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2 de enero de 2024

El Rincon de la Nostalgia {Relatos de Paya Frank}

 


Relatos

 

EL RINCÓN  DE LA NOSTALGIA

 

Los niños de la década 40 y 50. El silencio. La falta de alimentos. Los juegos peligrosos. La educación. Los juguetes inalcanzables. Los fallos de los Reyes Magos. Algunos juegos comunes

 

Los niños y las niñas que nacimos en la cercanía de la guerra civil y nos criamos en la década de los años 40 y 50 crecimos con una educación rígida y severa, tanto en el hogar como en el colegio, ya que la sociedad de esos años tenía esa característica. Así soportamos un ambiente muy duro, observando la preocupación y el silencio de nuestros padres, que no todos teníamos pues la realidad de la guerra se plasmaba con toda su crudeza en la abundancia de niños huérfanos de padre y la presencia trágica de mujeres viudas vestidas de severo luto. En nuestras mentes infantiles todo ello, implementado con la falta de alimentos y con las cartillas de racionamiento, no era motivo de complejos ni depresiones. Los niños nos adaptábamos a todas estas dificultades, salíamos a jugar a la calle, entonces nuestra calle,  allí desarrollábamos nuestra inventiva, que suplía con creces nuestras carencias y así llenábamos nuestras vidas con una plena libertad de movimientos y travesuras. Nuestros padres, con tantas preocupaciones que tenían, no eran conocedores de los peligros que sorteábamos, casi al filo de lo imposible, muchas veces entre las ruinas de las casas bombardeadas, entre las cuales encontrábamos materiales bélicos tales como obuses sin estallar, peines con balas de fusil, bombas de mano, todo ello acompañado en ocasiones con restos humanos. Por otra parte emprendíamos luchas a pedrada limpia, bien entre nosotros o bien contra otros chiquillos de barrios cercanos. Sería interminable el detalle de todos los componentes peligrosos que sorteábamos en nuestro camino o manipulábamos en nuestros juegos.

 

 Las visitas a nuestras casas eran para comer los modestos manjares que nuestros padres nos proporcionaban con tantos sacrificios; incluso las necesidades básicas corporales las satisfacíamos en plena calle o escondidos en alguna ruina. El ambiente de carencia de alimentos también nos afectaba, sobre todo al observar a las personas mayores, que soportaban hambre y frío junto a nosotros con la presencia constante de los sabañones y de la piel de los nudillos de las manos, codos y rodillas, resquebrajada y escocida; “ariadas” era su vulgar denominación.

 

Nuestra educación se basaba en el castigo, tanto corporal como estacionario en las aulas y tuvimos un plan de estudios que comprendía las siguientes etapas: Párvulos, Primaria, Elemental, Ingreso, Bachillerato de 7 años y finalmente el examen de Estado o Reválida en la Universidad. Los niños teníamos la posibilidad de realizar estos estudios con vistas a continuar en la Universidad o escuelas especiales. Las niñas lo tenían más difícil pues generalmente estudiaban lo que se llamaba Cultura General y lecciones de Hogar, que era su destino programado y que ellas aceptaban resignadamente, en espera posterior a la llegada del “príncipe azul” que las liberara, mediante el casamiento, de la dictadura y protección que padres y hermanos ejercían sobre ellas, eso sí, con gran cariño y dedicación.

 

Cuando en este tiempo presente acudimos a exposiciones en las que se pueden contemplar los juguetes de nuestra infancia, podemos observar cómo los ahora abuelos miran emocionados y nostálgicos estos objetos, de los cuales pudieron disponer de alguno, quizá de los más modestos. Me apena observar la indiferencia de los nietos que llevan con ellos, cuando les dicen: “mira, ese coche lo tenía yo y jugaba con él de tal manera” y los niños, ahora saciados de todo tipo de juguetes y buenos alimentos, ni se dignan a observar la reliquia y menos a hacer cualquier comentario a sus abuelos. Es en estas exposiciones cuando la nostalgia, que no la tristeza, nos domina al evocar nuestra infancia y comprobar en vivo la gran cantidad de juguetes que había y los pocos que poseíamos. Para la mayor parte de los niños de entonces nunca pudimos tener un tren eléctrico, una bicicleta o un coche de pedales (¡ aquello era inalcanzable !). Cuando los veíamos en algún escaparate, con nuestra nariz pegada al cristal, nos imaginábamos lo maravilloso que sería disfrutar de alguno de estos tesoros, pero no pasábamos de ahí, ni tristeza ni depresión, nuestra imaginación suplía con creces su falta y los pocos minutos de este sueño disfrutábamos con los modestos entretenimientos que teníamos a nuestro alcance y con la fantasía e ilusión de pedir estos tesoros a los Reyes Magos cuando llegase la ocasión, claro que llegado el momento Sus Majestades se olvidaban siempre de tales pedidos y nos dejaban otros mucho más modestos pero que a nosotros nos parecían extraordinarios y nos hacían olvidar nuestro pedido original.

 

En el caso de las niñas podemos decir otro tanto. Ellas suspiraban por tener alguna de aquellas maravillosas muñecas tales como Mariquita Pérez con su vestuario de lujo, Juanín su hermano, Cayetana, Gisela, Chelito…pero que, al igual que a los niños, sus peticiones no podían ser atendidas y se tenían que resignar con una pepona de cartón piedra sin surtido de vestuario.

 

Niños y niñas estábamos separados tanto en las aulas como en los recreos pero esto no impedía que afuera de los colegios nos mezclásemos en juegos inocentes, entre los que destacaban “las prendas”. En los descampados soñábamos con los héroes de papel, con acciones bélicas para los niños de los cuales los héroes más destacados eran “El Guerrero del Antifaz” y “Roberto Alcázar y Pedrín”, sin olvidar a “Juan Centella”; ellas tenían otras publicaciones más delicadas basadas en cuentos morales de “Azucena” y aventuras recatadas tales como “Florita” y “Mis Chicas”.

 

La evocación nostálgica de aquellos felices años de la infancia, en la cual no fuimos conformistas pero que no tuvimos otra opción que la dura realidad, nos llena de un sosiego sublime, de un estado de nirvana al sentirnos niños de nuevo y recordar situaciones en las que nuestra única preocupación era disfrutar el presente con las mínimas necesidades cubiertas. Es un estado que los psicólogos modernos denominan “el rincón mágico” y en efecto tienen razón pues lograda esta comunicación con la infancia, entramos inmediatamente en ese lugar y es en él donde encontramos el sosiego y tal vez el olvido a nuestras preocupaciones de mayores.


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ESTABLECIMIENTOS, LUGARES Y ACTIVIDADES

 

El Arco Iris. Casa Floro. El Barín. Garaje Laguna. Casa María la Gocha. Casa Lupe. Librería Guillaume. Librería Santa Teresa. Papelería La Estrella. Los zapateros remendones. El Fontán y sus actividades. Las casas semiderruidas. Casa Piñera. La  Boalesa. Bazar Uría. Bazar Elías. La Panoya. El Precio Fijo. Los cines. La Catedral. Los Tranvías. El Hogar del Frente de Juventudes. Los Talleres del Vasco-Asturiano. Gaseosas El Canelu. El Colegio y sus castigos. Los productos farmacéuticos. Los vecinos y nuestros alimentos básicos. Los lavaderos. La perrona radiactiva. Los entierros.

 

Me gusta recordar todo el entorno en que tantos recorridos y paradas fueron creando nuestro propio hábitat. Al ser un niño el que hace este relato y haber vivido en un determinado barrio, en este caso el de Santo Domingo, hace que este relato esté focalizado doblemente, por una parte al aspecto referido a los muchachos y por otra parte a la delimitación  territorial, que estaba muy circunscrita a la zona de nuestra propia vivienda. Cuando eres pequeño la escala de las cosas que te rodean es muy grande y por lo tanto eso dominaba nuestras andanzas. Por ejemplo, ir caminando desde nuestro barrio, centrado en la Iglesia de Santo Domingo, hasta la calle de Uría, era todo un acontecimiento y hoy, a escala de adulto, te parece un corto paseo.

 

Van ahora aquí descritas brevemente este conjunto de circunstancias, rescatadas directamente de la memoria, sin consulta bibliográfica alguna, de modo aque pueden tener ligeros errores de apreciación, pero pese a ello, lo que vale es la contribución histórica que pudieron tener en el conjunto de estos niños y niñas que ahora se presentan con todo merecimiento, como protagonistas de este escrito.

 

El Arco Iris

 

         Era una tienda de ultramarinos situada en la cercanía del Ayuntamiento. Allí se despachaba todas las semanas lo que se daba a la población con las Cartillas de Racionamiento, que duraron hasta el año 1954. En ella se pesaban en cucuruchos de papel de estraza, el azúcar moreno en terrones, el chocolate con mezcla de algarroba y lleno de grumos  blancos y de aspecto terroso, el arroz, la harina, etc que variaban según la abundancia o escasez del producto en la semana de su reparto. Su dueño Don José, de aspecto distinguido era uno más en el despacho cariñoso a su abundante clientela.

 

Es curiosa la unidad en que entonces se expresaba el chocolate, que era “una libra”, en lugar de tableta, y estaba dividida en 16 trozos llamados onzas, de ahí que lo más común era merendar “pan y una onza de chocolate”.

 

Casa Floro

 

Ubicada en la Plaza del Fontán hasta hace poco tiempo, esta tienda, también de ultramarinos como la vecina de “Aceite Salat”, tenía una especialidad única para nosotros: los cacahuetes. Los tostaba a diario y en sus cercanías se desparramaba el exquisito aroma de este fruto seco. Éramos muchos los niños que allí acudíamos cuando nuestro humilde pecunio nos permitía gozar de aquella delicia por una peseta, que llegaba a nuestras manos aún con el calor de la reciente etapa del tueste.

 

El Barín

 

         Situado frente al Teatro Filarmónica, era un pequeño establecimiento, de ahí su nombre, especializado en unos bocadillos que por aquellos años de escasez eran gloria bendita. Tenían todo tipo del relleno típico de este producto, de los cuales había uno de anchoas y queso que era la meta inalcanzable para nuestros hambrientos estómagos de aquellos años, por lo cual muchas veces nos tuvimos que conformar con la mortadela, entonces el fiambre más económico, el de los pobres.

 

Garaje Laguna

 

         En la calle Quintana, cerca de Martínez Marina, tenía su modesto negocio un veterano ciclista asturiano: Laguna. En una de sus actividades tenía varias bicicletas de alquiler y las infantiles eran las buscadas por nosotros ya que por un módico precio, 2 pts/hora, podíamos disfrutar de un lujo que era inalcanzable y éste era en convertirnos dueños de una bici durante un corto intervalo de tiempo. Aquellas bicicletinas eran muy rústicas y poco agraciadas, con su tamaño enano que motivaba tropiezos de las rodillas con el manillar y éste disponía de una única manilla de freno, que sobresalía enormemente. Yo me pregunto ahora, al recordar aquella delicia temporal: ¿cómo podíamos saber el tiempo transcurrido del alquiler si no teníamos ninguno un reloj? Misterios de la ciencia pues que yo recuerde nunca llegábamos tarde pero me imagino que algún retraso fue generosamente perdonado por el bueno de Ramón.

 

Casa María la Gocha

 

         Era una tienda mugrienta y bastante sucia, de ahí su nombre, que estaba en la calle del Carpio y donde se vendía principalmente fruta, sin olvidar las típicas sardinas arenques de barril con su característico olor. Allí comprábamos las sabrosas granadas y alguna naranja en pleno invierno, que comíamos golosos en nuestro regreso a casa, muchas veces compartida esta pitanza entre varios niños pues el precio de estas frutas era entonces inalcanzable. La pobre María estaba siempre vigilando a su viejo marido, que tenía mucha apetencia por tomarse unos vasos de vino tinto en los bares próximos, aquel vino tierra de León tan ácido y que se distribuía en pellejos de cerdo.

 

Casa Lupe

 

El polo opuesto era esta tienda, también pequeña, que estaba al principio de la calle Arzobispo Guisasola y que vendía de todo en pequeña escala y que pese a la modestia de su establecimiento, el orden y la limpieza estaban asegurados. Para la chavalería nos vendía orejones, palodulce, cromos, tebeos y recortables. Lupe era bajita y morena y tenía unas piernas cortas y rollizas similares a los pegollos. Su fama era grande entre la gente del barrio, con una clientela abundante, que llenaba fácilmente el local pues su tamaño era pequeño, pero aprovechado al máximo.

 

Librería Guillaume

 

Estaba situada en la calle Magdalena. Las librerías de entonces eran locales antiguos en los que predominaban los típicos olores de la madera de cedro de los lápices y de la goma de borrar de miga de pan, principalmente de las marcas Johan Sindell y Milán respectivamente. Había también unos lápices que denominábamos “de tinta” por su peculiaridad de tintar de color morado cuando los humedecías con saliva, lo cual ocasionaba que muchos de nosotros tuviésemos la lengua llena de manchas amoratadas. También nos surtíamos de tintas de colores FIX, que en pequeñas pastillas originaban un producto sumamente económico que suplía al número uno de la tinta china, la Pelikán. Allí comprábamos también unos protectores metálicos en los que se introducía un lápiz y evitaba la rotura de la mina y también servía como alargadera, ya que al ir afilando el lápiz, cuando éste estaba demasiado corto, se encajaba en la parte así prevista de dicho protector, lo que alargaba la vida útil del lápiz y ahorraba la compra de otro sustituto. El dueño de esta librería era un señor delgado y de aspecto caballeresco, al que acompañaba en despachar una hija, también distinguida y entrada en años.

 

Librería Santa Teresa

 

En aquellos tiempos era la referencia de las librerías ovetenses. Las especialidades infantiles formaban una parte muy importante de sus productos, entre los que se destacaban los tebeos semanales Flechas y Pelayos, TBO, y El Coyote. También tenía un surtido amplio de recortables para los niños de la marca La Tijera y muñecas con vestidos, mariquitas las llamaban, para las niñas. Sus dependientes eran todos familiares, los Polledo, y atendían a la clientela generaciones completas con padres, tíos, hijos e incluso algunos sobrinos.

 

Papelería la Estrella

 

Estaba ubicada en la calle de la Rúa, próxima al colegio Santo Ángel y a otro de la misma calle, llamado Fruela. Por tal motivo de cercanía tenía una clientela abundante de gente menuda, que por poco dinero nos permitía la adquisición de pequeños tesoros tales como tebeos de todo tipo, recortables, tizas y pizarras. Las pizarras eran una parte importante de la indumentaria escolar, con sus pizarrines, unos comunes y otros especiales que denominábamos “pizarrín de manteca” por su textura suave. En aquellas pizarras hacíamos nuestros primeros palotes de escritura y las cuentas de aritmética, sirviendo también en los ratos libres para dibujar cualquier motivo creado por nuestra imaginación. El negocio era familiar, con el matrimonio que era el dueño, los dos bajitos y rellenos, acompañados muchas veces de sus dos hijas.

 

Los Zapateros remendones

 

Esta típica profesión era muy abundante en aquellos años tan difíciles. En cada calle había un pequeño local o chisquero, donde el humilde artesano se afanaba en recomponer una y diez veces el mismo modesto calzado, zapato o bota, que mantenía el estado del buen andar de mucha gente. A los niños era muy típico “herrar” la suela para que ésta durase más y era a base de herraduras en los tacones y tachuelas y protecores en la planta. Esto era motivo de presunción infantil, ya que el ruido de las pisadas era muy fuerte y eso enorgullecía a los propietarios de tales calzados herrados. Cerca de nuestro barrio, en la calle de Arzobispo Guisasola estaba uno de esos profesionales llamado Tino, muy aficionado al vino tinto (morapio) de los bares cercanos y era muy frecuente ver sus escapadas a tales apetencias. Había un dicho popular sobre las costumbres de estos artesanos, que se denominaba “el lunes de los zapateros”, creo que estaba basado en que debido a los excesos de bebida de los domingos por la tarde, el lunes por la mañana era acostumbrado no trabajar a causa de tales excesos dominicales.

 

El  Fontán y sus actividades

 

La zona colindante alrededor de la plaza de la carne hasta las Escuelas, era muy típica de pequeños establecimientos, puestos unipersonales en los que encontrábamos un mundo variopinto para nuestras necesidades literarias y de entretenimientos. Allí nos deleitaban los típicos charlatanes con su perorata y ofrecimiento de pequeños prodigios, que una vez comprados y abiertos en casa eran motivo de una gran decepción: pongo por ejemplo una experiencia personal que tuve, con la adquisición de unos productos que muchos años después, al estudiar química, me dejaron estupefacto por los peligros de intoxicación que implicaban aquellos “polvos mágicos”. Uno de ellos era una barrita que se introducía en el interior de un cigarrillo de tabaco (hecho a mano o el clásico de Ideales de color amarillo) y que servía para deslumbrar a la clientela, produciendo el encendido del cigarrillo con un escupitajo de saliva. La verdad de este producto es que la susodicha barrita era nada más y nada menos que sodio metálico, elemento químico que reacciona fuertemente con el agua y con tal violencia que produce una llamarada. Esta reacción química era la causante de tal prodigio del autoencendido. El otro era un caso similar, un líquido que plateaba los modestos cubiertos ya con latón visto, que había en muchas casas. Yo compré el tal prodigio y llegado a casa tomé todos los cubiertos que estaban desgastados por el uso y en un momento, con la ayuda del líquido mágico, los transformé en cubiertos nuevos y plateados. Mi madre, asombrada por mi éxito, los volvió a colocar en la cubertera y ese mismo día comimos con ellos toda la familia. El famoso plateado duró varios días hasta que con el uso se eliminó tal prodigio. Pues bien, este producto era una disolución de una sal de mercurio en ácido nítrico diluido, de tal manera que con el latón del cubierto se producía una reacción química y se depositaba mercurio metálico, de típico color plateado en toda la superficie tratada del cubierto. Lógicamente el mercurio es sumamente tóxico, produce enfermedades y alteraciones en nuestro organismo, pero mi familia tal vez por desconocerlo salió incólume de tal atrocidad realizada por este aprendiz de brujo.

 

Otra diversión asegurada eran los cantantes de coplas basadas en dramas y crímenes, a los que se les ponía música de canciones conocidas o bien se relataban con una melodía cíclica y constante en la que iban rimando las palabras que describían dichos acontecimientos. Muchos de estos cantantes eran inválidos de guerra, tal vez republicanos, que a su desgracia de miembros destrozados, añadían una voz desagradable y poco melodiosa que hacía aún más triste el relato que pregonaban. No obstante había algún otro, éstos los más buscados y exitosos, que cantaban mejor e incluso tenían un modesto acompañamiento de bombo y platillos y en ocasiones incluso de acordeón. Entre ellos se destacaba uno que llamábamos “El Chino” por su aspecto de oriental y su vestimenta de color negro.

 

Allí había también unos puestecitos muy modestos en los que por un módico precio se podían cambiar novelas (clásicas de Rodeo, Hombres Audaces, FBI, Pueyo, etc) y los tebeos que tanto nos gustaban (Jaimito, Chispa, El Campeón, Pulgarcito, SuperPulgarcito, Juan Centella, El Guerrero del Antifaz, Roberto Alcázar, etc). Los tebeos nuevos solían aparecer todas las semanas en días fijos y como nuestro escaso poder adquisitivo no permitía su compra, ya que valían una peseta y eso era mucho para todos nosotros, en estos mismos puestos podíamos leer estas novedades por el módico precio de 10 cts, una perrona, y así era muy frecuente ver a muchos niños y niñas de pie, leyendo ávidamente aquella delicia momentáneamente alquilada. Finalmente hay que destacar una librería ambulante provista de ruedas de cojinetes y hecha de madera pintada de color verde. La tenían dos hermanos jóvenes y en ella se exponían todas las novedades semanales, tanto de novelas como tebeos y cromos, siendo un lugar muy frecuentado en el que nuestra vista recorría ávidamente todo lo bueno que para nosotros existía en aquellos expositores.

 

Las casas semiderruídas

 

 

En todos los barrios periféricos de Oviedo se mantuvieron durante muchos años las casas parcialmente destruidas, testigos de la guerra civil, en las que había una población de indigentes que las habitaban. Muchas de éstas tenían las entrañas abiertas y a la vista, las escaleras y habitaciones, casi al aire. De ellas salía un humo acre, que los pobres inquilinos producían al quemar todo tipo de combustible en especial la madera del propio edificio. Se distinguían así los habitantes de tales infraviviendas por su característico olor a humo, que los acompañaba en todas sus andanzas por la ciudad. En esta época permaneció durante muchos años una antigua fábrica de cerillas, al final de la calle de Caño del Águila, que sirvió de refugio familiar, aprovechando sus amplias naves, tabicadas por los moradores y transformada así en una especie de gueto para una población fija. Debido a su origen se le conocía por el apodo de “El Cerillero”. También de la época era otro edificio menos ruinoso, éste ubicado en la zona de El Postigo y calle Ecce Homo que debido a su modestia se le puso el mote de “Hotel Faba”. Ambos, Cerillero y Faba, sobrevivieron hasta casi 1960, de modo que constituyen un testigo veraz y trágico de las penurias y necesidades soportadas por muchos ovetenses en estos duros años.

 

Casa Piñera

 

Teníamos entonces establecimientos específicos, unos pequeños y otros más grandes, en los que la grey infantil nos surtíamos de juguetes y objetos adecuados a nosotros, muy accesibles en el precio y por lo tanto de aspecto y tamaños mínimos.

 

Estaba esta pequeña tienda frente a la Universidad y próxima al “Río de la Plata”. En su modesto escaparate se exponían un surtido durante todo el año, de infinidad de pequeños juguetes de hojalata, tales como coches de bomberos, camionetas, turismos, carros con caballos, aviones…con precios siempre también pequeños entre 1 y 2 pesetas. En ocasiones se exponía algún que otro juguete de mayor precio y calidad, que era entonces más admirado que adquirido por los muchachos que desfilábamos por esta tienda.

 

La Boalesa

 

Recordar a esta tienda en la calle de Santa Susana es volver de nuevo al mundo de los tesoros infantiles. Allí se podía comprar de todo, desde chufas hidratadas hasta bengalas de colores, pasando por recortables, cromos, caramelos, miniescopetas que disparaban granos de arroz, cigarrillos de manzanilla, regaliz…Estos últimos venían en pequeños racimos de 6 u 8 y con papel de diferentes colores, siendo su relleno a base de dicha planta. La adquisición de tal producto nos permitía fumar en plena calle, sintiéndonos unos verdaderos hombrecitos.

 

Bazar Uría

 

Era el más importante en juguetes inalcanzables. Allí mirábamos, embelesados, en sus escaparates unos productos que nos asombraban, tales como patinetes de colores vivos, bicicletas auténticas para niños y niñas, muñecas con movimientos, incluso ¡ coche de pedales ! Lógicamente era el más visitado en época de Reyes Magos.

 

Bazar Elías

 

Cerca del cine Principado estaba este otro establecimiento, también abundante en juguetes inaccesibles, con preferencia a magníficas cajas de soldados de plomo, juegos reunidos, balones y casas de muñecas. Era también un lugar muy visitado por nosotros para recrear nuestra vista y agrandar nuestra imaginación con la posible pertenencia de alguno de los tesoros que allí se exponían, si los Reyes Magos nos traían nuestros verdaderos pedidos.

 

La Panoya

 

Magníficos almacenes que se situaban en la calle Fruela. Lógicamente no era un bazar de juguetes pero aparece aquí con todo merecimiento por ser el lugar más idóneo para la instalación durante las navidades de unos magníficos trenes eléctricos, el juguete rey por excelencia de todos los niños de entonces. Sus escaparates eran enormes, de ahí que albergasen en muchas ocasiones a estos juguetes tan maravillosos, incluso los podíamos ver circular, lo que era para nosotros un verdadero acontecimiento.

 

El Precio Fijo

 

 

Estaba en la Plaza del Ayuntamiento y esquina a la calle Magdalena. En ella se exponían infinidad de artículos al mismo precio, entre los que había siempre juguetes modestos y figuras de barro para el Nacimiento. Con el tiempo cambió su oferta y en lugar de un único precio apareció el 5 Precios, aprovechando los muchos escaparates de que disponía y en este caso la oferta era muy variada y con precios de 5 niveles, pudiendo así encontrar alguna ocasión de compra de algún juguete o similar con nuestro escaso pecunio.

 

Los cines

 

La cartelera de cines era también modesta, con sus sesiones fijas de 5, 7½ y 10½ y otras especiales, algunas de ellos a las 3 de la tarde de los festivos y domingos en programación infantil y que era nuestra única posibilidad de asistencia asegurada. En el atrio de todas las iglesias se ponía la clasificación moral de cada película, con valoraciones morales “tolerada”, “jóvenes”, “mayores”, “mayores con reparos” y “gravemente peligrosa”, con un color específico para cada caso. Muchas de las películas clasificadas como “gravemente peligrosa” son ahora toleradas para menores cuando se reponen en la televisión.

 

Teníamos por lo tanto una serie de cines, no muy abundante, pero que cumplieron su cometido de llevarnos a aquel mundo imaginario tan irreal al compararlo con la dura realidad que soportábamos. La publicidad de las películas se hacía por radio y periódico pero existía también una modalidad de entrega en mano de un bello anuncio llamado “Programa”, alguno de ellos verdadera obra de arte en plan tríptico y que muchos de nosotros y otros menos niños coleccionábamos.

 

El Real Cinema era entonces un cine incómodo y algo deteriorado pero que con la calidad de las películas que allí se proyectaban siempre estaba lleno. Se estrenó en él la primera película en relieve: Los Crímenes del Museo de Cera. A la entrada unas enfermeras nos daban las gafas y ya dentro, con el efecto de relieve, nos asombrábamos con el movimiento de una pelota que uno de los protagonistas arrojaba contra el público. El patio de butacas tenía un apéndice lateral con una serie de ellas separadas de las otras, al tener entre éstas unas columnas que soportaban otra planta superior. Los que iban a aquellas butacas, que eran de menor precio, tenían que hacer un doble esfuerzo para ver la película: eludir la presencia de una columna y girar el cuello para ver la pantalla. Por tal motivo estas butacas fueron bautizadas con el nombre irónico de “pescuezu”.

 

El Teatro Principado era muy amplio, con dos pisos para entresuelo y principal (general se llamaba al último) y era en este gallinero donde estaba un acomodador muy malhumorado y geniudo tal vez debido a su fealdad, que nosotros apodábamos como “Drácula”. En este teatro actuó muchas veces La Compañía Asturiana “Los Mariñanes” con puesta en escena de pequeñas obras de ambiente y costumbres asturianas y acompañadas éstas con la actuación de cantantes como La Busdonga y El Presi. Otro tanto podemos recordar del Teatro Filarmónica en cuanto a este tipo de actuaciones.

 

El cine Santa Cruz solamente tenía patio de butacas, con pendiente muy pronunciada, lo que le hacía un cine muy confortable y con vista perfecta a la pantalla.

 

El cine Aramo, Palacio del Cine como indicaba la propaganda, era el más clasista y escogido de la ciudad, por lo cual la gente menuda no lo frecuentábamos en exceso. Verdaderamente nos producía su interior una gran impresión, que nos impedía hasta hablar en voz alta.

 

El Teatro Campoamor, reconstruido en los años 40, fue también cine y teatro simultáneamente y su enorme aforo nos permitía adquirir localidades muy baratas situadas en el tercer piso.

 

El cine Argañosa era quizás el más modesto, ya que tenía un aspecto desvencijado y poco limpio, lo que no era motivo para que la gente menuda lo frecuentase asiduamente.

 

El cine Asturias se inauguró a bombo y platillo a finales de la década de 1940, con la película “Las aguas bajan negras” de ambiente asturiano. Sus precios eran sumamente bajos, butaca 3 ptas, entresuelo 2 ptas y general 1 pta. Esta última localidad no tenía butacas individuales y estaba constituida simplemente por bancos de madera. Eran frecuentes, después del estreno, sesiones de dobles películas, que en aquellos tiempos fueron una novedad. No obstante esa doble sesión era un tanto extraña respecto a su duración. Como ejemplo baste recordar un programa de tarde que empezaba a las 5 con el NO-DO, Imágenes (un documental), un corto de dibujos animados,  Película 1ª, Descanso y Película 2ª. Harto de cine salías a la calle y resulta que solo eran las 6½ . Todo un récord. Como no teníamos reloj nos daba la impresión de una duración muy prolongada.

 

La Catedral

 

Estuvo muchos años con su torre llena de andamios de madera, pintados de negro, lo cual producía una imagen impactante de tristeza y duelo, que evocaba cada día los recuerdos de la guerra civil. Esta obra de restauración fue muy lenta, lo que motivó que su imagen fue casi el símbolo de la ciudad. Incluso un año, por Navidades, La Nueva España publicó el día de los inocentes que se había retirado el andamiaje y que la obra estaba finalizada, cosa que mucha gente creyó hasta que su vista alcanzó de nuevo la clásica estructura de los maderos renegridos.

