autor :Antonio Muñoz Molina 15/08/1992
Lorencito, todavía aturdido por la noticia de que su admirado Matías Antequera es el
autor del robo del Cristo de la Greña, se queda estupefacto al recibir las instrucciones de
Don Sebastián Guadalimar: deberá trasladarse esa misma noche a Madrid, localizar al
tonadillero en un tablao de poca monta llamado el Corral de la Fandanga y convencerle
de que restituya la imagen.
El folletín de Cuando, a las siete menos cuarto de la mañana, Lorencito Quesada
se encontró en el andén de la estación de Atocha, pensó durante casi un minuto
de pavor que se había equivocado de ciudad. Recordaba una gran bóveda con
pilares y arcos de hierro, un inmenso reloj y una lápida de mármol con la lista
de los caídos por Dios y por España. Y ahora estaba en un lugar que parecía
hecho únicamente de lejanías descorazonadoras y paredes y columnas de
cemento en las que retumbaban los avisos de los altavoces y los pitidos de los
trenes que iban a perderse en un túnel mucho más grande y todavía más lóbrego
que los túneles del metro. Apenas había pegado ojo en toda la noche, desde que
subió al expreso en la estación de Linares-Baeza a las tres de la madrugada. El
sobre que le entregó don Sebastián Guadalimar era de papel recio y tenía
impresas en relieve las armas condales, pero el billete que había en su interior
no era de wagon-lit, como en algún momento él llegó a imaginar, sino de
segunda clase, de modo que pasó todo el viaje en el rincón más angosto de un
departamento ocupado por un grupo de vehementes legionarios de paisano que,
a juzgar por su acento y por los cantos regionales que alternaban con los himnos
patrióticos, debían de ser aragoneses.Cuando hacia las seis de la mañana, y a la
altura de Manzanares, los legionarios dejaron de cantar y rompieron
alegremente en el pasillo los botellones de cubalibre que les venían amenizando
el viaje, reinó en el departamento un silencio alterado rítmicamente por
diversos tonos de ronquidos y un sosiego en el que a Lorencito Quesada le
habría sido posible conciliar el sueño si no llega a ser por un persistente olor a
pies sudados y a eructos de ginebra. Un caballero legionario se le había dormido
con la cabeza apoyada en su hombro, y con el traqueteo monótono del tren fue
deslizándose hasta acomodarse satisfactoriamente en su regazo, con la cara
hacia arriba y la boca abierta, de modo que su aliento vino atufando a nuestro
corresponsal hasta la misma estación de Atocha.
Al bajarse del tren, la ropa le olía como si se hubiera corrido una juerga. Por
culpa del sueño, y de la falta de hábito, estuvo a punto de caerse en las escaleras
mecánicas que suben desde los andenes hasta el vestíbulo principal, y allí se
sintió aún más perdido que antes, entre tantas columnas de cemento,
indicadores electrónicos en los que se sucedían velozmente las letras y ecos de
altavoces. Apretaba muy fuerte su bolsa de plástico marrón y miraba de soslayo
por miedo a los posibles malhechores; buscaba la salida, y en lugar de
encontrarla se internó en un pasillo que conducía al metro, y del que tardó
media hora angustiosa en escapar, dando vueltas y revueltas sin encontrar un
letrero donde cerciorarse de que de verdad estaba en Madrid y en la estación de
Atocha.
Sólo estuvo seguro cuando alcanzó la calle y vio delante de sí el edificio del
Ministerio de Agricultura, y luego los anuncios luminosos del hotel Mediodía, de
la casa Philips y de los colchones Flex, todavía encendidos, con tonos azulados y
vedes que le gustaban mucho y que ahora sí le permitieron acordarse de su
último viaje a Madrid, hacía ya más de veinte años, cuando vino a la capital con
motive, del II Festival de la Canción Salesiana, en el que el conjunto que
representaba a Mágina obtuvo un accésit por su interpretación del Pange lingua
adaptado al castellano y cantado con la música de El cóndor pasa. En su calidad
no sólo de corresponsal de Singladura, sino de miembro del ala más juvenil y
con más inquietudes de nuestra Acción Católica, nuestro Lorencito se unió a la
expedición de los hinchas locales y se quedó afónico de tanto animar los
cánticos durante el viaje. Madrid le entusiasmó: vieron el scalextric, el palacio
Real, el estanque del Retiro, la Casa de Fieras, la fábrica de cervezas Mahou,
visitaron El Escorial y el Valle de los Caídos, y hasta aparecieron en un plano
fugaz tomado por las cámaras de Televisión Española.
Y ahora estaba otra vez en Madrid, parado, como entonces, en la gran explanada
de Atocha, pero no había ido como monitor oficioso de un grupo de jóvenes de
ambos sexos con guitarras, bandurrias y flautas, sino completamente solo,
cumpliendo una misión secreta en la que era posible que no arriesgase su vida,
pero sí su palabra, el honor de su ciudad y el de un apellido varias veces
centenario. Ese mismo día era preciso que encontrara a Matías Antequera y le
transmitiera el ultimátum. Miró el tamaño de los edificios y la distancia
aterradora de las avenidas por las que bajaba el tráfico con un escándalo como
el de las cataratas del Niágara, y pensó que le sería imposible encontrar a nadie
en una ciudad tan grande. Por lo pronto, ni siquiera encontraba el scalextric.
