Relatos
EL RINCÓN DE LA NOSTALGIA
Los niños de la
década 40 y 50. El silencio. La falta de alimentos. Los juegos peligrosos. La
educación. Los juguetes inalcanzables. Los fallos de los Reyes Magos. Algunos
juegos comunes
Los niños y las niñas que nacimos en la
cercanía de la guerra civil y nos criamos en la década de los años 40 y 50
crecimos con una educación rígida y severa, tanto en el hogar como en el
colegio, ya que la sociedad de esos años tenía esa característica. Así
soportamos un ambiente muy duro, observando la preocupación y el silencio de
nuestros padres, que no todos teníamos pues la realidad de la guerra se
plasmaba con toda su crudeza en la abundancia de niños huérfanos de padre y la
presencia trágica de mujeres viudas vestidas de severo luto. En nuestras mentes
infantiles todo ello, implementado con la falta de alimentos y con las
cartillas de racionamiento, no era motivo de complejos ni depresiones. Los
niños nos adaptábamos a todas estas dificultades, salíamos a jugar a la calle,
entonces nuestra calle, allí
desarrollábamos nuestra inventiva, que suplía con creces nuestras carencias y
así llenábamos nuestras vidas con una plena libertad de movimientos y
travesuras. Nuestros padres, con tantas preocupaciones que tenían, no eran
conocedores de los peligros que sorteábamos, casi al filo de lo imposible,
muchas veces entre las ruinas de las casas bombardeadas, entre las cuales
encontrábamos materiales bélicos tales como obuses sin estallar, peines con
balas de fusil, bombas de mano, todo ello acompañado en ocasiones con restos
humanos. Por otra parte emprendíamos luchas a pedrada limpia, bien entre
nosotros o bien contra otros chiquillos de barrios cercanos. Sería interminable
el detalle de todos los componentes peligrosos que sorteábamos en nuestro
camino o manipulábamos en nuestros juegos.
Las
visitas a nuestras casas eran para comer los modestos manjares que nuestros
padres nos proporcionaban con tantos sacrificios; incluso las necesidades
básicas corporales las satisfacíamos en plena calle o escondidos en alguna
ruina. El ambiente de carencia de alimentos también nos afectaba, sobre todo al
observar a las personas mayores, que soportaban hambre y frío junto a nosotros
con la presencia constante de los sabañones y de la piel de los nudillos de las
manos, codos y rodillas, resquebrajada y escocida; “ariadas” era su vulgar
denominación.
Nuestra educación se basaba en el castigo,
tanto corporal como estacionario en las aulas y tuvimos un plan de estudios que
comprendía las siguientes etapas: Párvulos, Primaria, Elemental, Ingreso,
Bachillerato de 7 años y finalmente el examen de Estado o Reválida en
Cuando en este tiempo presente acudimos a
exposiciones en las que se pueden contemplar los juguetes de nuestra infancia,
podemos observar cómo los ahora abuelos miran emocionados y nostálgicos estos
objetos, de los cuales pudieron disponer de alguno, quizá de los más modestos.
Me apena observar la indiferencia de los nietos que llevan con ellos, cuando
les dicen: “mira, ese coche lo tenía yo y jugaba con él de tal manera” y los
niños, ahora saciados de todo tipo de juguetes y buenos alimentos, ni se dignan
a observar la reliquia y menos a hacer cualquier comentario a sus abuelos. Es
en estas exposiciones cuando la nostalgia, que no la tristeza, nos domina al
evocar nuestra infancia y comprobar en vivo la gran cantidad de juguetes que
había y los pocos que poseíamos. Para la mayor parte de los niños de entonces
nunca pudimos tener un tren eléctrico, una bicicleta o un coche de pedales (¡ aquello
era inalcanzable !). Cuando los veíamos en algún escaparate, con nuestra nariz
pegada al cristal, nos imaginábamos lo maravilloso que sería disfrutar de
alguno de estos tesoros, pero no pasábamos de ahí, ni tristeza ni depresión,
nuestra imaginación suplía con creces su falta y los pocos minutos de este
sueño disfrutábamos con los modestos entretenimientos que teníamos a nuestro
alcance y con la fantasía e ilusión de pedir estos tesoros a los Reyes Magos
cuando llegase la ocasión, claro que llegado el momento Sus Majestades se
olvidaban siempre de tales pedidos y nos dejaban otros mucho más modestos pero
que a nosotros nos parecían extraordinarios y nos hacían olvidar nuestro pedido
original.
En el caso de las niñas podemos decir otro
tanto. Ellas suspiraban por tener alguna de aquellas maravillosas muñecas tales
como Mariquita Pérez con su vestuario de lujo, Juanín su hermano, Cayetana,
Gisela, Chelito…pero que, al igual que a los niños, sus peticiones no podían
ser atendidas y se tenían que resignar con una pepona de cartón piedra sin
surtido de vestuario.
Niños y niñas estábamos separados tanto en
las aulas como en los recreos pero esto no impedía que afuera de los colegios
nos mezclásemos en juegos inocentes, entre los que destacaban “las prendas”. En
los descampados soñábamos con los héroes de papel, con acciones bélicas para
los niños de los cuales los héroes más destacados eran “El Guerrero del
Antifaz” y “Roberto Alcázar y Pedrín”, sin olvidar a “Juan Centella”; ellas
tenían otras publicaciones más delicadas basadas en cuentos morales de
“Azucena” y aventuras recatadas tales como “Florita” y “Mis Chicas”.
La evocación nostálgica de aquellos felices
años de la infancia, en la cual no fuimos conformistas pero que no tuvimos otra
opción que la dura realidad, nos llena de un sosiego sublime, de un estado de
nirvana al sentirnos niños de nuevo y recordar situaciones en las que nuestra
única preocupación era disfrutar el presente con las mínimas necesidades
cubiertas. Es un estado que los psicólogos modernos denominan “el rincón
mágico” y en efecto tienen razón pues lograda esta comunicación con la
infancia, entramos inmediatamente en ese lugar y es en él donde encontramos el
sosiego y tal vez el olvido a nuestras preocupaciones de mayores.
2
ESTABLECIMIENTOS, LUGARES Y
ACTIVIDADES
El Arco Iris. Casa Floro. El
Barín. Garaje Laguna. Casa María
Me gusta recordar todo el entorno en que
tantos recorridos y paradas fueron creando nuestro propio hábitat. Al ser un
niño el que hace este relato y haber vivido en un determinado barrio, en este
caso el de Santo Domingo, hace que este relato esté focalizado doblemente, por
una parte al aspecto referido a los muchachos y por otra parte a la
delimitación territorial, que estaba muy
circunscrita a la zona de nuestra propia vivienda. Cuando eres pequeño la
escala de las cosas que te rodean es muy grande y por lo tanto eso dominaba
nuestras andanzas. Por ejemplo, ir caminando desde nuestro barrio, centrado en
Van ahora aquí descritas brevemente este
conjunto de circunstancias, rescatadas directamente de la memoria, sin consulta
bibliográfica alguna, de modo aque pueden tener ligeros errores de apreciación,
pero pese a ello, lo que vale es la contribución histórica que pudieron tener
en el conjunto de estos niños y niñas que ahora se presentan con todo
merecimiento, como protagonistas de este escrito.
El Arco Iris
Era
una tienda de ultramarinos situada en la cercanía del Ayuntamiento. Allí se
despachaba todas las semanas lo que se daba a la población con las Cartillas de
Racionamiento, que duraron hasta el año 1954. En ella se pesaban en cucuruchos
de papel de estraza, el azúcar moreno en terrones, el chocolate con mezcla de
algarroba y lleno de grumos blancos y de
aspecto terroso, el arroz, la harina, etc que variaban según la abundancia o
escasez del producto en la semana de su reparto. Su dueño Don José, de aspecto
distinguido era uno más en el despacho cariñoso a su abundante clientela.
Es curiosa la unidad en que entonces se
expresaba el chocolate, que era “una libra”, en lugar de tableta, y estaba
dividida en 16 trozos llamados onzas, de ahí que lo más común era merendar “pan
y una onza de chocolate”.
Casa Floro
Ubicada en
El Barín
Situado
frente al Teatro Filarmónica, era un pequeño establecimiento, de ahí su nombre,
especializado en unos bocadillos que por aquellos años de escasez eran gloria
bendita. Tenían todo tipo del relleno típico de este producto, de los cuales
había uno de anchoas y queso que era la meta inalcanzable para nuestros
hambrientos estómagos de aquellos años, por lo cual muchas veces nos tuvimos
que conformar con la mortadela, entonces el fiambre más económico, el de los
pobres.
Garaje Laguna
En
la calle Quintana, cerca de Martínez Marina, tenía su modesto negocio un
veterano ciclista asturiano: Laguna. En una de sus actividades tenía varias
bicicletas de alquiler y las infantiles eran las buscadas por nosotros ya que
por un módico precio, 2 pts/hora, podíamos disfrutar de un lujo que era
inalcanzable y éste era en convertirnos dueños de una bici durante un corto
intervalo de tiempo. Aquellas bicicletinas eran muy rústicas y poco agraciadas,
con su tamaño enano que motivaba tropiezos de las rodillas con el manillar y
éste disponía de una única manilla de freno, que sobresalía enormemente. Yo me
pregunto ahora, al recordar aquella delicia temporal: ¿cómo podíamos saber el
tiempo transcurrido del alquiler si no teníamos ninguno un reloj? Misterios de
la ciencia pues que yo recuerde nunca llegábamos tarde pero me imagino que
algún retraso fue generosamente perdonado por el bueno de Ramón.
Casa María la Gocha
Era
una tienda mugrienta y bastante sucia, de ahí su nombre, que estaba en la calle
del Carpio y donde se vendía principalmente fruta, sin olvidar las típicas
sardinas arenques de barril con su característico olor. Allí comprábamos las
sabrosas granadas y alguna naranja en pleno invierno, que comíamos golosos en
nuestro regreso a casa, muchas veces compartida esta pitanza entre varios niños
pues el precio de estas frutas era entonces inalcanzable. La pobre María estaba
siempre vigilando a su viejo marido, que tenía mucha apetencia por tomarse unos
vasos de vino tinto en los bares próximos, aquel vino tierra de León tan ácido
y que se distribuía en pellejos de cerdo.
Casa Lupe
El polo opuesto era esta tienda, también
pequeña, que estaba al principio de la calle Arzobispo Guisasola y que vendía
de todo en pequeña escala y que pese a la modestia de su establecimiento, el
orden y la limpieza estaban asegurados. Para la chavalería nos vendía orejones,
palodulce, cromos, tebeos y recortables. Lupe era bajita y morena y tenía unas
piernas cortas y rollizas similares a los pegollos. Su fama era grande entre la
gente del barrio, con una clientela abundante, que llenaba fácilmente el local
pues su tamaño era pequeño, pero aprovechado al máximo.
Librería Guillaume
Estaba situada en la calle Magdalena. Las
librerías de entonces eran locales antiguos en los que predominaban los típicos
olores de la madera de cedro de los lápices y de la goma de borrar de miga de
pan, principalmente de las marcas Johan Sindell y Milán respectivamente. Había
también unos lápices que denominábamos “de tinta” por su peculiaridad de tintar
de color morado cuando los humedecías con saliva, lo cual ocasionaba que muchos
de nosotros tuviésemos la lengua llena de manchas amoratadas. También nos
surtíamos de tintas de colores FIX, que en pequeñas pastillas originaban un
producto sumamente económico que suplía al número uno de la tinta china,
Librería Santa Teresa
En aquellos tiempos era la referencia de
las librerías ovetenses. Las especialidades infantiles formaban una parte muy
importante de sus productos, entre los que se destacaban los tebeos semanales
Flechas y Pelayos, TBO, y El Coyote. También tenía un surtido amplio de
recortables para los niños de la marca
Papelería la Estrella
Estaba ubicada en la calle de
Los Zapateros remendones
Esta típica profesión era muy abundante en
aquellos años tan difíciles. En cada calle había un pequeño local o chisquero,
donde el humilde artesano se afanaba en recomponer una y diez veces el mismo
modesto calzado, zapato o bota, que mantenía el estado del buen andar de mucha
gente. A los niños era muy típico “herrar” la suela para que ésta durase más y
era a base de herraduras en los tacones y tachuelas y protecores en la planta.
Esto era motivo de presunción infantil, ya que el ruido de las pisadas era muy
fuerte y eso enorgullecía a los propietarios de tales calzados herrados. Cerca
de nuestro barrio, en la calle de Arzobispo Guisasola estaba uno de esos
profesionales llamado Tino, muy aficionado al vino tinto (morapio) de los bares
cercanos y era muy frecuente ver sus escapadas a tales apetencias. Había un
dicho popular sobre las costumbres de estos artesanos, que se denominaba “el
lunes de los zapateros”, creo que estaba basado en que debido a los excesos de
bebida de los domingos por la tarde, el lunes por la mañana era acostumbrado no
trabajar a causa de tales excesos dominicales.
El Fontán y sus actividades
La zona colindante alrededor de la plaza de
la carne hasta las Escuelas, era muy típica de pequeños establecimientos,
puestos unipersonales en los que encontrábamos un mundo variopinto para
nuestras necesidades literarias y de entretenimientos. Allí nos deleitaban los
típicos charlatanes con su perorata y ofrecimiento de pequeños prodigios, que
una vez comprados y abiertos en casa eran motivo de una gran decepción: pongo
por ejemplo una experiencia personal que tuve, con la adquisición de unos
productos que muchos años después, al estudiar química, me dejaron estupefacto
por los peligros de intoxicación que implicaban aquellos “polvos mágicos”. Uno
de ellos era una barrita que se introducía en el interior de un cigarrillo de
tabaco (hecho a mano o el clásico de Ideales de color amarillo) y que servía
para deslumbrar a la clientela, produciendo el encendido del cigarrillo con un
escupitajo de saliva. La verdad de este producto es que la susodicha barrita
era nada más y nada menos que sodio metálico, elemento químico que reacciona
fuertemente con el agua y con tal violencia que produce una llamarada. Esta
reacción química era la causante de tal prodigio del autoencendido. El otro era
un caso similar, un líquido que plateaba los modestos cubiertos ya con latón visto,
que había en muchas casas. Yo compré el tal prodigio y llegado a casa tomé
todos los cubiertos que estaban desgastados por el uso y en un momento, con la
ayuda del líquido mágico, los transformé en cubiertos nuevos y plateados. Mi
madre, asombrada por mi éxito, los volvió a colocar en la cubertera y ese mismo
día comimos con ellos toda la familia. El famoso plateado duró varios días
hasta que con el uso se eliminó tal prodigio. Pues bien, este producto era una
disolución de una sal de mercurio en ácido nítrico diluido, de tal manera que
con el latón del cubierto se producía una reacción química y se depositaba
mercurio metálico, de típico color plateado en toda la superficie tratada del
cubierto. Lógicamente el mercurio es sumamente tóxico, produce enfermedades y
alteraciones en nuestro organismo, pero mi familia tal vez por desconocerlo
salió incólume de tal atrocidad realizada por este aprendiz de brujo.
Otra diversión asegurada eran los cantantes
de coplas basadas en dramas y crímenes, a los que se les ponía música de
canciones conocidas o bien se relataban con una melodía cíclica y constante en
la que iban rimando las palabras que describían dichos acontecimientos. Muchos
de estos cantantes eran inválidos de guerra, tal vez republicanos, que a su
desgracia de miembros destrozados, añadían una voz desagradable y poco
melodiosa que hacía aún más triste el relato que pregonaban. No obstante había
algún otro, éstos los más buscados y exitosos, que cantaban mejor e incluso
tenían un modesto acompañamiento de bombo y platillos y en ocasiones incluso de
acordeón. Entre ellos se destacaba uno que llamábamos “El Chino” por su aspecto
de oriental y su vestimenta de color negro.
Allí
había también unos puestecitos muy modestos en los que por un módico precio se
podían cambiar novelas (clásicas de Rodeo, Hombres Audaces, FBI, Pueyo, etc) y
los tebeos que tanto nos gustaban (Jaimito, Chispa, El Campeón, Pulgarcito,
SuperPulgarcito, Juan Centella, El Guerrero del Antifaz, Roberto Alcázar, etc).
Los tebeos nuevos solían aparecer todas las semanas en días fijos y como
nuestro escaso poder adquisitivo no permitía su compra, ya que valían una
peseta y eso era mucho para todos nosotros, en estos mismos puestos podíamos
leer estas novedades por el módico precio de 10 cts, una perrona, y así era muy
frecuente ver a muchos niños y niñas de pie, leyendo ávidamente aquella delicia
momentáneamente alquilada. Finalmente hay que destacar una librería ambulante
provista de ruedas de cojinetes y hecha de madera pintada de color verde. La
tenían dos hermanos jóvenes y en ella se exponían todas las novedades
semanales, tanto de novelas como tebeos y cromos, siendo un lugar muy
frecuentado en el que nuestra vista recorría ávidamente todo lo bueno que para
nosotros existía en aquellos expositores.
Las casas semiderruídas
En todos los barrios periféricos de Oviedo
se mantuvieron durante muchos años las casas parcialmente destruidas, testigos
de la guerra civil, en las que había una población de indigentes que las
habitaban. Muchas de éstas tenían las entrañas abiertas y a la vista, las
escaleras y habitaciones, casi al aire. De ellas salía un humo acre, que los
pobres inquilinos producían al quemar todo tipo de combustible en especial la
madera del propio edificio. Se distinguían así los habitantes de tales
infraviviendas por su característico olor a humo, que los acompañaba en todas
sus andanzas por la ciudad. En esta época permaneció durante muchos años una
antigua fábrica de cerillas, al final de la calle de Caño del Águila, que
sirvió de refugio familiar, aprovechando sus amplias naves, tabicadas por los
moradores y transformada así en una especie de gueto para una población fija.
Debido a su origen se le conocía por el apodo de “El Cerillero”. También de la
época era otro edificio menos ruinoso, éste ubicado en la zona de El Postigo y calle
Ecce Homo que debido a su modestia se le puso el mote de “Hotel Faba”. Ambos,
Cerillero y Faba, sobrevivieron hasta casi 1960, de modo que constituyen un
testigo veraz y trágico de las penurias y necesidades soportadas por muchos
ovetenses en estos duros años.
Casa Piñera
Teníamos entonces establecimientos
específicos, unos pequeños y otros más grandes, en los que la grey infantil nos
surtíamos de juguetes y objetos adecuados a nosotros, muy accesibles en el
precio y por lo tanto de aspecto y tamaños mínimos.
Estaba esta pequeña tienda frente a
La Boalesa
Recordar a esta tienda en la calle de Santa
Susana es volver de nuevo al mundo de los tesoros infantiles. Allí se podía
comprar de todo, desde chufas hidratadas hasta bengalas de colores, pasando por
recortables, cromos, caramelos, miniescopetas que disparaban granos de arroz,
cigarrillos de manzanilla, regaliz…Estos últimos venían en pequeños racimos de
6 u 8 y con papel de diferentes colores, siendo su relleno a base de dicha
planta. La adquisición de tal producto nos permitía fumar en plena calle,
sintiéndonos unos verdaderos hombrecitos.
Bazar Uría
Era el más importante en juguetes
inalcanzables. Allí mirábamos, embelesados, en sus escaparates unos productos
que nos asombraban, tales como patinetes de colores vivos, bicicletas
auténticas para niños y niñas, muñecas con movimientos, incluso ¡ coche de
pedales ! Lógicamente era el más visitado en época de Reyes Magos.
Bazar Elías
Cerca del cine Principado estaba este otro
establecimiento, también abundante en juguetes inaccesibles, con preferencia a
magníficas cajas de soldados de plomo, juegos reunidos, balones y casas de
muñecas. Era también un lugar muy visitado por nosotros para recrear nuestra
vista y agrandar nuestra imaginación con la posible pertenencia de alguno de
los tesoros que allí se exponían, si los Reyes Magos nos traían nuestros
verdaderos pedidos.
La Panoya
Magníficos almacenes que se situaban en la
calle Fruela. Lógicamente no era un bazar de juguetes pero aparece aquí con
todo merecimiento por ser el lugar más idóneo para la instalación durante las
navidades de unos magníficos trenes eléctricos, el juguete rey por excelencia
de todos los niños de entonces. Sus escaparates eran enormes, de ahí que
albergasen en muchas ocasiones a estos juguetes tan maravillosos, incluso los
podíamos ver circular, lo que era para nosotros un verdadero acontecimiento.
El Precio Fijo
Estaba en
Los cines
La cartelera de cines era también modesta,
con sus sesiones fijas de 5, 7½ y 10½ y otras especiales, algunas de ellos a
las 3 de la tarde de los festivos y domingos en programación infantil y que era
nuestra única posibilidad de asistencia asegurada. En el atrio de todas las
iglesias se ponía la clasificación moral de cada película, con valoraciones
morales “tolerada”, “jóvenes”, “mayores”, “mayores con reparos” y “gravemente
peligrosa”, con un color específico para cada caso. Muchas de las películas
clasificadas como “gravemente peligrosa” son ahora toleradas para menores
cuando se reponen en la televisión.
Teníamos por lo tanto una serie de cines,
no muy abundante, pero que cumplieron su cometido de llevarnos a aquel mundo
imaginario tan irreal al compararlo con la dura realidad que soportábamos. La
publicidad de las películas se hacía por radio y periódico pero existía también
una modalidad de entrega en mano de un bello anuncio llamado “Programa”, alguno
de ellos verdadera obra de arte en plan tríptico y que muchos de nosotros y
otros menos niños coleccionábamos.
El Real Cinema era entonces un cine
incómodo y algo deteriorado pero que con la calidad de las películas que allí
se proyectaban siempre estaba lleno. Se estrenó en él la primera película en
relieve: Los Crímenes del Museo de Cera. A la entrada unas enfermeras nos daban
las gafas y ya dentro, con el efecto de relieve, nos asombrábamos con el
movimiento de una pelota que uno de los protagonistas arrojaba contra el
público. El patio de butacas tenía un apéndice lateral con una serie de ellas
separadas de las otras, al tener entre éstas unas columnas que soportaban otra
planta superior. Los que iban a aquellas butacas, que eran de menor precio,
tenían que hacer un doble esfuerzo para ver la película: eludir la presencia de
una columna y girar el cuello para ver la pantalla. Por tal motivo estas
butacas fueron bautizadas con el nombre irónico de “pescuezu”.
El Teatro Principado era muy amplio, con
dos pisos para entresuelo y principal (general se llamaba al último) y era en
este gallinero donde estaba un acomodador muy malhumorado y geniudo tal vez
debido a su fealdad, que nosotros apodábamos como “Drácula”. En este teatro
actuó muchas veces
El cine Santa Cruz solamente tenía patio de
butacas, con pendiente muy pronunciada, lo que le hacía un cine muy confortable
y con vista perfecta a la pantalla.
El cine Aramo, Palacio del Cine como
indicaba la propaganda, era el más clasista y escogido de la ciudad, por lo
cual la gente menuda no lo frecuentábamos en exceso. Verdaderamente nos
producía su interior una gran impresión, que nos impedía hasta hablar en voz
alta.
El Teatro Campoamor, reconstruido en los
años 40, fue también cine y teatro simultáneamente y su enorme aforo nos
permitía adquirir localidades muy baratas situadas en el tercer piso.
El cine Argañosa era quizás el más modesto,
ya que tenía un aspecto desvencijado y poco limpio, lo que no era motivo para
que la gente menuda lo frecuentase asiduamente.
El cine Asturias se inauguró a bombo y
platillo a finales de la década de 1940, con la película “Las aguas bajan
negras” de ambiente asturiano. Sus precios eran sumamente bajos, butaca 3 ptas,
entresuelo 2 ptas y general 1 pta. Esta última localidad no tenía butacas
individuales y estaba constituida simplemente por bancos de madera. Eran
frecuentes, después del estreno, sesiones de dobles películas, que en aquellos
tiempos fueron una novedad. No obstante esa doble sesión era un tanto extraña
respecto a su duración. Como ejemplo baste recordar un programa de tarde que
empezaba a las 5 con el NO-DO, Imágenes (un documental), un corto de dibujos
animados, Película 1ª, Descanso y
Película 2ª. Harto de cine salías a la calle y resulta que solo eran las 6½ .
Todo un récord. Como no teníamos reloj nos daba la impresión de una duración
muy prolongada.
La Catedral
Estuvo muchos años con su torre llena de
andamios de madera, pintados de negro, lo cual producía una imagen impactante
de tristeza y duelo, que evocaba cada día los recuerdos de la guerra civil.