 

Los tranvías

 

Aquellos vetustos y entrañables vehículos de color amarillo fueron muchos años el modesto medio de transporte de la ciudad. Había 3 líneas que comunicaban los extrarradios y pasaban por el mismo centro de la ciudad. La línea Nº 1 iba desde la Plaza del Ayuntamiento a Lugones, la línea Nº2 iba desde Buenavista a Colloto y la línea número 3 de San Lázaroo a La Argañosa. Recuerdo que era maravilloso viajar en su interior, sentado sobre sus asientos de láminas de madera barnizada. El conductor estaba en la plataforma, que no tenía puertas y solo una cadena como medida de seguridad. El cobrador llevaba una caja con bordes rectangulares, de hojalata, en cuyo interior iban fijados los tacos de los billetes multicolores en función del precio de cada recorrido. El sobrante de esos tacos eran muy codiciados por nosotros y cuando el cobrador agotaba alguno de ellos, lo tiraba al suelo, donde lo recogíamos como un verdadero tesoro. Lógicamente no tenían calefacción y durante el invierno eran sumamente fríos, con el suelo encharcado de agua, de ahí la disposición de éste con tiras de madera que sobresalían ampliamente y dejaban así un hueco para que el agua se depositase. El gélido ambiente motivaba que ambos empleados, cobrador y conductor, llevasen unos gruesos gabanes de color azul marino y para combatir el frío se calzaban nada más y nada menos que con las típicas madreñas, lo que les producía un aspecto muy original.

 

En los tranvías había una serie de recomendaciones escritas con letras que aparecían destacadas en negro sobre fondo blanco y de tamaño estrecho y rectangular. Así se describía su capacidad del interior “Diez y ocho asientos” y del exterior “Plataforma posterior 17 viajeros””Plataforma anterior 15”. Otros anuncios eran más concretos: “Se prohíbe hablar con el conductor” “Prohibido fumar” “Consérvense los billetes” y “Prohibido subir y apearse en marcha”.

 

Este ruidoso y lento medio de transporte ocupa en nuestros recuerdos un lugar muy importante y así como la infancia se fueron también los tranvías y con ellos se quedó un vacío silencioso con evocaciones de aquellos viajes familiares hasta algún merendero de las afueras de la ciudad.

 

El Hogar del Frente de Juventudes

 

En aquellos años era muy frecuente encontrar en nuestras casas camisas azules con el emblema del Yugo y las Flechas, pertenecientes a alguno de nuestros hermanos mayores. Lógicamente sería lo más cómodo hacer aquí un comentario despectivo de lo que significaba la Falange y sus actividades juveniles pero creo sinceramente que faltaría a la verdad. Pese a quien le moleste el Frente de Juventudes hizo unas actividades en las que nos enseñaban, además de querer a la Patria, cosa hoy en declive, hasta aprender a tener disciplina y respetar a los mayores.

No se puede tampoco obviar las estancias en los Campamentos Juveniles, en los que vestidos de “flechas” además de lo ya indicado nos alimentaban a base de bien y volvíamos a nuestras casas morenos y rebosantes de salud. Pese a todo no eran muchos los muchachos que participaban de esto, lo que demuestra que no había ninguna obligación de pertenecer a esta asociación.

 

Como punto de encuentro teníamos el llamado “Hogar”, un local situado en la calle de San Vicente cercano a la Iglesia de La Corte. En este Hogar teníamos la ocasión de participar en rondallas, excursiones a la montaña, biblioteca con títulos seleccionados y sobre todo ¡ bocadillos riquísimos y muy baratos !, sin olvidar también que durante las frías y lluviosas tardes del invierno había incluso calefacción.

 

Teníamos una oración, clásica falangista que rezábamos al iniciar alguna de las actividades escolares y también en las clases mensuales de “educación política” que se impartían por parte de la Delegación en los mismos colegios. Decía así: “Señor y Dios nuestro, José Antonio esté contigo, nosotros queremos lograr aquí, la España difícil y erecta, que él ambicionó, Señor, nos guía el Caudillo, protege su vida, hasta que alcancemos este destino supremo”.

 

Los talleres del Vasco-Asturiano

 

Este ferrocarril de vía estrecha constituía una verdadera atracción ya que contemplar los trenes que pasaban tenía una doble faceta: por una parte nos servía de espectáculo el ver a las locomotoras, rebosantes de ruido y humo, contar el número de vagones que arrastraban… y por otra nos servía de reloj ya que conocíamos de memoria el horario de todos los trenes diarios.

 

Eran típicas en aquellos años las caravanas de carros y carreteros que pasaban por la calle de Travesía Monte Santo Domingo, procedentes de los talleres del Vasco cargados de carbón. Había un carretero particularmente delgado que parecía un cadáver, tal vez de la necesidad que pasaba. Nosotros lo conocíamos debido a que hacía el camino de ida y vuelta varias veces al día y nos daba pena el burrín que acarreaba la carga, también triste y esmirriado como su dueño. Cercana a estos talleres estaba la vía principal  de los trenes, tanto de mercancías como de pasajeros, con sus vagones de madera. Muchas veces íbamos a aspirar el humo acre y blanco de las locomotoras cuando el tren salía de debajo del puente y en nuestra ingenuidad nos decíamos que era bueno para el catarro y la tosferina.

 

En un lateral de estos talleres había una vía muerta en la que reposaron durante muchos años varios vagones de un tren blindado que fue utilizado por los milicianos durante el cerco de Oviedo. Nosotros los observábamos con cierto recelo y respeto, ya que constituían un ejemplo viviente de las hazañas bélicas que muchas veces realizábamos durante nuestras imaginarias travesuras.

 

 

Gaseosas “El Canelu”

 

Esta modesta empresa de bebidas refrescantes tenía su sede en la calle Azcárraga y sus productos eran fundamentalmente gaseosas, en botellas de cristal verdoso con una bola del mismo material en su interior que servía como tapón auxiliar y sifones rellenables. Posteriormente fabricaba también un refresco similar a la gaseosa, de color y sabor anaranjado.

 

Era muy característico el carro con la mula en que repartía sus envases llenos y recogía los vacíos, con una tabla en los laterales que anunciaba pomposamente “Gaseosas El Canelu” y que recorría cansinamente las calles ovetenses. Esta entrañable industria perduró varios años hasta que la competencia de otras marcas la hicieron desaparecer. La primera competidora seria fue “La Panera” y ésta también fue eliminada posteriormente por la ya archiconocida de “La Casera”.

 

En el declive de “El Canelu” nos dio mucha tristeza ver su lucha desesperada por sobrevivir, con su ancianidad y modestia frente a sus modernos y más fuertes competidores. El famoso carro de reparto iba ya medio lleno y con los sifones casi vacíos, perdiendo líquido burbujeante debido a su decrepitud. Al contemplar aquel deterioro muchos de nosotros sentimos en nuestro interior que una etapa y forma de vida se nos iba irremisiblemente.

El colegio y sus castigos

 

No voy a entrar aquí en discutir y criticar aspectos de la educación que recibimos en nuestros años de estudiantes; nos tocó esa época y ese modo de actuación de los profesores y punto. En su defensa podría decir que esta manera de enseñar era común también en el resto de países civilizados, en los cuales predominaba el dicho certero de que “la letra con la sangre entra”.

 

La fuerte impresión que nos producían los primeros días de asistencia al parvulario era la de la pérdida de libertad. Pasar de una vida al aire libre y de juegos en plena calle o en prados y maizales a una habitación lóbrega y silenciosa, en la que había que pedir permiso para todo, era demasiado cambio en nosotros. Para colmo aparecía bruscamente el castigo, al que no estábamos acostumbrados y aunque fuese ligero, tal como estar de pie mirando a la pared o quedando más tiempo después de la hora de la salida, ese cambio nos afectó profundamente, mucho más que los acontecimientos de años posteriores.

 

Total, con nuestra pizarra y cuadernos de palotes pasábamos las horas eternas, con el añadido de actividades didácticas tales como despegar sellos de correos y entonar cánticos piadosos compuestos por la monja de turno. La presencia de las monjas en los años de parvulario era de lo mas común, bien porque en el colegio femenino tenían esa opción para niños o incluso en los mismos colegios masculinos preferían que fuesen las mujeres, por aquello del instinto maternal, quienes atendiesen a los pequeños hombrecitos que comenzaban esta nueva andadura.

 

La tarea de despegar sellos venía de la fiesta del Domund, en que además de las modestas contribuciones económicas se recogían sellos de correo usados. Se decía que “eran para los chinos” cosa un tanto chocante pues no creo que los orientales manifestasen un interés filatélico por un país tan alejado de ellos. La verdad del asunto es que los sellos usados y despegados de su sobre se vendían a los establecimientos del ramo y de esta manera se suplementaba la colecta del Domund. Así pasaban los primeros años de encierro, sin aprender gran cosa hasta que bruscamente pasábamos al preparatorio de ingreso en el Bachillerato. Aquí sí que comenzaba el verdadero suplicio ya que en nuestro caso aparecía el hombre-profesor, que generalmente portaba una regla larga con la que golpeaba nuestras manos cuando consideraba que habíamos hecho un acto de indisciplina. En ocasiones nos metían en la sala de “estudio” donde estaban los mayores y allí presenciábamos aterrorizados las bofetadas que el vigilante propinaba a diestro y siniestro  y que en ocasiones los alumnos mayores respondían, ya que hay que tener en cuenta que en aquellos años muchos de los estudiantes de los cursos superiores eran nada menos que excombatientes de la guerra civil.

 

El examen de ingreso era escrito y oral ¡ a los 10 años de edad ! Para ello, provistos del palillero, plumines y tintero, hacíamos el primer examen de nuestra vida, consistente en varias cuentas de aritmética (incluidos decimales) y un dictado. Tras esta prueba pasábamos a la siguiente, totalmente acongojados por la seria presencia de un tribunal, que nos hacía unas cortas preguntas sobre declinaciones de verbos y cultura general. De este modo desembocábamos en el primer curso del bachillerato, en el cual ya teníamos un profesor para cada asignatura y el calendario horroroso de comenzar todos los lunes con las odiadas clases de latín y matemáticas. La relación de cursos posteriores y materias estudiadas no tienen demasiado protagonismo pero sí hay que dejar constancia de los castigos físicos que sufríamos estoicamente y con la mayor naturalidad, a lo largo de nuestro recorrido en busca de cultura.

 

Las bofetadas eran muy comunes y había en mi caso un profesor expertísimo en suministrarlas pues era boxeador profesional, lo que suponía acierto pleno en la cara por mucho que la tapases con las manos.

 

Los capones también ocupaban un lugar preferente y sirvieron para introducir en nuestras pobres cabecitas las declinaciones latinas (¿quién ha olvidado el “bonus, bona, bonum” y “rosa, rosae”?). Otro sistema de aprendizaje era levantarte del asiento del pupitre agarrado por la oreja o por el pelo de la patilla y cuando estabas de pie, propinarte un fuerte capón con el puño cerrado, que daba con nuestros huesos nuevamente sobre el asiento.

 

Además de estos castigos “básicos”, a los que el golpe de regla también acompañaba, había otros más rebuscados y de tortura creciente, que comenzaba por ponerse de rodillas en el suelo y si esto no modificaba el motivo del castigo, se suplementaba con un garbanzo puesto entre la rodilla y el suelo, los brazos en cruz, los brazos en cruz cargados con libros y finalmente para los persistentes, un par de fuertes bofetadas si los libros se caían de las manos extendidas que los soportaban. Parece mentira, pero este tipo de correctivos físicos los hemos padecido en silencio, sin decir nada en nuestras casas pues corríamos el riesgo de ver aumentado el castigo debido a nuestro mal comportamiento escolar.

 

Otro tipo de castigos era el quedar encerrado en el colegio un par de horas después del horario, acudir al colegio las mañanas de sábados y domingos, visitar al director para acusarnos de nuestro mal comportamiento y escribir frases como “Debo portarme bien en clase” de 100 a 1000 veces. En este caso había un verdadero proceso de solidaridad y éramos muchos los escribanos que ayudábamos con nuestra contribución al pobre castigado.

 

Finalmente no faltaban epítetos y frases que nos dirigían, con las que se completaban la serie de castigos que hemos recordado, tales como “pollino”, “animal”, “Haz carrera y golpea tu dura cabeza contra un muro”, “dedícate a carpintero mecánico”, “acabarás con la cabeza en un pesebre”, etc., etc.

 

Los productos farmacéuticos

 

 

Hay una gran similitud entre la modestia de los juguetes y de los juegos con las medicinas de uso corriente aplicadas al mundo infantil. De tarde en tarde, ante la aparición de algún dolor significativo era la modesta tableta de Aspirina la encargada de solucionarlo. Este medicamento se despachaba en sobres con dos pastillas y en tubos de cristal con tapón de corcho, que era de vacío un premio para juguete del enfermo. Si al tomar la temperatura el termómetro se rompía, teníamos a nuestra disposición un nuevo entretenimiento, con las bolas del mercurio realizando divisiones y agrupamientos hasta su pérdida por derrame en el suelo o en la misma cama. Como competidor de la Aspirina también apareció la tableta Okal.

 

Para solucionar las enfermedades que nos aquejaban había un remedio infalible para todos los males: la purga. El lavado de tripas, que no era precisamente de indigestión por exceso de comida, estaba a la orden del día y era a base de aceite de ricino y agua de carabaña ¿quién no recuerda el terrible sabor de estos dos asquerosos productos? Uno aceitoso que te impregnaba con su olor todo el cuerpo durante horas y el otro como si bebieses agua del mar. Si te escapabas de estos manjares, tenías que soportar otra cosa más humillante: la lavativa. Era una jarra de porcelana esmaltada con una goma provista de un grifo de baquelita negra y su correspondiente llave de paso. Esta última pieza tenía un alargamiento para facilitar la introducción del líquido vía anal. En uno y otros casos los efectos sobre el desdichado enfermito eran de una súbita evacuación intestinal que te dejaba hecho unos zorros.

 

Como suplemento alimenticio era frecuente la ingestión de un producto difícil de deglutir llamado “aceite de hígado de bacalao” con unas propiedades reconstituyentes sobradamente probadas pero con un sabor horrible, incluso en su versión posterior como “Emulsión Scott”. De mejor tolerancia bucal era el Fósforo Ferrero, también utilizado como reconstituyente pero al ser en comprimidos era de muy fácil tragadera.

 

Cuando alguno de nosotros enfermaba con algo más serio, tal como pleuresía y ganglios pulmonares se sometía al enfermo a largos periodos de reposo y a una agradable sobrealimentación que producía una ganancia de peso muy destacada, lo cual se manifestaba a simple vista cuando el ya curado enfermo se incorporaba a su pandilla de amigos de calle y colegio.

 

Como ejemplo de nuestros conocimientos eróticos se puede recordar la compra en las farmacias de un producto excitante sexualmente, llamado Yohimbina, cuyo efecto alguno de nosotros intentó producir en alguna de nuestras compañeras de juegos pero sin el menor éxito, ya que éstas no se fiaban de nuestros interesados presentes.

 

Finalmente, evocar con tristeza, la utilización de la Sacarina, no como dietético de régimen alimenticio, más bien como sustitutivo del sabor dulce de la poco abundante azúcar, racionada y escasa incluso de estraperlo, con la cual fingíamos el sabor de tan indispensable alimento.

 

Los vecinos y nuestros alimentos básicos

 

En los tiempos de penuria y necesidades comunes a toda una población, se engrandecen nuestros corazones y se establece una solidaridad y afecto increíbles, lo que produce una sensación de protección en bloque que abarca más allá de la propia familia.

 

En los duros años de 1940 a 1950 esta etapa estaba en todo su apogeo. El feroz racionamiento de alimentos, los largos apagones del suministro eléctrico y la carencia económica eran un mal común para la mayoría de las familias ovetenses y esto propiciaba que las casas con vecinos tuviesen las puertas siempre abiertas a todo tipo de cooperación y reparto de los escasos bienes de cada uno, tal como sucedía con aquellas entrañables visitas de una a otra vivienda para pedir prestado algún producto, tal como un huevo, un pocillo de harina, leche o aceite y que generosamente era compartido sin ningún egoísmo. Con todo ello los vecinos de la casa eran para nosotros los niños, la continuidad de nuestras propias familias, entrando y saliendo en sus pisos con toda libertad y muchas veces con la merienda en la mano. Con esta familiaridad y comunicación vecinal se establecieron unos fuertes lazos de amistad y cariño derivados de aquella intensa convivencia, que aún permanecen y recordamos en nuestra actual situación, tan diferente por cierto en este aspecto a la ahora evocada, en que sucede todo lo contrario: incluso nos produce dificultad decir “buenos días” a nuestros desconocidos vecinos.

 

Los pisos en esta década estaban abarrotados, con familias enteras formadas por abuelos, padres, hijos y nietos. Algunas de ellas se estrechaban aún más y alquilaban una de sus habitaciones a otra familia todavía más necesitada, “con derecho a cocina”, gracias a lo cual se obtenía una pequeña ayuda económica.

 

Al igual que en los años posteriores a la revolución rusa en que la alimentación generalizada de la población era a base de papilla de mijo cocido, en los años de nuestra posguerra, con el conflicto mundial desatado y el bloqueo internacional subsiguiente fue el maíz el protagonista y soporte alimenticio familiar, tanto en forma de la típica “boroña” como en las “papas” o “fariñas”. La primera tenía una textura y sabor áspero y al poco rato de comerla producía una sequedad de boca muy grande debido a su capacidad de absorber saliva, lo que hacía un tanto difícil su deglución. La segunda se solía comer como una papilla cocida con agua y sal, se servía en un plato sopero y así se ingerían. En ocasiones se complementaban con leche azucarada, que al ir mezclándolas con ella se producía un sabor más aceptable.

 

Los niños no disponíamos de una alimentación específica y reforzada. Comíamos como los adultos, es decir, deficientemente, sin las golosinas y la variedad de alimentos básicos precisos. Cuando estábamos enfermos o si venía algún familiar a nustra casa, solían premiarnos con un pequeño paquete cilíndrico de galletas “María”, que nos sabían a gloria bendita y que comíamos lentamente con verdadero deleite, trocito a trocito desde el exterior al interior de cada galleta, en movimientos circulares.

 

La mantequilla, pese a su típica producción en nuestras aldeas, era un bien escaso y por lo tanto no abundaba en nuestra dieta.

 

¿Y qué podemos recordar de lo que llamábamos pan? Además de su racionamiento se elaboraba con una mezcla variada de harinas de baja calidad, entre las que la del trigo era la menos participativa. Esto motivaba un producto amarillento y heterogéneo en aspecto y sabor, predominantemente agrio. Con un trozo de este mal llamado pan y una onza de chocolate, también de textura áspera y mala mezcla, merendábamos ávidamente y asombrosamente esta frugal pitanza nos sabía a verdadero manjar.

 

De mayor calidad era el pan que se amasaba para los militares del Cuartel del Milán y la vecindad de alguno de ellos propiciaba la venta de alguno de estos panes, que se conocían con el nombre de “chuscos”.

 

Sin entrar en comparaciones, un menú infantil de tipo medio podía consistir en un desayuno a base de un trozo de pan y una taza de lecha con infusión de “malta y achicoria”, que era el sustitutivo del café; en la comida del mediodía un buen plato de potaje con no muy abundante acompañamiento de carne ya que ni el cocido disponía de tal complemento. Merienda ya mencionada y finalmente la cena con “fariñas” o alguna tortilla de pocos huevos repartida sabiamente entre toda la familia.

 

Total, que con estos “refuerzos alimenticios” no era de extrañar la delgadez de muchos de nosotros, entre los cuales nunca hubo un niño obeso. Esto motivaba que aprovechásemos cualquier ocasión para buscar en nuestros juegos algún producto nutritivo, tal como veremos en los capítulos posteriores. Como anticipo de ello podemos recordar que en la compra esporádica de los cacahuetes de Casa Floro, solíamos comerlos con la cáscara incluida para que nos llenasen un poco más nuestros vacíos estómagos y a la vez tardasen más en consumirse.

 

Los lavaderos

 

         Debido a la dificultad existente por la carencia de agua corriente en muchas casas de los extrarradios de la ciudad, el municipio suplía tal necesidad mediante la construcción de unos edificios públicos muy característicos, redondeados y con el techo en forma de paraguas.

 

         En su interior había pilas de lavado de la ropa, dispuestas en círculo y en cuyas bases onduladas circulaba el agua. Era muy frecuente ver en sus cercanías grupos de mujeres provistas de recipientes con ropa sucia y la correspondiente pastilla de jabón. Allí se hablaba de todo en voz alta, con el típico parloteo incesante de las mujeres, todas a la vez y criticando o comentando las novedades del barrio que protagonizaban alguno de los vecinos.

 

La “perrona” radiactiva

 

         La moneda de diez céntimos de curso legal, era conocida por el apodo de “perrona” y estaba fabricada en aluminio endurecido. Por una cara tenía el escudo nacional y por la otra un jinete a caballo portando lanza.

 

         Esta moneda fue nuestra más leal compañera y motivo de compras modestas en nuestro pequeño mundo. También nos servía en muchas ocasiones como entretenimiento durante las largas y tediosas horas de estudio en el colegio, consistente en dibujar el grabado de sus caras, colocando un papel sobre ella y pasando suavemente el lápiz con movimientos tales que reproducían las figuras de la moneda.

 

         Debido a su desgaste, por la blandura de su material de construcción, se deterioraba rápidamente y por tal motivo casi todos los años se realizaba una nueva emisión. Estas emisiones se diferenciaban únicamente por el año de su fabricación, que se localizaba debajo de la base del caballo.

 

         Lo más anecdótico de esta sencilla moneda sucedió al ponerse en circulación la correspondiente al año 1945, ya que coincidió con la explosión de las bombas atómicas sobre Japón. Pues bien, debido a esta particularidad corrió de boca en boca el comentario de que estas monedas tenían uranio en su composición, por lo cual hubo muchas personas que al creer este bulo las atesoraron durante algún tiempo con la creencia de que su valor iba a ser elevado, cosa que lógicamente no se produjo.


 

Los entierros

 

La ceremonia de los entierros era entonces un verdadero acontecimiento que incluso alteraba el discurrir de la vida ciudadana. Producido el fallecimiento, en el portal de la casa se instalaba una mesita para las firmas de pésame, ya que no todo el mundo disponía de tarjeta de visita; para éstas había una bandeja en la que se colocaban dobladas con el pico inferior derecho, en señal de duelo, según el lenguaje de dichas tarjetas, que ahora ya no se estila. El entierro propiamente dicho partía de la casa donde se había velado al difunto y estaba presidido por una cruz y dos ciriales decorados en negro, portados por monaguillos enlutados, después caminaban solemnes los sacerdotes, con bonetes, estolas y capas negras con bordes plateados, variando su número según la categoría social del finado. Seguía el coche-carroza fúnebre, impresionante de aspecto, negro en su totalidad y con la parte posterior en dosel abierto con flecos, donde se alojaba el ataúd. Venían después los familiares masculinos, de riguroso luto e incluso niños pero las mujeres generalmente no acudían a esta ceremonia. Finalmente iban los amigos y conocidos, caminando en apretadas filas que ocupaban el ancho de las calles. Todo ello constituía un espectáculo gratuito para nosotros los niños, que procurábamos presenciar cuando en nuestras incursiones por la ciudad nos encontrábamos con este ceremonial. El recorrido finalizaba en la calle de Arzobispo Guisasola, donde se despedía el duelo y concluía así este espectáculo, tan impresionante para nosotros, pues nos llenaba de pavor el imaginar que cualquier día podía ser nuestra propia familia la protagonista de tan triste situación.


TRES

 

LOS PERSONAJES DE LA CIUDAD

 

Las lecheras. Don José el de los burros. Afeitagatos. Herrerita. La Torera y su caballo. Don Luis Somoano. La Vieja. Don Urbano y Arturín. Milio el tonto. El Piru. El Hombre del monóculo. Los Chatarreros. Atilano el de los huevos. Pachu La Jaspia. Cuchichi. Nicanor. Afilador y paragüero. Casa Marcela. Marujina el Tetu. La Vuelta a Oviedo. Foto Mely. La tragedia del Limpiabotas. Raqueta y Pelota. El Hongo. Los Vareadores. El Vejete Lolo. La Magina. La Nieve. Miss Fumo. Las Carretonas. Los ladrones de carbón. Don Luciano García-Jove. Los frailes legos.

 

Hubo una serie de individuos que destacaban entre nosotros por sus características inimitables de unos o por los comentarios que se producían con las anécdotas que protagonizaban los otros. Todos ellos merecen un modesto comentario, de modo que los que convivimos con ellos no los olvidemos y los que no los hayan conocido se asombren con el tipismo histórico de todas estas personas.

 

Las Lecheras

 

Constituyen un grupo característico de la época. Había tal vez dos grupos algo diferenciados: las que traían la leche a domicilio y las que la vendían en la plaza de El Fontán.

 

Las primeras venían desde los pueblos cercanos a la capital, montadas en burros y con su producto también a lomos del pollino. Tenían clientela fija e iban casa por casa, con su inconfundible olor a leche fresca y su medidor metálico. En estas casas eran recibidas cariñosamente y se producían pequeñas charlas que poco a poco finalizaban con amistades, llegando muchas veces a ser invitadas las jovencitas de la casa a la fiesta del pueblo de la suministradora del producto lácteo. Esta leche, recién ordeñada, era de gran calidad, con un contenido graso natural muy abundante, que producía en su tratamiento posterior, lo que conocíamos como “natas”, que untadas en una rebanada de pan y con un poco de azúcar morena, constituían la mayor de las veces una merienda infantil muy socorrida. El tratamiento posterior consistía en hervir la leche para desinfectarla, lo cual se realizaba en un recipiente específico: el hervidor. Éste era una especie de cacerola esmaltada provista de tapadera con grandes agujeros. Como la leche “subía” al hervir y se podía derramar parte de su valioso volumen, se metía dentro del hervidor una pieza triangular y ondulada hecha de cerámica que evitaba una ebullición tumultuosa y así no había riesgos de pérdidas. Una vez producida esta etapa se dejaba enfriar la leche y era en este momento en el que se originaban las natas, que solidificaban en toda la superficie, con un grosor de casi 2 mm, la cual se separaba fácilmente y se guardaba en una taza. La leche hervida y la nata se almacenaban posteriormente en el lugar adecuado llamado “fresquera”, que era un pequeño hueco aireado, bien en un armario o en un tabique de la cocina, que permitía con gran modestia la conservación de los alimentos durante un corto tiempo.

 

En ocasiones, durante el verano y con atmósfera tormentosa, la leche se agriaba y se producía así la leche cuajada que lógicamente se aprovechaba en su totalidad. Ignoro qué fenómeno electrostático podía producir tal modificación en la estabilidad láctea.

 

El otro grupo de lecheras, las de El Fontán, estaba constituido por profesionales que no tenían casa fija y por otras intermediarias de éstas. Estas últimas, más desvergonzadas y sin la conciencia profesional de las otras, vendían leche, pero muchas veces aguada y adulterada. Para que no se notase esta dilución, que muchas veces los niños veíamos hacer en el grifo de la fuente-león de esta Plaza, le añadían polvos de un producto llamado “Blanco España”, que servía como limpiador de zapatos de lona blanca y era aprovechada esta particularidad para producir densidad y blancura en la leche, así manipulada. Esto se descubrió al cabo de muchos años de tal delito alimentario y pese a su gravedad, no tuvo mucha importancia ni revuelo informativo.

 

 

Don José el de los burros

 

La gran afluencia de las lecheras con sus burros tenía el problema de qué hacer con éstos mientras ellas se iban a repartir por las casas o a vender en El Fontán. En una parte de la ciudad, el barrio de Santo Domingo, dada su proximidad a la Plaza, había un lugar idóneo donde dejar alojados a estos animales. Existía un portón de madera a la izquierda de la Iglesia, que comunicaba con una explanada en la que estaban situados unos cobertizos, hechos solo con tejado y pesebre, en donde se ataban estos pollinos durante el tiempo en que sus dueñas estaban ausentes y se les suministraba así protección y sustento por un módico precio. Los burros acudían a este lugar muchas veces sin la presencia de las lecheras, acostumbrados ya a su lugar de descanso, por lo cual era muy frecuente ver reatas solas provenientes del barrio de San Lázaro y en ocasiones teníamos espectáculo gratuito pues muchos machos se encelaban con las hembras presentes e intentaban seducirlas, pese a la albarda que todos portaban. Los rebuznos se oían en toda la zona, pues eran muchos los asnos que allí se recogían.

 

Don José era el dueño de los establos, de la casa y de la finca. Vivía en compañía de dos hermanas mayores, serias y enlutadas, que también revendían la leche que les suministraban sus inquilinas. La mayor de ellas se casó con un criado de la casa y la menor tenía un defecto en la locomoción, lo que motivaba que su caminar fuese con los pies rozando el suelo y en movimientos oscilantes de atrás para adelante.

