Sin que nadie pudiera especificar el motivo, todos le
hallaron mensaje de tragedia a ese misterioso resplandor rojizo y movible, que
en un anochecer de noviembre de 1909 concentró la sorprendida atención de los
quince carreros acampados para pasar la noche en el alto filo de la Pampa del
Castillo.
Se pasaron la voz al notarlo y por espacio de algunos
minutos, suspendieron la tarea de desatar los caballos, mientras observaban en
silencio y algo cohibidos la novedad misteriosa. Parecía situada a unas 14
leguas hacia el Este, más o menos próxima al mar, y donde se halla situado el
pequeño caserío de Comodoro Rivadavia. Se hizo más acentuado al cerrar la
noche, siendo más notable su reflejo rojo en algunas nubes distantes y en la
punta de algunos cerros elevados disminuyendo de tanto en tanto, muy levemente
la oscuridad de esa noche sin luna.
Con curiosa incertidumbre, comentan los troperos ese
aparente incendio, lejano y gigantesco, que da a las nubes del horizonte. Este
un tinte ligeramente sangriento como las puestas de sol que preceden a los días
de fuerte viento. Alguien lo compara al resplandor de un barco en llamas,
comparación que estremece a todos, porque es muy reciente aún el recuerdo
doloroso del incendio del vapor "Presidente Roca", naufragado en
Punta Cantor, Península Valdés, y entre los presentes, había quienes aún llevaban
luto por familiares perecidos en la espantosa tragedia que consternó a toda la
Patagonia cuando todavía no se había olvidado la epidemia de difteria que asoló
la población infantil de Comodoro en el año 1907 - 1908.
¿Será un incendio en el pueblo? Imposible. Todas las casas
de la aldea incendiadas no darían semejante resplandor. Hasta el momento de
acostarse los carreros hacen conjeturas, mientras rodean el fogón que en un
círculo de cincuenta metros esparce un resplandor rojo, imitación en miniatura
de ese otro que llama la atención de todos. Convienen en que sea lo que sea
tiene ribetes de fatalidad. Cuando reinician el viaje al amanecer, persiste
el misterioso resplandor de la aurora,
hasta que la luz del día lo desvanece.
El resplandor reaparece con el crepúsculo, cuando la tropa
de carros acampa nuevamente, después de una jornada de cuatro leguas, cuesta
abajo por el cañadón de El Tordìllo. Ahora es más visible, y por momentos, como
a impulso de una leve brisa del lado del mar, hay un casi imperceptible rumor
de trueno apagado, como si la tierra se estremeciera levísimamente.
Es a mitad de la jornada del siguiente día, mientras la
tropa ha desatado para almorzar y hacer la siesta, cuando se enteran de la
realidad del suceso y se confirman los presentimientos del drama.
Un sulky en viaje de Comodoro Rivadavia a Sarmiento, se
detiene en el improvisado campamento. Apenas dados los buenos días, y aceptada
la invitación a bajarse y almorzar, sus dos ocupantes cuentan con desordenado
apresuramiento la novedad siniestra: ha explotado un pozo de petróleo. Hay
muertos y personas con quemaduras graves. No hay médico. El más cercano está en
Rawson, a más de 600 kilómetros de distancia. No hay farmacia; ni remedios. La
gente no sabe qué hacer. Por telégrafo han pedido a Rawson la presencia del
doctor Angel Federicci, pero es difícil que llegue a tiempo, porque están muy
graves… De Buenos Aires dicen que mandarían un barco con médicos y medicamentos
pero que no podrá ser antes de ocho días... El pozo continúa ardiendo y no
puede ser apagado con bombas de agua. . Dicen que puede explotar el subsuelo,
aunque los entendidos dicen que eso es imposible,.. El doctor Federicci ya
salió reventando caballos desde Rawson, pero por mucho que apure, no podrá
llegar antes de cuatro días. Casi no hay camino y son 120 leguas...
Después de unos mates, ya moderados los comentarios y
preguntas atropelladas y mientras almuerzan con el plato sobre las rodillas,
los viajeros relatan el penoso hecho,..
