No se
puede exigir a los detectives que detengan a los fantasmas. Sencillamente,
porque lleva demasiado tiempo. Además, aunque el hábito no hace al monje, un
fantasma precisa bastante más que una simple sábana.
Yo no creo
en fantasmas. Quizá no crea en fantasmas porque me niego a aceptar lo que de
ellos se dice y porque mi mente, rechazando la posibilidad de su existencia,
busca otra explicación. En el caso de Miss Troy, esa explicación habría que
buscarla en el deseo de morir en las alucinaciones, en el complejo de
culpabilidad, en la venganza, en la auto-flagelación y en la doble
personalidad. Pero también aquí me encuentro fuera de mi especialidad: yo no
soy psiquiatra, soy un detective privado. Hay gente que no está de acuerdo con
mis conclusiones, y puede que usted sea uno de ellos. Pues muy bien. Lo único
que puedo hacer es exponer los hechos tal como ocurrieron, empezando por
aquella resplandeciente y soleada tarde de enero, cuando mi secretaria hizo
pasar a Miss Sylvia Troy a mi despacho.
-Miss
Sylvia Troy -anunció mi secretaria, y se retiró.
-Soy Peter
Chambers -me presenté-. ¿Quiere sentarse?
Era
menuda, monísima, muy femenina, de unos treinta años. Su cabello, corto,
rizado, rojizo, enmarcaba una carita de enormes ojos oscuros que hubieran
podido parecer hermosos de no ser por una expresión casi imposible de
describir. Sólo se me ocurre una palabra para definirla: ¡acosada…! Esta
palabra, claro, es susceptible de infinidad de interpretaciones diferentes. Sus
ojos parecían remotos, ausentes, como si no fueran parte de ella, perdidos.
Se quedó
de pie mientras yo, todavía sentado detrás de la mesa, me revolvía inquieto.
-Siéntese,
por favor -le dije con tanta cordialidad como pude, dada la confusión que me
producía evitar aquellos ojos curiosamente luminosos, extrañamente aislados y
tremendamente asustados.
-Muchas
gracias -dijo al fin, y se sentó en la butaca junto a mi mesa.
Tenía la
voz dulce y preciosa, una voz educada, de cantante profesional: perfectamente
modulada en las vocales, bellamente entonada, muy femenina, muy melodiosa.
Llevaba un abrigo de lana roja con un pequeño cuello de piel negra, y un bolso
de charol negro. Abrió el bolso, sacó trescientos dólares, volvió a cerrarlo, y
dejó el dinero sobre mi mesa. Yo lo miraba, pero no lo toqué en absoluto.
-¿No es
bastante? -me preguntó.
-¿Cómo
dice?
-Me
refiero a la manera como lo está mirando.
-Mirando,
¿qué?
-El
dinero. Sus honorarios. Lo siento, pero no puedo darle más.
-No lo
miraba de ninguna manera, Miss Troy. Lo miro, sencillamente. Trescientos
dólares pueden ser suficientes o no…, según lo que desee de mí.
-Deseo que
entierre a un fantasma.
-¿Cómo?
-Por
favor, Mr. Chambers, le estoy hablando muy en serio.
-Pero, un
fantasma…
-Un
fantasma que ya ha dado muerte a una persona y amenaza con matar a otras dos.
Dirigí mi
inquietud a rebuscar por los bolsillos hasta que encontré un pitillo. Lo
encendí y exclamé:
-Miss
Troy, enterrar fantasmas no es realmente mi especialidad. Si su supuesto
fantasma ya ha matado a alguien, no es aquí a donde debe ir. Hay autoridades
encargadas de ese menester, la Policía…
-No puedo
ir a la Policía.
-¿Por qué
no?
-Porque si
cuento mi historia a la Policía, culparán a mis dos hermanos y a mí misma…
-dijo, y se calló.
-¿De qué?
-De
asesinato.
Hubo una
pausa. Permaneció sentada, derrumbada; yo seguí fumando, nerviosamente. De
pronto le dije:
-¿Se
propone contarme la historia?
-Sí.
-¿No será
igualmente acusar…?
-No, no.
En absoluto. Debo contársela porque es preciso hacer algo. Porque alguien…,
espero que sea usted…, debe ayudarme. Pero si repite lo que voy a decirle a la
Policía, lo negaré. Como no existen pruebas, y como yo negaré lo que puede
usted repetir, nadie será acusado.
