Richard
Deming
Yo no llegué hasta las once de la noche,
confiando en que la casera ya se habría ido a la cama para entonces. Sin
embargo, ella me estaba esperando levantada, y su puerta se abrió en cuanto
pasé por delante, a pesar de todo el cuidado que puse para no hacer ruido.
-¡Señor Willard!
Compuse una mueca de desagrado y me volví
hacia ella. Se hallaba de pie, en el mismo umbral, con sus gruesos brazos
cruzados sobre el enorme pecho. Echaba chispas por los ojos.
-¿Sí, señora Emory? -pregunté dócilmente.
-¡Estamos a diecisiete!
-Sí, señora, ya sé que le prometimos el
alquiler atrasado para hoy; no obstante, han aplazado el combate que teníamos
previsto…
-¡Qué combate ni qué niño muerto!-me
interrumpió la casera-. Me da la impresión de que no va a participar en otra
pelea en su vida. ¡O me pagan esta noche, usted y el señor Jones, o se largan!
¡Esta misma noche!
-¿A estas horas? Sea razonable, señora Emory.
Le garantizo que al mediodía, a más tardar…
En aquella ocasión me interrumpió un portazo.
Alguien había entrado en la pensión. Reconocí a mi entrenador y compañero de
cuarto por sus piernas larguiruchas. Eso era todo lo que podía verse de él,
porque lo demás, incluida su cabeza, permanecía oculto tras el montón de
paquetes que cargaba.
Corrí para ayudarle con el peso. Dentro de
una de las bolsas de papel que le quité tintinearon unas botellas, lo que
supuso una garantía de felicidad.
Ambrose Jones asomó la cabeza por entre dos
paquetes.
-¡Ah, señora Emory!-exclamó con un tono
excesivamente jovial, que llegó hasta resultar natural- ¡Esta noche tiene usted
un aspecto particularmente repugnante!
Si los paquetes no le hubiesen delatado
antes, el saludo que le propinó a nuestra casera habría bastado para decirme
que Ambrose se hallaba forrado de dinero, de un modo u otro. Siempre insultaba
a las mujeres de esa clase cuando tenía los bolsillos llenos. Además, por su
tono desenfadado, deduje que también había bebido algo más de la cuenta.
La señora Emory conocía los síntomas, e
ignoró el insulto porque sabía que eso significaba que iba a cobrar el alquiler
atrasado. Nos abrió la habitación con su llave maestra y descargamos los
paquetes sobre las camas gemelas. Luego, Ambrose sacó con una floritura un fajo
de billetes.
-¡Tenga usted, mi benevolente
gárgola!-exclamó, a la vez que ponía cuatro billetes de veinte dólares a la
vieja en la palma de la mano-. ¡Dos semanas atrasadas y otras dos más como
anticipo!
La casera emitió un gruñido entre
despreciativo y satisfecho; y después, salió del cuarto. Entonces, mi
entrenador cerró con llave y me abanicó con el fajo para mostrarme que los de
veinte eran los más pequeños que tenía. La mayoría eran de cincuenta dólares.
-¿Para cuándo esperas que la poli empiece a
llamar a la puerta? -pregunté.
-Escucha, Sam -me soltó en tono de reproche-;
esto sólo representa un adelanto por un trabajo que nos han encargado. Mil
dólares; claro que algo me he gastado en la tienda y en pagar el alquiler a la
señora Emory. ¡Cuando cumplamos con nuestra parte, recibiremos cuatro mil más!
La única cosa que se me ocurrió fue que había
arreglado un combate con el campeón, y que yo tendría que dejarme ganar. Pero
eso no podía ser. ¿De qué iba a servir eso al campeón? Si yo llevaba dos años
sin aguantar más de un round-, y desde mi último combate habían pasado ya seis
meses.
Mientras me entretenía en semejantes
elucubraciones, Ambrose iba abriendo bolsas. Había ropa cara para los dos.
También conservas, comida congelada, queso, caviar y ostras ahumadas. Y para
beber, champagne, whisky escocés, bourbon y varias mezclas.
Mi entrenador metió la comida en el armario.
Y mientras él separaba su ropa de la mía, yo me preparé un buen sandwich.
Luego le pregunté:
-¿A quién tenemos que matar?
-A un tipo llamado Everett Dobbs -contestó
con brillantez a la vez que llenaba dos vasos de champagne.
-Déjate de bromas, Ambrose. ¿De qué se trata?
-insistí.
Elevó las cejas y se metió un par de ostras
en la boca. Una vez que se las engulló, me contó lo siguiente:
-Ya te lo he dicho. Nuestra cliente es una
tal Cornelia Dobbs, una mujer de mediana edad, cuya belleza empieza a declinar
y que está harta de su marido. Me la encontré en un bar. Me invitó a un par de
copas y, luego, introdujo en el tema del crimen. Ella me tomó por un asesino a
sueldo, supongo que por mi pinta y debido a que estábamos en Monty’s.
Aquello empezaba a resultar comprensible. De
hecho, muchos de los clientes de Monty’s eran criminales.
-Así que la engañaste con el cuento de qué
necesitabas un anticipo como garantía.
-¿Qué dices? ¡Acepté éticamente un adelanto!
¿Me estás acusando de falta de honradez profesional?
Encontré vasos largos en el cajón de arriba,
abrí una botella de bourbon y me serví un poco. Lentamente, nos la fuimos
acabando, acompañándola con algunas conservas, ostras y queso. Al mismo tiempo,
Ambrose me fue desvelando los detalles del negocio.
Everett Dobbs era un especulador de
propiedades retirado y poseía la mitad del capital de todo el Condado. Nuestra
futura víctima y su esposa vivían en una de las grandes mansiones del área de
Glen Ridge. Y él se pasaba la mayor parte del tiempo en el club, que era donde
Cornelia quería que nos lo cargásemos.
