Cuando el presidente del jurado se puso en pie y leyó el
veredicto, Warren Selby, el fiscal, escuchó las palabras que declaraban
culpable al acusado, como si fueran un elogio personal a sus méritos. En los sombríos
tonos de la voz reconoció no una condena del hombre, que se estremecía en el
banquillo de los acusados, sino un tributo a su brillantez.
«Declarado culpable… no -pensó Warren Selby triunfalmente-. ¡Se
ha demostrado la culpabilidad… gracias a mí!»
Por un segundo, la mirada melancólica del anciano juez se cruzó
con la de Selby; y aquél no pudo reprimir una expresión de disgusto ante el
brillo de felicidad que veía en aquellos ojos. No obstante, el fiscal no podía
esconder el regocijo que le asomaba por sus pupilas, la satisfacción que sentía
al comprobar que sus esfuerzos habían dado fruto.
Recogió los papeles con movimientos torpes, nerviosos, luchando
por recuperar su eterna cara de póker, aunque le dolía la sonrisa reprimida.
Con la carpeta bajo el brazo, se volvió, dando la cara a los asistentes al
juicio.
-Perdónenme -dijo gravemente, y se abrió camino hasta la salida,
pensando en aquel momento solamente en Doren.
Intentó imaginársela, con sus labios rojos que podían cerrarse
implacables o entreabrirse generosamente, según le diera por estar de mal o
buen humor. Trató de adivinar sus gestos cuando oyera las buenas noticias, la
impresión que le produciría sentir su cuerpo caliente apretado contra el suyo,
cómo los brazos de ella le estrecharían.
Pero aquella degustación anticipada de los encantos de Doren fue interrumpida bruscamente. Los ojos de muchos hombres le buscaban, e
infinidad de manos luchaban por estrechar la suya para felicitarle. Garson, el
fiscal del distrito, sonreía sinceramente y sacudía su cabeza de león aprobando
el comportamiento de su cachorro. Vanee, el ayudante del fiscal del distrito,
intentaba componer una mueca que pareciese una sonrisa, pero resultaba evidente
que no se hallaba tan contento de que alguien más joven que él hubiese obtenido
tal éxito. También había periodistas, que le lanzaban preguntas; y fotógrafos,
que disparaban sus cámaras una y otra vez.
En otra época de su vida, esto le hubiera bastado a Warren Selby para sentirse feliz, viéndose rodeado de hombres que le admiraban. Pero,
en aquellos momentos, tenía, además, a Doren; y al pensar en ella se apresuró
para cambiar la arena de su victoria por un premio más privado y placentero.
Más no escapó a tiempo. Garson le tomó del brazo y se metió con
él en el coche gris que les esperaba en la esquina.
-¿Qué tal te sientes? -sonrió de nuevo el fiscal del distrito,
dándole unas palmaditas en las rodillas mientras se alejaban.
-Muy bien. Pero no ha sido nada -dijo Selby y, entonces,
intentó formular algún comentario que mostrara una modestia que no sentía-:
Pero, demonios, Gar, la gloria no me corresponde sólo a mí. Tus muchachos
cumplieron a la perfección.
-Vamos, vamos, no disimules -le dijo Garson-. Te he estado
observando durante todo el juicio, Warren. Olías a sangre. Eras la espada
vengadora. Fuiste tú quien le puso en la lista para la silla eléctrica, no yo.
-¡Jamás digas eso! -exclamó Selby bruscamente-. Él era
culpable, y tú lo sabes. Las pruebas estaban en su contra. El jurado dio el
único veredicto posible.
-De acuerdo. Hicieron lo único que correspondía, según el modo
en que tú les presentaste las pruebas. Con otro fiscal quizás hubiesen actuado
de otra forma. ¡Hay que darle la medalla a quien se la merece, Warren!
Selby no pudo reprimir su sonrisa ni un segundo más.
Y ésta iluminó su largo rostro, por lo que se sintió aliviado al
relajar sus facciones. Se recostó contra el alto respaldo del coche.
-Puede que tengas razón -aceptó-. Sin embargo, para mí era
culpable, e intenté convencer a los demás de ello. La evidencia de las pruebas
no es lo único que cuenta, Gar, y tú lo sabes. Hay veces que, sencillamente,
intuyes la verdad…
-Por supuesto. -El fiscal del distrito miró por la ventanilla-,
¿Cómo está tu mujer, Warren?