Ya la cosa
venía a mi terreno. La gente en apuros es mi especialidad. De no haberse
mencionado el fantasma, todo habría pertenecido completa y familiarmente a mi
campo de trabajo. De todas formas, estaba ya lo bastante encasillado como para
que me decidiera a apagar el cigarrillo en el cenicero, atraer el dinero hacia
mí, y decir:
-Está
bien, Miss Troy, cuéntemelo.
-Empezó
hará cosa de un año. En noviembre pasado.
-Ya.
-Somos…,
es decir, éramos…, cuatro en la familia.
-Cuatro en
la familia -repetí.
-Tres
hermanos y yo. Adam era el mayor. Adam Troy contaba cincuenta años cuando
murió.
-¿Y los
otros?
-Joseph
tenía treinta y seis. Simón tiene ahora treinta y dos. Y yo veintinueve.
-¿Dice que
Joseph tenía treinta y seis?
-Mi
hermano Joseph se suicidó… Se supone que se suicidó…, hace tres semanas.
-Lo
siento.
-Y ahora,
si me permite…, un poco de ambientación.
-Se lo
ruego.
-Adam,
mucho mayor que nosotros, hizo de padre para todos, Adam estaba soltero, era
rico y afortunado… Siempre supo ganar dinero… El resto de nosotros, en cambio, no
somos nada brillantes. Joseph vendía zapatos, Simón trabaja en una droguería y
yo soy artista en un club nocturno. Debo confesarle que no valgo gran cosa.
-Artista
de club nocturno. Interesante.
-Hago
voces, ¿sabe? Era ventrílocua. Ahora soy imitadora: imito voces, ¿comprende?
Nada especial. Me defiendo.
-¿Y Adam?
-pregunté-. ¿Qué hacía Adam?
-Era
agente inmobiliario y un hábil inversor de Bolsa. Era un hombre pesado y
tacaño…, quizá por eso no se casó nunca. Era como un padre para nosotros, pero
la verdad es que nunca nos ayudó con dinero a menos que fuera en un caso de
emergencia. Ahora bien, consejos…, muchos. Y críticas…, muchas. No puedo decir
que se portara mal con nosotros, pero en realidad tampoco fue muy bueno.
Supongo que me entiende.
-La
entiendo muy bien, Miss Troy.
-Ahora
hablaré de los testamentos.
-¿Testamentos?
-Ultimas
voluntades y testamentos. Hicimos lo que se llama un testamento recíproco. Si
uno muere, lo que deja se divide entre los demás. Estoy segura de que sabe lo
que es un testamento recíproco.
-Naturalmente.
-Muy bien.
El año pasado, Adam ganó una barbaridad en la Bolsa, y sugirió que nos fuéramos
de vacaciones todos juntos, unas vacaciones de invierno, que él pagaría. Un par
de semanas al aire libre, esquiando, pasándolo bien, en Ver-mont. Dos semanas
en un lugar maravilloso, ¿entiende?
Asentí.
-Nosotros,
me refiero al resto, Joseph, Simón y yo…, nos organizamos aquellas dos
semanas…, de mediados de noviembre…, y nos fuimos a una cabaña en Mt.
Killington, en las Montañas Verdes, de Vermont… -Se estremeció y guardó un
momento de silencio. Luego prosiguió-: No sé cómo empezó todo. Quizá los tres
pensábamos lo mismo, quizás aquella idea de culpabilidad nos envenenó a todos,
pero fue Joseph el que primero habló de ello.
-¿De qué
habló?
-De
deshacernos de Adam. Adam estaba arriba durmiendo y nosotros tres estábamos
sentados ante un gran fuego en la chimenea, bebiendo, emborrachándonos un poco.
Fue entonces cuando Joseph lo sugirió y todos estuvimos de acuerdo tan de prisa
que fue como si lo hubiéramos dicho todos a la vez. No quiero reprochar nada a
nadie. Digo que los tres estuvimos de acuerdo. Ninguno tuvo nunca dinero,
dinero en cantidad, y de sopetón se nos ocurrió que podíamos tenerlo, y mucho.
-Se estremeció otra vez y se cubrió la cara con las manos. Habló por entre los
dedos-. A partir de ahora querría ir de prisa. ¿Puedo?
-De
acuerdo.
Dejó caer
las manos en el regazo.
-Al día
siguiente, bien abrigados con nuestro equipo de esquiar, salimos a explorar la
montaña. Una vez arriba del todo, Adam se colocó junto a una grieta, un
precipicio, con una caída de unos seiscientos metros con un pequeño torrente al
fondo. Joseph se le acercó por detrás, le empujó y Adam cayó. Nada más. Cayó. Y
fue cayendo. Nos llegaba el eco de los golpes y luego…, nada. Al regresar dimos
parte. Dijimos que había resbalado y se había caído. La Policía investigó, hubo
unas preguntas, y nada más.
