Cuando Julio vio que en el patio de su
casa se levantaba el piso formándose una montaña, soltó el triciclo y el oso
colorado y corrió a la cocina a buscar a su mamá.
-¡Mamá, mamá -gritó-, ya está llegando la
cordillera de los Andes!
La señora se enjuagó las manos, las secó
en el delantal y fue a ver.
El perro Thor ya había estado
escarbando y sobre la montaña se veía algo blanco tapado por la tierra.
-¡Dios mío! -exclamó la mamá y llamó al
abuelo que estaba leyendo el diario en la sala.
Con picos y palas se subieron todos y
comenzaron a cavar.
Al rato apareció un huevo. Un huevo
enorme.
-Es un huevo de vaca -dijo Julio-.
O de elefante.
Se quedaron atentos los tres, muy
quietos, en silencio, por si el huevo hacía algún movimiento sospechoso. Pero
como nada ocurría, trajeron la pava y se pusieron a tomar mate cebado mientras
esperaban.
Por la tarde, el huevo empezó a cascarse
hasta que se rompió un pedazo y salió la cabeza de un bicho horrible con aire
desorientado.
-¿Podemos quedarnos con él? - preguntó
Julio en seguida.
-¡Es un marciano! -dijo la mamá asustada-.
¡Nos está invadiendo!
El abuelo lo miraba serenamente fumando
su pipa.
-No, señor -dijo al fin-. Es un
dinosaurio.
-¿Un qué? -preguntaron al mismo tiempo
Julio y la mamá.
-Los dinosaurios son animales que
vivieron hace mucho. Ya no existen - explicó el abuelo.
-¿Son de tu época, abuelito? -preguntó
Julio.
-¡Está vivo! -gritó la mamá-. ¡Se mueve!
Voy a buscar el insecticida.
Pero se detuvo al ver que el dinosaurio
bebé los observaba a todos con gran curiosidad. Tal vez creía que se trataba de
su familia. Tenía ojos muy grandes y la cabeza se movía temblando de un lado a
otro porque el cuello era flaquito y débil.
-¡Gurí! -gruñó emocionado.
El perro se asustó y empezó a ladrarle.
-¡Thor! -llamó Julio para hacerlo
callar. Thor volvió jadeando adonde estaba la familia.
-Bueno -dijo la mamá-. ¿Qué vamos a hacer
con este animal tan horrible?
-Podemos criarlo -propuso Julio-. Yo le
armaría una jaulita en el fondo.
La mamá no estaba de acuerdo y quería
echarlo a la calle; pero el abuelo dijo que era muy chiquito e indefenso y no
sabría qué hacer ni cómo sobrevivir en una ciudad.
-Puede vagabundear y comer cualquier cosa
por ahí -sentenció la mamá, que no deseaba tenerlo en su casa-. A la noche la
gente lo confundirá con un perro más.
El abuelo decidió que lo mejor sería
cuidarlo hasta que creciera, porque también existía el peligro de que lo
atraparan los paleontólogos.
Julio preguntó quiénes eran los
paleontólogos.
-Son unos hombres que juntan huesos de
dinosaurios -explicó el anciano.
La mamá quedó muy impresionada pensando
que alguien podía sacarle los huesos a ese bicho que era feo, pero que empezaba
a resultarle simpático.
-Está bien -aprobó la mamá-. Se quedará
hasta que crezca. Después lo soltaremos en el monte.
Así, se decidió que el dinosaurio
permaneciera en la casa por un tiempo.
Al principio, como no sabían con qué
alimentarlo, le acercaron varias cosas: un apio de la huerta, la media sandía
que había sobrado del almuerzo, el recado recién hecho para las empanadas de la
cena, una goma de camión gastada, una bufanda vieja, dos tazas de porcelana
rotas y una silla sin patas. El animalito abrió la boca y empezó a masticar y a
tragar. Se comió todo y lo que más le gustó fueron los flecos de la bufanda,
porque eran azules.
Con el pasar de los días, se hizo amigo
de Thor. Jugaban juntos con una pelotita que les tiraba el abuelo.
A los tres meses el dinosaurio había
crecido tanto que asomaba la cabeza hacia afuera por encima de la tapia del
fondo.
Tuvieron que poner dos filas más de
ladrillos para que la gente no lo viera. Si se conocía el secreto, podía llegar
a los oídos de algún paleontólogo.
La mamá se había puesto impaciente y
pensaba que ya se acercaba el momento de llevar el dinosaurio al monte para que
se las arreglara solo.
-Este bicho nos va a traer problemas -
decía.
Pero como Julio lloraba y el abuelo
afirmaba que todavía no era tiempo, la mamá tuvo que conceder… dos años más.
En esos dos años, el dinosaurio creció
muchísimo. La pared del fondo ya estaba alta como un edificio de departamentos
y los vecinos se preguntaban extrañados para qué le agregaban dos o tres filas
de ladrillos cada semana.