Esta obra de restauración fue muy lenta, lo que motivó que su imagen fue casi
el símbolo de la ciudad. Incluso un año, por Navidades,
Los tranvías
Aquellos vetustos y entrañables vehículos
de color amarillo fueron muchos años el modesto medio de transporte de la
ciudad. Había 3 líneas que comunicaban los extrarradios y pasaban por el mismo
centro de la ciudad. La línea Nº 1 iba desde
En los tranvías había una serie de
recomendaciones escritas con letras que aparecían destacadas en negro sobre
fondo blanco y de tamaño estrecho y rectangular. Así se describía su capacidad
del interior “Diez y ocho asientos” y del exterior “Plataforma posterior 17
viajeros””Plataforma anterior
Este ruidoso y lento medio de transporte
ocupa en nuestros recuerdos un lugar muy importante y así como la infancia se
fueron también los tranvías y con ellos se quedó un vacío silencioso con
evocaciones de aquellos viajes familiares hasta algún merendero de las afueras
de la ciudad.
El Hogar del Frente de Juventudes
En aquellos años era muy frecuente
encontrar en nuestras casas camisas azules con el emblema del Yugo y las
Flechas, pertenecientes a alguno de nuestros hermanos mayores. Lógicamente
sería lo más cómodo hacer aquí un comentario despectivo de lo que significaba
No se puede tampoco obviar las estancias en
los Campamentos Juveniles, en los que vestidos de “flechas” además de lo ya
indicado nos alimentaban a base de bien y volvíamos a nuestras casas morenos y
rebosantes de salud. Pese a todo no eran muchos los muchachos que participaban
de esto, lo que demuestra que no había ninguna obligación de pertenecer a esta
asociación.
Como punto de encuentro teníamos el llamado
“Hogar”, un local situado en la calle de San Vicente cercano a
Teníamos una oración, clásica falangista
que rezábamos al iniciar alguna de las actividades escolares y también en las
clases mensuales de “educación política” que se impartían por parte de
Los talleres del Vasco-Asturiano
Este ferrocarril de vía estrecha constituía
una verdadera atracción ya que contemplar los trenes que pasaban tenía una
doble faceta: por una parte nos servía de espectáculo el ver a las locomotoras,
rebosantes de ruido y humo, contar el número de vagones que arrastraban… y por
otra nos servía de reloj ya que conocíamos de memoria el horario de todos los
trenes diarios.
Eran típicas en aquellos años las caravanas
de carros y carreteros que pasaban por la calle de Travesía Monte Santo
Domingo, procedentes de los talleres del Vasco cargados de carbón. Había un
carretero particularmente delgado que parecía un cadáver, tal vez de la
necesidad que pasaba. Nosotros lo conocíamos debido a que hacía el camino de
ida y vuelta varias veces al día y nos daba pena el burrín que acarreaba la
carga, también triste y esmirriado como su dueño. Cercana a estos talleres estaba
la vía principal de los trenes, tanto de
mercancías como de pasajeros, con sus vagones de madera. Muchas veces íbamos a
aspirar el humo acre y blanco de las locomotoras cuando el tren salía de debajo
del puente y en nuestra ingenuidad nos decíamos que era bueno para el catarro y
la tosferina.
En un lateral de estos talleres había una
vía muerta en la que reposaron durante muchos años varios vagones de un tren
blindado que fue utilizado por los milicianos durante el cerco de Oviedo.
Nosotros los observábamos con cierto recelo y respeto, ya que constituían un
ejemplo viviente de las hazañas bélicas que muchas veces realizábamos durante
nuestras imaginarias travesuras.
Gaseosas “El Canelu”
Esta modesta empresa de bebidas
refrescantes tenía su sede en la calle Azcárraga y sus productos eran
fundamentalmente gaseosas, en botellas de cristal verdoso con una bola del
mismo material en su interior que servía como tapón auxiliar y sifones
rellenables. Posteriormente fabricaba también un refresco similar a la gaseosa,
de color y sabor anaranjado.
Era muy característico el carro con la mula
en que repartía sus envases llenos y recogía los vacíos, con una tabla en los
laterales que anunciaba pomposamente “Gaseosas El Canelu” y que recorría
cansinamente las calles ovetenses. Esta entrañable industria perduró varios
años hasta que la competencia de otras marcas la hicieron desaparecer. La
primera competidora seria fue “
En el declive de “El Canelu” nos dio mucha
tristeza ver su lucha desesperada por sobrevivir, con su ancianidad y modestia
frente a sus modernos y más fuertes competidores. El famoso carro de reparto
iba ya medio lleno y con los sifones casi vacíos, perdiendo líquido burbujeante
debido a su decrepitud. Al contemplar aquel deterioro muchos de nosotros
sentimos en nuestro interior que una etapa y forma de vida se nos iba
irremisiblemente.
El colegio y sus castigos
No voy a entrar aquí en discutir y criticar
aspectos de la educación que recibimos en nuestros años de estudiantes; nos
tocó esa época y ese modo de actuación de los profesores y punto. En su defensa
podría decir que esta manera de enseñar era común también en el resto de países
civilizados, en los cuales predominaba el dicho certero de que “la letra con la
sangre entra”.
La fuerte impresión que nos producían los
primeros días de asistencia al parvulario era la de la pérdida de libertad.
Pasar de una vida al aire libre y de juegos en plena calle o en prados y
maizales a una habitación lóbrega y silenciosa, en la que había que pedir
permiso para todo, era demasiado cambio en nosotros. Para colmo aparecía
bruscamente el castigo, al que no estábamos acostumbrados y aunque fuese
ligero, tal como estar de pie mirando a la pared o quedando más tiempo después
de la hora de la salida, ese cambio nos afectó profundamente, mucho más que los
acontecimientos de años posteriores.
Total, con nuestra pizarra y cuadernos de
palotes pasábamos las horas eternas, con el añadido de actividades didácticas
tales como despegar sellos de correos y entonar cánticos piadosos compuestos
por la monja de turno. La presencia de las monjas en los años de parvulario era
de lo mas común, bien porque en el colegio femenino tenían esa opción para
niños o incluso en los mismos colegios masculinos preferían que fuesen las
mujeres, por aquello del instinto maternal, quienes atendiesen a los pequeños
hombrecitos que comenzaban esta nueva andadura.
La tarea de despegar sellos venía de la
fiesta del Domund, en que además de las modestas contribuciones económicas se
recogían sellos de correo usados. Se decía que “eran para los chinos” cosa un
tanto chocante pues no creo que los orientales manifestasen un interés
filatélico por un país tan alejado de ellos. La verdad del asunto es que los
sellos usados y despegados de su sobre se vendían a los establecimientos del
ramo y de esta manera se suplementaba la colecta del Domund. Así pasaban los
primeros años de encierro, sin aprender gran cosa hasta que bruscamente
pasábamos al preparatorio de ingreso en el Bachillerato. Aquí sí que comenzaba
el verdadero suplicio ya que en nuestro caso aparecía el hombre-profesor, que
generalmente portaba una regla larga con la que golpeaba nuestras manos cuando
consideraba que habíamos hecho un acto de indisciplina. En ocasiones nos metían
en la sala de “estudio” donde estaban los mayores y allí presenciábamos
aterrorizados las bofetadas que el vigilante propinaba a diestro y
siniestro y que en ocasiones los alumnos
mayores respondían, ya que hay que tener en cuenta que en aquellos años muchos
de los estudiantes de los cursos superiores eran nada menos que excombatientes
de la guerra civil.
El examen de ingreso era escrito y oral ¡ a
los 10 años de edad ! Para ello, provistos del palillero, plumines y tintero,
hacíamos el primer examen de nuestra vida, consistente en varias cuentas de
aritmética (incluidos decimales) y un dictado. Tras esta prueba pasábamos a la
siguiente, totalmente acongojados por la seria presencia de un tribunal, que
nos hacía unas cortas preguntas sobre declinaciones de verbos y cultura
general. De este modo desembocábamos en el primer curso del bachillerato, en el
cual ya teníamos un profesor para cada asignatura y el calendario horroroso de
comenzar todos los lunes con las odiadas clases de latín y matemáticas. La
relación de cursos posteriores y materias estudiadas no tienen demasiado
protagonismo pero sí hay que dejar constancia de los castigos físicos que
sufríamos estoicamente y con la mayor naturalidad, a lo largo de nuestro
recorrido en busca de cultura.
Las bofetadas eran muy comunes y había en
mi caso un profesor expertísimo en suministrarlas pues era boxeador
profesional, lo que suponía acierto pleno en la cara por mucho que la tapases
con las manos.
Los capones también ocupaban un lugar
preferente y sirvieron para introducir en nuestras pobres cabecitas las
declinaciones latinas (¿quién ha olvidado el “bonus, bona, bonum” y “rosa,
rosae”?). Otro sistema de aprendizaje era levantarte del asiento del pupitre
agarrado por la oreja o por el pelo de la patilla y cuando estabas de pie,
propinarte un fuerte capón con el puño cerrado, que daba con nuestros huesos
nuevamente sobre el asiento.
Además de estos castigos “básicos”, a los
que el golpe de regla también acompañaba, había otros más rebuscados y de
tortura creciente, que comenzaba por ponerse de rodillas en el suelo y si esto
no modificaba el motivo del castigo, se suplementaba con un garbanzo puesto
entre la rodilla y el suelo, los brazos en cruz, los brazos en cruz cargados
con libros y finalmente para los persistentes, un par de fuertes bofetadas si
los libros se caían de las manos extendidas que los soportaban. Parece mentira,
pero este tipo de correctivos físicos los hemos padecido en silencio, sin decir
nada en nuestras casas pues corríamos el riesgo de ver aumentado el castigo
debido a nuestro mal comportamiento escolar.
Otro tipo de castigos era el quedar
encerrado en el colegio un par de horas después del horario, acudir al colegio
las mañanas de sábados y domingos, visitar al director para acusarnos de
nuestro mal comportamiento y escribir frases como “Debo portarme bien en clase”
de
Finalmente no faltaban epítetos y frases que
nos dirigían, con las que se completaban la serie de castigos que hemos
recordado, tales como “pollino”, “animal”, “Haz carrera y golpea tu dura cabeza
contra un muro”, “dedícate a carpintero mecánico”, “acabarás con la cabeza en
un pesebre”, etc., etc.
Los productos farmacéuticos
Hay una gran similitud entre la modestia de
los juguetes y de los juegos con las medicinas de uso corriente aplicadas al
mundo infantil. De tarde en tarde, ante la aparición de algún dolor
significativo era la modesta tableta de Aspirina la encargada de solucionarlo.
Este medicamento se despachaba en sobres con dos pastillas y en tubos de
cristal con tapón de corcho, que era de vacío un premio para juguete del
enfermo. Si al tomar la temperatura el termómetro se rompía, teníamos a nuestra
disposición un nuevo entretenimiento, con las bolas del mercurio realizando
divisiones y agrupamientos hasta su pérdida por derrame en el suelo o en la
misma cama. Como competidor de
Para solucionar las enfermedades que nos
aquejaban había un remedio infalible para todos los males: la purga. El lavado
de tripas, que no era precisamente de indigestión por exceso de comida, estaba
a la orden del día y era a base de aceite de ricino y agua de carabaña ¿quién
no recuerda el terrible sabor de estos dos asquerosos productos? Uno aceitoso
que te impregnaba con su olor todo el cuerpo durante horas y el otro como si
bebieses agua del mar. Si te escapabas de estos manjares, tenías que soportar
otra cosa más humillante: la lavativa. Era una jarra de porcelana esmaltada con
una goma provista de un grifo de baquelita negra y su correspondiente llave de
paso. Esta última pieza tenía un alargamiento para facilitar la introducción
del líquido vía anal. En uno y otros casos los efectos sobre el desdichado
enfermito eran de una súbita evacuación intestinal que te dejaba hecho unos
zorros.
Como suplemento alimenticio era frecuente
la ingestión de un producto difícil de deglutir llamado “aceite de hígado de
bacalao” con unas propiedades reconstituyentes sobradamente probadas pero con
un sabor horrible, incluso en su versión posterior como “Emulsión Scott”. De
mejor tolerancia bucal era el Fósforo Ferrero, también utilizado como
reconstituyente pero al ser en comprimidos era de muy fácil tragadera.
Cuando alguno de nosotros enfermaba con
algo más serio, tal como pleuresía y ganglios pulmonares se sometía al enfermo
a largos periodos de reposo y a una agradable sobrealimentación que producía
una ganancia de peso muy destacada, lo cual se manifestaba a simple vista
cuando el ya curado enfermo se incorporaba a su pandilla de amigos de calle y
colegio.
Como ejemplo de nuestros conocimientos
eróticos se puede recordar la compra en las farmacias de un producto excitante
sexualmente, llamado Yohimbina, cuyo efecto alguno de nosotros intentó producir
en alguna de nuestras compañeras de juegos pero sin el menor éxito, ya que
éstas no se fiaban de nuestros interesados presentes.
Finalmente, evocar con tristeza, la
utilización de
Los vecinos y nuestros alimentos básicos
En los tiempos de penuria y necesidades
comunes a toda una población, se engrandecen nuestros corazones y se establece
una solidaridad y afecto increíbles, lo que produce una sensación de protección
en bloque que abarca más allá de la propia familia.
En los duros años de
Los pisos en esta década estaban
abarrotados, con familias enteras formadas por abuelos, padres, hijos y nietos.
Algunas de ellas se estrechaban aún más y alquilaban una de sus habitaciones a
otra familia todavía más necesitada, “con derecho a cocina”, gracias a lo cual
se obtenía una pequeña ayuda económica.
Al igual que en los años posteriores a la
revolución rusa en que la alimentación generalizada de la población era a base
de papilla de mijo cocido, en los años de nuestra posguerra, con el conflicto
mundial desatado y el bloqueo internacional subsiguiente fue el maíz el
protagonista y soporte alimenticio familiar, tanto en forma de la típica
“boroña” como en las “papas” o “fariñas”. La primera tenía una textura y sabor
áspero y al poco rato de comerla producía una sequedad de boca muy grande
debido a su capacidad de absorber saliva, lo que hacía un tanto difícil su
deglución. La segunda se solía comer como una papilla cocida con agua y sal, se
servía en un plato sopero y así se ingerían. En ocasiones se complementaban con
leche azucarada, que al ir mezclándolas con ella se producía un sabor más
aceptable.
Los niños no disponíamos de una
alimentación específica y reforzada. Comíamos como los adultos, es decir,
deficientemente, sin las golosinas y la variedad de alimentos básicos precisos.
Cuando estábamos enfermos o si venía algún familiar a nustra casa, solían
premiarnos con un pequeño paquete cilíndrico de galletas “María”, que nos
sabían a gloria bendita y que comíamos lentamente con verdadero deleite,
trocito a trocito desde el exterior al interior de cada galleta, en movimientos
circulares.
La mantequilla, pese a su típica producción
en nuestras aldeas, era un bien escaso y por lo tanto no abundaba en nuestra
dieta.
¿Y qué podemos recordar de lo que
llamábamos pan? Además de su racionamiento se elaboraba con una mezcla variada
de harinas de baja calidad, entre las que la del trigo era la menos
participativa. Esto motivaba un producto amarillento y heterogéneo en aspecto y
sabor, predominantemente agrio. Con un trozo de este mal llamado pan y una onza
de chocolate, también de textura áspera y mala mezcla, merendábamos ávidamente
y asombrosamente esta frugal pitanza nos sabía a verdadero manjar.
De mayor calidad era el pan que se amasaba
para los militares del Cuartel del Milán y la vecindad de alguno de ellos
propiciaba la venta de alguno de estos panes, que se conocían con el nombre de
“chuscos”.
Sin entrar en comparaciones, un menú
infantil de tipo medio podía consistir en un desayuno a base de un trozo de pan
y una taza de lecha con infusión de “malta y achicoria”, que era el sustitutivo
del café; en la comida del mediodía un buen plato de potaje con no muy
abundante acompañamiento de carne ya que ni el cocido disponía de tal
complemento. Merienda ya mencionada y finalmente la cena con “fariñas” o alguna
tortilla de pocos huevos repartida sabiamente entre toda la familia.
Total, que con estos “refuerzos
alimenticios” no era de extrañar la delgadez de muchos de nosotros, entre los
cuales nunca hubo un niño obeso. Esto motivaba que aprovechásemos cualquier
ocasión para buscar en nuestros juegos algún producto nutritivo, tal como
veremos en los capítulos posteriores. Como anticipo de ello podemos recordar
que en la compra esporádica de los cacahuetes de Casa Floro, solíamos comerlos
con la cáscara incluida para que nos llenasen un poco más nuestros vacíos
estómagos y a la vez tardasen más en consumirse.
Los lavaderos
Debido a la dificultad existente por la
carencia de agua corriente en muchas casas de los extrarradios de la ciudad, el
municipio suplía tal necesidad mediante la construcción de unos edificios
públicos muy característicos, redondeados y con el techo en forma de paraguas.
En su interior había pilas de lavado de
la ropa, dispuestas en círculo y en cuyas bases onduladas circulaba el agua.
Era muy frecuente ver en sus cercanías grupos de mujeres provistas de
recipientes con ropa sucia y la correspondiente pastilla de jabón. Allí se
hablaba de todo en voz alta, con el típico parloteo incesante de las mujeres,
todas a la vez y criticando o comentando las novedades del barrio que
protagonizaban alguno de los vecinos.
La “perrona” radiactiva
La moneda de diez céntimos de curso
legal, era conocida por el apodo de “perrona” y estaba fabricada en aluminio
endurecido. Por una cara tenía el escudo nacional y por la otra un jinete a
caballo portando lanza.
Esta moneda fue nuestra más leal
compañera y motivo de compras modestas en nuestro pequeño mundo. También nos
servía en muchas ocasiones como entretenimiento durante las largas y tediosas
horas de estudio en el colegio, consistente en dibujar el grabado de sus caras,
colocando un papel sobre ella y pasando suavemente el lápiz con movimientos
tales que reproducían las figuras de la moneda.
Debido a su desgaste, por la blandura
de su material de construcción, se deterioraba rápidamente y por tal motivo
casi todos los años se realizaba una nueva emisión. Estas emisiones se
diferenciaban únicamente por el año de su fabricación, que se localizaba debajo
de la base del caballo.
Lo más anecdótico de esta sencilla
moneda sucedió al ponerse en circulación la correspondiente al año 1945, ya que
coincidió con la explosión de las bombas atómicas sobre Japón. Pues bien,
debido a esta particularidad corrió de boca en boca el comentario de que estas
monedas tenían uranio en su composición, por lo cual hubo muchas personas que
al creer este bulo las atesoraron durante algún tiempo con la creencia de que
su valor iba a ser elevado, cosa que lógicamente no se produjo.
Los entierros
La ceremonia de los entierros era entonces
un verdadero acontecimiento que incluso alteraba el discurrir de la vida
ciudadana. Producido el fallecimiento, en el portal de la casa se instalaba una
mesita para las firmas de pésame, ya que no todo el mundo disponía de tarjeta
de visita; para éstas había una bandeja en la que se colocaban dobladas con el
pico inferior derecho, en señal de duelo, según el lenguaje de dichas tarjetas,
que ahora ya no se estila. El entierro propiamente dicho partía de la casa donde
se había velado al difunto y estaba presidido por una cruz y dos ciriales
decorados en negro, portados por monaguillos enlutados, después caminaban
solemnes los sacerdotes, con bonetes, estolas y capas negras con bordes
plateados, variando su número según la categoría social del finado. Seguía el
coche-carroza fúnebre, impresionante de aspecto, negro en su totalidad y con la
parte posterior en dosel abierto con flecos, donde se alojaba el ataúd. Venían
después los familiares masculinos, de riguroso luto e incluso niños pero las
mujeres generalmente no acudían a esta ceremonia. Finalmente iban los amigos y
conocidos, caminando en apretadas filas que ocupaban el ancho de las calles.
Todo ello constituía un espectáculo gratuito para nosotros los niños, que procurábamos
presenciar cuando en nuestras incursiones por la ciudad nos encontrábamos con
este ceremonial. El recorrido finalizaba en la calle de Arzobispo Guisasola,
donde se despedía el duelo y concluía así este espectáculo, tan impresionante
para nosotros, pues nos llenaba de pavor el imaginar que cualquier día podía
ser nuestra propia familia la protagonista de tan triste situación.
TRES
LOS PERSONAJES DE LA CIUDAD
Las lecheras. Don José el de los burros. Afeitagatos. Herrerita.
Hubo una serie de individuos que destacaban
entre nosotros por sus características inimitables de unos o por los
comentarios que se producían con las anécdotas que protagonizaban los otros.
Todos ellos merecen un modesto comentario, de modo que los que convivimos con
ellos no los olvidemos y los que no los hayan conocido se asombren con el
tipismo histórico de todas estas personas.
Las Lecheras
Constituyen un grupo característico de la
época. Había tal vez dos grupos algo diferenciados: las que traían la leche a
domicilio y las que la vendían en la plaza de El Fontán.
Las primeras venían desde los pueblos
cercanos a la capital, montadas en burros y con su producto también a lomos del
pollino. Tenían clientela fija e iban casa por casa, con su inconfundible olor
a leche fresca y su medidor metálico. En estas casas eran recibidas
cariñosamente y se producían pequeñas charlas que poco a poco finalizaban con
amistades, llegando muchas veces a ser invitadas las jovencitas de la casa a la
fiesta del pueblo de la suministradora del producto lácteo. Esta leche, recién
ordeñada, era de gran calidad, con un contenido graso natural muy abundante,
que producía en su tratamiento posterior, lo que conocíamos como “natas”, que
untadas en una rebanada de pan y con un poco de azúcar morena, constituían la
mayor de las veces una merienda infantil muy socorrida. El tratamiento
posterior consistía en hervir la leche para desinfectarla, lo cual se realizaba
en un recipiente específico: el hervidor. Éste era una especie de cacerola
esmaltada provista de tapadera con grandes agujeros. Como la leche “subía” al
hervir y se podía derramar parte de su valioso volumen, se metía dentro del
hervidor una pieza triangular y ondulada hecha de cerámica que evitaba una
ebullición tumultuosa y así no había riesgos de pérdidas. Una vez producida
esta etapa se dejaba enfriar la leche y era en este momento en el que se originaban
las natas, que solidificaban en toda la superficie, con un grosor de casi
En ocasiones, durante el verano y con
atmósfera tormentosa, la leche se agriaba y se producía así la leche cuajada
que lógicamente se aprovechaba en su totalidad. Ignoro qué fenómeno
electrostático podía producir tal modificación en la estabilidad láctea.
El otro grupo de lecheras, las de El
Fontán, estaba constituido por profesionales que no tenían casa fija y por
otras intermediarias de éstas. Estas últimas, más desvergonzadas y sin la
conciencia profesional de las otras, vendían leche, pero muchas veces aguada y
adulterada. Para que no se notase esta dilución, que muchas veces los niños
veíamos hacer en el grifo de la fuente-león de esta Plaza, le añadían polvos de
un producto llamado “Blanco España”, que servía como limpiador de zapatos de lona
blanca y era aprovechada esta particularidad para producir densidad y blancura
en la leche, así manipulada. Esto se descubrió al cabo de muchos años de tal
delito alimentario y pese a su gravedad, no tuvo mucha importancia ni revuelo
informativo.
Don José el de los burros
La gran afluencia de las lecheras con sus
burros tenía el problema de qué hacer con éstos mientras ellas se iban a
repartir por las casas o a vender en El Fontán. En una parte de la ciudad, el
barrio de Santo Domingo, dada su proximidad a
Don José era el dueño de los establos, de
la casa y de la finca. Vivía en compañía de dos hermanas mayores, serias y
enlutadas, que también revendían la leche que les suministraban sus inquilinas.
La mayor de ellas se casó con un criado de la casa y la menor tenía un defecto
en la locomoción, lo que motivaba que su caminar fuese con los pies rozando el
suelo y en movimientos oscilantes de atrás para adelante.
Afeitagatos
En la misma calle del Arzobispo Guisasola
había una modestísima peluquería de hombres, en una casa desvencijada por los
años y por las huellas de la reciente guerra. Su propietario era un veterano
peluquero, bajo, rechoncho y calvo, al que los chavales denominábamos con este
apodo tan humillante para un peluquero. Muchas
veces nuestro atrevimiento era tal que nos asomábamos a la decrépita puerta y
gritábamos a coro: “afeitagatos, afeitagatos”, lo que motivaba que el
viejecillo se pillase un cabreo mayúsculo y dejando su tarea de afeitado, salía
corriendo detrás de nosotros con la navaja barbera abierta y gritando como un
poseso amenazas de lo que nos haría si nos pillaba. Presos del pánico corríamos
acera arriba y llegados al Campillín, bajábamos velozmente la senda pedregosa
que comunicaba con la calle de Santo Domingo, todavía perseguidos por el
iracundo peluquero, hasta que éste, agotado, cesaba en su empeño y nosotros nos
recuperábamos de la carrera todavía con el miedo metido en el cuerpo.