-¿Y nada
más?
-El
veredicto del forense fue muerte accidental.
Me levanté
de la silla. Di unos pasos por la oficina. Pasé por delante de ella, por detrás
y a su alrededor. No se inmutó. Permaneció sentada con las manos apretadas en
el regazo. Le dije:
-Está
bien. Hasta aquí, está bien en cuanto al crimen. Ahora, por favor, ¿qué
fantasma mató a quién?
Permanecía
inmóvil. Sólo se movieron sus labios:
-El
fantasma de Adam mató a Joseph.
-Mi
querida Miss Troy, hace sólo unos minutos me ha dicho que Joseph se había
suicidado.
-Lo
siento, Mr. Chambers. No le he dicho tal cosa.
-Pero
usted…
-Dije que
se suponía que se había suicidado.
Admití mi
error de mala gana.
-En
efecto, así lo dijo. Pero, ¿Cómo puede establecerse la diferencia? Quiero
decir…
-¿Puedo
explicarlo a mi manera?
-Desde
luego. -Volví a mi silla, me senté, la observé mientras hablaba, pero mis ojos
no se encontraron con los de ella. De alguna manera, aquella tarde soleada y
resplandeciente de enero, en los confines conocidos de mi propio despacho, no
pude decidirme a mirar a los ojos de aquella mujer.
-Vivo en
la Calle 37 Oeste, en el número 133.
-,Ah!
Y feliz
por ocuparme en algo, lo anoté encantado por la rutina prosaica.
-Es un
apartamento de una sola estancia, en el cuarto piso, C.
-Ya, ya
-murmuré, anotando asiduamente.
-Hace dos
meses, exactamente el quince de noviembre, un año después de su muerte, Adam
vino a visitarme.
-Adam vino
de visita. -Repetí mientras anotaba…, luego tiré el lápiz-. Un momento, Miss
Troy.
Plácidamente,
inquirió:
-Sí, qué pasa, Mr. Chambers?
-Adam es
el individuo que está muerto, ¿sí o no? Adam es el individuo que, al parecer,
ustedes asesinaron, ¿no es cierto?
-Sí, lo
es.
-¿Y fue a
visitarla?
-Precisamente.
-¿Dónde?
-suspiré.
-El día
quince de noviembre, por la tarde, bajé al supermercado a comprar unas cosas.
Cuando volví a casa allí estaba, sentado tranquilamente en una butaca,
esperándome.
Recuperé
mi lápiz y simulé tomar nota.
-¿Está
segura de que se trataba de Adam?
-El
fantasma de Adam. Adam está muerto.
-Sí,
claro, el fantasma de Adam. ¿Qué aspecto tenía?
-Exactamente
el mismo que el día en que murió. Incluso llevaba el mismo equipo…, botas
altas, el traje de esquí, verde, y el gorro verde.
-¿Habló
con usted?
-Sí.
-¿Qué voz
tenía?
-La de
siempre. Adam tenía una voz profunda, de gran resonancia. Parecía triste,
disgustado, pero no estaba muy enfadado.
-¿Y qué le
dijo?
-Que había
venido a reclamar el pago. Estas fueron sus palabras exactas…, reclamar el
pago. Dijo que primero mataría a Joseph, luego a Simón y después a mí. Se
levantó fue a la puerta, la abrió y salió.
-¿Y usted?
-Llamé a
mis hermanos, vinieron a mi apartamento y le¡ conté lo ocurrido. Naturalmente,
no me creyeron. Me dijeron que era cosa de mi imaginación, que últimamente
había estado muy nerviosa. Sugirieron que fuera a ver a un médico. Entre una
cosa y otra, no sé cómo me convencieron, y no hice nada…, ni siquiera cuando
Joseph fue asesinado.
-Suicidio,
bueno, supuesto suicidio…
-Joseph se
cortó las venas y murió. Pero no había ningún arma. No se encontró nada junto a
su cuerpo; ningún arma ensangrentada en todo el apartamento.
Encendí
otro cigarrillo. La llama del fósforo tembló. Lo apagué al instante y lo dejé
en el cenicero. Aspiré profundamente y pregunté:
-Miss
Troy, si no hizo usted nada entonces, ¿por qué lo está haciendo ahora?