 

Afeitagatos

 

En la misma calle del Arzobispo Guisasola había una modestísima peluquería de hombres, en una casa desvencijada por los años y por las huellas de la reciente guerra. Su propietario era un veterano peluquero, bajo, rechoncho y calvo, al que los chavales denominábamos con este apodo tan humillante para un peluquero.  Muchas veces nuestro atrevimiento era tal que nos asomábamos a la decrépita puerta y gritábamos a coro: “afeitagatos, afeitagatos”, lo que motivaba que el viejecillo se pillase un cabreo mayúsculo y dejando su tarea de afeitado, salía corriendo detrás de nosotros con la navaja barbera abierta y gritando como un poseso amenazas de lo que nos haría si nos pillaba. Presos del pánico corríamos acera arriba y llegados al Campillín, bajábamos velozmente la senda pedregosa que comunicaba con la calle de Santo Domingo, todavía perseguidos por el iracundo peluquero, hasta que éste, agotado, cesaba en su empeño y nosotros nos recuperábamos de la carrera todavía con el miedo metido en el cuerpo.

 

Herrerita

 

Fue el ídolo infantil por excelencia. En los juegos en que predominaba el fútbol, los chavales elegíamos el nombre del futbolista que más admirábamos y lógicamente el nombre no podía ser repetido por lo cual se echaba a suerte para ver quién era uno u otro. Herrerita era siempre el más disputado y el poseedor del sosias jugaba orgulloso de sentirse nada más y nada menos que el ídolo de toda la afición ovetense. Este magnífico jugador vivía así una doble vida, una en el verdadero campo de Buenavista, con la alineación de Argila, Jugo, Penedo, Sansón, Diestro, Sirio, Antón, Goyín, Cabido, Herrerita y Emilín; este magnífico equipo, de gran capacidad goleadora, creó el mítico “Jorobu”, el número 5 con un abultamiento en el centro. La otra era en el juego del fútbol con la personalidad suplantada en tantos niños que le idolatraban: “yo, Herrerita”.

 

Le veíamos muchas veces pasear por las calles de Oviedo, con aquel aspecto tan distinguido y elegante, el mismo que manifestaba en el campo de fútbol. Como solía comer, también en soledad, en un restaurante de la calle de Arzobispo Guisasola, íbamos muchas veces a la hora prevista para verle llegar y después, ya en el barrio decíamos orgullosamente: ¡ he visto a Herrerita !

 

La torera y su caballo

 

Ubicaba su lugar en pleno Campo de San Francisco y fue durante muchos años la encargada de hacer fotos tanto a niños como a mayores, con la compañía de un caballo de madera y cartón piedra que colaboraba en el lujo de la foto. Allí quedó el recuerdo amoroso de muchos quintos y muchachas de servir que eran los mayores pobladores del Parque tanto a diario como en los festivos. Fue un personaje entrañable y cariñoso que dejó tal recuerdo en la vida de la ciudad que nadie en el día de hoy desconoce la historia de esta inolvidable mujer con su gigantesca máquina de fotografías y su tablero expositor.

 

Don Luís Somoano

 

Era un sacerdote elegante, siempre con el manteo bien colocado y la cabeza cubierta con su típico sombrero de clérigo. Fumaba cigarrillos en larga boquilla, tal vez hechos en una clásica máquina Victoria y fue dueño durante muchos años del Colegio Hispania, hasta su venta a Don Félix Prendes. Era típico en su caminar felino pero más que nada era su presencia, al atardecer de orbayu en una pastelería de la calle de La Magdalena, sentado en una mesa con vistas a la calle, con el cigarrillo encendido, una copa de anís y un vaso de agua sobre la mesa de mármol. Las malas lenguas murmuraban sobre esta costumbre y se decía que el contenido de vaso y copa era inverso, es decir el agua en la copa y el anís en el vaso.


La Vieya

 

Durante muchas fiestas del año salían a la calle los gigantes y cabezudos. Los gigantes eran, entre otros, Telva, Pinón, un rey y una reina blancos y otra pareja real de negros con turbantes, acompañados por varios cabezudos, provistos de un palo delgado, sobre cuyo extremo un cordel sujetaba una vejiga de cerdo, desecada e hinchada con aire. Con este artilugio los cabezudos arremetían contra mayores y pequeños a base de inocentes golpes con dicha vejiga, que sonaban pero no lastimaban. No todos eran así y había un cabezudo vestido de mujer, peinada de moño en la nuca y de cara fea y contraída: La Vieja. Esta malencarada era el terror de los niños, tanto por su aspecto siniestro como con el modo de actuar pues llevaba la vejiga deshinchada, por lo cual sus golpes eran dolorosos y no contenta con ello golpeaba o pinchaba con el mismo palo e incluso pegaba patadas a los que tenían la mala suerte de estar en sus cercanías. Los niños le gritaban a coro ¡ Vieya ! ¡ Vieya ! Y las carreras desenfrenadas se producían durante todo el recorrido previsto, saliendo siempre triunfante esta fea criatura.

 

Don Urbano y Arturín

 

Aunque ambos personajes tienen la suficiente categoría para ser independientes, sus anécdotas se entrecruzan en una que fue el regocijo de la época.

 

Don Urbano era un sacerdote muy especial y conocido en la ciudad por muchas de sus excentricidades, tal como sus paseos en bicicleta, que producía un efecto chocante con sus ropas negras balanceándose al aire.

 

Arturín era un vendedor ambulante de periódicos, un tanto afeminado, que se le conocía por el sobrenombre de “el de los periódicos”. Era muy típico oírle gritar su mercancía por las aceras de las calles Argüelles, Fruela y Uría, su zona preferida, trajeado con unos pantalones típicos que le quedaban muy cortos.

 

Fue en una de estas calles donde se produjo un día el encuentro casual entre Don Urbano montado en bicicleta y Arturín el de los periódicos voceando La Nueva España, Carbón y La Voz de Asturias. A media mañana apareció en plena calle Don Urbano a todo pedal y con el manteo desplegado, como las velas de un galeón. Arturín caminaba gritando al aire sus productos y  héteme aquí que Don Urbano dirige su bici justamente a la acera en la que Arturín se encontraba, rodeado de compradores y curiosos. El sacerdote se para en seco y según estaba colocando su bicicleta, Arturín gritó con su voz afeminada: “¡ Meca, nunca vi a un cura montando en bicicleta !” a lo que Don Urbano respondió rápido y con voz aún más potente: “¡ Ni yo a un marica vendiendo periódicos !”. Lógicamente todos los presentes se rieron a carcajadas y la noticia de este duelo verbal corrió como la pólvora por toda la ciudad y su relato duró mucho tiempo en el anecdotario ovetense.

 

Milio “El Tonto”

 

Al final de la calle de Travesía Monte de Santo Domingo, después del puente del ferrocarril, había una típica finca asturiana, con ganado vacuno, hórreo y maizal, cuya familia propietaria tenía dos hijas, llamadas Lucina y América, y un hijo retrasado mental llamado Emilio. Este ser inocente, ya entrado en años, era muy querido entre los vecinos y población infantil y rondaba por el barrio de Santo domingo a todas horas. Tenía un vocabulario especial, poco académico, que conocíamos y no precisaba intérprete, tal como “Magüensu” equivalente a “Sinvergüenza” y “santominino” por “Santo Domingo”, que era el primero como nos llamaba cuando le provocábamos. Tenía un inconfundible olor corporal a cucho de las vacas que él cuidaba, y paseaba a diario por todas las calles. Su tendencia religiosa era muy profunda, oyendo misa en Santo Domingo y acudiendo a rezos y procesiones con una vela encendida, lo que le hizo muy popular en nuestro barrio y sus alrededores pero su principal afición era asistir a todos los duelos y velatorios y repetir cansinamente el pésame a todos los familiares presentes, lo que motivó muchas veces que le hicieran salir de la casa mortuoria sin muchas contemplaciones.

 

El pobre Emilio, Milio para todos, portaba en un bolsillo del pantalón una peseta, doblada al máximo y envuelta en papel de seda y posteriormente otra de metal, una rubia, también primorosamente envuelta y guardada celosamente en el mismo lugar del pantalón. Dicha peseta constituía su riqueza y era frecuente entre nosotros pedir que nos la enseñase pero no había forma humana de que la sacase del bolsillo y menos que la gastase en alguna compra.

 

Su padre estuvo ausente muchos años, se decía que exiliado, por lo cual el patriarca de la familia era su enérgico abuelo Lucio.

 

 

 

El Piru

 

Un personaje de lo más entrañable y recordado era este buen hombre, especialista en vender a la gente menuda toda una serie de artículos modestos y apetecibles. Como una de sus especialidades eran los pirulís, que el voceaba como “pirulís de La Habana”, se quedó lógicamente con el apodo simplificado de Pirulero. Vivía detrás de la Iglesia de Santo Domingo y provisto de una amplia bandeja de madera, sujeta con un tirante de cuero a su cuello, salía a vender sus golosinas durante la hora del recreo en los cercanos colegios de Santo Domingo de Guzmán e Hispania. Posteriormente iba al más alejado, Los Maristas, y de allí si aún le quedaba mercancía sin vender, se instalaba en el Campo de San Francisco.

 

Lógicamente era muy querido por todos nosotros, tanto por sus productos como por su trato bondadoso. La mayor parte de sus especialidades las fabricaba él mismo en su modesta vivienda y eran a base de productos infantiles, tales como los pirulís, caramelos de color rojo en forma cónico-alargada y envueltas en papel de estraza provistos de un palillo en la base para facilitar su degustación, manzanas rebozadas también de caramelo rojo y con un palillo para su manejo, chufas hinchadas en agua, caramelos de distintos precios de 5 a 50 cts por unidad y su mayor golosina: postres se llamaban y eran pequeños barquillos rectangulares con un relleno de dulce. Todos los que fuimos a estos colegios lo recordamos con cariño, rodeado de ávidas miradas pues en aquellos años las perrinas (5 cts) y las perronas (10 cts) eran el máximo capital de que disponíamos la mayoría de los niños para procurarnos algún capricho.

 

El Hombre del Monóculo

 

Su presencia fue siempre motivo de respeto mezclado con muchas dosis de miedo. Era un señor vestido de oscuro a la vieja usanza, muchas veces incluso con capa, lo que producía un halo de misterio. Su cara era cetrina y seria, sin asomo de ninguna mueca ni sonrisa, barba de chivo y un objeto que nos causaba el mayor de los misterios: un monóculo. Debido a este, y como le ocultaba uno de sus ojos, era conocido por nosotros como “el del ojo”, nombre que producía el alejamiento rápido cada vez que se le distinguía en la distancia. ¡ Que viene el del ojo ! Ante este aviso, emitido por el primer niño que lo veía, escapábamos todos a la carrera y escondidos en alguna ruina esperábamos su paso circunspecto y grave, con su mano apoyada en un bastón, con la respiración contenida y sin atrevernos a mirar su cara, temerosos del supuesto poder maléfico que emanaba del monóculo. Fue durante mucho tiempo la inquietud en nuestros juegos en plena calle, siempre pendientes y temerosos de su aparición, que debido a lo pausado de su caminar se presentaba siempre de improviso, por lo cual el grito de aviso era siempre una señal de precaución que nos alertaba ante aquel imaginario peligro que nunca fue real, ya que este viejo aristócrata solamente pretendía pasear por la ciudad y sus alrededores. No obstante nosotros le atribuíamos a su mirada, a través del monóculo, dicho poder maléfico que podía paralizarnos e incluso producirnos una grave enfermedad.

 

Los Chatarreros

 

En este tema podemos agrupar a los buscadores y a los compradores. En gran cantidad de casas en ruinas, debido al sitio de Oviedo, se escondían restos de materiales estratégicos: cobre, latón, hierro colado, etc. Éstos tenían mucho valor para ser vendidos, ya que la escasez de materias primas motivaba que se recuperase casi todo, incluso las suelas de goma de las zapatillas, las botellas de vidrio y los trapos, que vendidos en ciertas tiendas, chatarrerías, proporcionaban unas pesetas que eran muy necesarias y bien recibidas. Había muchos hombres, tanto jóvenes como mayores, que provistos de una azada y un saco iban desescombrando ruinas y buscando afanosamente restos de estos materiales. En estas excavaciones hubo muchos que perdieron la vida al encontrar algún obús sin explotar pero era un riesgo aceptado y éste no les impedía seguir con su peligroso trabajo. Observando a estos buscadores de chatarra se produjo lógicamente una imitación entre la población infantil ya que así podíamos lograr un modesto pecunio que nos permitía posteriormente disfrutar de algún capricho, más bien satisfacer una pequeña necesidad. De este modo entre varios amigos nos “juntábamos a chatarra”, es decir, creábamos una especie de sociedad limitada en la que sus miembros buscaban productos vendibles, escarbando a mano o simplemente revolviendo los trozos de tabiques en las abundantes ruinas y todo lo encontrado era almacenado y clasificado según su valor para transformarlo en su momento a pesetas reales y repartir después éstas entre los miembros de la sociedad. El precio de estos materiales iba en aumento a su calidad, comenzaba por el más barato, el hierro común y seguía por el hierro colado, plomo, latón (lo llamábamos metal) y cobre. La venta se producía en unos establecimientos especializados, las chatarrerías, donde sus dueños nos timaban en el peso, de modo que siempre recibíamos menos dinero que el esperado. Por nuestro barrio había dos establecimientos llamados Gontán y Garvi a donde íbamos con nuestros productos, deseosos e ilusionados por el modesto ágape de caramelos y cacahuetes que ansiábamos comprar con esta ganancia tan elaborada.

 

Atilano el de los huevos

 

Una firma muy famosa por aquellos años era especialista en productos avícolas y se llamaba Atilano San Pedro, nombre por el cual era muy conocido. Tenía varias furgonetas de reparto, con su rótulo en los laterales. En aquellos tiempos la propaganda estaba en sus inicios y tan solo se encontraba en modestos carteles y en anuncios sonoros con altavoces instalados en el capó de alguno de los escasos coches que circulaban por las calles.

 

Ignoro cuál fue el motivo por el cual indujeron al buen Atilano a redactar una frase publicitaria que decía: “Para huevos, los de Atilano San Pedro”. Se rotuló esta frase en sus camiones y furgonetas peo su aparición en la ciudad tuvo el efecto contrario al deseado ya que la clásica sorna ovetense hizo que ésta se limitase a una presunción de los órganos genitales de Atilano, por lo cual la duración de este anuncio tan original fue fugaz y en pocos días se restablecieron las rotulaciones de siempre en los laterales de sus vehículos.

 

Pachu “La Jaspia

 

Tal como recordamos anteriormente, los talleres del ferrocarril Vasco-Asturiano estaban situados en el barrio de Santo Domingo y el trasiego de obreros era muy abundante en las horas de entrada y salida, anunciados por un toque de sirena, el cual junto al paso de los ferrocarriles de viajeros, nos servían de marcador del horario, ya que pocos niños tenían acceso a un reloj de muñeca. Entre estos obreros destacaba por su simpatía e instinto comercial un hombre que venía a diario nada menos que desde Pola de Siero a trabajar en estos talleres mecánicos. Tocado con su gorra capada y provisto de un cesto cuadrado de mimbre, donde llevaba su comida, venía y volvía Pachu, siempre jovial y alegre y provisto muchas veces de pequeñas golosinas que repartía entre los chavales que le salían al paso. La otra actividad empresarial a la que se dedicaba con esmero era al tráfico y compra-venta de alimentos, al estraperlo vamos, y era muy frecuente verlo acarrear pequeños sacos con harina, azúcar y alubias que eran principalmente los productos más solicitados por su abundante clientela.

 

Cuchichi

 

En estos mismos talleres trabajaba este magnífico e histórico cantante, en sus años duros en los que la voz ya no le acompañaba y que también estaba falto de sus compañeros Botón, Miranda y Claverol. Todos los niños de este barrio conocíamos su fama y lo mirábamos respetuosamente durante sus idas y venidas por nuestras calles, pues vivía con su familia en una casa del mismo ferrocarril muy próxima a los Talleres. En esta casa la empresa reunió a los empleados más destacados y uno de ellos era este famoso cantante de tonadas ¿Quién no recuerda aquella de “Soy asturianín, soilo de verdad”?

 

Nicanor

 

Al final de la Calle Mon, esquina con la de Santa Ana y frente al entonces Colegio del Santo Ángel tenía este venerable anciano su tienda. En ella vendía principalmente ex–votos de cera que él mismo fabricaba y que por entonces tenían mucha aceptación como pago de las promesas pro curaciones milagrosas, por lo cual el beneficiado ofrecía al santo curador aquella parte de su anatomía que había sido sanada, reproducida en cera. Aparte de estos productos Nicanor tenía un  pequeño escaparate en el que exponía otros materiales, esta vez dedicados a los niños. Había allí, a la vista infantil, miniaturas de objetos litúrgicos tales como misales con atril, cálices, candelabros y velas. No es de extrañar la existencia de tales artículos pues en estos años que ahora se evocan era muy frecuente jugar a ser sacerdotes. Además de estos había pequeños juguetes y sobre todo materiales pirotécnicos tales como voladores (cohetes), petardos, restallones, bombas explosivas, etc, en un surtido amplísimo y cuya descripción se verá más adelante. Aquí se trata ahora de rendir el merecido homenaje a este entrañable hombre, que siempre nos despachó sus productos con una bondad personificada. Su recuerdo es muy chocante pues siempre lo evocamos como un anciano de gafas muy pulcro y vestido con una bata verde oscura, por lo cual el imaginarlo como joven es tarea imposible, ya que lo conocimos siempre con ese aspecto de persona muy mayor.

 

Afilador y Paragüero

 

En los barrios periféricos de la ciudad era muy frecuente la aparición de unos profesionales que anunciaban su presencia con un sonido peculiar a base de varios silbatos unidos entre sí que al pasar sobre los labios emitían un sonido ondulado e inconfundible que servía para identificarles y requerir así sus servicios. Eran todos gallegos y portaban una caja grande de madera con una rueda que servía para mover la muela de afilar los cuchillos y las tijeras y a la vez para el transporte de sus modestos enseres en dicha caja. Arreglaban también paraguas, sustituyendo las varillas rotas y ponían remaches a las bases de las sartenes y las cacerolas agujereadas por el cotidiano uso en las cocinas de carbón, cuya llama directa erosionaba y corroía estos utensilios y eran estos profesionales los encargados de alargar su vida por un económico precio.

 

Los sobrantes de las varillas de los paraguas solían dejarlos abandonados en la misma calle y eran aprovechados por nosotros para fabricarnos rústicas ballestas y arcos con flechas.

Casa Marcela

 

Pese a nuestra educación rígida y moralista, los temas referentes al sexo nos eran conocidos perfectamente desde la edad más temprana y aunque los pecados sobre el sexto mandamiento nos tenían atemorizados, todos sabíamos perfectamente los secretos de la vida y procurábamos aumentarlos con cualquier experiencia que nos transmitían otros niños. De este modo sabíamos de la existencia en la ciudad de las prostitutas, fulanas las llamábamos, comenzando por su localización nada más y nada menos que en la Calle Covadonga, la menos apropiada para albergar todo lo contrario a la virginidad femenina.

 

Una de las casas de lenocinio de la ciudad más conocida era Casa Marcela, mucho más importante que las de dicha calle, del Café Suizo o de la Granja en el campo de San Francisco. Dicha Casa estaba a las afueras, en un barrio cercano al Campo de los Patos, llamado Fozaneldi. Allí se veía un edificio de tres plantas que destacaba en la lejanía y que siempre era observado por nosotros con cierta excitación, al conocer las actividades pecaminosas que allí se desarrollaban.

 

Había también otras profesionales del amor que eran muy conocidas en la ciudad y que ahora recordaremos a continuación.

 

Marujina “El tetu”

 

Era una chavala jovencita, cuya fama de frescachona todos los jóvenes conocían y de la que se aprovechaban muchas veces para hacer roces y tocamientos gratuítos en los bailes de las romerías. Vivía por la zona de Buenavista y sus andanzas eran seguidas y comentadas por la chavalería ovetense. Su triste fama y recuerdo se plasmó incluso en una canción de Jerónimo Granda dedicada a ella con su fina ironía.

 

La Vuelta a Oviedo

 

Era la decana de las prostitutas ovetenses. Esta pobre mujer caminaba mañana, tarde y noche en completa soledad por las calles de la ciudad, vestida pulcramente e intentando disimular el paso del tiempo a base de gruesas capas de cosméticos baratos. Debido a estos paseos solitarios se le puso el mote de “La Vuelta a Oviedo”, acertadísimo en su fundamento tal vez evocador del ciclismo. Su modestia en esta decrepitud hacía que el precio por sus servicios fuese muy económico. Hubo un dicho popular, muy cruel por cierto, relatando un récord que había establecido durante el día de San Mateo, en que cobrando a perrona (10 cts) cada servicio había recaudado 100 ptas solamente en dicho día.

 

Foto Mely

 

Era el especialista en acudir a fiestas familiares para hacer un recuerdo gráfico de acontecimientos tales como bodas y bautizos, incluso desplazándose a lugares alejados de la ciudad. Tenía su estudio en el Monte de Santo Domingo y sus fotos, a base de la ignición de magnesio en polvo, tenían su nombre impreso en la misma base o en el reverso con sello de caucho. Tal vez tenga en su estudio muchas historias archivadas, pues era un magnífico profesional. La utilización del polvo de magnesio para producir un fogonazo era entonces el “flash” necesario para las fotos interiores o con poca luz. Su combustión ocasionaba también una explosión apagada que asustaba a muchos de los retratados.

 

La tragedia del Limpiabotas

 

En plena plaza de la Escandalera estaban ubicados un kiosco de revistas y periódicos y un  pequeño edificio de limpiabotas, cuyo dueño tenía tres hijos de los cuales el mayor no superaba los 10 años. Fue una aciaga tarde en la que los tres niños estuvieron caminando en sus juegos por las vías del ferrocarril Vasco-Asturiano, que en su recorrido final atravesaba parte de la ciudad. La tragedia surgió en el puente de este ferrocarril sobre la calle Gascona. Allí se encontraban los tres niños cuando llegaba un tren e inconscientemente se subieron en el lateral metálico de dicho puente, lo cual fue su perdición ya que al pasar dicho tren, aspiró hacia el interior de la vía a los ligeros cuerpecitos de los niños y allí acabaron sus vidas, troceados entre las vías y el balasto. La noticia corrió como la pólvora y toda la ciudad sufrió esta gran tragedia cuyo recuerdo aún perdura en los que entonces éramos niños y conocimos la desventura de estos pobres niños y que recordábamos siempre al pasar por la Plaza de la Escandalera y mirar hacia el establecimiento de su padre el limpiabotas.

 

Raqueta y Pelota

 

Eran dos hermanos gemelos, rubios y con cara de traviesos tipo Zipi y Zape, que caminaban siempre juntos e inseparables, de ahí el doble mote con que eran conocidos. Solían realizar pequeñas travesuras aprovechando su idéntico parecido, una de las más conocidas era el entrar en el cine con una sola entrada. El truco que utilizaban era aprovechar un momento de distracción del portero en que uno de los dos, el poseedor de la entrada, una vez dentro del cine le decía que tenía que salir a la calle por algún motivo figurado y procuraba evadirse de nuevo hacia el interior del cine, llegando poco después su hermano y le decía al portero “he vuelto”, lo que le permitía entrar al cine sin la correspondiente entrada.

 

El Hongo

 

La historia del hongo puede incluirse aquí, dado que también era un ser vivo. No sé en qué parte de la península comenzó a cundirse el prodigio curativo de un hongo que se criaba metido en un recipiente de cristal y cubierto de agua. Este vegetal crecía enormemente en el interior de dicho recipiente y un pequeño trozo que se sacara y pusiera en otro contenedor producía en pocos días un nuevo hongo gigantesco de aspecto blanquecino y gelatinoso, similar a una medusa solidificada. La cuestión fue que la gente se bebía el líquido en el cual estaba este vegetal con tal fe que era un curativo de todos los males que aquejaban a la familia en que se criaba, desde dolores de cabeza a reumatismo. Todos bebimos de aquella agua milagrosa y creímos sanarnos de cualquier enfermedad. Lógicamente en casi todas las casas había uno pues dada su capacidad reproductora, se fue extendiendo fácilmente de unas familias a otras. No se recuerdan curaciones prodigiosas pero sí hizo un gran efecto placebo que alivió la vida de muchos de los que creímos a pies juntillas en sus beneficiosas propiedades.

 

Los Vareadores

 

Los colchones de la época eran a base de un relleno de lana, para así lograr un fondo de calor en los días duros del crudo invierno. Lógicamente sufrían un deterioro con su uso, consistente en el apelmazamiento de la lana, lo que motivaba la aparición de grumos en el interior y pérdida de solidez y comodidad. La solución a este problema era desarmar el colchón y volver la lana a su original forma esponjosa, a base de azotar ésta para que se soltase de su agrupamiento. Para realizar esta operación solían acudir periódicamente por las viviendas unos profesionales un tanto originales, llamados vareadores debido al útil con el que trabajaban que no era otra cosa que una vara larga de avellano, con la cual golpeaban a los grumos de lana y éstos se iban transformando nuevamente  a su aspecto original similar a un plumón de pájaro. Era muy típico ver a estos vareadores en los prados y zonas planas realizar su labor, con sonidos silbantes procedentes de la nerviosa vara. La operación tenía su verbo propio, derivado de la vara a “varear”. De este modo se lograba la rehabilitación de los clásicos colchones, tan típicos de aquellos años.

 

También había una operación de blanqueado de las sábanas, consistente en disponerlas extendidas sobre la hierba, con lo cual aumentaban su color blanco sin la ayuda del “azulete”, un modesto blanqueador del lavado. Estas operaciones eran muy típicas y con frecuencia podíamos ver parte de los prados ocupados por este tipo de ropa. La explicación científica actual es lógica, se aprovechaba el oxígeno que desprendía la hierba durante su función clorofílica y éste era el productor de tan ingenioso blanqueo.

 

El Vejete Lolo

 

Es uno de los personajes más locales, solo conocido por los chavales de nuestro barrio. Este buen anciano, de edad indefinida, vivía en el Monte de Santo Domingo, con toda su familia de hijos y nietos. Con el fin de sentirse útil era el encargado de ir a comprar la leche, tal vez hasta la Plaza del Fontán, y en su diario deambular lo encontrábamos diariamente con su andar cansino, arrastrando los pies al caminar y la colilla en sus labios. Hasta aquí es un recuerdo sin mucho interés pero la anécdota que lo destaca es que descubrimos, que pese a su deterioro físico frecuentaba periódicamente una modesta casa de fulanas de nuestra calle, lo cual nos producía un asombro mayúsculo al comprobar su otra faceta, tal vez con menos deterioro que el de sus piernas.

 

La Magina

 

Se paseaba frecuentemente por la zona del barrio de Santo Domingo una anciana enjuta, enlutada, con gafas de cristales muy gruesos y cara cadavérica. Portaba un bolso negro, grande, en el cual traía jabón que ella misma fabricaba y que vendía a sus amistades. Esta visita comercial solía hacerla próxima a la hora de la merienda, con lo cual sacaba doble provecho: la venta y la manduca. Llegaba pues a la casa y una vez aposentada en la cocina o en el cuarto de estar, abría el bolso y sacaba la pastilla de jabón, muy bueno por cierto, de ahí su clientela fija. Una vez fijada la cantidad y precio del producto, la visitada le ofrecía, dada la hora, una taza de café con alguna compañía, tal vez un poco de pan pues las golosinas no abundaban. La Magina, que era éste su apodo, decía siempre “sí” a esta invitación y solía ampliar esta afirmación con la frase de “siempre llego a tiempo”, con una sonrisa fingida que asomaba unos dientes amarillentos. Además de este comercio, muy característico de aquellos años, La Magina se dedicaba a la usura, con préstamos a un interés del 10% mensual, con lo que a ella le parecía que haría una obra de misericordia. Muchas veces en sus conversaciones introducía una frase muy típica: “yo no necesito ir a la iglesia a confesar pues como ni robo ni mato, estoy en gracia de Dios”.

 

La Nieve

 

Aunque no se trate de una persona este meteoro, puede considerarse casi un ser vivo, ya que nos acompañó en varias ocasiones todos los años. El frío reinante durante los inviernos de los años cuarenta fue muy duro, durísimo y aún más significativo a causa de la escasez de alimentos y de carbón. Para nosotros los niños, la nevada suponía un espectáculo, con aquellos copos, como trapos los llamábamos debido a su gran tamaño y que cubrían la ciudad de un manto blanco permanente muchas veces más de una semana. Debido a esta dificultad, con nieve de 30 cm o más en todas las calles, se suspendían las clases de los colegios, lógicamente con la alegría de todos nosotros, lo que no nos impedía disfrutar con batallas a bolazos, patinazos y exploraciones en lugares que nadie había pisado. El reflejo condicionado de “nieve=vacaciones” quedó tan metido en nuestro intelecto que ahora, ya abuelos, se nos alegra el ánimo cada vez que caen cuatro copos, pues la verdad la nieve no es lo que era en nuestra infancia.

