación)?
Después de
unos minutos de intensa y reflexiva indecisión, se levantó, volvió al tabique y
arrimó la oreja esperanzado…, esperando oír la risa suave de dos amantes
reconciliados. Pero persistía el silencio. Casi se enfureció. ¿Por qué no
volvían a hablarse de nuevo? Estarían probablemente sentados, en silencio,
mirándose con disgusto, sin la menor consideración por su mal rato.
Aquel
silencio no le satisfacía. Decidió que no podía ignorar lo que había ocurrido.
¿Cómo se sentiría si al despertar por la mañana se enteraba de que la mujer
había sido asesinada y el asesino había huido por la noche? La culpabilidad le
pesaba. Tal vez pudiera hacerse algo, si no salvar la vida de la mujer, por lo
menos apresar a su asesino mientras el crimen estaba aún caliente en sus manos.
Silenciosamente
se incorporó y se calzó los zapatos. Sigilosamente, como si él mismo estuviera
cometiendo algo reprensible, abrió su puerta y salió al pasillo. No había
nadie. Se dio cuenta de lo avanzado de la hora. Todo el mundo estaría dormido,
de ahí que él había sido posiblemente el único en oír lo ocurrido. Se quedó
quieto, retorciéndose las manos, embargado por una enloquecedora indecisión.
Luego, dominando su inhibición se dirigió al ascensor y pulsó el botón.
Mientras esperaba, contempló la puerta de la habitación donde había tenido
lugar el conflicto. Incluso la puerta parecía sugerir algo desesperado, un
mensaje silencioso, urgente, irreal.
El
ascensor llegó crujiendo y la puerta se abrió. El pequeño cajón esperó a que
entrara. Se metió rápidamente dentro, apretó el botón de la planta baja y
contempló cómo se cerraba la puerta. Estaba nervioso, y sudaba mientras…, con
un movimiento lento como de ataúd bajado a la tumba…, el ascensor iba bajando,
sucediéndose los pisos, con un clic en solemne cadencia.
La puerta
se abrió frente a un vestíbulo dormido, vacío, el típico vestíbulo de un hotel
de segunda clase, desesperadamente lúgubre en las interminables horas
nocturnas. El conserje estaba detrás del mostrador leyendo un periódico.
Mientras el viajante iba acercándose al mostrador se preguntaba qué debía decir
y cómo, si debía mostrarse serio o si sería mejor tomarlo a broma. No quería
aparecer como un alarmista. Quizás un alboroto en aquella habitación era algo
habitual y el empleado se reiría y lo reconocería. Quizá por eso nadie más
había bajado a informar. Empezó a sentirse como un idiota. Habría seguido
andando hacia la máquina de venta de cigarrillos si en aquel momento el
conserje no hubiera levantado la cabeza del periódico.
-Dígame,
Mr. Warren.
Mr. Warren
se paró junto al mostrador, mirando al conserje. Éste se puso en pie con una
sonrisa insulsa, competente, profesional.
-Me
pareció -explicó Mr. Warren-, me pareció oír una discusión muy acalorada en la
habitación contigua a la mía.
-¿De
veras?
Animado,
Mr. Warren continuó:
-Sí. Un
hombre y una mujer discutían…, sobre no sé qué. Era una discusión bastante
agria. El hombre la golpeó…, creo. Parecía una pelea tremenda. Después cesó. No
sabría decir cómo. Pero ya no oí nada más. Creí que tenía que…, bueno, que
informar de ello, para mayor tranquilidad.
El
empleado repasó el registro.
-¿Qué
habitación? -preguntó sin levantar la cabeza.
-La que
está a mi derecha.
-Veamos.
Usted tiene la 10/C. Así que se trataría de la
10/E. Está
registrado en ella un tal Mr. Malcolm. Él solo.
-¿Solo?
El
conserje miró a Mr. Warren con ojos pálidos, carentes de simpatía, y contestó:
-Sí.
-Pero eso
es imposible. Quiero decir…, yo oí…
-Quizás
oyó la radio de alguien -sugirió el conserje.
-No, no
era una radio -protestó indignado-. Había estado medio dormido y oí con toda
claridad…
-¿Medio
dormido?
-No, no
estaba soñando. Cuando lo oí estaba completamente despierto.
-Ya
-murmuró el conserje. Se miró el reloj de pulsera-. Bueno, es muy tarde. No
quisiera molestar a nadie, a menos que usted insista.