-Porque
Adam volvió a visitarme anoche. Cuando volví al trabajo estaba sentado en la
misma butaca, vestido exactamente como la otra vez. Dijo que había cumplido su
propósito con Joseph…, y que Simón era el siguiente. Luego se levantó, abrió la
puerta y salió.
-¿Y usted?
-Me
desmayé. Cuando me repuse perdí los nervios. Luego, ya tranquila, me cambié el
maquillaje y fui directamente a casa de mi hermano Simón. Era ya muy entrada la
noche, pero no me importó. Simón vive en la Calle 4 Oeste, muy cerca de donde
trabajo. Estuve llamando hasta que se despertó y me dejó pasar. Le conté lo
ocurrido y tampoco me creyó. Me dijo que insistía en que fuera a ver a un
médico y que él iba a arreglarlo para que me viera. Hoy decidí que tenía que
hacer algo al efecto. Yo había oído hablar de usted…, y aquí estoy. Por favor,
Mr. Chambers, ¿querrá ayudarme? Por favor. Se lo ruego.
-Haré
cuanto pueda -repliqué. Hice las preguntas pertinentes y tomé nota de nombres,
direcciones y números de teléfono, de dónde trabajaba, dónde trabajaban sus
hermanos y demás. Luego apunté mi número de teléfono particular en una de mis
tarjetas profesionales y se la di-. Puede llamarme aquí, o a mi casa, siempre
que quiera.
-Gracias.
Me sonrió
por primera vez, agradecida.
Guardé los
trescientos dólares en un cajón de la mesa.
-Está
bien. Vámonos.
-¿Irnos?
¿Dónde?
-Me
gustaría ver su apartamento. ¿Puedo?
-Claro que
sí. -Se levantó-. Es usted muy minucioso, ¿verdad?
-Así es
como trabajo yo.
El
apartamento situado en un cuarto piso, pertenecía a una casa recién restaurada,
de seis pisos sin ascensor. Era un apartamento minúsculo, de una sola estancia:
una pequeña sala de estar, con armario empotrado, un cuarto de baño y una
cocinita. No había ventana alguna en la cocina, sólo una en el cuarto de baño y
dos en la sala de estar…, cada una con cierre de seguridad por dentro.
-Perfecto
-dije-. ¿Mandó usted poner los cierres?
-No. Lo
hizo el antiguo inquilino.
-Son de
buena calidad y están en perfecto estado -aprobé, y proseguí con mi
inspección-. Veo que no hay salida de incendios.
-Es
innecesaria. Las salidas se eliminaron cuando se restauró la vivienda: eran
feísimas y además la casa está a prueba de fuego.
En cambio
la cerradura de la puerta era deficiente: sencilla, anticuada, no se precisaba
ningún experto para abrirla; tampoco la puerta tenía protección: ni un solo
pasador.
-Esto no
sirve -mascullé.
-¿Cómo
dice?
-Mire, no
sé quién entra en su casa, fantasmas o no, pero cualquiera lo puede hacer con
un llavín viejo, y para un ratero es pan comido. Esto tiene que desaparecer.
-¿Desaparecer?
-preguntó-. ¿Desaparecer?
-¿Dónde
está su listín de las páginas amarillas?
Me lo
trajo y localicé a unos cuantos cerrajeros, los fui llamando hasta que encontré
a uno que estaba libre, le expliqué lo que necesitaba y me prometió venir
dentro de media hora. Miss Troy hizo café, preparó unos bocadillos, comimos,
charlamos, pero evitando cualquier mención de fantasmas. Ella se fue animando,
sonreía con frecuencia, y descubrí que estaba pasando una tarde de lo más
agradable.
-¿Por qué
no viene a verme esta noche al club? -me dijo-. Le expliqué dónde está cuando
tomaba notas en la oficina. Es el Café Bella, en la Calle 3 Oeste, en el
Village.
-¿A qué
hora es su número?
-El
espectáculo empieza a las nueve y es más o menos continuo. Hay seis números…
Nadie vale gran cosa. No nos pagan mucho…, pero tampoco trabajamos demasiado;
todo el mundo tiene su propio camerino y esto es muy importante. El espectáculo
empieza a las nueve y dura hasta las dos, a veces algo más, según vaya el
negocio. Entre número y número puedo quedarme en el camerino. No me gusta
mezclarme con los clientes y los dueños tampoco nos lo exigen. Me encantaría
que viniera y viera mi número.
-A lo
mejor -prometí.
Llegó el
cerrajero e hizo lo que le pedí. Instaló una fuerte cerradura moderna y un
resistente pasador de acero. Le pagué de mi bolsillo y me negué a que Miss Troy
me lo rembolsara.