 

Miss Fumo

 

En las ruinas de los bloques de viviendas de la Plaza de Santo Domingo habitaba una pobre mujer viuda, en una habitación de la planta baja, que tenía dos hijos famélicos, y malvivían a base de las escasas limosnas que recibían, procurando incrementar sus ingresos realizando pequeños recados y transportando objetos. La madre era la protagonista principal y deambulaba por las calles del barrio, bien solicitando ayuda o bien cargando con bultos de una parte a otra. Al pasar cerca de ella se desprendía un fuerte olor al humo que se producía en su infravivienda y que se impregnaba en sus harapos. Por tal motivo fue bautizada con el apodo de Miss Fumo, adecuado lógicamente a sus características olorosas.

 

Las Carretonas

 

Hubo una humilde profesión muy conocida en aquellos años en los que el reparto de mercancías era prácticamente nulo, respecto a los productos a peequeña escala. Por tal motivo y para suplir tal carencia aparecieron unas personas que se encargaban de transportar cosas entre Oviedo y los pueblos cercanos. Generalmente eran mujeres mayores y del verbo asturiano “carretar” derivó el sustantivo por el que se las conocía: las carretonas. Estas heroicas mujeres , vestidas con ropas oscuras llevaban ocupados de fardos ambos brazos y para aumentar su capacidad de transporte se ponían en la cabeza una rosca de paño llamada “rodete”, gracias a la cual podían cargar más peso con la ayuda de esta parte del cuerpo.

 

Solían hacer sus trayectos de ida y vuelta tanto en los trenes del Vasco como del Norte y Económicos, pero lo más impresionante era verlas subir fatigadas por aquellas escaleras interminables de la estación del Vasco, características por los anuncios de color amarillo y negro en los bordes, con el nombre de Almacenes AlPelayo.

 

Una vez entregado su producto en el domicilio del destinatario, allí recibían nuevamente más encargos con el envío de nuevos paquetes que viajaban en sentido inverso.

 

Con este servicio a domicilio se facilitaba la recepción de productos hortícolas, en especial de las huertas de Grado y Candamo

 

Los ladrones de carbón

 

El carbón era un bien no muy abundante y muy necesario tanto en la incipiente industria como en el consumo doméstico, ya que el tipo de cocina que se utilizaba, llamada “vizcaína”, precisaba de este combustible para su funcionamiento cotidiano.

 

El reparto de este carbón familiar lo realizaban unos profesionales con su carro arrastrado por tracción animal, generalmente un humilde pollino y se medía en “quintales”, que era más o menos medio saco.

 

El suministro masivo hacia la ciudad se realizaba a través del ferrocarril, tanto del “Norte” como del “Vasco-Asturiano”. En este último era muy frecuente la llegada de largos trenes de mercancías llenos de carbón, con la superficie pintada de blanco, para garantizar su integridad, y con vagones de pequeña garita intercalados a lo largo de ellos, provistos de celosos guardias vigilantes armados de escopetas.

 

A la salida del túnel, próximo a los talleres, que iniciaba la última parte del recorrido y allí solían apostarse cuadrillas de profesionales del robo, se encaramaban en los vagones y con rápidos movimientos de sus manos arrojaban parte del carbón a las vías. El peligro era inminente pues al ser detectados por los vigilantes, se tiraban del tren y en muchas ocasiones fueron atropellados por éste. Era muy frecuente ver a supervivientes de este proceso montados en carros de ruedas de cojinetes, sin las dos piernas, los cuales engrosaban al otro número de mutilados de guerra.

 

Lógicamente el carbón derramado era hábilmente recogido y posteriormente vendido por las casas, lo que les procuraba un medio de subsistencia en aquellos años de vida tan dura.

 

También había grupos de niños y niñas que, provistos de un cubo y sin ninguna protección en sus manos, recogían los pequeños trozos de carbón que solían desprenderse de las locomotoras y con ello ayudaban a la maltrecha economía de sus familias. Se les conocía con el nombre de “carbonerines” debido a su corta estatura y era muy frecuente verlos caminar, con el cuerpo inclinado a lo largo de las vías del tren, en busca de los restos carboníferos.

 

Don Luciano García-Jove

 

         Este sacerdote que vivía en la calle de La Magdalena, fue muy famoso entre todos los niños ovetenses de muchas generaciones debido a ser el autor de unos magníficos libros de Religión, asignatura que entonces se estudiaba con gran devoción e importancia. La fisonomía de este buen cura era la peculiar de los paisanos asturianos, con unos rasgos faciales muy acentuados, que lo hacían inconfundible cuando nos acercábamos a besarle la mano, costumbre entonces de obligado cumplimiento para niños y niñas.

 

Los frailes legos

 

 

         En la Iglesia y Colegio de Santo Domingo había por aquellos años una numerosa congregación de frailes. Los estratos sociales de algunas órdenes religiosas eran muy clasistas, existiendo dos grandes grupos: Sagradas Órdenes y Legos. Los primeros eran la élite de la congregación, oficiantes de misa, predicadores y confesores. Los segundos eran los auxiliares que realizaban las tareas más modestas, tales como la vigilancia de la iglesia, adiestramiento de monaguillos, encendido y apagado de velas, etc y no podían decir misa pero participaban en todos los asuntos sociales de la Orden.

 

         En este modesto grupo hubo dos frailes que fueron muy populares, uno perteneciente al propio convento y otro al colegio.

 

         Fray Cueto, “fray” para los vecinos, poseía una gran humanidad y cariño fraternal para todos y vivió largos años en este clásico convento ovetense, desarrollando sus buenas actividades frente a los necesitados.

 

         Fray Epifanio se dedicó a colaborar en las tareas del colegio como vigilante de estudios. Provenía del Tercio y apareció en Oviedo en 1948. Todos los alumnos recordamos a este nada típico lego pues entre sus especialidades poco ortodoxas realizaba demostraciones de lucha libre durante los recreos. Para ello se subía el hábito hasta la cintura, se lo ataba con el rosario y desafiaba a dos o tres voluntarios, de los más mayores a luchar contra él todos a la vez, lo que producía un espectáculo, ya que siempre fue el ganador de las peleas.


 

 

CUATRO

 

LOS JUGUETES ECONÓMICOS Y ARTESANALES

 

Juguetes de hojalata. Reparación. Artículos en la Plaza de El Fontán. Las Pizarras. Plumines y plumieres. Los trenes. El fútbol: pelotas de trapo. El Cascayu. Los cigarrillos de manzanilla y tabaco. Artículos pirotécnicos. Cariocas. Pistolas de pinzas. Gomero-Forcau. Muñecos en el techo. Soldados recortables. Mariquitas. Juegos con animales. Patinetes y carros de cojinetes. La chatarra. Juegos alimenticios. El aro y la comba. El caballito de cartón. El muñeco musical.

 

Ya comenté anteriormente que con excepción de los Reyes Magos, en que nuestros padres hacían un verdadero esfuerzo por dejarnos juguetes de importancia, durante el resto del año nos teníamos que conformar con otros más pequeños en tamaño, calidad y precio, pero que constituían una ilusión muy grande cuando caían en nuestras manos. En muchas exposiciones actuales, en los que los coleccionistas nos presentan muchos de ellos, nos asombra su fealdad y mal acabado de escala ¡ con lo maravillosos que nos parecían !

 

Estos juguetes de hojalata, tanto de Reyes como los otros, tenían la peculiaridad frecuente de poder moverse con un resorte metálico, “de cuerda” los llamábamos, cuya duración era corta ya que al atornillar la manecilla del resorte se producía con rapidez su rotura, lo que motivaba que intentásemos arreglar el estropicio. Para ello levantábamos las pestañas de los extremos de la base para llegar al trípode donde el resorte estaba fijado y manipulábamos éste, para dejar libre el eje de las ruedas sobre el que actuaba y así poder seguir jugando, esta vez a rueda limpia, cosa que también era muy deseada. Cuando inventábamos montar de nuevo la carrocería aquellas malditas pestañas se rompían siempre y ya no había manera de volver a tener el juguete armado nunca más, con lo cual el juguete finiquitaba en nuestras manos.

 

Hecho este preámbulo de muerte súbita para muchos de los juguetes, vamos a hacer un recorrido sobre la multitud de artículos, tanto adquiridos como manufacturados que hicieron felices muchas horas de nuestra infancia y constituyeron la base de los juegos, que en la mayoría de los casos eran comunitarios, es decir, se compartían entre varios niños, de tal modo que el entretenimiento era mayor y nos enseñó también a no ser egoístas.

 

Con unos pocos céntimos se podía ir de compras hasta la Plaza del Fontán y allí, en los puestos de venta especializados adquiríamos muchas veces unas gafas hechas de cartón con los cristales de papel transparente y de colores brillantes, principalmente rojas, azules y verdes. Las más baratas tenían una gomita para pasarlas detrás de la cabeza y las de más calidad estaban dotadas de patillas. Para completar el “lujo” había también relojes de pulsera, unos económicos con las manecillas pintadas y otros con más calidad, en los que las manecillas se movían con una pieza como la rosca de los de verdad y así te dedicabas a moverlas hasta romper el mecanismo, cosa que duraba muy poco tiempo.

 

Las pizarras 

 

Eran a base de una lámina de dicho material enmarcada con un cerco de madera vista. Este modesto objeto cumplía dos funciones, una era didáctica, que correspondía al equipaje del colegio y en ella realizábamos todo tipo de actividades escritas, tal vez para ahorrar cuadernos, tan escasos en aquellos años. Lógicamente la invectiva infatil procuraba sacar partido de esta pequeña propiedad que caía en nuestras manos y así servía para que realizásemos en ella nuestros primeros escarceos artísticos, con dibujos y garabatos que nos servían de gran distracción. ¿Quién no recuerda aquel dibujo numérico que hacíamos simultáneamente al recitado en alta voz “con un seis y un cuatro hago tu retrato? También nos servían para producir sonidos chirriantes; raspando el pizarrín con cierto ángulo se producía un ruido penetrante que incluso daba dentera a los presentes. Repito otra vez la selección del material del pizarrín, que el más común era a base de pizarra pero había otros más selectos, menos rudimentarios, cuya textura era suave y de color blanquecino, que lo conocíamos por “pizarrín de manteca” y que lógicamente era el preferido por todos.

 

Plumines y plumieres

 

La escritura con pluma estilográfica tardó años en lograrse y eran escasos los muchachos que poseían una, que para colmo solían estropearse pronto. La base de la escritura era el típico palillero en el que se introducían los clásicos plumines. Estos plumines eran variados, incluso con formas y gruesos adecuados para los cuadernillos con letra gótica. Los más comunes tenían una hendidura central, lo cual motivaba que la punta de la escritura se abriera más de lo necesario, siendo inservibles en poco tiempo. La calidad de éstos fue apareciendo poco a poco y así en la clasificación de los más comprados era la marca Irinoid la primera con ventaja al resto de sus competidores. En ocasiones teníamos una caja de madera lisa y alargada, el plumier donde poder guardar la goma de borrar, los plumines con su palillero y los lápices. Estos plumieres tenían también sus categorías dependiendo lógicamente de su precio, desde el más económico a base de un compartimento único hasta el más caro con tapas decoradas y multitud de divisiones interiores para clasificar sus contenidos.

 

Los plumines tenían también otras aplicaciones menos didácticas tales como servir de herramienta mediante su punta para hacer modestos tatuajes en el dorso de las manos, utilizando para ello tintas de colores e incluso para clavarlos en el abdomen de algún moscardón y observar su lento caminar provisto de tal accesorio.

 

Los trenes

 

No puedo reseñar aquí nada sobre los trenes con resorte y los trenes eléctricos, tan difíciles de poseer y tan conocidos por los coleccionistas en la actualidad y que debido a su categoría están alejados de este recuerdo.

 

Para suplir su carencia buscábamos afanosamente en los pequeños desperdicios domésticos las latas de conserva vacías de sardinas y atún. Ambas latas eran planas y alargadas, como las actuales, y con ello adecuadas para ser transformadas en vagones de mercancías. Desprovistas de las tapas y haciéndoles un agujero en ambos extremos, se unían entre si con un trozo de cuerda, siendo este mas largo en la lata que hacia el papel de locomotora, con el que cogido el extremo del cordel con la mano, servía para mover aquel tren tan maravilloso, que hacíamos circular por aceras y calles y como eran de mercancías se rellenaban los vagones con arena, piedrecillas y palos, de modo que para nosotros aquel artilugio fue durante mucho tiempo un tren casi de verdad.

 

El fútbol

 

Los juegos de este deporte eran muy corrientes de realizar en plena calle, ya que los coches brillaban por su ausencia y por lo tanto éramos los dueños absolutos de esta zona. Lo malo era que la posesión de una buena pelota o un balón era prohibitivo y teníamos que recurrir a otros modelos, más económicos o artesanales. El más económico era una pelota hecha de badana y rellena de serrín de madera, lo que ocasionaba que, pese a su pequeño tamaño, fuera muy pesada y como la badana se deterioraba pronto en su erosión sobre el suelo de la calle, al final duraba poco tiempo. La otra opción, muy barata, era hacer la pelota con trapos y cordel. Había verdaderos artesanos especialistas en esta manufactura, siendo lo más difícil encontrar los trapos pues por entonces nadie los tiraba, de modo que teníamos que pedir en nuestras casas algún retal inservible.

 

Lograda la materia prima comenzaba la fabricación  propiamente dicha, prensando los trapos mojados  en forma esférica y alcanzado el tamaño deseado, se remataba con cordel fino, de Bramante se llamaba, lográndose así una pelota, que lógicamente duraba solo una tarde. Su muerte era gloriosa pues comenzaba por la rotura y pérdida del cordel y lógicamente el desmembrado de los trapos, pese a lo cual proseguía su uso hasta que su deterioro impedía continuar. En ese momento el juego se suspendía y los restos de la pelota se guardaban para el día siguiente en el que con nuevas aportaciones de trapos y cuerda se recomponía y volvía una vez más a cumplir su destino.

 

El Cascayu

 

Era un juego que servía tanto a niñas como a niños. Consistía en cinco o siete  rectángulos enlazados, pintados con tiza si la superficie era de cemento, o con una línea profunda si era en zonas arenosas. Con un trozo de piedra plana comenzaba el juego, depositando ésta en el primer rectángulo y pasándola posteriormente al siguiente únicamente con la ayuda de un pie y el otro mantenido en alto. Cada rectángulo consecutivo tenía mayor dificultad en los movimientos que había que realizar sobre él, de manera que el jugador que fallaba era eliminado y comenzaba el juego el siguiente competidor. Como había muchos especialistas el juego se iba complicando pues una vez superados todos los rectángulos comenzaba otra vuelta sobre ellos, esta vez con mayores dificultades añadidas. En ocasiones el cascayu era para un jugador solitario, así que servía también de entretenimiento individual y de paso como entrenamiento.

 

Los cigarrillos de manzanilla y tabaco

 

Aunque ya se citó este tipo de entretenimiento conviene recordarlos una vez más ya que nuestra apetencia por imitar a los mayores implicaba que los comprásemos frecuentemente en los comercios especializados de la Plaza del Fontán y en la Boalesa.

 

Lógicamente eran inofensivos y por lo tanto permitidos pero también nos servían de tapadera para fumar cigarrillos de verdad. Si teníamos dinero, cosa poco probable, comprábamos algún pitillo suelto de los más baratos, Los Ideales. Aquellos cigarrillos eran pura dinamita, con su envoltura de papel amarillo y su contenido heterogéneo, casi siempre lleno de nervios de las hojas  del tabaco, estacas las llamábamos, que si no apagabas el cigarrillo, producían un olor y sabor de lo más desagradable. Cuando el pecunio era escaso recurríamos a un proceso asqueroso consistente en recoger colillas del suelo, abrirlas y mezclar su contenido hasta lograr la cantidad requerida para surtir a todos los ansiosos fumadores.

 

La técnica de las colillas se aprovechaba también por las personas mayores, pues las cigarreras vendían simultáneamente este tipo de tabaco, que tenía un poco más de higiene que el nuestro, pues lo habían sometido a un lavado previo antes de proceder a su venta.

 

Artículos pirotécnicos

 

Uno de los entretenimientos más deseados consistía el hacer explosionar una serie de materiales de fácil adquisición, tanto por su abundancia como por su precio. La tienda más frecuentada para estos menesteres era la de Nicanor, ya que este venerable anciano disponía de un surtido variado de “bombas”, restallones”, “petardos” y “voladores”.

 

Las bombas eran unos pequeños envoltorios que al tirarlos con fuerza sobre el suelo de cemento o losetas, producían una explosión. Los más económicos eran a base de un pequeño abultamiento, como de 0,5 cm3, que estaba forrado con papel de color chillón y una pequeña prolongación, por la que se cogía y se hacía su tirada. De mayor precio era otro modelo, este en forma de cilindro deformado, de unos 2 cm de largo y 1 cm de diámetro, construido en papel de estraza y con un refuerzo de cordel muy fino para evitar su deterioro. Lógicamente el estallido que producían  era apreciable. Ignoro cual podía ser la composición del material explosivo de estas “bombas”, lo único que se me ocurre que pudiera explosionar por golpe brusco es una gota de nitroglicerina pero me parece de un peligro exagerado, aunque en aquellos años el nivel de peligrosidad para los juegos infantiles era bastante elevado.

 

Los “restallones” estaban formados por una tira de papel basto, sobre el cual iban depositados unos pequeños semicírculos abultados de color marrón rojizo. Se compraban por unidades o por tiras completas y para utilizarlos se separaba uno de ellos, cortando el trozo de papel correspondiente, y se raspaba sobre una piedra o pared y el restallón comenzaba a originar pequeñas explosiones hasta que finalizaba el material que los producía. Muchas veces los frotábamos con suavidad en las paredes de los pasillos de nuestras casas cuando ya era de noche y dejaban un rastro fosforescente que era muy apreciado por nosotros pero la diversión duraba  solamente una noche ya que al día siguiente la pared estaba llena de los arañazos que habíamos producido y por tanto la regañina y posterior prohibición estaban aseguradas.

 

Los “petardos” eran también de varios tamaños, según su precio. Los más económicos y por tanto lo tanto los más utilizados, eran unos cilindros de cartón, de unos 5 cm de largo y 0.5 cm de diámetro, con estrechamiento en ambos extremos y en uno de los cuales llevaba una pequeña mecha. Producían una explosión bastante sonora pero nada comparable a los de tamaño superior y mayor precio, los cuales se podían introducir en los huecos de ladrillos y producían una ruidosa deflagración, acompañada de un pequeño destrozo.

 

Los “voladores” eran similares a los utilizados en las fiestas veraniegas, pero lógicamente a escala muy reducida. De este surtido pirotécnico estos “voladores” eran los menos preferidos, tal vez porque la relación diversión-precio no era la adecuada.

 

Cariocas

 

También jugábamos con unas cintas de papel de tipo seda, papel pinocho se llamaba, con una bolsita pequeña de tela en su extremo, llena de arena blanca y con un cordel bramante atado a ésta, para poder girar el conjunto y simular círculos en el aire de colores chillones. Se conocían por los nombres de “carioca” y “serpentina” y se vendían en muchas de las tiendas de materiales infantiles ya descritas anteriormente a un precio muy módico, por lo cual eran muy solicitadas.

 

Pistolas con pinzas

 

Aprovechando las pinzas de madera para tender de la ropa en nuestras casas hacíamos unas modestas pistolas, capaces de disparar granos de maíz o cualquier semilla aplanada. Para su manufactura se desarmaba una pinza y con el muelle metálico se montaba un resorte, que se fijaba en una de las partes aprovechando las muescas existentes en dicha pinza. Posteriormente se encajaba sobre las dos piezas de apretar la ropa de la otra pinza y estas cumplían la doble misión de sujetar el conjunto de la pistola y la semilla-proyectil. La recarga se hacía con la otra parte de la pinza desarmada, de modo que con la zona plana de ésta se empujaba el resorte del muelle hasta su respectiva muesca. Este modesto juguete era muy utilizado, tanto en batallas personales, en las que el golpeo de la semilla en cualquier parte del cuerpo significaba “muerto”, como para disparar en forma de catapulta con la pieza cargadora en batallas con soldados recortables.

 

Gomero- Forcau

 

Existían unos artilugios menos inocentes que también eran artesanales. El gomero se hacía con una goma elástica de oficina sujeta a un soporte de alambre en forma de “U” y con la parte inferior alargada para servir de agarradera. Los proyectiles eran a base de papel enrollado y doblado en uve, de modo que se introducía la goma en su base aguda interna y se cogían con dos dedos las dos partes de la uve del papel, se estiraba ésta hacia atrás y al soltarlo bruscamente el proyectil salía disparado con la suficiente fuerza como para hacer un pequeño daño si alcanzaba la cara de algún despistado. También era muy utilizado en batallas “en serio” con soldados recortables, pues debido al fuerte impacto que recibían, estos soldados quedaban destrozados e irrecuperables. Debo añadir que en alguna ocasión se sustituyó el proyectil de papel por una horquilla metálica, que silbaba al salir del gomero y tenía ya un peligro máximo pues su impacto era terrorífico. Afortunadamente esta variación no fue de uso generalizado ya que solo conocíamos esta unos cuantos “inocentes angelitos”.

 

El hermano mayor era el Forcau, que se construía con un diseño similar pero el soporte era de madera, las gomas de cámara de rueda y una badana en la parte central de éstas para situar el proyectil, que en este caso era una piedra tipo canto rodado. Había verdaderos artistas en disparar con este sistema, incluso se permitían el lujo a ir de de caza a pájaros, lo que sirve de prueba de su habilidad. Los forcaos se utilizaban también en las peleas entre chavales de un barrio contra otro; en especial eran muy temidos los que habitaban en la Calle Oscura, que tenían aterrorizados a los barrios vecinos ya que solían realizar incursiones con un elevado número de participantes de gran fiereza, por lo cual cuando se daba la alarma de su presencia corríamos presurosos a escondernos en las partes más altas de las escaleras de alguna vivienda. Otra aplicación un tanto incivil, era destrozar con su proyectil a las bombillas del alumbrado y a las tacillas de porcelana blanca de los postes de la conducción eléctrica.

 

Muñecos en el techo

 

Un entretenimiento, tanto doméstico como de sala de estudio del colegio era pegar un muñeco de papel en el techo de cualquiera de estos lugares. Para ello con una cuartilla o una hoja de cuaderno se doblaba por la mitad y cuidadosamente se recortaba a mano el perfil de un monigote, con los brazos y piernas extendidos. A continuación se masticaba un buen trozo de papel hasta hacer una papilla pegajosa bien ensalibada. Lograda ésta, se unía la cabeza del monigote mediante un hilo de coser a la bola pegajosa del papel masticado y  se tiraba con fuerza dicha bola hasta el techo. Si estábamos en casa el asunto no pasaba de ahí pero si lo hacíamos en el colegio, aprovechando la distracción del vigilante del estudio, el número de monigotes era mayor ya que había un buen contagio entre los aburridos estudiantes y lo peor sucedía cuando los susurros alertaban al vigilante, ya conocedor de este entretenimiento, lo cual producía indefectiblemente el correspondiente castigo, bien corporal o de prolongación de la estancia en el horario del colegio.

 

Soldados recortables

 

Como sustitutivo de los soldados de plomo, que siempre escaseaban en nuestras manos, teníamos a nuestro alcance, por un precio super-económico, los soldados y vehículos recortables en láminas de papel. Nuestros favoritos eran los de la marca “La Tijera” y posteriormente también los igualaron los de “Bruguera”. Los soldados de la Tijera eran en su mayoría reproducciones del ejército español ,tales como artilleros, infantería de tierra, marinos, legionarios, transmisiones… con la particularidad de tener doble cara, de tal modo que su aspecto una vez montados era de lo más aparente. La dificultad importante para su montaje es que necesitaban ser pegados y el artículo para realizarlo escaseaba. Como materiales sucedáneos utilizábamos engrudo de harina de trigo, que tardaba 24 horas en pegar y goma arábiga, que fabricábamos a base de savia solidificada de algún árbol frutal, también lenta en operar. Si disponíamos de poder adquisitivo teníamos la oportunidad de utilizar el “Pegamín” o “Sinteticol”, que era un pequeño tubo con un contenido acaramelado de olor muy penetrante pero con un poder adhesivo muy pobre, de modo que los materiales que encolábamos con este producto también tardaban lo suyo en poder ser utilizados. Incluso los cromos pegados con el “Pegamín” se despegaban fácilmente a las pocas semanas pero el olor que emanaba se mantenía incluso durante este largo período de tiempo.

Con estos soldados, implementados con algún vehículo, montábamos unas batallas reales; si éramos cuidadosos solo eran con la utilización de chapas o botones como proyectiles al ras del suelo pero si queríamos una batalla real…valía todo, desde terrones que estallaban como bombas hasta pedradas con forcau, allí todo valía pero este entretenimiento real traía consigo la pérdida de casi todo el ejército de papel. El final apocalíptico era de tipo funeral Vikingo pues los supervivientes se colocaban en fortificaciones hechas con palos de madera y algún petardo entre sus astillas, comenzando entonces el encendido de este conjunto, que hacía volar por los aires el circuito fortificado y reducía a cenizas a los pobres supervivientes de las batallas anteriores.

 

Mariquitas 

 

Las niñas también tenían los modestos juguetes que sustituían a las muñecas de verdad y eran unas muñequitas recortables con una gran variedad de vestidos y sombreros. La muñequita venía en paños menores, de lo más decente lógicamente, acompañada también por hermanitos. Los vestidos tenían dos pestañas en su parte superior, que se doblaban y colocaban sobre los hombros de la “mariquita”, que era el nombre por el que se solía conocer a estos recortables femeninos. De esta manera el surtido de vestidos era intercambiable y las niñas podían jugar así, con mucha imaginación, a que tenían en sus manos a la inalcanzable Mariquita Pérez con todo su lujoso vestuario, sustituyendo el armario ropero por “el libro ropero”, que mantenía los trajes estirados y sin defectos que alterasen su postura.

 

Juegos con animales

 

Las travesuras infantiles se concretaban muchas veces en martirizar a algunos de los seres vivos que tenían la desgracia de cruzarse en nuestro camino.

 

Para lograr algún pájaro vivo, especialmente los gorriones, utilizábamos liga y guindones. Con la liga era más probable que la pobre ave sobreviviera hasta caer en nuestras manos ya que los guindones los solía matar por asfixia o desnucamiento. Total, una vez en nuestro poder la inventiva era bastante desarrollada pues los que sobrevivían eran sometidos a crueles experimentos científicos, tales como atarles una cuerda en una pata con un trozo de papel en el otro extremo de ésta y observar su vuelo meteórico hasta que se enredaba en algún saliente del tejado de la casa más próxima. Otro experimento consistía en cambiar el color del plumaje mediante inmersión en un baño de tinta verde o roja. Ya seco, el pobre pájaro escapaba hacia lo que el creía que era la libertad pero su ilusión se fragmentaba al acercarse a sus congéneres de la misma raza, pues al tener otro color no era reconocido como individuo común a ellos y la emprendían a picotazos hasta expulsarlo de su compañía. Este proceso era seguido con toda meticulosidad por nuestra parte, orgullosos del éxito alcanzado con este experimento biológico.

 

Otro entretenimiento esporádico era la separación de dos perros apareados. Es bien sabido que los perros, una vez realizado su coito, quedan pegados ya que el pene del macho se inflama demasiado y no es posible separarse de la hembra hasta pasada casi una hora. Pues bien, cuando encontrábamos a una pareja de canes en tal trance, nos acercábamos a ellos provistos de un palo y aprovechando la posición en la que se encontraban, culo con culo, les pegábamos un buen golpe con dicho palo justamente en el centro de ambos traseros, lo que motivaba una separación brusca de la pareja seguido de unos alaridos de gran potencia emitidos por el pobre macho.

 

Como colofón de estas terribles travesuras no faltó tampoco la clásica lata de conserva atada a la cola de algún pobre perro y que suponía una desenfrenada carrera del pobre animal, seguido por los “angelitos” que habíamos realizado tal proeza.

 

Los sapos tenían su suplicio privado consistente en “sapiar” al pobre bicho. La prueba consistía en poner al sapo en el extremo de una tabla alargada que estaba soportada sobre un trozo de piedra en el centro, a modo de columpio. Situado el sapo en dicha posición, se golpeaba bruscamente el otro extremo en la tabla con un palo grueso. El impulso de este efecto hacía que el sapo saliese despedido por el aire con las cuatro patas extendidas y aterrizase de esa guisa, con un fuerte golpe de panza que lo dejaba inconsciente, repitiéndose el proceso hasta que quedaba definitivamente muerto. De este juego se estableció la palabra “sapiazo” para expresar alguna caída al suelo de alguno de nosotros, cuando jugábamos a otros juegos diferentes y que se parecía a la del pobre sapo.