Herrerita
Fue el ídolo infantil por excelencia. En
los juegos en que predominaba el fútbol, los chavales elegíamos el nombre del
futbolista que más admirábamos y lógicamente el nombre no podía ser repetido
por lo cual se echaba a suerte para ver quién era uno u otro. Herrerita era
siempre el más disputado y el poseedor del sosias jugaba orgulloso de sentirse
nada más y nada menos que el ídolo de toda la afición ovetense. Este magnífico
jugador vivía así una doble vida, una en el verdadero campo de Buenavista, con
la alineación de Argila, Jugo, Penedo, Sansón, Diestro, Sirio, Antón, Goyín,
Cabido, Herrerita y Emilín; este magnífico equipo, de gran capacidad goleadora,
creó el mítico “Jorobu”, el número 5 con un abultamiento en el centro. La otra
era en el juego del fútbol con la personalidad suplantada en tantos niños que
le idolatraban: “yo, Herrerita”.
Le veíamos muchas veces pasear por las
calles de Oviedo, con aquel aspecto tan distinguido y elegante, el mismo que
manifestaba en el campo de fútbol. Como solía comer, también en soledad, en un
restaurante de la calle de Arzobispo Guisasola, íbamos muchas veces a la hora
prevista para verle llegar y después, ya en el barrio decíamos orgullosamente:
¡ he visto a Herrerita !
La torera y su caballo
Ubicaba su lugar en pleno Campo de San
Francisco y fue durante muchos años la encargada de hacer fotos tanto a niños
como a mayores, con la compañía de un caballo de madera y cartón piedra que
colaboraba en el lujo de la foto. Allí quedó el recuerdo amoroso de muchos
quintos y muchachas de servir que eran los mayores pobladores del Parque tanto
a diario como en los festivos. Fue un personaje entrañable y cariñoso que dejó
tal recuerdo en la vida de la ciudad que nadie en el día de hoy desconoce la
historia de esta inolvidable mujer con su gigantesca máquina de fotografías y
su tablero expositor.
Don Luís Somoano
Era un sacerdote elegante, siempre con el
manteo bien colocado y la cabeza cubierta con su típico sombrero de clérigo.
Fumaba cigarrillos en larga boquilla, tal vez hechos en una clásica máquina
Victoria y fue dueño durante muchos años del Colegio Hispania, hasta su venta a
Don Félix Prendes. Era típico en su caminar felino pero más que nada era su
presencia, al atardecer de orbayu en una pastelería de la calle de
La Vieya
Durante muchas fiestas del año salían a la
calle los gigantes y cabezudos. Los gigantes eran, entre otros, Telva, Pinón,
un rey y una reina blancos y otra pareja real de negros con turbantes,
acompañados por varios cabezudos, provistos de un palo delgado, sobre cuyo
extremo un cordel sujetaba una vejiga de cerdo, desecada e hinchada con aire.
Con este artilugio los cabezudos arremetían contra mayores y pequeños a base de
inocentes golpes con dicha vejiga, que sonaban pero no lastimaban. No todos
eran así y había un cabezudo vestido de mujer, peinada de moño en la nuca y de
cara fea y contraída:
Don Urbano y Arturín
Aunque ambos personajes tienen la
suficiente categoría para ser independientes, sus anécdotas se entrecruzan en
una que fue el regocijo de la época.
Don Urbano era un sacerdote muy especial y
conocido en la ciudad por muchas de sus excentricidades, tal como sus paseos en
bicicleta, que producía un efecto chocante con sus ropas negras balanceándose
al aire.
Arturín era un vendedor ambulante de
periódicos, un tanto afeminado, que se le conocía por el sobrenombre de “el de
los periódicos”. Era muy típico oírle gritar su mercancía por las aceras de las
calles Argüelles, Fruela y Uría, su zona preferida, trajeado con unos
pantalones típicos que le quedaban muy cortos.
Fue en una de estas calles donde se produjo
un día el encuentro casual entre Don Urbano montado en bicicleta y Arturín el
de los periódicos voceando
Milio “El Tonto”
Al final de la calle de Travesía Monte de
Santo Domingo, después del puente del ferrocarril, había una típica finca
asturiana, con ganado vacuno, hórreo y maizal, cuya familia propietaria tenía
dos hijas, llamadas Lucina y América, y un hijo retrasado mental llamado Emilio.
Este ser inocente, ya entrado en años, era muy querido entre los vecinos y población
infantil y rondaba por el barrio de Santo domingo a todas horas. Tenía un
vocabulario especial, poco académico, que conocíamos y no precisaba intérprete,
tal como “Magüensu” equivalente a “Sinvergüenza” y “santominino” por “Santo
Domingo”, que era el primero como nos llamaba cuando le provocábamos. Tenía un
inconfundible olor corporal a cucho de las vacas que él cuidaba, y paseaba a
diario por todas las calles. Su tendencia religiosa era muy profunda, oyendo
misa en Santo Domingo y acudiendo a rezos y procesiones con una vela encendida,
lo que le hizo muy popular en nuestro barrio y sus alrededores pero su
principal afición era asistir a todos los duelos y velatorios y repetir
cansinamente el pésame a todos los familiares presentes, lo que motivó muchas
veces que le hicieran salir de la casa mortuoria sin muchas contemplaciones.
El pobre Emilio, Milio para todos, portaba
en un bolsillo del pantalón una peseta, doblada al máximo y envuelta en papel
de seda y posteriormente otra de metal, una rubia, también primorosamente
envuelta y guardada celosamente en el mismo lugar del pantalón. Dicha peseta
constituía su riqueza y era frecuente entre nosotros pedir que nos la enseñase
pero no había forma humana de que la sacase del bolsillo y menos que la gastase
en alguna compra.
Su padre estuvo ausente muchos años, se
decía que exiliado, por lo cual el patriarca de la familia era su enérgico
abuelo Lucio.
El Piru
Un personaje de lo más entrañable y
recordado era este buen hombre, especialista en vender a la gente menuda toda
una serie de artículos modestos y apetecibles. Como una de sus especialidades
eran los pirulís, que el voceaba como “pirulís de
Lógicamente era muy querido por todos
nosotros, tanto por sus productos como por su trato bondadoso. La mayor parte
de sus especialidades las fabricaba él mismo en su modesta vivienda y eran a
base de productos infantiles, tales como los pirulís, caramelos de color rojo
en forma cónico-alargada y envueltas en papel de estraza provistos de un
palillo en la base para facilitar su degustación, manzanas rebozadas también de
caramelo rojo y con un palillo para su manejo, chufas hinchadas en agua,
caramelos de distintos precios de
El Hombre del Monóculo
Su presencia fue siempre motivo de respeto
mezclado con muchas dosis de miedo. Era un señor vestido de oscuro a la vieja
usanza, muchas veces incluso con capa, lo que producía un halo de misterio. Su
cara era cetrina y seria, sin asomo de ninguna mueca ni sonrisa, barba de chivo
y un objeto que nos causaba el mayor de los misterios: un monóculo. Debido a
este, y como le ocultaba uno de sus ojos, era conocido por nosotros como “el
del ojo”, nombre que producía el alejamiento rápido cada vez que se le distinguía
en la distancia. ¡ Que viene el del ojo ! Ante este aviso, emitido por el
primer niño que lo veía, escapábamos todos a la carrera y escondidos en alguna
ruina esperábamos su paso circunspecto y grave, con su mano apoyada en un
bastón, con la respiración contenida y sin atrevernos a mirar su cara,
temerosos del supuesto poder maléfico que emanaba del monóculo. Fue durante
mucho tiempo la inquietud en nuestros juegos en plena calle, siempre pendientes
y temerosos de su aparición, que debido a lo pausado de su caminar se
presentaba siempre de improviso, por lo cual el grito de aviso era siempre una
señal de precaución que nos alertaba ante aquel imaginario peligro que nunca
fue real, ya que este viejo aristócrata solamente pretendía pasear por la
ciudad y sus alrededores. No obstante nosotros le atribuíamos a su mirada, a
través del monóculo, dicho poder maléfico que podía paralizarnos e incluso
producirnos una grave enfermedad.
Los Chatarreros
En este tema podemos agrupar a los
buscadores y a los compradores. En gran cantidad de casas en ruinas, debido al
sitio de Oviedo, se escondían restos de materiales estratégicos: cobre, latón,
hierro colado, etc. Éstos tenían mucho valor para ser vendidos, ya que la
escasez de materias primas motivaba que se recuperase casi todo, incluso las
suelas de goma de las zapatillas, las botellas de vidrio y los trapos, que
vendidos en ciertas tiendas, chatarrerías, proporcionaban unas pesetas que eran
muy necesarias y bien recibidas. Había muchos hombres, tanto jóvenes como
mayores, que provistos de una azada y un saco iban desescombrando ruinas y
buscando afanosamente restos de estos materiales. En estas excavaciones hubo
muchos que perdieron la vida al encontrar algún obús sin explotar pero era un
riesgo aceptado y éste no les impedía seguir con su peligroso trabajo.
Observando a estos buscadores de chatarra se produjo lógicamente una imitación
entre la población infantil ya que así podíamos lograr un modesto pecunio que
nos permitía posteriormente disfrutar de algún capricho, más bien satisfacer
una pequeña necesidad. De este modo entre varios amigos nos “juntábamos a
chatarra”, es decir, creábamos una especie de sociedad limitada en la que sus
miembros buscaban productos vendibles, escarbando a mano o simplemente
revolviendo los trozos de tabiques en las abundantes ruinas y todo lo
encontrado era almacenado y clasificado según su valor para transformarlo en su
momento a pesetas reales y repartir después éstas entre los miembros de la
sociedad. El precio de estos materiales iba en aumento a su calidad, comenzaba
por el más barato, el hierro común y seguía por el hierro colado, plomo, latón
(lo llamábamos metal) y cobre. La venta se producía en unos establecimientos
especializados, las chatarrerías, donde sus dueños nos timaban en el peso, de
modo que siempre recibíamos menos dinero que el esperado. Por nuestro barrio
había dos establecimientos llamados Gontán y Garvi a donde íbamos con nuestros
productos, deseosos e ilusionados por el modesto ágape de caramelos y
cacahuetes que ansiábamos comprar con esta ganancia tan elaborada.
Atilano el de los huevos
Una firma muy famosa por aquellos años era
especialista en productos avícolas y se llamaba Atilano San Pedro, nombre por
el cual era muy conocido. Tenía varias furgonetas de reparto, con su rótulo en
los laterales. En aquellos tiempos la propaganda estaba en sus inicios y tan
solo se encontraba en modestos carteles y en anuncios sonoros con altavoces
instalados en el capó de alguno de los escasos coches que circulaban por las
calles.
Ignoro cuál fue el motivo por el cual
indujeron al buen Atilano a redactar una frase publicitaria que decía: “Para
huevos, los de Atilano San Pedro”. Se rotuló esta frase en sus camiones y
furgonetas peo su aparición en la ciudad tuvo el efecto contrario al deseado ya
que la clásica sorna ovetense hizo que ésta se limitase a una presunción de los
órganos genitales de Atilano, por lo cual la duración de este anuncio tan
original fue fugaz y en pocos días se restablecieron las rotulaciones de
siempre en los laterales de sus vehículos.
Pachu “La Jaspia ”
Tal como recordamos anteriormente, los
talleres del ferrocarril Vasco-Asturiano estaban situados en el barrio de Santo
Domingo y el trasiego de obreros era muy abundante en las horas de entrada y
salida, anunciados por un toque de sirena, el cual junto al paso de los
ferrocarriles de viajeros, nos servían de marcador del horario, ya que pocos
niños tenían acceso a un reloj de muñeca. Entre estos obreros destacaba por su
simpatía e instinto comercial un hombre que venía a diario nada menos que desde
Pola de Siero a trabajar en estos talleres mecánicos. Tocado con su gorra
capada y provisto de un cesto cuadrado de mimbre, donde llevaba su comida,
venía y volvía Pachu, siempre jovial y alegre y provisto muchas veces de
pequeñas golosinas que repartía entre los chavales que le salían al paso. La
otra actividad empresarial a la que se dedicaba con esmero era al tráfico y
compra-venta de alimentos, al estraperlo vamos, y era muy frecuente verlo
acarrear pequeños sacos con harina, azúcar y alubias que eran principalmente
los productos más solicitados por su abundante clientela.
Cuchichi
En estos mismos talleres trabajaba este
magnífico e histórico cantante, en sus años duros en los que la voz ya no le
acompañaba y que también estaba falto de sus compañeros Botón, Miranda y
Claverol. Todos los niños de este barrio conocíamos su fama y lo mirábamos
respetuosamente durante sus idas y venidas por nuestras calles, pues vivía con
su familia en una casa del mismo ferrocarril muy próxima a los Talleres. En
esta casa la empresa reunió a los empleados más destacados y uno de ellos era
este famoso cantante de tonadas ¿Quién no recuerda aquella de “Soy asturianín,
soilo de verdad”?
Nicanor
Al final de
Afilador y Paragüero
En los barrios periféricos de la ciudad era
muy frecuente la aparición de unos profesionales que anunciaban su presencia
con un sonido peculiar a base de varios silbatos unidos entre sí que al pasar
sobre los labios emitían un sonido ondulado e inconfundible que servía para
identificarles y requerir así sus servicios. Eran todos gallegos y portaban una
caja grande de madera con una rueda que servía para mover la muela de afilar
los cuchillos y las tijeras y a la vez para el transporte de sus modestos enseres
en dicha caja. Arreglaban también paraguas, sustituyendo las varillas rotas y
ponían remaches a las bases de las sartenes y las cacerolas agujereadas por el
cotidiano uso en las cocinas de carbón, cuya llama directa erosionaba y corroía
estos utensilios y eran estos profesionales los encargados de alargar su vida
por un económico precio.
Los sobrantes de las varillas de los
paraguas solían dejarlos abandonados en la misma calle y eran aprovechados por
nosotros para fabricarnos rústicas ballestas y arcos con flechas.
Casa Marcela
Pese a nuestra educación rígida y
moralista, los temas referentes al sexo nos eran conocidos perfectamente desde
la edad más temprana y aunque los pecados sobre el sexto mandamiento nos tenían
atemorizados, todos sabíamos perfectamente los secretos de la vida y
procurábamos aumentarlos con cualquier experiencia que nos transmitían otros
niños. De este modo sabíamos de la existencia en la ciudad de las prostitutas,
fulanas las llamábamos, comenzando por su localización nada más y nada menos
que en
Una de las casas de lenocinio de la ciudad
más conocida era Casa Marcela, mucho más importante que las de dicha calle, del
Café Suizo o de
Había también otras profesionales del amor
que eran muy conocidas en la ciudad y que ahora recordaremos a continuación.
Marujina “El tetu”
Era una chavala jovencita, cuya fama de
frescachona todos los jóvenes conocían y de la que se aprovechaban muchas veces
para hacer roces y tocamientos gratuítos en los bailes de las romerías. Vivía
por la zona de Buenavista y sus andanzas eran seguidas y comentadas por la
chavalería ovetense. Su triste fama y recuerdo se plasmó incluso en una canción
de Jerónimo Granda dedicada a ella con su fina ironía.
La Vuelta
a Oviedo
Era la decana de las prostitutas ovetenses.
Esta pobre mujer caminaba mañana, tarde y noche en completa soledad por las
calles de la ciudad, vestida pulcramente e intentando disimular el paso del
tiempo a base de gruesas capas de cosméticos baratos. Debido a estos paseos
solitarios se le puso el mote de “
Foto Mely
Era el especialista en acudir a fiestas
familiares para hacer un recuerdo gráfico de acontecimientos tales como bodas y
bautizos, incluso desplazándose a lugares alejados de la ciudad. Tenía su
estudio en el Monte de Santo Domingo y sus fotos, a base de la ignición de
magnesio en polvo, tenían su nombre impreso en la misma base o en el reverso
con sello de caucho. Tal vez tenga en su estudio muchas historias archivadas,
pues era un magnífico profesional. La utilización del polvo de magnesio para
producir un fogonazo era entonces el “flash” necesario para las fotos
interiores o con poca luz. Su combustión ocasionaba también una explosión
apagada que asustaba a muchos de los retratados.
La tragedia del Limpiabotas
En plena plaza de
Raqueta y Pelota
Eran dos hermanos gemelos, rubios y con
cara de traviesos tipo Zipi y Zape, que caminaban siempre juntos e
inseparables, de ahí el doble mote con que eran conocidos. Solían realizar
pequeñas travesuras aprovechando su idéntico parecido, una de las más conocidas
era el entrar en el cine con una sola entrada. El truco que utilizaban era
aprovechar un momento de distracción del portero en que uno de los dos, el
poseedor de la entrada, una vez dentro del cine le decía que tenía que salir a
la calle por algún motivo figurado y procuraba evadirse de nuevo hacia el
interior del cine, llegando poco después su hermano y le decía al portero “he
vuelto”, lo que le permitía entrar al cine sin la correspondiente entrada.
El Hongo
La historia del hongo puede incluirse aquí,
dado que también era un ser vivo. No sé en qué parte de la península comenzó a
cundirse el prodigio curativo de un hongo que se criaba metido en un recipiente
de cristal y cubierto de agua. Este vegetal crecía enormemente en el interior
de dicho recipiente y un pequeño trozo que se sacara y pusiera en otro
contenedor producía en pocos días un nuevo hongo gigantesco de aspecto
blanquecino y gelatinoso, similar a una medusa solidificada. La cuestión fue
que la gente se bebía el líquido en el cual estaba este vegetal con tal fe que
era un curativo de todos los males que aquejaban a la familia en que se criaba,
desde dolores de cabeza a reumatismo. Todos bebimos de aquella agua milagrosa y
creímos sanarnos de cualquier enfermedad. Lógicamente en casi todas las casas
había uno pues dada su capacidad reproductora, se fue extendiendo fácilmente de
unas familias a otras. No se recuerdan curaciones prodigiosas pero sí hizo un
gran efecto placebo que alivió la vida de muchos de los que creímos a pies
juntillas en sus beneficiosas propiedades.
Los Vareadores
Los colchones de la época eran a base de un
relleno de lana, para así lograr un fondo de calor en los días duros del crudo
invierno. Lógicamente sufrían un deterioro con su uso, consistente en el
apelmazamiento de la lana, lo que motivaba la aparición de grumos en el
interior y pérdida de solidez y comodidad. La solución a este problema era
desarmar el colchón y volver la lana a su original forma esponjosa, a base de
azotar ésta para que se soltase de su agrupamiento. Para realizar esta
operación solían acudir periódicamente por las viviendas unos profesionales un
tanto originales, llamados vareadores debido al útil con el que trabajaban que
no era otra cosa que una vara larga de avellano, con la cual golpeaban a los
grumos de lana y éstos se iban transformando nuevamente a su aspecto original similar a un plumón de
pájaro. Era muy típico ver a estos vareadores en los prados y zonas planas
realizar su labor, con sonidos silbantes procedentes de la nerviosa vara. La
operación tenía su verbo propio, derivado de la vara a “varear”. De este modo
se lograba la rehabilitación de los clásicos colchones, tan típicos de aquellos
años.
También había una operación de blanqueado
de las sábanas, consistente en disponerlas extendidas sobre la hierba, con lo
cual aumentaban su color blanco sin la ayuda del “azulete”, un modesto
blanqueador del lavado. Estas operaciones eran muy típicas y con frecuencia
podíamos ver parte de los prados ocupados por este tipo de ropa. La explicación
científica actual es lógica, se aprovechaba el oxígeno que desprendía la hierba
durante su función clorofílica y éste era el productor de tan ingenioso
blanqueo.
El Vejete Lolo
Es uno de los personajes más locales, solo
conocido por los chavales de nuestro barrio. Este buen anciano, de edad
indefinida, vivía en el Monte de Santo Domingo, con toda su familia de hijos y
nietos. Con el fin de sentirse útil era el encargado de ir a comprar la leche,
tal vez hasta
La Magina
Se paseaba frecuentemente por la zona del
barrio de Santo Domingo una anciana enjuta, enlutada, con gafas de cristales
muy gruesos y cara cadavérica. Portaba un bolso negro, grande, en el cual traía
jabón que ella misma fabricaba y que vendía a sus amistades. Esta visita
comercial solía hacerla próxima a la hora de la merienda, con lo cual sacaba
doble provecho: la venta y la manduca. Llegaba pues a la casa y una vez
aposentada en la cocina o en el cuarto de estar, abría el bolso y sacaba la
pastilla de jabón, muy bueno por cierto, de ahí su clientela fija. Una vez
fijada la cantidad y precio del producto, la visitada le ofrecía, dada la hora,
una taza de café con alguna compañía, tal vez un poco de pan pues las golosinas
no abundaban.
La Nieve
Aunque no se trate de una persona este
meteoro, puede considerarse casi un ser vivo, ya que nos acompañó en varias
ocasiones todos los años. El frío reinante durante los inviernos de los años
cuarenta fue muy duro, durísimo y aún más significativo a causa de la escasez
de alimentos y de carbón. Para nosotros los niños, la nevada suponía un
espectáculo, con aquellos copos, como trapos los llamábamos debido a su gran
tamaño y que cubrían la ciudad de un manto blanco permanente muchas veces más
de una semana. Debido a esta dificultad, con nieve de
Miss Fumo
En las ruinas de los bloques de viviendas
de
Las Carretonas
Hubo una humilde profesión muy conocida en
aquellos años en los que el reparto de mercancías era prácticamente nulo,
respecto a los productos a peequeña escala. Por tal motivo y para suplir tal
carencia aparecieron unas personas que se encargaban de transportar cosas entre
Oviedo y los pueblos cercanos. Generalmente eran mujeres mayores y del verbo
asturiano “carretar” derivó el sustantivo por el que se las conocía: las
carretonas. Estas heroicas mujeres , vestidas con ropas oscuras llevaban
ocupados de fardos ambos brazos y para aumentar su capacidad de transporte se
ponían en la cabeza una rosca de paño llamada “rodete”, gracias a la cual
podían cargar más peso con la ayuda de esta parte del cuerpo.
Solían hacer sus trayectos de ida y vuelta
tanto en los trenes del Vasco como del Norte y Económicos, pero lo más
impresionante era verlas subir fatigadas por aquellas escaleras interminables
de la estación del Vasco, características por los anuncios de color amarillo y
negro en los bordes, con el nombre de Almacenes AlPelayo.
Una vez entregado su producto en el
domicilio del destinatario, allí recibían nuevamente más encargos con el envío
de nuevos paquetes que viajaban en sentido inverso.
Con este servicio a domicilio se facilitaba
la recepción de productos hortícolas, en especial de las huertas de Grado y
Candamo
Los ladrones de carbón
El carbón era un bien no muy abundante y
muy necesario tanto en la incipiente industria como en el consumo doméstico, ya
que el tipo de cocina que se utilizaba, llamada “vizcaína”, precisaba de este
combustible para su funcionamiento cotidiano.
El reparto de este carbón familiar lo
realizaban unos profesionales con su carro arrastrado por tracción animal,
generalmente un humilde pollino y se medía en “quintales”, que era más o menos
medio saco.
El suministro masivo hacia la ciudad se
realizaba a través del ferrocarril, tanto del “Norte” como del
“Vasco-Asturiano”. En este último era muy frecuente la llegada de largos trenes
de mercancías llenos de carbón, con la superficie pintada de blanco, para
garantizar su integridad, y con vagones de pequeña garita intercalados a lo
largo de ellos, provistos de celosos guardias vigilantes armados de escopetas.
A la salida del túnel, próximo a los
talleres, que iniciaba la última parte del recorrido y allí solían apostarse
cuadrillas de profesionales del robo, se encaramaban en los vagones y con
rápidos movimientos de sus manos arrojaban parte del carbón a las vías. El
peligro era inminente pues al ser detectados por los vigilantes, se tiraban del
tren y en muchas ocasiones fueron atropellados por éste. Era muy frecuente ver
a supervivientes de este proceso montados en carros de ruedas de cojinetes, sin
las dos piernas, los cuales engrosaban al otro número de mutilados de guerra.
Lógicamente el carbón derramado era
hábilmente recogido y posteriormente vendido por las casas, lo que les
procuraba un medio de subsistencia en aquellos años de vida tan dura.
También había grupos de niños y niñas que,
provistos de un cubo y sin ninguna protección en sus manos, recogían los
pequeños trozos de carbón que solían desprenderse de las locomotoras y con ello
ayudaban a la maltrecha economía de sus familias. Se les conocía con el nombre
de “carbonerines” debido a su corta estatura y era muy frecuente verlos
caminar, con el cuerpo inclinado a lo largo de las vías del tren, en busca de
los restos carboníferos.