Según la señora, su marido salía del club
todas las noches hacia las once, casi siempre solo, y subía al coche para ir a
casa. También proporcionó a Ambrose una descripción del auto y el número de la
matrícula. El plan era el siguiente: esperarle en el aparcamiento, abordarle y
llevárnoslo en su propio coche. Uno de los dos lo conduciría mientras el otro
llevaría el nuestro detrás. Y luego arreglaríamos las cosas para simular un
fatal accidente. Claro está, para entonces ella se habría preparado alguna coartada.
A mí no me cabía ninguna duda de que, en
aquel momento, Ambrose hablaba en serio. Y yo estaba seguro de la existencia de
Cornelia Dobbs y de que mi entrenador había accedido a matar al esposo por
cinco mil dólares, a pesar de que él tendía a perder el sentido de la realidad
cuando estaba borracho. Me figuré que al pasársele la resaca, a la mañana
siguiente, se asombraría de sus ideas de la noche anterior.
De hecho, pensé que me sería difícil
convencerle de que no devolviese el anticipo de mil dólares. Cornelia tendría
dificultades para recuperarlos sin meterse en problemas, pero Ambrose disponía
de un código ético muy peculiar. Era muy capaz de arreglar un combate; pero
siempre mantenía su palabra.
Me encontraba todavía dando vueltas a los
argumentos a favor de quedarnos con el dinero y decirle a la mujer que se
perdiera, cuando Ambrose se quedó dormido bajo los efectos de su curda.
En efecto, se despertó con la resaca que yo
había predicho. En el momento en que fue capaz de abrir los ojos, sin que la
luz le taladrase la cabeza, me sonrió débilmente y se apoyó en un codo para
incorporarse.
-Parece que no debe uno mezclar ostras y
champagne.
-No -bromeé-. Seguro que te han sentado mal
las ostras.
Se levantó, enrolló en una toalla su delgadez
y se metió en el cuarto de baño para ducharse y afeitarse. Y cuando salió, yo
hice lo mismo.
Ambrose disponía de un poder de recuperación
admirable. En el instante en que regresé al cuarto, se encontraba vestido y las
ojeras le habían desaparecido. No hablamos hasta que yo me puse toda la ropa.
Entonces, le propuse lo siguiente:
-No tienes que devolver el dinero. Ella no
nos podrá obligar a hacerlo.
-¿Devolverlo? ¿Por qué iba a realizar una
tontería semejante?
-Lo que quiero decir es que ella no puede
acudir a la policía.
Frunció el ceño.
-¿Para qué iba a hacerlo?
-Por incumplimiento de contrato, ya que no
nos cargamos a su marido.
El entrenador me miró como si estuviera
buscando los tornillos que me faltaban.
Y mostré impaciencia al decir:
-Supongo que no irá en serio lo de
convertirnos en asesinos profesionales.
-¿Por cinco mil dólares? Claro que sí. Te lo
expliqué todo anoche.
-Pero estabas borracho como una cuba.
Nosotros jamás hemos hecho una cosa de ese tipo.
-Tú y yo no somos nada -me reprochó-. Ya has
dejado de ser un boxeador. Te han retirado de la profesión, lo que me convierte
a mí en basura. ¿Qué categoría le corresponde al entrenador de un ex boxeador?
En aquel punto debió verme muy perdido,
porque en un tono más amable me explicó:
-Ésta es nuestra oportunidad, Sam. Con un
poco de dinero podríamos encontrar otro boxeador. Yo llevaría las cuentas, y tú
le entrenarías.
-¡Pero a costa de asesinar, Ambrose!
-¡Bah! No será para tanto. ¡Ya una vez
mataste a un hombre en el ring!
-¡Fue un accidente! -exclamé-. No es lo
mismo. Por un crimen así nos llevarían a la cámara de gas.
-Eso si nos pillan. ¿Tú sabes por qué apresan
a casi todos los criminales?
-Claro. Porque no son tan listos como los
polis.
-La mayoría no -reconoció Ambrose-. Según las
estadísticas, un ochenta por ciento de los crímenes que se cometen en este país
son llevados a cabo por amigos o familiares de las víctimas. A la policía le
resulta muy fácil en estos casos. Sólo tiene que interrogar a cuantos se han
relacionado en vida con la víctima; y, al final, encuentran al que apretó el
gatillo, golpeó con el hacha o echó el veneno en el café.
-Lo cual supone que al final nos pillarán.
El entrenador sacudió la cabeza lentamente.
-¿Cómo? Nosotros no lo hemos visto nunca, y
él a nosotros tampoco. No existe contacto a partir del cual la policía pudiera
seguirnos la pista.
Aquello tenía sentido, pero llevaría un poco
de tiempo adaptarse a la idea del asesinato. Por eso comenté:
-Lo malo es que siempre se sospecha de la
esposa. Suponte que se pone nerviosa y nos acusa.
-Ella aguantará. Va a disponer de una
coartada perfecta y, aparte de eso, la cosa parecerá un accidente.
Me rasqué una oreja mientras pensaba en ello.
Finalmente, pregunté:
-¿Y si el tipo no sale del club solo?
-Pues entonces esperamos hasta la noche
siguiente, y avisamos a Cornelia para que prepare otra coartada.
Sólo me quedaba una duda:
-¿Y cómo recibiremos los otros cuatro mil?
-Ella los traerá a Monty’s mañana por la
noche.
-No sé, pero el asunto no me acaba de
convencer -susurré; luego, me animé un poco-: Vamos a ver si desayunamos, y
puede que me hagas entrar en razón mientras comemos.
Y lo hizo.
Nos pasamos el día metidos en planes y
preparativos. Más tarde, fuimos con el coche al club de Glen Ridge, y echamos
una ojeada al aparcamiento. Luego, seguimos la ruta que Dobbs tomaba todos los
días para ir a su casa, hasta que encontramos un lugar adecuado para el
«accidente».
La carretera serpenteaba por Glen Ridge, una
colina en cuya cima había una curva muy cerrada, que sólo se hallaba protegida
por una valla de madera. Si un conductor no lograse torcer a tiempo y cayese
tras romper la valla, iría a parar unos catorce metros más abajo, justo sobre
un tramo inferior de la misma carretera.