-Saldrá de
los honorarios -dije- y a lo mejor da resultado. Quizá no vuelva a ser
molestada.
-Ojalá,
ojalá. ¡Que Dios le bendiga! Ya empiezo a sentirme mejor. Es como cuando se va
a un buen médico, sabe, y le tranquiliza. Solamente con su presencia y su
actitud…, y todas esas cosas de locura parecen un sueño, una pesadilla y, de
pronto, todo lo espantoso parece una tontería, ¿comprende?
-Sí, lo
comprendo y me alegro. Siga pensando así. Ahora debo decirle adiós. Muchas
gracias por la comida. -Oh, no hay de qué. ¿Vendrá a verme esta noche? -Lo
intentaré.
Simón Troy
trabajaba en un drug-store en la Calle 74, esquina con Columbus Avenue. Era un
local pequeño, abarrotado, anticuado, que ni siquiera tenía fuente de soda.
Olía a hierbas, productos farmacéuticos y germicidas. El polvo cubría las
estanterías y el del ambiente en suspensión hacía estornudar. Simón Troy
trabajaba solo, era un hombrecito rubio con ojos de cachorro triste, tez pálida
y dientes pequeños y amarillos. Su sonrisa, cuando me recibió, era forzada: la
sonrisa de un empleado a un.cliente. Le dije quién era y por qué estaba allí.
Una
expresión de angustia envejeció su rostro y la sonrisa desapareció de sus
labios.
-Si no le
importa -me dijo-, pasaremos dentro donde podamos hablar.
La
trastienda, un espacio separado de la parte delantera por una gruesa mampara de
vidrio, era un lugar estrecho dominado por un mueble de madera lleno de
cajones, con un mostrador para preparar las recetas. Había un par de sillas
metálicas ya usadas y me indicó una de ellas. Antes de sentarme, le pregunté:
-¿Usted es
Simón Troy?
-Sí, sí,
naturalmente -contestó, impaciente.
Saqué el
paquete de cigarrillos, le ofrecí uno, y lo agarró con sus dedos flacos,
huesudos, manchados de nicotina. Encendió mi cigarrillo, luego el suyo, y chupó
rápida y ruidosamente. Yo hablaba y él escuchaba atentamente. Le conté todo lo
que Sylvia Troy me había contado y le hablé del dinero que me había entregado.
Cuando concluí mi relato ya había terminado su cigarrillo y encendió uno de los
suyos con la colilla del que yo le había dado.
-Mr.
Chambers, me figuro que se da usted cuenta de lo terriblemente preocupado que
estoy por mi hermana.
Asentí,
pero no dije nada.
-Está
enferma, Mr. Chambers. Tengo la seguridad de que usted se daría cuenta.
Volví a
asentir, pero esta vez no pude menos que preguntar:
-¿Querrá
usted contarme lo que ocurrió en Mt. Kil-lington?
-¿Se
refiere a lo de Adam?
-En
efecto.
-Ni
siquiera estábamos cerca de él. Se había ido a echar un vistazo al borde del
precipicio. Nos encontrábamos muy lejos de él, a varios metros de distancia.
Los tres estábamos juntos. Debió de darle algo, un mareo quizás. Oímos el grito
al resbalar, se cayó al vacío… y desapareció. La Policía de Vermont examinó el
lugar después de que les informáramos. Había empezado a nevar y no pudieron
encontrar ninguna huella en el borde. Pero de los salientes de las rocas del
fondo, a las que pudieron llegar, recuperaron fragmentos de huesos, carne y
jirones del traje que llevaba. El cuerpo, por supuesto, jamás fue recuperado.
Metió la
punta de su índice derecho entre los dientes y se mordió ruidosamente la uña.
-Mr. Troy
-le dije-, ¿tiene usted idea de por qué su hermana ha inventado semejante
locura?
-Me temo
que sólo hay una explicación. Creo que está al borde de una tremenda crisis
nerviosa.
-Pero,
¿hay alguna base para ello? ¿Algún suceso ya pasado? ¿Alguna razón?
-Le habló
de los testamentos recíprocos, ¿verdad?
-Sí.