Don Luciano García-Jove
Este sacerdote que vivía en la calle de
Los frailes legos
En
En este modesto grupo hubo dos frailes
que fueron muy populares, uno perteneciente al propio convento y otro al
colegio.
Fray Cueto, “fray” para los vecinos,
poseía una gran humanidad y cariño fraternal para todos y vivió largos años en
este clásico convento ovetense, desarrollando sus buenas actividades frente a
los necesitados.
Fray Epifanio se dedicó a colaborar en
las tareas del colegio como vigilante de estudios. Provenía del Tercio y
apareció en Oviedo en 1948. Todos los alumnos recordamos a este nada típico
lego pues entre sus especialidades poco ortodoxas realizaba demostraciones de
lucha libre durante los recreos. Para ello se subía el hábito hasta la cintura,
se lo ataba con el rosario y desafiaba a dos o tres voluntarios, de los más
mayores a luchar contra él todos a la vez, lo que producía un espectáculo, ya
que siempre fue el ganador de las peleas.
CUATRO
LOS JUGUETES ECONÓMICOS Y
ARTESANALES
Juguetes de hojalata. Reparación. Artículos en
Ya comenté anteriormente que con excepción
de los Reyes Magos, en que nuestros padres hacían un verdadero esfuerzo por
dejarnos juguetes de importancia, durante el resto del año nos teníamos que
conformar con otros más pequeños en tamaño, calidad y precio, pero que
constituían una ilusión muy grande cuando caían en nuestras manos. En muchas
exposiciones actuales, en los que los coleccionistas nos presentan muchos de
ellos, nos asombra su fealdad y mal acabado de escala ¡ con lo maravillosos que
nos parecían !
Estos juguetes de hojalata, tanto de Reyes
como los otros, tenían la peculiaridad frecuente de poder moverse con un
resorte metálico, “de cuerda” los llamábamos, cuya duración era corta ya que al
atornillar la manecilla del resorte se producía con rapidez su rotura, lo que
motivaba que intentásemos arreglar el estropicio. Para ello levantábamos las
pestañas de los extremos de la base para llegar al trípode donde el resorte
estaba fijado y manipulábamos éste, para dejar libre el eje de las ruedas sobre
el que actuaba y así poder seguir jugando, esta vez a rueda limpia, cosa que
también era muy deseada. Cuando inventábamos montar de nuevo la carrocería
aquellas malditas pestañas se rompían siempre y ya no había manera de volver a
tener el juguete armado nunca más, con lo cual el juguete finiquitaba en
nuestras manos.
Hecho este preámbulo de muerte súbita para
muchos de los juguetes, vamos a hacer un recorrido sobre la multitud de
artículos, tanto adquiridos como manufacturados que hicieron felices muchas
horas de nuestra infancia y constituyeron la base de los juegos, que en la
mayoría de los casos eran comunitarios, es decir, se compartían entre varios
niños, de tal modo que el entretenimiento era mayor y nos enseñó también a no
ser egoístas.
Con unos pocos céntimos se podía ir de
compras hasta
Las pizarras
Eran a base de una lámina de dicho material
enmarcada con un cerco de madera vista. Este modesto objeto cumplía dos
funciones, una era didáctica, que correspondía al equipaje del colegio y en
ella realizábamos todo tipo de actividades escritas, tal vez para ahorrar
cuadernos, tan escasos en aquellos años. Lógicamente la invectiva infatil
procuraba sacar partido de esta pequeña propiedad que caía en nuestras manos y
así servía para que realizásemos en ella nuestros primeros escarceos
artísticos, con dibujos y garabatos que nos servían de gran distracción. ¿Quién
no recuerda aquel dibujo numérico que hacíamos simultáneamente al recitado en
alta voz “con un seis y un cuatro hago tu retrato”? También nos servían para producir sonidos chirriantes; raspando
el pizarrín con cierto ángulo se producía un ruido penetrante que incluso daba
dentera a los presentes. Repito otra vez la selección del material del
pizarrín, que el más común era a base de pizarra pero había otros más selectos,
menos rudimentarios, cuya textura era suave y de color blanquecino, que lo
conocíamos por “pizarrín de manteca” y que lógicamente era el preferido por
todos.
Plumines y plumieres
La escritura con pluma estilográfica tardó
años en lograrse y eran escasos los muchachos que poseían una, que para colmo
solían estropearse pronto. La base de la escritura era el típico palillero en
el que se introducían los clásicos plumines. Estos plumines eran variados,
incluso con formas y gruesos adecuados para los cuadernillos con letra gótica.
Los más comunes tenían una hendidura central, lo cual motivaba que la punta de
la escritura se abriera más de lo necesario, siendo inservibles en poco tiempo.
La calidad de éstos fue apareciendo poco a poco y así en la clasificación de
los más comprados era la marca Irinoid la primera con ventaja al resto de sus
competidores. En ocasiones teníamos una caja de madera lisa y alargada, el
plumier donde poder guardar la goma de borrar, los plumines con su palillero y
los lápices. Estos plumieres tenían también sus categorías dependiendo
lógicamente de su precio, desde el más económico a base de un compartimento
único hasta el más caro con tapas decoradas y multitud de divisiones interiores
para clasificar sus contenidos.
Los plumines tenían también otras
aplicaciones menos didácticas tales como servir de herramienta mediante su
punta para hacer modestos tatuajes en el dorso de las manos, utilizando para
ello tintas de colores e incluso para clavarlos en el abdomen de algún
moscardón y observar su lento caminar provisto de tal accesorio.
Los trenes
No puedo reseñar aquí nada sobre los trenes
con resorte y los trenes eléctricos, tan difíciles de poseer y tan conocidos
por los coleccionistas en la actualidad y que debido a su categoría están
alejados de este recuerdo.
Para suplir su carencia buscábamos
afanosamente en los pequeños desperdicios domésticos las latas de conserva
vacías de sardinas y atún. Ambas latas eran planas y alargadas, como las
actuales, y con ello adecuadas para ser transformadas en vagones de mercancías.
Desprovistas de las tapas y haciéndoles un agujero en ambos extremos, se unían
entre si con un trozo de cuerda, siendo este mas largo en la lata que hacia el
papel de locomotora, con el que cogido el extremo del cordel con la mano,
servía para mover aquel tren tan maravilloso, que hacíamos circular por aceras
y calles y como eran de mercancías se rellenaban los vagones con arena,
piedrecillas y palos, de modo que para nosotros aquel artilugio fue durante
mucho tiempo un tren casi de verdad.
El fútbol
Los juegos de este deporte eran muy
corrientes de realizar en plena calle, ya que los coches brillaban por su
ausencia y por lo tanto éramos los dueños absolutos de esta zona. Lo malo era
que la posesión de una buena pelota o un balón era prohibitivo y teníamos que
recurrir a otros modelos, más económicos o artesanales. El más económico era
una pelota hecha de badana y rellena de serrín de madera, lo que ocasionaba
que, pese a su pequeño tamaño, fuera muy pesada y como la badana se deterioraba
pronto en su erosión sobre el suelo de la calle, al final duraba poco tiempo.
La otra opción, muy barata, era hacer la pelota con trapos y cordel. Había
verdaderos artesanos especialistas en esta manufactura, siendo lo más difícil
encontrar los trapos pues por entonces nadie los tiraba, de modo que teníamos
que pedir en nuestras casas algún retal inservible.
Lograda la materia prima comenzaba la
fabricación propiamente dicha, prensando
los trapos mojados en forma esférica y
alcanzado el tamaño deseado, se remataba con cordel fino, de Bramante se
llamaba, lográndose así una pelota, que lógicamente duraba solo una tarde. Su
muerte era gloriosa pues comenzaba por la rotura y pérdida del cordel y
lógicamente el desmembrado de los trapos, pese a lo cual proseguía su uso hasta
que su deterioro impedía continuar. En ese momento el juego se suspendía y los
restos de la pelota se guardaban para el día siguiente en el que con nuevas
aportaciones de trapos y cuerda se recomponía y volvía una vez más a cumplir su
destino.
El Cascayu
Era un juego que servía tanto a niñas como
a niños. Consistía en cinco o siete
rectángulos enlazados, pintados con tiza si la superficie era de
cemento, o con una línea profunda si era en zonas arenosas. Con un trozo de
piedra plana comenzaba el juego, depositando ésta en el primer rectángulo y
pasándola posteriormente al siguiente únicamente con la ayuda de un pie y el
otro mantenido en alto. Cada rectángulo consecutivo tenía mayor dificultad en
los movimientos que había que realizar sobre él, de manera que el jugador que
fallaba era eliminado y comenzaba el juego el siguiente competidor. Como había
muchos especialistas el juego se iba complicando pues una vez superados todos
los rectángulos comenzaba otra vuelta sobre ellos, esta vez con mayores dificultades
añadidas. En ocasiones el cascayu era para un jugador solitario, así que servía
también de entretenimiento individual y de paso como entrenamiento.
Los cigarrillos de manzanilla y tabaco
Aunque ya se citó este tipo de
entretenimiento conviene recordarlos una vez más ya que nuestra apetencia por
imitar a los mayores implicaba que los comprásemos frecuentemente en los
comercios especializados de
Lógicamente eran inofensivos y por lo tanto
permitidos pero también nos servían de tapadera para fumar cigarrillos de
verdad. Si teníamos dinero, cosa poco probable, comprábamos algún pitillo
suelto de los más baratos, Los Ideales. Aquellos cigarrillos eran pura
dinamita, con su envoltura de papel amarillo y su contenido heterogéneo, casi
siempre lleno de nervios de las hojas
del tabaco, estacas las llamábamos, que si no apagabas el cigarrillo,
producían un olor y sabor de lo más desagradable. Cuando el pecunio era escaso
recurríamos a un proceso asqueroso consistente en recoger colillas del suelo,
abrirlas y mezclar su contenido hasta lograr la cantidad requerida para surtir
a todos los ansiosos fumadores.
La técnica de las colillas se aprovechaba
también por las personas mayores, pues las cigarreras vendían simultáneamente
este tipo de tabaco, que tenía un poco más de higiene que el nuestro, pues lo
habían sometido a un lavado previo antes de proceder a su venta.
Artículos pirotécnicos
Uno de los entretenimientos más deseados
consistía el hacer explosionar una serie de materiales de fácil adquisición,
tanto por su abundancia como por su precio. La tienda más frecuentada para
estos menesteres era la de Nicanor, ya que este venerable anciano disponía de
un surtido variado de “bombas”, restallones”, “petardos” y “voladores”.
Las bombas eran unos pequeños envoltorios
que al tirarlos con fuerza sobre el suelo de cemento o losetas, producían una
explosión. Los más económicos eran a base de un pequeño abultamiento, como de
0,5 cm3, que estaba forrado con papel de color chillón y una pequeña
prolongación, por la que se cogía y se hacía su tirada. De mayor precio era
otro modelo, este en forma de cilindro deformado, de unos
Los
“restallones” estaban formados por una tira de papel basto, sobre el cual iban
depositados unos pequeños semicírculos abultados de color marrón rojizo. Se
compraban por unidades o por tiras completas y para utilizarlos se separaba uno
de ellos, cortando el trozo de papel correspondiente, y se raspaba sobre una
piedra o pared y el restallón comenzaba a originar pequeñas explosiones hasta
que finalizaba el material que los producía. Muchas veces los frotábamos con
suavidad en las paredes de los pasillos de nuestras casas cuando ya era de
noche y dejaban un rastro fosforescente que era muy apreciado por nosotros pero
la diversión duraba solamente una noche
ya que al día siguiente la pared estaba llena de los arañazos que habíamos
producido y por tanto la regañina y posterior prohibición estaban aseguradas.
Los
“petardos” eran también de varios tamaños, según su precio. Los más económicos
y por tanto lo tanto los más utilizados, eran unos cilindros de cartón, de unos
Los “voladores” eran similares a los
utilizados en las fiestas veraniegas, pero lógicamente a escala muy reducida.
De este surtido pirotécnico estos “voladores” eran los menos preferidos, tal
vez porque la relación diversión-precio no era la adecuada.
Cariocas
También jugábamos con unas cintas de papel
de tipo seda, papel pinocho se llamaba, con una bolsita pequeña de tela en su
extremo, llena de arena blanca y con un cordel bramante atado a ésta, para
poder girar el conjunto y simular círculos en el aire de colores chillones. Se
conocían por los nombres de “carioca” y “serpentina” y se vendían en muchas de
las tiendas de materiales infantiles ya descritas anteriormente a un precio muy
módico, por lo cual eran muy solicitadas.
Pistolas con pinzas
Aprovechando
las pinzas de madera para tender de la ropa en nuestras casas hacíamos unas
modestas pistolas, capaces de disparar granos de maíz o cualquier semilla
aplanada. Para su manufactura se desarmaba una pinza y con el muelle metálico
se montaba un resorte, que se fijaba en una de las partes aprovechando las
muescas existentes en dicha pinza. Posteriormente se encajaba sobre las dos
piezas de apretar la ropa de la otra pinza y estas cumplían la doble misión de
sujetar el conjunto de la pistola y la semilla-proyectil. La recarga se hacía
con la otra parte de la pinza desarmada, de modo que con la zona plana de ésta
se empujaba el resorte del muelle hasta su respectiva muesca. Este modesto
juguete era muy utilizado, tanto en batallas personales, en las que el golpeo
de la semilla en cualquier parte del cuerpo significaba “muerto”, como para
disparar en forma de catapulta con la pieza cargadora en batallas con soldados
recortables.
Gomero- Forcau
Existían unos artilugios menos inocentes
que también eran artesanales. El gomero se hacía con una goma elástica de
oficina sujeta a un soporte de alambre en forma de “U” y con la parte inferior
alargada para servir de agarradera. Los proyectiles eran a base de papel
enrollado y doblado en uve, de modo que se introducía la goma en su base aguda
interna y se cogían con dos dedos las dos partes de la uve del papel, se
estiraba ésta hacia atrás y al soltarlo bruscamente el proyectil salía
disparado con la suficiente fuerza como para hacer un pequeño daño si alcanzaba
la cara de algún despistado. También era muy utilizado en batallas “en serio”
con soldados recortables, pues debido al fuerte impacto que recibían, estos
soldados quedaban destrozados e irrecuperables. Debo añadir que en alguna
ocasión se sustituyó el proyectil de papel por una horquilla metálica, que
silbaba al salir del gomero y tenía ya un peligro máximo pues su impacto era
terrorífico. Afortunadamente esta variación no fue de uso generalizado ya que
solo conocíamos esta unos cuantos “inocentes angelitos”.
El hermano mayor era el Forcau, que se
construía con un diseño similar pero el soporte era de madera, las gomas de
cámara de rueda y una badana en la parte central de éstas para situar el
proyectil, que en este caso era una piedra tipo canto rodado. Había verdaderos
artistas en disparar con este sistema, incluso se permitían el lujo a ir de de
caza a pájaros, lo que sirve de prueba de su habilidad. Los forcaos se
utilizaban también en las peleas entre chavales de un barrio contra otro; en
especial eran muy temidos los que habitaban en
Muñecos en el techo
Un entretenimiento, tanto doméstico como de
sala de estudio del colegio era pegar un muñeco de papel en el techo de
cualquiera de estos lugares. Para ello con una cuartilla o una hoja de cuaderno
se doblaba por la mitad y cuidadosamente se recortaba a mano el perfil de un
monigote, con los brazos y piernas extendidos. A continuación se masticaba un
buen trozo de papel hasta hacer una papilla pegajosa bien ensalibada. Lograda
ésta, se unía la cabeza del monigote mediante un hilo de coser a la bola pegajosa
del papel masticado y se tiraba con
fuerza dicha bola hasta el techo. Si estábamos en casa el asunto no pasaba de
ahí pero si lo hacíamos en el colegio, aprovechando la distracción del
vigilante del estudio, el número de monigotes era mayor ya que había un buen
contagio entre los aburridos estudiantes y lo peor sucedía cuando los susurros
alertaban al vigilante, ya conocedor de este entretenimiento, lo cual producía
indefectiblemente el correspondiente castigo, bien corporal o de prolongación
de la estancia en el horario del colegio.
Soldados recortables
Como sustitutivo de los soldados de plomo,
que siempre escaseaban en nuestras manos, teníamos a nuestro alcance, por un
precio super-económico, los soldados y vehículos recortables en láminas de
papel. Nuestros favoritos eran los de la marca “
Con
estos soldados, implementados con algún vehículo, montábamos unas batallas
reales; si éramos cuidadosos solo eran con la utilización de chapas o botones
como proyectiles al ras del suelo pero si queríamos una batalla real…valía
todo, desde terrones que estallaban como bombas hasta pedradas con forcau, allí
todo valía pero este entretenimiento real traía consigo la pérdida de casi todo
el ejército de papel. El final apocalíptico era de tipo funeral Vikingo pues
los supervivientes se colocaban en fortificaciones hechas con palos de madera y
algún petardo entre sus astillas, comenzando entonces el encendido de este
conjunto, que hacía volar por los aires el circuito fortificado y reducía a
cenizas a los pobres supervivientes de las batallas anteriores.
Mariquitas
Las niñas también tenían los modestos
juguetes que sustituían a las muñecas de verdad y eran unas muñequitas
recortables con una gran variedad de vestidos y sombreros. La muñequita venía
en paños menores, de lo más decente lógicamente, acompañada también por
hermanitos. Los vestidos tenían dos pestañas en su parte superior, que se
doblaban y colocaban sobre los hombros de la “mariquita”, que era el nombre por
el que se solía conocer a estos recortables femeninos. De esta manera el
surtido de vestidos era intercambiable y las niñas podían jugar así, con mucha
imaginación, a que tenían en sus manos a la inalcanzable Mariquita Pérez con
todo su lujoso vestuario, sustituyendo el armario ropero por “el libro ropero”,
que mantenía los trajes estirados y sin defectos que alterasen su postura.
Juegos con animales
Las travesuras infantiles se concretaban
muchas veces en martirizar a algunos de los seres vivos que tenían la desgracia
de cruzarse en nuestro camino.
Para lograr algún pájaro vivo,
especialmente los gorriones, utilizábamos liga y guindones. Con la liga era más
probable que la pobre ave sobreviviera hasta caer en nuestras manos ya que los
guindones los solía matar por asfixia o desnucamiento. Total, una vez en
nuestro poder la inventiva era bastante desarrollada pues los que sobrevivían
eran sometidos a crueles experimentos científicos, tales como atarles una
cuerda en una pata con un trozo de papel en el otro extremo de ésta y observar
su vuelo meteórico hasta que se enredaba en algún saliente del tejado de la
casa más próxima. Otro experimento consistía en cambiar el color del plumaje
mediante inmersión en un baño de tinta verde o roja. Ya seco, el pobre pájaro
escapaba hacia lo que el creía que era la libertad pero su ilusión se
fragmentaba al acercarse a sus congéneres de la misma raza, pues al tener otro
color no era reconocido como individuo común a ellos y la emprendían a
picotazos hasta expulsarlo de su compañía. Este proceso era seguido con toda meticulosidad
por nuestra parte, orgullosos del éxito alcanzado con este experimento
biológico.
Otro entretenimiento esporádico era la
separación de dos perros apareados. Es bien sabido que los perros, una vez
realizado su coito, quedan pegados ya que el pene del macho se inflama
demasiado y no es posible separarse de la hembra hasta pasada casi una hora.
Pues bien, cuando encontrábamos a una pareja de canes en tal trance, nos
acercábamos a ellos provistos de un palo y aprovechando la posición en la que
se encontraban, culo con culo, les pegábamos un buen golpe con dicho palo
justamente en el centro de ambos traseros, lo que motivaba una separación
brusca de la pareja seguido de unos alaridos de gran potencia emitidos por el
pobre macho.
Como colofón de estas terribles travesuras
no faltó tampoco la clásica lata de conserva atada a la cola de algún pobre
perro y que suponía una desenfrenada carrera del pobre animal, seguido por los
“angelitos” que habíamos realizado tal proeza.
Los sapos tenían su suplicio privado
consistente en “sapiar” al pobre bicho. La prueba consistía en poner al sapo en
el extremo de una tabla alargada que estaba soportada sobre un trozo de piedra
en el centro, a modo de columpio. Situado el sapo en dicha posición, se
golpeaba bruscamente el otro extremo en la tabla con un palo grueso. El impulso
de este efecto hacía que el sapo saliese despedido por el aire con las cuatro
patas extendidas y aterrizase de esa guisa, con un fuerte golpe de panza que lo
dejaba inconsciente, repitiéndose el proceso hasta que quedaba definitivamente
muerto. De este juego se estableció la palabra “sapiazo” para expresar alguna
caída al suelo de alguno de nosotros, cuando jugábamos a otros juegos
diferentes y que se parecía a la del pobre sapo.
También era frecuente en los días de lluvia
la caza de sacaveras (salamandras), de gran tamaño y de colores negro y
amarillo. Estos inocentes reptiles tienen un aspecto asqueroso pero son
totalmente inofensivos. Nosotros nos basábamos más en su aspecto que en su
conducta y en cuanto veíamos alguna era instantáneamente aplastada a base de
pedradas y en ocasiones, me avergüenza decirlo, las impregnábamos en alcohol y
las quemábamos vivas.
Patinetes y carros de cojinetes
Estos dos juguetes eran muy apreciados y
lógicamente de los más deseados pues no era fácil disponer de los materiales
básicos para su construcción: los cojinetes metálicos. Hay que tener en cuenta
que estos artilugios móviles eran construidos por nosotros mismos, sin ayuda de
los mayores, por lo cual a la escasez de todos sus componentes se unía la
dificultad operativa por parte de sus futuros poseedores. Tal como cité la base
para la fabricación de estos juguetes tan importantes, era disponer de los
cojinetes metálicos necesarios, dos o tres para el patinete y tres o cuatro
para el carro. Estos cojinetes solo se podían conseguir en los talleres de
reparación de coches y camiones, por lo que era necesario conocer a alguna
persona que trabajase en ellos, generalmente un aprendiz, que rebuscase entre
la chatarra de desperdicios del taller y encontrase estas piezas tan
codiciadas. Este personaje era muy avispado y conocedor de la demanda de estos
productos a los que él tenía acceso y lógicamente pedía un precio por ellos, en
función de su tamaño, y características ya que había unos cuyos rodamientos
estaban casi a la vista y otros que los tenían protegidos por una pieza de
aleación metálica de color dorado, que ocultaban las bolas, con lo cual eran
más resistentes a los golpes y evitaban la penetración de arena y piedrecitas
en su interior. A este último modelo, el más valorado y por tanto el más caro,
lo llamábamos “americano”, adjetivo que en aquellos años significaba la máxima
calidad.
Los patinetes eran de modelo similar a los
que vendían en las jugueterías pero lógicamente de aspecto muy rústico.
Generalmente se construían de dos ruedas, de las que de la parte posterior
sobresalía ligeramente de la base de madera y llevaba adosada por encima una
tira de cuero, que al pisarla servía de frenada.
Los carros eran ya otra cosa más
importante, en tamaño y calidad. Su base era un armazón con barrotes de madera,
en forma rectangular, sobre el que iban clavadas las tablas, de modo que su
aspecto era de una superficie plana, sobre la cual irían sentados los futuros
viajeros. Había carros de tres ruedas para dos o tres plazas y otros de cuatro
ruedas para tres a seis plazas. En ambos casos las dos ruedas traseras llevaban
las palancas del freno, a base de una barra giratoria pequeña de madera con una
pieza de goma clavada en tal posición que al girar, la barra se apretaba sobre
la rueda, produciendo incluso chispazos cuando la frenada era brusca.
En los carros de tres ruedas se
seleccionaba el cojinete de mayor tamaño y calidad para la parte delantera, que
consistía en una pieza de madera en cada lado de la rueda, que soportaba el eje
sobre el cual iba dicha rueda. Ambas piezas estaban clavadas a la barra que sostenía
la base anterior del carro, cuya barra tenía también la misión de hacer el giro
del carro durante su desplazamiento. Para lograr este movimiento de la barra,
esta iba fijada a la base de madera mediante un tornillo pasante, que obteníamos
de los restos del jergón de alguna cama.
El carro de cuatro ruedas tenía dos ejes y
el delantero, con las dos ruedas en su exterior, también tenía movimiento
giratorio, con la misma fijación central de tornillo grueso.
En ambos modelos el conductor iba sentado
en primer lugar, con los pies en los extremos de la barra y las manos sujetando
una cuerda que estaba fija en ambos extremos. A continuación se sentaban a
horcajadas el resto de los pasajeros y el que iba en último lugar era el
encargado del freno.
Los carros se hacían correr en plena calle
o en las aceras que tuviesen suficiente pendiente para permitir su veloz
deslizamiento cuesta a bajo y a plena carga, con el único obstáculo de la
súbita aparición de un guardia urbano, que nos hacía parar en el acto y nos
amenazaba con llevarnos al “Cuartón” si no retirábamos el carro.