-Creerán que sufrió un accidente cuando
regresaba a casa -dijo Ambrose-. Cornelia me ha contado que su esposo bebe más
de la cuenta, así que parecerá que un borracho más no ha sabido tomar una
curva…
Salimos hacia el club a las nueve, por si a
Everett Dobbs se le ocurría aquella noche marcharse un poco más temprano.
Ambrose aparcó nuestro cacharro y fuimos en busca del coche de la víctima. Como
Cornelia se lo había descrito a mi entrenador, y le había dado el número de
matrícula, lo encontramos sin problemas, a pesar de que estaba bastante oscuro
y había otros cincuenta vehículos aparcados allí.
En cuanto lo localizamos, Ambrose puso el
nuestro en un sitio libre que había justo detrás del de Dobbs. Y nos sentamos a
esperar.
Ambrose había traído consigo un quinto de
whisky escocés para él y un cuarto de bourbon para mí, como remedio para
aliviar la apatía. Además, no nos venía mal para tranquilizar nuestros nervios.
-Quizá sea mejor que no vayamos tan deprisa
con el alcohol -sugerí.
El entrenador frunció el ceño en la oscuridad
y echó otro trago.
-Estoy tan sobrio como una esfinge -afirmó.
A las diez, una figura solitaria salió del
club y nos saludó con la mano. Era un hombre alto y delgado, que llevaba un
traje oscuro y, por sus andares, podía adivinarse que iba borracho perdido.
-Si este sujeto es Dobbs, llega una hora
antes -advirtió Ambrose.
-Por su aspecto, le deben haber echado del
club. Jamás habría aguantado hasta las once.
El hombre metió una llave en la cerradura del
coche que estábamos vigilando.
-Parece que aquí está nuestra víctima
-musité-. Yo solo puedo ocuparme de este payaso. Tú sígueme.
Salí del coche y me sorprendí al ver que el
bourbon se me había subido a la cabeza, cosa que se reveló con mi falta de
equilibrio. Me puse derecho y fui adonde el individuo aquel todavía estaba
luchando con la cerradura.
-¿Algún problema? -pregunté.
-Pues sí señor, no hay modo de hacer que la
cerradura se esté quieta -dijo-, ¿Podría mirar a ver si usted tiene suerte y
atina?
Me entregó las llaves. En efecto, la
cerradura se movía, según pude notar; pero me las arreglé para introducir la
llave al segundo intento.
- ¡Bravo!
-exclamó el tipo cuando abrí la portezuela-. ¿Les puedo invitar a un trago por
las molestias?
Decidí que sería más sencillo que viniese con
nosotros sin forzarle, antes que matarle allí mismo.
-Claro -acepté-; pero no aquí. Sé de un lugar
mejor.
-¡Magnífico! -gritó entusiasmado-. Cualquier
sitio que sea bueno para mis amigos es bueno para mí. -Nos tendió la mano-. Me
llamo Dobbs, socios.
Le estreché la diestra.
-Willard -dije-. Sam Willard.
-Es un placer, viejo. Y ahora déme las
llaves, por favor.
-Mejor será que conduzca yo -aconsejé-. Sé
dónde está el sitio ese, y usted no.
-Sea usted mi invitado -me saludó de nuevo, a
la vez que intentaba una pequeña reverencia, que le hizo perder el equilibrio.
Le agarré para que no se cayera de morros, le
ayudé a meterse en el coche, y me puse tras el volante.
Arranqué el motor sin problemas. Nuestro
cacharro nos siguió de cerca. De inmediato, Dobbs cayó dormido. Sin ningún
incidente que reseñar, llegamos a la curva que habíamos elegido, en la cumbre
de Glen Ridge. Se hallaba justo en la cima, de modo que encontramos una pequeña
pendiente hacia abajo. Aparqué justo en el punto más alto de la colina, y
Ambrose aparcó nuestro auto detrás. No había ningún otro coche a la vista.
Dobbs todavía se encontraba dormido, y yo
temí despertarlo si le colocaba en el sitio del conductor. Me figuré que nadie
sería capaz de determinar que él no había estado al volante después de una
caída de casi quince metros.
Ambrose vino hacia mí mientras yo salía del
coche. Dejé la puerta abierta, metí la primera, quité el freno y me incliné
para apretar el acelerador con la mano. Apenas lo presioné, sólo lo bastante
para que el vehículo empezara a rodar. Luego, lo puse en punto muerto, saqué la
cabeza y cerré de un portazo.
Había unos siete metros hasta la valla. El
coche adquirió velocidad en la pendiente y la destrozó como si fuera de cartón.
Después, el sonido de la vegetación arrancada de raíz produjo un tremendo
estrépito.
Volvimos a nuestro coche corriendo, Ambrose
dio marcha atrás y giró el volante. Enseguida regresamos por donde habíamos
venido.
-Quizás hubiera sido mejor haber seguido en
la otra dirección -comentó, preocupado, mientras tomábamos la curva-. Ahora
tenemos que pasar obligatoriamente por donde el coche se ha estrellado. Y la
carretera podría estar bloqueada.
-¡Bah! -comenté-. Seguramente habrá seguido
ladera abajo.
Tomamos otra curva y aparecimos exactamente
debajo del punto por donde habíamos arrojado a Dobbs y a su vehículo. La
calzada estaba llena de cristales; vimos un parachoques y una rueda.
Presumiblemente, el resto del coche había seguido colina abajo, hasta perderse
en la maleza que cubría parte de la ladera. Había demasiada oscuridad para que
pudiéramos comprobarlo.
Ambrose redujo hasta una velocidad de unos
ocho kilómetros por hora, para evitar en lo posible los fragmentos que habían
quedado desperdigados por el camino. De pronto, una figura alta salió,
sacudiéndose el polvo de los pantalones, de entre la maleza. Mi entrenador pisó
el freno.
El hombre se arregló un poco la corbata y la
chaqueta, y se acercó a la ventanilla de mi lado. Tenía la ropa destrozada;
pero él no parecía haber sufrido ni un solo rasguño.
