Al fondo, detrás de un vidrio, están las plantas como en una
enorme caja. Y aquí delante, también en una caja de vidrio (blindado) está el
custodio. Tiene algo en común con las plantas, un cierto secreto que le viene
de la tierra. Y entre una y otra jaula de vidrio se esmeran los jóvenes
subgerentes envejecidos, tan atildados con sus impecables trajes y su sonrisa
exacta. Es verdad que son menos circunspectos que el custodio pero, como
jóvenes subgerentes de empresa financiera, no están adiestrados para matar y
eso los redime un poco. No demasiado. Apenas lo necesario para concederles la
gracia de imaginarlos -como los suele imaginar nuestro custodio- haciendo el
amor sobre la alfombra. Al unísono, eso sí, al compás sincopado de las
calculadoras electrónicas. Debajo de ellos, las secretarias son también
tristemente hermosas, casi siempre de ojos claros, y el custodio las contempla
no sin cierta lujuria y piensa que los subgerentes rubios -casi todos también
de ojos acuosos- están en mejores condiciones que él para seducir a las jóvenes
secretarias. Sólo que él tiene
Desde su caja de vidrio ve desfilar a los seres más
absurdos, con cara de enanos, por ejemplo, o mujeres de formas que contrarían
todas las leyes de la estética y niñitas de pelo teñido color amarillo huevo.
Por momentos nuestro custodio piensa que la empresa los contrata para hacer
resaltar la belleza física de sus empleados, pero muy pronto descarta esa loca
idea: se trata de una empresa financiera, hecha para ganar dinero, no para
gastarlo en proyectos absurdos.
Y él ¿para qué está allí? Está para defender la plata y
estaría para regar las plantas si sólo se lo permitieran.
Le vendría bien poder pasarse de vez en cuando a la otra
caja de vidrio, la del fondo; es bastante más amplia que la suya aunque no esté
blindada, tiene más aire, y el paso de la plata a las plantas es sólo cuestión
de una única letra. Un paso que a él lo haría tan feliz, sobre todo porque la
plata es de otros, no será nunca suya, y en cambio las plantas no pertenecen a
nadie. Tienen vida propia y él podría regarlas, acariciarlas, hasta hablarles
bajito como si fueran un perro amigo, como aquel tipo que se pasaba los días
cuidando a los suyos con la mayor ternura y era un perro de presa y una planta
carnívora. Él no necesita tanto amar para matar a otros, no necesita siquiera
tenerle un cierto afecto a la gente de esa oficina aunque esté allí para
defenderlos, para jugarse la vida por ellos. Sólo que allí nunca pasa nada:
nadie entra con aire amenazador ni intenta un asalto. A veces algún paquete
sospechoso sobre un asiento le llama la atención, pero enseguida vuelve la
persona que se lo había dejado olvidado y se aleja lo más campante con el
paquete de marras bajo el brazo. Por lo tanto, suponiendo que hubiera habido
una bomba en el paquete, estallará lejos de las sacrosantas oficinas. Y su
deber tan sólo consiste en defender la empresa, no la ciudad entera y menos aún
el universo. Su deber es simplemente ése: actuar en la defensa y no en la línea
de ataque, aunque si tuviera dos dedos de frente sabría que el presunto agresor
puede muy bien ser uno de los suyos (un hombre como él, sin ir más lejos) y no
algo ajeno como puede serlo la caja de caudales. Pero bien cara les va a costar
mi vida, se dice a menudo repitiendo la frase tantas veces oída durante el
adiestramiento, sin darse cuenta de que todo mortal piensa lo mismo, con o sin
permiso de la ley (una vida no es cosa que se regale así no más, y menos la
propia vida, pero él tiene licencia para matar y se siente tranquilo). Por eso
duerme plácidamente por las noches cuando no está de guardia, y a veces sueña
con las plantitas del fondo. Eso, claro, cuando no le toca soñar con las bellas
secretarias desnudas, algo acartonadas ellas pero siempre excitantes. Sueños
que son más bien de vigilia, ensoñaciones donde bellos y bellas de la empresa
financiera se revuelcan desnudos sobre la alfombra que silencia sus movimientos.
La alfombra como silenciador. Él también, allí en su caja de cristal
-Blancanieves, ¡la pucha!- tiene una pistola con silenciador y además se
mantiene silencioso como una planta. Vegetal, casi. Silencioso él en su jaula
de vidrio acariciando su silenciador mientras imagina a los de afuera en
posiciones del todo reñidas con las buenas costumbres.