Estos vehículos, tanto patinetes como
carros, permitían disfrutar de un lujo que pocos teníamos pues el descenso a
tumba abierta en zonas con baches producía un verdadero sorteamiento de peligro
y muchas veces el aguerrido conductor hubo de ser asistido en
La Chatarra
Ya se ha recordado en parte, respecto a los
profesionales que buscaban restos de metales y materiales para ser
posteriormente vendidos en los establecimientos del ramo. En nuestro caso, a
pequeña escala, también procurábamos su búsqueda para sacar algún provecho
económico. No obstante, cuando teníamos la suerte de encontrar “peines”
completos con balas de fúsil sin usar, la ventaja era doble ya que aparte de su
posterior venta, desmontábamos hábilmente el conjunto casquillo-bala y así
teníamos la bala para jugar como proyectil en batallas con soldados recortables
y la pólvora del cartucho metálico, que una vez vaciada de éste, nos servía
para dejar impreso nuestro nombre en cualquier superficie dura. Para ello
dibujábamos con la pólvora las correspondientes letras y después, al quemarla,
quedaban nuestras letras impresas en negro y duraderas varios días, lo que
constituía un orgullo para cada autor de tal proeza.
Los casquillos vacíos los volvíamos a
llenar con arena prensada y machacábamos la parte superior para que no se viese
tal truco, sumamente inocente pues el comprador de la chatarra nos estafaba
después tanto en el peso como en el precio.
Recordaré una vez más que también nosotros,
en nuestra búsqueda de materiales vendibles, escarbando en las ruinas, nos
encontramos más de una vez huesos alargados, que resultaban ser restos humanos
de algún pobre soldado desaparecido en combate.
Juegos alimenticios
Nuestra alimentación era escasa, lo poco
que nuestros pobres padres podían ofrecernos. Baste recordar aquellos bollos
del pan de racionamiento, de color oscuro y de textura y aspecto heterogéneos
debido a la mezcla de materiales de que estaban hechos, excepto de harina de
trigo. También el azúcar era en terrones sin refinar, de color marrón oscuro; y
no digamos nada sobre el pobre chocolate, hecho a base de algarroba y que se
desmoronaba fácilmente en nuestras manos. Su unidad era la “libra” y venía
dividido tal como hemos visto en partes rectangulares que se llamaban “onzas”
por lo que nuestra merienda era muchas veces “pan con una onza de chocolate”.
Pues bien, a esta común escasez nosotros respondíamos procurándonos unos
alimentos que la naturaleza o los agricultores ponían a nuestra disposición.
Teníamos de esta manera pequeños ágapes a base de moras de zarza, boliche que
era una especie de trébol que crecía en los maizales, mazorcas tiernas que
cogíamos con gran peligro por el enfado de sus dueños, avellanas con su
“garapieyu”, castañas y otras delicias imaginativas tales como “jamón”, que
eran brotes tiernos de las guías de las sebes y “paninos”, un pequeño fruto en
forma octogonal que producía una planta rastrera que abundaba incluso en los
laterales de las calles. Si las circunstancias lo permitían también,
asaltábamos alguna huerta en busca de “arbeyos” sin formar y madurar, por lo
que tenían un sabor muy agradable y calmaban nuestros poco delicados estómagos.
No obstante, debido a tales originales manjares, era frecuente que sufriésemos
fuertes diarreas, “cagalera” como llamábamos a tal indisposición.
El aro y la comba
Constituían ambos dos modestos juguetes
para el entretenimiento de niños y niñas.
El aro podía ser de dos materiales
distintos: madera y varilla de hierro. Los aros de madera tenían una vida muy
limitada pues la humedad los deformaba y prontamente se despegaban por la parte
de unión, lo cual motivaba en ocasiones un movimiento poco armónico y el
abandono posterior del juguete. Para hacerlo girar estaba provisto de un palo
que a su vez servía para corregir su alocada trayectoria ya que al no tener
soporte de sujeción se desbocaba cuesta abajo y era por lo tanto muy frecuente
ver a niños y niñas correr tras su díscalo juguete.
Los mejores aros se conseguían con los
fabricados con tubo de hierro, que al ir soldados no se alteraban ni con el uso
ni con los agentes atmosféricos. Tenían una guía, también de alambre metálico
que impedía su fuga y permitía grandes habilidades, ya que, introducido su
extremo curvado en el interior del aro, se podía frenar y acelerar su macha,
por lo cual los poseedores de tal juguete, que no se vendía en tiendas como
sucedía con el aro de madera, manifestaban su orgullo al efectuar sus
demostraciones acompañado por el típico sonido que producía el roce de la guía.
La comba también podía ser de adquisición
en tiendas o fabricación casera. Lógicamente había una notable diferencia entre
ambas ya que la comprada era gruesa, multicolor, suave al tacto y estaba
provista de empuñaduras de madera en los extremos, con una semiesfera metálica
llena de trozos también metálicos, que producían un sonido tipo cascabel al
mover la comba. La otra lógicamente era un trozo de cuerda con varios nudos en
los extremos para su agarre.
En ambos casos se empleaban
fundamentalmente para el salto con variaciones de una o dos piernas y
acompañando el movimiento con alguna canción.
Una similitud al juego del aro era una
rueda situada en el extremo de un palo y con este modesto artilugio recorríamos
distancias considerables, simulando que conducíamos algún vehículo que
solamente existía en nuestra imaginación.
El caballito de cartón
Muchas veces disfrutábamos de la entrañable
compañía de este modesto juguete, construido de cartón piedra y de varios
tamaños, según su precio, por lo cual era el más enano el que frecuentaba
nuestros juegos. Las patas de este caballito estaban pegadas en una base de
madera provista de ruedas para facilitar su movimiento al atarlo con una
cuerda.
Además de este modelo existía también otro
más dinámico, consistente en una cabeza de caballo también de cartón-piedra
sujeta a un palo largo que tenía en el otro extremo una ruedecilla. La cabeza
estaba provista de riendas, de modo que montando sobre el palo, con un ángulo
de 45º, las riendas en una mano, un sombrero de papel de periódico en la cabeza
y una espada artesana de madera en la otra mano, nos transformábamos en
soldados de caballería y nos pegábamos las grandes galopadas.
La duración de estos caballitos era corta
ya que su material de construcción tenía una endeblez muy grande y por otra
parte si la lluvia mojaba el cartón, la figura se abollaba y deshacía con suma
facilidad, con lo cual únicamente sobrevivía el resto de madera, que en ambos
casos permitía aprovecharlos para otros juegos diferentes.
El muñeco musical
Durante las romerías, fiestas locales e
incluso en la misma plaza de El Fontán aparecía a la venta un curioso muñeco
artesanal. Sus fabricantes eran también los propios vendedores sin
intermediarios.
Este muñeco era muy rústico y de pequeño
tamaño, unos
En su interior esta pieza característica de
los brazos estaba unida a una gomita, que la tensaba hacia arriba y a una
cuerdecita que sobresalía por el hueco inferior del muñeco. En su espalda se
adosaba, perpendicular al cuerpo, una flauta pequeña de un solo agujero y en la
parte frontal el muñeco portaba un tambor, que al accionar la cuerdecita hacía
sonar mediante los golpes rítmicos realizados con los movimientos de los brazos
y producía así un sonido peculiar.
El vendedor de tal prodigio voceaba su
producto gritando “Aquí está don Nicanor tocando el tambor” acompasándose del
ritmo del tambor, hacía sonar la flauta con alguna de las melodías de moda.
La cuestión era que, encandilados por tal
prodigio musical, éramos muchos los que comprábamos este modesto juguete, pero…
algún truco debía de tener pues cuando soplábamos la flauta solo nos salía un
pitido estridente que nada se parecía a los emitidos por el vendedor y pese a
nuestro empeño no logramos entonar ninguna sonoridad agradable.
CINCO
JUEGOS PERIÓDICOS ANUALES
Coincidencias
en la geografía. Los cromos: lo tengo, no lo tengo. Los gusanos de seda. Las
chapas de botellas. Los juegos comunes. Cuchillo-tijera-ojo de buey. Luz. Mula.
Las canicas. Las peonzas.
Hay que hacer una distinción entre los
juegos y juguetes artesanales que frecuentemente nos acompañaban y otros que se
nos presentaban todos los años, sin saber el motivo, en ciertos meses y que
constituían una novedad en la rutina de nuestros entretenimientos. Aunque estos
recuerdos están localizados en nuestra querida ciudad de Oviedo, he de
manifestar una coincidencia del tipo de estos juegos periódicos tanto en el
resto de Asturias como en diversas partes de la geografía española, tal como he
comprobado al evocar esta peculiaridad de ciclos anuales con amigos de
Salamanca, Valladolid, Madrid y Málaga, es decir en una distancia del Norte a
Sur, en los que muchos de los juegos que ahora vamos a recordar, también fueron
comunes a otros niños de lugares lejanos y casi en la misma etapa de anualidad.
Es una coincidencia muy extraña, tal vez telepática, pues en aquellos años la
movilidad era nula, permanecíamos anclados en el mismo lugar, y no digamos nada
sobre posibles comunicaciones orales pues las conversaciones telefónicas
brillaban por su ausencia. Al igual que los juegos ya relatados, también los de
este capítulo se realizaban en plena calle, donde acudíamos los niños y niñas
en busca de compañía y amistad, utilizando muchas veces juegos muy compartidos,
lo que influyó muy de veras en nuestra educación de adultos ya que el juego
individual era prácticamente inexistente, tal como comprobaremos en las
siguientes páginas.
Los cromos: lo tengo, no lo tengo
Las colecciones de cromos eran muy
frecuentes, basadas casi siempre en dos motivos: fútbol y películas de cine.
Los cromos se adquirían en las tiendas especializadas y había automáticamente
una valoración de los números escasos. Lógicamente el editor procuraba que
algunos cromos fuesen difíciles de encontrar y de este modo la venta se
disparaba ya que se compraban muchos sobres con la ilusión de obtener los
números en blanco del álbum para completar éste. Había trueques en sencillo, es
decir, cromo por cromo, pero si era uno difícil había que pagar entre 20 y 30
cromos diferentes. Éste era un trato tácito, nadie se creía engañado por el
cambio pues en cualquier zona de la ciudad y en todos los colegios el valor de
los cromos escasos era indefectiblemente el mismo. Ante la imposibilidad de obtener
los cromos que escaseaban, se podía recurrir a la propia editorial, enviando el
precio que ésta fijaba en sellos de correos y de esta manera nuestra anhelada
colección podía completarse.
Había cromos de gran calidad, colorido y
temática a base de fútbol, animales, aviones, etc. Otros con las películas de
Walt Disney y otras menos infantiles, en especial “Robin de los bosques”
“Policía montada del Canadá” “Mujercitas” “El doctor Satán” y “El Halcón y
Había también otros cromos, éstos
troquelados y que se vendían en láminas, con los cuales se jugaba entre varios
niños, poniendo cada uno un cromo boca abajo y comenzando el juego a voltear
alguno de ellos con golpes de mano ahuecada, apropiándose cada jugador de los
que podía voltear y cuando se acababa el montoncito se volvía a poner otro
cromo por participante, con lo cual alguno se quedaba sin sus cromos y
procuraba ser más diestro en la próxima ocasión.
Los gusanos de seda
Lógicamente estos simpáticos gusanos
estaban obligados a pertenecer a estos juegos periódicos debido a su ciclo
vital.
Allá por la primavera estallaban los
huevecillos guardados celosamente desde el año anterior y nacían unos
minúsculos seres de unos
La cría continua, sin este atajo vital,
implicaba la ya citada escasez del alimento específico lo que nos obligaba en
muchas ocasiones a sustituir la morera por otras hojas, tal como lechuga. Esta
alteración alimenticia les producía a los pobres gusanos la aparición de un
color oscuro, acompañado de una diarrea que muchas veces producía la muerte de
toda la colonia y solo alguno de los más grandes hacía presuroso un débil
capullo, futuro ataúd de la pobre crisálida. Pese a estas dificultades, cuando
lográbamos obtener un ciclo adecuado, con buena alimentación, era muy agradable
destapar la caja todos los días hasta encontrar de pronto alguno de ellos
haciendo el capullo. Tras esta espera venía otra, la de la aparición de las
mariposas y que en ellas hubiese machos y hembras, éstas de mayor tamaño.
Cuando observábamos el apareamiento ya sabíamos que tendríamos el premio de los
huevos, que recién puestos eran abultados y de color amarillo, transformándose
en gris azulado y aplanados a los pocos días de su puesta.
Venía a continuación la delicada tarea de
guardar la cosecha de huevecitos hasta el año siguiente, con un doble peligro,
por una parte olvidar dónde los habíamos guardado y por otra que nos dejásemos
llevar por nuestro instinto destructivo y los estallásemos uno a uno, tal vez
como experimentación científica.
Las chapas de botellas
Una buena colección de chapas significaba
poseer los materiales necesarios para lograr dos buenos entretenimientos:
carreras ciclistas y partidos de fútbol. La calidad de ellas dependía del
envase de su procedencia y en el primer lugar de aceptación eran las escasas
que tapaban los botellines de vermut Martini Rossi y Cinzano, ya que por
entonces estas chapas tenían troqueladas estas marcas en su base, por cuyo
motivo poseían unas propiedades de adherencia idóneas para los juegos en que
iban a ser empleadas.
Las carreras ciclistas constituían un juego
apasionante. Su comienzo era simultáneo a la aparición de una colección de
cromos que aparecían invariables a través de los años, en los que venían los
retratos de los ciclistas más famosos en un círculo de su parte central
enmarcado por las cubiertas cruzadas de una rueda de bicicleta y el
correspondiente nombre en su parte inferior: Fermín Trueba, Manuel Cañardo,
Dalmacio Langarica, Julián Berrendero, Delio Rodríguez, Gino Bartali... hasta
un total de 48 corredores, por lo cual el álbum era fácil de completar.
Aprovechando esta colección recortábamos las fotos y se fabricaban los
ciclistas. El montaje era artesanal y en la mayoría de los casos una verdadera
obra de arte. Para ello se sacaba la pieza interior de corcho de la chapa y se
ponía la foto del ciclista, que era del mismo diámetro de la chapa, en el
interior de ésta, después se recortaba hábilmente un cristal con un artilugio a
base de un alambre doblado y con una parte libre en la que se metía el cristal y
se comenzaba a partir aristas hasta lograr un círculo completo. Se colocaba el
disco de cristal sobre la cara del ciclista y ahuecando la parte del centro de
la pieza de corcho se introducía ésta en la chapa, de modo que servía de
soporte y embellecedor del conjunto. Si había suerte y teníamos masilla de
cristalero, el borde se rellenaba con ella, de tal modo que la calidad de la
chapa-ciclista era mejor. Incluso se podía mejorar aún más con una anilla de
latón en la parte cental de dicha masilla.
La carrera se hacía a base de pintar con
tiza blanca en las aceras una carretera, con curvas, obstáculos y pinchazos,
siendo penalizado el corredor que caía en alguno de ellos con pérdida de
tiradas sin jugar. El movimiento de la chapa se hacía con un golpe del dedo
índice presionado sobre el pulgar y abierto bruscamente. Solamente servía la
tirada en la que la chapa quedaba en el interior de la pista y sin salir de
ésta durante su movimiento.
En cuanto a los partidos de fútbol, la
preparación de la chapa difería ya que se jugaba con ésta invertida, con la
base hacia arriba y en la cual se pegaba la foto del futbolista. El juego tenía
sus normas de obligado cumplimiento y el balón solía ser una bola pequeña de
piedra, “china” se llamaba. En este caso el juego solía realizarse en la parte
arenosa de la calle. Como mejora de los jugadores se utilizaban también botones
grandes, lo que suponía más calidad en la presentación de los futbolistas. Hay
que destacar que no era corriente disponer de los cromos de jugadores de fútbol
con tanta facilidad como los de ciclistas.
Los juegos comunes
Había en la época de primavera-verano una
serie de juegos en los que la mezcla de niños y niñas era más frecuente y se
producían con mucha ingenuidad, sin malicia, pero con la excitación típica que
siempre se ocasiona ante un ligero roce o las miradas tiernas. Uno de los más
típicos, copiado de los mayores, era el de las prendas. En él cada uno de los
participantes daba un objeto personal al encargado de organizar el juego, “la
madre”, comenzando ésta por indicar inicialmente la tarea a desarrollar por el
poseedor de la prenda que se iba a sacar. El seleccionado cumplía su
obligación, que muchas veces era una canción o elegir novia, etc. Así
continuaba hasta finalizar la extracción de todos los objetos.
En otro juego los niños y niñas se sentaban
en el suelo y tras un sorteo se elegía al llamado “conejo”. Éste se alejaba del
círculo y el resto de los niños entonaba una canción que decía: “el conejo no
está aquí / se ha marchado esta mañana / por la tarde ha de venir, / ¡ ay !
Aquí está, / haciendo reverencias (en este momento aparecía el alejado) / tú
besarás a quién te guste más” (era el momento álgido del juego pues aquí se
descubrían los amores secretos). A continuación se repetía varias veces más, al
final con gran jolgorio pues lógicamente había muchas coincidencias en los
niños y niñas elegidos por cada “conejo”.
Otro juego común era “El rescate”, que
también se conocía por el raro sinónimo de “Pío Campo”. En éste se repartían
los participantes en dos grupos y la competencia consistía en atrapar
prisioneros, que se colocaban en fila india y cogidos de la mano esperando el
posible rescate, en la zona perteneciente a cada respectivo bando. Si había
rescate éste únicamente se lograba cuando un corredor evitaba ser atrapado por
sus enemigos y al llegar a la zona de los prisioneros golpeaba la palma
extendida del primero de la fila, lo que producía la fuga alocada de todos los
prisioneros. Al final ganaba el equipo que había apresado a todos los miembros
del rival. Para los niños era un juego muy buscado pues al apresar a las niñas,
siempre había casi un abrazo y lógicamente éste era muy bien recibido.
El juego de “Justicias y Ladrones”
consistía en repartirse en dos bandos iguales. Los denominados ladrones se
escondían y los policías salían de su zona o cuartel en la búsqueda de los
escondidos. Al encontrarse uno u otro, el que
lo prefería daba el “alto” y el otro se quedaba quieto mientras el
descubridor contaba 12 pasos en dirección al presunto prisionero. Había que
tener una doble habilidad, una para no dar el “alto” demasiado pronto y la otra
en tener la agilidad necesaria para que los pasos fuesen grandes y esquivasen
obstáculos. En el caso de que con los doce pasos reglamentarios no te acercaras
a tocar con la mano al contrincante, éste te daba a su vez el “alto” y
lógicamente te hacía prisionero. En este juego, al igual que en el anterior,
ganaba el grupo que hacía más prisioneros.
El “bote” y el “escondite” eran similares
en su fundamento. Se echaba a suertes para elegir el que se “quedaba” y una vez
logrado éste, con un bote de conservas vacío contaba hasta 20 golpes en el
suelo y mientras tanto todos los jugadores corrían presurosos a esconderse,
tanto en portales como muros y ruinas de casas. Comenzaba la búsqueda de los
escondidos y al toparse con uno, se iniciaba una loca carrera hasta donde
estaba colocado el “bote”, ganando el que llegaba antes y le daba una patada.
El primero en ser encontrado y privado de alcanzar el “bote” tenía la
penalización de ser el próximo “quedado” y había de esperar la continuación del
juego por si alguno que le libraba llegando primero al bote y haciendo así
repetir de nuevo al “quedado”.
En el caso del “escondite”, la variación
era que el “quedado” contaba hasta 20 en voz alta con los ojos cerrados y
mirando a una pared, que era el lugar en el que se producía después la misma
circunstancia de atrapamiento o liberación como en el caso del “bote”. La única
diferencia era que la liberación se producía en lugar de la patada al “bote”,
en decir en voz alta en el lugar del “quedado”: “una dos y tres por mis
compañeros”.
Había en los dos juegos el honor de ser el
que vencía al “quedado” y según estos transcurrían, los gritos de ánimo y ayuda
emitidos por los “encontrados” eran el acicate para los que aún estaban
escondidos.
Cuchillo-tijera-ojo de buey
Se seleccionaban dos grupos por sorteo, no
más de 6 jugadores por cada bando y se sorteaba quién se “quedaba” con la
prueba de ir colocando pie sobre pie alternativamente hasta que al final el que
pisaba el pie al contrario era el ganador. El grupo de los perdedores se
colocaba formando una cadena de modo que el primero apoyaba su cabeza sobre las
piernas del director del juego o “madre” con la cintura doblada en ángulo, el
segundo metía su cabeza entre las piernas del primero y también con doblez de
cintura y así sucesivamente hasta completar todo el grupo de “quedados”. El
bando contrario iba saltando, de uno en uno, sobre la cadena de los agachados.
Al ir aumentando el número de saltadores solía ocurrir que todo el peso fuese
soportado únicamente por un par de los agachados, lo que motivaba la caída
colectiva al suelo en una maraña de niños, por lo cual se repetía nuevamente el
juego con los mismos “quedados”.
Si la cosa no fallaba por el hundimiento,
uno de los subidos gritaba “cuchillo, tijera, ojo de buey”, haciendo una señal elegida; dedo
índice estirado, dos dedos en uve, cero con dos dedos en círculo
respectivamente. La “madre” era testigo de lo señalado y el primero de la
cadena tenía que acertar la señal, en cuyo caso “quedaba” el otro bando y si no
lo hacía volvía a repetir el ya “quedado”. Este juego era un verdadero
espectáculo cuando el número de participantes era grande y en la última fase
entre el peso ejercido sobre unos pocos o el amontonamiento de los montados
solía producirse la citada caída colectiva.
Pese a ello no se produjeron desgracias
notables con aquellas caídas tan espectaculares.
Luz
Este juego se realizaba en época diferente
a los demás coincidiendo generalmente con los recreos del colegio. También
había una selección previa en dos bandos y sorteo para ver quien se “quedaba”.
Los “quedados” se ponían todos, menos uno que vigilaba, cogidos por los hombros
y en círculo cerrado. El bando contrario atacaba y tenía que montar completo
sobre los “quedados”, sorteando al vigilante pues si éste cogía a alguno antes
de montarse, ganaba el juego y se cambiaban los bandos. Durante la carrera del vigilante
el corro quedaba libre, por lo cual los no perseguidos hacían “el abuso”, es
decir, montaban y desmontaban repetidamente. El perseguido solía montar de un
modo precipitado, por lo cual iba resbalando poco a poco hacia el suelo y era
el momento en que el vigilante le cogía por un brazo o por la misma ropa, al
tiempo que repetía “luz, luz, luz” hasta que éste tocaba el suelo y con ello
perdía el juego. Lógicamente si el vigilante atrapaba al perseguido antes de
montarse, al grito de “luz” el juego concluía también con la consiguiente
pérdida. El perder de una u otra manera significaba hacer el corro y recibir el
ataque.
Mula
Solía ser el juego de calle y con el buen
tiempo. Consistía en que, previo sorteo, un participante se “quedaba” y los
demás iban saltando sobre él, situado en flexión sobre la cintura, espalda
horizontal y cabeza inclinada hacia el suelo. Comenzaba entonces el juego que
consistía en ir participando los jugadores, por riguroso turno, sobre el
“quedado”. Al saltar el primero pronunciaba una frase, prevista en el juego, y
el correspondiente movimiento simultáneo al salto. El número de saltos llegaba
a 20 o más pero se suspendía si a lo largo de la serie alguno de los jugadores
se equivocaba o fallaba en el movimiento del salto y éste era el nuevo
“quedado”.
Como ejemplo de esta cadencia podemos
recordar: “a la una pica la mula” y durante el salto se pegaba un pequeño golpe
con el talón del pie sobre el trasero del “quedado”; “a las dos la gran coz”; y
aquí el golpe similar al anterior debía ser muy fuerte, “a las tres, tres
saltitos me daré Juan Perico y Andrés”; y se daban tres saltos antes del
definitivo sobre el “quedado”; “a las cuatro brinco y salto” y se daba un
brinco y se saltaba después; “a las cinco salto y brinco” y se brincaba después
del salto sobre el “quedado”; “a las seis iré, iré, iré” y te marchabas después
del salto dando saltitos a la pata coja y todos lo hacían siguiendo el camino
emprendido por el primer saltador, siendo en este número por su duración donde
se producían los más numerosos fallos, perdiendo el que primero daba un
traspiés o apoyaba ambas piernas.
Se continuaba así hasta finalizar el ciclo
previsto y recomenzar con otro “quedado”.