-Ah, Doren se encuentra perfectamente.
-Me alegro. Es una mujer adorable.
Ella estaba tumbada en el sofá cuando Selby entró en el
apartamento. No había imaginado este detalle de su triunfal bienvenida al
hogar.
Se acercó a ella, y consiguió que sus brazos le rodearan.
-¿Has oído, Doren?-preguntó-, ¿Te has enterado de lo que ha
pasado?
-Lo he seguido por la radio.
-¿Y bien? ¿No sabes lo que eso significa? He conseguido mi
primera sentencia favorable, ¡y una de categoría! ¡Ya no soy ningún don nadie,
querida!
-¿Qué le harán a ese hombre?
La miró, intentando determinar de qué humor se hallaba.
-Yo pedí la pena de muerte. Asesinó a su esposa a sangre fría.
¿No es lo que se merece?
-Sólo preguntaba, Warren -comentó ella, y apoyó su mejilla sobre
su hombro.
-La muerte forma parte de mi trabajo. Lo sabes tanto como yo, Doren. ¡No irás a reprochármelo!
Ella le apartó de sí un segundo, aparentemente para decidir si
enfadarse o no. Enseguida se apretó contra él, y pudo sentir aquel aliento
cálido que le hacía cosquillas en la oreja.
Se embarcaron en una semana de celebración. Una fiesta íntima,
cenando en restaurantes discretos y sólo encontrándose con los amigos más
cercanos. No hubiese estado bien que Selby apareciera en público organizando
una juerga en tales circunstancias.
La noche del día en que Murray Rosman fue condenado a muerte, se
quedaron en casa y bebieron unos cuantos brandis. Doren enseguida se mostró
alegre y juguetona; luego, apasionada. Y Selby creyó que nunca había sido tan
feliz como entonces. Con un currículo bastante mediocre como estudiante de
Derecho, después de pasar por un puesto de tercera categoría en un departamento
estatal, había saltado a una posición importante donde era respetado. Se había
casado con una mujer bonita y mimosa, y él tenía el poder de hacerla derretirse
entre sus brazos. Se sintió orgulloso de sí mismo. Siempre le estaría
agradecido a Murray Rosman por la oportunidad que le había brindado.
No obstante, el día en que estaba prevista la ejecución de Rosman, Selby se vio abordado por un viejo canoso y algo jorobado, que llevaba
puesto un sobrero todo manchado de grasa.
El personaje había salido del umbral de una droguería, con las
manos metidas en los bolsillos de una sucia chaqueta y el ala del sombrero
bajada. No se había afeitado en varios días, de eso se daba uno cuenta
enseguida porque llevaba la cara cubierta de una pelusa blanquecina.
-Por favor, señor -dijo-, ¿Puedo hablar con usted un minuto?
Selby le miró de arriba abajo, y buscó en el bolsillo de la
chaqueta por si tenía algunas monedas.
-No -se apresuró a decir el hombre-. No quiero una limosna. Sólo
deseo hablar con usted, señor Selby.
-¿Me conoce usted?
-Sí, de eso puede estar seguro, señor Selby. Lo he leído todo
sobre usted.
La mirada dura del fiscal se ablandó.
-Bueno, ahora mismo tengo cierta prisa. He concertado una cita.
-Esto es importante, señor Selby. ¡Dios es testigo de que lo
es! ¿No podemos ir a alguna parte, tomar un café? Sólo le llevará cinco
minutos.
-¿Por qué no me escribe una carta o viene a la oficina? Estamos
en la calle Chambers…
-Se trata de ese hombre, señor Selby, ¡el que van a ejecutar
esta noche!
El fiscal examinó los ojos del viejo. Contempló una mirada
intensa, penetrante.
-De acuerdo -concedió Selby-. Hay una cafetería cerca de aquí.
Pero que no sean más de cinco minutos, se lo ruego.
Eran casi las dos y media; la hora del almuerzo había terminado
y apenas se encontraba gente en el local. Ocuparon una mesa al fondo, y se
sentaron en silencio mientras el camarero retiraba los restos de una comida.