Fue en las primeras horas de la tarde del día 10 de
noviembre, cuando se produjo la explosión, al originarse una fricción de
herramientas metálicas en la boca del pozo. La detonación tremenda y el ruido
de la llamarada, tapaban los gritos de los trabajadores heridos. Llegó hasta
Comodoro con ruido de cañonazo apagado, y a los 15 minutos, a lomo de parejero,
llegó la noticia y el pedido de auxilio. A toda rienda de sus caballos, en
sulkys, carros y hasta a pie, llegó más de la mitad del pueblo a ese infierno,
donde se desarrollaban escenas de tragedia. De un campamento más cercano habían
llegado los primeros auxilios. Hubo intensa confusión. Sin nadie que dirigiera,
cada cual preparaba el auxilio por separado con más voluntad que éxito. Dos de
los desventurados obreros del pozo incendiado yacían a poca distancia del
fuego, que alcanzaba una altura de casi cincuenta metros. Al parecer estaban
agonizantes. Otro se alejaba con penoso esfuerzo, ayudado por un compañero
sangrante y con la ropa en girones chamuscados. A 150 metros otro corría
desorientado. Tenía el rostro desfigurado. Gesticulaba y gritaba. En algunos
lugares de su ropa, había pequeñas llamitas que se avivaban con el correr
desesperado. Iba sin rumbo, y chocó contra uno de los jinetes que acudían en su
ayuda. Lloraba.
A una cuadra del siniestro, vehículos y jinetes debieron
detenerse porque los caballos espantados por el espectáculo pavoroso y
atronador, se negaron a seguir.
A pie se acercaron hasta donde se los permitió el calor del
incendio y el humo de la madera en combustión. Dos hombres ayudaban a una
persona desnuda que apenas se tenía en pie mientras un tercero, provisto de un
balde y un jarro, le echaba agua fría sobre las horribles quemaduras. El agua
le corría por el cuerpo y llegaba a tierra con color de sangre. Por el mover de
los labios se notaba que el hombre quería hablar, pero la dificultad de las
heridas y el fragor del fuego impedían oírlo. En pocos minutos se le había
desfigurado el rostro.
La confusión era tremenda e iba en aumento según aumentaba
la concurrencia.
Trescientos metros en torno al lugar trágico, todo asemejaba
el desorden de un ejército en derrota que se ha quedado sin jefes. Idas,
venidas y corridas de un lado a otro. Gritos que el estruendo ahoga. Gestos y
señales que nadie entiende. Clamores pidiendo un médico que está a 120 leguas
de distancia.
Al galope tendido de sus caballos, dos jinetes aprovechan lo
parejo del terreno para acercarse al pozo ardiente. Con sus ponchos humedecidos
han tapado un costado de la cabeza de los caballos para que no vean el fuego.
Al apearse, se lo sacan de un tirón para que los animales no huyan, y de
inmediato cada cual toma a uno de los heridos que yacen cerca de las llamas y
los arrastran dificultosamente hasta un lugar donde otros les prestan ayuda.
Tratan de resguardarse con los ponchos mojados. .
Como las llamas debido a la mezcla del gas con el aire,
recién se inician a cuatro o cinco metros de altura. el calor es menos al lado
del pozo, que a 50 metros de distancia. La torre se recalienta al rojo y luego
se desliza a plomo sobre la boca infernal, tomándose en un montón de hierros
sin forma, por entre los cuales fluye violento el gas en llamas, aumentando la
potencia de sus bramidos.
En carros son llevados los heridos hasta Comodoro y en el
Hotel Coletto se improvisa un hospital, sin médicos ni enfermeras, sin
medicinas. Impresiona el aspecto de esos desventurados. No tienen cejas ni
pestañas y sus bigotes y cabellos están chamuscados. Sus rostros hinchados y
sangrientos, están como sus manos, llenos de resquebrajaduras semejante a la
greda cuando después de una lluvia, el sol fuerte la reseca. Despiden molesto
olor a carne quemada, y al moverlos la piel se les desprende en pedazos. Francisco
Fernández, Juan Pevet, Máximo Abásolo, Barros, Salso, Peral, etc., trabajan en
las curaciones. Luchan contra infinidad de consejos medicinales pues en
semejantes circunstancias, todos se sienten médicos. Fernández es el único que
tiene nociones de farmacia.
Se hacen presentes tres mujeres que traen algunos
desinfectantes y sábanas limpias para vendajes Su presencia causa alivio. Es
misteriosa y grande la sensación de esperanza que da la presencia y la ayuda
femenina en esos torbellinos de desamparo y tragedia. Todo el pueblo se agolpa
al hotel-hospital y observa con expresión de amargura esa cámara de inauditos
sufrimientos. Hay heridos ya inconscientes y otros están sentados en las camas.