Las canicas
Tenían una variedad de clases, dependientes
de los materiales de su construcción. En la parte más baja estaban los más
clásicos y abundantes, que se denominaban “banzones” y eran los fabricados de
barro cocido y pintados de diferentes colores individuales. Como esta pintura
era de muy baja calidad, el banzón envejecía pronto y perdía su color original
y se quedaba de color barro, lo que era motivo para que algún espabilado
hiciese a mano, con barro, sus propios banzones y tras dejarlos secar al sol o
en el horno de la cocina de su casa, incorporaba su material falsificado en el
torrente circulatorio de estos banzones.
A continuación estaban “las chinas”, que
eran canicas hechas de piedra y de tamaños variados, siendo el mayor igual al
de los “banzones”. Estos diferentes tamaños influían en su valor de cambio ya
que la unidad era un “banzón” y de ahí se derivaba que una “china” corriente
valía 10 “banzones”, mientras que su valor se disparaba en los tamaños más
pequeños.
En la clase más elevada estaban los
“mejicanos”, que eran de cristal con unos dibujos interiores de fuertes y
variados colores. Lógicamente su cambio por chinas y banzones era muy elevado.
Los diferentes juegos que se realizaban con
estas canicas solían iniciarse durante el mes de octubre. Uno de ellos era el
“guá”, consistente en un pequeño hoyo redondo y generalmente dos jugadores.
Cada jugador podía elegir el tipo de canica a emplear. El movimiento de la
“canica” era producido por una flexión de dos o tres dedos que colocaban la
bola de tal modo que al soltar el dedo adecuado, ésta salía disparada y bien
orientada. Para completar esta posición de disparo había dos alternativas,
llamadas “guilga cerrada” y “guilga abierta”. La cerrada consistía en que desde
la posición de tiro se colocaba el dedo meñique de la mano izquierda y el
pulgar sobre la muñeca de la mano derecha, limitando así la distancia, mientras
que en la larga el meñique de la mano izquierda era el principio y con los dos
brazos estirados, era el final la parte de la mano derecha que “disparaba” la
canica. Una vez puestos de acuerdo los jugadores sobre el tipo de “guilga”,
comenzaba el juego. El primer jugador tiraba su canica, generalmente de piedra,
lejos del “guá”, a un máximo aproximado de
Cuando había varios jugadores el juego se
ampliaba con “la raya” y “el triángulo”. En el primero se trazaba una línea
recta ligeramente profunda y cada jugador ponía un banzón sobre ella. Después
cada uno y previo sorteo, tiraba su canica desde una distancia determinada y
comenzaba el juego en orden de aproximación a dicha raya. Con la guilga
acordada se procuraba golpear y sacar a cada banzón de la raya y mientras
acertases seguías la tirada, ganando todos los banzones liberados. Durante este
turno también podías golpear la canica de alguno de los participantes y
alejarlo para que tuviese dificultad cuando le llegase su turno. Si el golpe
era próximo y fuerte se conocía por “ñosclo” y llegaba incluso a producir la
fragmentación de la canica golpeada. Si al operar te caía tu canica dentro de
la raya estabas “quemado” y te quedabas allí sin tirar hasta que alguno te
liberara con otro golpe, en cuyo caso pagabas un banzón. A continuación iban
tirando el resto de jugadores en el orden establecido, mientras hubiese
banzones o “quemados” dentro de la raya y finalizada esta etapa se reiniciaba
con iguales características.
El “triángulo” tenía normas similares y
variaba respecto a la figura geométrica ya que tanto las líneas que lo formaban
como el área interior eran zona de “quemado”. Aquí se permitía mayor número de
participantes pues que la zona de puesta de los banzones era mayor e incluso se
podían situar en el interior del triángulo y a lo largo de los lados.
Otra aplicación de las canicas era jugar al
fútbol, lo que implicaba tener once banzones del mismo color para cada equipo y
una “china” pequeña para hacer de balón. Con el campo de fútbol pintado y
haciendo tiradas consecutivas se hacían verdaderos campeonatos futbolísticos,
acompañados incluso de espectadores. Lógicamente la pista del campo debía
rotularse sobre una superficie arenosa.
Las peonzas
Las peonzas (trompos) eran también
protagonistas de estos juegos periódicos. Las mejores tenían en su punta el
ferrón de lanza y rosca, hechos en los talleres de
El juego consistía en hacer rodar la
peonza, cogerla con la mano durante su giro y hacer alguna prueba de habilidad
con ella, previamente acordada entre los participantes del juego. Los que
fallaban en el intento debían de dejar su peonza dentro de un círculo, sobre
las cuales tiraban los demás jugadores las suyas con ánimo de golpearlas.
Lógicamente aquí era el protagonismo de las peonzas modificadas que rompían en
dos a cualquiera de las que esperaban en el círculo, con gran disgusto del
respectivo propietario.
Canciones a coro
Como otro entretenimiento, éste nocturno,
había también un repertorio de canciones que se acompañaban con inocentes
actividades de muecas, ademanes, saltos, etc y entre los cuales podemos
recordar las letras olvidadas en el tiempo, tales como “Dónde va la cojita
miru, miru, miruflá”, “voy a casa de mi abuela, miru, miru, miruflá”; “El
colegio Auseva es un colegio famoso donde suelen ir los niños a aprender a
hacer el oso” “Salen los niños chumbalabalabero” Salen las niñas
chumbalabarabá”, “haciendo de este modo chumbalabalabero”, “haciendo de este
modo chgumbalabarabá”; “Pelona sin
pelo”, “cuatro pelos que tenías los vendiste de estraperlo”, “pelona sin pelo”.
Lógicamente había muchas más canciones que
al ser muy tradicionales se han mantenido hasta los tiempos actuales, por lo
cual al no estar olvidadas no se tienen aquí en cuenta.
SEIS
LA RADIO : MÚSICA, PROGRAMA Y CANCIONES
El parte. Radio
Oviedo y Radio Asturias. Discos de pizarra. Cuentos infantiles. Discos
dedicados. Antonio Medio. Anuncios comerciales. Programas infantiles. Bobby
Deglané y Carlos Alcaraz. Cabalgata fin de semana. Los seriales radiofónicos.
Las canciones olvidadas. Sin novedad señora baronesa. Se va el caimán. Rascayú.
Existen
infinidad de estudios y publicaciones extensas y muy completas sobre lo que fue
la radio en estos años que ahora evocamos y lógicamente no es motivo ahora
reiterar todo lo escrito sobre este trascendental medio y su gran aceptación
como entretenimiento familiar, sentados muchas veces todos los miembros a
escuchar sus programas, en el círculo de una agradable mesa-camilla provista de
brasero de carbón vegetal.
También hay que destacar cómo en esta época
actual, caracterizada por las prisas y el entretenimiento rápido e individual,
puede parecer extraño e incomprensible cómo era nuestra mayor diversión
acomodarnos alrededor de un viejo aparato de radio y entre zumbidos, pitidos y
crepitaciones escuchar sus emisiones de música, anuncios, seriales y programas
nocturnos. El sonido de la fanfarria era inicio de los partes de noticias a las
dos y media y a las 10, en que “el diario hablado de Radio Nacional de España” se
emitía con “líneas a su cargo” en todas las emisoras españolas, finalizando
éste con el toque de clarín y el himno nacional entremezclado con el “cara al
sol” y el “Oriamendi”.
En Oviedo teníamos dos emisoras llamadas
Radio Asturias EAJ-31 y Radio Oviedo de
Si nos atenemos a los discos infantiles se
podían oír los cuentos clásicos entre los cuales los más repetidos eran
“Blancanieves”, “El soldadito de plomo”, “Bartolo tenía una flauta”, “La lechera”,
“Dónde están las llaves”, “El flautista de Hamelín”, “El enano saltarín”, “La
gallina Marcelina”, “Los tres osos”, “La ratita presumida”...Otros eran de
motivos cómicos tales como “La escuela de Don Gaspar”, “El examen de Maginet de
Para los mayores había discos dedicados en
ambas emisoras y un programa especial a base del llamado “socio cooperador”, en
el cual se podía elegir un disco al mes siempre que fueses socio de la emisora
por una módica cuota. No voy a citar aquí la relación de títulos, ya
archiconocidos por los numerosos estudios musicales que se han realizado sobre
esta época pero quisiera recordar alguno de poemas recitados por Pepe Pinto
tales como “
A propósito de los anuncios comerciales
musicales, que también se ponían en los descansos de los cines, había toda una
serie de ellos y muchos también con productos y motivos asturianos. Lógicamente
como la cara del disco podía durar de
Simultáneamente a la música había pequeños
programas infantiles, con uno que batió todas las marcas que fue el de “Las
aventuras de Pinín”, ya famosísimo por sus historietas en el periódico
La aparición en los aires asturianos de los
magníficos programas de Radio Madrid, de la mano de Bobby Deglané oscureció a los
de Radio Nacional de España “Noches del Sábado” y “Gran Parada” de la mano de
Carlos Alcaraz y otros muy oídos tales como “Plasmón” de tipo médico y
“Pálpala” basado en el semanario “
El programa de la noche del sábado de Radio
Madrid se podía oír perfectamente ya que Radio Oviedo se asoció a esta cadena y
con ello la calidad del sonido estaba asegurada. En la noche y después del
diario hablado de Radio Nacional, comenzaba “Cabalgata fin de semana” con una
duración de casi 4 horas e incluso 5. aquellas noches eran entretenidísimas,
con la actuación en directo de Gila, Tip y Top, lo hermanos Ozores y el
inimitable Pepe Iglesias “El zorro” cuyos personajes de la loca Verónica y el
Finado Fernández marcaron época. Simultáneamente actuaban cantantes tales como
Ana María González, mejicana que popularizó el chotis Madrid y “El preso número
nueve”, sin omitir a las Hermanas Fleta con su “Penjamo”. Entrelazadas entre
estas actuaciones había concursos de “Doble o Nada”, “La melodía misteriosa” (hábilmente
alterada por el Maestro Trabuqueli) y “La baraja musical”.
Las tardes lluviosas y frías del invierno
oíamos también al lado de nuestras madres y hermanas los seriales radiofónicos
de Guillermo Sautier Casaseca, entre los cuales sobresalieron “Ama Rosa” y “Un
arrabal junto al cielo”, sin olvidar a Doroteo Martí y su “Rosa de Pasión”.
Las piezas musicales radiadas por las dos
emisoras ovetenses eran lógicamente muy repetitivas, con un repertorio
limitado, por cuyo motivo las letras de las canciones eran conocidas y
tarareadas por la mayoría de los oyentes, entre los que estábamos incluidos
también los niños. No se trata de hacer aquí , tal como ya se indicó, un
estudio sistemático de aquellas inolvidables canciones e intérpretes pues ya
hubo las suficientes investigaciones y publicaciones al respecto, pudiendo
poner como ejemplo la selección musical de la magnífica película de Patiño
“Canciones para después de una guerra” y a los excelentes grupos de intérpretes
que han actualizado con mucho cariño y acierto las más famosas, tal como es el
caso de “Radio Topolino Orquesta” y “El Consorcio”.
No obstante han quedado muchas canciones
totalmente olvidadas que ahora recordaremos las letras de alguna de ellas, con
todo merecimiento. Debo hacer previamente la importante observación de que
éstas han brotado desde el profundo pozo de mi memoria y no ha habido otra
fuente ni de inspiración ni de consulta previa. Por tal motivo puede haber y
hay fallos en parte de alguna de ellas pero el núcleo de cada una, incluido el
estribillo, permanece casi fiel a la realidad y puede así ayudar a dar una
vuelta al recuerdo de muchas de éstas que tanto oíamos y cantábamos. Ahí van
estas letras que parecían olvidadas y que a más de uno puede emocionar al
encontrarse de nuevo con alguna de ellas, que en su niñez oyó y aprendió y
nunca olvidó.
En la clasificación de éstas no se mantiene
ningún orden, pero hay una que para mí guarda un valor especial por su
contenido cómico y por ser una de las que más cantábamos a coro los niños y las
niñas, sentados en corro sobre el mismo centro de la calle si hacía buen tiempo
o dentro de un portal cuando llovía. Esta canción tenía por título “Sin novedad
Señora Baronesa” y su letra, casi completa decía así: “José, José, aquí la
baronesa”, “que llegué anoche a la ciudad”, “José, José, llamo para preguntarte”, “si en el palacio
hay novedad”. “No hay novedad, señora baronesa”, “no hay novedad, no hay
novedad”, “solo pasó que anoche le robaron”, “las perlas de su gran collar”, “y
que también un terremoto”, “a la techumbre hizo volar”, “por lo demás, la cosa
está tranquila”, “no hay novedad, no hay novedad”. “Ramón Ramón, Ramón del alma
mía”, “mi confianza pongo en ti”, “Ramón Ramón, mi mente desvaría”, “dime qué
pasa por ahí”. “No hay novedad, señora baronesa”, “no hay novedad, no hay
novedad”, “solo pasó que anoche cayó un rayo”, “y del palacio hizo un solar”,
“y que después lo que quedaba”, “se lo ha llevado un huracán”, “por lo demás,
esto es un paraíso”, “no hay novedad, no hay novedad”. “Manuel Manuel, te llamo
desde el pueblo”, “muy disgustada desde ayer”, “Manuel Manuel estoy que ya ni
duermo”, “di la verdad, di la verdad”. “No hay novedad, señora baronesa”, “no
hay novedad, no hay novedad”, “le llamo a usted desde la casa del perro”,
”porque tampoco el perro está”, “todo acabó y a los bomberos”, “les nada queda
que hacer ya”, “por lo demás, esto es un paraíso”, “no hay novedad, no hay
novedad”.
Recordamos ahora otras pocas, aunque
algunas de ellas no están completas pero que pese a ello merecen ser citadas.
Se va el caimán
“Se va el caimán, se va el caimán”, “se va
para Barranquilla”, “se va el caimán, se va el caimán”, “se va y no volverá”.
“Una chica patinando patinando se cayó”, “y en el suelo se le vio ¿el qué?”,
“que no sabía patinar”. “Se va el caimán, se va el caimán”, “se va para Barranquilla”,
“se va el caimán, se va el caimán”, “se va y no volverá”.
Esta
canción fue censurada y prohibida su radiodifusión en Asturias debido a
que, según radio macuto, en el puerto de Gijón varios jóvenes tiraron un tablón
al agua con una foto de Franco en ella y comenzaron a cantar a coro: “Se va el
caimán, se va el caimán”, “se va para Argentina”, “se va el caimán, se va el
caimán”, “se va y no volverá”. La policía se enteró del espectáculo y
lógicamente la canción fue retirada de la circulación.
Otra canción censurada por iniciativa del
clero, ésta por impía, fue “Rascayú” pues en ella se consideró que se
ridiculizaba la vida en el más allá, ya que su estribillo repetía muchas veces
“Rascayú cuando mueras qué harás tú”, “tú serás un cadáver nada más”.
La Tonta Tomasa
“Tomasa gritan los chicos del pueblo”,
“Tomasa a todos sirves de guasa”, “Tomasa todos dicen que eres tonta”, “pero
sabes hacer caca”. “Yo nunca he tenido novio”, “ni dios me dé tentación”, “pues
yo a los hombres los quiero”, “lejos de mi corazón”. “Y si alguno se me
acerca”, “aprovechando mi tontuna”, “esos son falsos testimonios, que le
levantan a una”. Venía ahora un recitado: “El otro día un mozo me dijo que se
quería casar conmigo. Si yo soy tonta le dije. Qué más da, me respondió,
también las rosquillas son tontas y saben muy ricas”
Santa Marta
“Santa Marta, Santa Marta tiene tren”,
“Santa Marta, tiene tren, pero no tiene tranvía”. “Si no fuese por las olas,
caramba”, “Santa Marta moriría, caramba”. “Las mujeres, las mujeres
colombianas”, “no saben ni dar un beso”, “en cambio las españolas, caramba”,
“besan que es un embeleso, caramba”.
Me he de comer esa tuna
“Guadalajara en un llano, México en una
laguna”, “Guadalajara en un llano, México en una laguna”. “Me he de comer esa
tuna”, “me he de comer esa tuna”, “me he de comer esa tuna”, “aunque me espine
la mano”. “Dicen que soy hombre malo”, “malo y mal acostumbrado”, “dicen que
soy hombre malo”, “malo y mal acostumbrado”. “Porque me comí un durazno”,
“porque me comí un durazno”, “porque me comí un durazno”, “de corazón
colorado”.
Tabernero
“Tabernero que idiotizas”, “con tu brebaje
de fuego”, “llena de nuevo mi copa”, “bien rellena de veneno”. A continuación
seguía un monólogo con voz de borracho: “los hombres no valemos nada, y, digo
que no valemos nada porque el otro día me saqué una fotografía y la expuso el
fotógrafo con el valor de seis como ésta, 10 pesetas. ¡ Vivan las mujeres !,
que todo el mundo debiera estar casado para que supiera lo que es bueno. Soy un
hombre de una inteligencia cristalina, pues gracias a mí han podido enterrar a
mi primo Telesforo. Primo mío que se murió sentado en una silla. Como estaba
tan tieso y doblado no lo podían enterrar. Yo lo he solucionado. Metieron el
ataúd vacío en el coche y él se fue sentado en el pescante con el cochero.
“Tabernero que idiotizas”, “con tu brebaje de fuego”, “sigue llenando mi copa”,
“bien rellena de veneno”. “Como yo no tengo amores”, “y los que tuve murieron”,
“placer encuentro en el vino”, “que me sirve el tabernero”. “Tabernero,
tabernero”, “yo ya no tengo remedio”.
Limosna de amor
“Como paria del destino”, “solo he hallado
en mi camino”, “la tristeza y el dolor.” “Fuiste tú la magdalena”, “la mujer
más bella y buena”, “que consuela mi dolor”. “Yo te debo mi alegría”, “toda la
luz de este día”, “que me produce tu amor”. “Y si alguna vez nos encontramos”,
“los apuros que pasamos”, “solo lo sabemos tú y yo”. “Limosna de amor”, “me
diste un instante”, “limosna de amor, a mi alma sangrante”, “limosna de amor”,
“que no te pedí”, “déjame conmigo tu buena limosna”, “teniéndote siempre muy cerca
de mí”.
Mi hijo
“Yo tenía un hijo”, “que era mi alegría”,
“ángel de los cielos”, “luz del mediodía”. “Bello cual su madre”, “fuerte como
yo”, “hijo más hermoso”, “nunca más se vio”. “Al llegar rendido a casa”, “de
tanto como lucho”, “venía a mí diciendo”, “papá te tero mucho”. “Pero el hijo
tan querido”, “hace poco se murió”, “no comprendo como puedo”, “vivir con su
ausencia yo”. “Hijo pedacito de mi carne”, “pedacito de mi vida”, “de mi pobre
corazón”. “Hijo al saber que te he perdido”, “mi sollozo es el rugido que lanza
fiero el león”. “Ahora ya no lucho”, “ando dando tumbos”, “y cuando llego a
casa”, “parece que le escucho”, “papá te tero mucho”. “Su madre a mí abrazada”,
“solloza como yo”, “los dos nos hemos muerto”, “el día que él murió”. “Aunque
soy un fiel creyente”, “a mi Dios pregunto así”, “para qué te lo has llevado”,
“si era todo para mí”.
La caravana
“Cantando van alegres”, “su tierra está
lejana”, “errantes van en caravana”, “pueblos y pueblos los ven pasar”. “La
caravana, con sus cantos y risas”, “la ruta sigue, sin sentir el dolor”. “Tan
solo él quedó sin compañera”, “si ella estuviera, qué felices los dos”. “Tan
solo él no ríe”, “tan solo él no canta”, “quiere olvidar en caravana”, “la
triste suerte que le afectó”.
Soñar despierto
“Qué lindo es soñar despierto”, “ajeno a la
tentación”, “y despertar un momento”, “en pleno instante de la ilusión”. “Soñar
con el Paraíso”, “soñar que yo soy Adán”, “sin Eva ni compromiso”, “ni manzanas
de Satán”. “Soñar con un lugar desierto”, “donde poder descansar”, “qué lindo
es soñar despierto”, “y luego poder despertar”.
Ay qué tío
“Ay qué tio”, “ay qué tío”, “que puyazo le
ha metido”. “Los viajes de
Si me dejas entrar
“Si a tu casa me dejas entrar”, “cuantas
cosas te voy a contar”. “La mujer del panadero”, “quiere pedir el divorcio”,
“porque dice que el marido”, “no sirve para el negocio”. “Si a tu casa me dejas
entrar”, “cuantas cosas te voy a contar”. “Si me caso y tengo suegra”, “ha de
ser con condición”, “que si al año no se muere”, “la tiro por el balcón”. “Si a
tu casa me dejas entrar”, “muchas cosas te voy a contar”. “Al matrimonio y al
baño”, “hay que entrarle de repente”, “porque puedes tener frío”, “y entonces te
arrepientes”. “Si a tu casa me dejas entrar”, “muchas cosas te voy a contar”.
Que se te ve
“Yo te conocí”, “sentada en un café”, “y
cuando te vi”, “de ti me enamoré”. “Más al mirar tus piernas”, “en algo me
fijé”. “Uy lo que te vi”, “cantando lo diré”. “El dedo gordo del pie”, “por la
punta del zapato”, “feo y chato se te ve”. “Que se te ve”, “que se te ve”. “¿El
qué?” “El dedo gordo del pie”.
Hay que ver
“Hay que ver”, “hay que ver”, “hay que
ver”, “lo que inventan las mujeres”, “para lo para lo para lo”, “para lograr
sus quereres”. “La romántica suspira”, “noche y día sin cesar”, “porque el
príncipe que espera”, “está a punto de llegar”. “Y por fin una mañana”, “la
despierta un son guerrero”, “y este son resultó ser”, “el pito del basurero”.
“Hay que ver, hay que ver, hay que ver”, “lo que inventan las mujeres”, “para
lo para lo para lo”, “para lograr sus quereres”.
Te digo adiós
“Cuando yo te digo adiós en la ventana”,
“pienso en mañana y así es mejor”. “Es mejor pasar la vida alegremente”, “que
tristemente en ti pensar”. “La vida pasa que es un primor”, “y sobre todo pasa
el amor amor”. “Al llegar a tu nuevo lugar”, “me tienes que escribir”, “si te
gusta mucho la ciudad”, “en donde vas a vivir”, “y si desde tu ventana ves el
mar”, “cuéntame tus cosas”, “relátame de todo”, “pero del amor ni hablar”.
“Cuando yo te digo adiós en la ventana”, “pienso en mañana y así es mejor”.
Soldado de levita
“Soy soldado de levita”, “de esos de
caballería”, “de esos de caballería”, “soy soldado de levita”. “Me incorporé a
las filas por una mujer bonita”, “por una mujer bonita que era mi alegría”. “Al
pie de una planta rosa”, “a una viuda enamoré”, “a una viuda enamoré”, “al pie
de una planta rosa”, “y me dijo la graciosa”, “no puedo mover un pie”, “pero si
es para otra cosa”, “aunque sea cojeando iré”.
Palma brava
“Atambao”, “atambao”. “Alegre el negro
palmotea”, “desde su rústica atalaya”, “mientras el buque cabecea”, “poniendo
proa hacia la playa”. “No sabe el negro que taimado”, “el blanco acecha desde
el puente”, “y que el estigma del esclavo”, “palpita ya sobre su frente”.
“Espera del blanco”, “amor y ternura”, “ignora que trae”, “dolor y amargura”.
“Atambao”, “atambao”, “atambao magnusala”.
Se va a Covadonga
“Se va a Covadonga”, “ay el enemigo”, “se
va a Covadonga”, “yo no tengo miedo”, “se va a Covadonga”, “yo soy muy
valiente”, “se va a Covadonga”, “yo estoy disparando”, “se va a Covadonga”,
“pin pan racapún catapán”, “se va a Covadonga”, “sigo disparando”, “se va a
Covadonga”. “Ay que me han tocao”, “se va a Covadonga”, “ay yo huelo a sangre”,
“se va a Covadonga”, “ay que me cagao”, “se va Covadonga”.
Recordemos finalmente fragmentos incompletos
de otras canciones que también se oyeron frecuentemente.
“Oh oh señor Colón”, “oh oh señor Colón”.
“El señor Colón es un zapatero”, “que arreglando los pies”, “gana mucho
dinero”. “En cambio
“Pájaro carpintero”, “enséñame a volar”, “y
llévame contigo”, “donde mi amor está”. “Un pájaro y una pájara”, “tuvieron
cuatro pajaritos”, “pero más les hubiese valido”, “comerse un par de huevos
fritos”. “Pájaro carpintero”, “enséñame a volar”, “y llévame contigo”, “donde
mi amor está”
“Madre yo quiero”, “yo quiero”, “quiero una
chaqueta blanca”, “con los bolsillos de seda”, “y los botones de nácar”. “No me
importa que ella sea”, “de buen lino o de lana”, “madre yo quiero”, “yo
quiero”, “quiero una chaqueta blanca”.