Por fin, el anciano se reclinó hacia adelante y dijo:
-Me llamo Arlington, Phil Arlington. He estado fuera de la
ciudad, en Florida. De no haber sido así, jamás hubiese permitido que las cosas
llegaran tan lejos. Porque en todo este tiempo ni he leído periódicos, ni
escuchado la radio o la televisión, ni nada de eso.
-No sé a dónde quiere llegar, señor Arlington. ¿Está usted
hablando del juicio de Rosman?
-Sí, del caso Rosman. Cuando regresé a la ciudad y me enteré de
lo que había pasado, no supe qué hacer. Lo entiende, ¿verdad? Me dolió. Me
hirió mucho leer lo que le iba a suceder a ese pobre hombre. Pero tenía miedo.
Entiéndame. ¡Sentí mucho miedo!
-¿Miedo de qué?
El hombre hablaba para el cuello de su camisa.
-Lo pasé fatal tratando de decidir qué hacer. Pero entonces se
me ocurrió: ¡Demonios, este Rosman es joven! ¿Qué edad tendrá, acaso treinta y
ocho años? Yo he cumplido sesenta y cuatro, señor Selby. Entonces… ¿Qué es
mejor?
-¿Mejor para qué? -El joven fiscal empezaba a perder la
paciencia; miró la hora-. Explíquese, señor Arlington. Soy un hombre ocupado.
-Pensé en pedirle consejo. -El viejo se pasó la lengua por los
labios-. Me dio miedo acudir a la policía directamente. Consideré que era mejor
hablar antes con usted. ¿Les digo lo que hice, señor Selby? ¿Les cuento que
fui yo quien mató a esa mujer? Respóndame: ¿se lo confieso?
Al fiscal el mundo se le vino abajo. Sintió cómo sus manos se le
helaban alrededor de la taza de café. Examinó al hombre que estaba sentado
enfrente suyo.
-¿De qué está usted hablando? -preguntó-. Rosman mató a su
esposa. Lo hemos probado.
-¡No, no! Ahí es donde yo voy a parar. Me encontraba en la
carretera haciendo autoestop, con dirección al este. Me llevaron hasta Wilford.
Estaba dándome un garbeo por la ciudad, intentando ver cómo me las apañaría
para comer o encontrar algún trabajo, lo que fuera. Llamé a aquella puerta. Y
una señora muy amable me abrió. No tenía trabajo para mí; pero me ofreció un
bocadillo. Era de jamón…
-¿Qué casa? ¿Cómo sabe usted que pertenecía a los Rosman?
-Estoy seguro. He visto su foto en los periódicos. Era una
señora muy bonita. Si no se hubiera metido en la cocina después, no habría
pasado nada.
-¿Qué? -saltó Selby.
-Jamás debí hacerlo. De veras, se portó muy bien conmigo; pero
yo estaba en las últimas, sin un centavo. Me dediqué a mirar en el interior de
los jarrones del armario. Ya sabe usted cómo son las mujeres: siempre están
metiendo «pasta» en los jarrones, dinero para gastos inesperados, como pagar el
gas o el recibo de la luz o el plazo de la aspiradora. Me pilló y se puso
furiosa. No gritó ni nada, pero yo me di cuenta de que ella estaba dispuesta a
meterme en un lío. Perdí el control…
-No le creo -dijo Selby-, Nadie vio a ninguna persona en el
vecindario. Rosman y su mujer se pasaban el tiempo peleando…
El viejo se encogió de hombros.
-Yo no sé nada de ese tema, señor Selby. No conozco demasiado a
esa gente. Pero así fue como ocurrió, y por ello me gustaría que me aconsejara.
-Se rascó la cabeza-. Lo que quiero saber es… si confieso… ¿Qué me harán?
-Lo freirán en la silla -replicó el fiscal con frialdad-. Lo
ejecutarán en lugar de Rosman. ¿Es eso lo que usted quiere?
Arlington palideció.
-No. La prisión, todavía podría soportarlo. ¡Pero eso jamás!
-Entonces olvide tal asunto. ¿Me oye? Señor Arlington, a mí me
parece que usted ha soñado todo lo que acaba de contarme, ¿A usted no? Mírelo
de ese modo. Un mal sueño. Ahora vuelva a la carretera y deje de pensar en
ello.