Todos se quejan, y muy seguido recorren sus cuerpos temblorosos espasmos de
dolor. Uno de ellos no quiere que lo curen. Está sentado en la cama, y con voz
ahogada por el llanto que trata de contener, le pide a un compatriota suyo que
está a su lado, que anote la dirección de su familia en Europa para avisarle su
muerte, y le mande 100 pesos que le dio a guardar a Pevet. Sin mucho convencimiento, el amigo que
también está algo herido, le dice que las quemaduras son superficiales y que el
Dr. Federicci ya viene en viaje. Pero él con infinito descorazonamiento le
muestra las manos sin piel, diciendo que eso no es superficial y que el médico
no llegará a tiempo.
En medio de tantas tribulaciones, el telégrafo aporta su
incomparable ayuda. Está ya en comunicación con el médico de Rawson. Se trata
de seguir sus indicaciones, aunque se tropieza con la falta de medicamentos...
El jefe de correos de Rawson, que por momentos hace de
telegrafista y hasta de cartero al oír las primeras vibraciones telegráficas,
se acerca al pequeño aparato con la indiferencia que da el oficio y la
costumbre. Pero el amigo con el que conversaba y que en esos momentos le ceba
mate observa cómo su rostro, súbitamente, refleja atención y ansiedad a la vez
que toma el lápiz y comienza a hacer febriles anotaciones que de inmediato pasa
al amigo diciéndole con excitación: "Hubo una gran explosión de petróleo
en Comodoro Rivadavia. Hay muertos y heridos graves y piden que vaya enseguida
el doctor Federicci, pero que antes les diga por telégrafo lo que deben hacer
mientras él llega. No tienen doctor ni remedios. ¡Es muy urgente. Por favor,
montá en mi caballo y avisále al médico y al Gobernador! …
Concentra nuevamente su atención en el telégrafo, mientras
el amigo monta a caballo de un salto y se apresura a cumplir el encargue. El
Gobernador anda en gira por el interior. Diez minutos después el médico se hace
presente junto al aparato telegráfico y dicta sus instrucciones, que el
telegrafista transmite: "Que no les pongan agua fría.”
=”Ya se les ha puesto a todos desde el primer momento"
- les responden.
=”Limpieza y desinfección" -ordena.
=”No hay desinfectantes y las heridas están llenas de tierra
y carbón" -- es la contestación.
Consternado, pero con voz serena, el médico dicta sus
instrucciones, adaptándolas a lo que hay. Pasa de la técnica moderna, a los más
modestos curativos caseros.. Él se pondrá en camino dentro de media hora. Pide
que en cada oficina telegráfica del largo trayecto, le tengan informes sobre el
estado de los heridos. Él dará instrucciones al respecto. Marchará día y noche.
Que en cada oficina telegráfica del camino, tengan establecidas postas con
caballos de refresco para el cambio de los tiros".
El cura salesiano llega jadeante hasta la casa del médico,
cuando éste se apresta a emprender el largo trayecto en la "volanta"
de la Gobernación. Viene cargado de paquetes y seguido por tres agitados
alumnos del colegio que también portan bultos de remedios. Casi la totalidad de
los medicamentos del modesto hospital salesiano se pone a disposición del
médico, quien los acepta agradecido, pero no acepta que el sacerdote lo
acompañe, para no recargar el coche facilitando así la rapidez de la marcha por
el mal camino.
El padre Vachina acepta el razonamiento. Se santigua
mientras el coche parte y levanta la mano, trazando una cruz en su dirección,
mientras ruega a Dios porque el médico llegue a tiempo para salvar esas vidas.
El cura y el médico son amigos personales, coincidentes en
el desinterés pero adversarios irreconciliables en ideas políticas y sociales.
Era común verlos pasearse por el amplio patio del colegio, discutiendo
acaloradamente en su idioma sobre política, con gran contento de los alumnos,
que interrumpían sus juegos para observarlos, aun sin entenderlos. El cura
criticaba la usurpación del poder temporal del Papa por parte de Italia. El
médico la defendía con tesón, y hasta había luchado por ella en sus años de
estudiante. Era ateo, "anarquista" y estas ideas, lo habían obligado
a salir de Europa y a ellas debía la Patagonia la suerte de tenerlo.
Preconizaba una pronta época sin militarismo, capitalismo, curas ni patrones.