¿También habría sucumbido a la devastadora manía de no respetar los edificios
del pasado? Dobló a la izquierda, guiándose por el anuncio de los colchones
Flex, y buscando el paso subterráneo que lleva al paseo de las Delicias y al de
Santa María de la Cabeza. En este último, en el número 12, estaba la célebre
pensión del señor Rojo, a la que han acudido sin falta durante medio siglo la
mayor parte de los viajeros de nuestra ciudad cuando iban a ver la Feria del
Campo y el desfile de la Victoria.
En el paso subterráneo echó a andar por la izquierda, y casi todas las personas
que se apresuraban en dirección contraria chocaban con él. Pensó, ya con un
brote de nostalgia: "En las capitales, la gente circula igual que los coches".
Ocupaban las paredes marañas de pintadas, esvásticas, hoces y martillos,
palabras obscenas que él procuraba no mirar. Sin darse cuenta pisó un puñado
de revistas extendidas en el suelo, y un hombre sin dientes que se cubría la
cabeza con un gorro de pana lo increpó: "Pasmao, que me esbaratas el
expositor". Lo rencito Quesada enrojeció y quiso formular una disculpa: al bajar
los ojos hacia las revistas que había pisado vio que todas tenían en la portada
fotos de mujeres desnudas, y entonces volvió a enrojecer y se apartó de allí a
toda prisa, chocando ahora con un joven de melena muy larga que casi medía
dos metros y llevaba una camiseta negra con una calavera dibujada en el pecho.
Se sintió perdido entre una multitud de descuideros y de carteristas, de
desalmados que lo engañaban a uno con el tocomocho y el timo de la estampita.
Era urgente salir del paso subterráneo y llegar a la pensión. En la escalera de
salida había un hombre que dormía encogido y arrimado a la pared, con un
cartón de ViñaLesa blanco entre las rodillas. Lorencito se acordó de que ésa era
la marca de vino que usaba su madre para cocinar. "El alcoholismo", pensó, "es
una lacra social, una droga como otra cualquiera". Al llegar a la calle agradeció
el aire frío de la mañana y se dio cuenta con espanto de que había salido a la
acera de los números impares y no había semáforo ni paso de peatones que le
permitieran cruzar sin peligro al otro lado. Con los faros todavía encendidos, los
coches venían a una velocidad de fórmula 1. "Mira que si me pilla un coche y me
mata y no se entera nadie...". Los coches surgían como manadas de búfalos en lo
más alto de la explanada de Atocha y se arrojaban por el paseo de Santa María
de la Cabeza igual que una riada amazónica.
Cuando por fin llegó a la otra acera, tras escapar de la muerte por una fracción
de segundo, a Lorencito Quesada le temblaba más que nunca el labio superior
(lo tiene muy hendido y muy levantado hacia la nariz) y le picaba toda la piel
bajo su camiseta de felpa. Buscaba algún sitio donde reponerse del susto y
entrar en calor con un bollo suizo y una leche manchada, pero sólo veía
restaurantes chinos. Pensó que la raza amarilla está empezando a dominar el
mundo. Temía que la pensión del señor Rojo tampoco existiera ya: vio con alivio
junto al portal del número 12 las iniciales azules de casa de huéspedes, y llamó
decididamente al portero automático. Le contestó una voz confusa que parecía
extranjera. No había ascensor, y llegó sin aliento al tercer piso, notando picores
interminables por culpa del recio paño de la camiseta. Al hombre que le abrió la
puerta, que parecía árabe, le dijo con afán de intimar que era un antiguo cliente
de la casa y le preguntó por el señor Rojo: no sabía quién era ni le sonaba el
nombre, dijo, no sin desprecio, el posible árabe, en un desastroso español. A
Lorencito Quesada, que ya llevaba preparado su carnet de identidad y su tarjeta
de colaborador de Singladura, le extrañó que aquel hombre no le pidiera la
documentación: en las capitales, con la prisa, con el ritmo de vida, la burocracia
se abrevia.
Juzgó que su habitación era acogedora, incluso íntima, y desde luego muy
tranquila, lo cual es una ventaja en una ciudad tan ruidosa como Madrid. Al
descorrer las cortinas para mirar por la ventana comprobó que no había
ventana, si bien disponía de un lavabo espacioso y de un teléfono. Se sentó en la
cama y decidió concederse una o dos horas de sueño. Apenas había cerrado los
ojos cuando el timbre del teléfono lo sobresaltó. Dijo varias veces "Aló", como
parece que es costumbre en Madrid, pero no obtuvo respuesta: alguien
respiraba en silencio al otro lado del hilo telefónico. Creyó oír una voz que
murmuraba algo, y luego la comunicación se interrumpió, y Lorencito Quesada
se quedó un rato oyendo en el auricular un pitido intermitente.
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