 

También era frecuente en los días de lluvia la caza de sacaveras (salamandras), de gran tamaño y de colores negro y amarillo. Estos inocentes reptiles tienen un aspecto asqueroso pero son totalmente inofensivos. Nosotros nos basábamos más en su aspecto que en su conducta y en cuanto veíamos alguna era instantáneamente aplastada a base de pedradas y en ocasiones, me avergüenza decirlo, las impregnábamos en alcohol y las quemábamos vivas.

 

Patinetes y carros de cojinetes

 

Estos dos juguetes eran muy apreciados y lógicamente de los más deseados pues no era fácil disponer de los materiales básicos para su construcción: los cojinetes metálicos. Hay que tener en cuenta que estos artilugios móviles eran construidos por nosotros mismos, sin ayuda de los mayores, por lo cual a la escasez de todos sus componentes se unía la dificultad operativa por parte de sus futuros poseedores. Tal como cité la base para la fabricación de estos juguetes tan importantes, era disponer de los cojinetes metálicos necesarios, dos o tres para el patinete y tres o cuatro para el carro. Estos cojinetes solo se podían conseguir en los talleres de reparación de coches y camiones, por lo que era necesario conocer a alguna persona que trabajase en ellos, generalmente un aprendiz, que rebuscase entre la chatarra de desperdicios del taller y encontrase estas piezas tan codiciadas. Este personaje era muy avispado y conocedor de la demanda de estos productos a los que él tenía acceso y lógicamente pedía un precio por ellos, en función de su tamaño, y características ya que había unos cuyos rodamientos estaban casi a la vista y otros que los tenían protegidos por una pieza de aleación metálica de color dorado, que ocultaban las bolas, con lo cual eran más resistentes a los golpes y evitaban la penetración de arena y piedrecitas en su interior. A este último modelo, el más valorado y por tanto el más caro, lo llamábamos “americano”, adjetivo que en aquellos años significaba la máxima calidad.

 

Los patinetes eran de modelo similar a los que vendían en las jugueterías pero lógicamente de aspecto muy rústico. Generalmente se construían de dos ruedas, de las que de la parte posterior sobresalía ligeramente de la base de madera y llevaba adosada por encima una tira de cuero, que al pisarla servía de frenada.

 

Los carros eran ya otra cosa más importante, en tamaño y calidad. Su base era un armazón con barrotes de madera, en forma rectangular, sobre el que iban clavadas las tablas, de modo que su aspecto era de una superficie plana, sobre la cual irían sentados los futuros viajeros. Había carros de tres ruedas para dos o tres plazas y otros de cuatro ruedas para tres a seis plazas. En ambos casos las dos ruedas traseras llevaban las palancas del freno, a base de una barra giratoria pequeña de madera con una pieza de goma clavada en tal posición que al girar, la barra se apretaba sobre la rueda, produciendo incluso chispazos cuando la frenada era brusca.

 

En los carros de tres ruedas se seleccionaba el cojinete de mayor tamaño y calidad para la parte delantera, que consistía en una pieza de madera en cada lado de la rueda, que soportaba el eje sobre el cual iba dicha rueda. Ambas piezas estaban clavadas a la barra que sostenía la base anterior del carro, cuya barra tenía también la misión de hacer el giro del carro durante su desplazamiento. Para lograr este movimiento de la barra, esta iba fijada a la base de madera mediante un tornillo pasante, que obteníamos de los restos del jergón de alguna cama.

 

El carro de cuatro ruedas tenía dos ejes y el delantero, con las dos ruedas en su exterior, también tenía movimiento giratorio, con la misma fijación central de tornillo grueso.

 

En ambos modelos el conductor iba sentado en primer lugar, con los pies en los extremos de la barra y las manos sujetando una cuerda que estaba fija en ambos extremos. A continuación se sentaban a horcajadas el resto de los pasajeros y el que iba en último lugar era el encargado del freno.

 

Los carros se hacían correr en plena calle o en las aceras que tuviesen suficiente pendiente para permitir su veloz deslizamiento cuesta a bajo y a plena carga, con el único obstáculo de la súbita aparición de un guardia urbano, que nos hacía parar en el acto y nos amenazaba con llevarnos al “Cuartón” si no retirábamos el carro.

 

Estos vehículos, tanto patinetes como carros, permitían disfrutar de un lujo que pocos teníamos pues el descenso a tumba abierta en zonas con baches producía un verdadero sorteamiento de peligro y muchas veces el aguerrido conductor hubo de ser asistido en la Casa de Socorro para que le saneasen los dedos y nudillos de las manos, que solían quedar aplastados al zozobrar el vehículo en alguno de los baches que se tragaban  prácticamente el vehículo en su interior, con la consiguiente rotura de su parte delantera.

 

La Chatarra

 

Ya se ha recordado en parte, respecto a los profesionales que buscaban restos de metales y materiales para ser posteriormente vendidos en los establecimientos del ramo. En nuestro caso, a pequeña escala, también procurábamos su búsqueda para sacar algún provecho económico. No obstante, cuando teníamos la suerte de encontrar “peines” completos con balas de fúsil sin usar, la ventaja era doble ya que aparte de su posterior venta, desmontábamos hábilmente el conjunto casquillo-bala y así teníamos la bala para jugar como proyectil en batallas con soldados recortables y la pólvora del cartucho metálico, que una vez vaciada de éste, nos servía para dejar impreso nuestro nombre en cualquier superficie dura. Para ello dibujábamos con la pólvora las correspondientes letras y después, al quemarla, quedaban nuestras letras impresas en negro y duraderas varios días, lo que constituía un orgullo para cada autor de tal proeza.

 

Los casquillos vacíos los volvíamos a llenar con arena prensada y machacábamos la parte superior para que no se viese tal truco, sumamente inocente pues el comprador de la chatarra nos estafaba después tanto en el peso como en el precio.

 

Recordaré una vez más que también nosotros, en nuestra búsqueda de materiales vendibles, escarbando en las ruinas, nos encontramos más de una vez huesos alargados, que resultaban ser restos humanos de algún pobre soldado desaparecido en combate.

 

Juegos alimenticios

 

Nuestra alimentación era escasa, lo poco que nuestros pobres padres podían ofrecernos. Baste recordar aquellos bollos del pan de racionamiento, de color oscuro y de textura y aspecto heterogéneos debido a la mezcla de materiales de que estaban hechos, excepto de harina de trigo. También el azúcar era en terrones sin refinar, de color marrón oscuro; y no digamos nada sobre el pobre chocolate, hecho a base de algarroba y que se desmoronaba fácilmente en nuestras manos. Su unidad era la “libra” y venía dividido tal como hemos visto en partes rectangulares que se llamaban “onzas” por lo que nuestra merienda era muchas veces “pan con una onza de chocolate”. Pues bien, a esta común escasez nosotros respondíamos procurándonos unos alimentos que la naturaleza o los agricultores ponían a nuestra disposición. Teníamos de esta manera pequeños ágapes a base de moras de zarza, boliche que era una especie de trébol que crecía en los maizales, mazorcas tiernas que cogíamos con gran peligro por el enfado de sus dueños, avellanas con su “garapieyu”, castañas y otras delicias imaginativas tales como “jamón”, que eran brotes tiernos de las guías de las sebes y “paninos”, un pequeño fruto en forma octogonal que producía una planta rastrera que abundaba incluso en los laterales de las calles. Si las circunstancias lo permitían también, asaltábamos alguna huerta en busca de “arbeyos” sin formar y madurar, por lo que tenían un sabor muy agradable y calmaban nuestros poco delicados estómagos. No obstante, debido a tales originales manjares, era frecuente que sufriésemos fuertes diarreas, “cagalera” como llamábamos a tal indisposición.

 

El aro y la comba

 

Constituían ambos dos modestos juguetes para el entretenimiento de niños y niñas.

 

El aro podía ser de dos materiales distintos: madera y varilla de hierro. Los aros de madera tenían una vida muy limitada pues la humedad los deformaba y prontamente se despegaban por la parte de unión, lo cual motivaba en ocasiones un movimiento poco armónico y el abandono posterior del juguete. Para hacerlo girar estaba provisto de un palo que a su vez servía para corregir su alocada trayectoria ya que al no tener soporte de sujeción se desbocaba cuesta abajo y era por lo tanto muy frecuente ver a niños y niñas correr tras su díscalo juguete.

 

Los mejores aros se conseguían con los fabricados con tubo de hierro, que al ir soldados no se alteraban ni con el uso ni con los agentes atmosféricos. Tenían una guía, también de alambre metálico que impedía su fuga y permitía grandes habilidades, ya que, introducido su extremo curvado en el interior del aro, se podía frenar y acelerar su macha, por lo cual los poseedores de tal juguete, que no se vendía en tiendas como sucedía con el aro de madera, manifestaban su orgullo al efectuar sus demostraciones acompañado por el típico sonido que producía el roce de la guía.

 

La comba también podía ser de adquisición en tiendas o fabricación casera. Lógicamente había una notable diferencia entre ambas ya que la comprada era gruesa, multicolor, suave al tacto y estaba provista de empuñaduras de madera en los extremos, con una semiesfera metálica llena de trozos también metálicos, que producían un sonido tipo cascabel al mover la comba. La otra lógicamente era un trozo de cuerda con varios nudos en los extremos para su agarre.

 

En ambos casos se empleaban fundamentalmente para el salto con variaciones de una o dos piernas y acompañando el movimiento con alguna canción.

 

Una similitud al juego del aro era una rueda situada en el extremo de un palo y con este modesto artilugio recorríamos distancias considerables, simulando que conducíamos algún vehículo que solamente existía en nuestra imaginación.

 

El caballito de cartón

 

Muchas veces disfrutábamos de la entrañable compañía de este modesto juguete, construido de cartón piedra y de varios tamaños, según su precio, por lo cual era el más enano el que frecuentaba nuestros juegos. Las patas de este caballito estaban pegadas en una base de madera provista de ruedas para facilitar su movimiento al atarlo con una cuerda.

 

Además de este modelo existía también otro más dinámico, consistente en una cabeza de caballo también de cartón-piedra sujeta a un palo largo que tenía en el otro extremo una ruedecilla. La cabeza estaba provista de riendas, de modo que montando sobre el palo, con un ángulo de 45º, las riendas en una mano, un sombrero de papel de periódico en la cabeza y una espada artesana de madera en la otra mano, nos transformábamos en soldados de caballería y nos pegábamos las grandes galopadas.

 

La duración de estos caballitos era corta ya que su material de construcción tenía una endeblez muy grande y por otra parte si la lluvia mojaba el cartón, la figura se abollaba y deshacía con suma facilidad, con lo cual únicamente sobrevivía el resto de madera, que en ambos casos permitía aprovecharlos para otros juegos diferentes.

 

 

 El muñeco musical

 

Durante las romerías, fiestas locales e incluso en la misma plaza de El Fontán aparecía a la venta un curioso muñeco artesanal. Sus fabricantes eran también los propios vendedores sin intermediarios.

 

Este muñeco era muy rústico y de pequeño tamaño, unos 15 cm de envergadura, con una vestimenta variada, en la que predominaba el payaso y el paisano, ambos tocados de sombrero. Sus brazos estaban formados por un alambre continuo y doblado en forma de U, en cuyos extremos tenía sendas bolas metálicas.

 

En su interior esta pieza característica de los brazos estaba unida a una gomita, que la tensaba hacia arriba y a una cuerdecita que sobresalía por el hueco inferior del muñeco. En su espalda se adosaba, perpendicular al cuerpo, una flauta pequeña de un solo agujero y en la parte frontal el muñeco portaba un tambor, que al accionar la cuerdecita hacía sonar mediante los golpes rítmicos realizados con los movimientos de los brazos y producía así un sonido peculiar.

 

El vendedor de tal prodigio voceaba su producto gritando “Aquí está don Nicanor tocando el tambor” acompasándose del ritmo del tambor, hacía sonar la flauta con alguna de las melodías de moda.

 

La cuestión era que, encandilados por tal prodigio musical, éramos muchos los que comprábamos este modesto juguete, pero… algún truco debía de tener pues cuando soplábamos la flauta solo nos salía un pitido estridente que nada se parecía a los emitidos por el vendedor y pese a nuestro empeño no logramos entonar ninguna sonoridad agradable.

 


CINCO

 

JUEGOS PERIÓDICOS ANUALES

 

Coincidencias en la geografía. Los cromos: lo tengo, no lo tengo. Los gusanos de seda. Las chapas de botellas. Los juegos comunes. Cuchillo-tijera-ojo de buey. Luz. Mula. Las canicas. Las peonzas.

 

 

Hay que hacer una distinción entre los juegos y juguetes artesanales que frecuentemente nos acompañaban y otros que se nos presentaban todos los años, sin saber el motivo, en ciertos meses y que constituían una novedad en la rutina de nuestros entretenimientos. Aunque estos recuerdos están localizados en nuestra querida ciudad de Oviedo, he de manifestar una coincidencia del tipo de estos juegos periódicos tanto en el resto de Asturias como en diversas partes de la geografía española, tal como he comprobado al evocar esta peculiaridad de ciclos anuales con amigos de Salamanca, Valladolid, Madrid y Málaga, es decir en una distancia del Norte a Sur, en los que muchos de los juegos que ahora vamos a recordar, también fueron comunes a otros niños de lugares lejanos y casi en la misma etapa de anualidad. Es una coincidencia muy extraña, tal vez telepática, pues en aquellos años la movilidad era nula, permanecíamos anclados en el mismo lugar, y no digamos nada sobre posibles comunicaciones orales pues las conversaciones telefónicas brillaban por su ausencia. Al igual que los juegos ya relatados, también los de este capítulo se realizaban en plena calle, donde acudíamos los niños y niñas en busca de compañía y amistad, utilizando muchas veces juegos muy compartidos, lo que influyó muy de veras en nuestra educación de adultos ya que el juego individual era prácticamente inexistente, tal como comprobaremos en las siguientes páginas.

 

Los cromos: lo tengo, no lo tengo

 

Las colecciones de cromos eran muy frecuentes, basadas casi siempre en dos motivos: fútbol y películas de cine. Los cromos se adquirían en las tiendas especializadas y había automáticamente una valoración de los números escasos. Lógicamente el editor procuraba que algunos cromos fuesen difíciles de encontrar y de este modo la venta se disparaba ya que se compraban muchos sobres con la ilusión de obtener los números en blanco del álbum para completar éste. Había trueques en sencillo, es decir, cromo por cromo, pero si era uno difícil había que pagar entre 20 y 30 cromos diferentes. Éste era un trato tácito, nadie se creía engañado por el cambio pues en cualquier zona de la ciudad y en todos los colegios el valor de los cromos escasos era indefectiblemente el mismo. Ante la imposibilidad de obtener los cromos que escaseaban, se podía recurrir a la propia editorial, enviando el precio que ésta fijaba en sellos de correos y de esta manera nuestra anhelada colección podía completarse.

 

Había cromos de gran calidad, colorido y temática a base de fútbol, animales, aviones, etc. Otros con las películas de Walt Disney y otras menos infantiles, en especial “Robin de los bosques” “Policía montada del Canadá” “Mujercitas” “El doctor Satán” y “El Halcón y la Flecha”. Ésta última en blanco y negro. Incluso los mayores tenían la misma inquietud, con los álbumes tan conocidos de “Las bellezas de Asturias” y “Las bellezas de Galicia”, que se obtenían por la compra realizada en comercios de tejidos y zapaterías. Estaban hechos a base de fotografías en blanco y negro, de diferentes tamaños y engomadas para facilitar su colocación.

 

Había también otros cromos, éstos troquelados y que se vendían en láminas, con los cuales se jugaba entre varios niños, poniendo cada uno un cromo boca abajo y comenzando el juego a voltear alguno de ellos con golpes de mano ahuecada, apropiándose cada jugador de los que podía voltear y cuando se acababa el montoncito se volvía a poner otro cromo por participante, con lo cual alguno se quedaba sin sus cromos y procuraba ser más diestro en la próxima ocasión.

 

Los gusanos de seda

 

Lógicamente estos simpáticos gusanos estaban obligados a pertenecer a estos juegos periódicos debido a su ciclo vital.

 

Allá por la primavera estallaban los huevecillos guardados celosamente desde el año anterior y nacían unos minúsculos seres de unos 3 a 5 milímetros de longitud y que constituían un verdadero acontecimiento para todos nosotros. La principal y más ardua tarea que nos caía encima era procurarles el adecuado alimento y esto era bastante complicado ya que el árbol de la morera era escaso en nuestra ciudad. Todos conocíamos dónde había alguno de estos pocos ejemplares y lógicamente si casi todos acudíamos al mismo árbol, que generalmente no era de gran tamaño, éste se quedaba pelado de hojas al poco tiempo, ya que incluso le cogíamos los brotes pequeños. Total que había un mercado de hojas por parte de los conocedores de buenos sitios y en ello teníamos que volcarnos los demás. También había otro mercado casero, éste de gusanos ya criados y cuyo precio oscilaba de 10 céntimos (una perrona) a 25 céntimos (un real) y tenías así un surtido entre tamaño y raza pues había gusanos blancos completos y otros blancos rayados, siendo estos últimos muy apreciados. Aparte de la raza, el tamaño era el más valorado, ya que al adquirir un gusano grande, de unos 5 centímetros y con la parte de las patas amarillenta, garantizaba la próxima posesión de un capullo, amarillo o blanco, del cual saldría la mariposa.

 

La cría continua, sin este atajo vital, implicaba la ya citada escasez del alimento específico lo que nos obligaba en muchas ocasiones a sustituir la morera por otras hojas, tal como lechuga. Esta alteración alimenticia les producía a los pobres gusanos la aparición de un color oscuro, acompañado de una diarrea que muchas veces producía la muerte de toda la colonia y solo alguno de los más grandes hacía presuroso un débil capullo, futuro ataúd de la pobre crisálida. Pese a estas dificultades, cuando lográbamos obtener un ciclo adecuado, con buena alimentación, era muy agradable destapar la caja todos los días hasta encontrar de pronto alguno de ellos haciendo el capullo. Tras esta espera venía otra, la de la aparición de las mariposas y que en ellas hubiese machos y hembras, éstas de mayor tamaño. Cuando observábamos el apareamiento ya sabíamos que tendríamos el premio de los huevos, que recién puestos eran abultados y de color amarillo, transformándose en gris azulado y aplanados a los pocos días de su puesta.

 

Venía a continuación la delicada tarea de guardar la cosecha de huevecitos hasta el año siguiente, con un doble peligro, por una parte olvidar dónde los habíamos guardado y por otra que nos dejásemos llevar por nuestro instinto destructivo y los estallásemos uno a uno, tal vez como experimentación científica.

 

Las chapas de botellas

 

Una buena colección de chapas significaba poseer los materiales necesarios para lograr dos buenos entretenimientos: carreras ciclistas y partidos de fútbol. La calidad de ellas dependía del envase de su procedencia y en el primer lugar de aceptación eran las escasas que tapaban los botellines de vermut Martini Rossi y Cinzano, ya que por entonces estas chapas tenían troqueladas estas marcas en su base, por cuyo motivo poseían unas propiedades de adherencia idóneas para los juegos en que iban a ser empleadas.

 

Las carreras ciclistas constituían un juego apasionante. Su comienzo era simultáneo a la aparición de una colección de cromos que aparecían invariables a través de los años, en los que venían los retratos de los ciclistas más famosos en un círculo de su parte central enmarcado por las cubiertas cruzadas de una rueda de bicicleta y el correspondiente nombre en su parte inferior: Fermín Trueba, Manuel Cañardo, Dalmacio Langarica, Julián Berrendero, Delio Rodríguez, Gino Bartali... hasta un total de 48 corredores, por lo cual el álbum era fácil de completar. Aprovechando esta colección recortábamos las fotos y se fabricaban los ciclistas. El montaje era artesanal y en la mayoría de los casos una verdadera obra de arte. Para ello se sacaba la pieza interior de corcho de la chapa y se ponía la foto del ciclista, que era del mismo diámetro de la chapa, en el interior de ésta, después se recortaba hábilmente un cristal con un artilugio a base de un alambre doblado y con una parte libre en la que se metía el cristal y se comenzaba a partir aristas hasta lograr un círculo completo. Se colocaba el disco de cristal sobre la cara del ciclista y ahuecando la parte del centro de la pieza de corcho se introducía ésta en la chapa, de modo que servía de soporte y embellecedor del conjunto. Si había suerte y teníamos masilla de cristalero, el borde se rellenaba con ella, de tal modo que la calidad de la chapa-ciclista era mejor. Incluso se podía mejorar aún más con una anilla de latón en la parte cental de dicha masilla.

 

La carrera se hacía a base de pintar con tiza blanca en las aceras una carretera, con curvas, obstáculos y pinchazos, siendo penalizado el corredor que caía en alguno de ellos con pérdida de tiradas sin jugar. El movimiento de la chapa se hacía con un golpe del dedo índice presionado sobre el pulgar y abierto bruscamente. Solamente servía la tirada en la que la chapa quedaba en el interior de la pista y sin salir de ésta durante su movimiento.

 

En cuanto a los partidos de fútbol, la preparación de la chapa difería ya que se jugaba con ésta invertida, con la base hacia arriba y en la cual se pegaba la foto del futbolista. El juego tenía sus normas de obligado cumplimiento y el balón solía ser una bola pequeña de piedra, “china” se llamaba. En este caso el juego solía realizarse en la parte arenosa de la calle. Como mejora de los jugadores se utilizaban también botones grandes, lo que suponía más calidad en la presentación de los futbolistas. Hay que destacar que no era corriente disponer de los cromos de jugadores de fútbol con tanta facilidad como los de ciclistas.

 

Los juegos comunes

 

Había en la época de primavera-verano una serie de juegos en los que la mezcla de niños y niñas era más frecuente y se producían con mucha ingenuidad, sin malicia, pero con la excitación típica que siempre se ocasiona ante un ligero roce o las miradas tiernas. Uno de los más típicos, copiado de los mayores, era el de las prendas. En él cada uno de los participantes daba un objeto personal al encargado de organizar el juego, “la madre”, comenzando ésta por indicar inicialmente la tarea a desarrollar por el poseedor de la prenda que se iba a sacar. El seleccionado cumplía su obligación, que muchas veces era una canción o elegir novia, etc. Así continuaba hasta finalizar la extracción de todos los objetos.

 

En otro juego los niños y niñas se sentaban en el suelo y tras un sorteo se elegía al llamado “conejo”. Éste se alejaba del círculo y el resto de los niños entonaba una canción que decía: “el conejo no está aquí / se ha marchado esta mañana / por la tarde ha de venir, / ¡ ay ! Aquí está, / haciendo reverencias (en este momento aparecía el alejado) / tú besarás a quién te guste más” (era el momento álgido del juego pues aquí se descubrían los amores secretos). A continuación se repetía varias veces más, al final con gran jolgorio pues lógicamente había muchas coincidencias en los niños y niñas elegidos por cada “conejo”.

 

Otro juego común era “El rescate”, que también se conocía por el raro sinónimo de “Pío Campo”. En éste se repartían los participantes en dos grupos y la competencia consistía en atrapar prisioneros, que se colocaban en fila india y cogidos de la mano esperando el posible rescate, en la zona perteneciente a cada respectivo bando. Si había rescate éste únicamente se lograba cuando un corredor evitaba ser atrapado por sus enemigos y al llegar a la zona de los prisioneros golpeaba la palma extendida del primero de la fila, lo que producía la fuga alocada de todos los prisioneros. Al final ganaba el equipo que había apresado a todos los miembros del rival. Para los niños era un juego muy buscado pues al apresar a las niñas, siempre había casi un abrazo y lógicamente éste era muy bien recibido.

 

El juego de “Justicias y Ladrones” consistía en repartirse en dos bandos iguales. Los denominados ladrones se escondían y los policías salían de su zona o cuartel en la búsqueda de los escondidos. Al encontrarse uno u otro, el que  lo prefería daba el “alto” y el otro se quedaba quieto mientras el descubridor contaba 12 pasos en dirección al presunto prisionero. Había que tener una doble habilidad, una para no dar el “alto” demasiado pronto y la otra en tener la agilidad necesaria para que los pasos fuesen grandes y esquivasen obstáculos. En el caso de que con los doce pasos reglamentarios no te acercaras a tocar con la mano al contrincante, éste te daba a su vez el “alto” y lógicamente te hacía prisionero. En este juego, al igual que en el anterior, ganaba el grupo que hacía más prisioneros.

 

El “bote” y el “escondite” eran similares en su fundamento. Se echaba a suertes para elegir el que se “quedaba” y una vez logrado éste, con un bote de conservas vacío contaba hasta 20 golpes en el suelo y mientras tanto todos los jugadores corrían presurosos a esconderse, tanto en portales como muros y ruinas de casas. Comenzaba la búsqueda de los escondidos y al toparse con uno, se iniciaba una loca carrera hasta donde estaba colocado el “bote”, ganando el que llegaba antes y le daba una patada. El primero en ser encontrado y privado de alcanzar el “bote” tenía la penalización de ser el próximo “quedado” y había de esperar la continuación del juego por si alguno que le libraba llegando primero al bote y haciendo así repetir de nuevo al “quedado”.

 

En el caso del “escondite”, la variación era que el “quedado” contaba hasta 20 en voz alta con los ojos cerrados y mirando a una pared, que era el lugar en el que se producía después la misma circunstancia de atrapamiento o liberación como en el caso del “bote”. La única diferencia era que la liberación se producía en lugar de la patada al “bote”, en decir en voz alta en el lugar del “quedado”: “una dos y tres por mis compañeros”.

 

Había en los dos juegos el honor de ser el que vencía al “quedado” y según estos transcurrían, los gritos de ánimo y ayuda emitidos por los “encontrados” eran el acicate para los que aún estaban escondidos.

 

Cuchillo-tijera-ojo de buey

 

Se seleccionaban dos grupos por sorteo, no más de 6 jugadores por cada bando y se sorteaba quién se “quedaba” con la prueba de ir colocando pie sobre pie alternativamente hasta que al final el que pisaba el pie al contrario era el ganador. El grupo de los perdedores se colocaba formando una cadena de modo que el primero apoyaba su cabeza sobre las piernas del director del juego o “madre” con la cintura doblada en ángulo, el segundo metía su cabeza entre las piernas del primero y también con doblez de cintura y así sucesivamente hasta completar todo el grupo de “quedados”. El bando contrario iba saltando, de uno en uno, sobre la cadena de los agachados. Al ir aumentando el número de saltadores solía ocurrir que todo el peso fuese soportado únicamente por un par de los agachados, lo que motivaba la caída colectiva al suelo en una maraña de niños, por lo cual se repetía nuevamente el juego con los mismos “quedados”.

 

Si la cosa no fallaba por el hundimiento, uno de los subidos gritaba “cuchillo, tijera, ojo de  buey”, haciendo una señal elegida; dedo índice estirado, dos dedos en uve, cero con dos dedos en círculo respectivamente. La “madre” era testigo de lo señalado y el primero de la cadena tenía que acertar la señal, en cuyo caso “quedaba” el otro bando y si no lo hacía volvía a repetir el ya “quedado”. Este juego era un verdadero espectáculo cuando el número de participantes era grande y en la última fase entre el peso ejercido sobre unos pocos o el amontonamiento de los montados solía producirse la citada caída colectiva.

 

Pese a ello no se produjeron desgracias notables con aquellas caídas tan espectaculares.

 

Luz

 

Este juego se realizaba en época diferente a los demás coincidiendo generalmente con los recreos del colegio. También había una selección previa en dos bandos y sorteo para ver quien se “quedaba”. Los “quedados” se ponían todos, menos uno que vigilaba, cogidos por los hombros y en círculo cerrado. El bando contrario atacaba y tenía que montar completo sobre los “quedados”, sorteando al vigilante pues si éste cogía a alguno antes de montarse, ganaba el juego y se cambiaban los bandos. Durante la carrera del vigilante el corro quedaba libre, por lo cual los no perseguidos hacían “el abuso”, es decir, montaban y desmontaban repetidamente. El perseguido solía montar de un modo precipitado, por lo cual iba resbalando poco a poco hacia el suelo y era el momento en que el vigilante le cogía por un brazo o por la misma ropa, al tiempo que repetía “luz, luz, luz” hasta que éste tocaba el suelo y con ello perdía el juego. Lógicamente si el vigilante atrapaba al perseguido antes de montarse, al grito de “luz” el juego concluía también con la consiguiente pérdida. El perder de una u otra manera significaba hacer el corro y recibir el ataque.

 

Mula

 

Solía ser el juego de calle y con el buen tiempo. Consistía en que, previo sorteo, un participante se “quedaba” y los demás iban saltando sobre él, situado en flexión sobre la cintura, espalda horizontal y cabeza inclinada hacia el suelo. Comenzaba entonces el juego que consistía en ir participando los jugadores, por riguroso turno, sobre el “quedado”. Al saltar el primero pronunciaba una frase, prevista en el juego, y el correspondiente movimiento simultáneo al salto. El número de saltos llegaba a 20 o más pero se suspendía si a lo largo de la serie alguno de los jugadores se equivocaba o fallaba en el movimiento del salto y éste era el nuevo “quedado”.