“Si alguna mujer nos quiere”, “la
despreciamos”, “pero si otra no nos quiere”, “a esa la adoramos”. “Ay qué
caray”, “qué poco pido”, “una casa en el campo”, “cielito lindo”, “y un
topolino”. “Ay qué caray”.
“La casa está triste”, “murió mi vecina”,
“dejando apenado a su pobre hogar”, “a mi buen amigo”, “y a su linda nena”,
“que juntos llorando su falta están”. “Papito querido tengo mucho sueño”,
“mirad cuantas velas”, “pusieron los hombres”, “que hay allá arriba”, “yo
quiero mirar”, “es mi mamita”, “papito querido”, “decidle que venga”, “conmigo
a jugar”.
“Pero una noche de Reyes”, “cuando a mi
hogar regresaba”, “comprobé que me engañaba”, “con mi amigo más fiel”. “Preso
de ira y coraje”, “para vengar tal ultraje”, “allí mismo los maté”. “Qué cuadro
compañero”, “no quiero recordarlo”, “con los zapatos del hijo”, “el cariño de
su padre”, “espera un regalito”, “no sabe que a su madre”, “por mala y
traicionera”, “su padre la mató”.
“Yo tengo una novia”, “que se llama
Carolina”, “Carolina, Carolina,” “Carolina de mi corazón”. “Cuando yo le digo
adiós”, “con gran simpatía”, “con mucha pasión”, “ella llorando está”, “en
nuestra despedida”, “Carolina de mi corazón”.
“Qué lindo es estar enamorado”, “todo
parece más bonito”, “teniendo el corazón prendado”, “vivir tan solamente”,
“para mi amorcito”. “Las flores me parecen más bonitas”, “que adornan muy
alegres mi ventana”. “Si hasta el sol”, “qué caray”, “brilla más”, “qué caray”,
“cuando voy de paseo”, “por la ciudad”.
Con el título en español de “no cambies
caballos” hubo una canción cantada en inglés, con ritmo de fox-trot y con una
orquesta de instrumentos de viento. Su máxima difusión fue en los años 40 y
estaba tan de moda que incluso era una de las más sonadas en las barracas
durante las fiestas de San Mateo.
SIETE
El ambiente. La
bula. Las procesiones. Las misas. El latín popular. El devocionario “Mi Jesús”.
Celebraciones y rezos. Las misas y su personaje: Prisca. Las Santas Misiones.
Asociaciones religiosas. Los Seminaristas. El Monaguillo. Las Benditas Ánimas
del Purgatorio. San Pascual Bailón. Rezo del Rosario. El Colegio y el “ora pro
nobis”. La capillita de
Las
festividades religiosas de esta Semana, durante aquellos años no pueden
compararse a lo que han quedado resumidas en los tiempos actuales.
La solemnidad del culto con aquellos
Oficios en latín, el olor a incienso en las iglesias, se complementaban con el
denso silencio reinante en las calles. Los bares procuraban también contribuir
a la penitencia, especialmente el día de Viernes Santo, en que permanecían
cerrados todo el día. Ni que decir tiene que también los “pecados de la carne”
se contenían durante toda la semana, manteniéndose cerrados los clásicos
locales del fulaneo, la primera de ellas Casa Marcela.
Hay que recordar también una actividad
eclesiástica muy común de los días de ayuno y vigilia, que era
A nosotros, la gente menuda, obedientes a
los mandatos de todos los mayores, no eran precisamente unas fiestas
vacacionales muy alegres. Nuestra presencia en todos los cultos era
obligatoria, tanto en procesiones, misas, Santos Oficios y visitas Sacramentales,
como en otras de menor importancia pero también influyentes en nuestros juegos,
tal como no gritar ni reír durante todo el Viernes Santo.
De las procesiones a que acudíamos había
una que era la preferida por nuestra parte: El Santo Entierro. En ella iba toda
la representación de las demás cofradías pero lo que más nos importaba a
nosotros era la presencia de una compañía militar, con banda de música,
tambores y cornetas. Los soldados marchaban con armonioso paso de marcha
fúnebre y los fusiles boca abajo. Finalizada la procesión en
Las misas de entonces duraban menos de 30
minutos y el latín era su lengua oficial, con su clasicismo y solemnidad. No
obstante la cultura general de los fieles no alcanzaba ni a dominar a medias el
idioma de Cicerón y se podían escuchar verdaderos disparates en los cánticos
más conocidos como ejemplo podemos recordar una frase del “Tantum Ergo” que en
versión original decía “et antiquum documenum no vocedat ritui” y en versión
libre de una feligresa pudimos oír claramente “con tan antiguo documento no
pretenda usted huír”.
Los niños y niñas teníamos en nuestro poder
un magnífico devocionario infantil llamado “Mi Jesús”. En sus páginas, llenas
de viñetas, estaban sintetizadas todas las oraciones, modos de oír la misa
(buenos y malos), enseñanzas y consejos, la voz del Diablo y la voz del Ángel,
Jesús reprende y Jesús llora, el Vía Crucis...
Con su ayuda acudíamos a todas las
celebraciones religiosas y participábamos en ellas sin equivocarnos. Había una
verdadera ocupación anual en rezos y seguimiento periódico, tales como los
nueve primeros viernes del Sagrado Corazón, los siete domingos de San José, el
mes de mayo de
El número de misas, tanto a diario como en
festivos y domingos era elevado pues la cantidad de sacerdotes que había
obligaba incluso a decir varias misas a la misma hora, aprovechando las
pequeñas capillas de los laterales de las iglesias. Esta simultaneidad
propiciaba la aparición de algún personaje pintoresco, entre los cuales el más
famoso era una ávida oyente de misas llamada Prisca. Era una viejecita
enlutada, pese a ser soltera, de nariz aguileña y peinada de moño. Su
especialidad era asistir a cuantas más misas podía, aprovechando la
coincidencia horaria de tantos sacerdotes. Al tener a su disposición tres o
cuatro misas en el mismo momento, ella se mantenía agazapada en su reclinatorio
privado y siempre en posición arrodillada. Sus manos juntas y en actitud de
plegaria se abrían una y otra vez para acercarlas a su cara semioculta por un
velo negro y tupido, de la que sobresalía su pronunciada nariz, la parte que
sus manos repasaban en señal de penitencia. Para completar el cuadro, tenía un
libro de misa muy usado y deteriorado, hinchado por las estampas contenidas y
que lo mantenía ileso mediante una especie de cinta elástica similar a una
liga. En cuanto aparecía un sacerdote para una nueva misa, Prisca abandonaba su
recogimiento, tomaba el reclinatorio y corría tras él para acercarse a la nueva
misa, eso sí, sin olvidar a los anteriores que simultaneaba, con lo cual muchas
veces seguía atentamente evangelios, consagraciones y últimas oraciones en el
mismo momento.
Periódicamente, cada dos a cuatro años, se
producía un acontecimiento religioso que sobrecogía a todos los ovetenses de
cualquier edad y condición: las Santas Misiones. Consistían éstas en un
verdadero encierro místico, todas las tardes en todas las iglesias, con unos
sermones impresionantes sobre la moral y costumbres. Para lograr este éxito de
asistencia, venían del exterior unos predicadores muy selectos procedentes de
Como complemento a la formación recibida en
estas Misiones también teníamos Ejercicios Espirituales, que aunque también
eran muy importantes para nosotros, eran de menor grado respecto a éstas.
Para que aún fuésemos más buenos teníamos a
nuestra disposición, de carácter voluntario, muchas asociaciones infantiles o
compartidas con los mayores, tales como Congregaciones Marianas, Los Luises,
Acción Católica, Beata Imelda y Apostolado de
Los fines de semana hacían su paseo los
seminaristas, tan abundantes en aquellos duros años, en una doble fila muy
larga, todos uniformados y tocados de bonete. Tenían un coro de gran calidad y
en ocasiones cantaban por la calle pero el plato fuerte era la tarde del Jueves
Santo y la mañana del Viernes Santo, en que su actuación era en
Muchos de nosotros colaborábamos en los
cultos, modestamente por supuesto, haciendo el oficio de “monaguillo”, lo cual
también tenía su aspecto materialista ya que entre misa, exposición y rosario
aprovechábamos para beber vino de misa y comernos unas cuantas formas sin
consagrar. Creo que de ahí venía el conocido refrán que decía: “el que quiera
un hijo pillo, que lo meta a monaguillo”.
Hay que hacer una mención especial a las
Benditas Ánimas del Purgatorio. Según nos decían, había un elevado número de
almas de difuntos castigadas en el Purgatorio y faltaban las plegarias para su
rescate al cielo, debido a la ausencia de rezos a su favor. Era por lo tanto
muy común dedicar de vez en cuando un padrenuestro por ellas y aún más
impresionante era el trabajo que se las pedía a cambio de nuestras oraciones:
que actuasen como despertador. En la mayor parte de las viviendas solo había un
reloj de pared, por el que se guiaba toda la familia y lógicamente se carecía
de despertador. Pues bien, rezábamos a las ánimas para que nos despertasen a
cierta hora y esto se cumplía sin fallo. Yo doy fe de mi experiencia en este
tema y que siempre fui despertado a la hora exacta. Había también otra
costumbre, rezar a San Pascual Bailón y éste te avisaría con tres golpes en la
pared de tu habitación cuando tu muerte estuviera próxima. Lógicamente había
que tener mucho valor para efectuar dicho rezo y a más de uno de nosotros le
despertó sobresaltado alguno de estos golpes terroríficos aunque fuesen
originados por algún vecino.
La costumbre piadosa del rezo del Rosario
en familia era muy extendida, siendo dirigido por la madre y de obligado
cumplimiento aunque fuese en la hora en que todos estábamos próximos a dormir.
Los programas de la radio incidían en este tema con las charlas del Padre
Peyton, en las que el principal lema decía aquello de que “la familia que reza
unida, permanece unida”, sin olvidar tampoco la canción al respecto: “Las
cuentas del Rosario son escaleras, para subir al cielo las almas buenas, viva
María, viva el Rosario, viva Santo Domingo que lo ha fundado”.
También en el colegio, si era religioso,
había diariamente una actividad piadosa muy acentuada, se asistía a misa a
primera hora y se rezaba el rosario en una de las clases de última hora. En
ocasiones dominaba más el afán de travesuras que el recogimiento místico y al
rezar la letanía en latín y responder nosotros “ora pro nobis”, se producía un
alargamiento de la ese final, de modo que el “nobissssss” se implementaba con
todas nuestra respuestas al unísono, lo que motivaba indefectiblemente el
correspondiente castigo de otra hora extra de permanencia en el colegio.
Como complemento teníamos también la visita
periódica en propio domicilio de
En las mañanas de los domingos invernales,
antes de
Muchas veces en la mañana de los lunes, se
nos preguntaba en el colegio por el color de la casulla del sacerdote oficiante
de la misa del domingo, con lo cual si no te acordabas sufrías una regañina, ya
que ello demostraba que habías estado distraído durante la ceremonia.
La gran fiesta religiosa de
En
Otra costumbre de obligado cumplimiento era
el besamanos a cada sacerdote que nos encontrábamos a nuestro paso y
santiguarnos al pasar cerca de una iglesia. Con la abundancia de sacerdotes, no
es de extrañar que omitiésemos cuanto pudiésemos esa imposición tan molesta,
pero que al no hacerla la conciencia nos remordía por tal falta.
También respetábamos en nuestras aventuras
cinegéticas cualquier pequeño daño que se pudiera causar a las golondrinas. El
motivo no era otro que se consideraban aves santificadas ya que según nos
aseguraban éstas habían quitado las espinas de la corona de Jesús clavado en la
cruz. Si por casualidad o adrede hacías daño a alguna, tendrías una desgracia
en tu casa en ese mismo día, por cuyo motivo te daba pánico cualquier encuentro
fortuito con ellas.
Los “milagros” visuales estaban muy
solicitados durante los ratos de estudio. Todos teníamos una estampa con
poderes sobrenaturales, consistente en mirar fijamente una imagen dibujada en
negativo y al cambiar la mirada hacia la pared o al techo se reflejaba allí la
cara de
El asunto de la lectura de novelas tenía su
particularidad. Nosotros, pese a nuestra corta edad, manifestábamos una gran
apetencia por la lectura y además de los “tebeos” clásicos procurábamos leer
los libros de nuestros mayores, cosa terminantemente prohibida, lo cual
procuraba cierto disfrute al cogerlas sin permiso. En aquellos años, además de
la censura vigente en la literatura, también había una relación de novelas
peligrosas que la autoridad eclesiástica prohibía y eran todas aquellas
contenidas en el “índice”. Lógicamente alguna de éstas se escapaba tal como “El
Conde de Montecristo” y en otras, no prohibidas, buscábamos algunas partes de
gran erotismo para nosotros tal como sucedía en las obras de Espronceda, en una
de las cuales, “La desesperación”, había unos versos que nos producían gran
excitación y que decían: “me gustan las queridas, tendidas en sus lechos, sin
chales en los pechos y flojo el cinturón, al aire el muslo bello, qué gozo qué
emoción”
Hay que recordar también un juego de lo más
original por su entronque religioso. Ya vimos cómo el entrañable Nicanor vendía
en su tienda miniaturas de culto: misales con atril, porta-velas, lamparillas,
cálices y candelabros. Pues bien, había muchos niños que en su casa tenían
muchos de estos pequeños objetos y un vestuario completo de ropa para decir
misa, incluidas las casullas. Muchas veces se jugaba de esa guisa, uno era el
sacerdote y decía la misa y el otro hacía de monaguillo y le acompañaba en el
rito. Lógicamente no había vino pero este se suplía con un buen zumo de
zarzamoras recién exprimidas o por agua de regaliz.
Finalmente teníamos la comisión de ir a por
agua bendita el Sábado Santo y llevarla en una botella hasta nuestra casa,
donde nuestros padres procedían a la purificación de toda la vivienda, mediante
aspersión con ella en paredes, techos y suelos. Si sobraba agua, nos la
regalaban por nuestra colaboración y aprovechábamos la ocasión para purificar
con ella a todas nuestras mascotas y animales domésticos, aunque no parecía que
les hiciese mucha gracia tal beneficio santificante.
OCHO
LOS FELICES DÍAS DEL VERANO
La libertad.
Viaje a la playa. Meriendas campestres. La alimentación extra. La caza de
renacuajos. Los esgolancios. El grillo y los métodos de captura. Las mariposas.
Las vacalorias. Las luciérnagas. Las palomas. Las romerías y sus aromas. Los
voladores. La música. Los globos de papel. Las romerías de los barrios. Fiestas
de San Mateo. Las barracas. Las rifas y la rata. Otros festejos. El Otoño
cercano. Juegos traviesos.
A
primeros días del mes de Junio nos daban las vacaciones, que entonces duraban
desde esas fechas hasta primeros de octubre. Esta inmensidad de tiempo libre,
unida a la duración de los días infantiles, tan largos y eternos en comparación
con nuestros actuales días de mayores (1 día de niño = 3 meses de viejo), nos
producía una sensación de libertad y de búsqueda de nuevos juegos y aventuras.
Nuestro hábitat asturiano, tan húmedo, era
el principal impedimento, ya que en aquellos años la meteorología veraniega
solía ser muy adversa y se cumplía con creces el famoso dicho de que “cuando no
llueve, orbaya para variar”. Debido a ello, las escasas escapadas a las playas
suponía estar mirando al cielo desde una semana antes del proyectado viaje; ir
a la playa era todo un acontecimiento familiar, con la preparación en la
víspera de la tortilla y las empanadas y también de un buen lavado previo para
que te vieran limpio y resplandeciente cuando te pusieras el traje de baño. Las
playas más frecuentadas en estas excursiones eran aquellas que no presentaban
excesivas aglomeraciones. Si nos llevaban a Gijón íbamos en el tranvía hasta el
Musel y cruzando un túnel aparecíamos en la playa de Aboño. Si por el contrario
era Avilés el lugar elegido, el destino final podía ser San Juan de Nieva o una
playa de la misma ría, llamada San Balandrán, que añadía su encanto a tener que
hacer la travesía de cruzar la ría en una pequeña lancha.
Para ir a estos lugares el viaje era largo,
pese a la distancia tan corta a recorrer, ya que se hacía en unos trenes de
cercanías muy arcaicos, con locomotoras de vapor de poca potencia y vagones de
madera, en cuyas plataformas nos permitían contemplar el paisaje. Si al salir
de Oviedo hacía buen día íbamos muy animados pero al atravesar el túnel de
Villabona nos encontrábamos con un cambio radical y la niebla con orbayu podía
ser nuestra compañera. Era triste jugar en la playa en estas condiciones, incluso
vestidos y con jersey puesto pero la ilusión infantil suplía estos
inconvenientes y disfrutábamos con cierta alegría esta maravilloso día. Si
había suerte con un buen día de sol la cosa era mejor, con gran divertimento
tanto en la arena como en el agua, siempre muy fría. Lo peor venía esa misma
noche y en días sucesivos pues nuestra
blanca piel corporal sufría una buena quemadura, quedando colorados como una
“patarroxia” y aguantando este fuerte resquemor durante casi una semana.
Otra actividad lúdica de la familia eran
las meriendas campestres en las tardes de los días festivos. En este caso éstas
eran más abundantes que los viajes a la playa, ya que los desplazamientos eran
cortos, bien en paseos o bien en tranvías. Aquellos veteranos y amarillos
vehículos tenían durante el verano la particularidad de remolcar a un
complemento móvil llamado “jardinera”, que era menos ruidoso y no por ello más
cómodo, pero que aumentaba la capacidad de viajeros.
Esas tardes, tras un viaje que parecía no
acabar, llegábamos al lugar elegido, Lugones, Buenavista, Colloto...y allí,
tras un paseo, nos sentábamos en algún merendero, lugar en el que había mesas
alargadas y bancos sin respaldo para acomodarse. En Colloto era muy famoso el
llamado “Casa Periquín”, cuyos dueños tenían unas orejas sumamente grandes y
alargadas características de toda la familia. En estos merenderos se permitía
llevar la propia comida, lo cual era lo más frecuente, tan solo con el consumo
obligatorio de las bebidas, que normalmente eran únicamente a base de vino y
gaseosa “media y media” se llamaba a esta típica consumición.
Después de la merienda-cena, tan apetitosa
y fuera del menú semanal, nosotros, la gente menuda, tenía más libertad para
establecer nuevas amistades y jugar a algún entretenimiento compartido tal como
batallas con los corchos de las botellas de sidra del merendero hasta el
momento de regresar a la ciudad propiamente dicha.
En nuestras andanzas veraniegas
aprovechábamos cualquier ocasión para procurarnos algún alimento extra, tan
necesario en estas edades. Total, que en alguna de las huertas que había muy
cercanas al casco urbano, siempre había la posibilidad de ingerir pequeños
frutos en ausencia de los dueños. Nuestra preferencia eran los arbejos en
formación, ya que al abrir su vaina quedaban casi en leche y su sabor era
bastante aceptable. En los maizales también surgía la ocasión de coger alguna
panoya tierna, que tostada en una hoguera constituía un manjar muy apetecible.
Lo que sí era sabroso de verdad se producía durante la recolección de la
patata. Los amos de estas huertas, sacaban las patatas primeras en esta
estación veraniega y muchas veces hacían una pequeña hoguera y en ella asaban
unas cuantas. Sabedores de ello nos acercábamos muchas veces a tal labor y ante
nuestras inocentes miradas, el propietario de este primitivo festín solía
darnos una de esas patatas, con su piel medio carbonizada y cuyo interior tenía
un sabor inmejorable, implementado con el ahumado de la hoguera.
Otras actividades nutritivas, con frugales
banquetes, nos las buscábamos en las sebes, que en esta época nos ofrecían
gratis unos sabrosos racimos de zarzamoras, que incluso con nuestra impaciencia
comíamos antes de madurar. Las zarzamoras, “moras” como las llamábamos, eran
sabrosísimas cuando estaban en sazón, sirviendo incluso para fabricarnos una
bebida refrescante al exprimirlas y mezclar su jugo con agua azucarada. En
muchas ocasiones, tras evitar la presencia de sus dueños, aprovechábamos la
abundancia de avellanos que separaban las lindes, cogíamos los “garapiellos” y
tras pelar su envoltura verde, partíamos con nuestras propias muelas aquellos
frutos tan naturales y asturianos, paladeando con placer la rica “ablana”
todavía tierna y jugosa.
En estos recorridos campestres, además de
posibles alimentos también imaginábamos extraordinarias aventuras, en las que
éramos exploradores o soldados de élite alemanes y americanos , aprovechando
también pequeños arroyos para hacer presas y echar a flotar rudimentarias
embarcaciones. Como en estos arroyos había abundancia de renacuajos de rana,
“cabezones” los llamábamos, procurábamos hacer una buena captura y sobre todo
cuando al edificar la presa se desecaba parte del reguerín. Aunque los
llevábamos después en un cubo con agua no sobrevivían demasiado en nuestras
angelicales manos.
Durante nuestros campestres paseos, al
cruzar los prados, tan verdes y olorosos, la hierba aún sin segar era alta y
tupida, lo que escondía muchas veces a unos inocentes habitantes, los
“esgolancios” o “esculibierzos”. Eran unas serpientes plateadas totalmente
inofensivas pero que no eran de nuestro agrado, tal vez por ese ancestral
terror humano a los reptiles.
Con el buen tiempo venía también la
posibilidad de tener una nueva mascota doméstica: el grillo. Este simpático
insecto era muy codiciado por nosotros debido a su escasez y sonoridad. La
escasez venía propiciada por la época de lluvias generalizadas de final de la
primavera, que inundaba sus cuevas y acababa con muchos de ellos. Los que
sobrevivían a este diluvio eran motivo de caza y captura con el ánimo de
conservarlos vivos, bien en una pequeña jaula o en una simple caja de cartón
con una tapa transparente. Los más valorados era un especimen que tenía una “P”
mayúscula en sus élitros, lo que motivaba que les llamásemos “príncipes” y que
se distinguían también por la sonoridad de su “cri-cri”. Su captura no era
fácil debido a lo ya referido de que hacían una cueva profunda para
resguardarse. Por tal motivo desarrollábamos diversas técnicas, la más típica
era meter una paja larga por el interior de la cueva y moverla de modo que el
grillo al notar el pinchazo sobre su abdomen se salía de ella. Otra muy utilizada
era una buena meada sobre el agujero para obligarlo a salir so pena de morir
ahogado. Hubo también un desarrollo científico para este atrapamiento, del cual
tengo el honor de ser su inventor y que era a base de utilizar hormigas
cabreadas. La cosa consistía en que una vez localizada la cueva, se buscaba en
su cercanía el típico hormiguero de prado, un cono de arena con su población de
hormigas. Se escarbaba con la mano la arena de esta construcción y rápidamente
salían hormigas enfurecidas para vengar tal estropicio; éste era el momento
óptimo para tomar un puñado de tierra lleno de estos insectos y ponerlo a la
entrada de la cueva del pobre grillo. Las hormigas se introducían velozmente
por ella y atacaban fieramente al grillo, que al sentirse mordido salía a
escape de su escondite y pasaba así fácilmente a nuestro poder.
El cuidado del grillo cantor, que incluso
se vendían alguna vez en la misma Plaza de El Fontán, era muy delicado para que
éste estuviera todo lo confortable posible en su encierro. Para su alimentación
le proporcionábamos hojas de lechuga, que no sé por qué motivo siempre se
imaginó que era su alimento preferido pero que yo sepa en el prado donde vivían
no tenían este vegetal. La cuestión es que la lechuga les soltaba la tripa, al
igual que a los gusanos de seda y padecían con esta dieta una fuerte diarrea casi
crónica.
No eran éstos los únicos insectos que caían
en nuestro poder. La abundancia de este tipo de fauna era muy grande, por lo
cual muchos niños hacían colecciones de ellos a gran escala. Una de las más
frecuentes era la de mariposas. Este lepidóptero, además de embellecer los
prados y jardines con su vuelo multicolor, tenía el inconveniente personal de
su propia belleza, lo cual propiciaba su captura y martirio posterior. Para
lograr una perfecta colección, la pobre mariposa era clavada con alfileres,
alas y cuerpo, en un cartón y así se mantenía en lenta agonía hasta su muerte,
con lo cual quedaba en posición adecuada para su destino final de coleccionismo.
Otros insectos también eran capturados para
diversos fines. Por ejemplo los “ciervos volantes”, que llamábamos
“vacalorias”. Éste tenía un tamaño gigantesco y aparecía volando a baja altura al
anochecer, produciendo un ruido característico en su pesado vuelo pues su
envergadura superaba muchas veces los
Aprovechando la oscuridad buscábamos otro
insecto muy solicitado para las noches: las luciérnagas. También eran muy
abundantes durante el verano y su fácil captura propiciaba una luminosa
colección.