Metió la cabeza por la ventanilla y nos dijo:
-Perdónenme, caballeros, pero, al parecer, he
tenido un pequeño accidente. Debo haberme quedado dormido al volante…
Me estaba mirando; pero no había en sus ojos
ni el menor asomo de reconocimiento. Aparentemente, era uno de esos tipos que,
cuando se emborrachan, pierden por completo la capacidad de recordar nada de lo
que hacen, porque era obvio que había olvidado totalmente nuestro encuentro
anterior y todo lo demás…
-No estoy seguro de dónde me encuentro
-confesó en tono de disculpa-. ¿Por casualidad lo saben ustedes?
-Glen Ridge -contesté.
-¡Ah, sí! -Miró a su alrededor vagamente-.
Ahora lo reconozco. Y digo yo, ¿no será eso que hay ahí parte de mi coche?
Se refería al parachoques, que había quedado
de lo más abollado.
-Me temo que sí. Y no creo que haga falta
buscar el resto. Dudo mucho que funcione. -Salí del coche-. Entre.
-Bueno, muy amable de su parte, caballeros
-dijo, sentándose entre los dos-. ¿Me permiten que les invite a una copa?
-Tenemos algo que puede servir de momento -le
ofrecí, pasándole el bourbon.
Dio un trago generoso mientras mi compinche
arrancaba el motor. Cuando me devolvió la botella, yo también bebí con ganas.
Ambrose sacó su botella de whisky de la guantera y, a su vez, se refrescó el
gaznate.
-¿Y ahora qué? -pregunté a mi entrenador.
-Estoy pensando -contestó.
-Supongo que sufrí el accidente cuando iba
hacia el club -comentó Dobbs-; pero no puedo entrar ahí con esta pinta.
Caballeros… ¿les importaría dejarme en mi yate?
-¿Qué yate? -preguntó Ambrose.
-Lo tengo anclado en el club náutico de
Lakeshore. -De repente, su rostro se iluminó-. Se me ha ocurrido una idea. ¿Les
gusta a ustedes la pesca nocturna?
Hasta en medio de la oscuridad que nos
envolvía, pude ver lo mucho que Ambrose se interesaba por el nuevo proyecto.
-¿Qué clase de yate tiene?
-Nada… uno pequeño, de unos seis metros.
Mi entrenador y yo intercambiamos miradas. A
los dos se nos había ocurrido lo mismo.
-¿Quiere decir que le gustaría ir a pescar
esta noche? -preguntó Ambrose.
-Si ustedes, caballeros, disponen de tiempo
para que les invite…
-Lo sacaremos de donde podamos -aceptó mi
compinche.
El muelle del club náutico se hallaba bien iluminado,
y se podían ver unas cincuenta embarcaciones, desde pequeños fuera borda hasta
enormes yates con cabinas para sus pasajeros, cada uno en un embarcadero
individual. Ninguno de los propietarios parecía compartir el entusiasmo de
Dobbs por la pesca nocturna, ya que no había coches aparcados frente al muelle.
Una vez que dejamos el coche, nuestro
anfitrión nos condujo a la amarra número doce. La embarcación era un pequeño
yate, muy mono, con un puente de mando en la cubierta. En la proa llevaba el
número de identificación y un nombre pintado: El Generoso.
Ambrose llevó consigo la botella de whisky a
bordo. Dobbs y yo nos habíamos acabado el bourbon por el camino. Mi compañero
de botella estaba de nuevo en tales condiciones, que tuvimos que ayudarle a
subir a cubierta.
Luego, nuestra víctima fallida abrió la
escotilla y nos guió al estómago del buque, bajando por la escalera sin
tropezar una sola vez, lo que me pareció todo un milagro. Yo le seguí, apoyado
en la barandilla. Accioné mi mechero, encontré un interruptor de la luz y
encendí una bombilla que colgaba del techo. Ambrose se nos unió.
En el interior de la cabina había cuatro
literas y un par de armarios. Dobbs abrió uno de éstos y sacó dos cañas de
pescar.
-Los anzuelos están colocados del revés -nos
advirtió, dejando caer las cañas y desplomándose él mismo sobre sus rodillas.
Le ayudé a ponerse en pie mientras mi
compañero recogía las cañas. Ambrose las llevó sobre los hombros a la vez que
yo ayudaba a Dobbs a subir las escaleras. Pero éste se dejó caer en una hamaca
y se quedó dormido al cabo de un minuto.
-¿Sabes llevar este trasto? -preguntó el
entrenador.
-Yo he manejado botes -contesté-. No en agua
dulce, pero debe ser igual que en agua salada. Echaré una ojeada a los mandos.
Me metí en la caseta del timón y, con la
ayuda del mechero, encontré el panel de control. Tardé un poco en acostumbrarme
a la oscuridad; no obstante, acabé descubriendo la función de los distintos
mandos. Luego, arranqué el motor, lo dejé en marcha y encendí las luces de
señalización.
Ambrose entró también en el pequeño puente de
mando.
-¿Conoces bien el muelle? -preguntó.
-Ya te he dicho que nunca he venido a este
lago.
-Es verdad. Acabas de contarme que es la
primera vez que navegas en agua dulce.
-Así es. No conozco el muelle, ni el puerto
deportivo; pero habrá boyas para marcar el canal.
Ambrose apuntó con la mano hacia lo lejos.
-Aquello de allí parece un espigón. Ten
cuidado y no choques contra él.
Miré en aquella dirección y vi vagamente un
rompeolas de cemento, que casi cerraba la boca del puerto. Sin embargo, dos
luces rojas, separadas entre sí unos catorce metros, flotaban en el agua,
señalándonos por dónde podríamos pasar sin peligro.
-Yo sé cómo navegar -gruñí-. ¡Ve y suelta las
amarras!
Se acercó con paso vacilante al extremo de la
proa y, después de luchar un rato a tientas con la cuerda, soltó el yate. Saqué
la embarcación marcha atrás, la hice girar en redondo y la dirigí hacia las
boyas que indicaban la salida del puerto.
Así pues, dejamos el espigón atrás y llegamos
a lago abierto. El oleaje era muy débil pero bastó para que Ambrose protestara.