 

Como ejemplo de esta cadencia podemos recordar: “a la una pica la mula” y durante el salto se pegaba un pequeño golpe con el talón del pie sobre el trasero del “quedado”; “a las dos la gran coz”; y aquí el golpe similar al anterior debía ser muy fuerte, “a las tres, tres saltitos me daré Juan Perico y Andrés”; y se daban tres saltos antes del definitivo sobre el “quedado”; “a las cuatro brinco y salto” y se daba un brinco y se saltaba después; “a las cinco salto y brinco” y se brincaba después del salto sobre el “quedado”; “a las seis iré, iré, iré” y te marchabas después del salto dando saltitos a la pata coja y todos lo hacían siguiendo el camino emprendido por el primer saltador, siendo en este número por su duración donde se producían los más numerosos fallos, perdiendo el que primero daba un traspiés o apoyaba ambas piernas.

 

Se continuaba así hasta finalizar el ciclo previsto y recomenzar con otro “quedado”.

 

Las canicas

 

Tenían una variedad de clases, dependientes de los materiales de su construcción. En la parte más baja estaban los más clásicos y abundantes, que se denominaban “banzones” y eran los fabricados de barro cocido y pintados de diferentes colores individuales. Como esta pintura era de muy baja calidad, el banzón envejecía pronto y perdía su color original y se quedaba de color barro, lo que era motivo para que algún espabilado hiciese a mano, con barro, sus propios banzones y tras dejarlos secar al sol o en el horno de la cocina de su casa, incorporaba su material falsificado en el torrente circulatorio de estos banzones.

 

A continuación estaban “las chinas”, que eran canicas hechas de piedra y de tamaños variados, siendo el mayor igual al de los “banzones”. Estos diferentes tamaños influían en su valor de cambio ya que la unidad era un “banzón” y de ahí se derivaba que una “china” corriente valía 10 “banzones”, mientras que su valor se disparaba en los tamaños más pequeños.

 

En la clase más elevada estaban los “mejicanos”, que eran de cristal con unos dibujos interiores de fuertes y variados colores. Lógicamente su cambio por chinas y banzones era muy elevado.

 

Los diferentes juegos que se realizaban con estas canicas solían iniciarse durante el mes de octubre. Uno de ellos era el “guá”, consistente en un pequeño hoyo redondo y generalmente dos jugadores. Cada jugador podía elegir el tipo de canica a emplear. El movimiento de la “canica” era producido por una flexión de dos o tres dedos que colocaban la bola de tal modo que al soltar el dedo adecuado, ésta salía disparada y bien orientada. Para completar esta posición de disparo había dos alternativas, llamadas “guilga cerrada” y “guilga abierta”. La cerrada consistía en que desde la posición de tiro se colocaba el dedo meñique de la mano izquierda y el pulgar sobre la muñeca de la mano derecha, limitando así la distancia, mientras que en la larga el meñique de la mano izquierda era el principio y con los dos brazos estirados, era el final la parte de la mano derecha que “disparaba” la canica. Una vez puestos de acuerdo los jugadores sobre el tipo de “guilga”, comenzaba el juego. El primer jugador tiraba su canica, generalmente de piedra, lejos del “guá”, a un máximo aproximado de 2 a 3 metros. El segundo jugador procuraba golpear la canica del contrario y en ese caso volvía a tirarla para alcanzar el “guá”, pero si fallaba y el contrario acertaba a darle a su canica y retornaba al “guá” éste era el perdedor, que pagaba con un banzón. El juego transcurría lento y era muy entretenido. Si uno de los jugadores perdía sus banzones, comenzaba la cuenta a crédito y si se alcanzaba la equivalencia de la “china”, también ésta pasaba a  poder del ganador.

 

Cuando había varios jugadores el juego se ampliaba con “la raya” y “el triángulo”. En el primero se trazaba una línea recta ligeramente profunda y cada jugador ponía un banzón sobre ella. Después cada uno y previo sorteo, tiraba su canica desde una distancia determinada y comenzaba el juego en orden de aproximación a dicha raya. Con la guilga acordada se procuraba golpear y sacar a cada banzón de la raya y mientras acertases seguías la tirada, ganando todos los banzones liberados. Durante este turno también podías golpear la canica de alguno de los participantes y alejarlo para que tuviese dificultad cuando le llegase su turno. Si el golpe era próximo y fuerte se conocía por “ñosclo” y llegaba incluso a producir la fragmentación de la canica golpeada. Si al operar te caía tu canica dentro de la raya estabas “quemado” y te quedabas allí sin tirar hasta que alguno te liberara con otro golpe, en cuyo caso pagabas un banzón. A continuación iban tirando el resto de jugadores en el orden establecido, mientras hubiese banzones o “quemados” dentro de la raya y finalizada esta etapa se reiniciaba con iguales características.

 

El “triángulo” tenía normas similares y variaba respecto a la figura geométrica ya que tanto las líneas que lo formaban como el área interior eran zona de “quemado”. Aquí se permitía mayor número de participantes pues que la zona de puesta de los banzones era mayor e incluso se podían situar en el interior del triángulo y a lo largo de los lados.

 

Otra aplicación de las canicas era jugar al fútbol, lo que implicaba tener once banzones del mismo color para cada equipo y una “china” pequeña para hacer de balón. Con el campo de fútbol pintado y haciendo tiradas consecutivas se hacían verdaderos campeonatos futbolísticos, acompañados incluso de espectadores. Lógicamente la pista del campo debía rotularse sobre una superficie arenosa.

 

Las peonzas

 

Las peonzas (trompos) eran también protagonistas de estos juegos periódicos. Las mejores tenían en su punta el ferrón de lanza y rosca, hechos en los talleres de la Fábrica de Armas o en el del padre de algún niño, que luego el afortunado poseedor presumía de la importancia de su peonza modificada por aquel artilugio destructivo. Éstas eran muy temidas por el resto de los jugadores pues partían fácilmente a las demás, al ser golpeadas durante el juego con un ferrón tan certero, fuerte y punzante. Los más habilidosos implementaban la fortaleza de su peonza con un refuerzo a base de chinchetas o chapas metálicas, que se incrustaban en la parte alta, previo capado de la misma, es decir, eliminando el pequeño cilindro ornamental que ésta tenía en la parte superior. Se complementaba la calidad de este artilugio casi bélico con una buena cuerda, `provista de una moneda de 25 cts (“un real”) al final de dicha cuerda, sujeta entre dos nudos, que favorecía así el agarre entre dos dedos y producía una mayor fuerza en el desprendimiento de la peonza.

 

El juego consistía en hacer rodar la peonza, cogerla con la mano durante su giro y hacer alguna prueba de habilidad con ella, previamente acordada entre los participantes del juego. Los que fallaban en el intento debían de dejar su peonza dentro de un círculo, sobre las cuales tiraban los demás jugadores las suyas con ánimo de golpearlas. Lógicamente aquí era el protagonismo de las peonzas modificadas que rompían en dos a cualquiera de las que esperaban en el círculo, con gran disgusto del respectivo propietario.

 

Canciones a coro

 

Como otro entretenimiento, éste nocturno, había también un repertorio de canciones que se acompañaban con inocentes actividades de muecas, ademanes, saltos, etc y entre los cuales podemos recordar las letras olvidadas en el tiempo, tales como “Dónde va la cojita miru, miru, miruflá”, “voy a casa de mi abuela, miru, miru, miruflá”; “El colegio Auseva es un colegio famoso donde suelen ir los niños a aprender a hacer el oso” “Salen los niños chumbalabalabero” Salen las niñas chumbalabarabá”, “haciendo de este modo chumbalabalabero”, “haciendo de este modo chgumbalabarabá”;  “Pelona sin pelo”, “cuatro pelos que tenías los vendiste de estraperlo”, “pelona sin pelo”.

 

Lógicamente había muchas más canciones que al ser muy tradicionales se han mantenido hasta los tiempos actuales, por lo cual al no estar olvidadas no se tienen aquí en cuenta.


SEIS

LA RADIO: MÚSICA, PROGRAMA Y CANCIONES

 

El parte. Radio Oviedo y Radio Asturias. Discos de pizarra. Cuentos infantiles. Discos dedicados. Antonio Medio. Anuncios comerciales. Programas infantiles. Bobby Deglané y Carlos Alcaraz. Cabalgata fin de semana. Los seriales radiofónicos. Las canciones olvidadas. Sin novedad señora baronesa. Se va el caimán. Rascayú. La Tonta Tomasa. Santa Marta. Me he de comer esa tuna. Tabernero. Limosna de amor. Mi hijo. La caravana. Soñar despierto. Ay qué tío. Si me dejas entrar. Que se te ve. Hay que ver. Te digo adiós. Soldado de levita. Palma brava. Se va a Covadonga. Señor Colón. Pájaro carpintero. Chaqueta blanca. Mi vecina huérfana. Noche de Reyes. Carolina. Qué lindo estar enamorado. No cambies caballos.

 

Existen infinidad de estudios y publicaciones extensas y muy completas sobre lo que fue la radio en estos años que ahora evocamos y lógicamente no es motivo ahora reiterar todo lo escrito sobre este trascendental medio y su gran aceptación como entretenimiento familiar, sentados muchas veces todos los miembros a escuchar sus programas, en el círculo de una agradable mesa-camilla provista de brasero de carbón vegetal.

 

También hay que destacar cómo en esta época actual, caracterizada por las prisas y el entretenimiento rápido e individual, puede parecer extraño e incomprensible cómo era nuestra mayor diversión acomodarnos alrededor de un viejo aparato de radio y entre zumbidos, pitidos y crepitaciones escuchar sus emisiones de música, anuncios, seriales y programas nocturnos. El sonido de la fanfarria era inicio de los partes de noticias a las dos y media y a las 10, en que “el diario hablado de Radio Nacional de España” se emitía con “líneas a su cargo” en todas las emisoras españolas, finalizando éste con el toque de clarín y el himno nacional entremezclado con el “cara al sol” y el “Oriamendi”.

 

En Oviedo teníamos dos emisoras llamadas Radio Asturias EAJ-31 y Radio Oviedo de la Cadena del Movimiento, siendo lógicamente las más escuchadas por todos nosotros. A las 12 en punto comenzaba la emisión de ésta última con su música característica: el pasodoble Oviedo. La programación musical de ambas era similar ya que por aquellos años no había exclusivas y los discos de pizarra de 78 r.p.m. eran la base de todo, con su ruido inconfundible de fondo debido al roce de la aguja metálica.

 

Si nos atenemos a los discos infantiles se podían oír los cuentos clásicos entre los cuales los más repetidos eran “Blancanieves”, “El soldadito de plomo”, “Bartolo tenía una flauta”, “La lechera”, “Dónde están las llaves”, “El flautista de Hamelín”, “El enano saltarín”, “La gallina Marcelina”, “Los tres osos”, “La ratita presumida”...Otros eran de motivos cómicos tales como “La escuela de Don Gaspar”, “El examen de Maginet de la Caña”, “Una tarde en el circo”...

 

Para los mayores había discos dedicados en ambas emisoras y un programa especial a base del llamado “socio cooperador”, en el cual se podía elegir un disco al mes siempre que fueses socio de la emisora por una módica cuota. No voy a citar aquí la relación de títulos, ya archiconocidos por los numerosos estudios musicales que se han realizado sobre esta época pero quisiera recordar alguno de poemas recitados por Pepe Pinto tales como “La Chata”, “El Piyayo” y “Toíto te lo consiento menos faltarle a mi mare”. También solía oírse con frecuencia un disco horroroso llamado “disco de la risa”, en el cual se escuchaban únicamente unas carcajadas ordinarias con intervalos de música a base de un único trombón y eso era todo su contenido. También eran muy solicitadas las romanzas cantadas por un barítono asturiano, Antonio Medio, conocido por “la voz de hierro” y entre las cuales las más famosas eran “Canto a la sidra” y “Las campanas de Madrid”, Incluso cantaba anuncios comerciales de “Hojas de afeitar Palmera”.

 

A propósito de los anuncios comerciales musicales, que también se ponían en los descansos de los cines, había toda una serie de ellos y muchos también con productos y motivos asturianos. Lógicamente como la cara del disco podía durar de 3 a 4 minutos, todo este tiempo se aprovechaba para el anuncio en cuestión. Podemos aquí recordar a “La tableta OKAL”, “Gargaril”, “Anís de la Asturiana”, “Norit el borreguito”, “Mariquita Pérez”, “Hojas Iberia”, “DDT Chas”, “Sastrerías el Nalón”, “Jabón Saquito”, “Cola-cao”, “Hojas de afeitar Mezquita”, “Achicoria la Asturiana”, “Almacenes Froilán”, “Anís de la Praviana”, “Dentífrico Perborol”, “Anís Castellana”, “Almacenes San Mateo”, “Netol”. Todos nos deleitaban con su música pegadiza y sus graciosos pareados.

 

Simultáneamente a la música había pequeños programas infantiles, con uno que batió todas las marcas que fue el de “Las aventuras de Pinín”, ya famosísimo por sus historietas en el periódico La Nueva España y que tuvo incluso su propio programa de radio. Como colofón se le hizo un recibimiento por todo lo alto al que fuimos todos los niños ovetenses y pudimos ver en persona a nuestro pequeño héroe montado en su madreñogiro. Otro personaje radiofónico fue el de “Aventuras de Cartucho y de Toby, su fiel chucho”, pero no alcanzó ni el éxito ni la fama de nuestro admirado Pinín.

 

La aparición en los aires asturianos de los magníficos programas de Radio Madrid, de la mano de Bobby Deglané oscureció a los de Radio Nacional de España “Noches del Sábado” y “Gran Parada” de la mano de Carlos Alcaraz y otros muy oídos tales como “Plasmón” de tipo médico y “Pálpala” basado en el semanario “La Codorniz”.

 

El programa de la noche del sábado de Radio Madrid se podía oír perfectamente ya que Radio Oviedo se asoció a esta cadena y con ello la calidad del sonido estaba asegurada. En la noche y después del diario hablado de Radio Nacional, comenzaba “Cabalgata fin de semana” con una duración de casi 4 horas e incluso 5. aquellas noches eran entretenidísimas, con la actuación en directo de Gila, Tip y Top, lo hermanos Ozores y el inimitable Pepe Iglesias “El zorro” cuyos personajes de la loca Verónica y el Finado Fernández marcaron época. Simultáneamente actuaban cantantes tales como Ana María González, mejicana que popularizó el chotis Madrid y “El preso número nueve”, sin omitir a las Hermanas Fleta con su “Penjamo”. Entrelazadas entre estas actuaciones había concursos de “Doble o Nada”, “La melodía misteriosa” (hábilmente alterada por el Maestro Trabuqueli) y “La baraja musical”.

 

Las tardes lluviosas y frías del invierno oíamos también al lado de nuestras madres y hermanas los seriales radiofónicos de Guillermo Sautier Casaseca, entre los cuales sobresalieron “Ama Rosa” y “Un arrabal junto al cielo”, sin olvidar a Doroteo Martí y su “Rosa de Pasión”.

 

Las piezas musicales radiadas por las dos emisoras ovetenses eran lógicamente muy repetitivas, con un repertorio limitado, por cuyo motivo las letras de las canciones eran conocidas y tarareadas por la mayoría de los oyentes, entre los que estábamos incluidos también los niños. No se trata de hacer aquí , tal como ya se indicó, un estudio sistemático de aquellas inolvidables canciones e intérpretes pues ya hubo las suficientes investigaciones y publicaciones al respecto, pudiendo poner como ejemplo la selección musical de la magnífica película de Patiño “Canciones para después de una guerra” y a los excelentes grupos de intérpretes que han actualizado con mucho cariño y acierto las más famosas, tal como es el caso de “Radio Topolino Orquesta” y “El Consorcio”.

 

No obstante han quedado muchas canciones totalmente olvidadas que ahora recordaremos las letras de alguna de ellas, con todo merecimiento. Debo hacer previamente la importante observación de que éstas han brotado desde el profundo pozo de mi memoria y no ha habido otra fuente ni de inspiración ni de consulta previa. Por tal motivo puede haber y hay fallos en parte de alguna de ellas pero el núcleo de cada una, incluido el estribillo, permanece casi fiel a la realidad y puede así ayudar a dar una vuelta al recuerdo de muchas de éstas que tanto oíamos y cantábamos. Ahí van estas letras que parecían olvidadas y que a más de uno puede emocionar al encontrarse de nuevo con alguna de ellas, que en su niñez oyó y aprendió y nunca olvidó.

 

En la clasificación de éstas no se mantiene ningún orden, pero hay una que para mí guarda un valor especial por su contenido cómico y por ser una de las que más cantábamos a coro los niños y las niñas, sentados en corro sobre el mismo centro de la calle si hacía buen tiempo o dentro de un portal cuando llovía. Esta canción tenía por título “Sin novedad Señora Baronesa” y su letra, casi completa decía así: “José, José, aquí la baronesa”, “que llegué anoche a la ciudad”, “José, José,  llamo para preguntarte”, “si en el palacio hay novedad”. “No hay novedad, señora baronesa”, “no hay novedad, no hay novedad”, “solo pasó que anoche le robaron”, “las perlas de su gran collar”, “y que también un terremoto”, “a la techumbre hizo volar”, “por lo demás, la cosa está tranquila”, “no hay novedad, no hay novedad”. “Ramón Ramón, Ramón del alma mía”, “mi confianza pongo en ti”, “Ramón Ramón, mi mente desvaría”, “dime qué pasa por ahí”. “No hay novedad, señora baronesa”, “no hay novedad, no hay novedad”, “solo pasó que anoche cayó un rayo”, “y del palacio hizo un solar”, “y que después lo que quedaba”, “se lo ha llevado un huracán”, “por lo demás, esto es un paraíso”, “no hay novedad, no hay novedad”. “Manuel Manuel, te llamo desde el pueblo”, “muy disgustada desde ayer”, “Manuel Manuel estoy que ya ni duermo”, “di la verdad, di la verdad”. “No hay novedad, señora baronesa”, “no hay novedad, no hay novedad”, “le llamo a usted desde la casa del perro”, ”porque tampoco el perro está”, “todo acabó y a los bomberos”, “les nada queda que hacer ya”, “por lo demás, esto es un paraíso”, “no hay novedad, no hay novedad”.

 

Recordamos ahora otras pocas, aunque algunas de ellas no están completas pero que pese a ello merecen ser citadas.

 

Se va el caimán

 

“Se va el caimán, se va el caimán”, “se va para Barranquilla”, “se va el caimán, se va el caimán”, “se va y no volverá”. “Una chica patinando patinando se cayó”, “y en el suelo se le vio ¿el qué?”, “que no sabía patinar”. “Se va el caimán, se va el caimán”, “se va para Barranquilla”, “se va el caimán, se va el caimán”, “se va y no volverá”.

 

Esta  canción fue censurada y prohibida su radiodifusión en Asturias debido a que, según radio macuto, en el puerto de Gijón varios jóvenes tiraron un tablón al agua con una foto de Franco en ella y comenzaron a cantar a coro: “Se va el caimán, se va el caimán”, “se va para Argentina”, “se va el caimán, se va el caimán”, “se va y no volverá”. La policía se enteró del espectáculo y lógicamente la canción fue retirada de la circulación.

 

Otra canción censurada por iniciativa del clero, ésta por impía, fue “Rascayú” pues en ella se consideró que se ridiculizaba la vida en el más allá, ya que su estribillo repetía muchas veces “Rascayú cuando mueras qué harás tú”, “tú serás un cadáver nada más”.

 

La Tonta Tomasa

 

“Tomasa gritan los chicos del pueblo”, “Tomasa a todos sirves de guasa”, “Tomasa todos dicen que eres tonta”, “pero sabes hacer caca”. “Yo nunca he tenido novio”, “ni dios me dé tentación”, “pues yo a los hombres los quiero”, “lejos de mi corazón”. “Y si alguno se me acerca”, “aprovechando mi tontuna”, “esos son falsos testimonios, que le levantan a una”. Venía ahora un recitado: “El otro día un mozo me dijo que se quería casar conmigo. Si yo soy tonta le dije. Qué más da, me respondió, también las rosquillas son tontas y saben muy ricas”

 

Santa Marta

 

“Santa Marta, Santa Marta tiene tren”, “Santa Marta, tiene tren, pero no tiene tranvía”. “Si no fuese por las olas, caramba”, “Santa Marta moriría, caramba”. “Las mujeres, las mujeres colombianas”, “no saben ni dar un beso”, “en cambio las españolas, caramba”, “besan que es un embeleso, caramba”.

 

Me he de comer esa tuna

 

“Guadalajara en un llano, México en una laguna”, “Guadalajara en un llano, México en una laguna”. “Me he de comer esa tuna”, “me he de comer esa tuna”, “me he de comer esa tuna”, “aunque me espine la mano”. “Dicen que soy hombre malo”, “malo y mal acostumbrado”, “dicen que soy hombre malo”, “malo y mal acostumbrado”. “Porque me comí un durazno”, “porque me comí un durazno”, “porque me comí un durazno”, “de corazón colorado”.

 

Tabernero

 

 

“Tabernero que idiotizas”, “con tu brebaje de fuego”, “llena de nuevo mi copa”, “bien rellena de veneno”. A continuación seguía un monólogo con voz de borracho: “los hombres no valemos nada, y, digo que no valemos nada porque el otro día me saqué una fotografía y la expuso el fotógrafo con el valor de seis como ésta, 10 pesetas. ¡ Vivan las mujeres !, que todo el mundo debiera estar casado para que supiera lo que es bueno. Soy un hombre de una inteligencia cristalina, pues gracias a mí han podido enterrar a mi primo Telesforo. Primo mío que se murió sentado en una silla. Como estaba tan tieso y doblado no lo podían enterrar. Yo lo he solucionado. Metieron el ataúd vacío en el coche y él se fue sentado en el pescante con el cochero. “Tabernero que idiotizas”, “con tu brebaje de fuego”, “sigue llenando mi copa”, “bien rellena de veneno”. “Como yo no tengo amores”, “y los que tuve murieron”, “placer encuentro en el vino”, “que me sirve el tabernero”. “Tabernero, tabernero”, “yo ya no tengo remedio”.

 

Limosna de amor

 

“Como paria del destino”, “solo he hallado en mi camino”, “la tristeza y el dolor.” “Fuiste tú la magdalena”, “la mujer más bella y buena”, “que consuela mi dolor”. “Yo te debo mi alegría”, “toda la luz de este día”, “que me produce tu amor”. “Y si alguna vez nos encontramos”, “los apuros que pasamos”, “solo lo sabemos tú y yo”. “Limosna de amor”, “me diste un instante”, “limosna de amor, a mi alma sangrante”, “limosna de amor”, “que no te pedí”, “déjame conmigo tu buena limosna”, “teniéndote siempre muy cerca de mí”.

 

Mi hijo

 

“Yo tenía un hijo”, “que era mi alegría”, “ángel de los cielos”, “luz del mediodía”. “Bello cual su madre”, “fuerte como yo”, “hijo más hermoso”, “nunca más se vio”. “Al llegar rendido a casa”, “de tanto como lucho”, “venía a mí diciendo”, “papá te tero mucho”. “Pero el hijo tan querido”, “hace poco se murió”, “no comprendo como puedo”, “vivir con su ausencia yo”. “Hijo pedacito de mi carne”, “pedacito de mi vida”, “de mi pobre corazón”. “Hijo al saber que te he perdido”, “mi sollozo es el rugido que lanza fiero el león”. “Ahora ya no lucho”, “ando dando tumbos”, “y cuando llego a casa”, “parece que le escucho”, “papá te tero mucho”. “Su madre a mí abrazada”, “solloza como yo”, “los dos nos hemos muerto”, “el día que él murió”. “Aunque soy un fiel creyente”, “a mi Dios pregunto así”, “para qué te lo has llevado”, “si era todo para mí”.

 

La caravana

 

“Cantando van alegres”, “su tierra está lejana”, “errantes van en caravana”, “pueblos y pueblos los ven pasar”. “La caravana, con sus cantos y risas”, “la ruta sigue, sin sentir el dolor”. “Tan solo él quedó sin compañera”, “si ella estuviera, qué felices los dos”. “Tan solo él no ríe”, “tan solo él no canta”, “quiere olvidar en caravana”, “la triste suerte que le afectó”.

 

Soñar despierto

 

“Qué lindo es soñar despierto”, “ajeno a la tentación”, “y despertar un momento”, “en pleno instante de la ilusión”. “Soñar con el Paraíso”, “soñar que yo soy Adán”, “sin Eva ni compromiso”, “ni manzanas de Satán”. “Soñar con un lugar desierto”, “donde poder descansar”, “qué lindo es soñar despierto”, “y luego poder despertar”.

 

Ay qué tío

 

“Ay qué tio”, “ay qué tío”, “que puyazo le ha metido”. “Los viajes de la RENFE”, “solo tienen una pega”, “que se sabe cuándo sales”, “pero nunca cuándo llegas”. “Ay qué tío”, “ay qué tio”, “qué puyazo le ha metido”. “En un carro de basura”, “me he metido el otro día”, “pues por sucio y maloliente”, “me creí que era un tranvía”. “Ay qué tío”, “ay qué tío”, “qué puyazo le ha metido”. “Los productos del mercado”, “se encarecen cada día”, “menos mal que las bebidas”, “son más caras todavía”, “ay qué tío”, “ay qué tío”, “qué puyazo le ha metido”.


Si me dejas entrar

 

“Si a tu casa me dejas entrar”, “cuantas cosas te voy a contar”. “La mujer del panadero”, “quiere pedir el divorcio”, “porque dice que el marido”, “no sirve para el negocio”. “Si a tu casa me dejas entrar”, “cuantas cosas te voy a contar”. “Si me caso y tengo suegra”, “ha de ser con condición”, “que si al año no se muere”, “la tiro por el balcón”. “Si a tu casa me dejas entrar”, “muchas cosas te voy a contar”. “Al matrimonio y al baño”, “hay que entrarle de repente”, “porque puedes tener frío”, “y entonces te arrepientes”. “Si a tu casa me dejas entrar”, “muchas cosas te voy a contar”.

 

Que se te ve

 

“Yo te conocí”, “sentada en un café”, “y cuando te vi”, “de ti me enamoré”. “Más al mirar tus piernas”, “en algo me fijé”. “Uy lo que te vi”, “cantando lo diré”. “El dedo gordo del pie”, “por la punta del zapato”, “feo y chato se te ve”. “Que se te ve”, “que se te ve”. “¿El qué?” “El dedo gordo del pie”.

 

Hay que ver

 

“Hay que ver”, “hay que ver”, “hay que ver”, “lo que inventan las mujeres”, “para lo para lo para lo”, “para lograr sus quereres”. “La romántica suspira”, “noche y día sin cesar”, “porque el príncipe que espera”, “está a punto de llegar”. “Y por fin una mañana”, “la despierta un son guerrero”, “y este son resultó ser”, “el pito del basurero”. “Hay que ver, hay que ver, hay que ver”, “lo que inventan las mujeres”, “para lo para lo para lo”, “para lograr sus quereres”.

 

Te digo adiós

 

“Cuando yo te digo adiós en la ventana”, “pienso en mañana y así es mejor”. “Es mejor pasar la vida alegremente”, “que tristemente en ti pensar”. “La vida pasa que es un primor”, “y sobre todo pasa el amor amor”. “Al llegar a tu nuevo lugar”, “me tienes que escribir”, “si te gusta mucho la ciudad”, “en donde vas a vivir”, “y si desde tu ventana ves el mar”, “cuéntame tus cosas”, “relátame de todo”, “pero del amor ni hablar”. “Cuando yo te digo adiós en la ventana”, “pienso en mañana y así es mejor”.

 

Soldado de levita

 

“Soy soldado de levita”, “de esos de caballería”, “de esos de caballería”, “soy soldado de levita”. “Me incorporé a las filas por una mujer bonita”, “por una mujer bonita que era mi alegría”. “Al pie de una planta rosa”, “a una viuda enamoré”, “a una viuda enamoré”, “al pie de una planta rosa”, “y me dijo la graciosa”, “no puedo mover un pie”, “pero si es para otra cosa”, “aunque sea cojeando iré”.

 

Palma brava

 

“Atambao”, “atambao”. “Alegre el negro palmotea”, “desde su rústica atalaya”, “mientras el buque cabecea”, “poniendo proa hacia la playa”. “No sabe el negro que taimado”, “el blanco acecha desde el puente”, “y que el estigma del esclavo”, “palpita ya sobre su frente”. “Espera del blanco”, “amor y ternura”, “ignora que trae”, “dolor y amargura”. “Atambao”, “atambao”, “atambao magnusala”.