Una noche, cuando todos se habían
acostado, entró en la casa un ladrón. Con mucho trabajo, escaló el muro y bajó
al patio. El pobre hombre creía que la familia tenía solamente un perro chico
que ladraba pero no mordía.
Así, cuando Thor lo vio y quiso
avisar, el ladrón le tiró con un aerosol y lo dejó dormido. Confiadamente cruzó
el jardín para pasar a los cuartos y de pronto, descubrió que algo enorme se le
venía encima. A la luz de la luna pudo distinguir nítidamente la cabeza de un
animal espantoso, lleno de dientes grandes como botellas.
-¡Gurí! -escuchó que decía el monstruo.
Echó a correr gritando:
-¡Auxilio! Yo sólo quería cometer un robo
sencillo.
Pero el dinosaurio lo agarró con la boca
de los pantalones y lo alzó en el aire. Ahí se quedó el ladrón sin poder
zafarse, hasta que el abuelo, la mamá y Julio fueron a ver qué pasaba.
-Por favor, díganle que me suelte- pedía
el hombre-. Voy a confesar todo desde que le robé a mi tía el vuelto del
almacén.
Había resultado ser un dinosaurio
guardián.
Las luces del vecindario se habían
prendido. La gente quería saber a qué se debían tantos ruidos y gritos y se
agolpaba en la puerta de la casa.
Se armó tal escándalo que vino la policía
y el cuerpo de bomberos para poner orden.
Al final, el secreto no pudo mantenerse
más. Todos se enteraron de que en el patio un monstruo horripilante había
atrapado a un ladrón.
Había detectives que tomaban
declaraciones y periodistas que sacaban fotos con flashes y hacían reportajes a
la familia. Los bomberos se subían a las escaleras para rescatar al ladrón, que
seguía colgando de los pantalones; los vecinos iban y venían con vasos de agua
para socorrer a los que se desmayaban. Thor se había despertado y ladraba
feliz, creyendo que se trataba de una fiesta. Los chicos le preguntaban a Julio
si les prestaría el dinosaurio por una tarde a cambio de dos bichos bolita, una
figurita difícil y un yoyo luminoso.
Los grandes querían saber dónde lo habían
hecho entrenar.
Por fin, como todas las cosas de este
mundo, pasó también esa noche. A la madrugada, la policía se llevó al ladrón,
la gente se retiró y el abuelo, la mamá y Julio se fueron a dormir. Estaban
rendidos y despertaron a mediodía, sobresaltados por unos golpes en la entrada.
El abuelo fue a atender y al abrir,
apareció un hombre de pantalones cortos, con una lupa del tamaño de una sartén
en la mano.
Llevaba puesto un sombrero de safari en
las piernas y medias tres cuartos sobre la cabeza, perdón, un sombrero de
safari sobre la cabeza y medias tres cuartos en las piernas. Es que cualquiera
se pone nervioso cuando llega… ¿Saben quién era este hombre? ¿Este hombre,
saben quién era? ¿Quién era, este hombre, saben? Era un paleontólogo que había
escuchado la noticia de la noche anterior en la radio.
Con bastante desconfianza, el anciano lo
hizo pasar y el dinosaurio, no bien lo vio a través del ventanal que daba a la
galería, comenzó a temblar de miedo como una hoja.
Se habían levantado también Julio y la
mamá.
-¿Va a sacarle los huesos? -preguntó
Julio asustado.
-Debería darle vergüenza -rezongó la
señora-. Pretender hacerle daño a un animal inocente.
El paleontólogo se largó a reír y les
aseguró que no deseaba molestar al dinosaurio para nada.
Más tranquilos, lo invitaron a comer y
les contó que lo enviaba un museo y que sólo necesitaba tomarle unas fotos y
hacerle algunas radiografías con un aparatito que llevaba en su valija. Además,
si ellos se lo permitían, podría visitarlos una vez por semana y escribiría
apuntes sobre las costumbres del animalito.
La familia aceptó la propuesta del
científico y así comenzó una nueva amistad que benefició sobre todo a Julio, al
dinosaurio y a Thor, porque el hombre, las veces que iba, les regalaba un
chupetín a cada uno.
Con la ayuda del abuelo, el paleontólogo
anotó observaciones tan interesantes y revolucionarias como esta: “El
dinosaurio, si alguien le arroja una pelotita, va a buscarla y la trae de
vuelta”.
De esta manera, ya sin temores, no hubo
necesidad de ocultar más nada y a menudo se veía pasear a toda la familia por
las veredas del barrio, llevando con collar y correa a sus dos mascotas.
Desde entonces, el abuelo, la mamá,
Julio, el paleontólogo, Thor y el dinosaurio vivieron felices y comieron perdices, aunque alguno de ellos prefiriera los flecos de bufanda; azules, por
supuesto.
Fin
1998 Editado por Paya Frank @Blogger
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