Aprobaba en lo militar a San Martín y Garibaldi y en lo civil a Sarmiento,
Massini y Pestalozzi. Por su parte, el sacerdote, le demostraba su pesadumbre,
por el hecho de que un hombre que, con tanta capacidad y desinterés curaba el
cuerpo de los enfermos, envenenara con sus ideas la mente y el alma del pueblo.
El padre Crestanello siempre decía que el doctor Federicci
era "un hombre ejemplar", a pesar de sus ideas. El personal del
Colegio, al igual que todos los alumnos no pudientes, era atendido
gratuitamente por el médico "anarquista" y por su parte los
Salesianos siempre tenían su modesto hospital, único en setecientos kilómetros
a la redonda, a disposición de sus enfermos.
La marcha por el escabroso camino a medio trazar y poco
transitado, es violenta y al filo de la Pampa de Trelew la furia del viento
Oeste, destroza la capota de la volanta inconveniente que se hace más sensible
cuando al caer la tarde el viento disminuye y es reemplazado por un chaparrón
con escarchilla. Deben detenerse varios minutos para resguardar los
medicamentos contra la humedad. Cambian caballos en la oficina telegráfica de
Dos Pozos. Desde Comodoro Rivadavia hay noticias de apremio. El viaje sigue en
medio de la oscuridad de una noche que la escarchilla caída en la tarde torna
muy fría. Por momentos deben detenerse para hacer fuego y calentarse.
Junto con el tercer cambio de caballos realizado antes del
amanecer, les tienen un costillar asado. Las improvisadas postas, se han
organizado mandando "chasques" a caballo desde las oficinas
telegráficas, a los más cercanos establecimientos ganaderos, y se efectúan con
regularidad. Ningún establecimiento ha mezquinado la prestación de caballos.
Pasan las horas. Con caballos de refresco la marcha continúa, ahora bordeando
el mar con un medio día caluroso que al atardecer, vuelve a tornarse frío,
porque de nuevo llega el viento Oeste refrescado por la escarchilla de las
elevadas pampas. Otra noche molesta.
A las dos de la mañana un hecho jocoso pero molesto,
despierta la hilaridad de los dos acompañantes (un vasco y un aborigen). En la
oscuridad, atropellaron a una pareja de zorrinos que respondieron a ello con su
infaltable y hedionda rociada de liquido maloliente, que la naturaleza les ha
dado como defensa, y cuyo tufo es de larga duración. Protesta el anciano médico
en su léxico pintoresco. El vasco se permite algunos chistes mientras que el
taciturno paisano se limita a murmurar por lo bajo: "Delicao el gringo".
Luego como las protestas, justificadas por cierto, continúan, detiene el
vehículo y enciende unos matorrales verdes, que luego apaga con paladas de
tierra, para que arroje mucho humo. Luego coloca al coche y sus ocupantes de
forma que la dirección del viento los envuelva en la humareda, con lo cual el
olor a zorrino desaparece.
La marcha del tercer día no tiene variantes: malos caminos,
fuertes vientos alternados con chubascos de agua. Las leguas se hacen largas.
Seis leguas antes de llegar a Camarones, los exigidos
caballos dan muestras de agotamiento a causa del camino pesado por la lluvia y
con un fuerte viento en contra. Por suerte desde el pueblo previeron el
contratiempo y destacaron dos chasques de auxilio con caballos descansados,
logrando así recuperar el tiempo. De Camarones parten a la media hora, siempre
apremiados por los llamados angustiosos desde Comodoro Rivadavia.
Ahora el viaje es más pesado, porque marchan en subida hacia
la Pampa de Malaespina.
Pese a sus años, el doctor Federicci soporta con estoicismo
la brutal marcha por el camino poceado, el sueño, el frío, el viento y el sol
fuerte. Le molesta una afección a la vista que le ha costado la pérdida de un
ojo, con malas perspectivas para el otro. Su vocación profesional y espíritu
caritativo, no le permiten claudicar. Sigue apurando la marcha.
El vehículo no puede soportar la endiablada carrera y a
siete leguas de Camarones, saltan los rayos de una rueda y vuelcan recibiendo
magullones.