Era también en esta estación cuando los
propietarios de palomas hacíamos demostración de sus modestas hazañas de vuelo
de regreso al palomar. Puede parecer en la fecha actual un tanto chocante que
esta ave, tan exageradamente numerosa ahora en las ciudades, fuese entonces
motivo de orgullo la posesión de una o dos parejas de ellas. Hay que recordar
que muchas fincas tenían su propio palomar con fines alimenticios ya que por
entonces las crías próximas a emprender el primer vuelo, llamadas “pichones”,
eran un plato muy apreciado, especialmente para las personas convalecientes de
alguna enfermedad. Pues bien, el tener una pareja y sentirte responsable de
ella era todo un acontecimiento y si eran de raza mensajera, tanto mejor,
mientras que las que no lo eran, se llamaban “pelurcias” y eran poco
apreciadas.
El plato fuerte del verano lo constituían
las típicas “romerías”, que se celebraban prácticamente durante toda la
estación, de un modo consecutivo para evitar coincidencias y en todos los
barrios periféricos y pueblos de los alrededores. La llamada a la fiesta,
debido a la escasa información reinante, era a base de tirar cohetes desde la
primera hora del día señalado. Estos cohetes, conocidos por “voladores”,
portaban una vara larga y fina que era muy apreciada por nosotros para su
utilización como espada, tipo florete de esgrima, lo que suponía carreras y
empujones para conseguir este modesto tesoro cuando caía en tierra.
Estas romerías se celebraban en un prado
que fuese lo suficientemente llano y cuya hierba había sido segada con
antelación. Todo ello propiciaba un aroma característico que se desprendía de
este lugar, mezcla de olores peculiares procedentes de la propia hierba, de las
típicas avellanas tostadas, de la sidra y de la pólvora de los “voladores”.
La música era de dos tipos: la clásica de
gaita y tambor y la de melodías y canciones de moda. Esta última se emitía
mediante altavoces que se colocaban en los árboles y postes de la luz y desde
ellos se inundaba la zona de suaves melodías contadas por Bonet de San Pedro,
Jorge Sepúlveda y Antonio Machín. Había una empresa que tenía la exclusiva
musical de casi todas las romerías y portaba el pomposo nombre de “Gramolas El
Topu”.
Para los niños había alguna cucaña y
puestos con bidones de barquillos, pero lo más ansiado era la recuperación del
globo festivo. En casi todas las romerías se soltaba un globo de papel
multicolor como un aditamento más de la festividad. La duración de éste era
limitada ya que la mezcla que calentaba el aire tenía poco combustible y por lo
tanto el globo iba perdiendo altura hasta aterrizar en algún lugar próximo.
Para nosotros era un verdadero acontecimiento atrapar uno de estos aerostatos,
aunque la verdad pocas veces lo conseguíamos pues solían incendiarse al
tropezar con algún obstáculo en su caída.
Había también competiciones entre distintos
barrios de la capital para lograr la supremacía festera, especialmente de los
“fuegos artificiales” en la noche de la clausura de los festejos. De esta
manera, eran muy conocidos los duelos entre las fiestas de los barrios de San
Lázaro y de Santa Ana de Abuli. Como la de Santa Ana se celebraba en Julio,
procuraban superar a la del año anterior de San Lázaro, que estaba a caballo
entre finales de Agosto y primeros de Septiembre. Con esta ventaja era San
Lázaro la que solía ganar en el año en curso, en el que coincidían ambas
fiestas veraniegas. Al estar ya próximas a las Fiestas de San Mateo, eran las
de San Lázaro una especie de adelanto en los puestos y tiovivos, (“las
barracas”). Había incluso un servicio especial de tranvías de la línea 3, con
mayor frecuencia de viajes y con jardinera incluida para aumentar la capacidad
de pasajeros.
El inicio de las fiestas mateínas era muy
esperado por la gente menuda, pues suponía un divertimento extraordinario,
tanto en los conciertos musicales en el paseo del Bombé como la densa maraña de
las “barracas” en el Campo de Maniobras. Allí, cercano a la calle Marqués de
Santa Cruz se instalaba un arco de entrada y según se subía la zona estrecha se
situaban los puestos en los que se vendían frutos secos, caramelos,
garrapiñadas, churros y patatas fritas, sin olvidar al eterno algodón de
azúcar. Ya en la parte ancha se colocaban las propiamente “barracas” con los
típicos tiovivos de “los caballitos”, “la ola”, “las cadenas”, “la mariposa”,
“el tren de la muerte”, “el laberinto”, “el teatro de marionetas”, “la noria”,
“rifas”, “circos”, “el maño” con su vino dulzón, “el tiro al premio” con unas
escopetas descalibradas, “horóscopos”... y para los mayores las atracciones del
famoso “Teatro Argentino”, único sitio “gravemente peligroso” para la moral en
que se podían ver muslos de mujer y que nosotros admirábamos en los dibujos de
sus carteles. Este teatro sobrevivió muchos años y cambió de nombre y
propietaria, con el nuevo anagrama de “Teatro Chino de Manolita Chen”.
Existía en ocasiones, en uno de los puestos
de rifas, uno muy modesto a base de una serie circular de pequeñas casetas con
un número cada una de ellas que indicaba el correspondiente regalo de la
exposición. En el centro de este círculo había una lata de hojalata con una
cuerda que la levantaba y en su interior estaba ¡ una rata ! Para animar a la
gente que comprase los boletos de la rifa el dueño gritaba y gritaba: “ya está
la rata debajo de la lata”. Cuando vendía la totalidad de las papeletas, se
levantaba la lata y la rata, asustada, se metía en una de las cajas numeradas,
cuyo número era el premiado. La cuestión es que la rata elegía siempre una de
las cajas cuyo número correspondía a regalos insignificantes, lo cual era
debido a que su dueño la tenía hambrienta y era en esas cajas donde había
depositado un poco de comida. Total, que la gente admitía este truco con tal de
ver el espectáculo de la pobre rata. En uno de los sorteos le tocó a un
“quinto” (como eran conocidos los soldados en la mili) dos veces seguidas el
premio y el dueño del tenderete gritó orgullosamente: “qué suerte la del
militar, le ha vuelto a tocar otra botella de lejía”.
Era tradicional la colocación de unos
puestos de venta especializados en melones, cuyo olor de esta fruta inundaba
los alrededores ya que se vendían en rodajas para su ingestión directa en el
mismo lugar. Este fruto era entonces escaso en Asturias y su degustación
popular se limitaba casi a estos días festivos.
El día solemne de San Mateo traía consigo
la afluencia en masa de los habitantes cercanos a Oviedo, incluso de
También las fiestas nos traían otros
festejos tales como la salida de los Gigantes y Cabezudos, con
Finalizadas estos festejos tan esperadas,
se vislumbraba ya el otoño cercano, con la vuelta al colegio y la consiguiente
pérdida de libertad. Aún nos quedaba tiempo para hacer alguna travesura de mal
gusto, tal como echar por la espalda de algún incauto una parte pilosa de unos
frutos rojos que crecían entre las sebes y que producían un fuerte picor,
bastante duradero. Otras eran la preparación de pequeñas trampas en el suelo,
tanto pde la calle como en la zona de juegos, consistente en cavar un pequeño
hoyo, en el que introducíamos una buena caca humana, se tapaba con palos y se
disimulaba su presencia con arena o hierba. Aquel que tenía la mala fortuna de
pisar esta trampa, metía su pierna en el hueco, se daba un traspiés y para
colmo salía con el pie perfumado y maloliente.
Otro juego poco recomendable era llenar de
orines un bote vacío de conserva, apoyarlo inclinado en la puerta de una
vivienda y llamar en ella, de tal manera que al abrir ésta, el contenido del bote
se desparramaba en el interior, con el consiguiente cabreo del propietario.
Lógicamente no presenciábamos en primera fila tal prodigio de nuestra invectiva
pero nos conformábamos con oír los improperios que nos dirigía el afectado.
Una variación de éste era menos cochina y
para ello solo se precisaba un cordel lo suficientemente largo para atarlo en
los pomos de dos puertas antagónicas de sendas viviendas. Al atar de esta guisa
y suficientemente tensa la cuerda, llamábamos simultáneamente en ambas
viviendas y lógicamente en ninguna podía abrirse la puerta, con gran jolgorio
por nuestra parte.
NUEVE
LAS FIESTAS DE NAVIDAD
El aire de
las castañas. La melancolía. Los Nacimientos. El olor a musgo. Las visitas. La
originalidad del Colegio del Santo Ángel. Instrumentos musicales: las
castañuelas. El sorteo de
A
finales del mes de Octubre y primeros de Noviembre llegaba un viento cálido,
conocido por el de las castañas, que traía consigo un olor característico de
polvo y sequedad, anuncio de las ya próximas Navidades. Se aprovechaba entonces
esta sequedad ambiental, impropia del clima de nuestra tierrina, para abrir los
armarios roperos y ventilar las prendas de abrigo.
En estas fechas, tal vez por la influencia
del aire del sur, nos sentíamos tristes y nos dominaba una gran melancolía,
incrementada todavía más por la temprana anochecida que motivaba la
imposibilidad de jugar con los amigos, ya que cuando llegábamos a casa, a la
salida del colegio, era noche cerrada y no había nadie en la calle.
Las fiestas de Navidad tuvieron, tienen y
tendrán un significado muy especial para la infancia, que se graba en la
memoria y permanece imborrable en su recuerdo durante toda nuestra vida.
Generalmente caía una buena nevada, que le
daba el ambiente preciso y su cercanía implicaba el acopio de musgo y arena,
imprescindibles para la instalación del Nacimiento. La construcción de éste
dependía, como todo en esta vida, de las posibilidades económicas de cada
familia, desde figuras articuladas y con movimiento hasta una única Sagrada
Familia. Todas las figuras eran de barro cocido y decoradas a color. Había un
amplio surtido para adquirir: el portal, lavanderas para el río de papel de
plata, soldados romanos, casitas de corcho, puentes romanos, familias de
animales...¡ incluso cazadores con escopetas ! Todos ellos se colocaban
cuidadosamente junto al musgo y en los lugares más estratégicos para conseguir
el mejor efecto visual. El olor a musgo fresco invadía la habitación donde
estaba el Nacimiento, originando así su evocación posterior cada vez que olemos
este modesto vegetal.
En todas las iglesias se instalaban los
Nacimientos con verdaderas obras de arte plasmadas en sus figuras, existiendo
también domicilios particulares que rivalizaban con ellas. Era por lo tanto una
obligación muy agradable el realizar las visitas a todos estos lugares para ver
asombrados los prodigios que allí se exponían ante nuestra mirada. En una casa
de
Entre todas estas exposiciones públicas de
Nacimientos destacaba uno por su originalidad y era el que se instalaba en el
Colegio del Santo Ángel, dentro de la clase de los párvulos. En su diseño era
responsable una monja de muy baja estatura llamada hermana Ángeles y que no sé
si debido a dicha estatura colocaba las figuras grandes en el fondo y las
pequeñas en primera fila, pues sin idea de la perspectiva opinaba esta monjita
que las grandes se veían muy bien de lejos (para eso eran de mayor tamaño) y las
pequeñas se observarían mejor de cerca. De esta manera el efecto visual era
horroroso, todo contrario a la lógica, pero no hubo medio de convencerla para
que situara a las figuras de este Nacimiento en la posición requerida.
Los instrumentos musicales típicos de esta
época eran de lo más primitivo, pues aunque las niñas tenían las clásicas
castañuelas españolas, los niños nos fabricábamos unas caseras, hechas con un
par de tablillas de madera alargadas y que se tostaban al fuego de la cocina ya
que sabíamos que con este chamuscamiento se favorecía un sonido más seco, muy
apreciado por todos. Estas láminas de madera se colocaban entre dos dedos
alternos de la mano para procurar su separación y con un movimiento adecuado se
producía su choque y con él un sonido típico, rítmico, que acompañaba en el
cántico de los tradicionales villancicos. Con esta modesta orquesta acudíamos
de piso en piso y de puerta en puerta pidiendo “el aguinaldo”, que aunque
escaso en dinero sí que se conseguían golosinas que al final de la jornada nos
repartíamos con gran alegría.
El anuncio sonoro de las ya cercanas
Navidades era la retransmisión por radio del sorteo de la lotería, con su
cantinela típica que permanece invariable hasta la época actual, aunque la
verdad no nos suena igual lo de “euros” en lugar de “pesetas”.
Las compras de los productos navideños
venían limitadas por el severo racionamiento de víveres que entonces padecíamos
y del que no se libraba ni el turrón. Total que la variedad turronera solía
limitarse a las típicas tres clases: duro, blando y mazapán con frutas, siendo
entonces el tamaño de ellos similar al de un ladrillo. Con esta escasez se
estableció una costumbre, que perdura todavía en muchas de nuestras casas, de
comer el primer turrón en la cena de Nochebuena, sin adelantos como ahora. Este
postre se mantenía únicamente para esta noche y para la de Navidad, en Año
Viejo, en Año Nuevo y en el día de Reyes. En la mayoría de los hogares este
racionamiento era también ampliado a que cada miembro de la familia recibía su
trozo de cada especialidad y no había más repetición de la golosina. Era
también muy típico comprar sidra dulce a granel, único manjar bebestible para
la gente menuda, siendo un lugar típico para esta adquisición un local que
estaba en la calle Oscura (Mon) llamado Casa Cechini.
El día anterior a
El día de Nochebuena era de cumplimiento
obligado asistir todas las familias al completo a la tradicional Misa del
Gallo.
Los días siguientes a
Este maravilloso ambiente navideño se
complementaba con los álbumes que casi todos los tebeos editaban con motivos de
estas fiestas. Incluso El Guerrero del Antifaz, Juan Centella, Jorge y
Fernando, El Diablo de los Mares, Roberto Alcázar y Pedrín nos deleitaban con
sus historietas específicas pero era tal vez el Pulgarcito donde mayor
profusión se manifestaba y en ese álbum especial Doña Urraca era menos mala,
Don Pío recibía una paga extra inesperada y hasta el pobre Carpanta se comía un
pollo en compañía de su fiel amigo Protasio. Estos festines extras de los
personajes de nuestras historietas eran fiel reflejo de nuestros festejos:
pollo y turrones.
Los pocos bazares de juguetes se llenaban
con los mismos modelos de todos los años. Debido a la posguerra civil y a la
guerra mundial, las fábricas jugueteras elaboraban sus productos con poca
variación, por lo cual hubo un largo intervalo de años en los cuales varias
generaciones de niños jugamos con los mismos juguetes.
Tradicionalmente se producía un suceso
extraordinario para todos nosotros, motivado por la exposición de trenes
eléctricos en los escaparates de Almacenes
En la radio se oían a diario los clásicos
villancicos de siempre, complementados por la visita anticipada del embajador
plenipotenciario de Sus Majestades: Aliatar. Este personaje era muy querido por
nosotros ya que en sus programas radiofónicos nos anticipaba los muchos regalos
que recibiríamos, siempre que fuésemos buenos y escribiésemos la
correspondiente carta peticionaria.
Al llegar la noche mágica del día 5 de
Enero, una vez anochecido, acudíamos ilusionados a presenciar
Finalizados éstos, presente aún el olor de
la pólvora comenzaba el paso de la caravana, con profusión de bengalas
encendidas y en la que en primer lugar llegaba Aliatar montado en un caballo
blanco y saludando a la gritería de todos los niños que repetíamos su nombre
sin descanso.
Tras Aliatar iban desfilando los Reyes y
sus modestos cortejos y como complemento pasaban finalmente un montón de mulos
cargados con paquetes e incluso algún camión militar para dar mayor sensación
de abundancia.
Con los ojos encandilados por el
espectáculo regresábamos a nuestras casas, con los nervios en tensión,
sabedores de las pocas horas que quedaban para recibir los ansiados juguetes.
Terminada la cena, ya en la cama, nuestro
nerviosismo era tan grande que nos era imposible conciliar el sueño, hasta que
de madrugada acudíamos presurosos al lugar donde habíamos dejado nuestras
zapatillas y llegaba entonces la alegría y la sorpresa al contemplar los
paquetes allí depositados y que tan grandes nos parecían. Con rápidos
movimientos deshacíamos los envoltorios y ante nosotros aparecían algunas cosas
de las que habíamos pedido y otras que no, pero que eran igualmente valoradas.
Además de los clásicos juguetes de hojalata, con su olor inconfundible, había
una serie de modestos complementos que también eran muy bien recibidos, tales
como los clásicos cuentos de Calleja, de pequeño tamaño y muy coloreadas
portadas, banzones en una bolsa de malla, el coche pulga y una mezcla de bolas
de anís con otros productos azucarados que se conocía como “revoltijo”.
La mañana y el día de Reyes transcurría por
tal motivo como un sueño hecho realidad, con la clásica rotura y avería de los
nuevos juguetes y con la amenaza inminente de la continuidad del colegio,
prácticamente al día siguiente.
Nada es más triste y deprimente como la
vivencia y el recuerdo de la primera noche de Reyes en la que ya dejamos de
creer en ellos. Era un momento doblemente doloroso, uno por perder esa
maravillosa ilusión y otra por dejar de recibir aquellos añorados juguetes, que
ahora desaparecían de nuestro entorno sin más motivo que el no poder creer ya
en los Reyes Magos, cuya presencia admitimos casi hasta cumplir los trece años.
Al evocar estos acontecimientos nos llenan
de nostalgia nuestros recuerdos y creo afirmar que muchos de nosotros, que henos
pasado de niños a abuelos, tenemos todavía nuestro pensamiento en cada Noche de
Reyes en aquellas otras pretéritas en que tan grande era nuestra ilusión y tan
maravilloso era el despertar.
DIEZ
UN MERECIDO HOMENAJE
La generación
de “oír, ver y callar”. Las niñas que se transformaron en madres heroicas. La
abuela esclava. Los niños y la generación del pluriempleo. El profundo cambio
de costumbres. La ola de erotismo. La adaptación de nuestra mentalidad. Los
hijos emancipados y su dependencia. La generación de la regañina. Nuestra
historia destrozada. La identidad personal. El adulto y el niño.
Nosotros,
los niños y niñas de la posguerra civil nos hemos criado dentro de una sociedad
hambrienta, dormida y silenciosa, donde solamente podíamos seguir las órdenes
de “oír, ver y callar” frente a los adultos y cuya mayor diversión eran los
juegos en plena calle, que suplían la drástica carencia de los necesarios
juguetes.
Nuestra generación, protagonista de estos
relatos durante su etapa de la niñez, ha tenido posteriormente a lo largo de su
pubertad, juventud, madurez y vejez una serie de vivencias y cambios sociales
que ninguna otra ha soportado.
Las niñas, en una amplia mayoría, han sido
preparadas para ser esposas y madres y eso lo han cumplido con pleno
acatamiento. Su gran capacidad de trabajo y sacrificio fue la base fundamental
para la realización de todos los planes de desarrollo desde los años 60 hasta
el día de hoy, pero en pocas ocasiones se les ha reconocido este mérito.
Ellas han sido madres ejemplares y han
tenido la grandeza de cambiar el tipo de educación de sus hijas para que éstas
tuviesen más oportunidades que ellas, procurando que no abandonasen sus
estudios, vigilando celosamente su formación y que su porvenir fuese otro que
el de buscar un buen marido, tal como a ellas les inculcaron desde pequeñas.
Todo ello fue alcanzado gracias a la
generosidad y privaciones de esta magnífica generación de mujeres, que se
merece algo más que este modesto homenaje y que fueron artífices de una
verdadera revolución doméstica.
Con la incorporación de las mujeres al
mundo laboral, el papel de estas madres, actuales abuelas, ha pasado a ser la
clave en la crianza y la vida de sus hijas. En este momento más del 25% de las
mujeres mayores de 65 años ayudan a cuidar a sus nietos a diario y para mayor
trabajo realizan también casi todas las tareas de su hogar. Estas verdaderas
heroínas son propensas a enfermar, con tantas ocupaciones simultáneas,
adquiriendo el “síndrome de la abuela esclava”, nunca mejor descrita una
dolencia con tan pocas palabras.
¿Y qué decimos de los niños? También ellos
tienen méritos acumulados, pues constituye el honor de ser la generación
creadora del “pluriempleo”. Con el fin de lograr que la familia, dependiente
económicamente del padre, por imperativo de la época, tuviese lo mejor que para
ella deseaban, buscabaron todo tipo de ocupaciones para lograr que las pesetas
necesarias llegasen al hogar. Para ello no dudaron en privarse de muchos
caprichos, soportando estoicamente bastantes necesidades personales y al final
ha venido una compensación moral al comprobar lo mucho que ha servido este
generoso esfuerzo.
La pareja así formada, casados por
Con tanto cambio a su alrededor han tenido
que adaptarse a la modificación de unas costumbres, firmemente arraigadas, que
hicieron tambalearse sus anticuados y severos criterios morales. Recuerdo a un
amigo que me comentaba al respecto: “hay una ola de erotismo enorme...pero a mí
me ha pillado sin saber nadar”.
Nuestros hijos disfrutaron, gracias a
nuestra comprensión y adaptación, una serie de libertades que nunca nos pudimos
imaginar para nosotros cuando todavía éramos jóvenes y esto es otra variación
asimilada por nuestra generación.
Como ejemplo de estas libertades y del
cambio de mentalidad tenemos la actual situación familiar, en la que todavía
hay un 20% de nuestros veteranos abuelos que tienen en sus casas a un hijo
mayor de 30 años, totalmente apalancado en el hogar paterno. Esto no se debe a la
carestía de la vivienda ¡ faltaba más !. El verdadero motivo es la liberalidad
con que son tratados en sus casas y éste es el gran mérito de esta generación
nuestra.
Para colmo los hijos emancipados, al
hacernos abuelos, precisan a su vez de nuestro apoyo; los abuelos, tal como
hemos citado, salen de nuevo a la palestra para cuidar los nuevos meones de la
familia e invitan a sus hijos a comer los fines de semana y estos acuden
encantados y provistos de recipientes para llevárselos llenos con los inimitables
guisos caseros de su madre, un tipo de cocina que desaparecerá a la vez que sus
realizadoras.
Es también frecuente ver a los abuelos,
hombres me refiero, carretar cochecitos con nieto, hacer la compra, ser
auxiliar de cocina...¿qué más cambio se puede pedir? Pese a ello siguen gozosos
con estas tareas y con la sonrisa muchas veces resignada ante tanta entrega
continuada.
Un ejemplo característico de la docilidad y
aguante de nuestra generación fue una tira cómica publicada en una revista hace
ya varios años y en la que se observaba a una niña y a un niño soportando
resignadamente las regañinas de sus padres y de sus maestros, después
continuaba con unos jóvenes con similar postura ante los dictados de sus
profesores, jefes y de los mismos padres. Finalmente se les ve ya mayores
aguantando los dictados de sus hijos. ¡ Toda una secuencia de los niños
sufridores y callados desde
Una nación se manifiesta y engrandece a lo
largo de los siglos de existencia por su historia, que se verifica y demuestra
con sus monumentos, edificios y restos arqueológicos que hacen a ésta fuerte en
el presente, al mantener sus raíces profundas e intactas. En nuestro caso
podemos decir que en la mayor parte nos hemos quedado sin historia. En efecto,
cuando en los años presentes intentamos rememorar los testigos sólidos de
nuestra infancia, nos encontramos con que no existen. Los prados, casas, calles
y lugares de nuestra infancia han desaparecido y en su lugar se alzan nuevas
urbanizaciones que todo lo modifican, perturban y destruyen.
Por esta desaparición de nuestro hábitat
infantil, nuestros recuerdos se refugian en un estado imaginario que en el
presente no existe, lo que motiva un considerable aumento de la nostalgia, que
idealiza aún más nuestro reciente pasado y crea el “rincón mágico” descrito
anteriormente.
Con una niñez tan interesante vivida y
fraguada en tantas carencias, hemos crecido y desarrollado con una identidad
personal muy acentuada, fuertes frente a las adversidades y en capacidad de
sacrificio. Lo que más vale en nuestra existencia es aquello que puedes
atesorar en tu interior a lo largo de ella y creo poder afirmar que las
experiencias de nuestra infancia han servido para entroncar en nuestra
vida unas raíces con el pasado muy
difíciles de eliminar, cumpliéndose así en cada uno de nosotros el famoso dicho
de Simone de Beauvoir: “¿Qué es un adulto? Un niño inflado por la edad”.
Finaliza esta evocación con una cita del
entrañable Antonio Mercero, quien con mucho acierto cambia el sentido de la conocida
inscripción final de “R.I.P” por la magnífica equivalencia a Recordando
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