-Bien, la
fortuna de Adam, una vez pagados los derechos, fue de cincuenta mil dólares a
cada uno de nosotros. Mi hermano Joseph, viudo y sin hijos, era un hombre
ordenado, como soy yo. Guardamos ese dinero y seguimos viviendo como hasta
entonces…, pero no así Sylvia. Dejó su trabajo en el club nocturno, se fue a
Europa y al año se había malgastado toda su herencia. Creo que esto la afectó;
el hecho es que al cabo de un año volvía a estar donde había empezado: esto la
desquició. Se vio obligada a volver a trabajar, y desde entonces, desde aquel
preciso momento, empezó a comportarse de un modo peculiar. Hablaba de un
complot, de nuestro complot, para asesinar a Adam. Y ahora de este terrible
asunto sobre el espectro de Adam.
-¿Y qué
hay de Joseph? ¿De su suicidio? ¿Quiere contármelo?
-Hay poco
que contar. Joseph era un hombre sencillo, bueno y meticuloso. Era un
hipocondríaco aunque tenía miedo a los médicos. Hace cosa de seis meses empezó
a tener dolores de estómago, náuseas, vómitos. Se negaba a ir al médico, hasta
que por fin lo arrastré. Los rayos X mostraron una masa en su estómago. Los
médicos creían que era un tumor benigno, pero Joseph no. Arreglamos para que le
operaran, pero antes de que llegara el momento, se suicidó.
-Sí, lo
sé, se cortó las venas. Pero, ¿qué hay de eso de que no se encontró el arma?
Sonrió con
tristeza.
-La
Policía quedó satisfecha con la explicación. Joseph se suicidó en el cuarto de
baño. Se cortó las venas de las muñecas y se desangró. Conociendo a Joseph, sé
exactamente lo que hizo, una vez que se decidió. Se encontró una maquinilla
cerca de él, pero sin hoja. Así que sacó la hoja, se cortó las venas, la dejó
caer en la taza del váter, tiró de la cadena y se dejó desangrar. Había sangre
por todo el baño; pero, en efecto, no había cuchilla por ninguna parte. Joseph
era meticuloso, un animal de costumbres. Tiró la cuchilla al retrete, y se
acabó. La Policía estuvo de acuerdo con mi versión de lo ocurrido. Después de
todo, yo era su hermano; le conocía bien.
Me puse en
pie, y terminé:
-Muchas
gracias.
-Mr.
Chambers, por favor.
Parecía
turbado, vacilaba.
-Dígame.
-Mr.
Chambers -barbotó-, creo que debería devolver el dinero a mi hermana.
-¿Por qué?
-Porque no
necesita un detective privado. Lo que necesita es un médico.
-Me
inclino a pensar lo mismo.
Sonrió,
aparentemente aliviado de que le comprendiera y estuviera de acuerdo con él.
-Ya he
buscado -me dijo- y he elegido un especialista de nervios, un psiquiatra o como
demonios se les llame hoy en día. Con un pretexto u otro, voy a llevársela.
-Me parece
muy bien. En cuanto al dinero, estoy de acuerdo. Lo merece más un médico que
yo.
-Es usted
muy considerado. Se lo agradezco.
-Pero no
creo que deba dárselo a ella -objeté-. Es inútil turbarla más. Se lo entregaré
a usted. No llevo dinero ahora, pero se lo daré después, se lo dejaré en su
apartamento.
-Guárdese
cincuenta dólares, Mr. Chambers. Se los ha ganado usted.
-Gracias.
Le veré más tarde.
-¿Sabe
dónde?
-Miss Troy
me dio su dirección en la Calle 4.
-Es el
apartamento 3 A. Y, oh…
-¿De qué
se trata?
-La verdad
es que trabajo de noche aquí. Tengo el turno desde las dos de la tarde a las
diez de la noche. A esa hora cierro, vuelvo a casa, como algo, me ducho y
descanso. Así que no llego a casa hasta muy tarde.
-Yo
también soy un noctámbulo. ¿Qué le parece si voy a media noche? ¿Estará bien?
-Perfectamente
bien. Es usted muy amable, Mr. Chambers.
Nos
estrechamos la mano y me fui.
A las diez
de la noche, con doscientos cincuenta dólares de los honorarios en el bolsillo,
me senté a una mesa de atrás del Café Bella y vi su número. El Café Bella era
un local oscuro y sin pretensiones, el servicio era malo, malo el licor y malo
también el número de Sylvia Troy. Salió a escena con pantalones y blusa negros,
y se dedicó a imitar a unas cuantas celebridades masculinas y femeninas. El
tono de su voz era maravilloso…, desde el más profundo barítono a tenor, desde
contralto, a mezzosoprano, hasta la voz fina y temblona de las viejas… Pero sus
imitaciones estaban pasadas, su material malo, su distribución deplorable, y
sus pobres chistes servidos sin una pizca de talento. Me fui a mitad de su
actuación.