Abrí la válvula de admisión a tope y nos alejamos de la costa con rumbo
perpendicular a la misma.
Aunque mi entrenador me había dicho que me
alejase un par de kilómetros, yo fui incapaz de prestar la debida atención a la
brújula. Y temí que, si nos adentrábamos tanto en el lago, al final nos
perderíamos por no ver las luces del puerto. Al cabo de unos setecientos metros
puse el punto muerto y dejé que el yate fuese a la deriva; luego, salí a
cubierta. Nadie tan borracho como Dobbs sería capaz de recorrer aquella
distancia a nado.
Por otra parte, éste todavía seguía
durmiendo. Ambrose estaba agarrado a la barandilla de popa y respiraba con
dificultad. Había mudado de color.
-¿Estás mejor?
-Me siento bien. ¿Nos encontramos lejos?
-Lo suficiente -dije, y levanté a Dobbs de su
hamaca.
El borracho apoyó la cabeza en mis hombros,
como un bebé.
Le arrastré hasta la popa y le arrojé por la
borda. Cayó al agua ruidosamente, se le oyó chapotear con desesperación. Luego,
todo quedó en silencio.
-¡Socorro! -nos llegó aún su voz desde lejos,
en la oscuridad.
El yate se alejaba con rapidez, arrastrado
por la marea. Yo volví a la cabina, metí el embrague y dirigí la embarcación
con dirección al puerto. Ambrose se vino conmigo.
Mientras nos acercábamos a la luz de la boya
que yo no había destrozado, pensé en un detalle que se me había escapado.
Entonces comenté:
-¿Cómo se va a tragar la policía que Dobbs
llegó tan lejos si dejamos el yate en el embarcadero del muelle?
Ambrose me dio unas palmaditas en el hombro.
-Menos mal que tienes un entrenador que
piensa por ti, pues, si contaras con tanto cerebro como músculo, serías premio
Nobel. Claro que, si la cosa fuese al revés, seguro que te debería considerar
un inválido. Cuando hayamos atracado, apuntaremos la embarcación hacia mar
abierto y dejaremos el motor encendido y la marcha puesta. Al final, se le
acabará la gasolina y lo encontrarán a la deriva. Cuando localicen el cadáver
de Dobbs, y la autopsia muestre que estaba lleno de alcohol, parecerá obvio que
se cayó por la borda debido al exceso de bebida.
Yo no fui tan estúpido como para dejar de
observar un agujero enorme en sus planes. Estábamos llegando al canal.
Cerré la válvula de admisión un poco y dirigí
el yate con cuidado hacia el extremo del espigón.
-¿Qué sucede ahora? -preguntó Ambrose.
-No es tan fácil apuntar una embarcación como
una pistola -indiqué-. Aunque me pasara la vida intentándolo, no conseguiría
nunca que el yate se metiera entre las dos boyas desde la posición de amarre.
Se estrellaría contra la parte interior del rompeolas, lo cual daría qué pensar
a la policía. Así que será mejor atracar en el mismo espigón para, desde allí,
dirigirlo lago adentro; y, luego, recorreremos a pie el espigón hasta el
principio del muelle.
La maniobra fue larga y costosa, y requirió
varios intentos; pero, al final, me las arreglé para colocar el barco con
cuidado junto al muro de cemento y con la proa hacia fuera.
Una docena de gaviotas que dormitaban en el
espigón salieron volando cuando el yate rascó el cemento.
Ambrose saltó al rompeolas y sujetó desde
allí el barco por la barandilla. Yo pude notar cómo saltaba un trozo de
cemento, pero el daño no iba a resultar muy serio.
Puse el timón de forma que el yate se alejara
en dirección perpendicular al espigón, metí el embrague y dejé el motor apenas
acelerado. Sólo lo suficiente para que la embarcación se alejara sola. Después
salí de la cabina de mando. Sin embargo, Ambrose no consiguió sujetar el barco
y tuve que dar un buen salto para alcanzar el muro.
Nada más llegar al rompeolas fui a parar
sobre Ambrose, al que derribé. Otra bandada de gaviotas, un poco más lejos,
salieron volando.
Mi compinche se puso en pie, estudió sus
manos y trató de averiguar el estado del trasero de sus pantalones. Sacó un
pañuelo y se limpió cuidadosamente.
-El muro está recién pintado -se quejó.
-Eso no es pintura -le dije-. Son cagadas de
gaviota.
Una expresión de disgusto asomó en su rostro.
Limpió la parte de atrás de sus pantalones con el pañuelo; y luego arrojó este
último al agua. Yo me puse a caminar delante, a lo largo del espigón, en
dirección al puerto. Gaviotas dormidas se levantaron al oírnos, para situarse
de nuevo en otras partes del muro. Al llegar al final, vi una luz roja y me
detuve.
-¿Qué pasa? -preguntó Ambrose.
-Ojalá me equivoque. Lo sabremos dentro de un
momento.
En efecto, descubrimos lo que yo me temía. La
luz roja pertenecía a la boya que quedaba para marcar el canal. Todavía
quedaban unos veintidós metros de agua entre nosotros y la playa.
Ambrose dijo amargamente:
-Nunca debería dejarte pensar.
-Parece que tendremos que mojarnos. Hay que
nadar un poco.
-¡Yo no sé nadar! -anunció Ambrose.
Solucionamos el problema después de una
discusión poco amistosa. Ambrose se agarró a mi cinturón mientras yo cruzaba a
braza la escasa distancia. Llegamos por fin a lo que parecía ser el muelle
público. Había algunos remolcadores; pero ningún ser humano se encontraba allí.
-Al menos ahora tengo los pantalones limpios
-dijo Ambrose, volviéndose para ver su trasero.
Todavía quedaba un kilómetro a lo largo de la
playa hasta donde estaba aparcado nuestro coche. Caminamos en silencio. A pesar
de que la noche era muy agradable los dos estábamos helados dentro de nuestras
ropas empapadas. De vez en cuando oía el castañeteo de los dientes de Ambrose.