-Pero ese hombre… ¡le van a matar esta noche…!
-Porque es culpable -Selby golpeó la mesa con el puño-. Yo
probé que lo era. ¿Entiende?
Los labios del viejo temblaron.
-Sí, señor -susurró.
Selby se levantó y dejó un billete de cinco dólares en la mesa.
-Pague la cuenta -dijo bruscamente-. Y quédese con el cambio.
Aquella misma noche, Doren le preguntó la hora por cuarta vez.
-Las once -respondió hoscamente.
-Sólo una hora más. -Ella se hundió en los cojines del sofá-. Me
pregunto en qué estará pensando el condenado en estos momentos; cómo se
sentirá, ahora mismo.
-¡Cállate de una vez!
-¡Vaya! ¡Estamos irritables esta noche!
-Yo ya no tengo nada que ver con el asunto, Doren. Te lo he
dicho cuarenta veces. Ahora le toca al gobierno del Estado.
La punta de la lengua asomaba por entre los dientes de ella, una
señal que él conocía y que significaba que se avecinaba una tormenta.
-Pero tú le pusiste donde está, Warren, no me lo niegues.
-El jurado lo llevó allí.
-No tiene usted por qué gritarme a mí, señor fiscal.
-Oh, Doren…
Se inclinó hacia ella, como disculpándose, cuando sonó el
teléfono.
Lo descolgó furioso.
-¿Señor Selby? Soy Arlington.
El fiscal se estremeció.
-¿Qué quiere?
-Señor Selby, he estado pensando en lo que hablamos.
No creo que esté bien. No puedo aceptar que deba olvidarlo así
como así. Quiero decir…
-Arlington, escúcheme. ¡Deseo que venga a mi apartamento ahora
mismo!
Desde el sofá, Doren exclamó:
-¡Oye!
-¿Me ha oído, Arlington? Antes de que haga ninguna tontería, es
necesario que hable con usted. Debo explicarle su situación legal. Creo que es
lo menos que debe hacer por usted mismo.
Se produjo una pausa al otro lado del hilo.
-Supongo que tiene razón, señor Selby. Lo malo es que estoy
aquí, en el centro de la ciudad; y para cuando llegue allí…
-Lo conseguirá. Tome el metro; la línea azul es la más rápida.
Baje en la calle 86.
Cuando colgó, su esposa le aguardaba de pie.
-Doren, espera. Lo siento. Este hombre… es un testigo
importante que tengo entre manos. Sólo puedo verle ahora.
- ¡Qué te diviertas!
-gritó ella, sin que su tono indicara que eso era lo que quería.
- Y se fue a su
habitación.
-Doren…
Ella cerró la puerta de golpe y echó el pestillo.
Selby maldijo el mal humor de su mujer entre dientes y abrió la
puerta del mueble bar.
Para cuando Arlington llamó a la puerta, el fiscal se había
bebido media botella de bourbon.
El aspecto de la chaqueta sucia y del sombrero manchado de grasa
del vagabundo contrastó con la elegancia del apartamento. Se quitó ambas
prendas y miró a su alrededor con timidez.
-Sólo contamos con tres cuartos de hora -dijo-. Tengo que hacer
algo, señor Selby. Es preciso.
-Yo sé cuál ha de ser su conducta -comentó el fiscal sonriendo-.
Echemos un trago y hablemos de todo esto una vez más.
-Me parece que no debería… -Tenía la mirada fija sobre la
botella que Selby sostenía en la mano. Éste sonrió confiado.
Hacia las once y media la voz de Arlington sonaba ronca y torpe.
Su mirada ya no era tan intensa, y su interés por la suerte de Rosman había
perdido ya toda la fuerza.
Entretanto, Selby había seguido llenando el vaso de su
visitante.
El anciano masculló entre dientes una serie de historias sobre
su niñez, sobre la respetabilidad que una vez tuvo y sobre todos aquellos que
habían jugado sucio con él, empujándole a la situación en que se hallaba. Al
cabo del rato, comenzó a dar cabezadas, y los párpados, pesados, se le
cerraron.