Cené
tarde, entré en algunos locales nocturnos del Villa-ge, tomé unas copas,
contemplé alguna que otra bailarina y a medianoche me fui al 149 de la Calle 4
Oeste, que era la dirección de Simón Troy. Un ascensor me subió al tercer piso
y una vez allí pulsé el botón del 3 A. No obtuve respuesta. Volví a tocar.
Nada. Probé el pomo. La puerta estaba abierta y entré.
Simón Troy
estaba sentado mirando fijamente hacia delante, con los codos apoyados en el
borde de una mesa camilla. Sobre la mesa un gran vaso de cóctel, vacío, con una
cereza en el fondo. Miraba hacia la silla vacía que estaba frente a él. Al otro
lado de la mesa, delante de la silla vacía, había otro vaso de cóctel, lleno
hasta arriba y sin tocar. Me acerqué rápidamente a Simón Troy, le examiné y me
lancé al teléfono para llamar a la Policía e informarles de su muerte.
El
encargado del caso era mi amigo el teniente Louis Parker, un detective de la
brigada de homicidios. Sus expertos no tardaron en asegurar que la causa de la
muerte había sido envenenamiento por cianuro. La cereza del fondo estaba
completamente empapada. Las huellas de Simón Troy aparecían en el cristal del
vaso. La inspección no encontró frasco, ni recipiente de veneno en el apartamento.
Después de retirar el cuerpo y las pruebas pertinentes, nos quedamos el
teniente Parker y yo solos, y me dijo:
-Bien, ¿de
qué se trata? ¿Cuál es la historia esta vez? ¿Qué está haciendo aquí?
-¿Cree en
fantasmas, teniente?
Respondió
cautamente:
-A veces.
¿Por qué? ¿Va a contarme una historia de fantasmas?
-A lo
mejor -le dije.
Le conté
toda la historia y le expliqué lo que estaba haciendo en el apartamento de
Simón Troy.
-¡Uau!
-exclamó-. Vámonos a hablar con la damita.
Estaba en
su camerino. Sostuvo que no se había movido de él, ni del escenario, en toda la
noche. Su camerino daba a un corredor que tenía una salida por la parte de
atrás que daba directamente a la calle. Parker interrogó a todos los empleados.
Ninguno contradijo lo declarado por Sylvia. Entonces Parker se la llevó a la
comisaría y yo les acompañé. Una vez allí, la interrogó durante horas, pero
ella mantuvo con firmeza que no había salido del camerino excepto para ir al
escenario y representar su número. Los policías no dejaban de entrar y salir y
el interrogatorio se interrumpió con frecuencia para conferenciar a media voz.
Por fin Parker alzó las manos al cielo y le dijo:
-Lárguese.
Váyase a casa. Y mejor que no se mueva de allí para que sepamos dónde
encontrarla.
-Sí, señor
-contestó humildemente, y se marchó.
Nos
quedamos silenciosos. Parker encendió un puro y yo un pitillo. Al fin le
pregunté:
-Bueno, ¿Qué le parece?
-Creo que
la pollita nos está contando un cuento superior a todos los cuentos, y que no
tenemos por dónde cogerla.
-¿Y eso,
amigo?
-¿Sabe
cómo funcionan esos testamentos recíprocos?
-Sí.
-El
primero…, el de Joseph…, está todavía en testamentaria, en estudio. Ahora, irá
el segundo. Con esos dos hermanos muertos, nuestra damita se embolsará algo más
de cien mil dólares.
-¿Y qué?
-Que
tenemos a Joseph como suicidado, pero al no encontrar el arma, pudo ser
asesinato. Ahora bien, este Simón también pudo suicidarse, ¿verdad? Salvo que
no había ningún frasco, ningún recipiente. Esfumado.
Y agitó la
mano.
-¿El
fantasma? -sugerí.
-La dama
-aseguró-. Mató a los dos y contó la historia del fantasma como la más loca
cortina de humo que jamás se haya inventado. Y no tenemos la más mínima prueba
contra ella. -Sonrió, agotado-. Vaya a casa, muchacho. Parece cansado.
-Y usted,
¿qué? -pregunté.
-Yo, no.
Yo no me muevo de aquí. Voy a trabajar.
Llegué a
casa a eso de las cuatro y al abrir la puerta el teléfono estaba llamando.
Corrí y levanté el auricular. Era Sylvia Troy.
-Mr.
Chambers. ¡Por favor! ¡Mr. Chambers!
El terror
en su voz me atravesó la piel.