Al llegar al muelle del club, contemplé las
luces de un barco que acababa de entrar en el puerto y que se dirigía hacia
nosotros.
Los dos nos detuvimos frente al amarradero
número doce y vimos cómo El Generoso atracaba allí. Se apagaron las luces de
señalización, y una figura alta y espigada bajó y amarró el yate. Entonces nos
vio.
-¡Hola, amigos!-exclamó Dobbs en tono
cordial, examinando con interés nuestras ropas mojadas-. ¿También pasados por
agua?
-Pues sí -dijo Ambrose, que empezaba a
divertirse.
-¿Han perdido su barco?
Otra vez se había olvidado de todo. Ni
siquiera se acordaba de nosotros. Yo le contesté:
-Sí.
-Mala suerte -nos consoló Dobbs con
simpatía-. Yo la tuve mejor -señaló sus propias ropas, también empapadas-. No
estoy seguro de lo que me ha sucedido porque he estado bebiendo un poco pero,
de repente, me vi en el agua y lejos de mi yate. Pueden apostar lo que quieran
a que eso me devolvió la sobriedad en un segundo. Estuve nadando un rato, que
se me hizo eterno, hasta que El Generoso volvió a mí tan despacito que pude
subir a bordo.
-Es usted un tipo con suerte -reconoció
Ambrose amargamente, torciendo el gesto.
En tono de disculpa, Dobbs nos dijo:
-Les prestaría con gusto ropa seca; pero sólo
tengo una muda a bordo. ¿Viven ustedes lejos de aquí?
-Justo en el centro de la ciudad -respondió
mi entrenador.
-Bueno, si se esperan hasta que me cambie,
podrán venir conmigo. Tengo una casa cerca de aquí, donde podrán secar su ropa.
No es muy grande pero dispone de una secadora y también cuenta con algo de
beber.
Decidimos esperarle.
Dobbs desapareció y, a los diez minutos,
reapareció llevando puestos unos zapatos de lona, unos pantalones blancos de
dril y un suéter de cuello vuelto. Al saltar al muelle, casi pierde el
equilibrio, pero no llegó a caerse. Entonces me di cuenta de que el baño le
había devuelto gran parte de su sobriedad, aunque todavía se hallaba en
precarias condiciones.
Luego, miró a su alrededor y se sorprendió al
comprobar que el único coche que había en el aparcamiento era el nuestro.
-¿Cómo demonios he llegado hasta aquí?
-preguntó-. Creo recordar que el mío está en el taller de reparaciones.
«Debe conservar un vago recuerdo del
accidente» -pensé.
Ninguno de los dos le revelamos que su
vehículo no se encontraba en un taller, sino que sus pedazos cubrían una
extensa área de Glen Ridge.
-Tal vez he venido en taxi -se le ocurrió.
Entonces me tendió la mano-: Me llamo Dobbs.
-Willard -me presenté.
Al tenderle la mano a Ambrose, a éste se le
ocurrió dar su apellido:
-Jones.
-Encantado -sonrió Dobbs-. ¿Qué les sucedió
para perder su barco?
-Volcó -contestó mi entrenador con brevedad-.
Era sólo una barquita y, por fortuna, le dio por hundirse hacia la parte
interior del espigón.
Dejamos que Dobbs se acomodara en el asiento
de atrás, para que no se mojase. Desde allí, se dedicó a indicarle a Ambrose
por dónde debía ir. Fuimos dos manzanas al sur; y luego tres al oeste.
-Métase por ahí.
Pasamos entre dos pilares, en uno de los
cuales había un letrero que decía Funeraria Dobbs. Aparcamos junto a la casa.
Mientras nuestro anfitrión luchaba con la
llave, le susurré a Ambrose:
-Creí que este hombre se dedicaba a
inversiones inmobiliarias.
-Pero se retiró del negocio -me contestó él-.
Supongo que se ha metido en otro.
Al fin Dobbs consiguió accionar la llave y
nos pasó a un pequeño recibidor. Por una puerta que había abierta, a la
izquierda, vimos un despacho. Aquél nos condujo, escaleras abajo, hasta el
sótano.
Pasamos de un cuarto lleno de ataúdes vacíos
a otro en el que había una pila, un par de mesas metálicas con ruedecitas y un
mostrador que tenía toda clase de herramientas. Debía ser la habitación que
usaban para embalsamar.
Dobbs sacó de un armario unas pequeñas telas
plegadas, que parecían sábanas aunque estuvieran hechas de un material más
pesado. Nos dio una a cada uno.
-Lamento no tener otra ropa que dejarles
mientras la suya se seca -se disculpó-; pero, entretanto, pueden envolverse en
esto.
Vaciamos nuestros bolsillos encima de una de
las dos mesas de embalsamar, nos quitamos las prendas húmedas y nos pusimos las
sábanas a modo de togas. Luego, nuestra víctima, fallida por partida doble, se
llevó toda nuestra ropa, incluidos los zapatos, a un pequeño cuarto adyacente.
Un momento después, oímos el ruido de una secadora.
Cuando Dobbs volvió, Ambrose le preguntó:
-¿Qué es esto que nos hemos puesto?
-Sudarios -contestó el borracho,
tranquilamente.
No llegué a estremecerme pero deseé
vehementemente que hubiera puesto la secadora a la temperatura máxima.
Dobbs se acercó a un mueble bar, y sacó tres
vasos y una botella de whisky. Vi que allí había más botellas. Colocó los vasos
en una de las mesas de embalsamar y los llenó.
-Vengan aquí dentro. Estarán más cómodos
-dijo, y nos pasó a un pequeño cuchitril. En aquel lugar, dejó la botella en
una mesita y se sentó en una butaca mientras Ambrose ocupaba otra y yo elegía
un sofá.
-¡Salud! -exclamó el tipo afortunado,
levantando el vaso.
Alzamos los nuestros y brindamos. Dobbs vació
el suyo de un trago. Nosotros preferimos beber tan sólo la mitad.