Desde la estancia "La Logia", los observan con
largavista desde un cerro que hace de "mangrullo", y antes de media
hora, han llegado en su auxilio, con un vehículo y caballos de refresco. Una
nueva noche de frío los recibe en la Pampa. Desde Malaespina, les mandan al
camino, cambio de caballos y un coche para que los siga; en previsión de
roturas. Apenas toman mate y comen un piche asado. Ahora el camino por la pampa
es bastante regular, y marchan al galope tendido de los tiros. Un chasque a
caballo los precede, para anunciar su arribo a Malaespina y preparar y alistar
todo para seguir viaje. Las vibraciones telegráficas los acompañan desde
Rawson. Que no falten caballos, por favor. En Malaespina hay malas noticias de
Comodoro. Uno de los heridos ha muerto y otro está en agonía. Los demás, muy
graves. Los improvisados médicos están dominados por la consternación y la
impotencia. Claman que no saben qué hacer. Mencionan gangrenas, infecciones.
Mientras comen apurados junto al aparato telegráfico, el médico dicta sus
instrucciones al telegrafista. Coraje y paciencia, recomienda. Por algo ha
estado en un hospital de sangre en su lejana patria. Le comunican que desde
Comodoro hasta más allá de Salamanca, ya se han establecido postas para cambio
de caballos cada tres leguas para apresurar la marcha. Llegan de noche a
Salamanca, y siguen las noticias de apremio. Uno de los heridos no pasará la
noche. Los demás deliran.
El coche es sustituido por otro, por haber engranado un eje.
Al amanecer, ya no lejos del final de la pampa, se percibe rojizo y débil por
la distancia, el tenue resplandor del fuego trágico. Dos accidentes seguidos
les hacen perder más de cuatro horas. El coche rompe el perno del tren
delantero. Lo sustituyen por el vehículo que los sigue, pero a dos leguas, por
una rodada del caballo varero, rompe una vara, que debieron empalmar para
seguir. El auxilio de la próxima posta, se demoró. Había extraviado los caballos
que se asustaron de un puma, mientras esperaban en la noche. Cambian el coche
averiado, y poco después la marcha sigue en cuesta abajo por el cañadón
Ferraiz, y siempre con acompañantes que los esperan en el camino... Ya de
noche, enfrentan el pozo en llamas. Se sienten subyugados por esa demostración
de la naturaleza desatada. La angosta llamarada de cincuenta metros de altura
ya se inclina o se yergue ruidosa, redoblando su bramar al influjo de su
tremenda lucha contra un ventarrón que sopla a más de 140 kilómetros por hora.
Camino siempre malo.
Son las 11 de la noche cuando entre nubes de tierra que
levanta el viento, el vehículo se detiene ante la fonda que oficia de hospital.
Encorvado por el cansancio y los golpes recibidos en el largo traqueteo
desciende del mismo el doctor Ángel Federicci. Pese a la hora y al mal tiempo,
allá se ha reunido la casi totalidad de los vecinos de Comodoro, que por los
"chasques" estaban enterados de su próximo arribo. Es tal el alivio
que sienten al verlo que a pesar del ambiente de tragedia estallan aplausos. .
Lo rodean palmeándolo con afecto. Alguien lo toma de un brazo, y una voz de
mujer le dice: "Pronto, doctor, Se está muriendo...”
Antes de cinco minutos, mientras le bajan los medicamentos,
ya está examinando a los pacientes. En la sala hay ayes de dolor y hedor de
muerte. Uno falleció a la hora. El médico lo previó a primera vista, y sólo
consiguió aliviarle un poco de sufrimiento con un calmante... Fue sepultado
junto a sus compañeros, marcados sus sepulcros con una cruz con el epitafio
escrito a lápiz de carpintero, que el tiempo no tardó en borrar. Sus nombres
han de figurar sin pena ni gloria en el papeleo de los archivos, y son la
vanguardia de los mártires de la riqueza petrolera argentina...
La ciencia pudo arrebatar cuatro a la muerte. En barco, el
doctor Federicci los condujo al hospital Salesiano de Rawson. Esta deuda aún no
se pagó ni en dinero ni en homenaje. El nombre de ese médico, no figura en C.
Rivadavia. Este no fue su único mérito: siempre se desplazó hacia los cuatro
puntos cardinales del desierto territorio, en largas distancias, llevando el
desinteresado beneficio de su ciencia y su filantropía. Su nombre es popular en
Rawson y Trelew, pero falta su monumento.
de "Memorias de un carrero patagónico"
Buenos Aires
Galerna, 1977.
Libros Tauro
http://www.LibrosTauro.com.ar
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