Sin embargo, las campanadas del reloj de pared le sacaron de su
sopor con un sobresalto.
-¿Qué es eso?
-Nada… el reloj -respondió Selby.
-¿El reloj? ¿Qué hora es?
-Son las doce, señor Arlington. Ya no tiene por qué preocuparse.
El señor Rosman ha pagado por su crimen.
-¡No! -El anciano se puso de pie y empezó a recorrer el salón de
un lado para otro-. ¡No! ¡No es verdad! ¡Yo maté a esa mujer! ¡No él! ¡No le
pueden ejecutar por algo que él no ha…!
-Tranquilícese, señor Arlington. Ya no se puede hacer nada por
él.
-¡Sí, sí! Hay que decírselo… a la policía…
-Pero ¿para qué? Rosman ha sido ejecutado. Cuando sonó la última
campanada de ese reloj, ya había muerto. ¿En qué va ayudarle a estas alturas
con su confesión?
-¡Tengo que hacerlo! -exclamó el anciano lloriqueando-. ¿No lo
ve? Jamás podría soportarlo, señor Selby. Por favor…
Se acercó tropezando hasta el teléfono. El fiscal puso la mano
sobre el aparato con fuerza.
-¡No! -ordenó.
Los dos lucharon por coger el auricular pero el más joven se
salió con la suya fácilmente.
-No me detendrá, señor Selby. Iré yo mismo, en persona.
¡Confesaré, y les diré lo que usted ha hecho…!
Seguidamente, fue tambaleándose hasta la puerta. Selby lo
agarró por detrás.
-¡Maldito loco! Me estás poniendo muy difíciles las cosas. Rosman ha muerto…
-¡Me da lo mismo!
Selby le asestó un puñetazo en el rostro. El viejo vagabundo se
tambaleó, gimiendo de dolor, pero persistió en su intención de alcanzar la
puerta. La furia del fiscal aumentó y le golpeó de nuevo; y después, le echó
las manos al cuello. En ese momento, naturalmente, le asaltó una idea: después
de todo, había poca vida palpitando en aquella garganta. Mediante una pequeña
presión, consiguió que la respiración frenética, la voz aguda, chirriante, y
las palabras maldicientes cesaran…
Continuó apretando más y más.
Y luego, lo soltó.
El viejo cayó al suelo, resbalando contra el cuerpo del fiscal.
De repente, en la puerta del dormitorio apareció la bella esposa
con una expresión rígida, fría.
-Doren, escucha…
-Lo has estrangulado -musitó.
-¡En defensa propia!-gritó Selby-. Entró por la fuerza, quería
robar en el apartamento.
Ella dio un portazo y echó el pestillo. El fiscal homicida fue a
la puerta y empezó a golpearla, desesperadamente. Intentó forzar la entrada y
la llamó a gritos, pero ella no le hizo caso. Entonces, escuchó cómo marcaba un
número de teléfono.
Las cosas ya iban mal, sin necesidad de que encima Vanee
estuviera entre los policías que entraron en el apartamento. El ayudante del
fiscal del distrito no disimulaba la manía que le tenía a Selby, sobre todo
después del éxito en el caso Rosman. Seguro que echaría por tierra, en un abrir
y cerrar de ojos, la historia del vagabundo que entraba en la casa del joven
jurista por la fuerza, con la intención de robar. Además, averiguaría, con la
colaboración de la «amante» Doren, que el fiscal esperaba la visita del
vagabundo. El enemigo iba a disfrutar con el caso.
Pero no se podía decir que estuviera disfrutando. Parecía más
bien confundido. Miró el cadáver, que seguía en el suelo del apartamento de Selby, y preguntó:
-No lo entiendo, Warren. De verdad que no me entra en la cabeza.
¿Para qué querías tú matar a un viejo inofensivo como éste?
-¿Inofensivo? ¿Inofensivo?
-Pues claro. Inofensivo. Es el viejo Arlington. Lo reconocería
enseguida, en cualquier parte.
-¿De qué lo conoces? -Selby estaba aturdido.
-¡Sí, claro, me tropecé con él cuando trabajaba en el condado de
Bellaire! Un viejo loco que va por ahí confesando crímenes. Pero matarle,
Warren… ¿para qué?
FIN
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