Y así
transcurrió la siguiente media hora. Por cada vaso de whisky que Ambrose y yo
bebíamos, Dobbs vaciaba dos. Al cabo de ese tiempo, no quedaba ni una gota en
la botella. El sujeto intentó levantarse de la butaca sólo para descubrir que,
de momento, le resultaba una misión imposible.
-Dígame, viejo amigo -le pidió a Ambrose-,
¿le importaría traernos otra botella?
El baño en el lago me había devuelto gran
parte de la sobriedad pero, en aquel momento, volvía a sentirme un poco
mareado. En cambio, mi compinche y entrenador parecía hallarse en perfecto
estado. Al levantarse, se envolvió en su toga y se metió en el cuarto de
embalsamar. Me percaté de que se llevaba consigo la botella vacía de whisky.
-¿Cuánto tardará la ropa en secarse?
-pregunté a Dobbs.
-¿Cómo…? ¿Qué dice usted, amigo…?
-¿No recuerda que ha metido nuestra ropa en
la secadora?-insistí-, ¿Cuándo estará lista?
-¡Ah, su ropa… sí, claro! Está en la
secadora, creo…
-Pero, ¿cuánto tardará? -pregunté
pacientemente.
-¿La secadora? Unos cuarenta y cinco minutos.
¿No había otro caballero aquí, con nosotros, hace un momento?
-Ha ido a por más whisky -le informé.
-¿Sí? No hacía falta. Tengo de sobra en el
cuarto de embalsamar.
Intentó mirar su reloj de pulsera, pero se
rindió y preguntó:
-¿Qué hora tiene, viejo amigo?
Según mi cronómetro eran las once y media,
pero no podía ser. Entonces me di cuenta de que se había parado. No era
sumergible.
-No lo sé -dije-. Deben ser las doce y media.
Ambrose regresó con dos botellas. Dio una a
Dobbs, me sirvió a mí, y se sirvió a sí mismo de la otra, llenando
completamente su vaso. Nosotros bebimos despacio pero él acabó todo el
contenido de un trago. Luego, pareció sorprendido.
-¿Qué clase de whisky era ése? -preguntó con
voz chillona.
Alcanzó con sus manos la botella que Dobbs le
había dado, y miró la etiqueta. Como sus ojos no conseguían distinguir las
letras, yo mismo me acerqué y eché una mirada.
-Es whisky -verifiqué.
El tipo afortunado, aunque por poco tiempo,
asintió con alivio, y se sirvió otro vaso. Enseguida regresé al sofá, me senté
y miré a Ambrose, que no le quitaba los ojos de encima.
Mi entrenador levantó su vaso y dijo:
-¡Salud!
Dobbs volvió a vaciar su vaso y, de nuevo
pareció confundido.
-¡Qué raro! -exclamó, mirando el vaso.
Ambrose se levantó, se arregló la toga un
poco y le llenó un tercer vaso. Sin embargo, nuestra obstinada víctima se quedó
mirándolo pensativo.
Estuvimos allí sentados, en silencio, unos
diez minutos. Ambrose y yo nos acabamos nuestras bebidas y yo volví a llenar
los vasos. Pero Dobbs todavía no había atacado su tercer vaso. ,
-¡Salud!»-insistió mi compinche, levantando
el suyo.
Luego, el dueño de la funeraria levantó la
mano con extrema lentitud. Le llevó un par de minutos decidirse a beber pero,
al final, logró hacerlo. Acabó con el brazo derecho descansando en el de la
butaca, y con el vaso aún entre los dedos.
Ambrose preguntó:
-¿Cuánto tardará la ropa en secarse?
Nuestro anfitrión no respondió. Yo le dije:
-Tres cuartos de hora.
-Entonces ya debe estar lista -calculó él.
Encontramos que la secadora se había parado.
La ropa ya estaba seca, pero los trajes se habían arrugado y los zapatos
estaban para tirarlos a la basura.
Después de vestirnos, Ambrose volvió a plegar
los sudarios con mucho cuidado y los colocó en el armario, donde antes habían
estado. Recogimos el contenido de nuestros bolsillos, que habíamos dejado en
una de las mesas, y nos lo guardamos.
-¿Qué hacemos con él? -pregunté, señalándole
con el pulgar.
-Me parece que también está listo.
Con paso vacilante entró en el cuchitril. Yo
le seguí. Dobbs permanecía sentado en la butaca, mostrando una sonrisa fija en
el rostro. Ambrose le sacudió. No hubo respuesta.
Mi compinche intentó retirarle el vaso pero
no pudo. Lo tenía sujeto con demasiada fuerza.
-¿Qué le pasa? -pregunté.
-Se ha bebido casi un cuarto de litro de
líquido embalsamador.
Miré a Dobbs con incredulidad.
-¿Quieres decir que por fin está muerto?
-Frío como un témpano. Mejor será que nos lo
llevemos de aquí.
-¿Para qué? -pregunté.
Ambrose no supo responder enseguida. Pensó en
ello un momento y me expuso:
-Me parece que será mejor cobrar esta misma
noche y largarnos de la ciudad, en lugar de esperar hasta mañana por la noche.
¿Y qué mejor prueba de que hemos cumplido con nuestra parte del contrato que
enseñar el cadáver?
Me tocó en aquel instante juzgar sobre la
conveniencia de hacer lo que mi amigo decía. Es cierto que no dudaba de que el
plan fuera estratégico. Si dejábamos a Dobbs donde estaba, la policía pensaría
que había cogido tal borrachera que no pudo distinguir el whisky del líquido
embalsamador, que era lo que más o menos había sucedido. Pero ir por ahí con un
cadáver en el coche, a mi entender, era algo muy arriesgado; claro que Ambrose
había apuntado: ¿qué mejor prueba que el mismo cadáver?
Luego, él me dijo que le quitara al muerto el
vaso de la mano, pero yo también fui incapaz de doblarle los dedos.
-¡Al diablo!-exclamó Ambrose-. Da lo mismo.
Mételo en el coche tal y como está.
Estaba tan rígido como un palo, y así
permaneció cuando lo tomé en mis brazos. Parecía que estaba sentado en el aire,
y todavía sujetaba el vaso con la mano derecha.