Se lo
planteó claramente a Warren, cargó la responsabilidad sobre sus hombros: era un
desafío. Podía insistir o retroceder, cruzar otra vez el vestíbulo, bajo la
mirada condescendiente del empleado. Sintió su resolución por los suelos,
desinflada. Le enfureció. Apoyó ambas manos sobre el mostrador y dijo con voz
repentinamente firme:
-Sí. Creo
que deberíamos comprobarlo.
Sin decir
palabra, el conserje levantó el teléfono interior y marcó un número. Hubo que
esperar un buen rato antes de que dejara de sonar el timbre que Mr. Warren
podía oír. Respondió una voz de hombre, tensa, con desgana.
-¿Mr.
Malcolm? -preguntó el conserje-. Aquí, recepción. Siento molestarle a estas
horas. Su vecino, Mr. Warren, ha bajado a informar sobre cierto alboroto en su
habitación. ¿Ha tenido algún problema?
Mr. Warren
no pudo distinguir las palabras exactas, pero oyó una protesta indignada por
parte del hombre. El conserje movió la cabeza, contemplando a Mr. Warren con
aire de superioridad y clara satisfacción. Mr. Warren se ruborizó.
-Comprendo.
Gracias, Mr. Malcolm. Lamento haberle molestado. -El conserje dejó el teléfono
y miró fijamente a Mr. Warren-. Lleva durmiendo desde las diez -aclaró el
empleado con una censura implícita tanto en la voz como en su expresión.
-No es
posible -insistió Mr. Warren-. Yo… -Se disponía a describir con cuánta
intensidad había estado escuchándolo todo, pero se dijo que tal admisión
resultaría embarazosa-. Muy bien. Tal vez estaba equivocado. Siento (haberle
molestado. Buenas noches.
Dio media
vuelta y se alejó, sintiendo los ojos del empleado clavados en su espalda
mientras iba hacia el ascensor.
Regresó a
su habitación y volvió a sentarse. Pudo haberse equivocado. En la oficina le
habían dicho que se estaba haciendo viejo, que perdía facultades. Quisieron
separarle de su ruta y pasársela a otro más joven. Pese a una disminución en el
volumen de ventas, había insistido en que era tan capaz como antes. Pero
envejecía, se cansaba fácilmente. Sabía que a medida que uno se va haciendo
viejo, los sentidos te engañan. ¿Serían ilusiones suyas? Sólo la idea le
mareaba, le producía dolor de cabeza. Lo que debía hacer, se dijo seriamente,
era dejar de pensar en semejantes cosas. Era ridículo. Sólo tenía cincuenta y
siete años. ¿Tan viejo era?
Solamente
pensar en todo eso le irritaba. Hubiera podido tener noventa y nueve años, se
dijo, y estar chocho y senil, pero así y todo había oído las voces y el ruido
de la lucha. Era una estupidez tratar de negárselo. Mr. Malcolm había mentido.
Y si había mentido era porque tenía una buena razón para mentir.
Mr. Warren
decidió llamar a la Policía y apretó los puños. La Policía no sería tan crédula
como el conserje. No aceptaría la palabra de Malcolm sino que subiría a su
habitación y buscaría por su cuenta. Animado por la idea, fue hacia el
teléfono. Pero, de pronto, titubeó. El teléfono le pareció de pronto fatal.
Claro, si insistía, vendría la Policía. Llamaría a la puerta de Mr. Malcolm y
registraría la habitación de acuerdo con la queja de Mr. Warren. ¿Y qué pasaría
sí no encontraba nada? No se libraría tan fácilmente. Mr. Malcolm podía
presentar una reclamación si se le antojaba, y probablemente lo haría. La gente
de los hoteles, Warren lo sabía por su larga experiencia, solían ser muy
susceptibles. La irritación le ponía sobre ascuas. Podían demandar al hotel y
la Policía tendría que redactar un informe y en medio de todo aparecería Fred
Warren. Mandarían un informe a la oficina central, ¿y qué pensarían entonces?
Serviría para afirmarse en sus sospechas. Fred Warren
empezaba a
oír asesinatos a media noche.
Cansado,
deprimido, volvió a sentarse y contempló el suelo. Estaba así sentado cuando
oyó una suave llamada a la puerta. Alerta, suspicaz, se levantó y se acercó a
ella, reflexionando antes de abrir; preguntó:
-¿Quién?
Una voz de
hombre murmuró:
-¿Mr.
Warren?
-Sí.
-¿Puedo
hablar con usted? Es muy importante.
El tenso
murmullo del hombre indicaba cierta urgencia. Intrigado, Mr. Warren abrió la
puerta. Delante de él, un hombre más bien alto, joven, con un albornoz azul
claro sobre el pijama. Su rostro reflejaba inquietud.
-¿Puedo
pasar? -preguntó.