Y helo ahí, sumido en sus ensoñaciones, defendiendo con toda
su humanidad lo que no le pertenece para nada. Ni remotamente. Una perfecta
vida de cretino. ¿Defendiendo qué?: la caja fuerte, el honor de las
secretarias, el aire seguro de gerentes, subgerentes y demás empleados (su
atildada presencia). Defendiendo a los clientes. Defendiendo la guita que es de
otros.
Esa idea se le ocurrió un buen día, al día siguiente la
olvidó, la recordó a la semana y después poco a poco la idea se le fue
instalando para siempre en la cabeza. Un toque de humanidad después de todo,
una chispa de idea. Algo que le fue naciendo calentito como su cariño por las
plantas del fondo. Algo que se llamaba bronca.
Empezó a ir a su trabajo arrastrando los pies, ya no se
sintió tan hombre. No soñó más ante el espejo que su oficio era oficio de
valientes.
¡Qué revelación el día cuando supo (muy adentro, en esa zona
de sí mismo cuya existencia ni siquiera sospechaba) que su tal oficio de
valientes era oficio de boludos! Que los cojones bien puestos no son
necesariamente los puestos en defensa de otros. Fue como si le hubieran dado el
célebre beso sobre la frente dormida, como si lo hubieran despertado.
Iluminado.
Cosas todas estas que le era imposible transmitir a sus
jefes. Claro que estaba acostumbrado a callarse la boca, a mantener para sí
como un tesoro los pocos sentimientos que le iban aflorando a lo largo de su
vida. No muchos sentimientos, escasa noción de que algo transcurría en él a
pesar de él mismo. Y había soportado sin proferir palabra ese largo curso sobre
torturas en carne propia llamado adiestramiento: no era entonces cuestión de
sentarse a hablar -y sentarse ¿desde cuándo se ha visto, frente a sus superiores?-,
a hablar exponiendo dudas o presentando quejas. Fue así como poco a poco empezó
a nutrir una bronca por demás esclarecedora y pudo pasar las tardes de pie
dentro de su jaula de vidrio ocupando sus pensamientos en algo más concreto que
las ensoñaciones eróticas. Dejó de imaginar a los jóvenes subgerentes
revolcándose con las secretarias sobre la mullida alfombra y empezó a verlos
tal cual eran, desempeñando sus tareas específicas. Un ir y venir en silencioso
respeto, un astutísimo manejo de dinero, de las acciones, los bonos, las letras
de cambio, las divisas. Y todos ellos tan insultantemente jóvenes, atractivos.
Fue bueno durante meses despojar a esos cuerpos de todos sus
fantasmas y verlos tan sólo en sus funciones puramente laborales. Nuestro
custodio se volvió realista, sistemático. Dio en salir de la jaula y pasear su
elástica figura por los salones sembrados de escritorios, empezó a cambiar
algunas frases con los empleados más accesibles, sonrió a las secretarias,
charló largo rato con uno de los corredores de la bolsa. Intimó con el portero.
Llegó a mencionarles a algunos su atracción por las plantas y cierta vez que
las notó mustias pidió permiso para regarlas después de hora. Al cerrar las
oficinas lo empezaron a dejar a él atendiendo las plantas, fumigándolas,
limpiándolas de hollín para que pudieran respirar a gusto.
Cierto atardecer llevó su pasión al extremo de quedarse dos
horas mateando plácidamente entre las plantas. El guardián nocturno no pudo
menos que comentarlo con sus superiores y todos temieron que el custodio se
estuviera haciendo poeta, cosa por demás nociva en un trabajo como el suyo.
Pero no había que temer tamaño deterioro: su vigilancia la cumplía a conciencia
y se mostraba por demás activo en sus horas de guardia sin dejar escapar
detalle alguno. Hasta llegó a frustrar un peligroso asalto gracias a sus
rapidísimos reflejos y a un olfato que le valió el aplauso de sus jefes. Él
supo recibir con suma dignidad la recompensa, consciente de que no había hecho
más que cuidar sus propios intereses. Sus superiores jerárquicos y también los
directivos de la empresa presentes en la sencilla ceremonia entendieron la
humildad del custodio como un sentimiento noble, una satisfacción verdadera por
el deber cumplido. Duplicaron entonces el monto de la recompensa y se retiraron
tranquilos a sus respectivos hogares sabiendo que la empresa financiera gozaba
de una vigilancia inmejorable.
Gracias a la doble bonificación, el custodio pudo equiparse
a gusto y sólo necesitó poner en práctica la paciencia aprendida de las
plantas. Cuando por fin consideró llegado el momento de dar el golpe, lo hizo
con una limpieza tal que fue imposible seguirle el rastro y dar con su
paradero. Es decir que a los ojos de los demás logró realizar su viejo sueño.
Es decir que se lo tragó la tierra.
FIN
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