 

Se va a Covadonga

 

“Se va a Covadonga”, “ay el enemigo”, “se va a Covadonga”, “yo no tengo miedo”, “se va a Covadonga”, “yo soy muy valiente”, “se va a Covadonga”, “yo estoy disparando”, “se va a Covadonga”, “pin pan racapún catapán”, “se va a Covadonga”, “sigo disparando”, “se va a Covadonga”. “Ay que me han tocao”, “se va a Covadonga”, “ay yo huelo a sangre”, “se va a Covadonga”, “ay que me cagao”, “se va Covadonga”.

 

Recordemos finalmente fragmentos incompletos de otras canciones que también se oyeron frecuentemente.

 

“Oh oh señor Colón”, “oh oh señor Colón”. “El señor Colón es un zapatero”, “que arreglando los pies”, “gana mucho dinero”. “En cambio la Inés”, “es la zapatera”, “siempre se la ve”, “con los dedos fuera”. “Oh oh señor Colón”, “oh oh señor Colón”, “fíjese como está el mundo”, “oh oh señor Colón”.

 

“Pájaro carpintero”, “enséñame a volar”, “y llévame contigo”, “donde mi amor está”. “Un pájaro y una pájara”, “tuvieron cuatro pajaritos”, “pero más les hubiese valido”, “comerse un par de huevos fritos”. “Pájaro carpintero”, “enséñame a volar”, “y llévame contigo”, “donde mi amor está”

 

“Madre yo quiero”, “yo quiero”, “quiero una chaqueta blanca”, “con los bolsillos de seda”, “y los botones de nácar”. “No me importa que ella sea”, “de buen lino o de lana”, “madre yo quiero”, “yo quiero”, “quiero una chaqueta blanca”.

 

“Si alguna mujer nos quiere”, “la despreciamos”, “pero si otra no nos quiere”, “a esa la adoramos”. “Ay qué caray”, “qué poco pido”, “una casa en el campo”, “cielito lindo”, “y un topolino”. “Ay qué caray”.

 

“La casa está triste”, “murió mi vecina”, “dejando apenado a su pobre hogar”, “a mi buen amigo”, “y a su linda nena”, “que juntos llorando su falta están”. “Papito querido tengo mucho sueño”, “mirad cuantas velas”, “pusieron los hombres”, “que hay allá arriba”, “yo quiero mirar”, “es mi mamita”, “papito querido”, “decidle que venga”, “conmigo a jugar”.

 

“Pero una noche de Reyes”, “cuando a mi hogar regresaba”, “comprobé que me engañaba”, “con mi amigo más fiel”. “Preso de ira y coraje”, “para vengar tal ultraje”, “allí mismo los maté”. “Qué cuadro compañero”, “no quiero recordarlo”, “con los zapatos del hijo”, “el cariño de su padre”, “espera un regalito”, “no sabe que a su madre”, “por mala y traicionera”, “su padre la mató”.

 

“Yo tengo una novia”, “que se llama Carolina”, “Carolina, Carolina,” “Carolina de mi corazón”. “Cuando yo le digo adiós”, “con gran simpatía”, “con mucha pasión”, “ella llorando está”, “en nuestra despedida”, “Carolina de mi corazón”.

 

“Qué lindo es estar enamorado”, “todo parece más bonito”, “teniendo el corazón prendado”, “vivir tan solamente”, “para mi amorcito”. “Las flores me parecen más bonitas”, “que adornan muy alegres mi ventana”. “Si hasta el sol”, “qué caray”, “brilla más”, “qué caray”, “cuando voy de paseo”, “por la ciudad”.

 

Con el título en español de “no cambies caballos” hubo una canción cantada en inglés, con ritmo de fox-trot y con una orquesta de instrumentos de viento. Su máxima difusión fue en los años 40 y estaba tan de moda que incluso era una de las más sonadas en las barracas durante las fiestas de San Mateo.

 

 

SIETE

LA SEMANA SANTA Y OTRAS ACTIVIDADES RELIGIOSAS

 

El ambiente. La bula. Las procesiones. Las misas. El latín popular. El devocionario “Mi Jesús”. Celebraciones y rezos. Las misas y su personaje: Prisca. Las Santas Misiones. Asociaciones religiosas. Los Seminaristas. El Monaguillo. Las Benditas Ánimas del Purgatorio. San Pascual Bailón. Rezo del Rosario. El Colegio y el “ora pro nobis”. La capillita de la Sagrada Familia. El Catecismo. La Primera Comunión. El padrino y el bollo. Las golondrinas santas. La estampa milagrosa. Las lecturas prohibidas. El juego de la misa. El agua bendita del Sábado Santo.

 

Las festividades religiosas de esta Semana, durante aquellos años no pueden compararse a lo que han quedado resumidas en los tiempos actuales.

 

La solemnidad del culto con aquellos Oficios en latín, el olor a incienso en las iglesias, se complementaban con el denso silencio reinante en las calles. Los bares procuraban también contribuir a la penitencia, especialmente el día de Viernes Santo, en que permanecían cerrados todo el día. Ni que decir tiene que también los “pecados de la carne” se contenían durante toda la semana, manteniéndose cerrados los clásicos locales del fulaneo, la primera de ellas Casa Marcela.

 

Hay que recordar también una actividad eclesiástica muy común de los días de ayuno y vigilia, que era la Santa Bula. La posesión de esta Bula te evitaba dichos sacrificios, cosa un tanto chocante pues durante los muchos años del racionamiento ayunabas y no comías carne durante semanas enteras. Para lograr este salvoconducto tenías que comprar un impreso con tu nombre, cuyo precio variaba según los ingresos declarados por el adquiriente, y que se guardaba celosamente en cada casa.

 

A nosotros, la gente menuda, obedientes a los mandatos de todos los mayores, no eran precisamente unas fiestas vacacionales muy alegres. Nuestra presencia en todos los cultos era obligatoria, tanto en procesiones, misas, Santos Oficios y visitas Sacramentales, como en otras de menor importancia pero también influyentes en nuestros juegos, tal como no gritar ni reír durante todo el Viernes Santo.

 

De las procesiones a que acudíamos había una que era la preferida por nuestra parte: El Santo Entierro. En ella iba toda la representación de las demás cofradías pero lo que más nos importaba a nosotros era la presencia de una compañía militar, con banda de música, tambores y cornetas. Los soldados marchaban con armonioso paso de marcha fúnebre y los fusiles boca abajo. Finalizada la procesión en la Iglesia de San Isidro, llegaba el momento más esperado: sonaba el clarín de órdenes, comenzaba el redoble de los tambores y la banda acometía una marcha militar, al compás de la cual toda la compañía desfilaba desde la calle del Peso hasta el acuartelamiento de El Milán.

 

Las misas de entonces duraban menos de 30 minutos y el latín era su lengua oficial, con su clasicismo y solemnidad. No obstante la cultura general de los fieles no alcanzaba ni a dominar a medias el idioma de Cicerón y se podían escuchar verdaderos disparates en los cánticos más conocidos como ejemplo podemos recordar una frase del “Tantum Ergo” que en versión original decía “et antiquum documenum no vocedat ritui” y en versión libre de una feligresa pudimos oír claramente “con tan antiguo documento no pretenda usted huír”.

 

Los niños y niñas teníamos en nuestro poder un magnífico devocionario infantil llamado “Mi Jesús”. En sus páginas, llenas de viñetas, estaban sintetizadas todas las oraciones, modos de oír la misa (buenos y malos), enseñanzas y consejos, la voz del Diablo y la voz del Ángel, Jesús reprende y Jesús llora, el Vía Crucis...

 

Con su ayuda acudíamos a todas las celebraciones religiosas y participábamos en ellas sin equivocarnos. Había una verdadera ocupación anual en rezos y seguimiento periódico, tales como los nueve primeros viernes del Sagrado Corazón, los siete domingos de San José, el mes de mayo de la Virgen...

 

El número de misas, tanto a diario como en festivos y domingos era elevado pues la cantidad de sacerdotes que había obligaba incluso a decir varias misas a la misma hora, aprovechando las pequeñas capillas de los laterales de las iglesias. Esta simultaneidad propiciaba la aparición de algún personaje pintoresco, entre los cuales el más famoso era una ávida oyente de misas llamada Prisca. Era una viejecita enlutada, pese a ser soltera, de nariz aguileña y peinada de moño. Su especialidad era asistir a cuantas más misas podía, aprovechando la coincidencia horaria de tantos sacerdotes. Al tener a su disposición tres o cuatro misas en el mismo momento, ella se mantenía agazapada en su reclinatorio privado y siempre en posición arrodillada. Sus manos juntas y en actitud de plegaria se abrían una y otra vez para acercarlas a su cara semioculta por un velo negro y tupido, de la que sobresalía su pronunciada nariz, la parte que sus manos repasaban en señal de penitencia. Para completar el cuadro, tenía un libro de misa muy usado y deteriorado, hinchado por las estampas contenidas y que lo mantenía ileso mediante una especie de cinta elástica similar a una liga. En cuanto aparecía un sacerdote para una nueva misa, Prisca abandonaba su recogimiento, tomaba el reclinatorio y corría tras él para acercarse a la nueva misa, eso sí, sin olvidar a los anteriores que simultaneaba, con lo cual muchas veces seguía atentamente evangelios, consagraciones y últimas oraciones en el mismo momento.

 

Periódicamente, cada dos a cuatro años, se producía un acontecimiento religioso que sobrecogía a todos los ovetenses de cualquier edad y condición: las Santas Misiones. Consistían éstas en un verdadero encierro místico, todas las tardes en todas las iglesias, con unos sermones impresionantes sobre la moral y costumbres. Para lograr este éxito de asistencia, venían del exterior unos predicadores muy selectos procedentes de la Orden de Jesuitas y a sus mandatos estaban todos los sacerdotes de la diócesis.

 

Como complemento a la formación recibida en estas Misiones también teníamos Ejercicios Espirituales, que aunque también eran muy importantes para nosotros, eran de menor grado respecto a éstas.

 

Para que aún fuésemos más buenos teníamos a nuestra disposición, de carácter voluntario, muchas asociaciones infantiles o compartidas con los mayores, tales como Congregaciones Marianas, Los Luises, Acción Católica, Beata Imelda y Apostolado de la Oración.

 

Los fines de semana hacían su paseo los seminaristas, tan abundantes en aquellos duros años, en una doble fila muy larga, todos uniformados y tocados de bonete. Tenían un coro de gran calidad y en ocasiones cantaban por la calle pero el plato fuerte era la tarde del Jueves Santo y la mañana del Viernes Santo, en que su actuación era en la Catedral, entronando cantos fúnebres, que nos sobrecogían el ánimo.

 

Muchos de nosotros colaborábamos en los cultos, modestamente por supuesto, haciendo el oficio de “monaguillo”, lo cual también tenía su aspecto materialista ya que entre misa, exposición y rosario aprovechábamos para beber vino de misa y comernos unas cuantas formas sin consagrar. Creo que de ahí venía el conocido refrán que decía: “el que quiera un hijo pillo, que lo meta a monaguillo”.

 

Hay que hacer una mención especial a las Benditas Ánimas del Purgatorio. Según nos decían, había un elevado número de almas de difuntos castigadas en el Purgatorio y faltaban las plegarias para su rescate al cielo, debido a la ausencia de rezos a su favor. Era por lo tanto muy común dedicar de vez en cuando un padrenuestro por ellas y aún más impresionante era el trabajo que se las pedía a cambio de nuestras oraciones: que actuasen como despertador. En la mayor parte de las viviendas solo había un reloj de pared, por el que se guiaba toda la familia y lógicamente se carecía de despertador. Pues bien, rezábamos a las ánimas para que nos despertasen a cierta hora y esto se cumplía sin fallo. Yo doy fe de mi experiencia en este tema y que siempre fui despertado a la hora exacta. Había también otra costumbre, rezar a San Pascual Bailón y éste te avisaría con tres golpes en la pared de tu habitación cuando tu muerte estuviera próxima. Lógicamente había que tener mucho valor para efectuar dicho rezo y a más de uno de nosotros le despertó sobresaltado alguno de estos golpes terroríficos aunque fuesen originados por algún vecino.

 

La costumbre piadosa del rezo del Rosario en familia era muy extendida, siendo dirigido por la madre y de obligado cumplimiento aunque fuese en la hora en que todos estábamos próximos a dormir. Los programas de la radio incidían en este tema con las charlas del Padre Peyton, en las que el principal lema decía aquello de que “la familia que reza unida, permanece unida”, sin olvidar tampoco la canción al respecto: “Las cuentas del Rosario son escaleras, para subir al cielo las almas buenas, viva María, viva el Rosario, viva Santo Domingo que lo ha fundado”.

 

También en el colegio, si era religioso, había diariamente una actividad piadosa muy acentuada, se asistía a misa a primera hora y se rezaba el rosario en una de las clases de última hora. En ocasiones dominaba más el afán de travesuras que el recogimiento místico y al rezar la letanía en latín y responder nosotros “ora pro nobis”, se producía un alargamiento de la ese final, de modo que el “nobissssss” se implementaba con todas nuestra respuestas al unísono, lo que motivaba indefectiblemente el correspondiente castigo de otra hora extra de permanencia en el colegio.

 

Como complemento teníamos también la visita periódica en propio domicilio de la Sagrada Familia. Era una capillita de madera en la cual se encontraban María, José y el Niño Jesús y que circulaba de casa en casa, con una estancia de 24 horas, siendo ese día el de mayores rezos y plegarias a los que teníamos que asistir sin remedio y sin disculpa.

 

En las mañanas de los domingos invernales, antes de la Santa Misa, íbamos a clases de catecismo, en las que recitábamos en voz alta todos los enunciados de un pequeño libro llamado “Catecismo del Padre Ripalda” en cuya introducción aprendimos una especie de letanía que todos sabíamos de memoria y que decía así: “Todo fiel cristiano, está muy obligado, a tener devoción, de todo corazón, con la Santa Cruz, de Cristo nuestra luz, pues en ella, quiso morir, por nos redimir, de nuestro pecado, y librarnos, del enemigo malo, y por tanto, te has de acostumbrar, a signar y santiguar, haciendo tres cruces, la primera en la frente....” siguiendo así un alarga seria de frases que repetíamos en voz alta todos a la vez. A continuación nos tomaban la lección cristiana sobre el contenido de dicho catecismo.

 

Muchas veces en la mañana de los lunes, se nos preguntaba en el colegio por el color de la casulla del sacerdote oficiante de la misa del domingo, con lo cual si no te acordabas sufrías una regañina, ya que ello demostraba que habías estado distraído durante la ceremonia.

 

La gran fiesta religiosa de la Primera Comunión era también en aquellos años sumamente modesta, incluso muchos de nosotros no hemos tenido ni la fotografía de recuerdo, tan solo un pergamino con nuestros datos. El frugal desayuno posterior, rodeados de algunos amigos, solía ser extraordinario por la presencia de un modesto bollo suizo y un tazón de buen chocolate. Normalmente el traje de Primera Comunión para los niños era de marinero, el cual se aprovechaba posteriormente, previo recorte de las perneras del pantalón, para su uso festivo en lugar de otro tipo de ropa. Otros niños llevaban directamente un traje de calle, lo cual era eminentemente más práctico y menos acongojante para evitar ir vestido de marinerito durante casi un año.

 

En la Pascua Florida era tradicional la entrega del ramo al padrino y recibir el regalo de éste, el bollo, bien en metálico o en juguetes. Muchos niños portaban ramos primorosos, unos de rama verde o con adornos de frutas, tales como mandarinas y manzanas, otros de palma lisa o de palma artística, que constituía un verdadero adorno monumental. Los que no tenían muchas posibilidades, que eran lógicamente los más numerosos, se conformaban con ver la procesión de los ramos y esperar el ansiado regalo. Para colmo de sus desdichas muchas veces este regalo no llegaba a sus manos por motivos de trueques económicos. La coincidencia familiar de padrinos motivaba que los regalos a los ahijados se compensasen, así al ser la madre madrina de un hijo de la madrina del suyo propio, llegaban al acuerdo de ser las respectivas madres quienes diesen el “bollo” a su propio hijo y lógicamente esto no prosperaba: los dos ahijados se quedaban sin regalo pues...¿quién reclamaba el “bollo” a su propia madre?

 

Otra costumbre de obligado cumplimiento era el besamanos a cada sacerdote que nos encontrábamos a nuestro paso y santiguarnos al pasar cerca de una iglesia. Con la abundancia de sacerdotes, no es de extrañar que omitiésemos cuanto pudiésemos esa imposición tan molesta, pero que al no hacerla la conciencia nos remordía por tal falta.

 

También respetábamos en nuestras aventuras cinegéticas cualquier pequeño daño que se pudiera causar a las golondrinas. El motivo no era otro que se consideraban aves santificadas ya que según nos aseguraban éstas habían quitado las espinas de la corona de Jesús clavado en la cruz. Si por casualidad o adrede hacías daño a alguna, tendrías una desgracia en tu casa en ese mismo día, por cuyo motivo te daba pánico cualquier encuentro fortuito con ellas.

 

Los “milagros” visuales estaban muy solicitados durante los ratos de estudio. Todos teníamos una estampa con poderes sobrenaturales, consistente en mirar fijamente una imagen dibujada en negativo y al cambiar la mirada hacia la pared o al techo se reflejaba allí la cara de la Virgen u otro santo conocido, con gran asombro del propietario de tal prodigio.

 

El asunto de la lectura de novelas tenía su particularidad. Nosotros, pese a nuestra corta edad, manifestábamos una gran apetencia por la lectura y además de los “tebeos” clásicos procurábamos leer los libros de nuestros mayores, cosa terminantemente prohibida, lo cual procuraba cierto disfrute al cogerlas sin permiso. En aquellos años, además de la censura vigente en la literatura, también había una relación de novelas peligrosas que la autoridad eclesiástica prohibía y eran todas aquellas contenidas en el “índice”. Lógicamente alguna de éstas se escapaba tal como “El Conde de Montecristo” y en otras, no prohibidas, buscábamos algunas partes de gran erotismo para nosotros tal como sucedía en las obras de Espronceda, en una de las cuales, “La desesperación”, había unos versos que nos producían gran excitación y que decían: “me gustan las queridas, tendidas en sus lechos, sin chales en los pechos y flojo el cinturón, al aire el muslo bello, qué gozo qué emoción”

 

Hay que recordar también un juego de lo más original por su entronque religioso. Ya vimos cómo el entrañable Nicanor vendía en su tienda miniaturas de culto: misales con atril, porta-velas, lamparillas, cálices y candelabros. Pues bien, había muchos niños que en su casa tenían muchos de estos pequeños objetos y un vestuario completo de ropa para decir misa, incluidas las casullas. Muchas veces se jugaba de esa guisa, uno era el sacerdote y decía la misa y el otro hacía de monaguillo y le acompañaba en el rito. Lógicamente no había vino pero este se suplía con un buen zumo de zarzamoras recién exprimidas o por agua de regaliz.

 

Finalmente teníamos la comisión de ir a por agua bendita el Sábado Santo y llevarla en una botella hasta nuestra casa, donde nuestros padres procedían a la purificación de toda la vivienda, mediante aspersión con ella en paredes, techos y suelos. Si sobraba agua, nos la regalaban por nuestra colaboración y aprovechábamos la ocasión para purificar con ella a todas nuestras mascotas y animales domésticos, aunque no parecía que les hiciese mucha gracia tal beneficio santificante.


OCHO

LOS FELICES DÍAS DEL VERANO

 

La libertad. Viaje a la playa. Meriendas campestres. La alimentación extra. La caza de renacuajos. Los esgolancios. El grillo y los métodos de captura. Las mariposas. Las vacalorias. Las luciérnagas. Las palomas. Las romerías y sus aromas. Los voladores. La música. Los globos de papel. Las romerías de los barrios. Fiestas de San Mateo. Las barracas. Las rifas y la rata. Otros festejos. El Otoño cercano. Juegos traviesos.

 

A primeros días del mes de Junio nos daban las vacaciones, que entonces duraban desde esas fechas hasta primeros de octubre. Esta inmensidad de tiempo libre, unida a la duración de los días infantiles, tan largos y eternos en comparación con nuestros actuales días de mayores (1 día de niño = 3 meses de viejo), nos producía una sensación de libertad y de búsqueda de nuevos juegos y aventuras.

 

Nuestro hábitat asturiano, tan húmedo, era el principal impedimento, ya que en aquellos años la meteorología veraniega solía ser muy adversa y se cumplía con creces el famoso dicho de que “cuando no llueve, orbaya para variar”. Debido a ello, las escasas escapadas a las playas suponía estar mirando al cielo desde una semana antes del proyectado viaje; ir a la playa era todo un acontecimiento familiar, con la preparación en la víspera de la tortilla y las empanadas y también de un buen lavado previo para que te vieran limpio y resplandeciente cuando te pusieras el traje de baño. Las playas más frecuentadas en estas excursiones eran aquellas que no presentaban excesivas aglomeraciones. Si nos llevaban a Gijón íbamos en el tranvía hasta el Musel y cruzando un túnel aparecíamos en la playa de Aboño. Si por el contrario era Avilés el lugar elegido, el destino final podía ser San Juan de Nieva o una playa de la misma ría, llamada San Balandrán, que añadía su encanto a tener que hacer la travesía de cruzar la ría en una pequeña lancha.

 

Para ir a estos lugares el viaje era largo, pese a la distancia tan corta a recorrer, ya que se hacía en unos trenes de cercanías muy arcaicos, con locomotoras de vapor de poca potencia y vagones de madera, en cuyas plataformas nos permitían contemplar el paisaje. Si al salir de Oviedo hacía buen día íbamos muy animados pero al atravesar el túnel de Villabona nos encontrábamos con un cambio radical y la niebla con orbayu podía ser nuestra compañera. Era triste jugar en la playa en estas condiciones, incluso vestidos y con jersey puesto pero la ilusión infantil suplía estos inconvenientes y disfrutábamos con cierta alegría esta maravilloso día. Si había suerte con un buen día de sol la cosa era mejor, con gran divertimento tanto en la arena como en el agua, siempre muy fría. Lo peor venía esa misma noche y en días sucesivos  pues nuestra blanca piel corporal sufría una buena quemadura, quedando colorados como una “patarroxia” y aguantando este fuerte resquemor durante casi una semana.

 

Otra actividad lúdica de la familia eran las meriendas campestres en las tardes de los días festivos. En este caso éstas eran más abundantes que los viajes a la playa, ya que los desplazamientos eran cortos, bien en paseos o bien en tranvías. Aquellos veteranos y amarillos vehículos tenían durante el verano la particularidad de remolcar a un complemento móvil llamado “jardinera”, que era menos ruidoso y no por ello más cómodo, pero que aumentaba la capacidad de viajeros.

 

Esas tardes, tras un viaje que parecía no acabar, llegábamos al lugar elegido, Lugones, Buenavista, Colloto...y allí, tras un paseo, nos sentábamos en algún merendero, lugar en el que había mesas alargadas y bancos sin respaldo para acomodarse. En Colloto era muy famoso el llamado “Casa Periquín”, cuyos dueños tenían unas orejas sumamente grandes y alargadas características de toda la familia. En estos merenderos se permitía llevar la propia comida, lo cual era lo más frecuente, tan solo con el consumo obligatorio de las bebidas, que normalmente eran únicamente a base de vino y gaseosa “media y media” se llamaba a esta típica consumición.

 

Después de la merienda-cena, tan apetitosa y fuera del menú semanal, nosotros, la gente menuda, tenía más libertad para establecer nuevas amistades y jugar a algún entretenimiento compartido tal como batallas con los corchos de las botellas de sidra del merendero hasta el momento de regresar a la ciudad propiamente dicha.

 

En nuestras andanzas veraniegas aprovechábamos cualquier ocasión para procurarnos algún alimento extra, tan necesario en estas edades. Total, que en alguna de las huertas que había muy cercanas al casco urbano, siempre había la posibilidad de ingerir pequeños frutos en ausencia de los dueños. Nuestra preferencia eran los arbejos en formación, ya que al abrir su vaina quedaban casi en leche y su sabor era bastante aceptable. En los maizales también surgía la ocasión de coger alguna panoya tierna, que tostada en una hoguera constituía un manjar muy apetecible. Lo que sí era sabroso de verdad se producía durante la recolección de la patata. Los amos de estas huertas, sacaban las patatas primeras en esta estación veraniega y muchas veces hacían una pequeña hoguera y en ella asaban unas cuantas. Sabedores de ello nos acercábamos muchas veces a tal labor y ante nuestras inocentes miradas, el propietario de este primitivo festín solía darnos una de esas patatas, con su piel medio carbonizada y cuyo interior tenía un sabor inmejorable, implementado con el ahumado de la hoguera.

 

Otras actividades nutritivas, con frugales banquetes, nos las buscábamos en las sebes, que en esta época nos ofrecían gratis unos sabrosos racimos de zarzamoras, que incluso con nuestra impaciencia comíamos antes de madurar. Las zarzamoras, “moras” como las llamábamos, eran sabrosísimas cuando estaban en sazón, sirviendo incluso para fabricarnos una bebida refrescante al exprimirlas y mezclar su jugo con agua azucarada. En muchas ocasiones, tras evitar la presencia de sus dueños, aprovechábamos la abundancia de avellanos que separaban las lindes, cogíamos los “garapiellos” y tras pelar su envoltura verde, partíamos con nuestras propias muelas aquellos frutos tan naturales y asturianos, paladeando con placer la rica “ablana” todavía tierna y jugosa.

 

En estos recorridos campestres, además de posibles alimentos también imaginábamos extraordinarias aventuras, en las que éramos exploradores o soldados de élite alemanes y americanos , aprovechando también pequeños arroyos para hacer presas y echar a flotar rudimentarias embarcaciones. Como en estos arroyos había abundancia de renacuajos de rana, “cabezones” los llamábamos, procurábamos hacer una buena captura y sobre todo cuando al edificar la presa se desecaba parte del reguerín. Aunque los llevábamos después en un cubo con agua no sobrevivían demasiado en nuestras angelicales manos.

 

Durante nuestros campestres paseos, al cruzar los prados, tan verdes y olorosos, la hierba aún sin segar era alta y tupida, lo que escondía muchas veces a unos inocentes habitantes, los “esgolancios” o “esculibierzos”. Eran unas serpientes plateadas totalmente inofensivas pero que no eran de nuestro agrado, tal vez por ese ancestral terror humano a los reptiles.

 

Con el buen tiempo venía también la posibilidad de tener una nueva mascota doméstica: el grillo. Este simpático insecto era muy codiciado por nosotros debido a su escasez y sonoridad. La escasez venía propiciada por la época de lluvias generalizadas de final de la primavera, que inundaba sus cuevas y acababa con muchos de ellos. Los que sobrevivían a este diluvio eran motivo de caza y captura con el ánimo de conservarlos vivos, bien en una pequeña jaula o en una simple caja de cartón con una tapa transparente. Los más valorados era un especimen que tenía una “P” mayúscula en sus élitros, lo que motivaba que les llamásemos “príncipes” y que se distinguían también por la sonoridad de su “cri-cri”. Su captura no era fácil debido a lo ya referido de que hacían una cueva profunda para resguardarse. Por tal motivo desarrollábamos diversas técnicas, la más típica era meter una paja larga por el interior de la cueva y moverla de modo que el grillo al notar el pinchazo sobre su abdomen se salía de ella. Otra muy utilizada era una buena meada sobre el agujero para obligarlo a salir so pena de morir ahogado. Hubo también un desarrollo científico para este atrapamiento, del cual tengo el honor de ser su inventor y que era a base de utilizar hormigas cabreadas. La cosa consistía en que una vez localizada la cueva, se buscaba en su cercanía el típico hormiguero de prado, un cono de arena con su población de hormigas. Se escarbaba con la mano la arena de esta construcción y rápidamente salían hormigas enfurecidas para vengar tal estropicio; éste era el momento óptimo para tomar un puñado de tierra lleno de estos insectos y ponerlo a la entrada de la cueva del pobre grillo. Las hormigas se introducían velozmente por ella y atacaban fieramente al grillo, que al sentirse mordido salía a escape de su escondite y pasaba así fácilmente a nuestro poder.

 

El cuidado del grillo cantor, que incluso se vendían alguna vez en la misma Plaza de El Fontán, era muy delicado para que éste estuviera todo lo confortable posible en su encierro. Para su alimentación le proporcionábamos hojas de lechuga, que no sé por qué motivo siempre se imaginó que era su alimento preferido pero que yo sepa en el prado donde vivían no tenían este vegetal. La cuestión es que la lechuga les soltaba la tripa, al igual que a los gusanos de seda y padecían con esta dieta una fuerte diarrea casi crónica.

 

No eran éstos los únicos insectos que caían en nuestro poder. La abundancia de este tipo de fauna era muy grande, por lo cual muchos niños hacían colecciones de ellos a gran escala. Una de las más frecuentes era la de mariposas. Este lepidóptero, además de embellecer los prados y jardines con su vuelo multicolor, tenía el inconveniente personal de su propia belleza, lo cual propiciaba su captura y martirio posterior. Para lograr una perfecta colección, la pobre mariposa era clavada con alfileres, alas y cuerpo, en un cartón y así se mantenía en lenta agonía hasta su muerte, con lo cual quedaba en posición adecuada para su destino final de coleccionismo.