-¿Por qué?
-Se trata…
Y con un
gesto que parecía terminar la frase indicó subrepticiamente la habitación
contigua.
Ante esto,
Mr. Warren le hizo pasar y cerró silenciosamente la puerta. El visitante estaba
inquieto, abría y cerraba las manos.
-Sé que es
una molestia -dijo-. Lamento molestarle a estas horas. Pero me pregunto si ha
oído usted lo ocurrido al lado. He supuesto que sí, sentado tan cerca…, como
está.
-Sí que lo
he oído -asintió Mr. Warren. Alargó su mano-. Soy Fred Warren.
El hombre
la tomó tímidamente, dijo:
-Soy John
Burka. Llamé al conserje y me dijo que me volviera a la cama, que había tenido
una pesadilla, que en esta habitación sólo había una persona y que era
imposible que hubiera…
-A mí me
dijo lo mismo -explicó, excitado. Mr. Warren a su nuevo aliado-. Bajé y le hice
llamar. El -y señaló la habitación vecina- dijo que yo estaba loco.
-Bien,
pero los dos no podemos estar locos -afirmó Mr. Burka.
-Claro que
no. ¿Y los demás?
-¿Quiénes?
-¿No hay
más gente en este piso que pueda haber oído algo? A lo mejor les da miedo…
-La
mayoría de las habitaciones están desocupadas. Hay una vieja al extremo del
pasillo, pero está sorda. Me la encontré esta mañana en el ascensor y casi no
oye nada.
-¿Y qué
propone que hagamos? -preguntó Mr. Warren.
-Pues esto
es lo que he venido a preguntarle.
-Yo…
-empezó Warren, y se calló.
El otro le
dejaba la decisión.
Él era el
jefe…, era el mayor, el más sabio. Captó la tremenda responsabilidad, pero
decidió no esquivarla.
-Bien,
tendremos que hacer algo -afirmó haciéndose cargo del timón-. No podemos
quedarnos a un lado y…, dejar que lo que ha ocurrido ahí quede silenciado.
-Estoy de
acuerdo -dijo Burka.
-Iba a
llamar a la Policía, pero me lo he pensado dos veces. Siempre cabe la
posibilidad, la muy remota posibilidad, de que pudiéramos estar equivocados.
Resultaría muy embarazoso.
-Estoy de
acuerdo con usted.
-Le
advierto que no creo que nos hayamos equivocado. Pero creo que podríamos ser
capaces de averiguarlo sin llamar a la Policía.
-De
acuerdo.
-¿Miró por
la cerradura? -preguntó Mr. Warren.
Parecía
una tontería. Pero era una sugerencia.
-No.
-Intentémoslo.
Silenciosamente
salieron al corredor. Una vez allí, mientras Mr. Burke, con albornoz, pijama y
zapatillas montaba guardia, Mr. Warren, con crujido de huesos, se arrodilló y
miró por la cerradura. Se puso en pie. Agarró a Mr. Burke por el brazo y se lo
llevó a la habitación.
-¿Qué?
-preguntó Burka ansiosamente.
-Está
negro -contestó Warren.
-¡Oh!
-exclamó Burka, decepcionado.
Mr. Warren
se le quedó mirando y sugirió:
-Pero no
podemos pasarlo por alto. Tenemos un deber que cumplir.
-De
acuerdo.
-Quizá
pudiéramos insistir con el conserje para que nos abra la puerta. ¿Por qué
aceptar la palabra de aquel hombre? Después de todo…
-Podría
llevarnos a un juicio por calumnia.
-Sí
-aceptó Warren, pensativo, frotándose la barbilla.
Y también
eso llegaría a oídos de la oficina central. Mr. Burke le contemplaba, esperando
órdenes.
-Si
pudiéramos mirar dentro de la habitación…
-No hay
forma.
-Hay un
medio -insinuó Mr. Burka con voz queda y temerosa.
-¿Cuál?
-Desde el
saliente.
-¿El
saliente?
-Hay un
saliente, una cornisa, que da la vuelta al edificio.
-¿Es
ancha?
-Bastante ancha.
Los que limpian las ventanas la utilizan.
-Pero
ellos llevan cinturones de seguridad -objetó Mr. Warren.
-No. Es
cuestión de equilibrio. Claro que es peligroso…
-Nos
permitiría echar una ojeada a la habitación -dijo Mr. Warren.
-Por lo
menos sabríamos cómo actuar. Sabríamos si hay uno o dos ahí dentro.
Warren fue
hacia la ventana y la abrió. Miró a la cornisa. Era bastante ancha. Miró a la
ventana vecina. Estaba a unos dos metros y pico de distancia. Luego miró abajo.