-¿Qué le
pasa? ¿Qué ocurre?
-Me ha
llamado.
-¿Quién?
-¡Adam!
-¿Cuándo?
-Ahora
mismo, ahora mismo. Dijo que venía… a por mí.
Su voz se
perdió.
-¡Miss
Troy! -grité-. ¡Miss Troy!
-¿Sí?
La voz
sonaba debilitada.
-¿Puede
oírme?
-Sí.
-Quiero
que cierre todas las ventanas con los cerrojos.
-Ya lo he
hecho -me contestó con su peculiar tonillo infantil.
-Eche
también el cerrojo de su puerta.
-Está
echado.
-Bien. No
abra la puerta a nadie excepto a mí. Llamaré y le hablaré desde fuera para que
sepa de quién se trata. ¿Reconocerá mi voz?
-Sí, Mr.
Chambers, sí la reconoceré.
-Bien.
Ahora tranquilícese. Voy en seguida.
Colgué,
llamé a Parker y se lo dije.
-Ha
llegado el momento, sea lo que sea. Tráigase a muchos hombres y mucha
artillería. Vamos a encontrarnos a un asesino suelto. Le espero abajo. ¿Conoce
la dirección?
-Naturalmente.
Colgué y
salí corriendo.
Además de
Parker, había tres detectives y tres hombres de uniforme…, uno de ellos llevaba
una carabina. Al entrar en el vestíbulo, los detectives y los otros dos
policías desenfundaron sus armas. Delante de la puerta del 4 C, Parker me
señaló y toqué el timbre.
Una sonora
voz masculina respondió:
-¿Sí?
¿Quién es?
-Peter
Chambers. Quiero hablar con Miss Troy.
-No está
aquí -tronó la voz.
-Mentira.
Yo sé que está aquí.
-Ella no
quiere hablar con usted.
-¿Y usted
quién es?
-No le
importa -retumbó la voz-. Márchese.
-Lo
siento, pero no me voy.
La voz
tonante sonó irritada.
-Mire,
tengo una pistola en la mano. Si no se marcha voy a disparar a través de la puerta.
Parker me
apartó a un lado, y gritó:
-Abra.
¡Policía!
-No me
importa quién sea -tronó la voz de nuevo-. Les advierto por última vez. O se
marchan o disparo.
-Y yo le
advierto -gritó Parker- que o abren la puerta o dispararemos. Voy a contar
hasta tres. A menos que nos abra, entraremos a tiro limpio. ¡Uno!
Nada.
-¡Dos!
Una risa
sonora y burlona.
-¡Tres!
Nada.
Parker
hizo una señal a los policías y movió la cabeza. Un chorro de balas traspasó la
puerta. Se oyó un grito estridente, un golpe y después…, silencio. Parker
señaló a los dos detectives, que eran hombres fornidos. Sabían lo que tenían
que hacer. Se lanzaron contra la puerta, hombro con hombro, al unísono, una y
otra vez. La puerta crujió, volvió a crujir, cedió y, por fin, se soltó de los
goznes.
Sylvia
Troy estaba tendida en el suelo, muerta por las balas de la carabina. No había
nadie más en el apartamento. La puerta había estado cerrada con llave y el
cerrojo echado. También las ventanas estaban cerradas y aseguradas por dentro.
La inspección fue rápida, experta e inequívoca, pero aparte del cuerpo de
Sylvia Troy…, y de nosotros, ahora…, en el apartamento no había nadie más.
El
teniente Louis Parker se me acercó con la mirada beligerante, pero
desconcertada, con el rostro furioso y brillante bajo una capa de sudor. Sus
hombres, altos, musculosos, fornidos y fuertes, se habían agrupado, como niños
silenciosos, junto a él.
-¡Qué
demonio! -exclamó el teniente Louis Parker, y sus palabras eran como un
murmullo ronco-. ¿Qué es lo que piensa, Peter?
Yo tuve
que aclararme la garganta antes de poder hablar, pero me afirmé en lo ya dicho:
-Yo no
creo en fantasmas.
Quizá no
crea en fantasmas porque me niego a aceptar lo que de ellos se dice y porque mi
mente, rechazando la posibilidad de su existencia, busque otra explicación. En
el caso de Miss Troy, esa explicación habría que buscarla en el deseo de morir,
en las alucinaciones, en el complejo de culpabilidad, en la venganza, en la
autoflagelación y en la doble personalidad.
Hay quien
no está de acuerdo con mis conclusiones.
Tal vez
usted sea uno de ellos.
FIN
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