Ambrose se llevó la botella de whisky que
habíamos empezado, y también la del líquido embalsamador. Apagó la luz del
cuchitril y se metió con los dos recipientes en el cuarto de embalsamar.
Dejó un momento la botella de whisky en una
mesa y vació la otra en la pila. Yo sostuve entre mis brazos el cuerpo de Dobbs
mientras él limpiaba nuestras huellas de todos los vasos y de la botella;
luego, enjuagó ésta y la tiró a una papelera. Seguidamente, agarró la de whisky
y me siguió hasta el cuarto donde estaban los ataúdes. Se cuidó de apagar la
luz del cuarto de embalsamar al pasar por la puerta.
También dejó a oscuras la estancia de los
ataúdes desde arriba de las escaleras.
Una vez que alcancé el recibidor con el
cuerpo en brazos, cerró las puerta tras él. Pero no apagamos la luz del
recibidor ya que nos la habíamos encontrado encendida. Por último, Ambrose
colocó el cerrojo interior antes de cerrar la puerta.
Dejé a Dobbs en el asiento trasero del coche.
Allí se quedó sentado como un niño bueno, con la sonrisa helada y levantando su
vaso como para brindar. Mi compinche puso el motor en funcionamiento y dio
marcha atrás, para volver a la calle.
Había un gran trecho hasta la casa de Everett
y Cornelia Dobbs. Cuando pasamos por el lugar donde habíamos provocado el
accidente, vimos que alguien había apartado a un lado la rueda y el
parachoques, pero el suelo seguía lleno de cristales.
Debían ser las dos de la madrugada cuando,
por fin, llegamos a la casa. Había una piscina con luces encendidas bajo el
agua. Como no vimos a nadie por allí, interpreté que las dejaban iluminadas
como precaución, para que nadie cayera dentro en la oscuridad de la noche.
El edificio tenía dos pisos. Ambrose aparcó
justo enfrente del porche, y los dos fuimos a llamar a la puerta. Por la
ventana, vimos una lucecita encendida en el salón. Ambrose pulsó el timbre.
-Supongamos que no está -dije.
-Sí que la encontraremos. Me reveló su plan
al detalle. Había quedado aquí con unas amigas para jugar al bridge; y ésa
sería su coartada. Calculaba que se irían hacia la medianoche, e iba a pedirle
a la mujer que hubiese traído en coche a las demás que la telefoneara para
asegurarse de que habían llegado a casa sin problemas. Eso la pondría a salvo
hasta las doce y media. A esta hora tenía pensado irse a dormir, con el fin de
que la policía la tuviera que sacar de la cama para comunicarle el fallecimiento
de su esposo.
Pasaron unos minutos, y Ambrose tuvo que
volver a tocar el timbre antes de que la puerta se abriera. Una rubia teñida,
de unos treinta y ocho años, se asomó en batín.
-¡Ah, señora Dobbs! -exclamó Ambrose con una
reverencia formal que casi le hizo perder el equilibrio-. Éste es mi socio, Sam
Willard.
Ella ni me miró.
-¡Pero en nombre del cielo…! ¿Qué está usted
haciendo aquí?
-He venido para comunicarle que la misión ha
sido cumplida. Tenemos la prueba en el coche.
Salió del porche y nos miró: primero a
Ambrose, y luego a mí.
-¡Pero eso es imposible!
-Eche una mirada en el asiento de atrás del
coche -le pidió Ambrose, estirando el brazo en aquella dirección.
-¿De qué está hablando? -preguntó enojada-.
Everett me llamó desde el club. Tuvo que prestar su auto a Hermán, y él se
quedó allí a dormir.
Bajó los tres escalones del porche y miró
dentro del coche. Sus ojos se abrieron como platos.
-¡Hermán! -gritó-. ¿Qué le ocurre?
Nosotros la habíamos seguido. Ambrose
preguntó:
-¿Hermán?
Ella se le echó encima, enfurecida.
-Este es el hermano menor de Everett,
¡imbéciles!, el hombre con el que me quiero casar. ¿Qué habéis hecho con él?
Una cosa sí que tenía Ambrose: ya podía estar
de alcohol hasta las cejas… ¡que nunca perdía su aplomo! Dijo con prontitud:
-Nada, señora. Sólo está borracho perdido.
Haremos lo posible para que llegue a casa sano y salvo. Lamentamos el error.
Como se metió en el coche de su marido, diciendo que se llamaba Dobbs,
supusimos que era él.
-¿Y para qué lo habéis traído aquí? -nos
increpó.
Mi entrenador aún demostró que su lucidez no
tenía fin, pues se le ocurrió lo siguiente:
-Pensamos desnudarle, ponerle su bañador y
ahogarle en la piscina.
-¡Cállese! -chistó-. Hermán no sabe nada de
mis planes. O al menos los desconocía.
-Bah, no puede oírnos -la reconfortó
Ambrose-. Está inconsciente.
Se despidió de ella con otra de sus
reverencias, rodeó el coche y se puso al volante. Yo me senté a su lado.
Ambrose puso la marcha atrás, giró y volvimos por donde habíamos venido. Al
doblar por la primera esquina, paró el motor y apagó las luces del coche.
-¿Y ahora qué, genio? -pregunté.
-Esperaremos hasta que la casa se quede a
oscuras, para estar seguros de que ella se ha metido en la cama.
Al poco rato, todas las luces se apagaron,
menos la lucecita que se dejaba encendida toda la noche en el salón.
-Muy bien -me ordenó Ambrose-. Sácalo.
Salí del coche y cogí como pude el cadáver en
brazos. Ambrose me mostró el camino hasta la piscina. Había unas cuantas
hamacas en el césped. El me indicó que pusiera en una de ellas a Hermán Dobbs.
También había traído consigo la botella de
whisky. Se quedó de pie, contemplando durante un momento la sonrisa helada del
cadáver; luego, le llenó por la mitad el vaso que todavía sujetaba en la mano.
-¡Salud! -exclamó tristemente-. ¡Ahora
larguémonos de aquí, recojamos nuestras cosas y vayámonos para el sur!
FIN
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