Demasiado oscuro para poder ver el patio. La oscuridad era como un enorme pozo
sin fondo.
-Quizá no
debiera hacerlo -dijo Mr. Burka nerviosamente-. Ya ha demostrado un gran valor.
Warren se
volvió a mirarlo. Era joven, sólo que un poco nervioso. La oficina podría
aprender mucho de él. Insistió:
-Es el
único camino. El hombre de al lado está muy seguro de sí. Tenemos que procurar
que le den su merecido. Seguro que usted no oyó llorar a la pobre mujer, y yo
sí.
Mr. Burka
movió afirmativamente la cabeza.
-Quédese
junto a la puerta -ordenó Mr. Warren- y mantenga el oído alerta. Yo saldré y
echaré un vistazo.
-¿Podrá
descubrir algo, a oscuras?
-Creo que
podré. Tengo una sorprendente visión nocturna.
-Y mucho
valor -añadió Mr. Burka.
Ésta fue
la última palabra. Ahora ni mil leones podían evitar que Warren saltara a la
cornisa.
Empujó la
ventana tanto como pudo y, a continuación, sujetándose al marco, sacó un pie al
alféizar, luego el otro, y medio agachado, tembloroso, pasó a la cornisa. La
noche le envolvió inmediatamente en un abrazo de vientos oscuros que silbaban,
le barrían y zumbaban junto a él. Apoyó la espalda contra la fría pared de
ladrillo, extendió los brazos para mantener el equilibrio, con la cabeza contra
la pared, levantando la barbilla como si quisiera mantenerse fuera del agua.
Cada paso
era una eternidad. Una tremenda vanidad le excitaba. No podía esperar estar de
vuelta en la habitación…, y no porque tuviera miedo, sino porque quería
reflexionar sobre su hazaña y hablar de ella con Mr. Burka.
La
ventana, a pocos pasos de distancia, le parecía un trofeo maravilloso. De
pronto le tuvo sin cuidado que allí hubiera o no dos personas, que la mujer
estuviera muerta o no. Respiró los vientos desatados y se le subieron a la
cabeza.
Poco
después, tampoco tuvo la menor importancia quién estaba en aquella habitación,
porque no llegó a la ventana. Por detrás de él oyó que Burka le siseaba. Poco a
poco, cuidadosamente volvió la cabeza y vio la de su aliado asomar por la
ventana, vuelto hacia él, sujetándose el albornoz al cuello con una mano y con
la otra gesticulando como loco para que volviera.
Tuvo que
desandar lo andado, haciendo los mismos movimientos, sólo que esta vez iba en
dirección contraria.
Al
acercarse a la pequeña plataforma de luz bajo su ventana, Burke levantó la
vista hacia él y le dijo:
-Creo que
he encontrado lo que estaba buscando.
Frente a
su ventana, tratando de afianzar los pies, Mr. Warren echó una rápida mirada al
interior. Acostada sobre su cama, vio el cuerpo de una mujer desmelenada que
parecía muerta. Y fue únicamente la visión fugaz del interior de la habitación,
porque lo que vio inmediatamente fueron las manos de Burke, con las palmas
levantadas, precipitándose contra él y el rostro diabólicamente satisfecho.
Aquellas manos empujándole con fuerza sobre el estómago, y luego la luz y la
ventana dando un vuelco y precipitándole desde su visión a un torbellino de
negrura sin fondo…
-Dijo que
había oído ruidos en la habitación de Mr. Malcolm -explicó el conserje al
detective.
-La verdad
-aclaró Mr. Malcolm, ciñéndose aún más el albornoz azul pálido al cuerpo- es
que los ruidos procedían de su habitación, pero no quise intervenir. Tengo por
norma no meterme en líos.
-Ya -dijo
el detective.
-Debió de
traer a la muchacha sin que nadie lo supiera -comentó el conserje-.
Probablemente se le ocurrió que si se quejaba de que había una mujer en la
habitación contigua, se cubriría de toda sospecha.
-Les oí
toda la noche -insistió Mr. Malcolm-. Después me quedé dormido. Volvieron a
pelearse; ella chilló; unos minutos más tarde le oí estrellarse en el patio.
Miró hacia
la ventana donde la cortina se agitaba por el viento. Por poco se echa a reír
al recordar la mirada de profundo asombro en el rostro de Mr. Warren.
El
detective miró a la cama, al cuerpo cubierto por una sábana.
-Las
historias que se cuentan de los viajantes de comercio -musitó el detective- me
atrevería a jurar que son ciertas.
FIN
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