 

Otros insectos también eran capturados para diversos fines. Por ejemplo los “ciervos volantes”, que llamábamos “vacalorias”. Éste tenía un tamaño gigantesco y aparecía volando a baja altura al anochecer, produciendo un ruido característico en su pesado vuelo pues su envergadura superaba muchas veces los 15 cm. Los preferidos eran los machos, con sus enormes cuernos, similares a los ciervos, de ahí su nombre, que eran cazados fácilmente a manotazos. El primer entretenimiento era disfrutar de su potencia de agarre para levantar piedras y objetos similares y cuando finalizaba éste, también finalizaba su vida pues se le arrancaba la cabeza para guardarla como trofeo.

 

Aprovechando la oscuridad buscábamos otro insecto muy solicitado para las noches: las luciérnagas. También eran muy abundantes durante el verano y su fácil captura propiciaba una luminosa colección.

 

Era también en esta estación cuando los propietarios de palomas hacíamos demostración de sus modestas hazañas de vuelo de regreso al palomar. Puede parecer en la fecha actual un tanto chocante que esta ave, tan exageradamente numerosa ahora en las ciudades, fuese entonces motivo de orgullo la posesión de una o dos parejas de ellas. Hay que recordar que muchas fincas tenían su propio palomar con fines alimenticios ya que por entonces las crías próximas a emprender el primer vuelo, llamadas “pichones”, eran un plato muy apreciado, especialmente para las personas convalecientes de alguna enfermedad. Pues bien, el tener una pareja y sentirte responsable de ella era todo un acontecimiento y si eran de raza mensajera, tanto mejor, mientras que las que no lo eran, se llamaban “pelurcias” y eran poco apreciadas.

 

El plato fuerte del verano lo constituían las típicas “romerías”, que se celebraban prácticamente durante toda la estación, de un modo consecutivo para evitar coincidencias y en todos los barrios periféricos y pueblos de los alrededores. La llamada a la fiesta, debido a la escasa información reinante, era a base de tirar cohetes desde la primera hora del día señalado. Estos cohetes, conocidos por “voladores”, portaban una vara larga y fina que era muy apreciada por nosotros para su utilización como espada, tipo florete de esgrima, lo que suponía carreras y empujones para conseguir este modesto tesoro cuando caía en tierra.

 

Estas romerías se celebraban en un prado que fuese lo suficientemente llano y cuya hierba había sido segada con antelación. Todo ello propiciaba un aroma característico que se desprendía de este lugar, mezcla de olores peculiares procedentes de la propia hierba, de las típicas avellanas tostadas, de la sidra y de la pólvora de los “voladores”.

 

La música era de dos tipos: la clásica de gaita y tambor y la de melodías y canciones de moda. Esta última se emitía mediante altavoces que se colocaban en los árboles y postes de la luz y desde ellos se inundaba la zona de suaves melodías contadas por Bonet de San Pedro, Jorge Sepúlveda y Antonio Machín. Había una empresa que tenía la exclusiva musical de casi todas las romerías y portaba el pomposo nombre de “Gramolas El Topu”.

 

Para los niños había alguna cucaña y puestos con bidones de barquillos, pero lo más ansiado era la recuperación del globo festivo. En casi todas las romerías se soltaba un globo de papel multicolor como un aditamento más de la festividad. La duración de éste era limitada ya que la mezcla que calentaba el aire tenía poco combustible y por lo tanto el globo iba perdiendo altura hasta aterrizar en algún lugar próximo. Para nosotros era un verdadero acontecimiento atrapar uno de estos aerostatos, aunque la verdad pocas veces lo conseguíamos pues solían incendiarse al tropezar con algún obstáculo en su caída.

 

Había también competiciones entre distintos barrios de la capital para lograr la supremacía festera, especialmente de los “fuegos artificiales” en la noche de la clausura de los festejos. De esta manera, eran muy conocidos los duelos entre las fiestas de los barrios de San Lázaro y de Santa Ana de Abuli. Como la de Santa Ana se celebraba en Julio, procuraban superar a la del año anterior de San Lázaro, que estaba a caballo entre finales de Agosto y primeros de Septiembre. Con esta ventaja era San Lázaro la que solía ganar en el año en curso, en el que coincidían ambas fiestas veraniegas. Al estar ya próximas a las Fiestas de San Mateo, eran las de San Lázaro una especie de adelanto en los puestos y tiovivos, (“las barracas”). Había incluso un servicio especial de tranvías de la línea 3, con mayor frecuencia de viajes y con jardinera incluida para aumentar la capacidad de pasajeros.

 

El inicio de las fiestas mateínas era muy esperado por la gente menuda, pues suponía un divertimento extraordinario, tanto en los conciertos musicales en el paseo del Bombé como la densa maraña de las “barracas” en el Campo de Maniobras. Allí, cercano a la calle Marqués de Santa Cruz se instalaba un arco de entrada y según se subía la zona estrecha se situaban los puestos en los que se vendían frutos secos, caramelos, garrapiñadas, churros y patatas fritas, sin olvidar al eterno algodón de azúcar. Ya en la parte ancha se colocaban las propiamente “barracas” con los típicos tiovivos de “los caballitos”, “la ola”, “las cadenas”, “la mariposa”, “el tren de la muerte”, “el laberinto”, “el teatro de marionetas”, “la noria”, “rifas”, “circos”, “el maño” con su vino dulzón, “el tiro al premio” con unas escopetas descalibradas, “horóscopos”... y para los mayores las atracciones del famoso “Teatro Argentino”, único sitio “gravemente peligroso” para la moral en que se podían ver muslos de mujer y que nosotros admirábamos en los dibujos de sus carteles. Este teatro sobrevivió muchos años y cambió de nombre y propietaria, con el nuevo anagrama de “Teatro Chino de Manolita Chen”.

 

Existía en ocasiones, en uno de los puestos de rifas, uno muy modesto a base de una serie circular de pequeñas casetas con un número cada una de ellas que indicaba el correspondiente regalo de la exposición. En el centro de este círculo había una lata de hojalata con una cuerda que la levantaba y en su interior estaba ¡ una rata ! Para animar a la gente que comprase los boletos de la rifa el dueño gritaba y gritaba: “ya está la rata debajo de la lata”. Cuando vendía la totalidad de las papeletas, se levantaba la lata y la rata, asustada, se metía en una de las cajas numeradas, cuyo número era el premiado. La cuestión es que la rata elegía siempre una de las cajas cuyo número correspondía a regalos insignificantes, lo cual era debido a que su dueño la tenía hambrienta y era en esas cajas donde había depositado un poco de comida. Total, que la gente admitía este truco con tal de ver el espectáculo de la pobre rata. En uno de los sorteos le tocó a un “quinto” (como eran conocidos los soldados en la mili) dos veces seguidas el premio y el dueño del tenderete gritó orgullosamente: “qué suerte la del militar, le ha vuelto a tocar otra botella de lejía”.

 

Era tradicional la colocación de unos puestos de venta especializados en melones, cuyo olor de esta fruta inundaba los alrededores ya que se vendían en rodajas para su ingestión directa en el mismo lugar. Este fruto era entonces escaso en Asturias y su degustación popular se limitaba casi a estos días festivos.

 

El día solemne de San Mateo traía consigo la afluencia en masa de los habitantes cercanos a Oviedo, incluso de la Cuenca Minera, pero los más característicos eran de las pequeñas aldeas, con su boina calada y vestidos con sus mejores trajes. Todo ello daba a los festejos una mayor densidad de población y llenaban por completo tanto el centro de la ciudad como el recinto de las barracas. Estos asistentes foráneos recibían el cariñoso nombre de “mateínos”, derivado lógicamente del Patrón San Mateo.

 

También las fiestas nos traían otros festejos tales como la salida de los Gigantes y Cabezudos, con la Vieja dando golpes y carreras y una competición motociclista, en la que nuestro favorito era un corredor de Oviedo apellidado Parugues, en un circuito por las calles de la ciudad.

 

Finalizadas estos festejos tan esperadas, se vislumbraba ya el otoño cercano, con la vuelta al colegio y la consiguiente pérdida de libertad. Aún nos quedaba tiempo para hacer alguna travesura de mal gusto, tal como echar por la espalda de algún incauto una parte pilosa de unos frutos rojos que crecían entre las sebes y que producían un fuerte picor, bastante duradero. Otras eran la preparación de pequeñas trampas en el suelo, tanto pde la calle como en la zona de juegos, consistente en cavar un pequeño hoyo, en el que introducíamos una buena caca humana, se tapaba con palos y se disimulaba su presencia con arena o hierba. Aquel que tenía la mala fortuna de pisar esta trampa, metía su pierna en el hueco, se daba un traspiés y para colmo salía con el pie perfumado y maloliente.

 

Otro juego poco recomendable era llenar de orines un bote vacío de conserva, apoyarlo inclinado en la puerta de una vivienda y llamar en ella, de tal manera que al abrir ésta, el contenido del bote se desparramaba en el interior, con el consiguiente cabreo del propietario. Lógicamente no presenciábamos en primera fila tal prodigio de nuestra invectiva pero nos conformábamos con oír los improperios que nos dirigía el afectado.

 

Una variación de éste era menos cochina y para ello solo se precisaba un cordel lo suficientemente largo para atarlo en los pomos de dos puertas antagónicas de sendas viviendas. Al atar de esta guisa y suficientemente tensa la cuerda, llamábamos simultáneamente en ambas viviendas y lógicamente en ninguna podía abrirse la puerta, con gran jolgorio por nuestra parte.


NUEVE

 

LAS FIESTAS DE NAVIDAD

 

El aire de las castañas. La melancolía. Los Nacimientos. El olor a musgo. Las visitas. La originalidad del Colegio del Santo Ángel. Instrumentos musicales: las castañuelas. El sorteo de la Lotería. Los productos navideños. El menú y el pollo. La Misa del Gallo. Los álbumes navideños. Los trenes eléctricos. Aliatar. La cabalgata de Reyes. El feliz despertar. La tristeza de los no creyentes. La nostalgia del día de Reyes.

 

A finales del mes de Octubre y primeros de Noviembre llegaba un viento cálido, conocido por el de las castañas, que traía consigo un olor característico de polvo y sequedad, anuncio de las ya próximas Navidades. Se aprovechaba entonces esta sequedad ambiental, impropia del clima de nuestra tierrina, para abrir los armarios roperos y ventilar las prendas de abrigo.

 

En estas fechas, tal vez por la influencia del aire del sur, nos sentíamos tristes y nos dominaba una gran melancolía, incrementada todavía más por la temprana anochecida que motivaba la imposibilidad de jugar con los amigos, ya que cuando llegábamos a casa, a la salida del colegio, era noche cerrada y no había nadie en la calle.

 

Las fiestas de Navidad tuvieron, tienen y tendrán un significado muy especial para la infancia, que se graba en la memoria y permanece imborrable en su recuerdo durante toda nuestra vida.

 

Generalmente caía una buena nevada, que le daba el ambiente preciso y su cercanía implicaba el acopio de musgo y arena, imprescindibles para la instalación del Nacimiento. La construcción de éste dependía, como todo en esta vida, de las posibilidades económicas de cada familia, desde figuras articuladas y con movimiento hasta una única Sagrada Familia. Todas las figuras eran de barro cocido y decoradas a color. Había un amplio surtido para adquirir: el portal, lavanderas para el río de papel de plata, soldados romanos, casitas de corcho, puentes romanos, familias de animales...¡ incluso cazadores con escopetas ! Todos ellos se colocaban cuidadosamente junto al musgo y en los lugares más estratégicos para conseguir el mejor efecto visual. El olor a musgo fresco invadía la habitación donde estaba el Nacimiento, originando así su evocación posterior cada vez que olemos este modesto vegetal.

 

En todas las iglesias se instalaban los Nacimientos con verdaderas obras de arte plasmadas en sus figuras, existiendo también domicilios particulares que rivalizaban con ellas. Era por lo tanto una obligación muy agradable el realizar las visitas a todos estos lugares para ver asombrados los prodigios que allí se exponían ante nuestra mirada. En una casa de la Plaza de la Catedral, tal vez cerca de la clásica tienda de Electricidad Onís, tenían un Nacimiento con muchas partes móviles, el agua del río circulaba en el cauce, las aspas del molino giraban, las lavanderas batían la ropa...Era tal el prodigio que nosotros acudíamos una y otra vez para ocupar los mejores lugares de visionado y quedábamos siempre ensimismados ante aquel espectáculo.

 

Entre todas estas exposiciones públicas de Nacimientos destacaba uno por su originalidad y era el que se instalaba en el Colegio del Santo Ángel, dentro de la clase de los párvulos. En su diseño era responsable una monja de muy baja estatura llamada hermana Ángeles y que no sé si debido a dicha estatura colocaba las figuras grandes en el fondo y las pequeñas en primera fila, pues sin idea de la perspectiva opinaba esta monjita que las grandes se veían muy bien de lejos (para eso eran de mayor tamaño) y las pequeñas se observarían mejor de cerca. De esta manera el efecto visual era horroroso, todo contrario a la lógica, pero no hubo medio de convencerla para que situara a las figuras de este Nacimiento en la posición requerida.

 

Los instrumentos musicales típicos de esta época eran de lo más primitivo, pues aunque las niñas tenían las clásicas castañuelas españolas, los niños nos fabricábamos unas caseras, hechas con un par de tablillas de madera alargadas y que se tostaban al fuego de la cocina ya que sabíamos que con este chamuscamiento se favorecía un sonido más seco, muy apreciado por todos. Estas láminas de madera se colocaban entre dos dedos alternos de la mano para procurar su separación y con un movimiento adecuado se producía su choque y con él un sonido típico, rítmico, que acompañaba en el cántico de los tradicionales villancicos. Con esta modesta orquesta acudíamos de piso en piso y de puerta en puerta pidiendo “el aguinaldo”, que aunque escaso en dinero sí que se conseguían golosinas que al final de la jornada nos repartíamos con gran alegría.

 

El anuncio sonoro de las ya cercanas Navidades era la retransmisión por radio del sorteo de la lotería, con su cantinela típica que permanece invariable hasta la época actual, aunque la verdad no nos suena igual lo de “euros” en lugar de “pesetas”.

 

Las compras de los productos navideños venían limitadas por el severo racionamiento de víveres que entonces padecíamos y del que no se libraba ni el turrón. Total que la variedad turronera solía limitarse a las típicas tres clases: duro, blando y mazapán con frutas, siendo entonces el tamaño de ellos similar al de un ladrillo. Con esta escasez se estableció una costumbre, que perdura todavía en muchas de nuestras casas, de comer el primer turrón en la cena de Nochebuena, sin adelantos como ahora. Este postre se mantenía únicamente para esta noche y para la de Navidad, en Año Viejo, en Año Nuevo y en el día de Reyes. En la mayoría de los hogares este racionamiento era también ampliado a que cada miembro de la familia recibía su trozo de cada especialidad y no había más repetición de la golosina. Era también muy típico comprar sidra dulce a granel, único manjar bebestible para la gente menuda, siendo un lugar típico para esta adquisición un local que estaba en la calle Oscura (Mon) llamado Casa Cechini.

 

El día anterior a la Nochebuena estaba destinado a la solemne matanza del pollo, que en aquellos años comer dicha ave era todo un acontecimiento y se destinaba tal ocasión a los principales festejos del año y que escasamente eran los días de Nochebuena y Nochevieja. Lógicamente el pollo de entonces era de crianza natural, de caleya, y pesaba más del doble que los que ahora comemos. En fin, que el pobre bicho era asesinado a base de un certero corte en la nuca que lo desangraba. Durante la mañana del día 24 entrábamos y salíamos nerviosos de nuestras casas, con visita tímida a la cocina, de la que salían unos olores de lo más apetitoso y poco corrientes durante el resto del año.

 

El día de Nochebuena era de cumplimiento obligado asistir todas las familias al completo a la tradicional Misa del Gallo. La Santa Iglesia de estos años dominaba severamente nuestra vida y costumbres, tal como hemos observado anteriormente y no podía ser menos en esta ocasión. Excepcionalmente había una permisividad ante los fieles consistente en limitar el horario del ayuno obligatorio antes de recibir la Comunión, que se pasaba de las 12 horas reglamentarias a 4. esto significaba para nosotros finalizar la esperada cena antes de las 9 de la noche, para poder comulgar como era debido, agravado con la precaución de beber la clásica copita de vino dulce con que se nos obsequiaba a la gente menuda.

 

Los días siguientes a la Navidad nos parecían lentísimos por nuestra impaciencia en que llegasen los ansiados Reyes Magos con aquellos regalos únicos de todo un año de espera. En los modestos Nacimientos íbamos avanzando unos centímetros cada día a las figuras de Sus Majestades, sobre el camino de serrín o de arena que les conducía hacia el Portal.

 

Este maravilloso ambiente navideño se complementaba con los álbumes que casi todos los tebeos editaban con motivos de estas fiestas. Incluso El Guerrero del Antifaz, Juan Centella, Jorge y Fernando, El Diablo de los Mares, Roberto Alcázar y Pedrín nos deleitaban con sus historietas específicas pero era tal vez el Pulgarcito donde mayor profusión se manifestaba y en ese álbum especial Doña Urraca era menos mala, Don Pío recibía una paga extra inesperada y hasta el pobre Carpanta se comía un pollo en compañía de su fiel amigo Protasio. Estos festines extras de los personajes de nuestras historietas eran fiel reflejo de nuestros festejos: pollo y turrones.

 

Los pocos bazares de juguetes se llenaban con los mismos modelos de todos los años. Debido a la posguerra civil y a la guerra mundial, las fábricas jugueteras elaboraban sus productos con poca variación, por lo cual hubo un largo intervalo de años en los cuales varias generaciones de niños jugamos con los mismos juguetes.

 

Tradicionalmente se producía un suceso extraordinario para todos nosotros, motivado por la exposición de trenes eléctricos en los escaparates de Almacenes La Panoya. Aprovechando su amplitud, se cedían éstos a los propietarios de tal maravilla y se instalaban allí estos inalcanzables juguetes, que nosotros observábamos con deleite tanto en sus momentos de reposo como en pleno funcionamiento. Era el momento en que se cumplían parcialmente nuestros anhelos, tan solo satisfechos por la ávida mirada que fijábamos en aquellos juguetes tan ajenos a la mayoría de nosotros y cuyo prodigio de funcionamiento continuo los sumía en un sueño fantástico.

 

En la radio se oían a diario los clásicos villancicos de siempre, complementados por la visita anticipada del embajador plenipotenciario de Sus Majestades: Aliatar. Este personaje era muy querido por nosotros ya que en sus programas radiofónicos nos anticipaba los muchos regalos que recibiríamos, siempre que fuésemos buenos y escribiésemos la correspondiente carta peticionaria.

 

Al llegar la noche mágica del día 5 de Enero, una vez anochecido, acudíamos ilusionados a presenciar la Cabalgata. El inicio de ésta eran los fuegos de artificio y la quema de una traca con pequeños obsequios.

 

Finalizados éstos, presente aún el olor de la pólvora comenzaba el paso de la caravana, con profusión de bengalas encendidas y en la que en primer lugar llegaba Aliatar montado en un caballo blanco y saludando a la gritería de todos los niños que repetíamos su nombre sin descanso.

 

Tras Aliatar iban desfilando los Reyes y sus modestos cortejos y como complemento pasaban finalmente un montón de mulos cargados con paquetes e incluso algún camión militar para dar mayor sensación de abundancia.

 

Con los ojos encandilados por el espectáculo regresábamos a nuestras casas, con los nervios en tensión, sabedores de las pocas horas que quedaban para recibir los ansiados juguetes.

 

Terminada la cena, ya en la cama, nuestro nerviosismo era tan grande que nos era imposible conciliar el sueño, hasta que de madrugada acudíamos presurosos al lugar donde habíamos dejado nuestras zapatillas y llegaba entonces la alegría y la sorpresa al contemplar los paquetes allí depositados y que tan grandes nos parecían. Con rápidos movimientos deshacíamos los envoltorios y ante nosotros aparecían algunas cosas de las que habíamos pedido y otras que no, pero que eran igualmente valoradas. Además de los clásicos juguetes de hojalata, con su olor inconfundible, había una serie de modestos complementos que también eran muy bien recibidos, tales como los clásicos cuentos de Calleja, de pequeño tamaño y muy coloreadas portadas, banzones en una bolsa de malla, el coche pulga y una mezcla de bolas de anís con otros productos azucarados que se conocía como “revoltijo”.

 

La mañana y el día de Reyes transcurría por tal motivo como un sueño hecho realidad, con la clásica rotura y avería de los nuevos juguetes y con la amenaza inminente de la continuidad del colegio, prácticamente al día siguiente.

 

Nada es más triste y deprimente como la vivencia y el recuerdo de la primera noche de Reyes en la que ya dejamos de creer en ellos. Era un momento doblemente doloroso, uno por perder esa maravillosa ilusión y otra por dejar de recibir aquellos añorados juguetes, que ahora desaparecían de nuestro entorno sin más motivo que el no poder creer ya en los Reyes Magos, cuya presencia admitimos casi hasta cumplir los trece años.

 

Al evocar estos acontecimientos nos llenan de nostalgia nuestros recuerdos y creo afirmar que muchos de nosotros, que henos pasado de niños a abuelos, tenemos todavía nuestro pensamiento en cada Noche de Reyes en aquellas otras pretéritas en que tan grande era nuestra ilusión y tan maravilloso era el despertar.


DIEZ

 

UN MERECIDO HOMENAJE

 

 

La generación de “oír, ver y callar”. Las niñas que se transformaron en madres heroicas. La abuela esclava. Los niños y la generación del pluriempleo. El profundo cambio de costumbres. La ola de erotismo. La adaptación de nuestra mentalidad. Los hijos emancipados y su dependencia. La generación de la regañina. Nuestra historia destrozada. La identidad personal. El adulto y el niño.

 

Nosotros, los niños y niñas de la posguerra civil nos hemos criado dentro de una sociedad hambrienta, dormida y silenciosa, donde solamente podíamos seguir las órdenes de “oír, ver y callar” frente a los adultos y cuya mayor diversión eran los juegos en plena calle, que suplían la drástica carencia de los necesarios juguetes.

 

Nuestra generación, protagonista de estos relatos durante su etapa de la niñez, ha tenido posteriormente a lo largo de su pubertad, juventud, madurez y vejez una serie de vivencias y cambios sociales que ninguna otra ha soportado.

 

Las niñas, en una amplia mayoría, han sido preparadas para ser esposas y madres y eso lo han cumplido con pleno acatamiento. Su gran capacidad de trabajo y sacrificio fue la base fundamental para la realización de todos los planes de desarrollo desde los años 60 hasta el día de hoy, pero en pocas ocasiones se les ha reconocido este mérito.

 

Ellas han sido madres ejemplares y han tenido la grandeza de cambiar el tipo de educación de sus hijas para que éstas tuviesen más oportunidades que ellas, procurando que no abandonasen sus estudios, vigilando celosamente su formación y que su porvenir fuese otro que el de buscar un buen marido, tal como a ellas les inculcaron desde pequeñas.

 

Todo ello fue alcanzado gracias a la generosidad y privaciones de esta magnífica generación de mujeres, que se merece algo más que este modesto homenaje y que fueron artífices de una verdadera revolución doméstica.

 

Con la incorporación de las mujeres al mundo laboral, el papel de estas madres, actuales abuelas, ha pasado a ser la clave en la crianza y la vida de sus hijas. En este momento más del 25% de las mujeres mayores de 65 años ayudan a cuidar a sus nietos a diario y para mayor trabajo realizan también casi todas las tareas de su hogar. Estas verdaderas heroínas son propensas a enfermar, con tantas ocupaciones simultáneas, adquiriendo el “síndrome de la abuela esclava”, nunca mejor descrita una dolencia con tan pocas palabras.

 

¿Y qué decimos de los niños? También ellos tienen méritos acumulados, pues constituye el honor de ser la generación creadora del “pluriempleo”. Con el fin de lograr que la familia, dependiente económicamente del padre, por imperativo de la época, tuviese lo mejor que para ella deseaban, buscabaron todo tipo de ocupaciones para lograr que las pesetas necesarias llegasen al hogar. Para ello no dudaron en privarse de muchos caprichos, soportando estoicamente bastantes necesidades personales y al final ha venido una compensación moral al comprobar lo mucho que ha servido este generoso esfuerzo.

 

La pareja así formada, casados por la Santa Madre Iglesia como estaba mandado, fue el soporte de la economía nacional. Juntos criaron y educaron a nuestros hijos, rodeándoles de todas las comodidades y pequeños lujos de los que ellos carecieron y les fueron siempre inalcanzables. Tal vez se excedieron en ello pero esto es ni más ni menos el rebote lógico del menos al más, es la oscilación del péndulo, desde la escasez a la abundancia.

 

Con tanto cambio a su alrededor han tenido que adaptarse a la modificación de unas costumbres, firmemente arraigadas, que hicieron tambalearse sus anticuados y severos criterios morales. Recuerdo a un amigo que me comentaba al respecto: “hay una ola de erotismo enorme...pero a mí me ha pillado sin saber nadar”.

 

Nuestros hijos disfrutaron, gracias a nuestra comprensión y adaptación, una serie de libertades que nunca nos pudimos imaginar para nosotros cuando todavía éramos jóvenes y esto es otra variación asimilada por nuestra generación.

 

Como ejemplo de estas libertades y del cambio de mentalidad tenemos la actual situación familiar, en la que todavía hay un 20% de nuestros veteranos abuelos que tienen en sus casas a un hijo mayor de 30 años, totalmente apalancado en el hogar paterno. Esto no se debe a la carestía de la vivienda ¡ faltaba más !. El verdadero motivo es la liberalidad con que son tratados en sus casas y éste es el gran mérito de esta generación nuestra.

 

Para colmo los hijos emancipados, al hacernos abuelos, precisan a su vez de nuestro apoyo; los abuelos, tal como hemos citado, salen de nuevo a la palestra para cuidar los nuevos meones de la familia e invitan a sus hijos a comer los fines de semana y estos acuden encantados y provistos de recipientes para llevárselos llenos con los inimitables guisos caseros de su madre, un tipo de cocina que desaparecerá a la vez que sus realizadoras.

 

Es también frecuente ver a los abuelos, hombres me refiero, carretar cochecitos con nieto, hacer la compra, ser auxiliar de cocina...¿qué más cambio se puede pedir? Pese a ello siguen gozosos con estas tareas y con la sonrisa muchas veces resignada ante tanta entrega continuada.

 

Un ejemplo característico de la docilidad y aguante de nuestra generación fue una tira cómica publicada en una revista hace ya varios años y en la que se observaba a una niña y a un niño soportando resignadamente las regañinas de sus padres y de sus maestros, después continuaba con unos jóvenes con similar postura ante los dictados de sus profesores, jefes y de los mismos padres. Finalmente se les ve ya mayores aguantando los dictados de sus hijos. ¡ Toda una secuencia de los niños sufridores y callados desde 1940 a 2007 !.

 

Una nación se manifiesta y engrandece a lo largo de los siglos de existencia por su historia, que se verifica y demuestra con sus monumentos, edificios y restos arqueológicos que hacen a ésta fuerte en el presente, al mantener sus raíces profundas e intactas. En nuestro caso podemos decir que en la mayor parte nos hemos quedado sin historia. En efecto, cuando en los años presentes intentamos rememorar los testigos sólidos de nuestra infancia, nos encontramos con que no existen. Los prados, casas, calles y lugares de nuestra infancia han desaparecido y en su lugar se alzan nuevas urbanizaciones que todo lo modifican, perturban y destruyen.

 

Por esta desaparición de nuestro hábitat infantil, nuestros recuerdos se refugian en un estado imaginario que en el presente no existe, lo que motiva un considerable aumento de la nostalgia, que idealiza aún más nuestro reciente pasado y crea el “rincón mágico” descrito anteriormente.

 

Con una niñez tan interesante vivida y fraguada en tantas carencias, hemos crecido y desarrollado con una identidad personal muy acentuada, fuertes frente a las adversidades y en capacidad de sacrificio. Lo que más vale en nuestra existencia es aquello que puedes atesorar en tu interior a lo largo de ella y creo poder afirmar que las experiencias de nuestra infancia han servido para entroncar en nuestra vida  unas raíces con el pasado muy difíciles de eliminar, cumpliéndose así en cada uno de nosotros el famoso dicho de Simone de Beauvoir: “¿Qué es un adulto? Un niño inflado por la edad”.

 

Finaliza esta evocación con una cita del entrañable Antonio Mercero, quien con mucho acierto cambia el sentido de la conocida inscripción final de “R.I.P” por la magnífica equivalencia a Recordando la Infancia Perdida, que es lo que hemos intentado hacer a lo largo de estos relatos.

 Corregido y editado por Paya Frank

Publicado en tuslibros.com

(C) 2012

 

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